Era un día caluroso. Por el cielo albarizo pasaban las nubes blancas, unas de ellas parecían plumón, otras - la espuma de jabón. El aire fué lleno de zumbido de las moscas y del tintineo de las caballetas. La angla del lago estaba invadida por el pacedero donde se veían las raíces desnudas de las heirbas potentes. Allí permanecía adormecida una manada de ovejas blanca como una creta. El ovejero Birgebái, al apartar dos decenas de ovejas, ordeñaba cada una de ellas hasta la última gota de leche.
En la maleza del junco arenario se ocultaba, agachando su grande mochila, la yeguita embrindada, y moviendo nerviosamente las orejas para echar las moscas fastidiosas, cavilaba: - Quédate quieta aquí, ojalá no te alcance aquel Birgebái. ¡Mira como ordeña! ¡Está dispuesto a extraer de ti todo hasta los mocos!
El ovejero vestía una dojá (pelliza larga de pieles) manchada y rígida y los calsoncillos sucios. Su cuello curtido por el hollín se puso áspero como una correa, sus dedos clavavan en las mamilas de las ovejas como las espinas y de vez en cuando daban empujones a la ubre. Y hay que decir que el celo del ordeñador resultaba bien a las ovejas caprichosas y temblequeadas. Ellas daban más que podían y, haciendo esfuerzos, echaban afuera también los zurullos. Cuando el ordeñador con sus cinco dedos ganchudos pescaba en la leche una puñada de las perlas negras, exclamaba por enojo: - ¡Ah, tú, bestia de perros! Y continuaba a ordeñar con doble afán. Pero si el animal fué ordeñado, eso significaba que fué ordeñado como era debido.
En vano alzaba el ovejero sus ojos al cielo, ningunas oraciones no le ayudaban. ¡Y no sólo a Birgebái! Otros ordeñadores aún más devotos, que solían leer un debido zalá muy por la mañana, también encontraban los mismos zurullos como una añadidura a la leche. Por otra parte ¿qué pecado y qué daño podía hacer un par de pelotillas de una oveja limpia encontradas en la leche fresca?
Al terminar el ordeño Birgebái se dirigió al pequeño montón del estiércol recogido. Empezó a echar la chispa con la lumbre y la yesca, que había conseguido pidiendo a la dueña, y encendió una hoguera. El estiércol se encendió rapidamente, como si hubiera obedecido la orden del dios del fuego. Y cuando la hoguera empezó a arder con todas sus fuerzas el ovejero arrojó a las llamas unas cinco piedras para que se encandecieran. Y al fin desentumeció su cintura y se acostó libremente a ladito. Miraba el cristal del lago, deslizaba sin pensar con la mirada por sus orillas.
Y de repente vió como en su dirección galopaba dando azotazos al caballo un jinete como si fuese perseguido por alguien. El ovejero pensó: - ¿Y si este diablo tiene intención de arrebatar mi leche? – y cubrió con su codo el recipiente lleno: - Muchos vagamundean aquí... A buen seguro ese tipo también es un gandul – y echó más estiércol en la hoguera.
- ¡Salém elleikum!
El ovejero se fingió duro de oído e inclinandose hacia el fuego se ocupó de la hoguera. Echó una sola ojeada de soslayo al recién venido y pronunció de mala gana:
- Tu muchacho ¿de qué familia eres? Después de escuchar la respuesta completa del recién llegado el ovejero dijo: - Eh.
- ¿Tío, de quién es esta manada?
- ¿Esta? ¿Y de quién parece?
- ¿De dónde puedo saberlo yo?
- Entonces ¿quién puede tener las ovejas tales como estas?
- Parece que jodzha Ybrái.
- ... a la suegra... ¿Para qué pecar en contra el jodzha?
- Entonces ¿de quién son estas ovejas?
El ovejero con mucho más desagrado miró al curioso insaciable y dijo:
- Y tú mismo ¿quién eres para preguntar? ¿No has pasado cerca de la aldea del señor?
- Ah...¿entonces cerca de ésta aldea? ¡Justo!
El ovejero con dificultad echó de sí un sonido ofendido y torció el morro.
- Tío, ¿y el jefe distrital partió del distrito?
- Sí, partió.
- ¿Usted ha sentido que dijo él?
- ¿Por qué no he sentido? Tengo las orejas.
- ¿Y qué dijo al fin?
- Pués ¿qué debía decir? Dijo ... que... todo se ha terminado... ¡Eh, jóvenes! ¿Os han rehartado con los días de mierda? ¿Quizá se pueda discutir con los señores? ¿Os parece que todavía no todos los amotinados estén mandados a Siberia?
El jinete intentó de preguntar de otros asuntos pero el ovejero no quiso contestar claramente a ninguna de las preguntas. Él era presumido no menos que sus corderos y si abría la boca, no era para echar una palabra, sino más bien para soplar una burbuja.
El muchacho pensó: - He recogido un saco de estiércol, ya es hora de irme ¡ay! Y entabló la conversación la cual el ovejero no podía evitar de ninguna manera:
- Yo veo que Usted va a hervir leche, yo he venido justamente a buen punto. No sé cuando podré comer y para un viajero en la estepa no existe más delicia que beber la leche recién hervida.
El ovejero sumergió las piedras encandecidas en la vasija de madera llena de leche y en poco tiempo la leche rebulliendo comenzó a hacer gluglú.
- Si quieres probar, desensíllate. El muchacho se desmontó. Y comprendió que lo debía hacer antes y con todo el respeto debido. Tal vez el ovejero no hubiese sido de morros con él y no hubiese continuado su interrogatorio:
- ¿Quién es tu padre? ¿De qué familia eres?
- Soy el hijo de Zhumán.
- ¿A tí también te llaman a filas?
- Sí, me llaman.
- Pareces demasiado joven.
- ¿A quién importa esto? En el libro está escrito que todavía no tengo edad para entrar en quintas, pero eso fué predestinado para mí.
El ovejero tomó el aspecto de uno que estaba enterado del libro le dijo:
- ¿Eh, en el libro? – y después de vacilar un poco sacó de sus trastos las botas kazajas con las cañas altas y las entregó a Kartkozhá.
Kartkozhá bebió a contento la leche caliente que se puso densa y suspiró a pleno pulmón. El ovejero estaba aparte y callaba, permitía al viajero a chupar con los labios toda la natilla de la leche. Kartkohzá le agradeció por las botas, devolvió al ovejero su único par de calzado y al preguntar el camino a la aldea que era el centro del distrito rural, continuó su viaje.
En la aldea del jefe distrital
La tienda enorme, blanca, de siete alas fué llena de gente. En el lugar de honor estaban sentados los aksakales con las barbas en forma de palas y las de chiva. A la cabeza de ellos estaba colocado entornandose los ojos un jodzha picado de viruelas, con un un turbante blanco, que traqueteaba con una machaca en un balde. Lo escuchaban respetuosamente los jueces de la aldea, los priostes y los hombres de influencia: gordos, flacos, enanos, languiruchos, barbudos, afeitados, con los ojos de la serpiente y con los ojos saltados como los del sapo, varios...
Muy cerca de la puerta estaban los hombrecillos pobres que vestían los pantalones de cuero crudo pegados a sus culos – aquellos hombres estaban presentes en cantidad de habas contadas.
Sobre la colcha, extendida por encima de la alfombra afelpada, acodandose sobre un plumazo, estaba tumbado el señor vestido de traje de paño gris que le era estrecho a causa de los pliegues de su cuerpo, él tenía los labios finos, el cabello alisado y la nariz chata.
A sus pies sentaba una mujer joven que en su postura parecía una campana, era de tez blanca y de nariz larga. Ella hacía espumar el kumís con el cucharón, tenía su menique alargado, sus cejas eran como estiletes.
Detrás de las espaldas de las reunidas personas importantes, que de vez en cuando se mocaban con gustazo, andaba con un paso suave del gato un joven listo y recogía los tazones vaciados de porcelana roja: - ¡Eh, chicos! ¡Daos prisa! ¡Llenad pronto los barquinos con la leche fresca de yegua y batidla sin cesar! Y la gente por allá diligenciaba y sudaba, dando los resoplidos ruidosos por las narices, la mezcla no dejaba de bazuquearse en un barquino enorme, manchado de grasa, como si quisiese afirmar: - Así se debe batir el kumís para el jefe distrital. El barquino tronaba como un tambor y ya hizo volar los pájaros sobre el lago.
El jodzha abrió de par en par los faldones de su bata como el aguila abre sus alas, aflojó el cinturón en sus pantalones. Saludó con la mano a los que agasajaban y vació de un trago un tazón más. En aquel momento tan benéfico el tesorero saliendo empujó con el hombro y casi hizo caer de bruces a Kartkozhá que se detuvo tímidamente en la puerta de la tienda.
Kartkozhá se empachó por llamar la atención de los señores y se sentó de prisa entre los rotos gorros con orejas. Su prisa era baldía porque ninguno miró en su dirección como si él fuese un objeto habitual. Era un objeto o no lo era, sin embargo él entró.
Sí, él entró, pero a causa de la timidéz se apelotonó todo. Le dejó estupefacto la majestuosisad de la postura del jefe distrital tumbado sobre las magníficas alfombras y los fabulosos tejidos de seda, lo sorprendieron los objetos que no veía nunca antes: los galones, los arabescos bordados en las fajas, la plata y la porcelana refulgente, las sortijas y los collares...
No lo quisiera Dios que él tropezara con algo, que manchara, derribara o profanara por casualidad uno de estos objetos espléndidos. Él retuvo la respiración y se quedó inflexible.
Un kazajo sentado cerca de él, entrado en años y de la barba cuneiforme, se sintió culpable por la acogida tan poco amable del huésped recién llegado o puede ser sólo por costumbre y le dió la bienvenida: - ¿Cómo estás?
Kartkozhá le respondió timidamente, pero el vecino ya estaba escuchando con atención al jodzha que gesticulando relataba la parábola edificante del Profeta Mahoma.
- Y entonces el khazret Alí Razí pronunció: - Allahu Ganhí...
Ya los aksakales, ya los gorros rotos con orejas meneaban las cabezas. Aclarandose la voz con los sonidos de trompeta jodzha terminó su relato con los escolios:
- Y fué dicho: - Uakadaré khairikhí, uasharrikhí minallahí tagala. Sea cual sea la persecución, sea cual sea la hostilidad, ¿qué significan ellas en comparación con la paciencia del Alá Altísimo? Cada paso del hombe está inscrito en la Tabla Celeste. ¿Acaso no es así, oh aksakal? – él dirigió su mirada al viejo con la barba de chivo.
- Usted dice la verdad – respondió aquello y tres veces se golpeó al pecho con su puñito seco.
El jodzha decidió de asegurarse de que la verdad proferida por él fuese bien entendida, dió la palmada por la rodilla del viejo y preguntó:
- Entonces ¿qué ha dicho Usted?
- Usted ha dicho bien, estoy de acuerdo con Usted – y él de barba de chivo de nuevo se dio el golpe en el pecho.
- ¡Entonces! – exclamó jodzha, se aclaró la voz de nuevo y se dirigió al jefe distrital:
- Querido, la gracia de los santos bajó sobre tus antepasados, tú eres dotado por el cielo ya de felicidad, ya de tu derecho. Las oraciones de tus antepasados te dieron la firmeza. No te vencerá ningún enemigo. Y tus parientes están ungidos de grandeza y de la exclusividad. Nuestro profeta tiene un proloquio-Khadis ... – lo que jodzha decía más Kartkozhá no oyó porque dos gorros con orejas sentados cerca de él justamente a la puerta no dividieron uno con otro un tazón de kumís. Un poco más tarde a él llegaron las palabras de jodzha dedicadas a las leyes del Dios.
- Él a quien fué otorgado el mensaje del Alá Altisimo no se asusta del fuego infernal, él está invulnerable para la espada y para la flecha, ¡así dijo el Profeta!
Los oyentes abrieron las bocas impresionados por aquella afirmación. El jefe distrital dijo: - ¡Pués nos falta mucho para tener el mensaje de Alá! – y empezó a echar las risitas de vientre que salían entre sus dientes apretados. Kartkozhá penso: - ¡Quisiera ver como en la guerra tú hubieras reído así de los santos mensajes!
Sí, Kartkozhá era simple como un sufi. No era capaz de comprender la hilada fina de los celebros sofisticadas.
La reunión de los hombres respetables iba por donde le correspondía, y Kartkozhá estaba sentado, se sorbía los mocos y sudaba. Nadie le ofreció un tazón de kumís, los tazones pasaban al lado de él como antes, sin detenerse. Por otra parte él ya había bebido la leche ofrecida por el ovejero y no tenía mucha sed. Pero sin embargo él estaba afligido por el facto que lo trataban como a un huérfano advenedizo. Alguien dentro de él le decía: - Escucha, tú también eres una persona. Tú tienes los brazos, las piernas, la lengua, los ojos que ven, la sangre caliente, el corazón. Entonces ¿por qué ellos te tratan con tanto desdén?
Y como un pájaro inquieto intentaba de escaparse de él la frase atrevida: - Yo soy una persona – esta frase batía las alas algún tiempo después se calmó. Él la aplastó y la apretó en el lazo. Pero de repente ella se agitó, estaba para ecsaparse afuera y gritaba: - ¡Sean malditos vosotros, dignatarios gruesos! No tenéis ni piedad, ni compasión a los humillados, a los ofendidos, a todos los que miran este mundo con tristeza! El único hombre que lo había saludado antes notó el consecutivo tazón que se acercaba y dijo: - A este chaval no han servido nada – e indicó a Kartkozhá.
Pero Kartkozhá no tendió el brazo, estaba mosqueado como un niño descontento por una natilla sobre la leche. Su alma cayó en absoluta depresión: - Aunque sea el néctar del chortal del paraíso, no lo voy a beberlo de ninguna manera, ¡es mejor morir! Mientras tanto la gente miró perpleja al kazajo blando de corazón: - ¿De quién estás hablando? Y ninguna palabra fué dirigida a Kartkozhá, ningún gesto fué hecho hacia él.
Por fin le dieron una vasijita con kumís, pequeñita como una pupila. Kartkozhá decidió de negarse con orgullo, quería levantarse e irse. Pero eso le pareció incómodo. No había más remedio y él tuvo que hacer un trago.
Mal Corazón
Detrás de la tienda para los huéspedes crecía el carrizo frondío, un poco aparte de las malezas estaba colocado un grupo grande de la gente. El más importante de ellos era el jefe distrital que llevaba en la cabeza el sombrero de la ciudad. Las cabezas estaban inclinadas hacia él. De vez en cuando la gente miraba a todos lados y después recomenzaba a cuchichear, como si estuviese discutiendo un tema peligroso.
¡Hala, qué secretos! Tal vez ellos fuesen confiados también a Kartkozhá?
Era poco probable, de otra manera estos secretos fuesen sin falta confiados también a nosotros. Pero parece que no estén predestinados para nuestras orejas.
Si estos acontecimientos hubiera descrito un escritor más diestro que nosotros, seguramente habría informado a los lectores para que el jefe distrital había ido la ciudad y con que había regresado. Pero nosostros no somos duchos en la lectura a distancia de los pensamientos de los otros. ¡Qué celebro más perfecto hay que tener para concebir toda la sabiduría de oro que tienen estos señores nobles! No somos capaces de comprender que pensamientos los llenan. Podía ser que ellos compenetrandose con la pena humana se hundieron en la búsqueda de la salida salvadora. Podía ser que ellos al recibir una buena noticia del zar – nuestro padre estaban sentados y reflexionaban como podían de modo más divertido hacer llegar aquella noticia a su pueblo. Desde luego, a nosotros también llegaron algunas novedades, pero en cuanto no deseamos pasar por ansiosos de diferentes chismes, nos cuidamos de charlotear en balde.
No nos consideren groseros copetudos, por otra parte no podremos evitar este destino, aúnque nos calentemos la boca a pesar de todo. Hay que confesar que nosotros estamos que explotamos de ganas de hablar... puede ser que Ustedes también conozcan los inagotables desahogos del alma kazaja.
Callemos todavía un poco, si no tengo miedo que nos explotemos. ¿Y quién quere morir de la manera tan horrible, verdad? Y después ¿tiene algún sentido callar? Si no les vamos a contarlo nosotros, Ustedes lo van a oir de los otros. Además de eso estamos completamente seguros que somos capaces de exponer con toda la dignidad posible la parte de los secretos del jefe distrital que pudimos oír. Sería injusto dejar a Kartkozhá así, sin más ni más, entristecido y sin saber la verdad, parece que ya nos hayamos hecho amigos. Entonces les pedimos tener un poco de paciencia, ante todo vamos a encontrar a Kartkozhá.
Después de tomar a satisfacción el kumís la sociedad respetable se marchó. No pasó todavía el tiempo en que el samovar hervía el agua cuando los hombres empezaron a formar los grupos y discutir algo entre ellos. Kartkozhá vagueaba apartado y sin saber adonde dirigirse, después volvió a la tienda para los huéspedes. Él tenía la esperanza de ver allí al trujamán y de hablar con él. Pasó inclinando la cabeza en la puerta baja y allí vió sólo a jodzha que preparandose diligentemente a la oración se bañaba los pies.
Empujado por la desolación él preguntó a un hombre que estaba de plantón cerca de la tienda:
- ¿Ha visto Usted al trujamán?
- Él todavía no ha regresado de la reunión.
Kartkozhá, desilusionado, no lo dejaba en paz e intentó expresar su agravio.
- Tienes que decir todo esto al jefe distrital – respondió el hombre.
- ¿Quizá él tenga ganas de hablar conmigo?
- Quien sabe... Si estará de buen humor, hablará.
Kartkozhá vió a lo lejos al jefe distrital y fijó la vista en él. Y el jefe distrital estaba sentado en la sombrita y sin decir una palabra escarbaba la tierra con una vergeta. Y parecía extraño que al mismo tiempo él echaba miradas de vez en cuando a la yegua de Kartkozhá. Pasó un rato pero Kartkozhá todavía no osaba a acercarse a él. Pero no podía irse sin recibir ninguna respuesta. En aquel momento un chiquillo se encaramó a la yegua de Kartkozhá y se movió quien sabía adonde. Kartkozhá corrió para alcanzarlo: - ¿Eh, a dónde vas?
El chico no paró la yegua, al contrario – golpeó más fuerte con los talones en sus costados. Kartkozhá casi gritando: - ¡Socorro! - se arrojó detrás del chico, pero en aquel momento delante de él aparició un criado del jefe distrital y lo interceptó: - ¿Qué haces? ¿Has perdido la chaveta?
- ¿ Y por qué él ha montado a mi yegua? ¿No podía encontrar otro caballo?
- Yo le he permitido, ¿y a tí qué te importa?
- Y tú mismo ¿qué derecho tienes?
- ¡No eches disparates! ¡Fuera de aqui! ¡Mira, qué desenfrenado! – y el criado le dió un empujón en el pecho.
Kartkozhá se desconcertó. Su corazón saltó en alto y palpitó en su garganta, todo su cuerpo se tendió. Si empezara a pelear, sería poco probable que vinciese. Y además, ¿cómo podía pelear con el criado del jefe distrital? Estaba enfadado, su sangre estaba a punto de hervir. Pensó: - ¡En esta aldea hasta los perros están locos, se dan mucha importancia! ¡Caramba! Y quedandose sin nada decidió de huir de la desgracia cuanto más lejos mejor. Su yegua fué hurtada en sus narices. - ¿Acaso es posible hacer así?
Él mismo no comprendió como y para que fué de nuevo a la tienda de los elegidos de la suerte. En aquel momento, con las manos metidos en los bolsillos de sus pantalones, se contoneó a esa tienda también el jefe distrital. Kartkozhá a cierra ojos marchó a su lado. Al jefe distrital parecía igual quien caminaba cerca... Cuando Kartkozhá comprendió que ninguno quería prestar atención a él, se dirigió al jefe distrital empachandose y tartajeando:
- Señor... si esto es posible... El jefe distrital se dejó decir sin detenerse: - ¿Una queja?
- Yo quisiera saber mi edad inscrita en el libro...
- ¿Para qué?
- Quisiera saber si tengo o no la edad para la quinta...
- ¡Largo de aquí! ¡Me has fastidiado! – y desapareció en la tienda. Kartkozhá se quedó parado antes del umbral. Vió que el chiquillo montado a su yegua ya regresó y se puso a hacerlo apearse tirandolo de la silla para abajo: - ¡Qué golfillo eres! ¿Has decidido de reventar mi yegua por completo?
Después de alejarse de la aldea a la distancia de una media versta (1,06 km) Kartkozhá vió delante de sí un carro que levantaba el polvo en el camino estepario. Aquel carro también había partido de la aldea que era el centro del distrito rural. Y como si tuviese intención de alcanzarla, Kartkozhá arreó su yegua, mirando a todas partes.
Galopaba y pensaba: - Si existe en el mundo una verdadera canalla, es el jefe distrital. ¡Darmén me lo decía! Porque lo sabía. No hay y no puede ser ninguna indulgencia para este perro. En su cabeza surgió por sí misma una idea: - ¿Y si voy a matarlo? Antes Kartkozhá tenía miedo hasta a pensar en homicidio. Pero ¿quién debía pronunciar la sentencia de muerte al jefe distrital? Desde luego, los chavales pobres. Pero ellos no tenían la menor idea que el jefe distrital estaba allí. Él tenía que informarles. ¡Qué lo asalten, qué lo maten! Y Kartkozhá arreó su yegua sin pensar más en nada, en la dirección de las Montañas Pintadas.
Si Dios existe...
En el camino se encontraba la aldea del jodzha Ydyrys. Era una rica aldea. Una entera aglomeración de las aldeas. Antes de irse a las céntricas tiendas de color blanco Kartkozhá decidió de entrar de paso en una tiendita negra, mediana que estaba en el suburbio de la aldea para beber ayrán (bebida asiática tipo yogur)
Desde lejos parecía que la aldea fuese envuelta en un incencio – tan espesos y negros eran los humos que se levantaban sobre ella y se dirigían hacia el cielo. Kartkozhá de prisa subió una pequeña colina. Miró con anteción: alrededor de dos decenas de humos que subían a chorros hacia arriba iban y venían los hombres, las mujeres y los niños, ellos se zancajeaban por aquí y por allá.
Se acercó. Cerca de los fogones aprofundidos en la tierra tres aldeas organizaron los sacrificios nunca vistos. Vió los charcos de sangre, las pieles desolladas, el olor a quemado penetraba profundamente en sus fosas nasales. Kartkozhá tenía hambre, le agradaría mucho hincar el diente en una rabada del cordero. Humo, un caldero, un perro, un niño. Todo se mezcló y se confundió.
Los glotones se reunieron, se amontonaron como los cuervos para partecipar al banquete gratuito: el jodzha, el molá, los viejos de todos los pelajes contentos de sí mismos que tenían las fisionimías muy desagradables. Y la gente llegó para implorar, para rogar al Dío Altísimo de interceder por sus hijos y por sus hermanos, para salvarlos. Pero la bandada de cuervos con las barrigas hinchadas hacia adelante llegó para tomar algo, para arrancar una ganga, por lo menos una piel de cordero recién despellejada, pués ella también tenía su precio. El molá no terminó todavía la oración para bendecir la comida y la bebida cuando alguien llevó un rollo entero de las pieles de corderos e se metió en la oración:
- Jodzha, ¿a dónde debo llevar las pieles?
El portador de las tradiciones musulmanes inmediatamente pegó un salto y empezó a hacer preguntas:
- Bueno, déjame ver cuantas pieles has contado. ¿Has llevado la piel de la casa de Myltykbái?
- Sí, he llevado.
- ¿Y de la casa de Maktái?
El jodhza se puso a contar las pieles. El molá tampoco tuvo resistir: - ¡Oh, Alá! ¡Ojalá nadie de los que están allá se apodere de mis pieles! – y se fué para ver el sitio donde fueron degollados los corderos.
Uno de los papanatas notó:
- ¿Cómo pueden los kazajos llamar a ellos los santos siervos de Dios? Su observación fué apoyada por un glotón del labio pendido:
- Pero ¿qué santos? ¿Dónde se encuentran los santos en nuestros tiempos? Todos mienten, seducen a las mujeres, roban. Por una res están dispuestos a vender su alma al diablo. Lo que ellos leen recordando Alá nosotros podemos leer también. Sería mejor que los sufridores dieran sus ofrendas a nosotros y no a ellos. Tendríamos por lo menos con que tapar los agujeros en nuestros pantalones – y se dió el palmazo en la cadera.
Los adoradores de los hombres santos empezaron a protestar:
- ¿Para qué dices así? Es conocido que al abuelo del jodzha fué bendito una vez personalmente por el santo Atái. Ellos decían esto sólo para que sus oraciones fuesen oídas. Pero él del labio pendido de nuevo empezó sus chistes:
- ¿Y por qué no rezan por sus familiares? ¿Tal vez no quieran rezar gratis? El jodzha calvo no tiene hijos, el bai tiene un hijo que es un poco chiflado, o en general no sirve para nada, se puede decir que es un mediomuerto. Y la madre del molá cojo siempre grita a causa de las palizas que le da su hijo. Si la santidad está con ellos ¿por qué no se manifiesta en ellos mismos con la gracia del Dios?
- Justo, si echamos la mirada dentro de nosotros mismos, descubribremos que en comparación con ellos nosotros somos más arreglados – dijo el tartamudo grueso.
- Tu pancha está exactamente más arreglada, si tú estás hablando de la grasa... – notó uno de los aksakales.
- El hombre del labio pendido dijo: - Si el jodhza y el molá se alimentan insuficientemente, tal vez nosotros también les debamos donar algo. ¿Quizá les demos nuestros caftanes?
En la conversación se metió un joven:
- Estos jodzha y molá no comprenden nada en las leyes del Sharía. El año pasado yo quería hacer una donación pero no podía elegir entre una oveja vieja y una cordera gruesa que tenía sólo medio año de edad. Pregunté a molá. Y él me respondió: - Abate aquella que tiene la carne más grasa y más tierna. Comió la cordera y llevó la piel consigo. Yo entiendo que la carne de la oveja vieja es fibrosa y es dificil masticarla, pero en la aldea vicina el mismo molá decía delante de mí que no se podía abatir el ganado joven y exigía que para él degollasen la oveja más grasa posible. Ellos manejan las leyes de Sharía como quieren, esto yo comprendí todavía en aquellos tiempos. Sus compañeros de mesa soltaron una carcajada: - ¡Oh, nosotros también quisieramos tomar una lección así de Sharía!
Manteniendo aquella viva conversación ellos pasaron el tiempo hasta un momento cuando de las calderas llenas de agua hirviente empezaron a levantar junto al vapor los trozos de carne sobre los huesos enteros y amontonarlos en los platos que tenían el tamaño de los escudos militares. Los aksakales y los glotones sacaron sus cuchillos. Y apenas acercaron a sí los platos, apenas tendieron los brazos hacia la carne, se oyó el grito que escindió el cielo y la tierra:
- ¡Dejad! ¡Levantaos!.. ¡A caballos!... ¡A caballo!
- ¿Qué? ¿Qué pasó? – saltaron ellos.
- La guerra... las tropas... barren de la faz de la tierra todo y a todos... – empezó a llegar el sentido de las palabras inquietas.
Empezó el alboroto. - ¿Dónde están los caballos? ¡Sálvate! ¡Galopea! – la gente se lanzaba de una parte a la otra, se precipitaba por aquí y por allá, corría a toda prisa. Kartkozhá no podía encontrar su yegua. Él la había dejado herbajar y en aquel momento no la veía. Puede ser que ella se hubiese liberada da la apea y botó más allá de las colinas siguiendo otros caballitos asustados.
Kartkozhá notó a media vista que mientras tanto entre los platos con carne dominaba la estable diligencia de los glotones. Dos de ellos, manchados de grasa de pies a cabeza, traían y cargaban en el carro los trozos de carne cocida no olvidando llenar sus bocas. Cuando ellos se esforzaban para decir: - ¡Lleva de allá también! – emitían en vez de palabras sólo los mugidos porque los sonidos pasaban con dificultad a través de sus narices. El jodzha y el molá también mostraron la agilidad, ellos colocaron y escondieron las porciones de la carne y de las pieles que correspondían a ellos. Y a los otros que vinieron: los perros, a las viejecitas pobres, a los huérfanos, a los pordioseros, los glotones echaban fuera de la carne. Si hubiesen tenido los cuernos, les habrían corneado.
