En el aúl[i] contemporáneo no es nada fácil encontrar a un parrandero ocioso que se ponga la gorra de añino de lado y se vaya a cantonear de casa en casa manteniendo las manos tras la espalda. En el aúl contemporáneo todo el mundo tiene prisa, cada uno con sus negocios. Y ahora, toda la gente ha llegado acá, a las faldas de la loma en las áreas de piedemonte de Alatáu, medido las parcelas con el sázhen[ii], las ha marcado con terraplenes, surcado las calles futuras con el arado, marcado la ubicación de las casas futuras, y el trabajo comenzó a bullir. Unos están haciendo el adobe, otros, amasando la arcilla...
- ¡Oye! ¿Entiendes algo de la edificación?
- Sí, un poco.
- ¿Qué opinas: ponemos bien las paredes?
- Sí, está bien.
Entre terraplenes, ya por allí, ya por allá, se han alzado pronto las casas de tres cuartos y cinco ventanas cada. A media vista parece que las han construido demasiado rápido, pero si uno se recuerda cuánto trabajo han aportado, todo se hace claro.
- ¿De quiénes son estas casas?
- De los miembros del koljoz “Uyúm”.
A trasmano, a lo lejos, a lo largo de los pasos montañosos y en los barrancos se divisan, se encorvan, como las tumbas aisladas, los viejos invernaderos cubiertos de abrojo y estepa. De día a día, las lluvias y los vientos los arrasarán, el sitio de las viviendas vetustas se cubrirá de hierbas y desaparecerá sin dejar huella. Así pasa lo viejo, lo caduco...
Esta gente que está amasando la arcilla, poniendo las paredes, alisando los troncos forman nada maás que una sola brigada del koljoz “Uyúm”. Las otras, más numerosas, están con el mismo afán trabajando en el campo, en el segazón, arando la tierra virgen en los prados de Alatáu. Los labores merecen a los trabajadores, y los trabajadores merecen sus labores. Al amanecer, los segadores, como un pelotón de soldados del Ejército Rojo, han venido aquí, a las faldas de la loma, despertando los montes y los bosques. Desde entonces se oye sin parar la canción sonora de las guadañas. “¡Zh-zhic! ¡Zh-zhic!” La hierba jugosa y odorantes cae en filas rectas. El sol ha subido alto y ha quemado los pescuezos, el viento ha cesado, el bochorno sofocante desciende en las bajuras. Por encima de los segadores están arrebozándose los mosquitos, están revoleando los moscarrones. En las arrugas de los segadores está acumulándose el sudor, las arrugas están repletas de ese sudor como las barrancas se rellenan de aguas altas en primavera, y el sudor está bajando por sus caras. No obstante, ninguno hace caso. Cada uno está dedicado a su trabajo. Tienen que acabar segando el pradal hasta aquél linde. Sí no, no cumplen con el plan.
Uno puede encontrar a los miembros mayores del koljoz “Uyúm” trabajando.
Un hombre moreno de estatura alta se alejó contoneando gravemente de los constructores, paró y así quedó un rato pensativo en medio del camino, echó una mirada ceñuda a su alrededor y, como si recordara algo, se dirigió a la herrería. Un joven de pelo rojizo con una cicatriz en la cara, vestido de delantal de cuero sucio, estaba ocupado de una segadora, apretaba las tuercas, daba martillazos al bulón con el martillo de mango corto.
Junto al fuelle que respiraba silbando, cerca de las brasas ardientes había otro dzhiguit[iii] con un brazo apoyado en su lado, todo sucio de tizne. De todo, se destacaban sólo sus ojos brillantes.
El grandullón moreno se le acercó y se inclinó sobre la segadora.
- Pues, ¿qué? Ibray, ¿Resultará algo de eso?
- ¡Hombre! Si algo cae en nuestros manos, quédate seguro... – Ibray tiró con las pinzas una barra calentada al rojo sobre el yunque y empezó a doblarla y torcer con tanta agilidad que parecía amasar un pan.
Uno se siente incómodo de estar ocioso entre la gente ocupada. Por eso, si necesitas dirigirte al mozallón moreno, tienes que preguntarle sin falta:
- Camarada, ¿para un minuto, por favor?
Y el mozallón, mientras tanto, está girando no sé qué detalles en la segadora y responde sin levantarse la cabeza:
- ¿Y qué necesita Ud.?
Si uno viene desde lejos, tal trato lo desalienta, por seguro. Sin embargo, el hombre moreno, por lo visto, no es de aquellos tipos que andan por el aúl con la cartera bajo el brazo.
Se ve en seguida: pierde todo apetito hasta que arregle esa máquina, y entonces, uno le pregunta timidamente:
- Necesito ver al jefe del koljoz... ¿Dónde puedo encontrar al señor Daukará Zhaumanbáyev?
El mozallón sigue apretando las tuercas y tornillos algún rato más, luego, se gira y mira desencajando los ojos grandes blancos, le mide a uno de pies a cabeza y sonríe ligeramente.
- Pues, dígame. Soy yo.
- ¡Qué bien! ¡Resulta que Usted es el jefe! – exclama uno, alegre de haber encontrado, por fin, a quién buscaba. – He venido, pues, para ver las cosas, familiarizarme, hablar...
- Mucho gusto. Aquí lo tiene, nuestro koljoz. Puede familiarizarse, ver como las cosas andan.
No obstante, en cuanto uno entabla la conversación, alguien viene montado a un amblador alazán. La conversación se interrumpe. El jefe del koljoz pregunta:
- ¿Qué es eso?
- Una blinda de la guadañadora, - le contestan.
- Apirmay[iv], ¿No fue ayer cuando la reparamos?
- ¿Qué hacer? ¡La han roto!.. No saber operar las máquinas, pues... – se justifica el jinete.
- ¡Mentiras! ¡¿Cómo que “ No saber operar las máquinas”?! A lo mejor, un saboteador se haya intercalado entre vosotros! – se atormenta Daukará echando verbos al pobre.
El jefe alborota, vuelve a amasar y girar algo, y uno está ante él, perdido, confuso, con la cartera en la mano y, de no hacer nada, empieza a dar vueltas alrededor de la máquina estropeada. El dentado agudo sobresale, algunos detalles, ligados con tornillos y bulones bien allí, bien allá, están asomadas. ¿Qué viene a qué, qué está roto y qué está bien? – no se entiende nada.
- ¿Qué, seguís andando con esa máquina todavía? – pregunta alguien por detrás de la espalda.
Un joven fornido, robusto, de nariz aguileña mira la segadora con las manos puestas tras la espalda. Uno le mira con curiosidad, él hace lo mismo. Uno le saluda.
- ¡Hola! ¿Qué tal? - responde él.
- ¿Es Usted de este aúl?
- Sí, de éste...
Uno le mira de pies a cabeza, mira su estatura recia, bien plantada, su cara rosada carnosa y piensa sin querer de por que ese joven anda ocioso en pleno día. Y uno le pregunta:
- ¿Está enfermo?
- No, - contesta, - estoy bien.
- ¿Y por qué no está en su trabajo?
- Pues, simplemente... estamos callejeando, - se sonríe.
- O ¿no es Usted... – y aquí uno se corta, - miembro del koljoz?
- Eso sí que no, parece que soy miembro, - vuelve a sonreír de manera enigmática.
¿Cómo es eso? Todo el mundo, desde ochenta hasta ocho años de edad, están trabajando, y ese mozallón, ambulando como alma en pena por el aúl. No, aquí hay algún secreto.
Un señor de gafas se acerca y tiende el sobre al jefe. En las manos endurecidas, encallecidas de Daukará, el sobre se convierte rápido en un papelito arrugado y ensuciado que trata de escaparse, salir de los dedos torpes del jefe. Daukará acaba por abrir el sobre, saca un recado chico y, al ojearlo apenas, por poco escupe:
- ¡Ouh! ¿Qué es esto? ¡¿Otra vez en árabe?! Entiendo algo de letra latina, pero el árabe... Léelo, estimado.
Uno coge la carta escrita con letra árabe y, de sólo ver la suscripción, se ruboriza sin querer. A más tardar, al entrar en el detalle, se ruboriza aún más.
“A la atención del jefe del koljoz “Uyúm”.
Tal vez sepas ya que ha venido un nuevo secretario del comité municipal. Su mujer nos ha dado a entender que necesita una vaca. Envía una vaca lechera y un ternero con el portador de este recado. ¡Mira, que la vaca sea lechera!
El presidente de la unión municipal de koljoces.”
Daukará queda un rato pensativo. Luego, menea la cabeza:
- ¡Eso no, muy estimado mío! No puedo disipar el ganado del koljoz.
Y, enojado por la carta, empieza a contar sobre la hacienda en detalle. Está contando y, mientras tanto, mirando a Ibray. Y aquél, amartilla un hierro, gira un tornillo, aprieta una tuerca. De repente, el jefe le dice a uno en voz baja:
- ¿Ha hablado Usted con aquel joven? – e indica con la cabeza hacia el tuno.
- ¿Y quién es? – uno pregunta con prisa.
- Es Amirzhán Beisekéyev. Se puede contar sobre él horas y horas. Se lo cuento todo más tarde...
Daukará se sonríe por un instante y vuelve a apretujar y torcer algo.
Resulta que ese joven se llama Amirzhán, y se puede hablar de él mucho tiempo; es un koljosiano, mas no quiere trabajar - ¿cómo ligarlo todo y entender?
Unas mujeres están embarrando las paredes de una casa de adobe larga cerca del arik[v]. Están trabajando con agilidad, a sus anchas, y entretanto están charlando sin parar y riendo. Parecen estar contentas de su trabajo y tienen prisa de acabarlo. Un viejo de barba rala y aguda está ajustando un quicial nuevo en el hueco de ventana, pero el quicial no se encaja.
- ¡Caray! ¡Qué puta!.. – De la boca del viejo sale por poco una palabra más fuerte, pero se contiene. Saca el metro desplegable, mide el quicial a lo alto y ancho y se rasca el pescuezo. Mira atrás atareado.
- ¡Oye, Konisbay! Tu quicial no cabe.
- ¡Venga, hombre! Ajústalo de alguna manera...
- ¿Cómo es eso... ajusta? ¿Luego le van a soplar los vientos por todos los resquicios en invierno?
Konisbay es el nombre de un hombre de de barba cana. Está sentado debajo del alero, labrando un madero. El pelo es pardo, la barba, cana. Del bolsillo pecho de su chaqueta sin mangas resalta el cuerno para naswar[vi]. Konisbay tiene la barba despeinada. Parece ser relajado o algo. Además, hachea inhábilmente como si no tuviera un hacha en las manos sino una cachiporra.
Y la gente sigue trabajando.
Una mujer flaca, como si curada de pies a cabeza, ha abierto mucha la boca, ha mirado en su alrededor y, al dar un par de escupidos a sus palmas, se acercó al mortero lleno de mijo. Dio una que otra machacada y paró así como desplomada por el lumbago. Una jovencita linda ha tendido la lona se puso en cuclillas y empezó a arelar el millo. La flaca dejo la machaca, se acercó a la joven y se sentó en el borde de la lona del lado de sotavento.
- ¿Y eso? Zeinekul, ¿lo haces adrede o cómo? ¡Despabílate! Que tenemos la comida en breve, - advirtió la jovencita.
- “¡Despabílate!..” Una muere aquí... – La flaca se encogió, se frunció. Ni estaba pensando en darse prisa, sino al revés, tendió las piernas, se acomodó sentada y está mirando a lo lejos, dónde el aúl termina. El aúl es las yurtas[vii] de fieltro impregnadas de humo, bajas, cerradas, tapadas a piedra y lodo.
De detrás del paso montañoso ha aparecido una banda de chicos de entre tres y siete años. Todos están morenos, de piel tostada, vestidos de pantaloncitos cortos y camisas sueltas. Vienen cogidos de las manos. Viene el voceo disonante. Los chicos están cantando desacordes, pero si uno presta el oído, podrá discernir:
“Como a las ovejas, arrea con el látigo,
Acordeón, al molá!..”
- ¡Ah! Tengo el pecho hinchado... Tal vez, mi pupila tenga hambre, está llorando...
La flaca que en todo el día no ha dado ni un golpe, suspiró, se pasó las manos por los pechos descarnados.
- ¿“Mi pupila”, dices? Y en casa, aporreas a sus niños todos los días... ¿Has olvidado ya?
Otra mujer vestida muy simple ha venido rápido, manoteando. Echó una mirada perpleja, asombrada a la flaca ociosa.
- ¿Por qué estás sentada otra vez, Zeinekul?
- ¿Y qué? Debo partirme la espalda, ¿no? – respondió la flaca.
Sin embargo, se levantó, se puso a dar machacadas en el mortero como si deseara romper su fondo. Luego miró iracunda a la recién llegada, pero aquélla no hizo nada sino darle una sonrisa y se dirigió al de barba aguda que seguía con el quicial.
- ¿Qué tal el trabajo, kaín-agá[viii]?
- Regular.
- ¿Tienes clavos suficientes?
- Eso sí que no, no me faltarían más...
- Claro. Pero, ¿de dónde te los saco? ¡Vale! Voy a buscarlos. Zhumakul, ¿Termináis de embarrar hoy?
- Terminamos. ¡Prepárate el premio!
“¿Quién es esta mujer?” Pero, apenas uno tiene tiempo de pensarlo, Daukará sonriente se le acerca.
- Es Rabiga – la ex mujer de Amirzhán, - dice él.
- ¿La ex?
- Se lo cuento más tarde, - echa el jefe y vuelve a hundirse en algo suyo.
Resulta que uno de los capítulos de la historia personal de Amirzhán – se empieza a entender – comienza precisamente aquí; y ésto pica la curiosidad. Sin embargo, se puede hablar con él sinceramente, ya que en todo el aúl no hay otros quienes andan desocupados sino estos dos: yo y Amirzhán. A propósito, aquí viene él con las manos puestas tras la espalda según está acostumbrado.
- Amirzhán, ¡vamos a hablar!.. – digo yo.
Y nos dirigimos al pradejón cerca del arik, he aquí volvemos a encontrar a la misma moza enérgica.
- ¿Puede que queréis comer con nosotras en la cantina? – nos invita Rabiga, dado que es ella.
La miro, luego, vuelvo a mirarlo a él. Rabiga sonríe tranquila y, en general, se comporta como si nada, y Amirzhán está confuso, pálido, empieza a observar la punta de su bota.
- Pues, ¡vamos, Amirzhán! – digo yo.
- Vosotros vais, que acabo de comer, - contesta Amirzhán inseguro y se hace al lado.
- ¿Para qué persuadir al comido comer? – repara la moza en tono jocoso.
La casa larga de adobe, aquélla misma que fue enbarrada por fuera, resulta ser la cantina. Junto con Amirzhán atravesamos el umbral.
La sala es espaciosa y clara. En un extremo de ella hay una cocina separada por una mampara. En la mampara hay una ventanilla tras la cual se pasan los platos. De mirar en la ventanilla, lo primero que se ve es una caldera negra grande. Está gorgoteando. Una mujer está quitando las espumas. Otra, picando la carne.
Digo espontáneamente:
- ¡Vaya, qué caldera tenéis aquí!
- Eso sí,.. preparamos la comida para trescientas personas en ella, - afirma la cocinera con orgullo.