Kartkozhá involuntariamente reflexionó en esta cosa y en otras cosas más: - Allí están ellas, las lágrimas sangrientas de los kazajos. Allí está la verdadera y desenmascarada faz de los hombres respetables – son una bandada de cuervos. Son miles y millones de los muchachos simples que van para encontrar su muerte. Y sobre ellos como los mosquitos vuelan algunos hombres que tienen una sóla preocupación: como comer y beber lo más sabroso posible a cuenta de los otros.
¿Y con eso nosotros debemos sacrificar nuestras vidas mientras que sus hijitos estarán escondidos detrás de nuestras espaldas? ¿Por qué? ¿Por cuáles méritos? ¿Y dónde está la justicia, la humanidad, dónde está la libertad de elección? ¿O son no más que las palabras vacías? ¿Y quién es responsable de ellas? Y en general lo que está ocurriendo ¿quién lo ha tramado? ¿El hombre? ¿O el Dios? Si ésta es la voluntad de Dios... – y en aquel momento Kartkozhá se paró en seco, asustandose del pensamiento herético y se arrepintió de prisa.
Al masacre
Apenas se hizo visible el pico de la montaña Yesekkyrgán en su pendiente se extendió a media verstá (1,06 km) una columna militar, dos jinetes en una fila, y prosiguió al mausoleo semidestruído de Kanái. Apenas terminaron de cantar las alondras, apenas espumó el alba rosada, resonó el redoble del tambor y sobre las ruínas, casi en la cima de la montaña, aparecieron tres jinetes. Ellos observaron desde arriba a sus enemigos y en el acto, como las marmotas desaparecieron entre las piedras. Los rayos de sol se deslizaron por las pendientes de las montañas e iluminaron todo a su alrededor. Kartkozhá andaba por el barranco. Al lado de él, conversando animadamente, aquellos exploradores pasaron a caballos en dirección de las Montañas Pintadas.
Cuando Kartkozhá llegó al campamento todos los voluntarios ya estaban en sus sillas alrededor del enorme canto rodado, sobre el cual se encontaraban los comandantes. Algunos voluntarios ya habían probado sus azotazos acompañados de reproches:
- Vosotros hacéis las mismas cosas que los bais...
Pero por lo visto la discusión no fué terminada todavía. Unos atacaban saltando, se daban puñetazos en sus pechos y gritaban:
- Vamos a hacer guerra...
- Igual moriremos aquí...
- ¡Pero antes arrancamos la mochila al jefe distrital!
- ¡Le enseñaremos lo que es bueno!
Unos se llevaban las manos a la cabeza y pensaban por pensar, los otros se caían de ánimo, los terceros empezaban a las pelear, pero no llegaron a ninguna conclusión. Los hombres ajuciados, los mozalbetes tímidos, los lacayos de los bais, que estaban dispuestos a servir también a los enemigos, y simplemente los hurones mandados en secreto a los voluntarios inculcaban de la insensatez de la resistencia armada al ejercito zarista.
Los corazones audaces, las almas ardientes, los soberbios, los acuchiadores, los emprendidores temerarios, los abigeos gritaban: - ¡A combatir!
Allí balaban, aquí rugían. No era comprensible quien lo hacía con más ardor. Darmén ató el pañuelo blanco a su azote y lo levantó encima de su cabeza:
- ¿Quién quiere combatir? ¡Salid! – y llevó a los chavales hacia las rocas.
Los cobardes y los cautelosos se retiraron. La unidad voluntaria se dividió. Los muchachos indecisos, no sabiendo que era mejor emprender, se meneaban de aquí para allá hasta que se juntasen a la turba más numerosa. Así mismo hicieron los chavales a quienes les daba lo mismo combatir o conformarse. Los guerreros más arriesgados no soportaron esto y cimbreando con sus fustas empezaron a gritar: - ¡A los cobardes hay que privarles de caballos! ¡Pégalos! ¡Si no queréis combatir – la unidad militar no es para tí! – y asaltaron para golpearlos. Los renegados al saborear los azotazos de muevo volvieron en sí. La unidad militar se restableció y estaba dispuesta a hacer guerra.
Pero ¿cómo hacer guerra correctamente? Examinaron algunos métodos. Unos decían: - Escondámonos en las Montalas Pintadas, sigamos la táctica defensiva y pongamos a dispersión a los fusileros más arriba entre las piedras. Los otros se calentaban: - ¡Debemos atacar! Empecemos la batalla y peguemos a todos con las porras, apretemos y los desbaratemos. Los terceros proponían: - Vamos a elegir a los jinetes belicosos, ellos atacarán de frente, y los otros mientras tanto se acercarán por la retaguardia y asestarán el golpe por la espalda del enemigo. – De noche hay que tomarlos por sorpresa y dar un golpe – aconsejaban los terceros. Se encontraban los astutos que proponían: - Vamos a mandar a ellos a un pasavante y después les engañaremos.
Inventaron mucho pero no se encontraros los voluntarios para ir al asalto, estaban empujando para adelante unos a otros, pero sin poder elegir a nadie decidieron que atacarían todos juntos y al mismo tiempo: - ¡Pase lo que pase!
Más cerca a la noche la unidad militar en recua se deslizó del puerto y se movió por una quebrada cerca de las rocas, por una ladera, hacia la tumba de Kanái.
Los jinetes se empujaban y chocaban uno con otro. Sus labios estaban apretados, las caras estaban pálidas. Los gorros de piel con orejas estaban encasquetados hasta los ojos, las cabezas estaban metidas hacia los hombros, bajo sus rodillas ellos tenían apretadas las estacas, las porras, las lanzas, los destrales de combate. Algunos tenían los fusiles y los arcabuces de sus abuelos.
Bajo sus sillas botaban ya los corceles de raza, ya los caballos machos recién domados, ya los caballitos poco atrayentes. Algunos trotaban, otros querían pasar al galope. A cinco verstas antes de Kanái la unidad militar se agrupó y se detuvo detrás de la colina acantilada. Tres jinetes subieron a la cima para hacer el reconocimiento y pronto bajaron agachandose. La unidad se agitó. Apretaron las cinchas, metieron el tabaco bajo sus labios, tomaron las armas en las manos. Con precaución salieron de detrás de la colina.
El vasto espacio que se abria detrás de la colina impresionaba: un hombre que lo miraba se ponía involuntariamente ojoplático. Eran las santas tapias de Kanái en la orilla del lago.
La unidad no pudo dividirse en dos filas y galopeó con discordancia. Los jinetes que seguían a Darmén se lanzaron en adelante todos juntos y osadamente, los otros se quedaron atrás, se extendieron en forma de una cola discontinua. Cuando a las piedras de la tumba se quedaban un par de verstas resonaron los primeros disparos de fusiles. En el aire se extendió el humecillo de pólvora. Los jinetes se agacharon a los crines de sus caballos, algunos de ellos resbalaron de sus sillas a un lado. A Kartkozhá le atacaron por delante dos docenas de jinetes. Él galopaba y murmullaba: - ¡Ay, santos, ay! Volteó y cayó en la tierra un muchacho y después el otro...
Las balas volaban muy frecuentemente como perdigón. Precisamente a ras de la barrera de humo en el cuerpo de un muchacho comenzó a temblar una mariposa sangrienta, después en el cuerpo de uno más, de otro más... Los asaltadores empezaron a disiparse. Dos o tres de ellos ya dieron vuelta a sus caballos y se precipitaron hacia atrás, los siguieron todos los demás. El trápala de los caballos se mezcló con el trueno de los disparos. La hueste numerosa huía más que de prisa, tratando de evitar las balas que la perseguían volando como una granizada muy densa. No había salvación – la muerte estaba por todas partes. Los restos de la unidad militar precipitandose en la fuga desbandada se descabullieron y se alejaron de la muerte. Botaban mucho tiempo y velozmente, la mayoría de ellos se dispersó en las aldeas y Kartkozhá también regresó a casa.
Se anubló
La nube enorme y negra que se acercaba desde el occidente, gruñendo y tronando, chupó en sí el viento. Los bichos esteparios se salvaban de prisa: la alondra se escondía en su nido y el ratoncito en su ratonera... Y la aldea andaba en queaceres. Desmontaban y levantaban las astas y los enrejados que eran las paredes de las tiendas, metían las astas para los tirantes, llevaban más cerca los carros – la aldea se levantaba del caos de objetos y fieltros... Las mujeres gritaban tan fuertemente que parecía que ellas hubieran entrado en un combate contra un enemigo invisible. ¿Qué era eso: un griterío o una discusión?
Los perros se escondieron bajo los carros-arbá, en los lugares más lejanos, donde estaban más seguros. Los potrillos galopaban quien sabía adonde, temblando con sus cuellos delgados y meneando sus colitas. Las yeguas-mamás alzaban las cabezas – vigilaban con inquietud a sus hijos. Los terneros desaparecieron de la vista, los corderos se desmandaron.
De repente el viento devorado por la nube se escapó de la tenebrosidad que envolvía todo alrededor, y empezó a dar vueltas en el cielo. De la aldea hacia el cielo se levantó en vórtice el polvo. Furtivamente se acercó la lluvia... al principio caían algunas gotas y después llegó el chaparrón. Brillaron los relámpagos pero no allá, a lo lejos, sino directamente sobre los vértices de los habitantes de la aldea. Las mujeres se lanzaron para cubrir los samovares, las poncheras y las cántaras de hierro. Los padres trataban de dominar a la chicuelos: - ¡Párate! ¡Apártate de la puerta! ¡Siéntate! Dentro de unos cuantos minutos las ráfagas enfurecidas se desprendieron sobre las lañas de las tiendas, las combaron y después las llevaron. La gente se precipitó a interceptar de prisa las cuerdas, los fieltros, los enrejados.
El vórtice se intensificó. Y llegó el momento cuando el huracán derrumbó las chabolas negras de fieltro que estaban en los suburbios de la aldea. ¿Cómo podían oponerse al elemento desenfrenado las estructuras compuestas sólo de tres - cuatro enrejados? ¡Y no sólo las chabolas! Las tiendas enormes también se agitaron con temblor, como los pañuelos en las cabezas de las mujeres durmientes.
Naturalmente la tienda de Kartkozhá tampoco pudo mantenerse firme. Del cielo llovía a cántaros. Los enrejados caídos apretaron contra la tierra a la madre de Kartkozhá. Por mucho que se esforzara Kartkozhá para liberarla solo, no tuvo éxito. Debía pedir ayuda a la esposa de su hermano mayor que se echó a correr en persecución del pañuelo llevado por el viento. Su hermano menor en alguna parte de la estepa perseguía los terneros para reunirlos en un rebaño. Y lo más horrible era lo que el pequeñito - el hijo del hermano mayor estaba revolcandose y ahogandose en su cunita volteada.
Los perros lambían los charquitos del ayrán derramado, metían sus fauces en barquinos rasgados con mantequilla. En aquel momento llegó galopando a caballo el hermano mayor mojado hasta los huesos, se apeó de un salto, recogió la cunita con su hijo, liberó a la madre. La casa estaba destruída, la hacienda estaba en desorden. La madre gemía apretando la palma a su clavícula. El chaparrón empezó a calmarse.
Hoy día Dios se enfureció con nosotros – dijo Tungyshbái y añadió, dirigiendose a Kartkozhá: - Confiscaron tu ternera barrosa.
- ¿Quién la confiscó?
- La gente del jefe distrital. Porque has participado a la unidad militar.
- ¿Qué tiene que ver con eso la ternera?
- Un res no importa. Piensa mejor en tu propia cabeza – dijo la madre.
- A todos los que estaban en la unidad militar les quitan el ganado. A Tolebái le privaron de su único caballo. El jefe distrital recorre con un destacamento de cosacos y despoja a todos.
- ¡Oh, Creador! Yo te decía que no debías ir allá. Y ahora ¿qué? Tú te arrastraste detrás de este Imankán...
Apenas cesó la lluvia los aldeanos levantaron sus tiendas, recogieron sus cosas. Se calmaron. Empezaron a discutir lo que habían sentido:
- Bueno, Ustedes se quedaron sin una ternera, no es nada serio. Dicen que están arrestando a los muchachos. Ya han capturado a Nygmán, a Shakimán. Ybrái tuvo tiempo para escaparse. Es probable que hayan confiscado su vaco.
- ¿Y dónde está Darmén? – preguntó Kartkozhá.
- Darmén se ha comportado como un hombre. Ha dicho que no quería que alguien sufriese por él, y se ha entregado a la autoridad.
- ¿Y qué han hecho con los arrestados?
- Parece que les hayan mandado a la cárcel.
- Imankán ha tenido una intención de escapar de la cárcel y con esto ha expuesto a peligro toda su familia numerosa.
- No vale la pena escaparse. ¿Cómo vas a sobrevivir siendo prófugo?
- Cada uno piensa en sí mismo. ¿Y quién quiere ser responsable por algún otro? Imankán ha soltado una tontería. Con su conducta indebida él ha causado un grande daño a su aldea – concluyó uno de los vecinos.
Y un otro pequeño propietario de la aldea se alzó y dijo, dirigiendose a los jóvenes: - Queridos, que no se os ocurra a huir si vienen a llevarles al ejercito, no deshonoréis vuestra aldea. Si no, nosotros mismos os capturaremos y os entregaremos a ellos.
Estas palabras penetraron hasta las tripas de Kartkozhá. Así empezaron a hablar los parientes, los conterráneos. ¿Y qué podía hacer entonces? ¿A dónde ir? Él volvió la mirada y vió que frías y impenetrables se hicieron las caras conocidas, como en un momento en ellas desaparecieron todos los rasgos de la bondad, como unos hombros se apartaron de otros hombros. - ¡Ah, kazajos! ¿Acaso cada uno piense sólo en sí mismo y ninguno se atreva a tender la mano al otro para salvarlo en la noche de invierno, oscura y funesta?
Se derrumbó y cayó en el olvido todo lo que él sabía a ciencia cierta, en que creía sagradamente, en que tenía esparenza – y él se quedó desarmado, atarantado, como si uno se encontrase en una tierra extraña y maligna, solo y en pelota.
Los aldeanos hablando de naderías, empezaron a poner en orden sus tiendas, reapretaban algo, cotilleaban de alguien, traían algunas cosas en un lugar y las acumulaban... Kartkozha se quedaba petrificado, estaba sentado y miraba la madre encorvada que enjugaba las lágrimas y frotaba su hombro magullado fuertemente.
En la discordia
Se acabó el esquileo. Las grullas, lanzando los gritos guturales en la despedida, volaron por encima de las aldeas y desaparecieron en el horizonte.
Sopló un ventecillo fresco. Las hierbas se marchitaron, las hojas se pusieron amarillas, empezó el careo a los invernaderos.
Fué librada la orden que anunciaba que dentro de quince días la movilización debía ser terminada. Entre la gente empezaron a reinar gandulería y desacuerdos.
Algunos se contractaron de prisa a carear el ganado, otros se fueron a trabajar en las carboneras y en las salinas. Se encontraron también algunos que se colocaron a trabajar en correos. Buscaban cualquiera posibilidad de salvarse.
En el país que hace guerra pueden jugetear y divertirse libremente sólo los niños y los perros. En aquellos tiempos sólo a los cojos, a los ciegos, a los pelados, a los mudos y a los jorobados no amenazaba el destino de bañar la tierra con su sangre. Por cierto para tapar sus lugares en las filas marciales rebuscaban a los otros, por eso muchos desaparecieron franqueando la frontera de China.
La familia de Kartkozhá se acordó con un individuo pelado que por una vaca él se presentaría a los médicos de la oficina de reclutamiento en vez del hermano mayor de Kartkozhá. Pero el día fijado el pelado no llegó para llevar consigo la vaca. La familia se inquietó. Y Kartkozhá de nuevo tuvo que arrastrarse a él.
- ¡Ah, santos, ay! ¡¿Qué pasó con este perro?! Debía aparecer ya hace mucho tiempo... Si él ha cambiado de opinión, ¡vamos a huir juntos, mi hermano y yo! ¡Pero dos mujeres con los niños no van a sobrevivir! ¿Quién podría ayudarles además de nosotros? El tío ya arrastra los pies a duras penas... ¡Santos, ay! ¡¿Es posible que vayan a llamar al hermano mayor?! No, no lo llaman a filas. El pelado lo va a sustituir. Si no estará de acuerdo, añadiremos a la vaca una res más. ¿Es posible que además de este pelón no se encuentre ningún otro mutilado? ¿Es posible que no aparezca ningún rayo de esperanza?
En su pecho como en los platillos de balanza romaneaban ya la desesperación, ya la esperanza. Él estaba martirizado. De repente se le ocurrió que todo habría salido bien si él hubiese ido a la aldea Asheter. Esta idea obsesionó su mente, nada más no venía a su cabeza.
- En la aldea Asheter en la casa de Zekén los asuntos también andan mal. Lo visitaré de paso para saber como él se salva de sus desgracias.
Acercandose él oyó desde lejos unos sonidos desgarradores: o sollozaba un niño, o gañía un perro, o gemía un hombre enfermo. Cuando se acercó más los sonidos inquietantes se convirtieron en el aullido. Su corazón empezó a palpitar rapidamente de horror. El aullido se extendía de la casa adonde se dirigía Kartkozhá. Hacia allá de todas partes de la aldea corría la gente.
Cuando Kartkozhá entró en casa vió a muchas personas. Gemía y aullaba Zekén en persona. Las mujeres le besaban la frente, el vértice, los hombres sostenían su mano. De la mano brotaba a chorro la sangre.
- ¡Llevad las cenizas! ¡Encended un pedazo de fieltro! ¿Qué? ¿No podéis quitar las botas? ¿Han corrido para llevar al molá?.. – la gente zurriaba desconcertada, se ajetreaba sin saber como cortar la hemorragía.
Como se supo él mismo se cortó el dedo. Él era hijo único y no debía ir a la guerra, pero uno de los empleados, dando el soborno a la persona influyente, inscribió en la citación de llamada a filas el apellido de Zekén en lugar del apellido de su descendiente.
En el pecho de Kartkozhá se mezclaron la piedad a Zekén, el asco y el miedo. Él montó de prisa la silla y se fué lo más pronto posible. Muchos pensamientos de toda clase que no llevaban a nada tenía Kartkozhá en su cabeza mientras que se acercaba a la aldea del pelón. Ante sus ojos estaba continuamente la mano ensangrentada de Zekén sin dedo. Cuando llegó, el pelado no se hallaba en casa.
- ¿A dónde se fué?
- A la aldea de Bukabái – respondió la madre del pelón.
- ¿Y la promesa que él nos ha hecho?
- Se esto no sabemos nada. Yo sé sólo que él se ha puesto de acuerdo con algún otro.
- ¡Ay, Alá! ¿Cómo se puede portarse tan deshonradamente? – exclamó Kartkozhá desesperado, suspiró dolorosamente y salió afuera.
Las lágrimas brotaron en ojos de Kartkozhá. El mundo se estrechó alrededor de él. Él se sentía así como si fuese dominado por una oscuridad. No había ni un rayo de sol, ni un brillo. Su cabeza se hundió en los hombros y cayó sobre el pecho, él empezó a temblar con todo su cuerpo. ¿A dónde debo arrastrarme y para qué? – él no podía imaginarselo. De pronto alguien lo alcanzó y le preguntó: - ¿Cómo estás?
Kartkozhá se estremeció, se volvió, levantó la cabeza y miró – delante de él estaba un muchacho conocido. Él llevaba consigo a un sufridor jorobado. Entabló el discurso bastante largo y jactancioso de que el jorobado fué contractado por él a bajo precio. Sí, lo había contractado pero tenía miedo que aquel truco no pasaría. A pesar de todo no había otro remedio, se le quedaba todavía la esperanza. Y sin la esperanza la vida no tenía sentido.
Yo creo que en aquel caso la esperanza fuese más parecida a aquella que necesitan los trabajadores azacanes que viven en la pobreza, en la familia de los cuales alguien empezó a llevar demasiado tiempo en la cama. Ellos miran al tumbón y se alegran: - Parece que por fin él está recobrando la salud.
Al dispedirse de su compañero de viaje Kartkozhá entró en un desfiladero poblado de bosques. Delante de él se abría un pasaje estrecho. Su corazón dejó de latir: - Si saldrán de golpe los bandidos, estoy perdido en un abrir y cerras de ojos?
Su corazón ya se le paraba, ya empezaba a latir. Con cuidado y con ciscunspección Kartkozhá se movía en adelante y de pronto delante de él salió del carrizo un caballo de cabo corto que estaba ensillado. ¿De quién era aquel caballo? ¿Dónde estaba el jinete? Kartkozhá se adelantó paso a paso todavía a unos veinte – trenta metros, echó el grito: - ¡Alá! – y cayó de la silla.
Se le ofuscó todo en la cabeza. El hacha metido en su cinturón se clavó en su costado muy dolorosamente. Él se levantó un poco, se hizo subir al rodado y mirar de él. En un brazo de un pino en una cruda mangana se undulaba un ahorcado. Su cuello era estrechado por el dogal, la cabeza se ladeó, sus brazos colgaban a lo largo de su cuerpo – parecía que fuesen pegados a él. Tal vez fuese un conocido. Sí, Kartkozhá lo había visto hace poco en la unidad militar.
Kartkozhá no se atrevió a proseguir más adelante por el desfiladero y agachandose volvió hacia atrás. Al fin no pudo discernir con detalles ni la cara del ahorcado, ni lo que se reflejó en ella. Él mismo estaba a punto de volverse loco, sus labios tremaban y se hicieron pálidos, él estaba lloriqueando como un trapo mojado bajo los pies. Todavía mucho tiempo después de salir del desfiladero a la bajura, él, aguijando su yegua, volvía la vista con recelo a las cimas de los pinos que se alejaban más y más. Galopaba sin parar y no notó como contorneó el macizo montañoso. Pero ¿a dónde podía ir? ¿Y para qué?
Ustedes lo van a escuchar.
¡Adiós!
Kartkozhá, apoderado de un inconsciente deseo de perderse, pasó la noche en la estepa. Por la mañana apenas se volvió en sí se precipitó a buscar en las aldeas a un hombre jorobado y lo encontró. Se puso ante él casi de rodillas, imploraba, lloraba, prometía a darle una vaca con un ternero, lo persuadió a duras penas y lo llevó consigo. Lo llevaba como si fuese una plumilla en su palma, rezaba a su joroba como a un ídolo, le faltaba poco para empezar a decirle “ajó-ajó” y para acunarlo como a un bebé. Y en casa al jorobado lo recibieron como al profeta de la buena andanza Al-Khidr, se alegraron infinitamente.
- ¡Mamá, eso es lo que se necesitaba! ¡No te preocupes ahora!
- Yo he reservado una tripa más grasa, voy a agasajarle con esa tripa. Y además le ofrezco el dulce irimshík (el requesón o el queso)
- ¡Lo más importante es que él se quede contento! Imagínense que es un hombre muy caprichoso.
Agasajaban al jorobado con todos los platos exquisitos que se encontraban en casa. ¡Deliciosa era la grasa dorada del intestino ciego de caballo! Pero el jorobado se hacía de rogar - y no la tocó. Y no se dejó persuadir. Sus antojos tuvieron su explicación al día siguiente, cuando él exigió una mejor vaca. De las tres vacas lecheras ella daba más leche y tenía el carácter más complaciente, más bueno. El jorobado la exigía sin mucha presión porque tomaba enteramente la conciencia de su situación ventajosa y fanfarroneaba a su gusto.
Las aldeas estaban tremando. De cada aldea arrancaban hasta a los diez muchachos. A los mejores, a los más queridos. Sobre cada uno de ellos no dormían las noches, pusieron todos sus almas en ellos, pobrecitos... Y entre ellos no había ningún hijito del bai, ningún procedente de un otro estado adinerado. Si entre los quintos aparecía por casualidad un muchacho de la familia rica, salvaban a él también. Usaban todos los agujeros para sacar del apuro a sus hijos, buscaban la mano fuerte del protector.
Fueron dados y aceptados muchos sobornos. A pesar de que de un pobre no se pudiera obtener nada más que la tiña... de él también obtenían algo. A cada pajarillo joven fue predestinado lo suyo. Uno debía caer de su nido, el otro podía volar a cualquier sitio.
Kartkozhá se preparaba para el viaje: forró sus botas, remendó su ropa. Tan pronto metía todas sus cosas en korzhyn´ (el bolso de fieltro), como las revisaba de nuevo. Y con sus familiares hablaba principalmente de lo siguiente:
- ¿Voy a llevar conmigo tambiém las provisiones? ¿Y en qué vamos a dormir? ¿Tal vez cortemos un pedazo de la alfombra de pasillo? ¿Y cómo hacen los otros? ¿Hay una colcha buena? ¿Se puede ir sin dinero? Sin embargo hay que coger un poco de dinero menudo. Y vosotros ¿cómo viviréis ahora?
Los acontecimientos proseguían por sus pasos pontados. No se quedó más voluntad para preocuparse. Ellos se arrastraban al masacre resignados como las manadas de ovejes se arrastran a los mataderos balando lastimeramente. Por lo visto esta fué la predestinación de los cielos, no se quedaba nada más que desear uno a otro sólo la salud, como hacen las personas que tienen enfermedades incurables.
Los días futoros fueron cubiertos por la niebla lúgubre y en la vida actual ellos podían agarrarse en lo único que les quedaba, y este único era el alma.
Con los quintos ocurrían muchas cosas horribles. Ellos se cortaban los dedos con los hachas y se cortaban las venas, hacían infestarse sus heridas, y se quemaban las manos y los pies, friccionaban la sal y la cal en sus ojos para perder la vista, se ahorcaban, saltaban de las rocas y de los árboles para quebrarse los huesos, comían la carne no cocida del todo que fué contagiada con carbunclo, vagabundeaban por la estepa con las babas caídas como los locos... muchas cosas sucedieron.
En resultado de aquellas acciones algunos de los quintas se quedaban verdaderamente enfermos para toda su vida, los otros se convertían en los inválidos, algunos de ellos simplemente perdieron la vida. Pero la mayor parte de los muchachos decidió de no intentar la suerte. Y con las palabras: - ¡Quien ha visto el mundo pasó su vida no en vano! y ¡Antes de la muerte no te morirás! (Sólo una vez muere el hombre) – estaban dispuestos a ir con vigor a cualquier sitio donde les pudiesen mandar. Al verdadero caballero no cuesta nada saltar a la silla y ¡hala!
Las aldeas eran envueltas en bullicio y ajetreo. El ganado no era cebado, no era abrevado, no había nadie para pastorearlo. Todos estaban de plantón cerca de los pozos y discutían sus malos asuntos. Bramaba el boyezuelo aparejado en el carro-arbá, aullaba el perro antes del tranco... Barahunda y confusión.
Dios sabía adonde van los hombres apurados y nerviosos, los viejos y las viejas, las tías, las hermanitas, ayeando y suspirando con amargura, los niños que lloran olvidados por sus mamás. Los muchachos llevan al carro-arbá las provisiones y los lechos, empujan adentro las balumbas y las atan.
Cuando por fin todo fué preparado para el viaje largo toda la aldea levantó en el cielo el grito y se arrojó bajo las ruedas de las carros. Partieron. Algunos se quedaron en la zaga, otros empezaron a vaguear entre tres tiendas.
- ¡Qué se queden las mujeres! ¡Quedaos! – gritaron dos - tres veces.
Pero era inútil, casi todos caminaban agarrandose por sus hijos. Con ellos caminaba también Kartkozhá que estaba exhortando:
- Mamá, así Usted va a cansarse...
Su madre a pesar de que quisiera parar, no podía apartar la mirada de su hijo, de sus ojos corrían las lágrimas como del mar sin fondo. Ella no podía decir una palabra, sólo su mandíbula temblequeaba. Cerca del Cementerio Grande los hombres apartaron de sí los carros y a las mujeres, y se acercaron con el aire asentado a los antiguos entierros, pararon cerca de ellos, inclinaron sus cabezas y escucharon el sermón de molá. El molá leyó algunas azoras de Alcorán, conmemoró a los difuntos, después se levantó y dijo:
- Quien no ha hecho la ablución debida ¡Hacedla! Rindamos el merecido tributo, primero leamos dos veces la oración con arrodillamientos. Después pidamos la protección a los ánimos de nuestros antepasados y pidamos la gracia al Dio.
Por falta del agua hicieron la ablución de las manos con la arena, rememorando incesablemente a Alá. Se pusieron en filas.
El cielo se encapotó y, cubriendose con las nubes grises, ocultó el sol. Los mausoleos, con sus cúpulas derrumbadas y con las tumbas entreabiertas en ellos, empezaron a zumbar como los barriles vacíos a tono del silbido del viento otoñal.
Y como si hubiera surgido de la tierra llegó la voz del molá: - !Al-lahu ákbar! Los ojos de todos eran dirigidos a sus pechos inclinados hacia la tierra y los corazones eran dirigidos al Alá Altísimo. Se enrodillaron ante Dios y al mismo tiempo ante su suerte adversa. Parecía que abrazaran la tierra y las tumbas de los antepasados.
Kartkozhá se emblandeció, el temblor se apoderó de cada su vena, de cada parte de su cuerpo. ¿Pués cómo podía mantenerse firme? Cerca del carro sollozaba su madre, rugían los hombres cerca de los entierros, gemían los ánimos levantados de sus tumbas, bramaba el ganado en la estepa, y no era sólo él se anegaba en lágrimas, sino también todos los kazajos en sus enormes cantidades, toda Sary-Arcá.
- ¡Amén!.. – las palmas se levantaron para la bendición. Y sonó la voz llorosa:
- ¡Sí, ánimos! ¡Sí, antepasados! ¿Estáis dispuestos a proteger fielmente a vuestros descendientes? Nos dirigimos a tí ¡Oh, Altísimo! ¡Sí, nosotros somos puros delante de tí!.. ¡Acepta el sacrificio!.. A nuestros hijos que hemos dado... guárdalos y protégelos de todas las desgracias, de la horrible muerte!..
- ¡Amén!
- ¡Illahí Aumín!
- ¡Adiós! ¡Salud!
Cuarta parte
¡Queridos lectores! Creo que las incesabtes malaventuras de Kartkozhá causaron a Ustedes la impresión muy abrumadora. Por eso evitemos el largo relato como en la ciudad Kartkozhá fué apaleado por los soldados porque rechazó a desnudar sus órganos de procreación ante el médico militar que era muy tolerante con los muchachos que lo sobornaban con los billetes de banco, como fué afeitado y encerrado en el cuchitril muy estrecho del cuartel con otros nueve pobres diablos como él, como cogió el resfrió más tarde, cuando a él, vestido sólo de ropa interior, llevaron por las calles donde pasaban los vientos de otoño. Lo vamos a encontrar directamente en la frente.
Las trincheras se extendían a lo lagro del bosque. Eran las redendijas en las cuales uno podía perderse. Al despuntar el alba los chavales kazajos iban a cavar caponeras y fosas infinitas. Al mediodía les daban de comer. Se oía el fragor de las piezas de artillería. Con un rítmico rechinido pasaban los automóvoles. Por encima de las cabezas volaban los aeroplanes. De vez en cundo se sentía la orden: - ¡Cuerpo a tierra! Y los chavales caían de bruces en la tierra.
Para Kartkozhá las palabras “trinchera”, “aeroplano”, “automóvil”, “tren”, “bomba”, “granada”, “ametralladora” se hicieron habituales tan como le eran habituales los nombres de los objetos en su aldea y los nombres del ganado. Pero de que manera ellos se movían, se echaban a volar y se explosionaban él no podía comprender. Desde luego él sabía que las fuerzas que actuaban en las máquinas y en los motores eran el vapor, la gasolina y el alcohol. Lo que el vapor podía mover una cosa era comprensible, pero ¿qué fuerza se escondía en la gasolina? ¿Quizá fuese una fuerza? Tal vez eso fuese más que una fuerza, fuese otra cosa.
Pero ¿de qué clase era esa otra cosa? ¿Una hechicería? ¿Una brujería? ¿Un espíritu? ¿Tal vez fuese la volundad de Dios? No podía entenderlo de ninguna manera. ¿Qué hechicería o brujería podían ser si unas máquinas hacían moverse las otras y fueron conducidas por las personas normales. Los rusos pelirrubios eran iguales que los kazajos, tenían las mismas narices que los kazajas, sólo tenían ojos azules. Kartkozhá empezó a asaetear a preguntas a los rusos y a los tártaros instruídos. Ellos le explicaron que todo fué hecho gracias a la técnica y a la ciencia. Algunos se pusieron a explicar a Kartkozhá todo detalladamente. Por cierto él no comprendió nada. Pero se quedó convencido una vez más que todo se podía alcanzar con los estudios y él sin dudas debía estudiar.
Kartkozhá era el jefe de la centena. Generalmente era libre. Miraba de vez en cuando al cielo: los aeroplanos daban las vueltas bajo las nubes como las alondras, y Kartkozhá estaba soñando: - Un día me echaré a volar y pasaré a través de todas las nubes, justamente bajo el sol. Y abajo estará la gente, muy pequeñita. Cuando llegaré a la aldea, volaré sobre ella como un aguila negro. Mi aeroplano retumbará y zurrirá, los kazajos desde luego se asustarán, empezarán a abatir los corderos, a rezar, a hacer sacrificios y yo me sentaré para comer sus donos a Dios. No esto yo no voy a hacer, pero les voy a explicar los conocimientos y otros artes que yo les llevaré: porque y como vuela el aeroplano. Les meteré en el aeroplano y vamos a levantarnos en el cielo. La oscuridad y la ingnorancia abandonará a la gente y los kazajos no tendrán más miedo de los aeroplanes, ellos mismos levantarán en vuelo esas máquinas aladas...y recordarán quien les abrió los ojos... y su imaginación le continuaba a dibujar las escenas aún más fantásticas. Y él mismo caía en éxtasis inspirado por sus visiones, se quedaba inmóvil y se enfrascaba en ensueños varias horas seguidas.
- ¡Eh, es la hora de marcharse! – se oía el grito y el mundo inventado se destruía. Kartkozhá de nuevo se encontraba en la tierra dominada por los pecados. Le esperaban de nuevo los trabajos de excavación, trabajos duros. Y de nuevo le esperaba la esclavitud, de nuevo él caminaba una versta tras otra a pie y se caía de cansancio. Le apretaba el dolor en los músculos, sufría de injurias, palabrotas, cansancio, sueño pesado. Vivía resistiendo. Su aeroplano estaba demasiado en alto. ¿Qué podía hacer?
A principios al oir un disparo de fusil Kartkozhá caía de bruces, apretando las rodillas al vientre, y cada vez sentía que la bala en realidad se clavaba en él. Estaba tumbado sin moverse e imaginaba que estaba desangrándose.
Pero después sentía que la bala no dió en él, se examinaba y se descubría sano u salvo. Se habituó un poco y ya cuando oía los disparos sólo se observaba si las balas no le habían tocado los brazos y las piernas. Las piernas eran muy importantes, eran toda una historia. Cuando él vió por primera vez el tranvía y el tren, tenía miedo que aquellas enormes ruedas de hierro le pudieran cortar las piernas. Pero nada, para habituarse permanecía cerca de las máquinas, apartandose un poco de los rieles, y después se adiestró en subir de un salto al tranvía casi con el mismo coraje con el cual los chiquillos de la aldea saltan a las espaldas de los caballos rebelones.
Además de los rieles Kartkozhá no vió nada con detalles en las ciudades cerca de las cuales él debía pasar. Los guardas de seguridad los tenían encerrados en los vagones calefaccionados que estaban en los mismos rieles y en su memoria se quedaron sólo los nombres: Samara, Makariev, Moscú, Petersburgo.
Cuando llegaron al frente le dieron más libertad. Él hasta pudo ir con un tártaro a visitar la ciudad de Riga. Las calles eran muy derechas – para poder pasar por las picas de Flandes. Cuando alzaba los ojos y mirba los pisos de arriba, le caía el gorro de la cabeza. Las casas eran bellas. Las tiendas brillaban con los vidrios de sus ventanas, y delante de ellos se hallaban los enormes leones. A Kartkozhá hasta pareció que fuesen vivos. No, eran de piedra.
Y lo que le impresionó extraordinariamente – era el jardín en el cual estaban mantenidos los animales y los pájaros. Se llamaba el parque zoológico. En el parque estaban varias zonas: el bosque, las rocas, el lago, los pradejones. Por encima del lago fué levantada una jaula que tenía la forma de un pabellón y fué hecha de las vergas de hierro forjado. Bajo aquella cúpula enrejada nadaban y volaban varios pájaros. Y águila real, y azor, y hasta halcón. Reunieron todos los seres que vivían en las tierras conocidas y desconocidas: osos, tigres, leopardos, zorros, castores, ciervos, antílopes, cobras, ciervos rojos, argalí (especie de muflón asiático), monos, lobos, cebras... Kartkozhá pudo ver hasta un elefante.
- ¡Santos, ay! ¿Cómo pudieron prender todos estos animales? ¿Y cómo ellos los mantienen aquí todos? ¿Qué les dan de comer? ¡Pues aquí están las bestias de todas las partes del mundo! ¿Es posible? ¿Quién inventó esto?
- ¿Qué tienes en cuenta?
- ¿Recojer los animales?
- Es posible que lo habían inventado los alemanes. Son un pueblo culto.
- Parecen un pueblo diestro.
- Vamos, los alemanes son así...
- ¿Y quién es más fuerte, los alemanes o los rusos?
- El ruso no llega a la suela del zapato del alemán.
- Entonces ¿por qué se decidieron a hacer guerra contra los alemanes?
- Era el zar que se decidió. ¿Quién podría contradecir a él?
- ¿Y qué le falta al zar?
- Pués él hace lo que quieren los comerciantes y la otra gente rica.
- Entonces ¿por qué los mismos comerciantes no combaten?
- ¿Y para qué deben combatir ellos mismos? Existe la autoridad, existe el ejército. Y los comerciantes se llenan el baúl y están contentos... ¿entendido?
- ¿Y a los soldados les pagan bien por hacer guerra? ¿Para qué mueren ellos?
- ¡Y qué diablos les deben pagar! Es que ellos son ignorantes. Si no hubieran sido tan ignorantes, ¿acaso deberían morir los kazajos y los sartos por los pecados de los otros?
- Mira como...
A cada posibilidad Kartkozhá trataba de hablar en estos temas. Era sorprendente que cada vez resultaba: siempre en la base de cada milagro técnico que le interesaba o de cada operación homicida estaba o mucho dinero o una invención científica. Probablemente algo malo y abusivo entró en la conciencia de Kartkozhá, y él mismo no hubiera podido negar este facto, pero nuestro heroe comprendió con firmeza que en todo el Universo existían sólo dos cosas más importantes: el dinero y la ciencia.
Desde la oscuridad hacia la luz
Quien podía poner en duda que Kartkozhá era ingenuo, crédulo y torpe. Y para los soldados de su centena no era nada dificil limpiar su bolsillo, donde él ahorraba dinero de sus sueldos del jefe de centena. De esa manera lo agraviaron. La gente dice: - En la tierra extraña se ve bien la garduña. ¿Pués no? ¿Él no les conoció bastante todavía? Entonces ¡tómate esa! Los muchachos que junto a Kartkozhá cavaban la tierra día a día y nutrían con su carne los piojos del frente despedazaron el honor establecido por sus padres, destruyeron todo lo mejor que les unía con Kartkozhá, se amotinaron contra él del modo increíble, tejeron contra él una intriga.
Habían unos que querían privarlo del grado del jefe de centena. Es verdad que habían también los otros que se quedaron fieles a él. Y él tenía la suerte de ir a pasar unos días en su patria. Pero mientras que Kartkozhá gozaba anticipadamente la visita, sus propios compañeros del frente lo despojaron de aquella venturosa suerte. Él se apenó. Y después todo andaba de mal en peor. Algunos muchachos de su familia Suindik vinieron a él y le comunicaron de la muerte de su hermano mayor Tungyshbái. Todo esto aplastó a Kartkozhá al pie de la letra, él andaba todo abatido y enflaquecido y ¡vaya! – un casco de metralla le hizo un agujero en la pierna y lo mandaron al hospital de sangre.
El hospital de sange era lleno de los heridos sin brazos y sin piernas, sin ojos y sin narices. En comparación con aquello ¿qué significaba su herida? Una tal cual rascadura y nada más. Dios lo guardó.
Sin embargo Kartkozhá se sentía así como la herida lo hubiera destrozado todo. Fué dominado por una congoja grave. ¿Dónde estaba él y dónde estaban sus familiares? Parecía que en toda la tierra no se quedase ninguna huella de él. Si él muriera, no haría nadie para leer una oración sobre su cadaver. Hbía tenido el hermano mayor, pero él pereció. Eso significaba que Kartkozhá se quedó sin refugio, ni las santas tumbas de los abuelos. Negando todo de sí mismo él recogía dinero para fomentar un poco la economía de su casa, pero el dinero fué robado. Él se reprochaba de su descuido, se hundía en desesperación. Por fin le ocurrió lo siguiente: descontento él presentó una queja al Dios: - ¿Por qué no me has matado en el acto? Soy más ciego que una persona ciega fisicamente, porque no entiendo nada, sólo me atormento. Los otros hombres tienen todos sus asuntos arreglados: son hábiles y exitosos, sus mujeres se visten con pulcritud, ellos saben bromear y dar un timo a alguien. Hasta la muerte no les prende. Ellos no se pierden en ninguna situación, nunca pierden cabeza. Por supuesto la vida no les cuesta ningún trabajo, ¿Por qué no deben permitirse hacer de las suyas?
Él estaba aburrido, iba y venía de rincón a rincón hasta que conoció a un bashkirio. Por principio la lengua bashkiria le pareció extraña, pero después se habituó a ella y empezó a hablarla él mismo. El muchacho bashkirio le preguntaba mucho de su vida cotidiana y contaba también de la suya. Resultaba que los bashkirios eran completamente iguales a los kazajos. Ellos estudiaban como había estudiado Kartkozhá, sus canciones eran muy parecidas a las kazajas. Bien es la verdad que ellos se destinguían por lo que cultivaban el trigo, tenían los huertos y los colmenares. Ellos fueron llamados a filas en calidad de los verdaderos soldados, tenían el aspecto gallardo y valiente. Kartkozhá tuvo la posibilidad de convencerse por propia experiencia de la audacia su conocido bashkirio.
Una vez ellos descansaban bajo el muro del hospital. Allí mismo un kazajo bajó los pantalones y se sentó para hacer necesidades. Los cosacos de guardia cuando lo vieron, se pusieron ojipláticos. Se lanzaron a él que estaba sentado, lo agarraron por el cuello y empezaron a darle rapapolvo. El kazajo con una mano trataba de ponerse los pantalones, y con otra mano cubría su nuca, cayó en la tierra, no era capaz de comprender lo que estaba pasando. El bashkirio se lanzó sobre el guarda, le cogió por el brazo y con dificultad pudo arrastrarlo aparte. Antes de la llegada de los médicos aquel kazajo fué madreado, golpeado bastante fuertemente.
- Bueno, él es un ignorante, pero ¿qué sentido tiene pegarlo por eso? Ellos no dejan sus malos hábitos rabiosos ni por asombro – dijo el bashkirio al regresar.
- Pero mi conterráneo tampoco tenía razón. ¿No podía buscar mejor lugarcito un poco más lejano y más aislado?
- Pero él creció en la estepa. ¿Qué puede encontrar aquí?
Por cierto, aquel caso no era el único cuando los kazajos recibían tundas o puñetazos en los dientes. Pero antes Kartkozhá no había visto jamás que alguien se intrometiera en esta cosa con tanta audacia. El carácter combativo del bashkirio despertó su admiración. Kartkozhá entabló amistad con el bashkirio y más tarde conoció también a un soldado ruso.
Se llamaba Andréy. En lengua kazaja él hablaba como en su propia lengua materna. Todavía en su juventud en un lugar en Siberia él se había estrechado con unos kazajos valientes, junto con ellos había huído a la estepa y había vivido unos cinco años allí entre los kazajos y en plena harmonía con ellos. Y nunca olvidaba lo bueno que ellos le habían dado.
Andréy comenzó con calma a abrir los ojos de Kartkozhá. Él mismo leía mucho y enseñó mucho a su amigo. De los kazajos él hablaba muy y muy bien: - Los kazajos son ajuiciados y hospitalarios, tienen buenas entendederas y buenas manos. Su música es admirable, rica, su leteratura también es excelente, me gustan sus poesías y sus cuentos. Los kazajos deben estudiar, si ellos estudiarán, se abrirán el paso muy rápidamente. El zar es malo. Él trata a los kazajos como unos perros. Y nuestros villanos también son ignorantes. No quieren a los que no son rusos. Hasta que el zar esté en el trono, ni los kazajos, ni los villanos rusos tendrán la vida decente.
Más de una vez Andréi entablaba las conversaciones semejantes. Kartkozhá no sabía creerle o no. Pero como podía no creerle, si lo que te decía Andréy, correspondía demasiado a la verdad, entonces él enpezaba a creer involuntariamente. Parecía que en su mochila ignorante empezaran a penetrar los rayos lúcidos. Y Kartkozhá, que antes mesuraba las fronteras de todo el Universo empezando de los suburbios de Bayanúl, empezó a escuchar con más atención: - ¡Entonces, el mundo es así! Contiene muchas penas, mucho más graves de tu amargura. ¡Comprendió mucho desde luego! Kartkozhá ya vió muchas tierras y muchas ciudades, ya habló con los tártaros competentes, con los bashkirios instruídos, con los rusos leídos y con los kazajos que habían terminado sus estudios. Todos ellos sabían lo que decían, pués habían vivido entre los que estaban trabajando con el sudor de su frente y conocían en persona el trabajo duro.
Kartkozhá ya razonaba correctamente en general, pero a veces le pasaba por la cabeza un pensamiento extraño. Para él era interesante, ¿si el zar Nicolás no hubiera arreado a los kazajos a los trabajos de retaguardia, se abrirían los ojos a él, a Kartkozhá? ¿Vería y sabría él todo lo que había visto y sabido? Y él llegó a la conclusión que incluso el frente en cierto modo no estaba en contradicción con el sentido de su vida. Y el zar Nicolás no podría ver en su sueño más fantástico que él de cualquier manera podría favorecer al muchacho Kartkozhá...
Los día pasaban a la hila monótona, pero de repente Andréy comunicó a Kartkozhá una noticia que parecía alegre:
- ¡Ahora todo estará bien!
- ¿Y qué pasó?
- La revolución.
- ¿Y qué significa esto?
- Han destronado al zar. Ahora llegarán la libertad y la igualdad.
- ¿Y quién ha destronado al zar?
Andréy le contó de los partidos políticos, de la política en general, del proletariado. Kartkozhá no comprendió claramente que cosa eran aquellos partidos políticos, pero lo que fué destronado el zar y lo que llegó la libertad él comprendió con certeza. ¿Y quién podía pensar que sucedería la caída del zar? Por lo menos entre los suyos ninguno suponía esto. Fuera como fuera, para Kartkozhá estaba claro que el acontecimiento que había sucedido era alegre y por eso su humor mejoró.
- ¿Y qué van a hacer con nosotros? ¿Nos dejarán volver a casa? – empezó a preguntar él.
- Sí, nos dejan volver. ¡Qué guerra puede ser sin zar!
- No puede ser.
En aquel momento Kartkozhña se llenó de júbilo completamente.
En dos días seguidos por encima de las trincheras se extendían el bullicío y el retinte: - ¡Revolución! ¡Libertad! ¡Basta con el zar! Andréy tenía razón. Kartkozhá enarboló la bandera roja y junto con todos sus compañeros se unió a la masa de gente – y marcharon a mitinear.
En el camino
La primavera se hizo más valiente, se levantó con los días calurosos, lanzando con profusión los relucientes rayos de sol sobre la tierra congelada. Los muchachos también recobraron el ánimo. Sucede que los caballos agotados por una marcha prolongada invernal, apenas se liberan de las sillas, se lanzan a todo correr, coceando con sus vasos, hacia las campas que comienzan a verdear, allí caen y voltean en la tierra ya bien calentada. Así mismo se estremecieron nuestros combatientes atormentados por la nostalgia de la querida Sary-Arcá: - ¡Libertad! Se precipitaron casi levantando el vuelo como gansos bravos a los trenes que iban hacia el este. ¡A la patria, a los suyos! ¡Hala! ¿Y qué esperaban Ustedes? ¡Ke-re-kú! (Nombre del lugar que significa en kazajo “El Paso de Gansos”).
Se agolparon en los vagones - ¡Ah, si huebieran podido llegar por los rieles hasta sus aldeas! ¿Qué puede ser más emocionante del regreso a casa? Risas, chistes verdes, juego de naipes, largos pensamientos, gritos, canciones, en las ventanas empezaron a correr las montañas, bosque, río, puente, buque de vapor...
Y ciudades, ciudades... Hacer paseo por las calles de las ciudades... - ¡¿Cómo y por qué se desarrollaron los rusos?! ¡Cómo pudieron ellos extenderse así y llenar todo a su alrededor! ¿Con qué milagro pueden pervivir todavía bajo su dominio los kazajos? Dicen que los kazajos son numerosos. Pero ¿por qué no se ven tantos? ¿Dónde están?
- Tenemos fusiles en las manos, no te atrevas a apodarnos “la horda”, “los kirguises”, no te atrevas a tropezarnos con el hombro o empujarnos en el pecho. Hoy día somos una bandada libre ¡y volamos adonde queremos! Y ahora tenemos ganas de pasear por la calle, no te atrevas a retenernos.
Y los que estaban con la boca abierta ¡se atrasaron! ¡Qué nos importan ellos! Los rieles están trazados, la locomotora está haciendo puf-puf, los pasajes no son una nadería. A Kartkozhá no era necesario preguntar el camino, conocía todas las ciudades. La locomotora se hizo para él la máquina habitual: - ¡En qué no se parece a un buey! Pero el tren a diferencia de los animales de tracción tenía su cuadro de marcha. El maquinista sonaba pito tres veces y el treno partía. Y no se podía subir y bajar saltando sobre la marcha. - Cuando pasamos por un puente – ten la bondad – no te asomes por la ventana, no se puede estár de plantón en la plataforma, en las estaciones hay que usar la latrina del vagón.
A Kartkozhá miraba el orden con buenos ojos. En aquella época ya no sentía aislamiento de los rusos. Ellos tenían otra lengua, pero sus pensamientos y sus corazones eran los mismos que los pensamientos y el corazón que tenía él mismo. Por ejemplo Andréy no cedía ante los kazajos en nada, tal vez tomase él la delantera. Por lo menos Kartkozhá no había encontrado todavía a ningún kazajo que podía mejor que Andréy explicar todos los pormenores de la política.
Para los chavales de la familia Suindik eran suficientes más o menos diez días para alcanzar la ciudad de Omsk. Ellos volcaron de los vagones calefaccionados con las gorras torcidas en sus cabezas y empezaron a retumbar con sus botas herradas caminando por las carreteras cubiertas de cantos rodados. Sus morros eran redondos y morenos, ellos sacaban de los vagones sus bártulos voluminosos, casi los colchones: - Apártate, si no te aplastarán. En todas partes se sentía alboroto y los gritos de entusiasmo.
Ellos entraron en la plaza de la estación, allí declamaba frente a la muchedumbre un rapazuelo vestido a la usanza rusa. La muchedumbre lo escuchaba con atención. Él estaba erlatando de nuevo como el maldito zarito Nicolás había oprimido el pueblo, como había bebido su sangre, como había privado a los kazajos de sus tierras mejores y había poblado los benditos pacederos por los migrantes – los villanos rusos. Como el zar había atentado contra la lengua y la fe de los kazajos y les había mandado a la guerra, a los trabajos de retaguardia. Y entonces ellos ya destronaron al zar y ¡llegó la libertad! Y así sucesivamente y de las mismas cosas, los oradores no escatimaban las palabras. A cada paso y echando la baba gastaban muchos lemas y exhortaciones tenaces.
Los combatienes pararon, saludaron a todos cortésmente y benevolmente y después preguntaron al chaval que declamaba.
- ¿Y tú mismo de qué familia provienes?
- Yo soy de la familia Suindik.
- Entonces serás nuestro hermanito...nuestro pariente, si de esta forma se puede hablar...
- Yo también he sentido que vosotros sois los míos, he tenido ganas de entablar conversación con vosotros de una vez...
- Bueno ¿cómo están los nuestros?
- ¿La gente? Pués está bien. No teníamos perjuicios. El invierno era suave, todo salió bien.
Pero entre los llegados se encontraron algunos pesados que no se satisfacían con lo dicho.
- ¿Y cómo van los asuntos en nuestra aldea?
- Y en vuestra aldea todo va bien, y en vuestra... – respondió él a cada uno.
La conversación fué agotada, no había nada que discutir más. Los ex combatientes se precipitaron por las calles de la ciudad hacia el desembarcadero.
El desembarcadero tenía sus leyes: alborotaban, mitineaban pero ¿qué sentido tenía todo esto? Subieron a la cubierta del buque de vapor sólo al tercer día. Entre los foguistas y marineros se encontraban también los kazajos. Entre ellos eran también los de Kartkozhá – los de la familia Suindik. Era agradable hablar con alguien de lo suyo, de lo próximo.
Al atardecer en la cubierta superior se sintieron los sonidos del acordeón de tres filas. Kartkozhá subió arriba. Tocaba el acordeón y cantaba un muchacho ruso. El público, fuesen los rusos que los kazajos, lo escuchaban con atención. Kartkozhá notó con asombro que las melodías rusas le parecían familiares, ellas aliviaban su corazón, no como antes. Dos orillas de Irtysh estaban cubiertas de los bosques verdes, los arbustos tendían sus ramos verdes hacia el agua. Apenas alzaba los ojos, veía las aldeas y las manadas de los kazajos.
En la orilla un grupo de las mujeres jóvenes y de los adolescentes esperaba el buque de vapor. No se podía comprender de una vez que querían ellos. Resultó que ellos vendían los canteros de pan, los huevos duros, la leche en las vasijas de barro, el pescado frito. Hacían el comercio no sólo las kazajas, sino también las mujeres rusas de media edad, “las mamitas”, que parecieron a Kartkozhá también familiares. El corazón de Kartkozhá se le encogía y en seguida empezaba a latir frenéticamente. Y ya le parecía respirar los olores incomparables de su aldea natal, los olores que podía tener sólo el caldero ahumado de su mamá...
La Tierra Natal
¿Quizá un hombre que nunca salía afuera de su país sea capaz de comprender toda la benignidad de su tierra natal?
Aprobemos que tal vez sólo las jóvenes dadas en matrimonio lejos de sus casas maternas y en el acto aisladas de la bondad de su tierra natal sin dudas conozcan la nostalgia. ¿Quién la siente así como ellas?
¿Y acaso ponemos en duda que sea verdadera la lágrima que consuma la pupila de un estudiante que andó a la caza de conocimientos en las tierras lejanas, y ahora está agotado por los libros y por el polvo de la tierra extraña? ¿Quién más conoce la pena como él?
¿Quién además de los hombres que han sufrido la falta de derechos en las tierras lejanas, donde cada bocado les hastiaba, puede decantar la patria que te añade una fuerza a la otra, que te cura como la fuente de aguas saludables, como un medio curativo? ¡Vamos! ¡He dicho todo!