En la cantina hay mesas largas. A una de ellas están sentados unos hombres barbudos. Entre ellos, Konisbay. Ahora se entiende por qué ha trabajado con la hacha tan indolentemente. Resulta que tuvo prisa a comer... Desde la ventanilla llega el olor apetitoso del cocido. A los barbudos se les hace la boca agua, pero no interrumpen la conversación. Konisbay está hablando más que todos. Pidió la petaca a su vecino, sacó una dedada de rapé pardo mordaz, pero no su mano no ha llegado hasta la nariz, y así, con la mano suspensa está hablando con entusiasmo. Por fin, calló, tapó la nariz derecha, acercó el rapé a la izquierda, inhaló y se ahogó, se atragantó, se quedó inmóvil, se puso rojo. Los demás lo están mirando perplejos e impacientes. Por fin, se despejó, recobró el aliento, estornudó, se sacudió y se puso a hablar. Pero, fue en seguida interrumpido por una voz fuerte y sonora:
- ¡Atención!.. ¡Atención!.. Alma-Ata hablando...
Los barbudos aguzaron el oído.
- Os lo voy a servir ahora mismo, - dice Rabiga. – Que todos están tan ocupados hoy que...
Entonces, pone una fuente de madera grande llena de salma – fideos con carne.
Y los barbudos, sin desprenderse, están mirando el reproductor.
- ¿De qué está hablando?
- De las jornadas de trabajo[ix], parece...
- ¡Esperad, dejad escuchar!
Bien comido y contento, me dirijo a la salida, y allí me tropiezo con la apretura – la gente acaba de regresar del trabajo. Las risas, bromas, jaleo.
- ¡Ahora es nuestro turno!
- ¡Que no, hemos llegado antes!
- ¡Oye! No dejen entrar a las mujeres! ¡Son despabiladas, además!
Las mozas están apretando a los dziguites, los dzhiguites, a las mozas – el apretón comienza, y nadie puede acceder a la cantina.
- ¡Eh! ¡Tranquilos! Que vais a romper la puerta, - alguno de los viejos con la voz ronca intenta a poner a raya a las mozar. – Quizá Aizahmet esté traveseando aquí...
Un tio de barba negra de edad avanzada se infiltra con las mozas por la puerta. Al ver a huésped recién llegado, dice confuso:
- No hay ninguna manera de acostumbrar a nuestros kazajos al orden...
Una moza brava me empujó, pero en seguida se dio cuenta y se ruborizó.
- ¡Ay! ¡Perdón! Pensaba que Usted era Zhamangalí...
No queda más que admirar a esta multitud ruidosa, alegre – pararse y mirarla hasta que todos se escondan tras la puerta de la cantina. Desde el amanecer todo el mundo trabaja, y ¡no hay ninguno que se queje, descontento, del cansancio!
Y hace tres o cuatro años estos barbudos regresaban sombríos, cansados de la siega, arrastrando los pies. Para esconderse del sol ardiente, cubrían sus cabezas con el chapán[x] agujereado. Llevaban las guadañas en el hombro. La mujer, al ver a su marido regresando atrabajado, sentia una culpa vaga ante él y se ponía a correr sin objetivo entre la chabola y la estufa de tierra. El marido echaba pestes: “¡Joder!.. – decía. - ¡¿Cuándo acaba este sufrimiento?!” Y, al quitar las botas sucias, las tiraba a la carretera, y, agotado, caía en el lecho. La mujer daba vueltas alrededor de él, lo complacía en el intento de disipar su tristeza, le hablaba compasiva: “Pobre, pobre... Nuestro sostén... ¡Tan cansado estás! Toma un poco de té. Ojalá te sientas mejor... Tal vez te sudas un poco, te reanimes...” E incluso acariciaba las piernas de su marido. En aquel instante entraba corriendo un chiquillo mocoso sucio y estaba a punto de echarse al padre pero la madre daba un grito: “ ¡Zape!.. ¿Que no ves lo cansado que está tu papá? Apenas puede levantarse la cabeza y menos jugar contigo...”
Y el padre, pacificado y bondadoso de nuevo, atraía al chico, lo acariciaba, y, luego, estaba un largo rato sentado tomando té fuerte, cargado.
Hace poco que el barbudo moreno vivía así. Ahora, al regresar del trabajo conto con todos, entra en la cantina del koljoz, se sienta a la mesa y espera en paciencia a que den de comer. La mujer camarera no se echa a servirle primero como al mayor, sino está repartiendo la comida por orden pese a que seas un niño o una moza. Los viejos están graznando y gritando de vez en cuando. Antes, era tiempo cuando tomaban asiento a la cabeza del dastarkhán[xi] y les servían la cabeza de carnero en la bandeja de madera – señal de honor y respeto especial. Por lo visto, Konisbay acaba de recordarlo ahora. Al dar un suspiro, volvió la cara a la camarera e intentó sonreír:
- Nuerita, querida, no te olvides de nosotros...
Es el tiempo de almorzar.
El sol está quemando sin piedad.
El viento de los montes está soplando un poco, el agua en el arik se está rizando, el viento mueve las hierbas altas a su largo. El ojo capta los arbustos y los árboles chicos ya por allí, ya por allá: bien han crecido por sí mismos, bien están plantados – nadie lo sabe. Nos acercamos con Amirzhán a un árbol, nos acomodamos en su sombra, más cerca al arik y entablamos la conversación:
- Pues, Amirzhán, cuéntame...
- ¿De qué?
- ¿Quién eres? ¿A qué te dedicas? ¿Por qué no trabajas en el koljoz?
Se encasquetó el sombrero en la frente, quedó callado mirando al vaivén de la gente y pensando en algo intensamente.
Rabiga con el carpintero de barba aguda sale de la cantina. Está explicando y ordenando de paso. El carpintero está escuchando y afirmando con la cabeza.
- ¿Es tu mujer la jefa de ellos?
- Sí... jefa de la equipa.
- ¡Está bien! Es viva y activa.
- ¡Vaya, no hay más que se puede decir, activista!.. – suspiró por no sé qué, Amirzhán.
Y sonríe guiñando los ojos descontento. Bajo sus ojos aparecen las arrugas. Está sentado arrancando las hierbas de vez en cuando y pensando en algo. Luego, suspira y dice:
- Entonces, armése de paciencia y escuche mi confesión hasta el final... – Vuelve a quedar pensativo por un rato. – No voy a contar sobre mi infancia. Es una historia larga. Es imposible relatarlo todo. A mi padre no lo recuerdo. Tampoco a mi madre que murió temprano. El tio mío, el hermano de mi padre, me tomó consigo. Él era bracero, y me colocó como zagalejo para el bay[xii] Dutbay. Dutbay no era muy rico pero ávido y tacaño inmensamente. Además, rabioso como una fiera. Hasta hoy en día me salto de dormir cada vez cuando sueño con su bastón. Tal vez, yo haya sido culpable de algo también, claro, por ser joven, impulsivo. El bay no me dio un caballo así que pastaba el ganado pedestre. ¿Y quién tendrá miedo de uno pedestre? Era una vez que el lobo mató un castrón gordo en pleno día. ¿Qué hacer? Se me hincharon los ojos de las lágrimas. Estaba ya muy acostumbrado a la riña y paliza. Me atormentaba un solo pensamiento: que, golpeando, no me matara. Llegué... De rabia, los ojos de este perro Dutbay solían ponerse rojos. Aún de lejos empezó a ladrar. No entendía nada de miedo, me petrifiqué boquiabierto. Luego, me levanté los ojos hacia él y por poco morí de susto: se me acercaba, sonriendo maliciosamente y mostrando los dientes. Me solía tirar de las orejas con mucho gusto, por eso las apreté con ambas manos. Me dio puñetazo en el pómulo de paso sin pararse con tanta fuerza que la luz se apagó en mis ojos. Alguien gritó: “¡Bayeke[xiii], tenga piedad!” Pero el bay no escuchó. La sangre corría a chorros por mis mejillas. Pasó algún tiempo antes que que senti: me arrancó todo el tufo. El cabello, claro, volvió a crecer, pero, como lo ve, es cano. Tenía dieciséis o diecisiete años por entonces. Dejé el trabajo para Dutbay, encontré al tio-bracero y me contraté a trabajar para su dueño. Aquél era un bay grande ya. Se llamaba Baymaganbet. Todos sus cuatro hijos iban a la escuela rusa. Los braceros no eran únicos quienes se afanaban en la labor para él, sino todo el aúl y, aún más, todo el municipio. Me asignaron al trabajo en su casa. Daukará, el jefe presente del koljoz, trabajaba conmigo también. Ya entonces era más fuerte, resistente, audaz que yo. Además, era aferrado: trataba de hacerlo todo a la suya. No canto alabanzas sino digo cómo estaba. Era una vez cuando agredió a la mujer menor del bay, una tipa maléfica, y, como consecuencia, le dieron una paliza. Es decir le golpearon tanto al pobre que nadie le creía sobrevivir. De allí a poco Daukará desapareció. Se fue por la noche definitivamente. Luego, mi tio Daulbay se fue a su aúl y tampoco regresó. A más tardar la gente se enteró: se había decidido a casarse con una hija de un pobre y vivir en la casa de los padres de ella, es decir, hacerse, como los kazajos decimos, un yerno-cachorro...
***
El grupo de las mozas salió de la cantina y se sentó formando un círculo sobre la hierba verde en la sombra. Chuchicheaban de algo: hacían guiñas, se empujaban – tal vez, se rieran de alguien. Un poco más lejos, estaban de pie unos jóvenes y hablaban entusiasmados. No obstante, las risas joviales de las mozas sacaron de sí a un dzhiguit de boca grande.
Él les gritó:
- ¡Vaya, habéis traveseado demasiado, ociosas!
Las mozas se pusieron a reír más alto. Los jóvenes se volvieron de espalda demostrativamente y siguieron hablando encogiendo de hombros con desdén. Sin embargo, una de las reidoras empezó a cantar con la voz alta, clara una canción que la misma habría compuesto. Y todos no podían hacer nada más que escuchar:
Estamos riendo de ti, dzhiguit baladrón.
Una caballada dorada está corriendo por la valle.
Ahora las mozas se han cubierto de gloria por su labor,
No encontrarás a una novia, dzhiguit baladrón.
Al oír esta canción, Amirzhán se animó. Se allanó las cejas fruncidas, una sonrisa apareció en su cara.
- ¡Vaya!.. está vengando a éste, de boca grande... Espere, que vamos a escuchar...
Y Amirzhán estiró aún cuello. Mientras tanto, el de boca grande, como sin querer decepcionarlo, se volvió bruscamente a las mozas, se puso las manos en jarras, se alzó la cabeza y cantó:
No voy a suplicaros aunque muera.
A una mujer perezosa y chillona no la quiero.
Ninguna guapetona no resistirá,
Al encontrarse conmigo cara a cara.
Las mozas se pusieron a susurrar y se inclinaron una a la otra, y al cabo de un rato la voz virginal volvió a cantar:
Ahora, dzhiguit, no engañarás a las mozas.
Bueno será un novio que tenga muchas jornadas.
¡¿Para quién es tu belleza, alarde y brillo,
Si no tienes ni gloria, ni respeto, nada?!
El mozo de boca grande se ofendió tanto que se volvió de espalda. Amirzhán, absorto todo por esta disputa, barboteó:
- ¡Ay, demonio!.. Ha perdido el pobre... ¡No supo contestar!
Parecía que si hubiera sido por él, habría discutido hasta la noche sin cansarse.
Le hice recordar su promesa. Volvió a fruncir el ceño y quedó pensativo. Luego, volvió de hablar:
- ¿He vivido mucho? En el año dieciséis, me atrajeron a los trabajos de retaguardia por la orden del rey blanco[xiv].
Me congelaba en las barracas frías en invierno, cortaba la leña, excavaba las trincheras. Ninguno de nosotros esperaba volver a ver nuestra tierra natal. Pero el hombre es un ser vivo capaz de aguantarlo todo. Hemos sobrevivido nosotros también. Hemos superado este infierno.
Al volver del frente, me fui a buscar a mi tio. Resultó que, una vez artaído a excavar las trincheras, se perdió definitivamente. Ni siquiera una carta vino de parte de él. Me alojé en la casa de su suegro Kuanishbek. Kuanishbek este era un viejo apacible, de estatura baja. Eran cuatro: el viejo, la vieja, su hija, viuda en aquel entonces, y la otra hija de unos quince años. Su chabola daba pena. No tenían más que un par de reses. La viuda, zhengué[xv] mía, resultó ser una mujer con cara gris y ojos avaros y alegres, avispada. No parecía estar agobiada mucho por el fallecimiento de su marido. Ríe de vez en cuando, mira con coquetería, corre de un lado para otro por el aúl como un perro desatado. Miré a mi zhengué y senti frío. Le da agrado a uno, al volver después de todos estos sufrimientos y privaciones, encontrar una persona entrañable, cordial. La acogida así la esperaba yo por parte de la zhengué.
¡En vano! La verdad es que uno no puede quejarse de los viejos. El viejo mismo con su mujer Umsindik me acogieron bien.
Un tal Utebay manejaba todos los negocios en este aúl. Daba la impresión de una persona algo tolondra, inquieto, de hablar tosco y pesado. Pese a ello, las veinte haciendas del aúl, por no sé qué, no escuchaban a nadie sino a él. Nada se podía hacer sin consultarlo y pedirle la bendición. Los visitas y los viajeros se se albergaban en su casa obligatoriamente. Mi zhengué pasaba todos los días allí. Entonces, a Utebay se le ocurrió la idea de casarnos, a saber, a mí y a la zhengué. Me asusté de veras. “Apirmay – pensaba yo, - ¿acaso podré vivir con esa mujer de ojos vivos?!” No obstante, nadie preguntó por mi consentimiento. El molá llegó y nos unió en matrimonio. ¡Ay! ¡Qué furia se hizo mi mujer nueva! Echaba sapos y culebras. Era la primera en mi vida cuando vi a una mujer tan enfuriada y zaragatera. Me congojé por completo, pensé: “¡Perdido estoy!» Afortunadamente, la zhengué huyó muy pronto de la casa por la noche... Nos acostamos juntos, me desperté pero ella ya no estaba. Nadie sabe a dónde, cómo y con quién huyó... La vieja está llorando, consumiéndose de pena, condenando a la hija puta. Kuanishbek está callado, como petrificado de vergüenza y pena. Pero ¿qué hacer? La hija menor, esta Rabiga misma, me mira de reojo, se sonríe como diciendo: ¿qué tal? Cuñado, te han engañado, ahora quédate sentado abrazándote las rodillas. Se ríe, a mí me dan ganas de reír también. A más tardar nos enteramos: resulta que Utebay hizo una trampa, quería cargarme con su pecado.
En los aúles reina la agitación. Bien los blancos llegan, bien los rojos. Los blancos husmean, saquean, violan, matan.
Una vez, ya en los crepúsculos, corrió un ruido: “¡Soldados!” En seguida todo el mundo se puso a correr. Normalmente, cuando los blancos venían, la gente escondía todo lo que tenía de valor, los caballos eran llevados a la estepa apresuradamente, las mozas y las mujeres jóvenes se se ponían el disfraz de hombres o de viejas vetustas. Pero esta vez todo era diferente. Pronto llegó otra noticia: “Son rojos. No tocan a nadie.” La gente se tranquilizó, y cuando llegaron las tropas, empezó a pasar por las casas donde los rojos se hospedaron. Fui a curiosear también. Veo: todos son jóvenes. Aunque los barbudos se encuentran de vez en cuando. Algunos están vestidos de uniforme militar, otros, de traje habitual. Utebay está trajinando, corriendo, complaciendo por todos los medios. Antes, había atendido a los blancos con el mismo empeño.
Era de tarde. Junto a la casa, en un rincón estaba sentado un grandullón. No pude velo bien en el crepúsculo, pero algo en él me parecía familiar. Y él sacó un poco de majorka[xvi], lió un cigarrillo, se acercó una cerilla a la boca y en seguida lo reconocí. ¡Daukará! Nos alegramos, nos abrazamos. Resultó que Daukará había abandonado al bay y se contrató a trabajar para un kulak[xvii] ruso. De allí entró en las filas de un pelotón rojo. En el tiempo que no lo vi creció bastante, se hizo más fuerte, envaronó. Y de buenas a primeras declaró decisivamente que me tomaba consigo, de allí en adelante para estaríamos siempre juntos. Al enterarse de que me incorporé a los rojos, Utebay se inquietó y se asustó más de todos. Kuanishbek y su vieja se amargaron de oír que me iba con los rojos. Rabiga se acostumbró a mí para entonces, me llamaba con respeto “zhesdé” – cuñado. A la sazón, era una mozuela morena de cabellos sueltos. Mi ida la afligió más de todos. Incluso lloró durante la despedida...
***
Aquí, Amirzhán calló de repente. De sólo decir “Rabiga” se conmovía, se cambiaba de cara, quedaba pensativo. Por lo general, era notable cómo se acecinó su cara últimamente, decayó, se abatió y la causa era, por claro, su repique con su mujer. Parecía no poder concentrarse.
Mientras tanto, Konisbay, al poner su pie sobre un tronco, levanta el hacha sin ganas y se queda inmóvil al instante en una postura pensativa como si decidiera partir o no partir, labrar o no labrar. Mirado de lado, representaba un espectáculo interesante. Escuchando a Amirzhán contar su historia, voy observando al carpintero indolente sin parar. Amirzhán lo mira de vez en cuando también. Se ve que el carpintero le irrite. Se sentia otra cosa también: toda mentira y vileza le indignan hasta lo más profundo de su alma. Sigue su confesión con amargura y ensañamiento:
- Era entonces cuando, al ensillar el caballo de batalla, conocí el sabor y alegría primeros de la libertad. Cuando el caballo fogoso está brincando debajo de ti, tascando el freno, y tú, armado de pies a cabeza, estás corriendo a todo correr al encuentro del destino desconocido y el viento te está azotando la cara, el corazón, palpitando con alegría, y tú como si tuvieras alas, por alegría que te invade.
Los blancos se escapaban como las ovejas donde aparecía nuestro pelotón. Nuestro comandante se llamaba Mecapar[xviii]. Era un dzhiguit muy hablador. Bromista y chacotero. Pero durante la batalla era riguroso y hasta severo. Los soldados también parecían a su capitán. Una vez, persiguiendo a los blancos, nos encontramos en el aúl de Dutbay. Me recordé del agravio, me hice una furia y fui a todo correr a la yurta del bay. El bay, asustado, perdió el don de la palabra, estaba sonriendo con la sonrisa servicial. Y su vecino, Iskhak, el pobre de los pobres (antes, cada vez cuando Dutbay me daba palizas, intercedía por mi), me agarró por las manos. “Bayeke, cambia la ira por merced, perdona al chico, - gritó de repente. – ¡Amirzhán, cariño, perdona! ¡Ten piedad!..»
Una vez, cuando ocupábamos una ciudad regional, tuvimos una batalla sangrienta. Los blancos se pusieron a escapar, nosotros, a perseguirlos. En el pueblo de Karasor alcanzamos por fin a uno de sus pelotones. Allí estaba el invernadero de un tal Imanbay. Los blancos se atrinchearon en aquel invernadero y resistian durante mucho tiempo. El viento penetrante de otoño soplaba, la nieve punzante caía de vez en cuando. Nos helamos por este viento, tiritábamos, dábamos diente con diente. Entonces Daukará me dijo de repente:
- ¡Anda! Amirzhán, vamos a acercarnos a rastras. Intentaremos...
Anochecía. Cogimos nuestras escopetas, bajamos el barranco y nos arrastramos por entre unas matas y plantas espinosas. Estrechábamos las escopetas al pecho. Llegamos arrastrando a trancas y barrancas hasta sus posiciones. Me levanté un poco con cuidado, miré en la ventanilla. Justamente enfrente de mí estaba un vigia con el fusil expuesto. No tuve tiempo ni siquiera para gritar a Daukará en cuanto el cerrojo tiró... No recuerdo qué pasó después... Volví en mí... Alguien me vendaba el brazo y el cuello. Resultó ser Macapar mismo.
- ¡No te muevas, Amirzhán! – dijo él.
Volví a desmayarme. Cuando abrí los ojos, vi a la gente desconocida, vestida de blanco ajetrearse a mi alrededor. Entre ellos había mujeres. Hablaban en voz muy baja. “Apirmay, - pensaba yo confuso, - ¿dónde estoy?” Luego entendí: en un hospital. La bala me entró en el cuello y salió cerca del hombro. Mire, aquí se quedó la cicatriz. Es la huella de aquel balazo. Y el brazo izquierdo lo puedo levantar sólo así. No anda más. Yo era joven, curtido, gracias a ello sólo sobreviví. Tuve el agujero de tal tamaño que daba miedo de mirarlo. Primero, metian un trozo de goma en ella. Apenas se me curó.
Volví al aúl sólo al cabo de un año. Enflaquecí mucho. Busqué al viejo Kuanishbek que apenas arrastraba los pies por haber estado enfermo durante todo el verano; la única vaca murió de la aftosa; la cosecha no fue recogida a tiempo, el ganado la pisó toda. Y el invierno venía pronto. El tiempo era tanto frío como hambriento. Era para implorar caridad. ¿Y a quién podía dirigirse uno? Los parientes prestan respeto a los acomodados sólo. Si uno se arruina, todo el mundo se te vuelve de espalda, y ya se convierte en el más mísero en los ojos de su parentela. Y cuando uno se encuentra en tal encrucijada, le apaña la desesperación cuando cada uno trata de liarle por pies y manos, convertirle en un peón. En tal situación lo hallé al viejo Kuanishbek. El pícaro Utebay fingía compadecer a los viejos, no dejarlos morir de hambre, pero se proponía a vender a Rabiga en su beneficio. La parte de los padres no llegaría a más de veinte pudes[xix] de cereales y una vaca con un ternero. El resto iría a Utebay mismo. Había muchos perillanes como él en aquellos tiempos. Para un aúl había dos o tres tales Utebayes. Eran ellos quienes se dedicaban al arte de Celestina. Cualquiera con ganas de casar a una moza o una mujer joven se cruzaba primero con estos estafadores. Aquellos daban consejos, llevaban las negociaciones así que el novio no podía dar ni un paso sin su intervención. Hasta que se creía que ningún negocio no podía cerrarse sin que ellos participaran y dieran su bendición. Y si se cerrase, acabaría mal por seguro. De eso trataban los mismos pícaros también. De esta manera estafaron a Kuanishbek. El viejo confiaba a Utebay, lo creía por su beneficiador y repetia murmurando la única cosa: “Haz como quieras... Que lo único que puedo hacer es aferrarme a tu regazo...”
¡Vaya, qué astuto y vil era Utebay este! Hacía todo lo posible para atraerme bajo su control. Me invitaba, adulaba, no me dejaba salir de casa. Cantaba alabanzas ante otra gente: “¡He aquí Amirzhán, el defensor fiel de los Soviets! ¡Ha establecido el poder nuevo con sus propios manos!” En lo último, pongamos, tenía razón. Pêro yo no podía comprender una cosa: la gente como yo, los pobres y peones, establecen el Poder Soviético, derraman su sangre, y ¿por qué disfrutan los utebayes de los frutos del poder nuevo? ¡¿Resulta que hemos sacrificado nuestras vidas para ellos?!
Ahora bien, Utebay era el presidente del Consejo de Aúl. Asignó secretario a Kakish, el hijo de jodzhá[xx] Kuidakul. La gente le tenía miedo, lo llamaban la serpiente rayada. ¡Y esta serpiente rayada representaba el Poder Soviético, cuidaba de los pobres! Los bayes, por seguro, estaban contentos. Se sentian cómodos, sonreían socarronamente: “A ver qué nos trae el Poder Soviético...” Mientras tanto, en los aules había hambruna, pestes, escasez de forraje. Y los bayes vuelve a regodearse: “Pobres, vuestro poder no os ha beneficiado mucho, ¿verdad?” El poder nuevo está acusado también de las estafas hechas por varios pícaros y carroñas. “¿Cómo no? – dicen. – ¡Que ahora reina la “livertad”! Cada uno hace lo que le de la gana”. Y los “representantes” del poder nuevo, iguales a Utebay, no hacen hada para interceptar los rumores semejantes, al revés, están echando más leña al fuego. Incluso lo que Utebay con sus acólitos hizo se atribuye al Poder Soviético...
Me choqué contra todo esto en el aúl y me quedé chafado como en un brete. “¿Qué hacer? ¿Con qué empiezo? Por qué me he quedado fuera yo, quien ha derramado sangre por el Poder Soviético?” – me volvía a preguntar con más y más frecuencia. Yo sólo fingía aguantar a Utebay guardando el odio en mi alma. Como quien dice, tenía calor por fuera y hielo por dentro. Él me entendió pronto también. Y empezó a estirar el casamiento de Rabiga. Esperaba a qué sería. Los viejos, entretanto, ya habían recibido los cereales. De novio era un tal Doszhán, de unos cuarenta. No hacía mucho que había muerto su mujer, y Doszhán decidió a tomar a una muejr joven o hasta una moza y, como se dice, renovar su lecho conyugal. Y tenía un caballo famoso que Utebay estaba montando por entonces. “Lo he comprado, - así contestaba a todas las preguntas. - ¿Y qué? Si me dan las ganas, vendo, si me dan las ganas, compro y nadie tiene que ver con ello”. Era obvio por qué el caballo se encontró bajo su silla. Rabiga andaba con los ojos mojados todos los días. Primero, cuando llegué, ella se despejó un poco, reverdeció, pero volvió a apagarse y desmayó en breve. A solas, había veces que me decía en voz baja:
- Zhesdé, ¿qué será? Perdida estoy. ¡Perdida!..
Pues, ¿qué pude hacer? Sus lágrimas hacían mi corazón arder, estaba fuera de mis casillas, rencoroso por mi impotencia.
Doszhán, el novio este, de barba negra y cara arrugada, frecuentaba casi todos los días, que estaba ardiendo de ganas obtener la novia joven. La verdad es que no hay nada de vergonzoso en su deseo según la costumbre del aúl. Una vez el novio paga y los padres dan su consentimiento, la moza debe obedecer. Protestar que “¡no voy a casarme!” “¡no quiero!” es contrariar las leyes de los padres y es un pecado tremendo...
Y era una tarde cuando unas mujeres vestidas de fiesta y majas se dirigieron muy solemnes a la casa de Kuanishbek. Entendí: algo será. Doszhán hospedaba en el aúl desde el día anterior. Aulnay[xxi], o sea Utebay, se había ido no se sabe adonde en la víspera pero estaba por claro: todas las cosas se hacían por su disposición. Eso quería decir que iban a traer a la moza a su novio a celebrar los esponsales. Es la primera fase de la despedida. A partir de ahí la novia pasa en la dependencia a su futuro marido y nadie ya puede impedir a su casamiento. Y si impide, se considerará por malvado, perturbador y maldito por Dios.
En aquel aúl vivía, además, un dzhiguit, se llamaba Apalay. Era fuerte y alto como un Hercúles, no le valía nada hacer sentarse una persona en cada su hombro, mas siempre andaba vestido de trapos. Al ver a aquellas mujeres andar por el aúl suspiró:
- ¡Ay, pobre de Rabiga! ¡Han perdido tu vida!..
Al oírle decirlo, me estremecí, senti frío. Apalay me miraba de reojo. Tras mi casamiento nefasto con la zhengué que se escapó enseguida, por el aúl corrió el rumor de que Rabiga sería mía. Rabiga me trataba con cariño y mucha atención. Y yo la amaba con locura. Y ¡toma! dejarla, cederla a un fulano abominable, - ¿hay más deshonra que ésta para un dzhiguit?! Y por eso me parecía que Apalay me mirara con desdén así como diciendo “eres un pánfilo, un pelmazo”. No pude aguantar y dije:
- ¡Te equivocas! Nadie va a perderla.
- ¡¿Cómo?! – se animó Apalay bruscamente.
- ¡Pues, así!
Y fuimos los dos a ver a Kuanishbek. El viejo estaba sentado trabajando: estaba triturando el rapé. Estaba vestido de un abrigo de piel vetusto del derecho de tela rayado. Ni en su casa se lo quitaba, se lo ponía en los hombros, se encubría las rodillas con los faldones, y cuando, como ahora, trituraba el tabaco rapé, ponía el mortero de madera entre sus piernas cruzadas. El viejo trabajaba con empeño. A su lado había un asta de la pala, que le servía de machaca, y a su frente, un par de haces de hojas de tabaco y otro par de líos de cenizas que se añaden en el tabaco triturado ya. Los días enteros el viejo se encargaba de esta tarea: machacaba, mezclaba, revisaba los líos. En su choza de barro hacía poca luz. Las mujeres que vinieron a por la novia, llevando los zhauliks blancos, parecían gaviotas. Rabiga, pobrita, se escondía tras la espalda de su madre, con la cara llorosa cerrada con las palmas. En la misma postura suya ya se sentia la perdición irremediable.
Apalay empezó a tironear a las mujeres:
- ¡Anda! ¡Confesaos! ¿Cuánto os ha pagado el novio?
Si los padres de la novia son ricos y la madre, además, es ágil y emprededora, entonces las mujeres jóvenes que vienen a por la novia, suelen poner todos los regalos del novio ante los ojos de la madre que, luego, los distribuye. No obstante, estas mujeres ni pensaban en mostrar los regalos. En sus caras se leía: “De no haber recibido nada, no habríamos venido. Y todo lo que nos entregó el novio es nuestro.” Y no les gustó la curiosidad de Apalay, hasta que una de ellas se indignó:
- ¡Sólo tontos se han reunido en este aúl!
Eran las palabras de la zhengué íntima de Utebay, una tipa zaragatera y presuntuosa. Y además su actitud era demasiado insolente por sentir el respaldo. Las mujeres del aúl la tenían un poco de miedo. En aquel momento se volvió hacia la vieja de Kuanishbek, preguntó bruscamente:
- ¿Pues, qué? ¿Entregas a su hija o no?
Y Kuanishbek, entretanto, seguía enfocado en machacar su rapé como si no tuviera nada que ver con lo que pasaba. Sólo se oía el asta crujir frotando por el fondo del mortero de madera como un carro no lubricado mucho tiempo. Todos callaron en la espera de algo importante. Rabiga apartó las manos de la cara por un instante, me vio, y se puso a llorar con más fuerza aún. La vieja sollozó también:
- ¿Qué hacer, mi pupila?..
Era insoportable mirarlas.
- No es para tanto, - dije. - ¡Rabiga no irá a ninguna parte!
Y en el choza se hizo silencio. Ni que se petrificaran todos. Kuanishbek mismo paró de triturar el tabaco y desencajó los ojos embarazoso.