¿Y en lo que se refiera a la comida? Como puede no empiezar a dar alaridos él que está aburriéndose, Dios sabe donde, en una casa con tejado bajo, él que acompaña la corteza del pan negro con el agua simple, acordandose de los dones de su tierra natal: kazy´ (embutido de carne de caballo) abundante de la grasa suave y kartá (intestino recto de caballo). Y también el kumís con las manchitas doradas de mantequilla – si él habría podido, lo hubiera bebido sin cesar, gustando a sorbos.
¿Quizá no comprendamos la angustia de un chupatintas que en su niñez fué alimentado y educado en la aldea? Él está debatiendose en las calles estrechas y en los corredores del ayuntamiento como una palomilla entre los vidrios de la ventana ¿y para qué? ¿Para el bien de la sociedad? ¿Para secarse y regañar viviendo así?
¡Oh, calurosa tierra natal! ¡O tierra milagrosa! ¿Cómo era posible contenerse, aguantar, no morir de impaciencia antes de llegar a tu umbral querido? ¿Quién no está expuesto a estos sentimientos? ¿Quién no ama su partia? Un hombre indiferente a su patria – es un ser sin corazón y sin celebro, es algo que yo no puedo comprender...
¡Como echaba de menos Kartkozhá a los queridos contornos de su aldea! Y no podía ser de otra manera: ¿Acaso no era él que fué acunado en el pañuelo de su madre, no era él a quien llamaban “pichoncito”? Y él como un pichón recordaba el olor de su nido natal. Apenas se acordaba de su aldea, empezaba a arder como envuelto en las llamas, la memoría hacía estremecer todo en él – hasta su intestino más fino. Ah, si antes él hubiera tenido alas, habría levantado el vuelo y habría aterrizado sólo allí en su casa. Pero él no tenía alas.
Pero a pesar de todo apresurémonos junto a Kartkozhá. ¿Qué debemos esperar? Lector, si tú también echas de menos a tu tierra natal, vamos allá, ¡dónde están nuestros queridos! Entonces vamos a adelantar a Kartkozhá.
Aquí están nuestras montañas de Bayán que se alzan como las jorobas de un camello. En sus pendientes los pinos undulan los crines. Ellos crecieron más espesos que la lana en el costado de un camello macho de dos jorobas. ¡Y cuánto aire! ¡Cuánta luz! ¡Y con que poderío se alargan ellas en el espacio! Mira: ellí se extiende hacia arriba la montaña Ashín. Allí está el lago Boricol y en seguida – Bylymbái y Karasor. Ves, se está vislumbrando Moiydly´. ¿No es una maravilla? Nada más puede alegrar los ojos así, de aventar tu alma con un aflato fresco. ¡Ay!
Y allí en el puerto libre se extiende un campamento nocturno de nómadas, ¿lo ves? ¡Son las aldeas de Suindik! Espera ¿de quién exactamente es esta aldea ? Sin dudas es una aldea rica, si opinamos mirando sus manadas abundantes y sus caballos excelentes. Mira, ya pasaron por la pendiente de Ashín los pajareros. Ellos echaron la red. Gritaron. Batieron los tambores. Los gansos y los patos que estaban tascando agitaron las alas. Yo sé que cayeron en la red. Y los pajareros prenden todos los pájaros sin excepción.
¡Mira los chiquillos! Ellos están atrasados y se pusieron a correr a quien llega primero con los potrillos y con los potros de un año. ¡Mira, alcanzaron un potro gris! No, tropezaron y cayeron después saltaron en pie, ay, corrieron detrás de él, se agarraron en su crin, ¡saltaron a su lomo! ¡Galopead ahora, granujas! ¡Ay, qué lástima! Justo delante de ellos salió una vaquería. ¡Entonces los chicos perdieron, ay! ¡No, se tuvieron firmes en el lomo! Y los pastores tienen sus propios quehaceres. Porque las vacas no está dispuestas a contornear graciosamente los carros que se encuntran en su camino? Seguramente lo empujarán con todo su cuerpo para cardar sus costados. ¡Mira, destruyeron un carro-arbá, ay! Y la más culpable - la ternera roja y pesada ya se fué de allí moviendo despreocupadamente la cola.
Corre una entera tropilla ¿la ves? Se dirige directamente a la pendiente donde está situado el segazón. Los ricachones arrean los caballos adonde quieren sin pedir permiso a ninguno. No, aparecieron los jinetes que custodian las pertenencias. Kartkozhá parando mientes en estas situaciones no observó como entró en el desfiladero peñascoso. El campamento de nómadas se quedó atrás, al lado...
Dentro de un tiempo ante el viajero se abrió el panorama del suburbio de su aldea natal. Aún en su infancia Kartkozhá recogía entre aquellos rodados la cebolla selvaje. Y allí apareció un hueco grande en el tronco del arbol donde él se adormentó por casualidad porque estaba cansado después de la búsqueda del ternero desaparecido. Y más tarde apareció el lugar donde él, según sus recuerdos, él en un año de hambre, cuando la tierra fué cubierta por la escarcha helada, con la pala esacarbaba de la tierra los manojos de hierbas. Y de aquella pendiente abrupta, no pudiendo sostenerse, cayó y se estrelló mortalmente contra el suelo su vaquita pintada. Todo fué conocido, todo le recordaba de los días pasados, se repercutía en su corazón con amargura y reavivaba sus pensamientos de la vida anterior.
Él recordó su hogar familiar y a su madre y a sus vecinos aldeanos. Parecía qie no hubiera abandonado a nadie y que estuviese allí siempre. Alrededor de él estaban las montañas y las torcas, y el boscaje, y el herbajal entre las rocas – y en todas partes le parecía ver a su mamá. Por fin la aldea se abrió ante él como en la palma de la mano, él miró fijamente y encontró con sus ojos a la madre.
- ¡Cómo va a palpitar el corazón de mamá! Y por cierto ella empieza a llorar... ¡Oy-bai, pero al parde ya no lo tenemos! Y las lágrimas salieron en sus ojos. No pudiendo dominar la humedad que cubría sus ojos, viendo las construcciones de la aldea como a través de un velo, él llegó hasta el tranco de su casa natal.
Su hermanito Kenzhetái que estaba jugando en el grupo de los chiquillos al ver a Kartkozhá exclamó:
- ¡Hermano! ¡Hermano! – y se lanzó hacia él. Kartkozhá sintió vértigo. Su madre que en aquel momento estaba en el carro-arbá bajó a la tierra con dificultad y zanqueó hacia su hijo inesperadamente regresado.
Después de perder a su primogénito la pobre mujer que se había quedado practicamente señera, se había tormentado y había sufrido mucho, al ver en aquel momento a su secondogénito – a su potrillo, se alegró tanto que eso no era posible relatar. Ella se emocionó tan fuertemente que sus brazos y sus piernas no le obedecían más. Llegaron corriendo las mujeres. Entraron en casa donde Kartkozhá fué recibido con los terribles llantos de la viuda de su hermano mayor. Se reunieron los musulmanes, empezaron a leer Alcorán, la garganta de Kartkozhá oprimían los espasmos, él casi no podía contener sollozos.
Al Calmarse
Kartkozhá se calmó un poco, preguntó de los asuntos de la hacienda, hizo un pedido de la lectura del Alcorán para conmemorar las almas de sus antepasados. Y sólo después de esto por fin se atrevió a preguntar a la viuda como y porque había muerto su hermano mayor. Resultó que su hermano en un día terriblemente frío se había ido para hacer retornar la ternera robada por Ashirbek, pero todo fué en vano. Al regresar a casa todo mojado él había caído en cama apenas la había alcanzado. Estaba acostado con la fiebre unos diez días, lo quemaba el tifus, y después había cerrado sus ojos para siempre.
- ¿Desde aquel tiempo no tratabais de hacer volver la termera?
- Un par de veces hemos pedido a los aksakales de interceder por nosotros. No lo sé si ellos se fueron para hacerlo o no. ¿Quién se intercede por una mujer viuda?
Al rezar una vez más para que su hermano descansase en paz y pidiendo con la oración su permiso de hacer volver la ternera, Kartkozhá ensilló el caballo y fué a tomar la res. Antes de todo visitó a Ashirbek en persona:
- ¿Qué pasa con nuestra ternera?
- ¡ ¿De qué ternera estás hablando?!
- Una de tres años, la hembra. Aquella que cayó en sus manos de una manera deshonesta.
- Pero estas palabras hasta tu padre no osaba a decirme ¿y tú cómo te atreves? ¿De dónde has cogido esto que yo la robé? ¿Te has regresado demasiado enterado? ¡Qué va! No le dejó ni sentarse.
Kartkozhá regañando se dirigió al hombre que era considerado en la aldea como un hombre importante, al jodzhá Zhanibek, y formuló a él su queja. Él de veras era un hombre gentil que no reprochaba y no ofendía a nadie. Dijo sólo: - El corazón del pueblo es el partido. Ahora no son los tiempos para que uno pueda quitar el ganado del otro. Pero Ashirbek es nuestro, ten un poco de paciencia...
Kartkozhá se dirigió a los oponentes, al aksakal Aymanbái. Él se puso a masticar: - Esto es en cierta medida incómodo. El asunto no está en nuestra competencia. Al jefe distrital Kartkozhá ya no quiso ir. El jefe distrital era lo mismo que se había deshecho de él anteriormente: - ¡Largo de aquí! ¡Me has fastidiado!
- Decían que cuando el zar Nocolás fuese destronado nosotros obteneríamos todo. ¿Dónde está ese “todo”, para cuales pobres diablos está predestinado? Tu les pides de hacer devolver tu res y ellos te cuentan del partido. Un amigo siempre está dispuesto a interceder por tí, y aquí los más cercanos repiten que eso no les conviene. Al pobre abondonado por todos se queda sólo una cosa, ¡tumbarse y morir! No, no debe ser así. Pués se encontró su alguacil para Nicolás el Ensangrentado. Pués los obreros, los soldados, la gente pobre lo destronaron. ¿Y quién al fin acabará con los jefes distritales, con los bais kazajos, con los enemigotes? ¿Acaso exista para los kazajos pobres una salvación? ¿Tenemos a nuestros soldados, a nuestros obreros? Y si alguien llama a filas a los verdaderos kazajos pobres ¿cómo se comportarán ellos? ¿Por qué no se interceden en el asunto los kazajos que ya estaban en las trincheras?.. ¿Ah, tú dices que ellos están ligados con los lazos de parentesco? ¿Alguien es el hermano de uno y el consuegro del otro? ¿Y por qué no hablar con los que ya habían comido la gacha de los soldados? Hemos pasado por las tierras extrañas, pero ninguno de nosotros ha abandonado a su compañero...se han disipado, y han recordado el precio de la amistad sólo al regreso...
Pensando así Kartkozhá se dirigió a la aldea de su compañero del ejercito.
- ¿Zhandyrbái está a casa?
- A casa. Ha apenas bajado de la silla.
Kartkozhá contó a su compañero de sus desventuras, dijo que por fin no había conseguido nada.
- Zhandyrbái, ayúdame un poco... ¡Cómo era agradable estar a solas con su amigo y hablarle con el corazón en la mano. Olvidando todo el mundo ellos hablaban, recordaban, discutían.
Kartkozhá recordó aquellos tiempos lejanos cuando ellos perseguían el libro del censo con las listas, cuando se agruparon en el destacamento de los sublevados, abatiendo el ganado de los bais, cuando fueron fusilados en el ataque, habló también de la traición de los familiares, de los paisanos de su aldea. Y terminó recordando del frente, de lo que le había contado Andréy, y de los que habían acabado con el zar Nicolás:
- ¿Y si vamos a reunir a nuestros muchachos del frente todos juntos?
- ¿Cómo tú los vas a reunir?
- ¿Y si hablamos de los oprimidos?..
- Bueno los vamos a reunir. ¿Y qué hacemos después? ¿De nuevo nos amontonamos en una unidad armada, de nuevo vamos a comer sin permiso las ovejas de los bais e recorrer por aquí y por allá montados a sus caballitos?
- No, así ya no puede ser... Creo que antes hay que ponernos de acuerdo, que queremos hacer y como lo vamos a hacer... Es necesario que nosotros seamos todos de acuerdo.
- Si no tenemos fuerza, ¿qué importa la unidad? Cada uno debe sobrevivir de su modo. Somos un pueblo así, primero metemos bulla y después terminamos con lo que podemos sólo hacer un sorbo de la taza de los bais. ¿Has olvidado qué exitos lograron los pobres en aquel entonces? ¿Lo has recordado? ¿Acaso los pobres diablos que ya han quemado sus bocas sean capaces de ponerse de acuerdo? Yo creo, chaval, que esto sea lo mismo que cazar moscas. Hoy día tiene razón él que se considera “blanco”. Y nadie querrá escuchar a un parvenú si él no tiene ni dinero, ni nombre...
Kartkozhá le habló claro y, como le parecía, habló bien, pero en cierto momento, hay que decirlo, se empacó.
- Desde luego, tú tienes razón – montó su caballo y partió.
Al comprender que no debía esperar ningún provecho de los pobres Kartkozhá empezó a buscar otro camino.
- ¡Debo estudiar, ay! ¡Cuando seré instruído, ninguno no se atreve a humillarme! Pués antes mi único deseo era estudiar. Dado que yo no puedo ser útil en casa en condiciones de la aldea, pués yo no puedo cuidar el ganado, esto no es para mí... hacerlo día tras día - ¡qué vano pasatiempo! ¡Basta, yo voy a estudiar! ¿Debo pedir consejo a mi mamá, o no? Pués ella tiene solo a mí y tengo dudas que le guste el facto que yo deberé salir para los estudios. Kartkozhá estaba pensando en esto durante todo el viaje hacia su aldea natal.
Bayanaul
Por nada en el mundo ni su madre, ni su cuñada no le dejarían irse si él pronunciaría la palabra “estudios”. Por eso aquella vez Kartkozhá hizo esfuerzos para no abrir la boca. Por eso, sin decir en casa que él tenía la intención de ir a la ciudad y que él no dejó su deseo de estudiar, él se dirigió a Bayanaul.
Bayanaul era lo mejor que podía crear la tierra. Montañas, rocas, bosque, bayas, lagos, chortales, pantanos, campos de trigo, hierbas de siega – en Bayanaul había de todo. En la parte solanera de las antiguas y rugosas rocas del Bayán, en el collar de las piedras maravillosas se colocó el lago Sabyndykol. Allí fué situado el poblado de los cosacos. Unas doscientas casas. Era un poblado cosaco situado justamente a la extremidad levantina. Cuando los viajeros llegaban a Bayanaul desde el este veían directamente en la colina una pequeña mezquita de madera, y en la orilla del poblado de los cosacos se veía una pequeña iglesia. Cerca de la iglesia estaba la escuela kazajo-rusa.
Cerca de las casas presentables de los cosacos se apretaban los tabucos de los kazajos pobres. Las casuchas de los haraposos eran miserables, pero sin embargo tenían su precio. Aunque no fueran numerosas, pero no permitían olvidar de ellas. Bayán y sus jardines se desarolló gracias a los cosacos rusos. Antes aquel lugar era solamente el sitio del invernadero de la familia de Arguín y contaba con una decena de edificios. Y más tarde se convirtió en el monumento de la obra de los cosacos...
Los cosacos rusos que vivían a Bayán olvidaron su lengua, ya charlanteaban como los kazajos. Por su astucia y por su horrible corrupción ellos superaron incluso a los kazajos. Eran los maestros rematados de sobornación, de chantaje y de robo a mano armada. Eran también artífices de peleas y de holgazanía. Pero todos ellos eran acomodados, tenían dinero. Y toda la economía se mantenía en los kazajos pobres. Los kazajos trabajaban en el segazón y construían las casas. La vida de un cosaco era libre: - Bebe la vodka ¿quién está en contra? Si quieres, haz un paseo cuando estás borracho, si quieres, puedes caerte borracho allí mismo, cerca de la piedrita. Pero era verdad que los cosacos de aquel tipo estaban en minoría.
Hay que reconocer que en diez distritos todos los que ejercían oficios de policías rurales, comisarios de policía, interpretes, abogados, y jefes de rodeo procedían de los cosacos. Y diez distritos mejores eran los amigos inseparables y conocidos de aquellas personas, diez distritos kazajos bailaban al son que les tocaban doscientas casas presentables de Bayanaul.
La pobretería kazaja hacía calzado y fabricaba las cosas necesarias, limpiaba las casas, cortaba leña, canteaba, en pocas palabras eran los asalariados. Pero aquella gente estaba siempre dispuesta a armar jaleo, a robar lo que estaba al alcance de la mano, y a pelear hasta derramar la sangre. Ninguno, ni los rusos, ni los kazajos no se consideraban extraños entre ellos, pero sucedía que caía el malojo kazajo a las tierras cosacas, a su boscaje, a su fuente. En estos casos toda la fraternidad se olvidaba allá...lejos en la estepa.
Sonó el kobyz (un instrumento musical) bajo el shanyrak (cima de la cúpula) de la tienda. Los cosacos fueron sin falta invitados. Los luchadores rusos perdieron todas las contiendas y a pesar de esto quierían pelear con los puños fila contra fila.
Antes de la primera nieve llegaba a Bayanaul la feria. Venían los comerciantes de Omsk, de Kyzylzhar, de Akmolá, de Atbasar, de Semirechie y de Semipalatinsk. Eso constituía los principales ingresos de los cosacos: el policía rural y cualquier otro empleado oficial recibían los sobornos, tomaban casi el impuesto del polvo desparramado por los carros. Ofrecían casas a los huéspedes, hacían el comercio de sus relaciones... ¡Vaya! Los cosacos de Bayanaul se enriquecían con todo.
Bayán era el nodo que enlazaba entre sí todos diez distritos y allí se podía encontrar todo y a todos: y al jefe, y el tribunal, y a los médicos, y allí mismo a los hombres que hacían política. Si uno quería convocar un congreso – ¡por favor! - se lo podían organizar sin ningún problema.
Los poseedores originarios de la tierra de Bayanaul era la familia Suyindik. Bailaban ante los ojos en los suburbios todavía dos o tres familias, parecía que fuesen los Kanzhygaly´, los Kaskal y basta. La familia Suyindik también podía ser orgullosa de las personas importantes: de los sabios funcionarios del juzgado – Tolebái, Sobalái, el atleta Zaná, Edigué, Shon, Shormán, Boshtái y muchos más... ¿Y cuántos poetas y bardos procedieron de la familia Suyindik? Entre ellos estaban y Togzhán, y Sakau, y Kotesh, y Zhayau Musá, y Zhamshyrbái, y Mustafá, y Makhshur Zhusip, y Sultanmakhmut – los verdaderos caballeros valientes. Y uno a quien el zar de la época pasada conocía personalmente y con quien tenía encuentros – el raro Musá Shormán.
Él y aún Serkebái lleno de amor propio como un ganso también procedían de la familia Suyindik. Y los oradores tan insuperables como Kusayit y Tanta ¿acaso no fuesen ellos de la misma familia? Recordemos que entre los hombres como Kabyl el Furioso capitaneaban Shon y Boshtái, y el financiero Shormán. Los aficionados de los chistes Aldebek y Kuán tenían las manadas de ovejas que alcanzaban hasta doce mil reses y las caballadas que alcanzaban hasta cinco mil caballos. Entre aquellas personalidades la huella de los cosacos rusos de Bayanaul se perdía, había que reconocerlo, como la huella del vaso de caballo en la estepa infinita. Entonces Kartkozhá llegó en aquel poblado fortificado de los cosacos para recibir conocimientos.
Era el día de verano. El tiempo de la mies. No se podía ni hablar de los estudios. Kartkozhá vagueó un poco por las calles y se contractó a Pashka en la calidad de peón. Pashka era un acomodado villano ruso, poseedor de una caballada que tenía hasta cien reses. En su hacienda Kartkozhá abrevaba el ganado, limpiaba los estables de la basura, encendía la estufa. Aserraba los maderos para recibir tablas. Para echar un sueño no se le quedaba ni un momentito. Por seis meses de trabajo le fueron prometidos una oveja y un potrillo. Él comía lo que se quedaba en la cocina para los perros. Sucedió así, él no tenía otra salida. Y su mundo se encerró en esto.
Una vez él andó para abrevar un caballo, echó una mirada: al lado se reunieron los hombres, estaban discutiendo algo vivamente. Él tuvo muchas ganas de saber de que estaban hablando. Arredó el caballito y se acercó para informarse de que se trataba. La mayoría de los reunidos constituían los pobres, pero hay que decir que eran los pobres espabilados. La asamblea no tenía las bocas muy calentadas y, viendo tantas malas ganas, tomó la palabra un muchacho de ojos saltones como los del sapo, vestido con un traje de la ciudad. Él contó que los comités que funcionaban antes ya no valían para nada y por eso los kazajos de por sí encabezaron los comités de los campesinos. Entonces había que elegir a los nuevos miembros del comité regional.
La sociedad al escuchar pal palabras: - ¡Proponed a los dignos! - se agitó y empezó a recordar quien de verdad era digno. Proponían las candidaturas de los bais, de los eclesiásticos, de los aksakales y de otros señores. La lista se alargó de tan manera que él que estaba escribiendo se negó a registrar nuevos nombres. El jefe distrital exigió a nombrar a un pretendiente más.
El hombre que debía ser elegido según el plan llegó demasiado tarde. Él recibió lo merecido y se fué a acongojarse en la cuadra.
Parecía que aparició la posibilidad de estudiar
Kartkozhá regresó a la hacienda de su dueño y vió que el ganado había masticado la última hacina. Tuvo que segar el heno, y mientras tanto por las calles andaban los estudiantes que tenían bajamano las carteras hechas por los artífices locales. Él los vió y se enfadó – le faltaba poco para echar vapor de sus narices. Pués no tenía ninguna ilusuión más alta de los estudios. Corrió a preguntar a los alumnos: - ¿Yo también puedo ingresar a su escuela? Ellos le respondieron: - No hay más lugares libres, y tú eres ya demasiado adulto. Escuchó esto, pero desde luego se dirigió a la escuela. De verdad ya no había sitio para él.
En todo el invierno Kartkozhá tuvo suerte una vez sóla: él conoció a un maestro quien le prestaba para leer los libros, las poesías y los periódicos.
Cuando Kartkozhá tenía un minuto libre abría la camisa en su seno, sacaba de allí un periódico y se hundía en su contenido. Y en sus páginas estaba escrito que ya era hora para los kazajos a organizar su autonomía, que todos ellos obligatoriamente debían estudiar, que debían instituir sus administraciones locales y provinciales y crear su ejército. Los artículos publicados informaban de todo que sucedía en país. Escribían muchas cosas... un montón de palabras. Kartkozhá creía a cada riga del periódico. A los periódicos él daba no menos importancia que a las aleyas (signos) y a las azoras del Alcorán. Sin embargo era verdad que algunos artículos no eran de su gusto. Kartkozhá visitaba al maestro esperando que él le explicaría todo con certeza.
Los periódicos abrieron los ojos de Kartkozhá para muchas cosas. Para él se hicieron el pasatiempo, las lecciones y los verdaderos amigos. Que lástima era que eran tan flacos...
Una vez en febrero allí vino un muchacho de la aldea de Kartkozhá. Él se sentó en la cocina y contó:
- Llegaron los parientes de la viuda de tu hermano mayor y dijeron que ya pasó un año después de su muerte, ya es hora de pensar que hacer, quieren llevarla...
- Pero ¿cómo es posible esto? Los huérfanos se quedarán completamente solos, en la miseria, la madre es una vieja, se puede decir que para los queaceres de casa ya no sirve para nada. Si la viuda del hermano mayor se va, la casa no podrá mantenerse. A Kartkozhá todo era claro como la luz del día. Era evidente que lo inducían a casarse con la viuda de su hermano, ésta era la herencia. Él se quedó pensativo. Pero no podía dividirse entre dos sitios y decidió: - En verano voy a casa y resuelvo todo. Lo abrumaba el presentimiento de la desgracia.
Él no se lo imaginaba como podía casarse con una mujer que había dividido la cama con su hermano carnal, con una viuda respetada por él casi como su mamá natural, la cual él respetaba como a su tía carnal de edad mayor y a la cual obedecía en todo. ¡Eso era de veras vergonzoso! ¡Qué verguenza ante el alma del hermano mayor volada en otro mundo! Eh, si hubiera sobrevivido su hermano mayor, Kartkozá no debería pasar por tantos sufrimientos dolorosos. ¿Quién inventó las leyes así que permitían tratar a un difunto con tanto desprecio?
Kartkozá intentó a pensar en esto como en alguna misericordia respecto a la persona que se quedó sola.
– No, entonces tú no tienes lástima de sus niños, de su naturaleza de la madre, de su viudez. Pués tú no eres el primero vinculado por la tradición de casarse con la viuda del hermano. Si no te casas con ella, la madre no podrá manejar la hacienda a solas. ¿Y cómo podrán sobrevivir los sobrinos abandonados? ¿Quién los cuidará? En sus venas corre tu sangre. ¿Has decidido estudiar? Mientras que tú estudiarás ¿quién va a alimentar tu familia? ¿Acaso esto no sea tu tarea?.. - parecía que alguien le repetía estas cosas sin cesar.
A causa de estos pensamientos su mochila se petrificó en un par de meses. No tenía ningunas ganas de ir a casa. Le parecía que allí lo esperara una trampa. Si él cayese allí, le cortaría por completo los brazos y las piernas. ¿Quizá esperase el sol dando soga a los caprichos de la noche? ¿Quizá bailase el marido al son de le toca la esposa? ¿Habráse visto que la muerte no vinie a su hora y da el paso a la vida? Por mucho que hubiera respingado Kartkozhá la vida habitual cotidiana lo habría aplastado. No era posible ir contra las costumbres. Él resistiá hasta el fin, pero lo forzaron, lo enyugaron a pesar de todo. Kartkozhá era todavía un niño. Desde luego él había visto tantas cosas que un otro no podía ni soñar. Él visitó el cabo del mundo y vió las heridas abiertas y sangrantes de los soldados. Pero en cuanto a las mujeres – en este aspecto él fué puro de su cuerpo y de su alma. Creía que las aventuras ligeras con las mujeres fuesen un pecado.
El momento fatal llegó, y cuando se oscureció Kartkozhá se inclinó sobe una mujer tumbada. “El ternero da fastidio cuando está atado y el marido - en la parte feminil de la tienda”. Kartkozhá sentía hacia ella el aburrimiento y la repugnancia. Sentía verguenza, se acostaba cerca de la esposa y ante él aparecía el espectro de su difunto hermano. Su lengua se quedaba paralizada para llamarla esposa, aún mucho tiempo la llamaba como de costumbre tenía que llamar a la mujer del hermano mayor: zhenguéi. No tenía fuerzas para estar en casa. Inventaba el motivo y salía para visitar a sus amigos. Cuando él regresaba su esposa en seguida empezaba a regañarlo: - ¿Dónde estás ganduleando? ¿Déjalo? ¿Qué te falta? – rezongaba con maldad.
Él no osaba de levantar la voz a ella, le parecía que él no tenía derecho para eso. Al tímido Kartkozhá no le pasaba por la cabeza gritar a esposa que había vivido más años que él y a los niños pequeños.
En otoño se acercó la pobreza y Kartkozhá fué a comprar los productos alimenticios a Bayán. Pasó por la casa de su conicido maestro.
- Está muy bien que has venido.
- ¿Por qué?
- A Senéy se abren los cursos para los maestros. Todos los gastos paga la Caja del Estado. Van a inscribir a los muchachos que saben leer y escribir. A nosotros también han enviado un papel son la petición de mandar a ellos una persona.
- ¡Qué ilusión, ay!
Él hizo preguntas detalladas cuando y adonde tiene que ir. El maestro lo llevo al comité distrital de la enseñanza donde le entregaron la comisión para los estudios. Kartkozhá no cabía más en sí de contento y de emociones. Compró rapidito los comestibles y en buenísimo humor se dirigió a su aldea con el gorro gallardamente ladeado en su cabeza.
Los cursos
En el despacho, donde trabajaba con la pluma creando la letra oficial al comité regional el maestro panzudo y bondadoso de la cara que blillaba como una hojuela, y estaba sentado leyendo un periódico su colega de cejas finas y de los bigotes erizados, que parecía algo un buey agotado, entró precipitadamente y vivamente un muchacho. Los chistes estaban a punto de alzar el vuelo de sus labios. Él puso su cartera en la mesa y saludó de prisa a los dos maestros: - ¿Qué tal el trabajo?