El casamiento de la hija, la llegada de las mujeres jóvenes a por la novia, el llanto de la moza son todas cosas habituales que se ajustaban a las costumbres. Existe incluso un agüero: “De novia, llorar — reír de esposa”. He aquí yo que levanto la voz contra las costumbres y usos seculares. Las mujeres se pellizcaban las mejillas de tal sorpresa, boquiabiertas. La zhengué de Utebay fue la primera de volver en sí.
- ¡Cállate! ¡Que no faltaba preguntarte a ti! – me gritó iracunda.
- ¡A ver si me preguntarán o no! – reparé y me senté junto a Rabiga. - ¡Intentad apartarla!
Todos entendieron que yo no estaba bromeando. Las caras no se veían bien en el crepúsculo, pero era claro que las mujeres quedaban aturrulladas. Ninguna no esperaba la vuelta tan drástica. El viejo Kuanishbek puso aparte el asta de la pala y se agarró por la barba de asombro. Yo siempre lo trataba bien. Y esta actuación mía no le cabía en la cabeza.
- Amirzhán, querido... – empezó él tras el silencio largo y no acabó. Su situación era, a lo mejor, aún peor que la de su hija. Utebay sería el primero quien se encolerizará contra él. “¿Cómo me has podido dejar colgado, vejarrón?” – diría. Luego, la parentela del novio se enfadará: “¿De quién te estás burlando?” El novio se indignaría y se enfurecería, que desciende de la familia poderosa. ¿Dónde encontrará viejo el amparo? ¿Quién le podría proteger entonces?
- Amirzhán, querido... bien conoces mi situación... – balbuceó apenas llorando.
Me encontré entre dos fuegos. Las mujeres que vinieron a por la novia saltaron todas a la vez, encolerizadas, dispuestas para arrojar toda una montaña sobre mi cabeza. La zhengué de Utebay tomó el aspecto arrogante e indiferente y, mirando de arriba abajo, como si estuviera montando un camello, dijo entre los dientes:
- ¡Cómo queráis!.. El novio nos ha mandado y hemos llegado como conviene a las viejas costumbres. Quiere decir que hemos cumplido con nuestro deber. Puede hacer lo que os de la gana. Nos vamos para contarlo todo...
Y, al salir de la choza, seguía gruñendo y riñendo.
Y nosotros, quedamos sentados así, en silencio. Rodeados por la oscuridad. Se armaba algo sin precedentes en el aúl. Y nadie sabe qué fin tiene todo esto. De repente, Rabiga me dijo en voz baja:
- Déjame... Quizás sea mi destino... Me voy...
Las palabras de desesperación, de congoja inconsolable. El sudor me brotó de tal cosa. Miré a Apalay con ira. Y éste se dobló abrazando el pilar en el medio de la choza.
Era difícil conseguir algo de él. Estaba callado, aunque era obvio que estaba pensando en mí, pero ¿qué pensaba? Soy uno de muchos para él, es decir, como él. Infringir la costumbre, sublevarse contra el modo de vivir habitual — estas cosas no podían ocurrírsele nunca. Por que, de hacerlo, los alcaldes respetables, negociantes y los ricos te considerarán por “perturbador”, “alterador de la paz”, “bastardo”. Es de lo que Apalay tiene más miedo. Él exhaló un suspiro:
- Es así, por claro... pero...
Pero no llegó a pronunciar lo que quería decir su “pero”.
Rabiga intentó levantarse, pero yo puse mi mano sobre su hombro. También la cogí de la mano por sí acaso. Su cara no se veía en la oscuridad. Sin embargo, ella seguía llorando sin ruido y sus lágrimas, rodando por las mejillas, parecían quemar mi palma. También quemaba su aliento. Aquí está el dolor verdadero del alma... Eso sí... en la vida hay pocos momentos así. Pero, ahora, cuando los estoy recordando, me parece que estaba feliz en aquel entonces. Con mucho gusto habría estado sentado junto a ella días, meses, años. De improviso, senti una fuerza enorme como si obtuviera alas y estuviera por volar al cielo. ¡Claro! El corazón amante aspira a estar contigo, está buscando en ti el amparo a la hora difícil, la moza tiende las manos hacia ti en esperanza, y tú anhelabas ponerlo todo patas arriba, destruir este mundo injusto y vetusto, luchabas por la vida nueva, derramando la sangre por el poder nuevo deseado... ¡La timidez al carajo! ¿Tener miedo, a qué? Entretanto, Rabiga suspiraba:
- Déjame ya... Si no... será tarde...
Lo sabía bien: a pesar de que la suelte, no se irá. Las lágrimas calientes estaban cayendo sobre mis manos. Lo entendía bien: quiere decir absolutamente otra cosa. “¿Acaso podrás con ellos? ¿Te atreverás a contrariarles? ¡No pierdas tiempo! ¡Inventa algo!» - todos sus pensamientos eran ni más ni menos estos.
En otro rincón de la choza, el viejo Kuanishbek quedaba inmóvil, albeando en la oscuridad. Bien pensaba él: “¡Aquí tienes otro percance!”, o bien “a la hora difícil se ha encontrado un hombre de confianza...»
- Pues, eso significa... – volvió a suspirar Apalay.
- ¿Qué quieres decir?
- Lo mismo...
La vieja se puso a prender el fuego en el horno. Su cara arrugada cansada tenía aspecto especialmente afligida en el resplendor débil de la llama. No soltó ni una palabra. No pude entender si apoyaba mi actuación o lo reprobaba. ¡Qué desgracia cuando uno no puede expresar lo que tiene por dentro!
Al ponerse el sol, el viento se pusó a soplar en seguida y la ventisca empezó. Las ráfagas de nieve azotaban por la ventanilla. De todas las brechas empezó a oírse al aullido de las corrientes de viento. El viejo pareció despertarse de repente, alzó la cabeza, gruñó de mal humor:
- ¡Qué tiempo nos ha mandado Alá!
¿Acaso no le da igual: ventisca o no? Que no tiene ganado. Pero necesita cualquier objeto sobre qué descargar su rabia.
Con la ventisca llegó la zhengué de Utebay igual de violenta. A propósito, su nombre era Kulimán. No llegó sola sino acompañada por una moza calma y modesta. Estaba claro que la última se avergonzaba y tendía a estar aparte, junto al umbral, en la sombra. A Apalay le entró de súbito la curiosidad:
- ¡Oiga! ¿Quién se esconde allí? Mashrap ¿eres tú? ¡Ven acá!
- ¿Qué más da si es Marshap? – Kulimán se lanzó sobre él.
- Nada... – se apocó Apalay.
- Si nada, ¡que no te metas las narices!.. Y si tienes ganas de meterte en los asuntos femeninos, ¡primero ponte el zhaulik en la cabeza!
Se sentó junto a la vieja, tendió las manos frías hacia el fuego. Su rostro enjuto gris estaba maligno y malhumorado.
- ¡Enciende la lámpara! – ordenó.
Hasta las palabras simples sonaron de su boca como una amenaza. Kulimán se empezaba a irritar.
Apalay se puso de pie torpemente, como un camello sin comer un largo rato.
- Pue-es, significa... – y su suspiro era más alargado esta vez. Refunfuñó dirigiéndose a la puerta:
A la estepa vasta los aúles se han ido,
Y me quedo, desdichada,
Que por el rescate me han vendido...
Nadie pudo oír el final de la canción. Apalay dio un portazo fuerte. Su comportamiento me sacó de quicio. “¡Qué tonto eres!” – parecía lanzarme al salir.
La vieja sombría estaba callada. Y no encendió la lámpara. A la espalda, la ventisca se enfurecía, y aquí, en la choza, Kulimán enojada estaba: en seguida volverán loco a cualquiera si se lanzan las dos. Kulimán volvió a dirigirse a la vieja:
- Tu yerno me ha mandado. Dice: “¡Qué diga su última palabra!” Con esta ventisca, no he venido aquí para las bromas...
Las lágrimas empezaron a correr por los surcos profundos en la cara de la vieja. Hasta aquel momento, Kuanishbek permanecía sentado directo como una vara, y en un rato bambaleó como la estipa bajo el viento.
- ¿Decir, qué?.. ¡Llevad la novia!..
Rabiga libró su mano bruscamente. Me estremecí como si me hubieran echado el agua fría. Tenía respeto al viejo pero a partir de allí senti odio hacia él. No me entendió nada, pensó otra cosa completamente diferente. Concluyó que yo había decidido casarme con Rabiga de no dejarla ir al novio “que Dios le mandaba”.
Vale, ¡que sea como ha concluido! ¿quiere decir que ha preferido el viudo viejo? ¿Cree que no puedo ser el novio de su hija? Pero, si yo y Rabiga nos casáramos, ¿dejaríamos a los viejos en descuido? Me ofendí mucho. En general, me ofendo fácilmente. De niño...
Encendieron la lámpara. Rabiga está acurrucada. Parece más una sombra que un ser vivo. Daba pena verla así. La vieja está hurgando en el arca vieja, buscando y pasando las prendas mejores a Rabiga. La moza Marshap le trajo un pañuelo de plumón blanco y cubrió la cabeza de Rabiga con él. Rabiga se encogió, se estremeció. Empezó a temblar. “Bismillá[xxii]”, - murmuró Mashrap.
A partir de este minuto me parecía que me despidiera de Rabiga para siempre...
No recuerdo cómo salí de la choza. Ando por el aúl tambaleándome como un borracho. El viento se ha desencadenado por completo así como dándome mate, me empuja de un lado para otro. De improviso, me encontré junto a la ventanilla de la casa de Querebay. Su nuera preparaba la masa en el pasillo. Al son de sus movimientos, balanceaba, como si bailaba una danza extraña, el turbante blanco alto en su cabeza. La mujer se sonreía de algo alegremente. “¿De qué se alegra?” – pensé sintiendo hostilidad, y de repente ví a Apalay. Se arrimó al horno y estaba relatando alguna historia con viveza. Apalay sabía hacer reír a las mujeres con sus cuentos. Tenía el don de inventar mentiras sin que nadie pudiese por menos que creerle. “¿Quizá esté hablando de mí? – me puse alerta. – ¿Tal vez está riendo esta mujer de mi malaventura?” Entendiendo mal, entré en la casa. Debería de cerrar mal la puerta, porque la mujer no tardó en reparar en broma:
- ¡Cierre, por favor,.. la entrada!
Apalay se volvió con todo su cuerpo, me miró. Su cara perdió en seguida la expresión benigna. Se hizo gris, frunció el ceño.
- ¡Vamos, Apalay! – dije.
Apalay se levantó vivamente. Ni siquiera preguntó a dónde íbamos y por qué. La mujer me miraba con los ojos desorbitados, luego, chascó y se quedó como estaba, con la criba en las manos. Fuimos, pues, los dos. Tenía sensación que estaba corriendo. El viento sopla, derrumba. Los remolinos de nieve roba el aliento. Apalay me cogió por el hombro.
- ¡Espera!.. ¿A dónde, propiamente dicho, vamos?
- ¡A salvar a Rabiga!
Aquí a Apalay, tal vez, le ha entrado un poco de miedo. Se me apretó a mí. Tuve que esforzarme para entrar en la choza. Por dentro, había ya toda una reunión de las mozas y mujeres de diferentes edades. Las viejas en los turbantes estaban sentadas con aire de importancia allí y allá. Es la situación habitual cuando el novio viene al aúl de la novia para los esponsales. Sin embargo, aquel día, había otra razón más para tal reunión: el rumor de lo pasado en la choza de Kuanishbek, por supuesto, recorrió en un instante el aúl de cabo a cabo. Todo el mundo moría de curiosidad y estaba ansioso a enterarse de qué sería lo más pronto posible. Y cuando yo y Apalay nos pintamos en el umbral todos los ojos se encendieron de curiosidad.
- Habéis venido muy a tiempo... ¡Pasad, queridos! – dijo alargando sus palabras con languidez una currutaca morena, la mujer de Utebay.
En su voz se oía una burla. Se emperejiló como era debido a una baibishé venerable y rumbosa. Y me saca de quicio cuando uno empieza a exhibirse y echárselas de no sé qué. Apalay solía reírse de ella: “El cuello enjuto, el labio azul — o es una peri[xxiii] o una cabra”. Y ahora a ésta del labio azul se le antojó de tomarme el pelo.
Doszhán, el novio de panza gorda, nos echaba las miradas con recelo. La zhengué camorrista debería de haberle contado mucha cosa sobre nosotros. El pobre tenía los ojos desencajados de miedo. Debía de intentar a entender: “¿Para qué ha venido este matachín? ¿O bien para quitar a Rabiga, o bien para arrancarme la barba?” La verdad es que en sus ojos no se asomaba sólo el miedo sino una amenaza: “¡Mira!.. ¡sabrás quién soy!”
A su lado, metido en los cojines, estaba o su casamentero o padrino — un hombre de mejillas redondas, bigotes bien cuidados y barba recortada. Me miró de reojo una vez, presuntuoso: “A-a-ah. Sois vosotros quienes han llegado...” y en seguida volvió el rostro, tendió las piernas al descuido. Para llegar al lugar de honor había que atravesar los pies del casamentero presuntuoso. Eso fue lo que hicimos, pero al casamentero no le gustó nada. Alzó la cabeza, agraviado, recogió las piernas sin ganas, mugió con amenaza.
Apalay de costado se metió entre las mujeres.
- ¡E-eh! ¡Caray!.. – una de ellas advirtió jovialmente, al darle un empujón en la espalda. - ¡No te arrimes tanto, buey!
Para Apalay, era igual que acariciador “ainalayín[xxiv]”. Al armarse de valor, se arrimó más justo a la moza.
Cosa mala es la espera silenciosa y hostil. Todos están enfurruñados, taladrádose con los ojos unos a otros, llenándose de bilis. Así estábamos, encapotados. Un absceso no abierto, ni más ni menos. La chiquillería se agrupó cerca de la puerta. Alguien entró de la calle y gritó:
- ¡Paso! ¡dejadme pasar!
Todos juntos miraron a la puerta a la vez. Kulimán irrumpió, meneando la cabeza como un caballo de varas. Rabiga, ni viva ni muerta, seguía arrastrándose tras ella. Parecía tropezar el cabo del paño de pulmón. Al vernos, Kulimán exclamó sin querer:
- ¡Por Dios!.. ¡Otra vez éstos por aquí!..
El paño de plumón movió y la cara de Rabiga apareció por un instante...
La sentaron junto al novio. Estamos esperando, en silencio. No pasa nada parecido a los esponsales. Las mujeres parecían haber tragado sus lenguas, no hacen más que chapalear con los labios, hacen muecas, se arriman unas a otras como las ovejas sarnosas. Kulimán levantó la voz a la chiquillería:
- ¡Los de sobra fuera! ¿Qué habéis olvidado aquí?
Pero no se dirigía a los chicos, sino se dirigía a nosotros. Apalay se recostó de espalda a una de las mujeres jóvenes, tocando la domra[xxv]. “¡Eh, que diablo te lleve!» - dice la mujer y da un palmazo a Apalay por el cuello. Ella le da un palmazo y él sigue rasgueando la cuerda. ¡Qué embarazo! En público. A solas con Apalay, la moza se comportaría de manera absolutamente diferente. Y sus palabras serían diferentes... Los demás quedan callados, mirándose, esperando. ¡Ojalá todos aquí sean discretos, limpios. ¡Qué va! Cada uno trata de deshonrar, cada uno propaga los chismes sobre otros, cada uno desea en su interior saberlo todo de todos y esconderlo todo de sí mismo.
Apalay se puso a cantar. Su voz era un poco ronco. Pero su canción correspondía tanto al ámbito que conmovió a todos presentes:
El potro repropio estoy montando.
Mi sol, al aúl natal he regresado.
La moza está llorando a lágrima viva
Que por el rescate la llevan a la casa ajena.
- ¡Cállate ya!.. Que echas disparates sólo, - se irritó Kulimán.
Tales palabras, dichas en broma o en serio, afectan el honor de toda forma. Apalay dejó caer la domra sobre sus rodillas y miró a Kulimán fijamente. Todos retuvieron el aliento. Parecía que una ventisca estaba por desencadenarse entre ellos. Las mujeres parecían soportar a la zhenqué de Utebay, camorrista y presumid, pero era obvio que cada una en su alma simpatizaba con Apalay y quisiera que él derrumbara a la camorrista con alguna palabra graciosa.
La moza que flirteaba todo tiempo con Apalay, carnosa, de cara de rallo, se confundió de repente y se apresuró a cambiar de tema.
- Maquén con sus amigas se propone a competir contigo. ¡Prepárate!
Los que querían que todo acabara en paz, comenzaron a trajinar a los pies de Apalay, a bromear, entregarle la domra, sosegarlo. Apalay, sin muchas ganas, tocó las cuerdas:
El novillo, blanco o rucio, es sólo un novillo.
¡Vénceme en la lucha! Y puedes jactarse, mi amigo.
Y el amor, Azhar, es un ave que se entrega
A quien la dé en el corazón mismo.
Azhar era la misma mujer joven que había amasado el pan hacía poco. Su marido era de la misma edad que Apalay. Por eso Apalay se permitia bromear con ella muy libremente. Azhar era también placera, le gustaba exhibirse, presentarse algo de sí. Cuando charlaba con las mujeres, inclinaba la cabeza con pamplinería, entonces sus pendientes innumerables colgadas de su zhaulik resonaban igual que un cencerro del potro. Como si preguntara llamativamente con todo su aire: “¿Sería capaz alguien más de hacer así?.. Yo sólo puedo encantar a todos.” Dos o tres mozas juntas entonaron:
Tenemos tanto caballos, como vacas,
Lo que había y que hay no son cosas nuevas.
El amor es lo único que a la silla no atarás.
Por el medio del camino abandonado no encontrarás...
La disputa jovial de palabras, bromas y las risas de los jóvenes la molestaban a Kulimán que parecía estar a punto de reventarse de cólera.
- ¡Fuera de aquí!.. ¡Largaos!.. – silbó, echando rayos de los ojos.
Las mozas empezaron a levantarse ofendidas, preferían irse a sus casas sin armar la bronca ni escándalo. “tal vez, haya llegado la hora propia para dar una voz”, - me pensé y dije:
- ¡No se caliente así, Kulimán-zhenqué!
- ¡Cállate! ¡Los sinvergüenzas se han reunido en el aúl!
- Y Usted es la única de bien aquí, ¿no?
Kulimán se enfurió aún más:
- ¡No faltaba más que cualquier tipo se metiera sus narices!
¡Vaya! ¡Cómo estas palabras me encolerizaron! Recuerdo: me levanté en rodillas. Me remangué no sé por qué la camisa y dije, mezclando las palabras rusas con las kazajas:
- ¡¿Puede que he establecido el Poder Soviético para vosotros, eh?! ¿Habéis oído de la “lebertad[xxvi]”? ¡Lebertad significa que los hombres y las mujeres son iguales! ¡De aquí en adelante, que nadie se atreva a humillar a la mujer! ¡Así es la Ley Soviética! Y no permite que los “borgueses[xxvii]” viejos se casen con las mozas jóvenes. ¡No lo permitirá! Mirad: Rabiga está llorando. Si llora, no está de acuerdo, entonces. Si es así, mi deber es intervenir. A no ser así, ¿para qué he luchado por el Poder Soviético? Habría podido quedar en casa. Pero he ido y luchado... Por eso ¡hay que dar lebertad a todas las mujeres y desbarrigar a los “borqueses-canallas”!
Así estoy, arodillado, hablando. Las palabras se me están saliendo como de ametralladora. El novio Doszhán se asustó hasta la muerte de haber oído de los “borgueses canallas” a ser desbarrigados. No sólo el novio, sino todos presentes se quedaron turulatos. Tanto les aturdió mi intervención. Y pensé: “¿Qué coño estoy sentado aquí? Tengo que coger a Rabiga de mano y fuera de aquí hasta que ellos vuelvan en sí.” Y, al pensarlo, me levanté y declaré solemne:
- ¡De nombre del Poder Soviético te declaro, Rabiga, que eres libre! ¡Dame la mano!
No cabe decir nada, - ¡Rabiga resultó ser valiente, audaz! ¡Se levantó y me siguió!
***
Aquí Amirzhán ha callado. Konisbay, al estirar las piernas cómodamente, se acostó. Así, acostado, estaba contemplando perezosamente una barra alisada, dándola vueltas y fingiendo estar ocupado por cosa importante. Necesitaba matar el tiempo de alguna forma. Al mirarlo, Amirzhán frunció el entrecejo. Por lo visto, podría contar alguna historia sobre Konisbay inaplicado. Pero estaba contado su historia y por eso, al devagar y suspirar un rato, volvió a hablar:
- Era entonces cuando me convencí de hecho que Apalay era un dzhiguit verdadero. Quizá Usted no lo haya visto. Está trabajando de sub-director de un parque de máquinas y tractores. Ha aprendido leer y escribir... Cuando salí de la casa, llevando a Rabiga de mano, él se levantó y nos siguió. Recuerdo: al pasar el umbral, notó por costumbre:
- Resulta,.. así son las cosas.
La ventisca se lanzó sobre nosotros con frenesí. La estreché a Rabiga con firmeza. Apalay se arrastraba detrás, murmurando algo. Pero se le oía mal por el viento.
Las pendientes de cobre, la gorra de piel,
¡Ay que estoy enamorado de ti, mi querida de miel... —
de atrás viene su voz ronca. Luego, nos asalta una ráfaga de viento, y Apalay desaparece tras el telón de nieve pero en seguida vuelve a aparecer, y oigo otra vez:
Ven, querida, ven para la cita, por favor,
Te estoy esperando, ardiendo del amor...
Con todo, Amirzhán es un dzhiguit curioso. Toca la domra y el acordeón con maestría, canta las canciones y coplas kazajas, tátaras y rusas. Es decir, intenta hacer la vida gris cotidiana más diversa, darla más colores por medio de las canciones y cuentos. Durante todos estos eventos, aunque se comportaba cautelosamente, sus bromas, ironía y la simpatia clandestina me han prestado mucho apoyo, y su habitual y significativo “Resulta,.. así son las cosas” me sonó definitivamente inspirador.
- ¡Amirzhán! – me llamó de improviso.
- ¿Qué?
- Pues, mira. Cierra bien la puerta esta noche. Si pasa algo, sólo pasará esta noche, además, estaré muy cerca.
De repente se me ocurrió: oí hablar que Utebay con unos hijos de bayes se iba al aúl vecino a jugar a las cartas. Todos los dzhiguites se valen unos a otros, igual de locos y pendencieros. Los casamenteros y el novio ofendidos no tuvieran más que comunicarles lo pasado, en seguida llegarían aquí. Y no se trata de Rabiga solamente. Ella no importa tanto como el mismo principio. Es que se corta hasta las raíces la costumbre vieja de abuelos. Si Rabiga sale con la suya hoy, todo el mujerío se sublevará mañana. ¿Cómo lo pueden admitir los allegados de las costumbres y tradiciones antiguas? Y si admiten, todos esos busquillos no consegurán hacer su negocio de las lágrimas femeninas jamás.
- Bien dicho, - suspiré. – Si pasa algo, sólo pasará esta noche.
A la entrada de la choza de barro daba vueltas alguien. Miré mejor: resultó ser la vieja nuestra. Estaba congelada, temblaba.
- Sheshé[xxviii], - dije. – He traído a Rabiga.
- ¡Tú mandas, querido!.. ¿Qué puedo yo? El viejo está más muerto que vivo. No le digas nada – la vieja susurró, sollozando.
Como se supo: los padres de Rabiga ya se habían enterado de todo lo pasado en la casa de Utebay. ¿No escuchó la vieja a hurtadillas tras la puerta? Así pensé entonces.
Kuanishbek estaba acostado cerca de la estufa, cara a la pared. Nos oyó entrar, no obstante, ni se movió. Ninguno pronunció una palabra. Acerrojamos la puerta. La borrasca se está enfureciéndo fuera, el viento está aullando, todo parecía haberse movido de su lugar, puesto patas arriba y está retronando como una avalancha de roca. La choza ruin está temblando como azoque; un lardillo se desprendió de la chimenea, por poco rompió el techo. Alarmados, nos estremecíamos de cualquier ruido menor. Pensábamos que algo terrible, inevitable estaba a punto de suceder.
La lámpara opaca lucía apenas en la penumbra. La vieja quedó inmóvil junto a la estufa. Sus ojos se apagaron. No parecía un ser vivo sino una reliquia viva. Los ojos brillan sólo. El miedo paralizó a Rabiga. Pálida, azorada, como si perdiera la razón o se conformara simplemente con lo que nada no tenía ya remedio.
En el alma de Rabiga, se luchaban la esperanza contra la desesperación, la vida contra la muerte. ¿Quién vence, en cuyas garras se encontrará ella? Esas eran las preguntas que la martirizaban. Además, su destino no se va a decidir algún día lejano, sino ahora mismo.
También estoy escuchando intensamente, estremeciéndome. Bien la borrasca está rugiendo, bien el galopeo de caballos se oye. Mucho tiempo pasó así. Sería la hora para ellos de llegar. Estoy esperando y pensando: lo que me atormentaba todo el año se va a resolver en un par de minutos. De repente me pareció un ruido sospechoso y apagué la lámpara de prisa. En la oscuridad, empecé a buscar algo más pesado y me tropecé con Rabiga un par de veces. Resulta que me pisaba los talones sin comprender nada lo que hacía de miedo.
Los pasos se oyeron tras la puerta. Llegó por fin el minuto que todos esperaban tanto tiempo y con tanto miedo. ¿Con qué se acaba todo esto?
Alguien tiró la puerta con fuerza y gritó con amenaza:
- ¡Abre!
La puerta cencerreó, rechinó. Queda un poco hasta que la arranquen con el quicial. Y si abro la puerta, los invasores allanarán la choza como lobos hambrientos. Y se sabe bien a quién despiecen.
Pero una voz alta más se oyó al instante. La reconocí. ¡Utebay!
- ¿Quién hace ruido aquí? ¿Quién se desafora? ¡Largaos de la puerta! ¡Que ninguno se atreva a entrar! Que voy a hablar yo... – ronqueaba, aplicando todas sus fuerzas.
“¿Y eso? ¿Cómo hay que comprender? - pensé. – Puede que crea que me pueda n el combate singular? O, al revés, cree que nadie pueda llevar la moza sin que yo consienta?”
- Amirzhán-au ¡Ábreme!.. Soy yo, - pidió él con respeto, disimulo y hasta en tono suplicante probablemente.
Entró. Los abrigos de piel de zorro, los bigotes bien cuidados entraron en avalancha tras él. Utebay se sentó junto a la lámpara, empezó a ajustar la mecha. Por donde entrara empezaba en seguida a comportarse libre, con confianza, como en su casa. Su manera esta cautivaba a muchos. “Es de los nuestros. Vulgar.” – se habló de él.
- Zheneshé-au, sería la hora de cambiar la mecha en la lámpara, - dijo a la vieja. – Estimada Rabiga-zhan... – ahora se dirigió a Rabiga, - busca un copo de algodón ¿quieres?.
Con estas palabras, ¿cómo puede uno sospechar a Utebay en las intenciones malas? ¿Tal vez, es éste por qué el viejo Kuanishbek se las echa de ofendido? ¿Quizá se volvió cara a la pared a mi despecho?
- ¡Despertad al viejo! – gruñó uno de los visitas, acariciándose los bigotes cuidados. Con todo su aspecto demostraba que iba a suceder algo importante. Pero, en este instante, Utebay intervino de improviso.
- ¿Para qué molestamos al viejo? Todo el asunto se podrá resolver con Amirzhán. ¡Digan!
Detrás de la puerta hay ruido. Rabiga echa miradas con circunspección bien hacia mí, bien a la puerta. Me pensé lo siguiente: éstos, por lo visto, están esperando a mi consentimiento, y si no lo doy, llevarán a Rabiga por fuerza. Uno de los visitas estiró las piernas al descuido y me miró a la cara, sonriendo maliciosamente. Esto me cabreó hasta no poder.
- Pues, somos todos oídos, Amirzhán! – dijo él.
- Entonces... ¡Escuchen! – respondí, conteniendo mi ira. – La conversa será corta: ¡no les cedo a la moza!
- ¡¿Cómo es eso?! – Las caras gordas, los tezuelos bramaron todos a la vez.
- ¡Así es! - corté. – El Poder Soviético ha dado libertad a las mujeres, ¿no? ¡¿Quiénes son Ustedes para contrariar al Poder Soviético?! ¡No quieren obedecerlo a buenas, se puede obligarlos a fuerza! ¿Han visto una cicatriz en mi cuello? ¿Saben dónde me he mutilado el brazo?.. Recibí todas estas mutilaciones, desbarrigando a los “borgueses” rebeldes...
En un abrir y cerrar de ojos, las sonrisas altivas desaparecieron de sus hocicos llenos. Los hijuelos de bayes se pusieron pálidos, se miraron confusos. Por lo visto, sólo ahora han entendido con quién tratan. Utebay volvió a ajustar la mecha y se puso a sonreír conciliante:
- Como se dice, las palabras razonables agradan hasta el oído de tontos. Y las tuyas, no hay nada que añadir, lo son. Doszhán encontrará otra chica cualquiera. Mi consejo será el siguiente: ¡qué la caldera tapada quede cómo está! ¡Olvidémosnos de todo lo pasado!
Resultaba que intervenía a mi favor, defendiéndome de los murzás[xxix] enfurecidos.
- Si lo dices tú, no hay otra manera que... – los murzás nobles se pusieron a barbotar.
Entonces, fue la primera vez cuando pensé: toda la cosa fue tramada de antemano. Y la “intervención” improvisa de Utebay a mi favor fue conciliada de antemano también: si la conversación tomase la vuelta brusca, el presidente del consejo de aúl interviniera, si no, saldría a la suya. Incluso los que daban golpes en la puerta fueron también mandados aquí, por claro. Al confirmar que no me pillaron por miedo, Utebay jugó bien el papel de un beneficiador que me salvaba del tumulto rabioso. Por mí, sentia el orgullo de haber disipado la banda de turbadores por mí mismo. Estaba claro que no se hayan asustado de mí, sino del poder nuevo.
Después de este caso, la paz y la tranquilidad volvieron al aúl. Segía viviendo en la casa de Kuanishbek. El viejo, no obstante, andaba de morros, no quería hablar conmigo y hasta escondía los ojos. Estaba enfadado de Rabiga también, todo en ella le irritaba: y cómo andaba, y cómo estaba sentada. Buscaba piojos en todo. Entretanto, los paisanos del aúl dejaron de venir a vernos. Apalay solo nos visitaba de vez en cuando. Llega, empieza a pegarse al viejo.