El gordinflrón, sintiendo en sus hombros la carga de la responsabilidad de la enseñanza estatal, respondió sin ganas: - Es un ajetreo.
El espiritoso se puso detrás de las espaldas del gordo y leyó con atención el documento que estaba en el proceso de la creacción, hinchó su labio, miro alrededor divertidamente y preguntó:
- ¿Qué papelucho es este? – y con eso golpeó al maestro barrigudo por las espaldas.
- ¿Dónde hay errores? ¿Qué pasa? – se intranquilizó el gordo empachandose.
Hay que confesar que el gordo intimidaba ante sus compañeros vivarachos que consiguieron aprender el ruso, y además de eso el vivo tenía el cargo más alto que también era el factor muy importante.
- ¿Quién traduce “la diágnosi oficial” como “resmí sirkatibín”? ¡Oy-bay, esto es para morir de risa! – se sorprendió el vivo y soltó una carcajada tan impetuosa que se plegó todo en dos cogiendose a la pancha.
El gordo se quedo turulado y empezó a resollar con aburricuión. El maestro agotado metido de narices en el periódico pronunció: - Los turcos escriben la diagnosis de la enfermedad como “sirkatip”. Creo que en las questiones de terminilogía nosotros debemos seguir el léxico turco – y pasó el dedo por la pelo corto de sus bigotes.
Empezó una discusión. El funcionario del sector de la ensañanza repetía lo suyo, los maestros no estaban de acuerdo con él. Empezaron a confrontar las culturas de los los kazajos y de los turcos, de los europeos y de los árabes. En el ardor de la busqueda del camino digno para la cultura kazaja en el despacho irrumpió como si fuese perseguido por una recola un chaval de nariz chata y de mucha frente. Él llevaba las botas destaconadas del soldado, el abrigo de pieles mal cosido por los agujeros del cual se asomaban los pedacitos de lana de oveja, y el gorro hecho de las pieles de los pequeños animaluchos estepários.
- ¡Assalaumalikúm!
La personalidad de la pedagogía sabía como hacer retroceder a los tipos así, a los así llamados desprendidos de la cadena.
- ¿Qué quieres querido? – y se levantó bruscamente delante de él.
- He venido para un coloquio, para estudiar.
- ¿De qué distrito?
- De Kerekú.
- ¿Tienes un papel de comisión?
- Tío, yo no hablo ruso muy bien...
- ¿Tienes algún documento? ¿Quién te ha mandado?
- Tengo un papel... – metió la mano en el bolsillo interior y sacó un paquete un poco sucio, lo abrió y cogió un papelito. Con los dedos tamblantes entregó el papelito al riguroso tío maestro.
- ¿Kartkozhá, Zhumanov?
Kartkozhá asintió y empezó a preocuparse: - Ojalá no se descubran algunas absurdidades en el contenido del papel.
- Los estudiantes de Pavlodar ya han ocupado todos los lugares que les correspondían - dijo el maestro gordo. – No sé si podemos aceptar a los estudiantes fuera de la norma...
- Tíos, haced algo, de algún modo... Yo soy huérfano, todo está mal... ¡Yo quiero estudiar tanto! – empezó a implorar Kartkozhá.
El pedagogo vivaz ehcando las miradas al panzudo dijo: -
- Lo vamos a registrar como a un llegado de Zaisán.
- ¡Qué Dios les guarde! ¡Qué dea a sus hijos...! – empezó a decir Kartkozhá percibiendo que la suerte estaba volviendose de cara a él. El gondinflón sonriendo lo interrumpió: - ¡Basta de darnos tus parabienes, querido! Ven mañana a primera hora de la mañana. El pedagogo era un hombre perspicaz y en el acto discerniió lo que se había acumulado en al alma de Kartkozhá.
Al día siguiente Kartkozhá ya estaba sentado al pupitre junto con todos los otros estudiantes. Su corazón estaba dispuesto a revertar de alegría. En su cara estaba desbordandose la felicidad, pués él alcanzó el rinconcito del paraíso adonde quería ir siempre. Allí estaban reunidos unos setenta estudiantes. La clase fué grande. Delante de los pupitres estaba la mesa a la cual estaban sentados los maestros. Entraron todavía dos pedagogos vestidos según la costumbre de la ciudad con las carteras en las manos. El pedagogo que había favorecido a Kartkozhá el día anterior, concedió la palabra a los compañeros llegados del comité regional.
Se levantó un joven habil con el cabello largo hasta los hombros y bien cuidado, con la nariz remachada sobre la cual pendían las gafas. Y se propagó el discurso excelente en el cual parecía que fuese dicho todo: lo que a los estudiantes les esperaba el lúcido futuro y lo que ellos era la esperanza de la nación, y muchas otras cosas. El discurso impresionó a todos los presentes hasta las entrañas. Aquel canción de ruiseñor dejó estupefacto a Kartkozhá de tal manera que él pensó sin querer: - ¿Quizá sea un hombre que está hablando? ¿Tal vez sea un angel? Él hasta se emborrachó de lo que escuchaba. Su cuerpo se emblandeció, sus ojos se cubrieron de lágrimas. El discurso del prosador fué seguido por los aplausos clamorosos. Los discursos de los otros oradores Kartkozhá casi que no los oía, sólo comprendía que todos ellos eran buenos y él estaba completamente de acuerdo con todos ellos.
Las lecciones empezaron en seguida. Al día siguiente a los estudiantes dieron dinero para vivienda y alimentación. Junto con los otros muchachos de Kerekú él alquiló una habitación en la casa de una joven kazaja y se hizo definitivamente suyo entre los estudiantes. Cada día ellos tenían cinco lecciones. Estudiaban en lengua kazaja. Lengua materna, aritmética, geografía, ciencias de la naturaleza, pedagogía, educación física y cante – cada una disciplina era más interesante de la otra.
Kartkozhá en compañía de sus amigos recorrió por toda la ciudad, ellos entraron de paso en cada institución, dieron una vuelta alrededor de cada edificio. Visitaron el mercado. Las filas del mercado eran llenos de kazajos, y en las cancillerías también estaban ellos. Comercio, servicio, estudios, kumís, barca... Hacía calor. Los ciudadanos estaban achispados. La vida era excelente. ¡Y el corazón de Kartkozhá cantaba de veras!
Los ciudadanos de renombre de nacionalidad kazaja instituyeron la administración local. Que es la administración local Kartkozhá no pudo comprender. Decían que los bais y los comerciantes tomaban en la administración local la manufactura, el azúcar, el té y después los revendían en el mercado. La plaza delante de la administración local fué llena de los caballos de montar, de los carros, de las personas engalanadas. Entre los estudiantes era un muchachito vivaz de nombre Abén. Allí mismo él propuso a entrar en la administración local y pedir los tejidos para la costura de vestidos. Arrastró consigo también a Kartkozhá. Pero a la puerta les salió al encuectro el guarda que tenía el morro del perrazo enfurecido, les ladró y se puso a echarlos fuera. Como a todos los otros que llevaban los rotos gorros con orejas.
Pero los aristócratas de la estepa y los señores de la ciudad pasaban libremente. Abén desde luego no lo soportó. Él se agarró en al cuello del guarda, lo empujó al lado e irrumpió en el edificio. Kartkozhá lo siguió. Llegaron a un gentil empleado que recibía a los visitantes sentado a su mesa de servicio y con mucho gusto firmaba los papeles traídos a él. Abén se dió maña y también le entregó su papelito para que fuese firmado. El empleado frunció el ceño y declaró:
- No hay tejidos.
- ¿Por qué?
- A vosotros os dan la beca, el dinero para el apartamento y la comida. ¿Qué queréis más? ¡Basta mendigar!
- Ustedes aquí conceden el subsidio a todos, ¿y por qué nosostros, los pobres, no lo podemos recibir?
- ¿A quién damos el subsidio?
- Pués todos ven como cada día se enriquecen aún más los bais con una ganga que arrancan aquí. ¿No son ellos que se ponen gordos utilizando los medios que deben recibir los pobres de la estepa?
- Vosotros no podéis formar el concepto de estas cosas. Nosotros no concedemos nada a nadie. Es verdad que asignamos algo a los representantes del pueblo...
- ¡Vaya representantes del pueblo que han encontrado! Si el bai Zharmukán, el jodzha Makym´ y Karamán son los representantes del pueblo, entonces el pueblo está perdido.
- ¿Y tú qué, tienes intención de discutir aquí conmigo? ¡Vete a hacer puñetas, desenseñado!
- Yo no voy a irme de aquí, esta institución no es la tuya, sino a todos los kazajos.
- ¿Quién es kazajo? ¿Tú? ¡Mírate!
- ¡Mírate tú!
Kartkozhá se quedó intimidido. Estando detrás de Abén lo tiraba por el cinturón, tratando de calmarlo, pero eso era un vano empeño.
- Qué imbécil eres... ¡Llevadlo fuera! – y empezó a llamar al guarda.
- Eso no es ninguna administración local, sino un descaro local – se indignaba al apartandose Abén.
Así era la administración local que conoció Kartkohzá.
En otoño, cuando Kartkozhá terminaba los cursos y estaba a punto de ir a una aldea para trabajar como maestro, en la ciudad entraron los destacamentos de los bolcheviques y dieron fin a la administración local. Organizaron el mitin y a ellos empezaron a juntarse los compañeros kazajos. Así Kartkozhá por primera vez vió a los bolcheviques.
Karasholak
En la orilla izquierda del río Irtysh está situado la aldea Karasholak. Más o menos sesenta casas. A los habitantes de Karasholak no se podía llamar los verdaderos urbanitas, les faltaba mucho para ser los habitantes de la ciudad. No había ni una calle decente, ni unos edificios de piedra. Pero cerca de las casas bien acomodadas se veían los cobertizos y establos acostados.
Los pacederos alrededor de Karasholak pertenecían a los cosacos rusos. Sin su permiso ninguno no se atrevía a pensar en la siega. Los pobres se bandeaban vendiendo el heno y la chamada. Los ricos habitantes de Karasholak se dedicaban a compra y venta. Un tipo listo de nombre Asembái se dió maña para establecer los contactos con los ciudadanos que tenían el poder, llegó a nivel de la administración local y allí compró de segunda mano algo y en gran cantidad. Gracias a eso ocupó una posición muy buena. Luego él se preocupó de la significación y del aspecto exterior de Karasholak. Interpeló a un maestro para la chiquillería de Karasholak y precisamente a él fue entregado Kartkozhá.
No piensen que los niños de Karasholak no conocían los estudios. Una vez Karasholak fué a su modo un foco de cultura. El jefe rural levantó las paredes de la casa de cuatro habitaciones predestinada para ser escuela. Más tarde, cuando la escuela sobrevivía los tiempos duros para ella, las tablas de sus pisos y de sus puertas migraron en los hornos de los habitantes de Karasholak. La estufa de la escuela desapareció en un lugar desconociso y más tarde a un huésped raro recibía sólo la entraña polvorosa en la tierra.
Con ocasión de la llegada del maestro los ciudadanos de Karasholak se reunieron y crearon un consejo. Orden del día era: lo primero – la escuela, lo segundo – donde alojar al maestro. La toma de la desición resultó muy dificultosa. Hasta el sudor aparició en las frentes de los ciudadanos de Karasholak. Cada uno indicaba a otro. Los hablanchines con los ojos saltones de vaca charlataneaban tanto, sin oír uno a otro, que no era posible intercalar una palabra. Igual que una carnerada balando. Al fin ellos se agotaron hasta tal punto que no inventaron nada mejor que recoger dinero para comprar la casita del viejo Alpysbai, procedente de la otra familia.
La organización de estacionamiento nocturno para el maestro se resolvió bastante facilmente. Deliberaron que el maestro pasaría las noches en la escuela y le darían de comer por turno los padres de los alumnos. La gentecilla que tenía viviendas no tanto espaciosas decía que no convenía al maestro vivir en un edificio devastado haciendo alusiones de que los poseedores de las casas suntuosas de Karasholak podían hospedarlo, pero aquellos se negaron fundándose en el facto que en sus casas vivían las mujeres jóvenes.
Apenas adoptaron el acuerdo se fueron en seguida, y Kartkozhá se dirigió a mirar la escuela pública. La escuela aparició delante de él como un edificio de tapial de dos ventanitas cegatas como los ojos de Alpysbai. El techado fué hecho de tablas de pino colocados raramente, si uno se erguía, con el bregma tocaba el techo. La habitación – no se podía decir que en ella no era posible extender un papelito o cavar una tumbita. Para eso tenía bastante espacio. De una pared a la otra uno no podía alcanzar con la mano.
En algunas partes las paredes eran cubiertas del terciopelo negro del humo del fogón y de los esputos. El piso, como debía ser, era un poco húmedo, lloriqueaba bajo los pasos ligeros. Pero si uno miraba aquel adojamiento desde una distancia, le parecía una casita por completo decente. Era desagradable una cosa: no se veían ni las sillas, ni la mesa, ni el banco. Tampoco se veían las colchas para poder extenderlas y sentarse. Los habitantes acomodados de Karasholak no dieron ningunos mueblesitos.
Al menos trajeron una mesa paticija. Los alumnos llevaron consigo las alfombrillas cosidas de los trapos. A Kartkozhá quien había visto los edificios de la escuela en la ciudad aquella escuela local parecía deplorable, pero ¿cómo podía el pobre conseguir un caballo amblador? ¡Qué hacer! Y él se habituó, pués aquello no era peor de la época de sus estudios en la escuela de jodzha Mazhit.
Cuando Kartkozhá estudiaba en la ciudad su entusiasmo especial despertaba una pizarra de color negro. ¿En qué él, un maestro diplomado, podía diferenciarse de los atrasados alfabetados jodzhas, si en su clase no estaba una pizarra negra? Un maestro sin pizarra era lo mismo que una vieja costurera sin aguja. Por eso empezó a exigir con insistencia ese objeto escolar que él necesitaba tanto. Los ciudadanos empezaron a moverse:
- La escuela necesita una tabla que es de color negro... ¿Dónde he visto una tabla así? ¿En la casa de quién?
- Tía Kazybena tapa su caldero con una tapadera de madera que es muy muy negra... – consideró un peque.
- ¡Exacto! ¡La he visto en su casa! Persuadir a la tía a vender su tapadera negra a la sociedad no era dificil.
A los profanos que no conocían el arbol genealógico de la “tabla negra”, ella, clavada en la pared de la escuela, sorprendía tan fuertemente por su absurdidad y su despropósito, que no podían creer a sus ojos: - ¡Corta tu nariz y arrójala! En la pared estaba colgado algo redondo, muchas veces agrietado, con los bordes quemados y en los cuales siempre hincaba los dientes algún repulsivo basilisco.
Al comprender que los objetos más decentes él no debía esperar, Kartkozhá ignoraba la creciente repulsión que sentían los habitantes de Karasholak a la tabla negra. Él hizo esfuerzos para demostrar a ellos su alto significado. La voltó a su lado más admisible como si dijera: - Bajo el techado semidestruído de Alpysbái los cambios aunque no sean todavía obvios, pero existen y son inevitables.
Probó a escribir sobre la tabla con un pedazo de cal en vez de yeso pero la cal se desgranaba sin dejar una línea.
- Si tiene que dejar una rayuela pruebe a escupir en el dedo y trazar por la tabla – propuso un muchacho bienmandado.
Pero Kartkozhá no se dignó mirarlo y respondió con frialdad:
- Yo Le pido de dejar sus bromas – y no siguió el consejo.
Después él pidió a un hombre respetable que iba a la ciudad de llevarle el yeso para escribir.
Envió a la administración local una carta oficial con la descripción de todos los problemas de la escuela. Y sin esperar el yeso comenzó las lecciones. Antes de todo él repitió todo lo que había visto por primera vez en los cursos: organizó el encuentro de los alumnos con el élite del poder de Karasholak, era primero él que pronunicó el discurso solemne y después pidió de intervenir a los invitados de honor.
- El maestro tiene razón, no vale la pena correr en vano y destaconar el calzado. Mejor sentaos tranquilos y estudiad. Además él es como vosotros, un nuestro muchacho kazajo... al decir algo semejante el élite abandonó de prisa la escuela.
Después de dividir a los niños en dos grupos Kartkozhá los colocó así: a la izquierda estaban sentados los que conocían las letras, a la derecha estaban los absolutamente analfabetos. Empezó la lección explicando los tipos del predicato y utilizó abundantemente los térninos: shaksha, tutka, kus, tumsyk, shai-nek... En tanto que los manuales no eran presentes y él no les esperaba, Kartkozhá, sin vacilar nucho, eligió en calidad del material didáctico para la lectura uno de los números del periódico “Sary´- Arká”.
Con la paciencia todo se alcanza. ¿No es verdad? Se acostumbraron a la tapadera ahumada del caldero y se encontró el yeso. En lo que se refiere a la disciplina, ella se quedaba severa como antes. Así, dando un buen jabón a los escolares, él pudo, sin desminuir el ritmo, enseñar el arte de leer y escribir a unos treinta niños.
Los alumnos, la casa de los cuales debía en orden de sucesión ofrecer de comer al maestro, con muchas ganas corrían tras él y lo invitaban a comer. Las mujeres que antes consideraban que al maestro sería dificil complacer con los manjares, se convencieron de que Kartkozhá era un muchacho sencillo, de hueso de los pastores, que siempre estaba agradecido por cualquiera comida, y empezaron a tratarlo con una cierta simpatía.
Además de todo esto Kartkozhá se demostró también en calidad del escribiente de quejas y solicitudes para los habitantes de Karasholak. Y cuando había la necesidad de santificar las galletas conmemorativas o leer una oración, él se convertía en un molá. Era igaul a los hombres respetables, gozaba de respecto. Tan instruído y maestro en todo ¿a quién no era conveniente? Al ver a Kartkozhá los habitantes locales empezaron a saludarlo y a tenderle ambos manos como a un jodzha. Poco a poco con su modesto salario él compró los vestidos decentes y ya no se apresuraba a visitar cada casa a la primera llamada.
En verano Kartkozhá obtuvo permiso para visitar su aldea natal. Le dejaron partir sólo cuando él declaró que tenía el deber de hijo de visitar a su madre vieja. De otra manera no le dajaban irse ni por el oro del mundo. ¿De dónde podía saber Karasholak que él se avergonzaba constantemente de su enseñanza semianalfabeta?
Se levantaron los talones
Lo que Kartkozhá había leído en los periódicos en invierno se manifestó como una pura verdad. Desde los principios de marzo y hasta el fin de abril los miembros del partido “Alash” llegados en la ciudad, que se hospedaron en sus apartamientos de antes, estudiaban las actividades de la administración local. Kartkozhá se acercó de prisa a la administración local y en seguida notó que allí ya no había visitantes de los tiempos anteriores que venían montados a caballos bien alimentados o en las carretelas de buena calidad, nadie más se agrupaba frente a la puerta de la administración, en los corredores y en los despachos.
Él se asombró de la metamorfosis ocurrida: ¿A dónde se han metido todos ellos? Entró en el edificio. Allí no había nadie de los kazajos. La secretaria que desde la mañana hasta la noche muy avanzada tableteaba a máquina, y la portadora de los documentos y las cartas oficiales eran las mujeres rusas. Entonces parecía que ellas no tenían trabajo porque estaban sentadas y charloteaban.
Kartkozhá corrió a la oficina de Alash-hordá. Allí no había nadie. En la calle él tropezó con un muchacho de sus cursos. Preguntó: - ¿A dónde se han metido todos los señores ciudadanos? Escuchó muchas cosas interesantes, resultó que las personalidades del partido de nacionalidad kazaja convocaron el Congreso General y se pusieron a discutir la situación política en el país y el plan de sus actividades para el futuro. Allí los partidos se dividieron en dos grupos: un grupo de los bolcheviques porque eran en mayoría, otro grupo de los mencheviques porque eran en minoría. Desde aquel tiempo estaban discutiendo uno con otro sin cansarse.
Un kazajo moreno de estatura enormeme pidió la palabra. Decidieron votar pero los representantes de la Alash-hordá gritaban más fuerte de los otros y no le permitieron hacer uso de la palabra. El gansarón moreno frunció el ceño como una nube negra y abandonó el congreso. En unos diez minutos después del inicio del congreso aparició el comisario de los bolcheviques acompañado por tres o cuatro soldados. Los representantes de la Alash-hordá cambiaron las miradas con inquietud. Y el comisario dijo a toda marcha: - Este congreso fué convocado por los elementos de los bais y no tiene derecho de hablar del poder en la región. ¡Por eso del nombre de los Soviets yo disolvo este congreso! Los de la Alash-hordá declararon la protesta en el acto y trataron de argumentar sus derechos. Los bolchevicques en respuesta les contaron su verdad, pero viendo que no podían disuadir a sus opontentes hablaron disparando con sus fusiles en el techo. El congreso perdió todo el sentido, los participantes empezaron a disiparse. Kartkozhá regresó al comité de “Alash”.
En los cursos les había enseñado la lengua kazaja y la música un joven que fué graduado en un colegio ruso, él se llamaba Kasén. Él organizó la sociedad de ilustración “Zhanar” y celebraba las asambleas asistidas con muchas ganas por los escolares. Kartkozhá para recibir las respuestas a sus preguntas lo visitaba también en su casa. Todos los muchachos que en sus aldeas habían estudiado en las escuelas de los molás y los jodzhas desdeñaban la atrasada enseñanza de los tiempos anteriores y estaban dispuestos a ir a cuanquier sitio conducidos en adelante por tales maestros como Kasén que intercambiaba con ellos sus pensamientos recónditos y también escuchaba sus confesiones escolares. De noche Kartkozhá encontró a este Kasén.
Kasén apenas regresó de la reunión del partido y estaba sentado ceñudo e irritado. Kartkozhá le preguntó en seguida:
- ¿Cómo pasó la reunión? ¿Qué sucedió allí?
- Los asuntos van de mal en peor. Los bolcheviques cogieron fuerza. Disolvieron el congeso. Arrestaron al jefe del partido de los eseres (socialistas-revolucionarios). Ahora se ha empezado la persecución de Alash-hordá. Nosotros vamos a combatir, pero tú oye, no digas ni una palabra a nadie de lo que te he dicho.
- ¿Combatir? ¿Cómo ? ¿Con quién?
- Los miembros de Alash-hordá entraron en conversaciones con los cosacos. Hoy día nosotros, jóvenes, cuando ha empezado a oscurecer nos hemos reunido y hemos jurado no darnos por vencidos... A nosotros no se queda nada más, si será necesario moriremos por los kazajos, con otro no podemos ni soñar. Ya ha perecido uno de nuestros compañeros, Kasí, - y él empezó a recoger documentos, papeles con apuntes, la maleta.
Se preparaba para desaparecer.
- ¿Y cuántos jóvenes se reunirán?
- Serán unos trenta-cuarenta muchachos.
A Kartkozhá le gustaba Kasén. Le daba mucha pena, él no tenía fuerzas para ver a su amigo así abrumado y, tratando de ocultar las lágrimas, le tendió la mano y dijo: - Suerte a vosotros – y salió.
Empezó a buscar a los delegados que llegaron al congreso, alojados en varios apartamentos. Supo que algunos delegados de Bayanaul se hospedaron en una casa. Llegó allí, empujó la puerta. Estaba cerrada. Se acercó de prisa a la ventana. A traves del vidrio enturbiado descernió un culo que se movía en el agujero del sótano. De la casa se oyeron las voces: - ¡Kazajo! ¡Kazajo! El culo asomó la cabeza afuera. Resultó que pertenecía al jefe distrital. Asustandose que los bolcheviques arrestarían pronto a todos los bais y a los jefes distritales él intentaba de ocultarse en el sótano.
Reconociendo a Kartkozhá él suspiró con alivio. Saludando a Kartkozhá cordialmente notó: - No digas a nadie que nosotros estamos aquí en el sótano. Por la ciudad pasaban los rumores más horribles. Hablaban de los huídos, afirmaban: - Fusilan, buscan a los de Alash-hordá. Parecía que todos volvieron locos, reinaban barahunda y pánico...
Regresando en los crepúsculos a su refugio situado en los suburbios de la ciudad Kartkozhá vió una muchedumbre que corría hacia las dunas. Adelante y en el medio corrían los kazajos, detrás de ellos se precipitaban sin atrasar los rusos. Uno de ellos corría dando los saltos ridículos. En él por su figura Kartkozhá reconoció a Abén que le entusiasmó una vez con la tentativa de irrumpirse en la administración local con el escándalo.
Por la mañana se difundió la noticia que los kazajos ligados con la política se sublevaron. Kartkozhá se lanzó a buscar a Kasén, pero ni en el apartamento, ni en las casas de sus conocidos él no estaba. Kartkozhá encontró en la calle a un hombre que conocía a Kasén y él apuntó que Kasén se escondía en un lugar en un arrabal de la ciudad. Y ayudó a encontrarlo.
- ¿Qué pasó?
- Nos mandaron a las balas y ellos, todos los jefes, huyeron. Nosotros, cerca de veinte muchachos, preparamos una emboscada, ocultadonos en el ayuntamiento de los cosacos. Si hubiera empezado el tiroteo, todos habrían perecido, pués nosotros teníamos sólo las cuchillas. De los miembros de Alash-hordá no nos abandonó sólo Tuyaktán. Él y el caballero Uséi intentaron a tomar por fuerza el almacén de fusiles, mataron al guarda pero fueron capturados en seguida.
- ¿Y qué vais a hacer ahora?
- Trataremos de scaparnos en la estepa
- Nosotros también hemos decidido irnos a ejemplo de los deputados – dijo Kartkozhá, se despidió y se fué de prisa.
Ver lo que había oído hablar
Al regresar a su aldea natal Kartkozhá trató de enseñar a su hermanito, a sus sobrinos, a los hijos de sus parientes todo lo que le habían dado en tres meses en los cursos de maestros, todo lo que él mismo había cultivado en sí y lo que él había adquirido leyendo a solas durante su magisterio a Karasholak. Por lo demás a su casa fueron atraídos también los jóvenes completamente hechos.
En un par de meses empezaron a llegar las novedades esperadas de Semipalatinsk. Los bolcheviques huyeron, los miembros del partido kazajo regresaron en la ciudad y de nuevo encabezaron todas las instituciones. A Seméy todo volvió a pan nuestro de cada día... Lo sentido insitó a Kartkozhá a llevar a la ciudad a su hermanito y a sus sobrinos para que pudiesen estudiar. Él mismo también quería continuar sus estudios. Kartkozhá con premura se ocupaba de la siega de heno, hacía provisión del combustible invernal para el forno, resolvió las questiones de la matanza del ganado para el invierno e hizo reservas de otros viveres. Después de esto habló cautamente de su desición con su madre. La madre escuchó al hijo con una tristeza que no podía ocultar pero no se oponía mucho. Y desde luego sus palabras debían ser indispensablemente oídos por su esposa que atendía a los queaceres de la casa en el pasillo
- ¿Qué has inventado? ¡Tú no vas a nungunos estudios! – declaró ella en plena marcha.
Y se lanzó como una hembra de aguila a cubrir a sus pipiolos con sus alas, silbaba con el pico y mostraba las uñas. No era posible ni evitar el conflicto, ni escaparse de él, la guerra conyugal duró no menos de una semana. Kartkozhá a pesar de todo no dejaba sus intentos de persuadir a su esposa, pero ella gritaba aún más fuerte y con más mordacidad: - ¡Qué te quedes ciego si te vas! ¡Aquí no hay ninguna criada para tí para poner en orden tus cosas, para esperarte con aspiración y para conmoverse de tu fingida alfabetización! ¡Vaya molá que han encontrado!
No tenía nada de asombroso que la madre cayó en cama con una grave enfermedad lo que aún más irritó los nervios de Kartkozhá. Para el inicio de los estudios se quedaban todavía los días contados pero no había ninguna manera de partir. Parecía que Kartkozhá ya había hecho todo para el bienestar de la hacienda, había puesto todo en orden, había terminado unas contrucciones.