- ¡Kueque! ¡Oiga! ¿Quiere que le relate un cuento interesante? – Apalay se sonríe, y el viejo aprieta con más fuerza aún el asta con la que está triturando su rapé y frunce el ceño:
- ¿Te largas de aquí o cómo?
La vieja bondadosa defiende al bromista:
- Pero, ¿qué te pasa, padre? ¿Qué culpa tiene este pobre?
Y Apalay ni hace caso de lo iracundo que está el viejo y, como siempre, entona una canción:
Alá no me ha dado ni felicidad, ni alegría grande,
Ni una peri de estatura esbelta y trenza larga.
Y no tengo a quién mi tristeza y congoja desahogar.
Así que tengo, entre vivo y muerto, por la tierra vagabundear.
Apalay dice la pura verdad. Toda su vida está tejida de contrariedades y desgracias.
Varios chismes corrieron por el aúl. Uno de ellos me dejo estupefacto de verdad. “Amirzhán, resulta, no defendió a Rabiga sin razón suya, - decían. – Está embarazada de él.” Esta comadrería corrió toda la vecindad en un abrir y cerrar los ojos. ¿Puede ser algo más infame para una moza casadera? ¡Ojalá haya algún pretexto! Porque resulta pura calumnia. Y me siento ofendido, pero no tanto como me da mucha pena por Rabiga. Ponía buena cara, andaba como si nada, alegre y despreocupada. Una vez, se lo aludí con cuidado, pero ella sólo lo dejó en el aire y rio:
- ¡Qué hablen si quieren...
No hay más que decir, era salvaje, arriesgada de joven...
***
Y Amirzhán, invadido por las memorias, interrumpe su historia otra vez. Mientras tanto, la gente se marchó cada uno por sus asuntos. No había ninguno ocioso. De lo lejos, venía el fragor ora de una máquina, ora de un tractor.
- A partir de ahora, empezaría lo más interesante, - Amirzhán dice de repente.
Me hice todo oído. La vida es un cuento largo y complicado. No se relata en un par de palabras. Especialmente si uno, como Amirzhán, no sabe con qué empezarlo. Miro fijamente a Amirzhán. Tiene la barba descuidada, dejada; los labios son gruesos, la nariz es larga y cartilaginosa, los ojos son grandes overas. Tales facciones pronunciadas se graban en la memoria a primera vista. Y siempre distinguir a Amirzhán entre miles de otros. Sin embargo, no sólo se destaca por su apariencia: hay muchos como él pero sólo él tiene tal suerte. Por eso uno está sentado, escuchando su narración tosca que va a acompañado con los gestos y mímica a la falta de palabras.
- A partir de aquel momento me choqué con Utebay a cara descubierta. La verdad es que no veíamos pocas veces. No obstante, al verme, siempre se presentaba cariñoso, bondadoso y yo me mantenía cada vez más frío y cauteloso en mi trato con él. Era precisamente entonces cuando corrió el ruido de que habían captado Taishikará, el ladrón cuartero famoso. Era de estas tierras. Los últimos años encabezaba una banda y mantenía todos los aúles en su puño. Al enterarse de que habían detenido al cuartero, la gente vio el cielo abierto. Sin embargo, todo el mundo entendía, además, que Taishikará era nada que un ladrón, y le respaldaba una fuerza: los aksakales. La mitad de la presa les pertenecía a ellos. Por lo tanto, encontrarían la manera de liberar al ladrón sin falta para que no revelara todos sus asuntos sucios. No obstante, la gente esperaba al castigo merecido no sólo para el ladrón sino para toda su corrincho. Entre este corrincho estaba, por supuesto, Utebay también. Últimamente, dejo de aparecer por los aúles bajo los pretextos diferentes. Y de repente se olvidó completamente de los naipes. “El zorro presiente una contraventura, - se decía en el aúl. – Tal vez, la rastra no esté lejos.”
Un día Apalay vino a verme y me llamó aparte. Tenía el aspecto inquieto, abatido. Ni siquiera echó una broma, como era de costumbre. Yo estaba sorprendido: “¿Qué le pasa?” Y él primero seguía sentado un rato, luego, disparó:
- ¡Te van a detener!
- ¿Y eso? ¿Por qué? – exclamé en susto.
Entonces me contó la noticia de “uzún-kulak” (”la oreja larga”) – la hablilla de la gente. Según las instrucciones de los aksakales, Takshikará declaró en interrogatorio que el pandillero era yo. Según ellos, resultaba que el último año no lo pase en la guerra civil sino operaba en una banda y hasta la dirigía. Los aksakales lo confirmaron en forma escrita y enviaron su sentencia al juzgado.
- Y no queda otra cosa que detenerte, - suspiró Apalay.
Muchas veces me meti en diferentes apuros, pero como éste, tal vez no, ninguna. ¡Como me han atrapado! Lo más feo era que yo no sabía dónde estaban mis compañeros de armas. No tenía ningunas noticias de Daukará tampoco. La misma noche la milicia llegó a por mí y me llevó a la ciudad. Así, sin comerlo ni beberlo, me encontré en la cárcel provincial.
...Al cabo de algún tiempo me llevaron al despacho del instructor. Veo: tras la mesa está sentado un kazajo apuesto, de traje modesto, revolviendo los papeles. Me sentaron enfrente. Mi estado de ánimo era, por claro, de los peores. Caos en la cabeza. En el despacho, me calenté y me hice desmadejado, indiferente de todo. En cuanto me levanté la cabeza, veo al instructor mirándome directamente a los ojos. Me apresuré a desviar la mirada y hasta bajar la cabeza. Pero algo extraño se me movió en el pecho y lo miré otra vez. ¡Venga! ¡Qué casualidad!
- ¡Amirzhán! – exclamó el instructor.
- ¡Mekapar! – me eché hacia él.
Era nuestro comandante en el año diecinueve. Desde que me llevó al hospital no nos habíamos visto.
En seguida me han librado de la cárcel, por supuesto; y no tardaron en meter allí a Utibay con sus cómplices. Fue el primer golpe serio al enemigo. A partir de allí me enderecé o algo, como si me encontrara a mí mismo. Y además, Daukará regresó. Durante la guerra se hizo el miembro del partido. Entonces, bajo su dirección, yo con los vecinos Tashén, Izbasar y Aldanal ingresamos en el partido también... Al cabo de poco me casé con Rabiga...
Amirzhán suspiró y volvió a interrumpir su contar. Estábamos sentados cerca de la cantina y podíamos ver a todos que entraban y salían y oír todas las voces. A cada momento venían las risas, vocerío, exclamaciones. Alguna otra vez, claro, todo esto atraería mi atención, pero ahora, prendado de la historia de Amirzhán, no hice caso de nada, quería conocer el final. Lo tenía por claro que la médula del cuento de Amirzhán, sin duda, era Rabiga. Todo lo que ha contado hasta ahora es el preámbulo. Pero está por relatar lo más importante, da la clave de su vida. No obstante, está callado como si deseando intrigar aún más. Parece preocupado de un cosa diferente. Está mirando para otro lado. Respetable Konisbay está sentado, pensativo, moviendo los labios sin decir nada. De verdad, está descansando más que trabajando con el hacha. De vez en cuando nos mira, pero en cuanto sus ojos se cruzan con los de Amirzhán, se vuelve de espalda y empieza a gopletear por la barra. Mira, pues, que estoy trabajando a gota gorda. Rabiga se acerca de prisa. Está preocupada. Tiene muchas tareas que cumplir y parece toda absorta por ellas. Pero a veces, su cara expresa confusión y desaliento. Parece preguntarse: “¿He procedido correcto? ¿Lo he hecho todo bien?” – revuelve todas sus tareas en la cabeza y no consigue llegar a la conclusión definitiva. De lado, se nota mucho que se ha sumergido en el trabajo social hace poco y carece de experiencia.
El respetable Konisbay puso el hacha aparte, sacó una tabaquera-shaksha de concha, dio un par de golpes con ella en la rodilla, luego, echó un poco de rapé en la mano. Lo hizo todo sin prisas, pausadamente como si ejecutara un trabajo importante. Por supuesto, vio lo de prisa que se le acercaba Rabiga, y él parecía decirle a ella con toda su postura y movimientos: “Espera, nuera, no te des prisa. ¿Acaso no me ves meterme el rapé tras el labio?..” Todos lo veían claro que flojeaba, trabajaba con negligencia y sólo de ser azotado por gritos, no obstante, fingía ser humilde, manso y, lo más importante, entusiasmado por el trabajo de utilidad social.
- ¡Kain-agá! – empezó Rabiga.
- Dime, nuerita,.. que te escucho.
Amirzhán iba a continuar relatando, pero oyó la voz de su mujer (aunque, ¿tal vez, de la ex-mujer?), la miró de lado, se bajó la cabeza y frunció el ceño aún más. Parecía que tanto Rabiga como sus palabras no hacían más que irritarle. Recuerdo haber quedado sorprendido por esta observación. Rabiga, mirada de lado, no parece nada a la mujer capaz para alguna malicia. Ni por su apariencia, ni por su actuación no destaca de las mujeres normales del aúl. Es igual que todo el mundo. La verdad es que es un trabajador responsable, dirige la sección importante del koljoz...
Al cerrar sus asuntos con Konisbay, Rabiga se dirigió hacia nosotros. Ahora, no tenía prisa, como siempre, sino iba tranquila, despacia como si contando cada su paso. Su rostro se hizo triste, pensativo. Y otra vez, yo echaba miradas o a ella, o a él, esperando a que algo fuera a pasar sin falta. La cabeza de Amirzhán bajó aún más, los dedos se pusieron a rasgar la hierba nerviosamente. La cara expresaba alarma, confusión, desazón e irritación — todo a la vez.
Rabiga se acercó, sonrió de improviso:
- ¿Seguís sentados aquí?
- Sí, hablando.
- Vamos a casa... Os sirvo el té.
- ¿Y qué, Amirzhán? ¿Vayamos?.. - pregunté.
Se pone pálido, frunce el ceño, rechaza:
- No... Váyase Usted, y yo... necesito arreglar un asunto...
- ¡Hombre! ¿Cómo es eso?.. No me lo contaste todo...
- Otra vez... en otro lugar.
La sonrisa de la cara de Rabiga cambia por la tristeza. Está mirando a Amirzhán como si deseara decirle: “Podrías disimular nuestra discordia ante una persona ajena.” Luego, dice con discreción, sin mucha emoción:
- Te empaques por mí en vano. Puedes seguir su historia en mi presencia con tal que no mientas...
Al sentir el apoyo de Rabiga, empiezo a persuadir a Amirzhán con más insistencia. Sigue de morros, oscuro, no obstante, se levanta y viene con nosotros, aunque se aproxima por otro lado sólo para no ir junto a Rabiga. De confusión o desazón no sabe dónde meter las manos: bien las esconde detrás de la espalda, bien las mete tras el cinturón, bien se las pone de jarras. Rabiga está callada, sonriendo. Bien conoce los hábitos de Amirzhán. Bien probable, ha de sospechar lo que le pasaba en el alma de su marido.
Se acerca una mujer de cara larga, pálida, enjugando los ojos con la punta del zhaulik, y la llama en voz baja:
- Rabiga, ven aquí...
Y, al apartarla, empieza a explicarle algo en voz baja como si temiera que le faltara tiempo para exponerlo todo. Y tenía, por lo visto, mucho que contar. Hablando, mueve las manos, y no es difícil suponer que había algo que la turbó, indignó y ofendió hasta lo profundo del alma.
- A-ah, ¡vale! Vamos, - dice Amirzhán, suspirando, y me explica:
- Es también una de las que no llevan bien con sus maridos.
Y, al desandar una distancia considerable, mira de reojo con el displacer expreso ya a la quejosa, ya a Rabiga, pero se ve que no se decide formular su crítica más claro.
- ¿Cómo puede ser? ¿Acaso no es tiempo cuando los esposos deben de vivir en plena armonía y amistad?
Amirzhán se pone más triste:
- Quien sabe cuál de los dos tiene más culpa en estas historias...
- ¿Saber, qué?.. Hay que sentarse juntos y hablar tranquilos, así se aclarará quién es culpable y en qué.
- ¡Le es fácil decirlo!.. Primero, el marido se obstina: “¿Cómo puede ella insolentarse? ¿Acaso no soy su marido? Podría ceder. ¿Quién no tropieza, quién no hierra?” El marido piensa así, y ella piensa la suya: “No soy peor que tú. ¡No voy a humillarme! La igualdad.” Entonces, andan así como almas en pena...
Amirzhán vuelve a suspirar.
...En el rincón izquierdo de la casita semi-chabola hay una cama de madera. A su lado, dos arcas. La habitación está ordenada, limpia, acogedora y bien cuidada. Amirzhán no se comporta como el amo de casa, no se acomoda junto a la cama sino está de plantón cerca del umbral, luego, se sienta en un rincón, confuso, como si no estuviera en su casa sino de visita.
Rabiga, afable, tranquila, como una ama de casa acogedora, empieza a preparar el té. Amirzhán está callado, abatido. El silencio deprime. Intento a entablar una conversación.
- La cosa resulta bastante interesante...
- ¿De qué estáis hablando? – se vuelve Rabiga.
- Seguimos hablando de vosotros... de vuestra vida con Amirzhán.
- ¿Le ha dicho algo?
- Sólo empezó...
- A-ah... Entonces, ¡que le cuente todo! Ha de escuchar. Después aclararemos quién es causante, - Rabiga advierte con tristeza.
- ¿Tenéis hijos?
- Tenemos un pilluelo... Por lo visto, parece a su padre. Igual de rebelde.
Rabiga le mira de reojo a Amirzhán con sonrisa. Mientras tanto, sin sentirlo, envolvió a su marido en los quehaceres también: le hizo cortar la tortilla, partir el azúcar. Se siente que no está enfadada nada con él, no trata de pincharlo, al contrario, quiere disipar su mal humor y enfado. Pero Amirzhán está inflexible. Se encapotó aún más. ¡Vaya! ¿Cuál es la razón de sus peloteras?
- ¡Venga! ¡Cuenta ya! ¡Que la gente escuche! Me gustaría también oír... – dijo Rabiga.
Amirzhán se enfurruñó. Parecía que no le arrancas ni una palabra. No obstante, él mismo se puso a hablar de súbito.
- A partir del año veintidós yo encabezaba ya el consejo del aúl, ya una asociación de pobrería. No puedo quejarme del partido. Me atendió mucho, dio la instruyó, me hizo un hombre cabal... Yo mismo soy culpable de todo, que era muy perezoso en aprender. Hasta ahora quedo poco aflabetizado. Otra cosa es esta camarada, - indicó con la cabeza a su mujer, - sabe mucho más. Lee libros sin tartamudeos. Por mí, apenas consigo acabar una página me baño de sudor...
- ¡Acúsate a ti mismo! Has aprendido las letras antes que yo, - notó Rabiga.
- ¡¿Y yo, qué, te echo la culpa a ti?! – se estrepitó Amirzhán de súbito.
Rabiga quedó callada, sólo su cara se puso oscura.
Por lo visto, le daba vergüenza por el reventón de su marido. Sin duda, ella habría podido cortarlo e incluso reñir, pero, aparentemente, esquivaba las riñas ante una persona ajena. Sólo miró a Amirzhán así que comprendí: “Dile gracias al visita, si no, te respondería” – y se puso a servir el té.