- ¡Ojalá la madre se reponga!.. - y cuando parecía que su estado mejorase él partió inmediatamente a Bayán.
A Bayán ante todo él pidió a sus maestros conocidos los recientes periódicos y revistas. No se cansaba de preguntar: -¿Quién? ¿Dónde? ¿A dónde? ¿Por qué? Durante el período en que Kartkozhá pasó en quehaceres de casa en la arena política pasaron muchas cosas y además no se pasó sin revueltas.
De nuevo a Semipalatinsk chocaron los intereses de los partidos y los intereses del ejército del imperio que estaba destruyendose. A la ciudad de Omsk se estableció el poder del almirante Kolchak. Los cosacos unidos con el movimiento de los blancos recobraron sus fuerzas y empezaron a cantar las canciones de antes. Y propio en la ciudad de Semipalatinsk los miembros de Alash-hordá empezaron a fundar sus tropas nacionales. Allí mismo el atamano Ánnenkov avanzó hacia Semipalatinsk con un gran cuerpo de cosacos, derrotó a las tropas de Alash-hordá y pudo arrestar a dos jefes del partido. En la ciudad de Karkaralinsk arrestó a los cinco jefes del partido.
Seméy resultó al borde del fracaso. Devastaciones, matanzas, y simples atracos ya no sorprendían a nadie. Deseando acabar con las tropas del gobierno de Alash-hordá Kolchak abrió el frente a Semirechie. El jefe del gobierno kazajo Alikhán Bokeikhán esperando a salvar la autonomía de dirigió a las conversaciones con Kolchak. La Russia fué completamente gobernada por los bolcheviques y entonces ellos pasaron a la ofensiva hacia Siberia. De los poblados Torgái, Uralsk, Bokeihordá no llegaban ningunas noticias. Por lo visto ellos fueron ocupados por los bolcheviques.
Las novedades terribles que se derrumbaron sobre Kartkozhá le quitaron las ganas de continuar su viaje hasta Semipalatinsk. - Vinieron los tiempos así que no debemos esperar gracia – pensaba él. Kartkozhá regresó a su aldea y estaba a casa sin salir todo el invierno. Pero allí tampoco le dejaron vivir tranquilamente. De Kerekú hacia ellos se dirigía una comisión para coger los caballos, en muchas haciendas los caballos eran simplemente confiscados, en otras casas la comisión se irrumpía y dejaba detrás de sí los cadáveres y a las mujeres violentadas. Así era el horrible rumor que corría antes de la comisión. Unos decían: - De un momento a otro los bolcheviques se apoderan de todos. Los otros decían: - Nos gobernará alguien de la ciudad de Uralsk. Los terceros decían: - A los kazajos concederán la autonomía. Los otros respondían: - ¡No les concederán nada! Al jefe de la autonomía Alikhán le meterán en la cárcel. Y de nuevo decían: - Seméy sin dudas será ocupado por los bolcheviques.
A mediados de verano los cables del telegafo del territorio kazajo transmitían las noticias: - Los bolcheviques toman el poder en todos los lugares conocidos. Ocuparon Kurgán. Conquistaron Petropavlovsk, se acercaron a Omsk... después de cada comunicación la gente se quedaba yerta de espanto. ¡¿Qué pasa allí?! Gritaban de todas partes: - Las tropas del atamano Dútov y del general Belov avanzan... ¡directamente hacia nosotros!
Kartkozhá regresó a su aldea. Estaba a casa tranquilito pero de repente oyó:
- ¡Han aparecido! – entró corriendo y gritando un chiquillo vecino.
- ¿Quién? ¿Qué?
- ¡El destacamento de los blancos corre en la estepa de aquí para allá! ¡Centenas de jinetes! ¡No, miles! Derriban todo en su camino y agarran todo... ¡los caballos, las colchas, a las mujeres! ¡Pronto serán aquí!
Las mujeres empezaron a lamentarse, a gritar y a llorar. Se precipitaron a esconderse detrás de las pilas de ropa de cama, en las hacinas, entre los juncos. Algunas saltaban en los pozos, habían también unas que se esforzaron para embutirse en los barriles y en los cofres.
La aldea parecía paralizada por el golpe sangriento. Kartkozhá como loco corría ya acercandose al tranco, ya alejandose de él. Corría al caballo, buscaba el azote y no podía entontrarlo. Por fin dominó su confusión, ensillo su caballo y se fué no se sabía adonde.
Se alejó de la aldea sólo a unas cinco - seis verstas y tropezó con seis soldados a caballos. Ellos levantaron sus fisiles y le gritaron: - ¡Alto ahí! Kartkozhá exclamó: - ¡Alá! – se derrumbó de la silla. Ellos se acercaron: - ¡Arriba! ¿Dónde está la aldea? ¿Hay caballos allí? ¿A dónde has ido? – empezaron el interrogatorio. A Kartkozhá el alma se le cayó a los pies.
Empezó a murmullar algo incomprensible, pero ellos no lo escuchaban, lo condujeron delante de sí. Él los llevó no a su aldea, sino a la otra.
Cuando llegaron, allí ya era lleno de soldados de la guardia blanca. Se oían blasfemias, lamentos, gemidos. A unos les juntaban en un montón, los otros corrían más que de prisa... Caballos, un carro-arbá, un palo de hierro, el cañón de la escopeta – a la nuca, el aullido bajo... ¡¿Por qué aullas, perra?! Amontonaron las alfombras y los fieltros, en las manos tenían las colchas, las coberturas. Pendientes, colgantes de plata, palabras rusas, risa... Más allá, cerca de la tienda lejana se oyó un disparo: ¡tare!
Kartkozhá estaba en pie a duras penas, todo giraba delante de sus ojos... la collera, el arco. - ¡Mira en el cobertizo! Bajo la tejabana para el heno estaban tres soldados, entre ellos una mujer joven... ellos la violentaban por turno... ¡Qué horror!
A Kartkozhá le forzaron a trabajar como cochero. El destacamento que aparició en la aldea era sólo una de las partes del ejército de Kolchak que estaba huyendo y se extendió de la Siberia a través de las estepas kazajas hacia China.
Se retrocedían bien municionados, con los carros cargados de varios bienes, y sobre ellos estaban ametralladoras, pertrechos, viandas, ropa de abrigo. Los bueyes traían los cañones. ¡Necesitaban tanto a los arrieros y a los cocheros! La entera cadena fué rota pero un eslabón se arrastraba detrás del otro.
Al designar a Kartkozá a la impedimenta principal los jinetes que lo habían traído dieron vuelta con sus caballos y de nuevo salieron disparados hacia el infinito espacio de la estepa. Con una gallardía.
Delante de Kartkozhá pasó como un relámpago una carretela uncida con un par de caballos en la cual entre los oficiales bien apersonados con las hombreras doradas se encogían las graciosas muchachas kazajas. Ellas sólo deslizaron por Kartkozhá con las miradas de debajo de sus pestañas húmedas que comenzaron a batir. – Las víctimas de la fuerza negra. Pobrecitas... ¿Qué más nos destinaron los tiempos?
Después de devastar una otra aldea los soldados sin ton ni son dejaron a Kartkozhá en medio del camino. Así él mismo vió lo de que antes había oído hablar.
Cambios para bien
Parecía que no eran las garullas de la guardia blanca y de los cosacos que pasaron hasta la frontera, sino que dejó su huella una horrible tarántula.
Mirabas donde mirabas – por todas partes estaban los fusilados, los saqueados, los humillados. Una de las aldeas cerca de Zheltaubyl´ pasó toda a cuchillo. En Zharylkap bajo los soldados cayeron todas las mujeres y las muchachas. Los llegados se divertieron a placer... De Korzhás sacaron unas cuantas carretas de objetos costosos – y todo fué abandonado y quemado en la estapa pelada.
La gente preferió aguantar, deciendose: - ¿Qué podemos hacer si una pena así cayó sobre nuestras cabezas? Pero los muchachos temerarios como Darmén luchaban y se vengaban. Ellos se reunían en las brigadas selectas – que se componían como regla de los quince jinetes, y día y noche no bajaban de sus sillas. Una vez ellos derrotaron y aniquilaron una sección de soldados que había estado de visita a su modo en Shashau, otra vez acuchillaron allá a los siete soldados de guardia blanca y después de un pasaje – todavía a los cuatro, y arrojaron sus cadáveres en los pozos.
En Tobykty´ un kazajo hizo para veinte soldados el hospedaje nocturno, encendió el horno con estiércol húmedo, apretó la puerta por fuera y cerró la chimenea – ellos se atufaron todos como un solo hombre.
Los chavales de la familia Karakesek organizaron una verdadera caza de los soldados que se habían perdidos o atrasados de las columnas de sus regimientos. Ellos se armaban suficientemente con los fusiles de trofeo. Prepararon una emboscada en las montañas y mataron en el desfiladero hasta trecientos soldados de los blancos. Por eso los soldados de la guardia blanca que estaban retrocediendo y los cosacos se aplacaron, disminuyeron su feroz agilidad, de esto hablaban los conocedores con los cuales conversaba Kartkozhá.
El mal se elevaba en nubes sobre los que eran nacidos kazajos. ¿Y qué pasa allí a Seméy? - más y más frecuentemente pensaba Kartkozhá. - ¿Cómo sobreviven los ciudadans – miembros del partido de aquel lugar? Por lo visto ellos no podían hasta imaginar a quien tenían intención de oponer resistencia. Al ejército rojo que implacablemente y velozmente derrotaba y echaba de Siberia y de las afueras del río Irtysh aquel innumerable ejército blanco que ya había demostrado su faz terrible.
Aquel año a Semipalatinsk cayó gravemente enfermo el joven poeta Sultanmakhmut. Él decidió recobrar sus fuerzas en su aldea natal que estaba cerca de uno de los lagos de Bayanaul. Kartkozhá lo conocía. Sultanmakhmut pertenecía a la tribu poética que era la más desacomodada pero la más noble y tenía el corazón ardiente. Él fué conocido como el defensor de los pobres, por sus publicaciones en los periódicos, por sus artículos en los cuales se trataba de la injusticia y de los abusos que reinaban entre los kazajos. Y la juventud se Seméy estaba verdaderamente encantada de Sultanmakhmut, copiaba y citaba sus poesías. Y había en que entusiasmarse, pués él era increiblemente talentoso, imprudentemente honesto y humano.
Por mucho que Kartkozhá tratase de visitar a Sultanmakhmut que estaba recobrandose en la tienda de su padre, a sostenerlo con una conversación, y si era posible a distraerlo de los pensamientos tristes, pero los días que duraban y duraban llenos de inquietud y de pena no lo permitían.
Además de eso precisamente Sultanmakhmut era uno que sabía de fijo todo lo que había pasado antes y pasaba en aquel tiempo a Semipalatinsk. Él recibía los periódicos, mantenía correspondencia con sus amigos y sus admiradores. Apenas la situación se hizo un poco más tranquila, Kartkozhá partió de prisa a la aldea Toraiguyra.
Él encontró a Makhmút a casa. El poeta se alegró al ver a Kartkozhá. Él enflaqueció y la tos agarrada interrumía su discurso, cuando él se permitía pronunciar más de tres - cuatro palabras a la vez. Estrechó la mano tendido por Kartkozhá: - ¡Eh, viejo! Hemos terminado por ver con nuestros propios ojos a los camaradas bolcheviques – y se echó a reír.
- ¿Dónde Ustes los ha visto?
- He visitado Kerekú. Allí están.
- Mi alma ¿cuándo has estado allí?
- Ayer, he regresado por la noche.
- ¿Vestido a la ligera? ¿A caballo?
- Sí, a la ligera. He cogido un poco de frío en el camino con el vientecillo. Pero no me arrepiento, yo tenía que ver a unos amigos.
- ¿Y qué? ¿Cómo pasó el encuentro?
- Bien. Si quieres saber, no vale la pena esperar que una montaña se arrastre a tí. He entrado en la casa de un amigo sólo para saludarlo y hemos hablado dos horas... – y tuvo un grave acceso de tos.
Después de contener la tos él continuó a hablar con aspiración: - Ellos tienen una buena idea, hacen a los pobres el caldo gordo. Y para conseguir sus objetivos ellos van adelante decididamente. Si los kazajos quieren recibir su estatalidad, deben unirse a los bolcheviques. Vivirás y tú mismo lo verás. Y yo parece que no lo vea.
- ¿Por qué? ¿Para qué Usted dice esto?..
- ¡A pesar de todo estos tiempos son interesantes! No hay nada que hacer, si voy a subsistir más, tendré todavía unos diez - quince años de vida... Makhmút se ensombreció y Kartkohzá trató aprisa de distraerlo de los pensamientos en la muerte.
- ¿Y qué pasa a Seméy?
- Los miembros de Alash-hordá huyeron. Los jóvenes empezaron a contractarse. Algunos se inscribieron en el partido comunista. Publicaron un periódico. ¿No lo has visto?
- No.
Makhmút sacó de debajo de la almohada algunos ejemplares del periódico.
- Yo veo que sin embargo los jóvenes son capaces para algo. El periódico es bueno. Estás bien cuando sabes que nosotros no habíamos machacado en hierro frío: se quedaron aquellos para los cuales la palabra “pueblo” no es una vaciedad... – y tendió los periódicos a Kartkozhá. No pudo hablar más a causa de la tos lacerante. Kartkozhá miró un par de ejemplares del periódico “Kazak tilí” y muy contento se despidió de Sultanmakhmút.
Desde el inicio de verano la estancia a casa se hizo absolutamente insoportable. Él soñaba despierto con irse a Seméy. Pero para el viaje a la ciudad necesitaba el dinero. Hubiera vendido algún res pero ¿cómo podía vender lo que no tenía? Y no conseguía tomar a prestado de sus vecinos con el pretexto tan insignificante. Por eso él fué a Bayán con la esperanza de ganar un poco de nuevo.
Pero a Bayán no encontró ningún trabajo. Comenzó a bandearse con los con ganancias de ocasión: cavaba una bóveda para uno, limpiaba un establo para otro, encendía el horno para tercero.
- Para un bai está lleno, para un héroe está vacío – la gente dice así. Pero nuestro héroe, trabajando de peón en las haciendas de los otros, de repente encontró, adquirió – no una moneda, sino a su compañero de los tiempos anteriores, a Doga que curraba para Iván el Rauco. Doga era un saco andante lleno de las noticias más recientes, y como es sabido a un kazajo, hijo de un kazajo, no es posible hartar con las conversaciones, ¡dale más y más!
Entonces Doga vino a Kartkozhá que escarbaba con una pala el estiércol en el cobertizo y le dijo: - ¿Has sentido que de Seméi llegó un kazajo - komisario y empezó a dar una carda a los bais con todas las fuerzas?
- No, yo no lo he sentido.
- Dicen que el comisario es joven y se llama Kasén.
- ¡Oy-bay! ¡Es mi amigo!
- ¡Ay, no te creo!
Katrkozhá terminó de prisa de limpiar el cobertizo y corrió para buscar a Kasén. Vió que él, parecido a los ángeles Munkir y Nankir, cernía con amenaza sobre una decena de los señores de ayer y les echaba un rapapolvo. Entre los imputables estaba también el jefe del distrito donde vivía Kartkozhá.
El comisario Kasén al ver a Kartkozhá en seguida saltó de su sitio y practicamente se arrojó sobre él, lo abrazó, lo besó y le hizo sentar cerca de él. Los señores se quedaron asustados sicosiados. Y Kartkozhá estaba en favor sin más ni más.
Kasén continuó su investigación comisaria del poder local. Al tomar de cada uno la quitanza les mandó a todos de vuelta, a Kerekú. El objetivo de su llegada fué inequívoco y inflexible: él llegó para abrir las urnas y para destituir a los potestades del poder antecedente.
Amaneció
Era un mediodía tórrido cuando estaban hirviendo las seseras, era el julio.
Por la carretera llana como una tabla cepillada montaba velozmente la calesa uncida por un par de caballos. En la calesa estaban Kasén y Kartkozhá con las camisas desabotonadas en el pecho. Ellos hablaban y hablaban sin cansarse agitando las manos.
- ...cuando empezó el tiroteo ¿vosotros estabais allí? Pués habéis jurado de morir... Los blancos al entrar en la ciudad en el acto ocuparon todas las calles centrales. Ocuparon nuestra ciudad, la capital de Alash. Disparaban las escopetas por todos lados. Azim y Toktar al hablar con los comandantes de los rojos entraron en el comité unido revolucionario.
Con nuestro consentimiento ellos se fueron allá bajo la granizada de balas. Y nosotros cogimos todas las armas que se quedaron de los blancos, nos transladamos en el edificio del ayuntamiento y nos pusimos a la defensiva allí.
Reinaba un revoltijo así borrascoso que no era posible comprender quien luchaba con nosotros y quein era en contra. Los soldados apretaban de aquí y de allá. No era posible hasta atravesar la calle corriendo – en el acto te podían matar de un tiro. La muerte esperaba tras cada esquina...
- ¿En aquel entonces mataron a Nygmetollá y a Galymzhán?
- No, más tarde.
- ¿Quién les mató? ¿Los rojos?
- ¡No, oy-bay! A los rojos ellos no importaban. Les mataron los presos de la cárcel destruída. Ellos huyeron aprovechándose de la bullaranga, en algún sitio cogieron las armas, se fingieron los bolcheviques y empezaron a saquear y a matar a todos que encontraban en su camino. Antes ellos mataban también, pués allí, entre rejas, estaban los homicidas rematados. Makán apodado el Ciego, Akyp, Zholdy´ y aún un par de tártaros: Batkillá, Kalau... hicieron una devastación.
- ¿Y para qué mataron a los maestros?
- Por lo visto tenían el motivo, amigo mío. Unos como ellos odian a los instruídos. Pués una persona instruída no permitirá a cometer ilegalidades, por eso los depredadores nos acusan de que les hayamos arrestado. Para ellos es más cómodo pescar en un río revuelto y oscuro.
Ellos tienen miedo especial de nuestra generación. En nuestro partido fué inscrito un imám Abdrakhmán. Aquel santón también era el adversario de los nuevos métodos de enseñanza. Claro está que si en todas partes será establecida la escuela moderna, ellos se quedarán al márgen. Todo su bienestar y toda su fortuna se mantienen sobre la ignorancia. Imagínate, ese mismo imám, haciendose bolchevique, encabezó a los delincuentes huídos e les indicaba personalmente a quién debían fusilar.
- ¿Y qué pasa con ellos ahora?
- Están arrestados. Pero debíamos perseguirlos mucho tiempo. Ellos hicieron mucho daño al pueblo. Se armaron, se reunieron en un entero destacamento blanco y se amotinaron: mataban y saqueaban a la gente, se entregaban a excesos. Al fin y al cabo fué encontrada su pista, ellos fueron cercados y derrotados. Los pandilleros fueron metidos en la cárcel y los otros se dispersaron. Todos fueron excluídos del partido y parece que se tranquilizaron.
- ¿Y qué pasó con molá Abdrakhmán?
- Precisamente él logró quedarse intacto. Es verdaderamente muy astuto. Pués él actua bajo cuerda y ho hay materiales para iniciar la causa penal. ¿Qué le vamos a hacer?
- Pero él estaba a punto de matar al maestro Mardén.
- ¿Con qué motivo?
- Si lo recuerdas, el maestro fué panchudo. Lo vieron: - ¡Ajá, has caído burgués! – y lo arrastraron a la orilla de Irtysh. Mardén lloraba: - Yo no soy un bai. Yo mismo estoy contra los bais. Y ellos le respondían: - ¡Si tú estás contra los bais, enséñanos donde ellos esconden sus bienes, indícanos sonde están sus casas!
El pobre hombre toda la noche les traía por la ciudad e indicaba donde estaban las casas de los bais. Se quedó medio vivo... Tres días volvía en sí, hasta se chifló un poco. Todo el tiempo él estaba en el punto de mira y lo liberaron sólo cuando ellos mismos se cansaron y se echaron a dormir.
- ¿Y qué pasó con los bais de la ciudad?
- Nada, pués ellos huyeron todos. Sus casas pasaron al tesoro de la ciudad. Sólo el bai Zhanibek se quedó, él es tan ávido que no pudo dejar su casa. Y es incomprensible como este perro se quedó vivo. ¿Sabes, qué emprendió él? Parece que se haya fingido un pordiosero desharrapado, o un pequeño comerciante que vendía huevos y tabaco. Pero según parece él también haya recibido bastante golpes en la mochila y ciertamente dió un montón de sobornos... La gente como él es inexterminable...
- Yo quisiera preguntar ¿dónde está Alekén?
- Huyó.
- ¿Y dónde está ahora?
- Parece que esté junto a los tobyknines... Pués él debe todo a la familia Tobykty´, envió a ellos a sus familiares, es decir, a su mujer, a sus hijos... ¿Tú has sentido algo de Kysatái?
- Desde luego, él es un famoso ricachón.
- Entonces, él organizó su propio partido. Con el Comité Kazajo él tiene las relaciones más hostiles posibles. Pués era él que el año pasado se pasó a los bolcheviques y empezó a llamar a acabar con todos que tenían relaciones con el partido Alash-hordá. Pero cuando los bolcheviques huyeron de Seméy, estaba claro que los miembros de Alash-hordá en seguida empezarían a perseguirlo, entonces él, con el dinero de Kysatái publicó el periódico “El Bolchevique”. Imagínate, ¿cómo el partido Alash podía soportar la publicación de 500 ejemplares de su periódico? Es una verguenza, yo creo que para el partido esto es simplemente vergonzoso.
- Tienes razón. ¿Y qué pasó después?
- Bueno, hay que reconocer que Kysatái se demostró como un chaval firme, como un hombre audaz. Cuando arrestaron a sus familiares, fué el momento en que intervinieron los secuaces de Kysatái de la familia Tobykty´:
- No entregamos a la autoridad a sus familiares que vinieron en nuestra casa como huéspedes. No tenemos la menor idea que falta cometió él allí, ¡pero su familia no tiene ninguna culpa! Todas estas quejas presentadas de nombre de la mujer y de los hijos organizó el mismo Kysatái y esto sí que pudo salvar a todos.
Conversando de esa manera Kartkozhá y Kasén llegaron a Kerekú. Kasén que decidió encabezar personalmente la elección en Kerekú, mandó a Kartkozhá a Seméy.
Kartkozhá tenía la tarea llevar la carta a la dirección donde vivía Kasén. No cabía duda que Kartkozhá se diligenciaba como podía. Pero el asunto resultó dificil. Todos los que antes eran miembros del partido Alash-hordá de pronto se convirtieron en cumplidores de las leyes y empezaron a trabajar como profesores en los seminarios, en los liceos y aun en toda clase de escuelas. ¿Y era posible? En las instituciones donde trabajaban ellos se aglomeraban las enteras muchedumbres de los kazajos. Frente a otras instituciones estatales los kazajos estaban sólo dos - tres. Pero sin embargo el movimiento de la juventud kazaja era evidente: los jóvenes corrían de aquí para allá, organizaban algunos círculos, ponían en escena los espectáculos teatrales, hasta publicaban un periódico, y todas estas iniciativas fueron acompañadas por sus declaraciones escritas.
Con la intención de llevar adelante sus estudios Kartkozhá entró en la sección de la enseñanza. Pero allí estaba sentado un empleado ruso. No salió nada. Kartkozhá fué afligido pero no capituló y empezó a visitar a sus conocidos empleados kazajos.
Naturalmente el círculo de los hombres instruídos que conocía Kasén era más amplio, y entre ellos eran también los profesores rusos. Al cabo de cierto tiempo Kartkozhá empezó a estudiar entre los alumnos rusos y en el acto obtuvo los apodos: Buey, Camello. Él aguantaba, pero de verdad no le gustaba que los alumnos estudiaban a birlonga, en la primera ocasión intentaban fumarse la clase y holgazaneaban.
En octubre por fin organizaron el largamente esperado instituto kazajo. Naturalmente Kartkozhá de prisa se trasladó a primer año de ese instituto. Tomado en consideración que aquel año de Rusia había huído una gran cantidad de tártaros, abirieron tres facultades a la vez. En algunas de ellas enseñaban en lengua tártara. Era curioso estudiar junto con los tártaros. En invierno se quedaron sin leña y los estudios en el instituto se congelaron. Se podía espichar helado cuando estaban sentados en las aulas frías. Hicieron la visita a la sección de la enseñanza donde naturalmente nadie esperaba a los estudiantes.
No consiguieron nada. El jefe de la provincia Brenskiy en seguida empezó a agitar las manos y vociferó: - ¡Eh, kirguisachos! ¡Fuera! - ¿Qué está gritando? ¿Y de quién? – Kartkozhá no logró comprender nada.
Dondequiera viviese Kartkozhá, en un pobre cobertizo o en un rincón decente, antes de todo él se colocaba cerca de la lámpara y leía los libros. Y no le importaba que él tenía hambre, que hacía frío, que el futuro no prometía nada de bueno. Era una vida romántica. Pero aquella vez él no tenía vivienda y no había nada de comer. Aguantó todavía un mes y comprendió que eso era superior a sus fuerzas.
La sociedad kazaja empezó a demostrar el descontentamiento. Nombraron al nuevo gobernador del comité revolucionario de Siberia – su apellido era Ivanov. Al mismo tiempo en el comité de la provincia fueron elegidos sólo uno - dos kazajos. Otros kazajos que antes trabajaban en varias instituciones se fueron a sus aldeas, como si hubieran obtenido el descanso no pagado. Kasén dijo más explicitamente, volviendose a sus propias palabras ya olvidadas:
- No son las personas justas, no son ellos que piensan en el futuro del pueblo kazajo, de ellos no hay que esperar nada además del daño.
En todo el distrito... no encuentras la verdad... esta prosperando en forma salvaje sólo la sobornación, todo alrededor está podrido... ¿Conocías a Darmén?
- Sí, lo conocía. Él procede de nuestras tierras. ¿Y qué pasó con él?
- Darmén fué fusilado por Barnakyp a Karkaralinsk.
- ¿Es verdad?
- Sí, es verdad.
- Pués... ¿cómo es posible? Parecía que Darmén hubiese dado de baja. Hasta cesó de robar caballos.
- No importa que lo cesó, pero Barankyp se desencadenó, comenzó a cometer atropellos. Maltrataba a la gente, extorcionaba sobornos, violentaba a las mujeres, mataba, y se quedaba siempre impune. Aterrorizó a todos así que ninguno no se atrevía a despegar la boca. Sólo Darmén escribió la queja contra Barankyp y comprobó sus acusaciones con los materiales. Pero tú sabes la natura de nuestros kazajos. Alguien hizo llegar a Barankyp que lo había denunciado Darmén.
- ¿Y qué pasó?
- Pasó lo siguiente. Barankyp llamó a Darmén y lo sometió a interrogatorio con torturas, de noche lo llevó en la cárcel pero en el camino se le ocurrió la idea de matarlo y lo fusiló.
Kartkozhá como si no creyese a lo que había oído cabeceó y chascó la lengua abrumado.
En la casa materna
Kartkozhá regresó bajo su tejado familiar. En Kerekú tuvieron lugar los cambios – fué fundada la agencia de transporte “Motor” bautizada por el pueblo llano ingenuamente y a su manera - “El Papelito”. - Si desaes viajar, haz el favor, ponte en la cola frente a la porche del “Papelito”. Kartkozhá también se puso en la cola porque como maestro tenía derecho a recibir el mandato del pasajero. Después de esperar tres horas se inscribió en la lista. - Dentro de tres días, por favor, viaje Usted con el transporte que se llama “Abbatilskiy” si Usted quiere ir por ejemplo a la ciudad de Kysyl-Shyrpy´.
Kartkozhá decidió que quería ir allá y partió con el transporte de la agencia – con una carreta, que pertenecía a un habitante de la ciudad. Cuando se alejaron sólo a poca distancia el carrero empezó a exigir: - ¡Baja rápido! Llegaron a la aldea Zhiyekteguí, Kartkozhá intentó buscar otro transporte, pero no pudo acordar con nadie. En cambio descubrió su saco de viajero arrojado en la carretera. “El Papelito” desapareció sin dejar rastro.
¿Era posible que los habitantes de las aldeas que estaban cerca de las ciudades se endurecieran tan rapidamente? Nadie le dejó entrar en casa, nadie quiso llevarlo con su transporte. Y metiendo el mandato en al bolsillo más profundamente posible y echando el saco a sus espaldas Kartkozhá se hizo el transporte “Abbatilskiy” para sí mismo y caminó en adelante a pie.
Cuando veía delante de sí una aldea, esperaba que allí sin falta alquilaría un carro. Pero no, todos los caballos de acarreo fueron llevados por los milicianos, por los agentes, por los instructores. Y si un caballo se encontraba en la estala por casualidad, estaba todo cubierto de espuma, recién desuncido. Él tuvo suerte sólo en el camino de Kysyl-Shyrpy´ a Bayán, al lado de él pasó un carro-arbá cargado con sal. Entonces Kartkozhá se agarró a la caja a machamartillo. – Mira, ¿qué es esto? ¡Es “El Papelito”! Transitaba de Bayán a las aldeas más cercanas. Estaba lleno hasta no poder más por los kazajos locales.
Así es la agencia de transporte “El Papelito”, si les interesan los detalles, pregunten a Kartkozhá.
Kartkozhá decidió a visitar de camino a un conocido suyo de los tiempos anteriores. Todavía en invierno él oyó que los cosacos también habían tenido muchas dificultades serias. Pero su conocido no estaba a casa, se hallaba sólo su mujer y sus hijos. Kartkozhá les saludó y preguntó:
- ¿Dónde está el el padre de familia?
- Se fué – respondió la esposa del dueño.
- ¿A dónde?
- Acaso no has sentido que los comunistas de Subashil acabaron con los cosacos de aquí. Ellos fusilaron a los diecinueve cosacos. A los quince aldeanos metieron en la cárcel...
- ¿Y por qué ellos les trataron así?
- Los blancos de nuevo ocuparon la ciudad de Pavlodar. Y si oísteis, ellos tenían a un jefe de cosacos que se llamaba Oske...
- Sí.
- Entonces, él reunió a los cosacos e tuvieron la idea de hacer algo. Pero entre ellos se introdujo la gentecilla podrida. El maldito Pet´ka Kurtúzov. Precisamente él comunicó a los comunistas del conciliábulo de los cosacos...
- Los blancos lo comenzaron en vano.
- En vano...sí, en vano... ¡Qué dios nos guarde! Salió mal. Nos estabamos atragantándonos hasta con un pedazo de pan...
- Sí, está mal todo esto... – pronunció Kartkozhá echando un suspiro triste y cabeceando con abatimiento.
Como no demostrar la compasión, si quería descansar en aquel lugar un poco y tomar algunas tazas de té.
- ¿Es posible que Guimanov ha sobrevivido?
- Han saqueado la tienda de Guimanov, sus depósitos y su casa. Pero a él mismo quedaron ileso, a pesar de que él es el amigo de los cosacos.
- ¿Y cómo él pudo salvarse así? ¿Fué arrestado por lo menos?
- Sí, lo arrestaron. Era su hija que lo sacó de la cárcel. Pués ella se lió con el comisario Zharin. Mira que provecho puede darte la hijita.
Los cosacos en efecto estaban metidos en un puño. Ellos permanecían tranquilos y no propasaban como antes. Pero la pobretería kazaja corrió de prisa a inscibirse en el partido y entonces hacía sala sentada en varias reuniones del partido. Sí, los tiempos cambiaron, los pobres tenían la vida desahogada. Repartían los bosques, las tierras y los pozos de Bayán, pescaban a su gusto sin pedir permiso a nadie.
Kartkozhá regresó en la aldea y teniendo en plan ahorrar dinero para pagar los próximos estudios invernales empezó a enseñar a leer y escribir en ruso a los hijos del jodzha Karibái. El jodzha, después de moverse en las esferas de los ciudadanos instruídos – los omnipotentes, comprendía hasta que punto era importante para sus hijos la enseñanza moderna. No era posible esconder el ganado en la cartera, pero sin la cartera no era posible protegerlo.
Un día a Kartkozhá visitó Babatái, su amigo de Semipalatinsk.
- ¿Cómo estáis allá? ¿Qué hacéis? – le asedió con las preguntas Kartkozhá.
- Organizamos la célula juvenil.
- ¡Suerte! ¿Qué queréis hacer?
- ¿Cómo qué queremos hacer? Vamos a luchar sin piedad contra los bais y contra los varios enemigos, vamos a proponer en el comité distrital nuestras candidaturas y vamos a elegirlas.
Porque en la eleción pasada el jodhza Kakabái promovió en el comité a su sobrino y ellos saquearon toda la cooperación.
- ¿Y qué hicisteis con ellos?
- Escribimos en el periódico.
- ¿Y quién queréis nombrar en vez de ellos?
- Proponemos a uno de los cuadros jóvenes.
- ¿Tenéis intención de continuar vuestros estudios?
- Con los estudios entretanto vamos a esperar, estamos demasiado ocupados. Hay que defender a la pobretería, tenemos que iluminar con todas las fuerzas a los hijos de los pobres y a los huérfanos.
- ¡Habéis ideado bien! – admiró Kartkozhá los objetivos de la célula de Babatái.
- ¿Y tú por qué estás aparte?
- Pués... estoy intentando ganar un poco de dinero para los estudios, si no fuera por esto, yo también quisiera...
- ¡Encontraremos otras finanzas para tí! Si podremos elegir a nuestro jefe distrital, todo el dinero que necesitamos vamos a recoger de los bais. Y tú ¿qué piensas?
A Kartkozhá le cayeron en gracia los planes de la defensa de los pobres, pero la segunda idea no le agradó mucho. Y por eso después de pensar él respondió evasivamente: - Vosotros trabajad. Y eso vamos a ver más tarde. Babatái subió la carretela y se fué.
Dentro de un par de semanas la gente empezó a decir: - Los jóvenes en tropel van de una aldea a la otra y organizan una verdadera matanza del ganado. Kartkozhá se proponía ir a ellos y comunicarles los anhelos de la gente, pero se atrancó en la faena, en los queaceres domésticos que tenía en su hacienda, trabajaba que no podía más.
Una vez, cuando Kartkozhá estaba sentado bajo la tejavana frente a casa y daba la lección, de repente apareció el jodhza Karibái y lo llamó.
- ¡Sal aquí!
Kartkozhá salió a él y el jodhza con el rostro horriblemente descompuesto le tendió en las manos un periódico.
- ¡Lee aquí! ¡Este lugar!
Kartkozhá leyó: - “Confiscación del ganado de los bais” – resultó que se trataba del sistema de la contingentación: - “Y no traten de esconder su ganado. Él pertenece al tesoro estatal.”
El jodhza riquito estaba con los pelos de punta, corría de aquí para allá con los ojos desorbitados. Pedía consejo. No encontraba un lugar cómodo para esconder sus manadas y sus caballadas. Después de jodzha empezaron a correr los otros bais y, tratando de esconder su ganado, empezaron a meterlo en los cobertizos vacíos y en los patios de los pobres comprensivos.
Pasó una semana o algo amproximadamente así.
Llegó trapaleando el destacamento que confiscaba el ganado de los bais. Donde se pongasen los ojos en todas partes estaba de guardia un jefe de la aldea, o un comisionado, o un miliciano. Hicieron reunir todo el ganado en un montón, lo han contado y después lo arrearon en otro lugar. Por cierto Kartkozhá estaba presente.
Era una tracalada parecida la de una feria. En la gigantesca vorágine viva aparecían y desaparecían los azotes, los palos, los fusiles. El ganado fué encorralado en un enorme redil. A la puerta del redil estaba un guarga vestido de una cazadora negra de cuero, armado de un máuser y de un fusil, a través de sus hombros estaban cruzadas las cananas con los cartuchos, sus pómulos emanaban el frío.
Él llevaba la rigurosa contabilidad – llevaba las cuentas. Algunos patroncillos temerarios se atrevieron a meterse con los gritos: - Es mi vaquita... es mi caballito, fué metido aquí por casualidad... – pero recibieron una tunda y saltaron atrás de prisa. Un tal Isakhán que no se ingenió para notar al guarda, corrió tras su buey que ya estaba a punto de desaparecer en el rendil y ya hizo volver su enorme negra nariz para atrás. Pero el guarda por su natura era severo y alerto. El kazajo se puso a huir de allí. El guarda lo persiguió. Lo alcanzó y le dió un culatazo entre las paletías. Isakhán cayó en seguida en el polvo.
Sucedió también otro caso. Conocido por su cobardía Yrbái estaba arreando su vaquita más lejos del rendil, pero, ¡mira que sorpresa! fué notado por el guarda en cazadora negra y fué en el acto alcanzado, echado en la tierra y madreado con las patadas, mejor decir con las botazas. Yrbái llegó a casa a duras penas y se escondió tras las faldas de las mujeres. Su corazón hacía gluglú como una vejiga llena de agua.
Pero el negro no pensaba de dejarlo en paz, de nuevo sacó a Ybrái a luz y empezó de nuevo a tundirlo.
La gente corría, aullaba, se desgarraba la ropa en desesperación. Y de otra manera no podían hacer, porque el proverbio dice con razón: “El ganado y los hombres salieron de una estirpe”, para la gente era una pena. Los kazajos se lanzaban bajo los palos, ya empezaron a disparar... Kartkozhá también bambaleaba allí, buscaba a los de su aldea. De repente detrás de un cobertizo sonó un disparo. La gente huyó a la desbandada.
- ¿Qué pasó? ¿Qué? ¿Qué?
- ¡Mataron de un tiro a Aubakir!
La gente tuvo que tenerse aparte del ganado.
- A mí me privaron de todo el ganado...
- Y a mí también.
Pero no faltaban los que suspiraban con alivio: - Y a nosotros indultaron ellos no sabemos como – y por si acaso murmullaban: - Perdónanos, Altísimo...
Por algunos pagaron los otros, algunos simplemente tuvieron suerte porque de la aldea fué llevado sólo el ganado que estaba a la vista, pero el ganado escondido se quedó intacto. Se daba por supuesto que no fueron molestadas las aldeas de las personas influyentes.
Se salvaron de la desgracia también los que siempre eran zorros. Kartkozhá por fin encontró a los suyos. Como resultó, su ganado se quedó intacto. Y sólo entonces él pudo calmarse.
Después del vórtice
Aproximadamente veinte personas que estudiaban a Semipalatinsk pagando a escote alquilaron unos carros buenos y salieron directamente a la ciudad. Asustaban bastante a la gente, porque cuando los nómadas veían la carretería, la tomaban por un destacamento de contingentación, corrían en pánico a sus manadas y a sus caballadas tratando de arrearlas lo más pronto posible fuera de allí, de esconderlas en los barrancos, detrás de las colinas. Y al comprender que viajaban los estudiantes normales, cobraban aliento a duras penas.
- En todas las familias - Aydabol, Karzhás, Kozgán, Kulyik, que vivían cerca de Bayán, las cantidades del ganado, aúnque sin incursiones comisarias, hace mucho tiempo se reducieron considerablemente. En las haciendas más ricas no se quedaron más que sesenta - setenta vacas lecheras. Como los ojos con dificultad encuentran las mostacillas dispersadas por la alfombra, así Ustedes no verán en seguida las ovejas sobrevividas en los pacederos donde ellas herbajaban siempre. Las ovejas se quedaron no más que las liebres en la llanura.
La manada para un pastor es lo mismo que las estrellas para un estrellero, y cuando se queda sólo un par de las constelaciones enrarecidas – es para llorar uno. Con el ganado mayor no se puede tropezar a no ser en los bosques de la familia Karakesek. En las tierras de los Naymanos de Aigyrzhal las manadas y los rebaños se enrarecen de nuevo hasta una desconveniencia.
Algunas aldeas parecen lugares despoblados, reinan desolación y desorden, como en las accesorias del dueño desaparecido.
Sube a la colina, extiende tu cuello cuanto quieres poniendo ojos de plato: en los lugares donde antes herbajaban los rebaños abundantes - puedes aguzar tus orejas y hasta amusgarlas - no oirás más el trote espeso de las caballadas que están corriendo.
La aldea sin ganado es igual a los labios del hombre afeitado. Se hicieron raros los pacederos con las heirbas espesas, el mijo sembrado sale con las espigas apenas formadas, las montañas parecen más bajas, los lagos están enarenados y los ríos desciendieron. En la tierra tan quebrada de color y denudada está bien para la aldorta, pero el hombre no puede alimentarse bien aquí.
Y empiezas a pensar: ¿Cómo se puede vivir y multplicarse aquí? ¿Cómo podemos evitar la perdición? ¿Cómo la gente todavía sobrevive aquí? No es secreto que antes en estos lugares vagueaban los rebaños de miles y miles de reses que pertenecían, desde luego, a nuestros bais. Ni importa a quien pertenecía el ganado, pero sin él la estepa pierde toda su belleza y el hombe mismo involuntariamente le hace reproches. Y hay que confesar que se hizo tan deslucida casi toda la tierra kazaja...
Los viejos conocedores relatan: - En los tiempos anteriores los inviernos eran suaves y no había necesidad de construir las casas con hornos. El ganado pasaba las noches directamente sobre la nieve y al mismo tiempo engordaba increiblemente. En nuestros tiempos no es así, los inviernos se hacen más y más fríos. ¿Acaso se puede dar crédito a las palabras de los conocedores?
Puede ser que el ganado se disminiyó en cantidad porque cerrado en los cobertizos está sofocándose, se enronquece y muere...
O porque los kazajos, privados de los pacederos verañegos que pertenecían a sus abuelos, que estaban en las montañas y olían de miel, privados de sus praderas verdes, de sus abrevaderos rodeados de bayas, se contagiaron con la indiferencia a los caballos de raza, a las jorobas especialmente bien cebadas de los camellos, y ya con menos paciencia curan las ovejas con la brea seca y las vacas con la resina de pino.
O porque los partidos innumerables con sus interminables elecciones no cesan de dar vueltas alrededor de las manadas de sus parientes y las comen implacablemente como si hubiesen jurado de acabar con ellas una vez y para siempre. ¿Quizá estén terminando los siglos felices, los siglos de vellocino de oro de los kazajos?
Engolfandose en los semejantes pensamientos Kartkozhá trató de escrutar el día futuro. Porque él esperaba del futuro una luz de esperanza, un rayo de guía o simplemente alguna salida.
- ¿Volvería a la vida la estepa empobrecida, se llenaría de nuevo con diferentes fuerzas vitales? ¿Se derramaría alguna vez de nuevo el cuerno de la abundancia? ¿Aperecerían algunas nuevas posibilidades que como las ondas cubirán el fondo seco de nuestra vida? No, no aparecerán, no llenarán la estepa con fuerza. Entonces él mismo debía emprender algo. ¿Qué podía emprender? ¿En cuales fuerzas podía encontrar su apoyo? Por mucho que se esforzaba Kartkozhá, no podía disernir nada de bueno. – Puede ser que sea mejor empezar la vida sedentaria, sembrar un campo, dedicarse a una artesanía. ¿Pero qué provecho en realidad obtiene se esto un kazajo? Hemos visto ya...
Kartkozhá conocía a los kazajos que estaban arraigados como los campesinos, y a los kazajos que ya se reputaban ciudadanos... por ejemplo en los distritos Belagashevskaya y Kayindykskaya.
- ¡Vaya que ciudades! Son los “cementerios de los vivos”, sitios malolientes y ensuciados. Entre sus muros poco atrayentes se ajetrea frenéticamente la gente con el brillo en los ojos. No es dificil notar que toda aquella masa de gente que ha perdido su ganado, pero no ha estudiado los métodos de agricultura, tratando de presentarse como los constructores o los cocheros, gradualmente pierde de por sí las cualidades humanas, atrapa la tuberculosis y cae en la extrema pobreza.
Y por eso ¿quizá se encuentre en nuestros días por lo menos un optimista que pueda afirmar que los kazajos arraigados no más que se fortalecen y se enriquecen? Y después ¿de dónde los kazajos pueden sacar la tierra arable? ¿Y además para todos? Para muchas decenas de miles de kazajos de las familias Suyindik, Karakesek, Naymán que viven en total en diez distritos. Se encuentran, y nadie lo rechaza, también los kazajos arraigados: ellos viven en trenta – cuarenta casas con los campos arados, cada campo es grande como una suela de una bota, y con los prados enclavados. Pero todos los prados inundables cerca de los ríos, las tierras negras cerca de los lagos y en las laderas, y los bosques con las fuentes y los arroyos ya hace tiempo están ocupados por otro pueblo que tiene el protectorado especial de la autoridad.
¿Cómo pueden establecerse allí los harapientos de la familia de Naymán? ¿En qué lugarcito?.. Por eso la gente está sentada en las desaguadas calvizas esteparias como una bandada con las alas cortadas, como una caballada trabada, sin voluntad y agraviada.
La mayor parte de la gente se arraigó en sus miserables envernaderos. Pero llamar eso la vida sedentaria no se mueve la lengua. Prueba a esperar una buena cosecha después de sembrar el grano sobre las piedras, sobre la arena. Está claro que las tierras alrededor de aquellos invernaderos no están predestinadas ni para la arada, ni para los huertos, y hay que confesar que los kazajos que se arraigaron para siempre en sus invernaderos no conocen el arte de horticultura. ¿Que pasará con ellos dentro de unos cuantos años?
A Kartkozhá que estaba acostado en un carro moviente y reflexionaba de esa manera llamó su amigo:
- ¡Eh, despiértate! ¿Vamos a dar de comer a los caballos en esta aldea?
- Podemos darles de comer. ¿Por qué no darles de comer? – respondió Kartkozhá, se alzó un poco y miró a todas partes.
Algunos de los compañeros de viaje de Kartkozhá al entrar en la aldea decidieron a fingirse unas personas importantes para sacar de los habitantes locales la comida y posiblemente también los caballos frescos.
¿Qué pasó con los kazajos que hace poco se apresuraban a agasajar a sus huéspedes o simplemente a los viajeros aparecidos en su aldea sin ningunas alusiones o peticiones de parte de los llegados? ¡Qué raza de gente mezquina aparició entonces, como por ejemplo en aquella aldea! Esto no cayó en gracia de Kartkozhá.
- ¡Dejad! – cortó él a sus compañeros. - ¿Qué ellos pueden darnos? ¿Quizá no sea un pecado acusar a los que son sin culpa culpables? Se puede pensar que en nuestras casas siempre esté hirviendo un samovar para todos que pasan al lado de la casa. Compañeros, ¿Para quién nosotros, dejando todo, vamos a estudiar? No olvidemos esto...
Dijo bien. Y oportunamente. Había que ser absolutamente inconciente para distutir eso. Sus compañeros pensaron un rato y cesaron de regañar y hacer reproches no se sabía a quien.
Más cerca a Semipalatinsk se veía más y más raramente el ganado bien cuidado y bien alimentado, más y más frecuntemente se veían los animales desfallecidos. Los viajeron se asombraban y preguntaban: - ¿De quién es este ganado tan poco atrayente? Les respondían: – Es el ganado estatal. Eran los animales sucios, “hueso y pellejo”, con los ojos apagados y lagrimosos.
- ¡No son capaces de cuidar los animales! Ahora, en la víspera del otoño, no tendrán tiempo para hacer engordar el ganado sufucientemente – se asombraban los viajeros.
- Para el estado este ganado también conviene – respondías los guardas.
- Entonces ¿para qué el estado trataba de recoger el ganado? Para alimentar el ejército. Pero ¿acaso de la carne del ganado flaco sea posible obtener la carne buena?
- Y los rusos se rechazan voluntariamente de la carne grasa.
Los viajeros aceptaron las palabras de los guardas como un chiste. Kartkozhá que había conversado con muchos compañeros conocedores alcaró la situación:
- Al estado le interesa la contabilidad, la cantidad de cabezas y nada más. Y lo que está pasando tras la cabeza y las pezuñas no interesa a nadie. Y después, cuando empieza una elección, recogen el ganado. Cuando los jefes ya están elegidos, ellos cambian su ganado miserable por otro que es graso y cuidado. La cantidad del ganado no cambia, la contabilidad es la misma. Y la gente de por sí intenta de meter bajo las narices del estado su ganado más miserable, y esconde su ganado más carnoso.
- Y si el estado de informará de estas artimañas, sin dudas a los maquinadores les ha de sudar el rabo...
- ¡De dónde se informará! Falsifican la marca. Les ayuda lo que el estado no comprende donde está un animal joven y donde está un medio muerto. Lo más importante para el estado es la contabilidad. Si muere un res hay que levantar acta, presentar la piel y el estado no te hace más preguntas. Pero si aquel res está muerto o está comido... no interesa a nadie.
- La gente sabe presentar hasta las pellejas del año pasado, pués ellas están en abundancia. Basta tener el sello en el acta y el jefe de la aldea no podrá decir nada en contra.
Pudo explicar la situación.
Parecía que todo estuviese claro pero el corazón de Kartkozhá estaba triste. Ellos habían aprendido a sustraer el ganado pero ningunos de ellos podían ser los dueños sensatos de los animales. Ni la gente, ni el estado no tenía ningún provecho y el ganado se se perdería entre los papeles de contabilidad. - ¿Pero qué le vamos a hacer?
Sumergido en estos graves pensamientos Kartkozhá no notó como la carretería entró en las calles de Semipalatinsk. La ciudad se cambió para bien, estaba limpia y ordenada.
Se reanimó el comercio. En las fachadas de las organizaciones estaban los letreros en lengua kazaja. El presidente del comité distrital era kazajo. Y por lo general entre los empleados aparecieron más kazajos. Kasén fué nombrado el jefe de la sección de la enseñanza lo que hizo alegrar mucho a Kartkozhá. ¿Cómo no aprovechar la oportunidad y con el orden del jefe conocido cómo no meter a su hermanito en la casa de los huérfanos donde podía tener la vida a cubierto? Él mismo ingresó el instituto. En su tiempo libre daba lecciones en una de las escuelas kazajas que fueron abiertas a la vez en la ciudad.
Los kazajos de Semipalatinsk se entusiasmaron tanto con los estudios, con la búsqueda de cargos mejores, con la colocación de sus parientes en los puestos de trabajo bien pagados, que ya no se acordaban de los tiempos recién vividos, llenos de la inquietante inseguridad, de la congoja y de los temores.
El trabajo
Los estudios atraían más que nunca. Las lecciones pasaban en lengua kazaja. Pero no habían los libros. Los profesores relataban sus lecciónes y se iban en seguida. Y en la cabeza de Kartkozhá se alineaban algunos objetos vagos. Sólo después de unos días aquellos objetos adquirían los contornos más distintos. Tenía tres horas de estudios al día, pero cuando se anochecía ya caía de cansancio. Porque era muy ocupado, tenía que estar en muchos sitios, hablar con todos, era un hombre así abierto.
Antes de todo tenía que visitar a todos los chavales que tenían empleos en las oficinas. Y ellos eran muchos. En el comité distrital trabajaba un kazajo, en la sección de las tierras trabajaba un otro kazajo, en la sección de la enseñanza trabajaban los ex-alumnos y ex-maestros que habían pasado por muchas dificultades pero consiguieron lo suyo.
Le edificio del tribunal estaba asaltado por las muchedumbres de los kazajos. Ellos penetraron en las oficinas comerciales y en las oficinas de abastos donde antes no osaban ni meter las narices. Aparicieron los cuadros kazajos también en el ambiente de los funcionarios responsables de política, de finanzas y de industria. Kartkozhá no se cansaba de mirar y de admirar a ellos, como si fuesen las cimas de las montañas, como si fuesen los más queridos, como si fuesen ligados con él con lazos de la sangre.
Todos los jóvenes que eran miembros de varias organizaciones y varios partidos estudiaban y publicaban los periódicos. Los cabezones más hábiles que sabían mostrar los dientes estaban dispuestos a desgarrar uno a otro para obtener cualquier cargo importante. Se quejaban, desde luego, pero se veía que todos ellos estaban colocados decentemente, su modo de vida fué bien arreglado. Algunos hacían comercio, los otros compraban casas.
Los chavales diestros como Bornabái, Zanakhmet, Gabdollá que antes se habían mantenido en las plazas estatales – trabajaban como maestros, jueces, presidentes del comité revolucionario (en al lengua del viejo régimen eran los jefes distritales) entonces, en los tiempos de la nueva política económica, dejaron sus empleos y se lanzaron a comprar y vender, se hicieron los ricos empresarios – los nepmans (empresarios de la nueva política económica - NPE).
Los muchachos que habían estudiado en la ciudad y después se habían regresado a sus aldeas se quedaron en condición de los intelectuales pobres, pero los mañosos que se habían agarrado en la ciudad junto con sus esposas y sus amantes se convirtieron en “agentes de negocios” y progresaron en su enriquecimiento personal.
Kartkozhá dentro de sí no tomaba a bien a los muchachos instruídos que olvidaron sus ideales de ayer y se convirtieron en los “mercachifles”, ellos no le gustaban. Pero una vez, al escuchar la confesión de uno de estos chaqueteros, él pensó: - ¿Puede ser que ellos tengan razón en algo? ¿Quién sabe? El mercachifle instruído se expresó así:
- Los kazajos van a perderse si no aprenden a comerciar. La vida cotidiana vencerá. El pueblo que no desarrolla el comercio no podrá sobrevivir en este mundo implacable. El mundo está dirigido por el capital. Quien intentará oponerse al capital, será devorado vivo, aplastado, metido en las condiciones del esclavo. Y el comercio es el capital en efecto. No hay que poner en duda que si los kazajos despreciarán el comercio como ellos hacían siempre, se quedarán al margen de la civilización. A mí personalmente me da esperanza lo que aquí a Seméy este asunto está en marcha, me alegra lo que hasta las mujeres se hayan dedicado al comercio. ¿Por qué? No hay que divinizar este fenómeno pero hay que comprender que proseguimos la dirección justa y con los ojos abiertos. Hay que comprender que el tiempo se ha cambiado y el labor ahora está inseparablemente ligado con el dinero, y entonces con el comercio tan despreciado por tí, mi amigo.
Kartkozhá no quería creer a las palabras del mercachifle, pero la vida cada día y en todas partes le demostraba los ejemplos de su razón. Era suficiente recordar los precios de las mismas mercancías que se vendían en las aldeas y fueron puestas de muestra en los negocios de la ciudad. En el acto estaba claro quien y como se había enriquecido antes y se enriquecía en aquel entonces a cuenta de los kazajos - por cierto no eran los suyos. Kartkozhá que antes no encontraba la clave para comprender las causas del empobrecimiento de los kazajos parecía completamente satisfecho por la explicación que le fué dada.
Kartkozhá se dirigió a Kasén que le había pedido de visitarlo después de las lecciones. Era una visita habitual para él. Cunado llegó, en la casa de Kasén ya estaba Tolegén que en aquel entonces trabajaba en el órgano de control. Hablaban de los asuntos de trabajo.
- ¿Cómo anda en el poblado de Zhokshi?
- ¡Ay! ¿Cómo puede andar allí? Todo está destruído. Son los hechos de los agentes, ellos han robado todo. Hoy día, al recibir los materiales de instrucción, en seguida he metido en la cárcel a dos de ellos.
- Yo te quería contar: hace poco estaba aquí un kazajo - tobyktino, llegó para recibir un papel que le diera el derecho de recibir productos alimenticios. Entonces ellos lo pegaron y después empezaron a exigirle la suma de veinte y cinco millones por su liberación.
- Sí, tenemos un montón de estas causas. Acabo de recibir un aviso: en el mercado los agentes han detenido a los comerciantes kazajos con la ganancia y empezaron a solicitar dádiva. Hoy mismo he comenzado la indagación. Ellos levantan actas con absoluta confusión, no es posible entender en que día un ciudadano fué arrestado, cuando fué liberado, no está explicada la motivación. Tienen contactos con los bandidos de la ciudad, esto también controlamos ahora – comunicó confidencialmente Tolegén.