- Me falló mi carácter, - Amirzhán siguió con tristeza. – Soy muy impulsivo. Iracundo. Estallo por cualquier cosa. Pero nunca me he desviado de mi camino. Puedo hasta jactarme, por que nadie me ha dicho nunca “pachucho” o “te has comportado como un cobarde”. Por la causa, no reconocía ni parentesco, ni amistad. Era derecho. No me las ahorraba con familiares. Me preocupaba de única cosa: hacerse el hijo fiel y seguro del partido.
Los partidarios de la “noble vejez” trataban de mantenerse lejos de mí. Daba pavor a los buscones. Los chistosos del aúl me daban varios apodos: “Cortacabezas”, “Arranca-y-échalo”. No me congojaba, al revés, estaba orgulloso a escondidas. ¿Bueno soldado por la vida nueva sería, si el enemigo de clase me alababa y respetaba? Mi actividad tuvo la envergadura especial en el año veintisiete, durante la distribución de tierra. “!Los pobres, peones, alzad sus cabezas! – gritaba yo. - ¡Seguidme!” Apalay estaba del secretario de la célula del partido por entonces. Trabajaba con él hombro con hombro, agitamos, hicimos encenderse y seguirnos a la pobrería. En el año veintiocho, cuando fueron declaradas la confiscación y deskulakización[xxx] de los bayes, pusimos las manos a la obra con ardor. Primero, expropiamos los bienes de Baymaganbet. Era un feudal verdadero, tenía grados. El bay tenía un hijo, Zarbol, de su mujer menor. Este Zharbol presentó una petición a la comisión. En la petición se decía: yo y mi madre estábamos bajo la férula de Baymaganbet, sufríamos los hostigamientos de su parte, por eso pido separarnos de la familia del bay. Estaba en contra decididamente. “Tanto lobo como lobitos son igual de fieras carnívoras, - dije. – ¡No les habrá perdón!” No lo sé. Tal vez, el hombre sabe presentir una desgracia, pero me seguía parecer que no se podía permitir a Zharbol quedarse aquí, ya que haría, sin falta, alguna vileza con el paso de tiempo.
- ¿Y pregúntele qué vileza ha hecho él mismo? – Rabiga sonrió pero Amirzhán la miró severamente.
- ¡Pido no interrumpirme, camarada! ¡No le estoy contando mi historia a Usted sino a este hombre!
- ¿Y qué, no puedo escuchar?
- No lo afirmo, pero hace mucho que Usted dejó de esucharme...
Rabiga se puso confusa, pálida, luego, se ruborizó y siguió tomar té en silencio.
- Pu-ues... Emprecé a contar de Zharbol... – Amirzhán se volvió de espalda a su mujer con enojo. – Del secretario del comité provincial estaba un tal Ablán Sizdíkov. Baladrón, bocazas. No lo aguantaba. Además, tenía la apariencia de asco: despatarrado como un sapo; bizco; cuando hablaba, las babas empezaban a bullir en sus labios, lanzar saliva, escupía. Un nombre solo – miembro del Partido, y en su obra y actuación no pude ver nada del Partido. Le gustaba hacer viajes a los aúles y siempre se albergaba en las casas de los bayes. Varios buscones lo rondaban en tumultos. Le cantaban alabanzas, gritanto: “¡Que caballero, Ablán!”, “¡Alma sincera!” Su intervención en los asuntos de confiscación me indignaba sobre todo. Pero fue el colmo lo que fabricó los documentos falsos con la ayuda de diferentes tipos y gentecilla a fin de disculpar a Zharbol a toda costa y separarlo de Baymaganbet. Entonces resisti. Y Ablán me dijo: “!Eres un gritón!” Yo solté: “!Y tú eres un lameculos de bayes! ¡Desviacionista derecho! ¡Gusano que roe por dentro!” ¡Por mi fe! He dicho así – gusano. Aquí está Rabiga, no me deja mentir. En general, odio mentir. Le prometi contar la verdadera historia de mi vida, pues estoy contándolo todo cómo está. ¿Verdad, Rabiga? ¿No? – se volvió de cara a su mujer bruscamente.
- ¿Estoy negando, o qué? – borboteó Rabiga, siguiendo ocupándose del samovar.
- ¡Pues, bien que no lo niegues! A partir de aquella querella todas mis desdichas empezaron. Es por eso estoy enfocando en estas circunstancias. Pero, tengo de decir de Ablán. El mismo día, tras nuestra colisión, se fue de prisa. Entendí que me vengaría, pero no pude ni imaginar que consiguiera hacerme la zancadilla tan grande. Apalay dijo, riendo: “¡Vaya, cómo has hecho rabiar a Sizdíkov!” Al día siguiente, un recadero del volost llegó a caballo. Nadando en sudor. “Te llaman urgentemente.” Bueno. Fui. El comité ejecutivo de volost era encabezado por Jasén Baidaulétov.
Un hombre tosco, brusco. Me acogió frío. “¿Qué, te dominó un diablo? - pregunta, - ¿Por qué pegas a los peones?” Por poco perdí el habla de asombro. “Camarada Baidaulétov. - digo, - ¿Qué peones he pegado?” – “!Mira!” Créeme o no, había todo un tocho de quejas contra mí. La escritura en uno de los papelitos me pareció conocida. ¡Bah! Utebay la emborronó. Es su escritura, chico, aplicado,, letra va juntita a otra como las huellas de un ratón. La conocía, pasó unos cinco años ya en una cárcel ya en confinamiento y ha regresado al aúl hace poco. Vivía en un aúl dentro de la jurisdicción del consejo vecino. Eso quería decir que todos los estafadores se habían liado y reunido para esta vez ajustar las cuentas conmigo. ¿De dónde sacaron que yo había pegado a los peones? Era así. Un tal Kumisbay, el más enconoso y pendenciero de la tribu de bípedos, escondió no sé dónde las riquezas de Baymaganbet. Las escondió y lo niega. Lo llamé a hablar cara a cara, me puse a pedirle, suplicar y, luego, amenazar. Apenas se lo reconoció, canalla. A más tardar, Baymaganbet lo apretó: “¿Cómo pudiste fallarme?” Pues, este pendejo Kumisbay le llegó a decir: “Me amenazaba con la muerte y se lo conté todo de miedo...” Entonces estos perros echaron a correr un chisme que yo pegaba a los peones... Se lo conté a Baidaulétov todo como estaba, sin embargo, no me creyó. Me dice: “Actúas demasiado duro, hay que tratar la cosa más suave. No lo toques a Zharbol. ¿Que nos hará? ¡Que se quede, luego, a ver...” De manera de Zharbol evitó la confiscación. No obstante, lo meti en la cárcel en el año treinta. Él acababa de casarse. Su mujer quedó en el aúl. Sola...
Aquí Amirzhán se calló de repente. Al servir té, Rabiga lo miró atentamente y leí su mirada: “¡Hombre! ¿Has comido la lengua o qué? ¡Cuéntale de eso también!” Amirzhán esquivaba obviamente su mirada exigente. Por lo visto le dominaban las dudas. Todo de lo que se proponía a contar sonaba como una mera queja contra su mujer, y lo que tenía en secreto, al revés, le desenmascaraba a él. Y, al pensar un rato, Amirzhán dijo:
- No, ¡no voy a ocultar nada! No esconderé nada... Pues, ¡sigue escuchando!.. En el aúl de Baymaganbet había un tal Medesh. Un campesino medio. Lo conocí durante la confiscación. Bromista, chistoso, brava buena. Resumiendo, un dzhiguit sociable. De darle cualquier tarea, la cumplirá brillantemente. Daba asombro con qué facilidad se le saliera todo. Por entonces, lo considerábamos uno de los activistas mejores que teníamos. Al visitar el aúl de Baymaganbet, siempre se hospedaba en su casa. A veces, tenía tiempo libre, y entonces Medesh me distraía con varias historias y señuelos... No hay nada que decir, donde está la vodka, viene la malaventura. Pro esta agua maldita me tropecé. En aquellos años, la borrachera se convirtió en un desastre verdadero. En ninguna casa celebrando una fiesta, la vodka era el atributo imprescindible. Primero, me abstenía de toda manera posible, huía... No obstante, ¿acaso puede uno preservarse? Se te pegan, insisten. A cada nuestro encuentro con Medesh bebemos. Los primeros tiempos bebíamos los dos solos. A más tardar, aparecieron los amigotes. Eran conocidos simplemente, pero tras empezar a beber juntos, empezamos a ir de visitas juntos. Uno viene a la casa de un amigote, y encuentra, sin falta, a otros amigotes suyos. Y anda, anda. Cuanto más adelante, más vodka y amigotes. A poco tiempo no hice caso cómo todos en el aúl del bay se habían convertido en mis compañeros de juerga. Tras las juergas siguió otra cosa. En breve, aparecieron las mujeres. A donde llegáramos, estaban sentadas dos o tres mozas o mujeres jóvenes. Primero pensaba: se reunían para tertuliar, es decir, cantar, tocar la domra. Resultó otra cosa – se hizo entendido para qué tertulias venían...
Rabiga se puso toda tensa, pálida y clavó los ojos en Amirzhán. Aquél bajó los ojos y se dio prisa de agarrar una taza de té frío ya.
- A-ja... Así, resulta, cómo empezó la cosa... – Rabiga notó en voz opaca.
- ¡No, no es verdad! – Amirzhán exclamó con ardor. – Sólo no te des prisa. Primero, escúchalo todo... ¿Recuerdas: alguien escribió una nota a la célula de que participo en las juergas? Mi culpa es, por claro, que disimulé este hecho ante el Partido. No sé por qué: bien por miedo, bien por vergüenza, pero fallé, menti a las camaradas, vine contra mi conciencia. Preguntaron a Medesh, pero ¿diría aquél la verdad? Por supuesto, lo negaba todo. En esto se acabó todo por aquel momento. Era precisamente entonces cuando Rabiga decidió ingresar en el Partido. En mi vida lo he dicho a nadie, pero aquí, con mi mujer presente, se lo diré. Una noche, antes de acostarnos, me confesó de improviso: “¿A que me hago el miembro del partido?” Respondí: “Estará bien. Sólo, según mi opinión, tienes que aprender a leer y escribir primero. El trabajo en el partido no es nada fácil.” ¡Reconoce, Rabiga! ¿Así te lo dije? Recuerdo bien estas palabras mías. ¿Acaso no era mi deseo de que te hicieras miembro? Pero quería que ella escribiera la solicitud con su propia mano. Quizá yo cometiera un error; quizá no debiera decir así, pero en aquel entonces pensaba de esta misma manera y contesté como pensaba. Al cabo de unos dos días, tuvo lugar una reunión del bureau. Rabiga vino a la reunión también. No atribuí gran importancia al hecho. Sin esperarlo, oí a Apalay leer su solicitud para el ingreso. Me desencajé los ojos de asombro. Senti escalofríos. “¿Qué quiere decir esto? – pensé con desplacer. - ¿Por qué lo ocultó de mí? ¿Acaso estaba yo en contra? Que le di mi consejo simplemente. Si ella hubiera insistido, con mucha gana tanto habría escrito la solicitud como firmado de nombre de ella. ¡¿Para qué necesitó hacerlo por mis espaldas?!” Quedé perplejo. Nos casamos por amor, vivimos tiempos difíciles y de escasez juntos, no teníamos ningunas ofensas o incomprensión. Que la amaba... Y ¡pumba! ¡Aquí lo tienes! Surgió la desconfianza que no acabará bien. Me ofendí aquella vez tanto que, puesta su solicitud a votación, me abstuve...
- ¿Acaso es este el modo de actuar de los comunistas? – lo interrumpió Rabiga bruscamente.
- No me quito la culpa. Pero ¡déjame terminar primero! De allí el me encontré metido en el remolino definitivamente. No sé por qué pero parecí haber encontrado la respuesta a todas mis dudas y desgracias. Concluí que Rabiga me había dejado de querer hacía mucho, alejado, casi no hablaba conmigo. Si río, ella no ríe, si estoy triste, ella no lo está. A todo eso, un maestro forastero arregló un concierto. Y Rabiga tomo parte en él. Fue cuando yo viajaba de un aúl para otro de día y noche, me congelé, me cansé. Eran los tiempos intensos: los activistas no dormíamos días y días. Encima de todo, estaba agotado hasta no poder por jinetear mucho. Hacía escalofrío. Mi abrigo de piel estaba como una coraza de hielo. Vine, pues, a casa, me bajé junto a la estufa, dije a Rabiga: “Desabrígame!” Quería obtener un poco de atención, cariño simplemente, algo así. Pero ella gruñó sólo: “¡Desabrígate tú mismo! Que no eres pequeño.” Y hasta se volvió de espaldas, expresando su desdén.
- Y ¿empezaste a vengarme entonces? ¡Qué bien! – se sonrió Rabiga.
- No te he vengado nada. No te he vengado. Simplemente estoy contando qué pasaba. Sí... Me quedé callado aquella vez también. Me quite el abrigo, me senté más junto a la estufa. No sé qué ella está haciendo. No se me acerca. “Pero, ¿qué ha pasado? – pensé, poniéndome aún más sombrío. – Antes, cuando venía a casa, me rondeaba, sonreía, se alegraba. ¿Y ahora?..” A pesar de todo, estoy callado, me mantengo fuerte. Luego, la mujer de Apalay vino a vernos. Empezó, por costumbre, a bromear conmigo. “Ah, ¿has venido? ¿Sano y salvo? ¿Has registrado a todas las mozas y mujeres jóvenes? ¿Has inspeccionado a todas?” Pues, la contesté de la misma manera chistosa. Así hacíamos habitualmente. Estoy sentado, esperando... No siento ninguna culpa por mi parte. Pero el té sigue sin llegar. “Apirmay, ¿Cómo es eso? ¿Por qué no prepara el té?” Estoy esperando, mirando la puerta. Y Rabiga así como se fue, no regresaba. Se hizo de noche ya. Llegó la hora de ir a cama. Y de pronto aparece Rabiga. Mis nervios están de punta, estoy hirviendo todo. “¿De dónde vienes?” – “Y a ti te importa” Así me respondió, de manera mal, irritada. ¡Venga! ¡Intenta a contenerse! Me hice una furia tanto que me entraron muchas ganas de reñirla y pegar bien. No obstante, no hice ni lo primero ni lo otro, me contuve, quedé callado, inmóvil... Sólo me mordió el labio hasta salir la sangre.
Al cabo de un rato, llegó a preparar el té. Y allí di rienda suelta a mi ira. De un tirón, quité el dastarján[xxxi] con toda la vasija, todo cayó en el suelo. Por cierto, ella podría callar, que la situación de esta índole la tuvimos por primera vez. Sin embargo, ella saltó bruscamente. “¡A-ah, – grita, - te has emborrachado! Te han dado de comer y beber!” A partir de aquel día todo nos iba a tuertas. Entonces me descarrilé por completo...
- ¡¿Entonces, soy yo también la culpable de lo que pasó en consecuencia?! – Rabiga puso su taza sobre la mesa de indignación.
- ¡Apirmay! ¡¿Cómo puede uno seguir hablando! – arrugó el entrecejo Amirzhán con disgusto. – Quería yo contárselo todo a solas, ¡qué va!..
En un arranqué de cólera dobló un cabo del dastarján, se apartó hacia la pared y se acostó de lado con aire muy ofendido.
Su historia fue interrumpida otra vez. Anochecía, la sombra larga de la semi-chabola caía sobre el suelo, la frescura chorreaba a través de las rejillas inferiores. Unas vacas paseaban entre las yurtas. El vocerío femenino parecía al adhán vespertino de molá que llamaba a los musulmanes fieles a la oración antes. El humo espeso que parecía a los cadejos de piel de camello remolinaba encima de las estufas de tierra. Las mujeres estaban gratando las calderas. El aúl volvía a la vida. Todo el mundo regresó de su trabajo, anda, formando jaleo, risas, bromas, voces adultas y de niños, de hombres y mujeres. Me agudo el oído, quedo pensativo en un descuido. Para un instante ante mis ojos pasan los cuadros virtuales de la vida habitual de un aúl de antes. Los pensamientos extraños empiezan a perturbarme. “¿Cómo es eso? ¿Dónde estoy?..” Pero, al instante, sonó la voz de cerca que me volvió en seguida a la realidad.
- ¡Oye! ¡Kumís! ¿Has visitado al contable? ¿Cuántas jornadas tienes?
- ¡Más de doscientas ya!
- ¡Vaya! ¡Puedes cazar al mejor de los zhiguites, entonces!
Ésta es la conversación entre la moza novia y su tia.
Miro a Rabiga a hurtadillas; está risueña también.
Auque lo viejo se enreda entre las piernas, molestando, el ímpetu de la vida nueva es tan desalado que en su victoria no cabe ninguna duda.
- ¿Y Usted, cuántas jornadas tiene? - pregunto.
Rabiga mira a Amirzhán de reojo:
- Doscientas cincuenta.
Esta mirada y sonrisa, como las agujas, se clavan en Amirzhán.
- ¿Y tú?
Él baja la cabeza, calla sombrío. Luego, como si despertándose, se vuele bruscamente a Rabiga, la mira de hito en hito.
Repara con reto:
- ¿Yo? No tengo ningunas jornadas!
- ¿Cómo puede ser eso?
Amirzhán está callado, no parece escucharme. Sólo de vez en cuando mira a Rabiga cejijunto. Esta mirada quiere expresar tanto. Hoy en día la actividad del koljoz se ha mejorado. Los trabajadores semejantes a Rabiga cobrarán mucho por sus jornadas. Hace unos siete meses que los esposos se riñeron, y a partir de allí Rabiga no se ha quejado a nadie nunca, tampoco dicho una palabra mala a su marido. No parecía preocuparse por la ausencia del marido-sostén, marido-apoyo. Al contrario, cada día se iba sintiendo más segura e independiente. Le parecía a Amirzhán que ella hasta se acordaba de tener marido rara vez. Por supuesto, era precisamente ésto que le afectaba más de todo. El chiquillo moreno de nariz chata entró corriendo a la yurta y quedó inmóvil al umbral.
- ¡Anda! ¡Pasa, mi pupila! ¡Siéntate, toma un té! – lo llamó Rabiga.
Pero el chiquillo no parece hacer caso de las palabras cariñosas de la madre. Está mirando a Amirzhán desencajando los ojos. Aquél lo llamó con el dedo, el chico miró a la madre un par de veces y fue a paso de gallina al padre. Rabiga se puso radiante, sonrió. Amirzhán se puso radiante también, apretando al chiquillo al pecho, se olvidó en seguida de la ofensa e irritación, volvió a sentarse al dastarján:
- Echa té para Belzhán...
Rabiga sirvió una taza muy dispuesta.
- Ahora, pásanos un poco de azúcar.
El chiquillo moreno, parecía, reconcilió a los esposos al instante como si les recordara que eran sus padres, el marido y la mujer.
- ¿Qué nombre habéis dado a su hijo? ¿Belzhán?
- En principio, Vilzhán. Lo hemos compuesto de las primeras letras de Vladímir Ilyich Lenin. En kazajo suena Belzhán. Queríamos que fuera firme por el camino de su abuelo.
Amirzhán alzó la cabeza orgullosamente, se sonrió contento.
- Tal vez ho hayas tomado bien el té de estar irritado, - notó Rabiga risueña. - ¿Te lo echo?
- ¡Venga! ¡Échame un poco! – Amirzhán dio con la taza por el suelo con gallardía y se puso más junto al dastarján decisivamente...
Después de tomar el té fuerte, Amirzhán se ganó buen ánimo. Ahora él mismo volvió a su historia interrumpida:
- A lo mejor deje varias hablillas de mujeres aparte y termine mi confesión. ¡Que ella, - señaló a Rabiga con la cabeza, - quede tranquila. Se lo revelo todo en su presencia. Es la primera que lo cuento. Pu-es... Después de reñirme con Rabiga, no pude volver en mí durante un largo rato. Andaba iracundo, sombrío. Odiaba tanto a todo el mundo como a mí mismo. Justo en aquel tiempo vino un apoderado, Sizdíkov mismo. ¡Me puse rabiso por completo! Él, por cierto, entendió mi estado de ánimo en seguida y me mandó al aúl de Baymaganbet. Una vez allí, resultó que había un montón de asuntos pendientes, no cumplían con los planes. Todos los apoderados mandados volvieron con apercibimientos. Sizdíkov, por claro, me empujo allí adrede. Sin embargo, no me opuse. Fui. Hacía frío crudo. Me congelé por completo hasta que llegué. “¿A lo mejor te calientas primero?” – preguntó Medesh. “Sí. ¡Venga!” Bebimos. Luego, más. Así empezó la juerga... Al pasar un rato veo a algunas mujeres jóvenes dando vueltas alrededor de nosotros. Una de ellas, de cara blanca, bonita, frecuenta a mirar hacia mí, ríe. Bien me presta un cigarrillo, bien me da una cerilla. Su cara me parecía familiar. Me esforcé en recordarla: “¿Dónde la he visto?” Entretanto, todo ya empezó a ponerse vacilante, inestable en mis ojos... Y esta mujer joven está haciendo cocos, atrayendo, flirteando, bromeando. No me gustan juegos y bromas normalmente. Pero aquí, me puse hablativo, solté la lengua... ¡E-eh! No hay de que hablar... Más tarde, cuando se me quitó la borrachera, me enteré: aquella resultó ser la mujer de Zharbol al que yo había metido en la cárcel ¡Uf! ¡Hija de puta!..
- M... m... ¿Por fin te confiesas? – Rabiga hizo una mueca agria.
- No, ¡tú no lo pienses! ¡No creas en nada, sino sólo cree en ésto! No hubo nada entre nosotros. ¡Es verdad! Pero, hubo o no, no importa. Entendí en seguida: las nubes de tormenta se posan sobre mí. Al día siguiente me fui al koljoz Algabas. Miré y vi: ni hablar del plan. El koljoz está en las manos de buscones y pícaros. A cada paso uno se choca con los rumores absurdos y chismes. Conozco bien la vida de un aúl. Hay que encaminar, enseñar, educar a la gente constantemente. Si no, cualquier obra acabará mal. En vez de seguir esta línea, hemos pasado, por las indicaciones de los funcionarios regionales, al griterío, hemos empezado a mandar, abusar de nuestro poder. Desde la región se establece el plan, digamos, de cien toneladas. Les respondemos con el compromiso de dar doscientas toneladas. Luego, nos llevamos las manos a la cabeza, ¿de dónde sacamos tanto? Verdad es que aquí no hay mi culpa personal. No he establecido el impuesto desigual para los campesinos pobres y medios. Pero este hecho no me hizo fácil el trabajo. Si uno tiene que cumplir con el plan como quiera, empieza a llevar las reuniones de sol a sol, gritar hasta enronquecer, hasta no poder, desconfiar. De esta manera, comencé a pasar por exagerado. A la gente no le importa que así son las exigencias de la administración regional. ¡Uno no se pone a explicar a cada uno en separado que esta administración está encabezada por tal bicho como Sizdíkov! Una vez escuché la hablilla y me puse frío. ¡Dios mío! ¡Cuánto comadreo en los aúles! Decían que, en el koljoz Berequé, el apoderado hizo entrar a los koljosianos en una barraca fría y los encerró allí, y pegó duro a un pobre. Este koljoz estaba dentro de los aúles de Baymaganbet. Del apoderado estaba un maestro de aúl, hombre de nariz roja, cara llana, chillón, y de irritarse se ponía loco. “!Qué perro! ¡Lo ha perdido todo! – pensé y llegué allí de prisa y corriendo, pero allí ya no estaba aquel maestro, sino Sizdíkov gobierna a su antojo. En seguida senti algo mal. “Aquí, - me pensé, - se acaba tu fiesta, hijo de Kusebay”. Y así fue. Los materiales de Sizdíkov mostraron que fui to quien tanto encerró a los pobres en la barraca fría como violaba a las mujeres jóvenes. ¡Habían muchos pecados en que me acusaron! Mi caso fue despachado en la reunión de la célula. Unos propusieron hacerme amonestación severa, otros insistian en mi exclusión. Por la última opción estaba Sizdíkov especialmente. Entre los que votaron por la exclusión estuvo Rabiga... No le dije ni una sola palabra, pero al verla alzar la mano, mi corazón por poco paró. “Vale por los demás, pero ella, mi mujer, ¿no me conoce? Pues sí que me he tropezado, errado, fallado... ¿Acaso no es la mujer la primera amiga fiel? En vez de amoscarse de mí en vano, mejor me apoyaría, me ayudaría con un consejo. ¿Por qué no me está defendiendo de las calumnias inicuas?..” Así pensaba, y nada bueno me daba agrado. Después de este acontecimiento dejamos de hablar. Y así vivimos hasta ahora. Ni en separado, ni juntos, ni ajenos, ni cercanos...
- Es toda mi vida, - concluyó Amirzhán tras una pausa larga, y suspiró. – Hace poco que visité el comité provincial, entregué mi solicitud. Hace poco también han desplazado a Daukará a este koljoz. Yo, por supuesto, me he alegrado. Con su llegada tengo la esperanza renacida. Que es mi amigo de la infancia. Tanto me demandará como prestará apoyo. Si hierro, me lo dirá a cara. Y así sucedió. Me dio un caballo y mandó al centro provincial para gestionar mis asuntos. Pero si un mal llega, no te deja tan pronto ni fácil. Allí, en el centro alguien robó mi caballo justo del atadero, y llegué a casa a pie. Lo más ofensivo era que nadie creyó que el caballo hubiera sido robado. “Lo has vendido por las borracheras.” – y ya está. Y Rabiga no me defendió otra vez. Sabía que eran mentiras pero no dijo ni una palabra a favor. ¡Buen ejecutivo!..
- ¿Y por qué debía defenderte? – Rabiga objetó flacamente.
- ¿Qué? ¿Hasta ahora no te has convencido? ¡Que han encontrado al ladrón!
Rabiga quedaba callada. Al ver a su padre estar triste, el pequeño Belzhán empezó a arrimársele, acariciarle las mejillas, tirarle de la barba. Amirzhán se puso callado. El crepúsculo se espesaban. En la chabola se hizo oscuro. Ya no se podía ver las caras de la gente que estaban sentados al dastarján. Pero no era difícil adivinar lo que cada uno sentia en su alma.
Alguien se acercó a la casa a paso ancho y enérgico y paró sorprendido a la puerta abierta.
- ¡Oye, Rabiga! ¿Por qué estáis sentados en la oscuridad? ¡Enciende la lámpara!
Daukará entró, se sentó junto al ama de casa, miro a Amirzhán de reojo. Se sentia que estaba excitado y tenía alguna novedad buena que apenas sabía esconder.
- ¡Belzhán-au, Belzhán! ¿Por qué no riñes a tu padre como es debido? Hay que darle una lección. Se ha desmandado por completo. – dijo, risueño.
- Eso sí, se queda Belzhán sólo quien me tenga que reñir, - Amirzhán se sonrió sin ganas.
Aquí se acabó la confesión de Amirzhán. Parecía que no había nada más que contar. Pero Daukará continuó la conversación de improviso. Al volverse a Rabiga, dijo:
- El trabajo de la tercera brigada va de mal en peor. Hay que sustituir el jefe.
- ¿A quién piensas asignar?
Daukará quedó un rato pensativo:
- ¡A Amirzhán!
Todo quedó en silencio. Amirzhán parecía perplejo. Miraba a Daukará un largo rato sorprendido.
- ¿Quién te ha dicho que puedo estar del jefe? – preguntó entonces.
- Hum, quién ha dicho... Te lo digo yo, Rabiga, también. ¡No te olvides de que eres el miembro del partido! Vete al centro de la región y recibe tu carnet.
De tal sorpresa, Amirzhán bajó la cabeza y los hombros aún más. Rabiga miraba bien a su marido bien a Daukará. Al fin, preguntó en voz baja:
- ¿Resulta que han despachado su solicitud?
- Sí. La han considerado y decidido restablecerlo en el Partido.
El chico miró con los ojos desorbitados primero a su padre, luego, a su madre. Re repente sintió el susto: las lágrimas corrían por las mejillas de su padre.
- Toma, mi pupila, dale el pañuelo a tu padre, - dijo Rabiga.
Acabo de entender: este minuto ha de parecerle a Amirzhán el culmen más importante de su vida. Ha comprendido que llegó el fin de todas sus desgracias y dudas, que vuelve a obtener lo más sacro en su vida – el honor de miembro del Partido, que ahora vuelve a reincorporarse a la cohorte de sus amigos más íntimos y fieles.
- Pues, ¿qué? Amirzhán. ¿Vas a trabajar del jefe de la brigada? – preguntó Daukará.
- ¡Pues!
A este instante la cara Rabiga se iluminó con una sonrisa feliz.
1932
[i] Población rural, pueblo
[ii] Medida rusa antigua (2,134 m), como tambíen un instrumento de medición.
[iii] Un joven.
[iv] ¡Dios mío! Exclamación que puede expresar tanto asombro como indignación
[v] Acequia en el Asia Central
[vi] Mezcla de tabaco y cal viva para rumiar (Asia Central).
[vii] Casa típica. Puede ser ambulante, desplegable (tienda de forma redonda)
[viii] Cuñado, hermano de la esposa
[ix] Unidad de trabajo en un koljós
[x] Bata oriental (prenda exterior habitual)
[xi] Aquí, mesa festiva
[xii] Propietario rico, gran terrateniente en Asia Central
[xiii] Tratamiento respetuoso al bay
[xiv] Rey, Tsar del Imperio Ruso Nikolay II
[xv] Mujer de un pariente próximo
[xvi] Tabaco de calidad inferior
[xvii] Campesino hacendado en Rusia antes de la Revolución de Octubre
[xviii] Tergiversado de “Nikífor” o “Nikíforov”
[xix] Medida antigua rusa de peso, equivalente de 16,3 kg
[xx] Titulo de honor de un clérigo, funcionario rico, “don”, “sabio”.
[xxi] Uno de los alcaldes de rango ingerior de un pueblo
[xxii] “En nombre de Alá”
[xxiii] Una hada en la mitología iraní
[xxiv] Cariño mío
[xxv] Instrumento de cuerda popular
[xxvi] Libertad
[xxvii] Burgueses
[xxviii] Madre, mamita; dicho con cariño y respeto
[xxix] Señor, título aristocrático
[xxx] Expropiación de los bienes de los campesinos ricos (kulaks)
[xxxi] Mesa de patas cortas, o simplemente un mantel que se tiende encima del suelo para servir la comida