Después de que Tolegén hubiera ido Kasén explicó a Kartkozhá el deseo de verlo:
- Ultimamente aparicieron demasiados alumnos necesitados. Ellos ya sobrecargaron las oficinas de sus declaraciones, todos los días están de plantón en el pasillo con sus peticiones. Ayer en la reunión me han encargado de revelar la verdadera cantidad de esos alumnos necesitados. Y yo, a decir la verdad, no he estudiado esta cuestión a fondo, a nivel debido. Yo quisiera que tú me propongas algunas sugerencias... si estás al corriente.
- Los necesitados hay, esto es verdad. Pero los que están de plantón con sus declaraciones antes de su puerta no tienen nada que ver con ellos. Apenas sienten que alguien ha recibido algo, se lanzan es seguida para conseguir también algo. La mayor parte de ellos, estoy seguro, son simplemente las barrigas insaciables.
- Has dicho justo. Los kazajos son un pueblo así – para ellos está bien obtener, solicitar algo con lágrimas, conseguir un buen bocado gratis. A veces eso de veras me da rabia. ¿Cómo piensas, cuántos alumnos verdaderamente necesitados pueden ser?
Kartkozhá contó ocho – nueve personas.
- ¿Y qué podéis darles?
- En el presupuesto ningunas sumas para estos fines no están previstas. Pero pienso que nosotros mismos organizaremos un espectáculo teatral y el dinero obtenido por la venta de las entradas entregaremos a ellos.
Dentro de una semana en el club “El Globo de la Luna” tuvo lugar el estreno del conjunto teatral de los aficionados. La función tuvo un lleno. Akhmed, Smagul y Abdirasyl interpretaron sus papeles perfectamente, no eran peores de los actores rusos. El público estaba encantado. Fué recogido bastante dinero. Suficiente para repartirlo entre los alumnos pobres. Los días siguientes llevaron una noticia: Tolegén que ejecutaba el control de las actividades de la policía judicial del distrito y que descubrió los hechos ilícitos de los cinco agentes, les arrestó junto con su jefe.
- ¡Mira cómo es temerario! Entró solo en el edificio de la policía judical, se puso frente a los agentes y declaró: - ¡A nombre de la República yo les arresto! Aquellos se quedaron tanto asombrados por su audacia, que no tuvieron tiempo ni para oponer resistencia y fueron desarmados instantáneamente.
Tuvo lugar un procedimiento judicial sensacional después del cual parecía que empezaron a robar menos. Sólo en un distrito fueron entregados a los tribunales sesenta ladrones. Se quedaron frescos también los jueces que tomaban dádivas y que se consideraban la nueva “sangre azul”. Y los gaceteros también estaban ojo avizor, cada causa fué cubierta inmediatamente. A Kartkozhá le gustaba todo. Él no se apartaba de los periódicos.
Y en los periódicos más y más frecuentemente escribían del hambre. Él se penaba leyendo que dos tercios del pueblo kazajo pasaba por hambre. Lo aplastaba también el agobio increíble con el cual sus conocidos hablaban del hambre que dominaba las tierras kazajas.
Cuando llegó el verano muchos ciudadanos nuevos se dirigieron a sus aldeas con la esperanza de sobrealimentarse por los menos un poco. Kartkozhá también fué a su aldea junto a Kasén. Bajando de la carretela frente a la casa de un conocido bai Kasén le preguntó:
- Entonces ¿cómo le gusta a Usted el poder soviético? ¿Cree Usted que ahora vivamos bien? ¿O prefiere que el poder soviético caiga?
- ¡Oy-bay, querido! ¡Qué sea firme como está ahora! ¿Y por qué me lo estás preguntando?
- Pués antes el poder soviético no le gustaba.
- Y si va a caer ahora ¿quizá esto sea mejor para nosotros? De nuevo empezará la guerra. Y en este caso ¿qué se nos quedará de nuestro ganado?
En una calle ellos se cruzaron con un hombrecillo con aires de un pobre.
- Y tú ¿qué piensas del poder soviético?
- ¿Y por qué debemos estar en contra? Ahora cargaron todos los gastos sobre los bais. Ahora nos tratan como las personas, llegó la libertad. Se dice “El ciego sueña con obtener los ojos”. Bien es la verdad que algunas veces sucede, como no... ¿cómo es posible vivir sin esto? A veces la milicia o los jefes de la aldea nos aprietan, nos maltratan, pero nada... ya no a la antigua.
La frase divertida “ya no a la antigua” hizo sonreir a Kartkozhá.
La Ansia Eterna
Kartkozhá leía todos los libros kazajos que le caían en manos hasta el último punto, trataba de comprender cada palabra del lector, de recibir las respuestas a todas las preguntas, pero igual la escuela kazaja no calmó en él su sed de conocimientos. En el campo de la enseñanza él parecía a un cachorro que corría tras las sombras, que se clavaba con la nariz en todas las grietas, que se perdió y después al fin y al cabo llegó al lugar donde había estado antes.
A veces pasando cerca de una biblioteca rusa o cerca de una libreria rusa le ocurría parar y estar inmóvil como la gentuza siempre hambrienta está frente a la puerta cerrada y ferrada de la casa de un bai y se come todo con los ojos pero no obtiene nada para su lengua. -¡Ojalá yo hubiera dominado la lengua rusa! Y se acongojaba más y más. Trataba de leer los libritos finos editados para los villanos, escribía y aprendía a memoria las palabras desconocidas, preguntaba su sentido, consultaba el diccionario, hasta trataba de hablar ruso – pero en vano.
Su lengua no podía pronunciar los sonidos inabituales, su oído no destinguía las intonaciones. De Kartkozhá no se podía decir que él era un pozo de ciencia, pero tenía la memoria bastante tenaz, en general era un muchacho comprensivo, tenía medias entendederas. Pero lo más importante era que él creía en sus capacidades y en su talento. - Sin saber la lengua rusa yo no podré crecer y para otra gente no valdré nada. Y Kartkozhá se juró: - Voy a estirar la pata, pero aprenderó la lengua rusa a pesar de todo, porque de otra manera no podré abrirme el camino.
Y entonces, cuando se acercaba el invierno, después de poner sólidamente en orden su hacienda, después de proveer su familia de los productos alimenticios, Kartkozhá aparejó la última yeguita en el carro kazajo - arbá, en aquel carro hizo sentar a su hermanito que tenía en manos una ampolla llena de mantequilla salada, ató detrás del carro su único buey, y junto con los compañeros de viaje se puso en camino para la ciudad de Omsk. El camino largo – el saco pobre. Se movían sin prisa con el alma entre los dientes. Las ruedas rodaban día y noche y eso ya estaba bien.
Cuando atraversaron por el hielo el río Olenty los compañeros de viaje se aumentaron en cantidad. La carretería se componía ya de una decena de carretas y de narrias, se convirtió en una verdadera caravana. Entre los viajeros estaban los jóvenes que deseaban estudiar, los hombres vagamundos, las mujeres que iban a visitar a sus padres, y los currantes que esperaban a encontrar el trabajo en las tierras lejanas, los gorgoteros que después de vender sus baratas mercancías en las aldeas volvían a la ciudad para coger una nueva partida de la manufactura y de varia paquetería. Y todos ellos estaban apurados por la inquietud del día vivo.
La ciudad de Omsk era el centro de la tierra. ¡Prueba a alcanzarla! No sólo la gente, la carreta va a sudar. Mirad la yeguita de Kartkozhá, camina a duras penas como una mujer que parirá de un momento a otro. ¿Arrearla? De eso nada. El azote ya no ejercía influencia. La yegua resaltaba la anca y resbalaba con sus vasos por el guijarro. Kartkozhá miraba con ojos desencajados su grupa alzada, le levantaba la cola, le miraba bajo la coda y exclamaba perplejo: - Pero ¡¿qué pasa con este animal?!
La yeguita también tenía los ojos desorbitados y sus piernas eran capaces sólo de tremar un poco. Sus compañeros le dijeros: - Tú la has reventado, no agantará más. Kartkozhá miró atentamente el buey uncido junto con la yeguita. Parecía sano. Pasaron cinco – seis verstas más y allí ya yegua se paró definitivamente. Kartkozhá vió que se quedaba atrás de la carretería, no podía esperar más, mató ya yegua y la despellejó.
Los compañeros de viaje de Kartkozhá colocaron en sus carros su equipaje y le dijeron: - La carga de la caravana principal no se queda en la tierra. Y su carro-arbá Kartkozhá tuvo que dejar en el medio del camino. Se entristeció mucho por la perdición de la yeguita. Así se demostraba su mala suerte. Su mujer no le perdonó su ida. Y su madre se quedó descontenta. Él pensó: - ¿Puede ser que el descontento evidente de mi familia haya influído sobre mi viaje? Aúnque fuese así, él no quería pensar más en eso, pués no era el único obstaculo en su camino. ¡Simplemente tenía que aguantarlo todo!
Y marchó a Omsk a pie a pesar de que sus compañeros le proponían: - ¡Sus! ¡Sube a nuestro arbá! Bien era verdad que colocó a su hermano en uno de los carros expresando su gratitud al dueño. Más cerca a Omsk comenzó a hacer frío sensible. De noche por la tierra se extendía la escarcha fría. Y a pie del camino se escondían más frecuentemente los ladrones. Los viajeros tuvieron que vigilar sus cosas por las noches. Kartkozhá envolvía a su hermanito adormecido más estrechamente posible en el fieltro y después estaba sentado en vela, volvendo la vista a todos lados.
Cerca de Kartkozhá viajaba una mujer joven con una hija de unos once-doce años. Kartkozhá les patrocinaba. En los apeaderos la madre enviaba a su hijita a traer la chamada o el agua, pero la alimentaba mal. Y por las noches hacía a la hija a vigilar el equipaje en vez de sí misma. La pobrecita hija no tenía ningún vestido decente. Era flacucha y extenuada, con una maraña en la cabeza. Kartkozhá tenía lástima de la chica, él sufría por ella con toda su alma. Pero le parecía incódomo hacer una observación a la madre.
Una noche Kartkozhá vigilaba la carretería y no pudiendo resistir más, se acercó a la niña y dijo:
- Querida, ¿por qué no vas a dormir? Yo mismo en vez de tí voy a guardar todo aquí, y tú duérmete.
- Me va a pegar – dijo la niña en voz baja.
- ¿Por qué te debe pegar? ¿Acaso no es tu madre?
- No, es la madrastra.
- ¿Y tienes padre?
- No.
- ¿Tienes parientes?
- No.
- ¿Y a dónde te lleva a tí?
- A Omsk.
- ¿Tienes algunos familieres a Omsk?
- No, no tengo nadie. No sé nada más. Puede ser ella me vaya a vender a alguien.
- ¿Cuántos años tienes?
- Catorce.
Kartkozhá habló con la mujer cuando se acercaban a Omsk. Ella iba a sus parientes esperando dejar a su hijastra a cargo de ellos. Y si se encontrase un hombre que quisiera casarla, con mucho gusto se la daría por el rescate y hasta por nada, sólo para poder liberarse de ella lo más pronto posible.
- Tía, son las cosas malas – empezó a molestar Kartkozhá a aquella mujer. - ¿Quién ahora da el ganado por una chica? Será mejor si Usted la de a mí... Al principio la moza viva se negó, pero más tarde, después de hablar con un hombre que era su amigo íntimo, consintió. Kartkozhá se alegró como si hubiera vuelto a la vida su yeguita de cabo corto. Y sus compañeros de viaje se pusieron a reirse de él.
- Ya yegua se ha muerto, el arbá se ha perdido. Tú mismo galopeas a pie. ¿Y que vas a hacer ahora con esta chica, eh, jodzha Nasyr? (Nasyr o Nasreddín - personaje mítico y folclórico)
- ¡No riais! Vosotros reis a causa de vuestra ignorancia. Puede ser que veais una vez que de esta zangarilleja crecerá una magnífica persona. Dios ama a tales huerfanitas. ¿Qué? Ellas son personas igual que nosotros. Si todo saldrá bien, yo procuraré infaliblemente que la hermanita se ponga en pie firme – respondió Kartkozhá a los burlones y acarició la cabecita de la chica. Al alcanzar Omsk él y sus compañeros alquilaron una casita en un arrabal de la ciudad.
Al día siguiente, dejando en aquella casa a su hermanito y a su hermanita recién aparecida, él se dirigió al mercado para vender el buey. El buey enflaquecido, agotado por el largo pasaje, con los ojos hundidos, al principio no impresionó a los compradores. Pero después Kartkozhá convino en el precio con un comprador. No se podía decir que el precio era muy bueno, pero sin embargo Kartkozhá recibió la suma considerable. Él puso el dinero en el seno bajo la camisa se marchó para ver las filas del mercado.
Vió a un kazajo que bambaleaba con un gran billete de banco en las manos y pedía a cada encontradizo:
- ¿Alguien me puede cambiar el billete? Por favor, no puedo pagar al vendedor.
Kartkozhá se compadeció de él.
- Tío, ¿cuánto dinero necesita Ustes?
- ¡Cuarenta y cinco millones! ¡Eh, querido! ¡He tenido suerte!.. ¡Ay, que tú la pases bien!..
El billete recibido a cambio tenía el aspecto completamente normal y hasta hizo venir a Kartkozhá el pensamiento de la conveniencia. Porque el billete entró libremente en su viejo portamonedas de cuero crudo.
- En efecto ¿no vale la pena vaguear por el mercado con un montón de dinero en el seno? Si pago una mercancía, temo que se pueda perder.
Y además de esto en aquel portamonedas estaban algunos documentos, ahora todo estaba en un lugar y él no tenía que buscar mucho tiempo. Quiso comprar para la hermanita una jaboneta de olor y se coló justamente en el lugar más apretado del baratillo que compraba y vendía. Era un verdadero hormiguero, allí no era posible abrirse paso ni con empujones. Eligió un pedazo de jabón que le gustó e empezó a regatear, pero no convino en el precio. Lo hizo con un otro mercader, puso la mano en el bolsillo para cojer dinero... ¡Qué horror! ¡Portamonedas no estaba en su lugar! ¡No había nada!
Se puso nervioso, empezó a restingar bajo su camisa, se metió detrás del cinturón, el los pantalones. Todo estaba vacío. Sus ojos se cubrieron de lágrimas.
¿Qué hacer? Sin encontrar la respuesta marchó al apartamento.
En el agobio
Kartkozhá se quedó sin dinero y sin los documentos que necesitaba tanto, y a Omsk él no tenía ningún conocido. Fué de prisa a ver a todos sus compañeros de viaje, pero era inutil. ¿Quién hubiera tenido a casa a un inquilino insolvente? Y Kartkozhá con los adolescentes y el equipaje fué puesto de patitas en la calle.
Las calles de Omsk eran infinitas como las carreteras. Se extendían sin cesar. Kartkozhá cojeaba por la acera arrastrando los pies a duras penas. De su cara caía el sudor a chorros. La hermanita era tan agotada que no podía caminar sola. Menos mal el hermanito era todavía fuerte.
Kartkozhá colgó los sacos a los hombros del hermano menor, él mismo puso en sus espaldas la balumba con las colchas y el fieltro, encima hizo sentar a la “hermanita” y así caminaron. Kartkozhá no se diferenciaba en nada de un burro sobrecargado. Adonde caminaban ellos, él mismo no lo sabía. Esto significaba que andaban al centro de la ciudad.
Cuando pasaron por tres o cuatro barrios el hermanito también empezó a cansarse. Ellos se sentaron para descansar cerca de una valla. Era evidente que con los niños extenuados él no podía ir lejos. Kartkozhá se quedó pensativo: ¿Qué sentido tiene estar sentado más tiempo? Debo emprender algo. Tengo que pedir ayuda a alguien. Pero ¿a dónde ir? ¿A quién dirigirse? Tenía la cabeza llena de niebla. Y él vagabondeaba en aquella niebla sin ninguna salida. Daba vueltas y vagaba en vano pero de pronto delante de él aparició una figura fantasmagórica. ¿Quién era? Era un kazajo. Uno de los que llegaron hasta Omsk con el único objetivo recóndito – estudiar. Y él sin falta ayudaría a Kartkozhá.
- Pero ¿cómo se llama y dónde vive? Recuérdate, recuérdate... Pués debe ser en esta ciudad también alguien que como un maestro de postas tiene una parada que te puede salvar... Azimkhán... Alimkhán... no, no es él. Salimkhán... no, pero es alguien cuyo nombre se termina con “khan”. ¡Eh, Zhaydarkhán!.. ¡Es Zhaydarkhán!
Kartkozhá se levantó bruscamente como si tuviese de repente un destello. Dejó a los niños a vigilar los cachivaches y se precipitó en busca de Zhaydarkhán. Iba volando como un tinge de día, impetuosamente y a ciegas. Tropezaba con los peatones. Les preguntaba: - ¿Dónde vive Zhaydarkhán? Recorrió todas las calles. Y ¡hala! Cuando ya estaba para caerse ¡encontró su casa, ay! Era una casa bien iluminada de tres habitaciones. Bien era verdad que la criada no le permitió franquear el umbral:
- Zhaydarkhán tuvo el placer de comer y ahora está descansando.
Dos horas de espera duraron como dos años, Kartkozhá se cansó por fin y no aguantó más. De neuvo se acercó a la puerta y llamó. La puerta fué abierta y a él fué dicho: - Él está levantándose.
Kartkozhá se alegró como si sobre él hubiera bajado la bendición del cielo. Pero mientras que el tan deseado “...khan” se lavaba, se vestía, se peinaba, a Kartkozhá le parecía que hubiera pasado un mes entero.
Pero a pesar de todo llegó el minuto tan esperado y a Kartkozhá fué dado permiso para entrar. Frente a él se encontraba una cara llana y imperturbable. Un cuello blanco, pero por otra parte, si bien fuese vestido con un terno cosido por el mejor sastre de Omsk, igual habría tenido aire de un hombre de negocios ordinario y mediocre de procedencia esteparia. Él paseó pavoneándose delante de Kartkohzá y le preguntó: - ¿Qué quieres?
- He venido aquí para estudiar... he venido de un lugar remoto de la estepa. Entonces... me quedé sin ningún dinero, sin documentos, estoy perdiéndome... Me ayude de algún modo... Los documentos...
- ¿Alguien te conoce?
- ¡Ninguna persona!
- Entonces, ¿de dónde puedo saber quien eres tú? ¿Quién me lo dirá? Puede ser tú seas un ladrón...
Kartkozhá se puso a explicar, a jurar, a implorar, a llorar, pero aquel hombre no lo oía. Paso a paso Kartkozhá se irritaba, se desatinaba, empezó a alegar a alguien como testimonio y a citar algunas ordenanzas. El hombre se quedó sordo pero vociferó: - ¡Afuera!
Kartkozhá ya sin contener las expresiones más abusivas dió un portazo. Él no pudo comprender lo que ocurrió: o él explicó la historia del jabón o recibió una jabonadura: - Y si yo he tenido confianza en este tipo ¡qué la tierra nos trague a todos! – se confesó con amargura.
Con dificultad encontró a los niños en la calle. Ellos también estaban desconcertados, no comprendían lo que pasaba. La hermanita se adormeció. El hermanito encogiéndose y mirando temerosamente a todas partes estaba sentado sobre una balumba.
Llegó un miliciano que les dijo severamente: - ¡Largo de aquí! Llegó de nuevo: - ¡Fuera de aquí!
- ¿A dónde debo ir? Pero el miliciano dijo sólo: - Está prohibido pasar la noche en la calle.
Entonces Kartkozhá se arrastró cargado del equipaje dando traspiés en la oscuridad. Los viajeros se metieron en una grieta que se veía entre los muros de ladrillo. De la grieta nadie les echaba afuera. Decidieron pasar la noche allí. Los niños tenían hambre y sed. Kartkozhá tomó un jarro de cobre y fué a buscar agua. La llevó, diluyó en el agua los pedacitos secos del requesón un poco dulce y dió de comer a los niños. Él mismo bebió un entero jarro del agua. Como resultó, la sed del día pasado por poco no le hizo evaporar toda la sangre.
Después de comer él volvió un poco en sí y de nuevo se puso a pensar en su situación poco envidiable. Observó las casas que se alzaban a su alrededor y comprendió que si se contratase como un custodio o un barrendero, sin falta los dueños de aquí le darían un rincón para vivir.
La ciudad era grande: miles de edificios, un millon de personas, pero ninguna de las puertas estaba entreabierta ¡ay! Un foco de los adelantos de la ciencia y del progreso del espíritu humano. ¿Pero dónde estaba el humanitarismo? ¿El simple humanitarismo? ¿Acaso los hombres instruídos tuviesen los corazones de piedra? ¿Cómo aquellas casas de piedra? Estaban dispuestos a aplastar y a desarraigar.
- ¡Ay, mi generoso carácter kazajo, ay! Esto es todo el respecto de que tu gozas... Sí, Andréy tenía toda la razón, y nosotros, kazajos lo merecemos...
Hasta el amanecer él y su hermanito dormían por turno vigilando sus cachivaches. Brotaron los primeros rayos de sol. Kartkozhá de nuevo se animó. Empezó a buscar de prisa un trabajo, no importaba cual, ¡ojalá pudiera ganar para vivir!
Pero no lo podía encontrarlo de ninguna manera. Un señor ya estaba a punto de contratarlo como obrero, pero después se negó porque Kartkozhá no tenía documentos. Él recorrió todas las escuelas, pero sin un papelucho con un sello recibía una denegación en todas partes.
Encontró en la calle a un conocido más que era un kazajo letrado. Como se manifestó aquel hombre era de Omsk. Él era ágil y prensil pero no quiso oir a Kartkozhá, en vez de esto exclamó al divisar desde lejos a una mujer rusa: - ¡Anna Nikolayevna! ¡Mis respetos! – y se precipitó a ella con las reverencias.
Kartkozhá tuvo que vender la alfombrilla de fieltro, con aquel dinero podían comer tres días. Estar con los brazos cruzados él no podía de ninguna manera. Andaba y buscaba. Entraba de paso en los orfanatos y en todas las oficinas – en todas partes estaban los rusos.
Él se desesperó hasta tan punto que lloró toda la noche y sólo al despuntar el alba pudo cerrar los ojos. En el sueño él vió a su mamá, ella lo acarició y aspirando el aire de su frente dijo: - ¡Querido, no te ofendas, no te enfades, mejor ve al sitio donde ya has estado!
Él se despertó en la misma grieta entre los muros. Inflexiblemente clara se acercaba la madrugada. Y de nuevo sonaron distintamente las palabras de la madre. Como si hubiera encontrado una moneda, él fué allá donde ya había estado. Era el edificio del comité distrital. Pero antes él hizo una visita a un hombre que podía llamarse el conocedor – al molá de la facultá de la juventud obrera, y con su ayuda escribió una solicitud.
Al presidente del comité naturalmente no era tan facil hallar
en su despacho. Kartkozhá hacía antesala no menos de una hora. Y de pronto aparició un hombre alto con una barbilla trigueña, con una cartera bajamano, con una mirada calurosa. Echó un vistazo a Kartkozhá y lo invitó a entrar en el despacho. Kartkozhá se estremeció como si fuese despertado de un sueño penoso y teniendo delante de sí el papel con el texto escrito siguió al hombre. El presidente le estrechó la mano e con la misma mano que estrechaba la de Kartkozhá hizo un gesto que quería decir: - ¡Siéntate!
Él era ruso pero hablaba la lengua kazaja. Empezó a preguntar de
los asuntos del distrito rural y del distrito municipal donde vivía Kartkozhá, después le preguntó: - ¿Quiénes de los kazajos que habían estudiado tú conoces? Kartkozhá dijo sus nombres. El presidente lo escuchó y después puso unas cuantas líneas de resolución sobre la solicitud de Kartkozhá.
- El secretario expedirá el documento para tí. Con este documento vas a ingresar en el instituto. Kartkozhá se alegró. La frase “expedirá el documento” sonó como un beso sonoro en la frente. Corrió y se inscribió en la facultad. En la facultad de la juventud obrera. De alegría en sus ojos aparicieron las lágrimas. Colocó a la hermanita y al hermanito en el orfanato. El apellido del hombre que mostró interes a su suerte era Poludub, él era conocido entre los kazajos con un apodo “Kerekulyk”
¿Quién es esto?
¿Quién es este muchacho sentado que trata de calentarse bajo el caftán roto, que está enjugando las gotitas de sudor que aparecen en su frente a causa de los esfuerzos mentales? Está sentado bajo el techo cubierto de hierro, en un edificio de dos pisos con las lámparas eléctricas. Está entablando conocimiento con Arquímedes, Pitágoras, Newton, geólogo Otto Torell, Bogdanov, Kautsky y geofísico George Whipple. Entonces ¿quién es esto?
Hoy día él preceptua a los niños (al adolescente de doce años, su hermanito) y no sólo a ellos: - ¡Estudia bien! ¡Si algo será complicado para tí obligatoriamente haz la pregunta al maestro! Entonces, llamad el nombre del preceptor que manifiesta las opiniones tan oportunas y razonables a pesar de que sólo ayer él vagaba entre el cielo y la tierra y hasta no imaginaba como podía alimentarse él mismo y como dar de comer a los que le eran confiados por la suerte y por el Dios.
¿Quién es este kazajo que era capaz de perder todo el dinero en una hora pasada en el mercado, que se quedó sin un rublo y llevaba a los niños por las calles de la ciudad más de un día?
¿Quién es este joven que tiene la sonrisa en la cara, quien no olvida a enviar a la aldea lejana casi todo el dinero que pasa por sus manos para sustentar a su madre y a sus sobrinos?
¿Quién es este muchacho moreno al cual promete a estar en casa dentro de un día una chica delgada que fué entregada a él por su madrastra, que podía darla como si nada, a un primero que llegase, porque no pudo venderla de una vez por el ganado? Ahora ella dice con entusiasmo al hombre que le sonríe en un vestíbulo soleado del edificio de tres pisos: - ¡Tío, me han admitido en la organización de los pioneros! (pioneros – organización infantil comunista). Y oye su respuesta: - Querida mía, ¿es verdad? ¡Estoy muy contento!
Entonces ¿su nombre es? Kartkozhá, Kartkozhá, Kartkozhá...
Hoy día él es otro, es vidente - una vez él desdeñaba a los ignorantes que habían recibido la enseñanza en las escuelas de los molás y de los jodhzas. Ahora él comprende que él es uno de ellos, sólo que se negó de contentarse de los conocimientos tan lamentables. Ahora en él no hay ni rastro de su desolación y su estado acosado.
En verano él trabajaba temporalmente como maestro en una aldea cerca de Omsk y se enamoró de una muchacha de nombre Gulsim que era su alumna. En víspera del invierno él la casó. La viuda de su hermano mayor que se consideraba su esposa, al escuchar la novedad que para ella era fría, se conformó: - ¡Ama a quién quieres! Y en seguida se fué a sus familiares.
Ahora él mismo no permitirá a nadie atentar contra su felicidad. Llevó a su joven esposa en la residencia de los estudiantes y avisó a todos sus amigos: - ¡No os atreváis ni mover un solo dedo!
Ahora Kartkozhá es marxista. Ve el mundo por los ojos del autor del libro “El Capital”, Karl Marx. Pero ¡qué mala sombra! No es capaz de librarse de la cofianza en la Suerte. Delante de sus ojos pasa la hilera de los años y de las penas y no se puede cambiar nada, por mucho que hayan sido horribles los días pasados. Bien es verdad que a veces le parecía que él hubiera previsto muchos acontecimientos en su destino. Y sin embargo, el hombre no puede saber... La convicción “quien busca halla” no le dejaba.
No se le podía negar esto, Kartkozhá quería a los kazajos, quería su familia. Quería todo lo que era ligado con los kazajos: la tierra, las aguas... Su corazón se quebraba por la piedad y la compasión a los desdichados y a los pobres, pero él desdeñaba a las canallas ricas.
En los casos de que un kazajo y un ruso se metían y peleaban uno con otro, él desde luego inculpaba al ruso. Pero en el mismo tiempo no olvidaba las manifestaciones de los mejores rasgos de la natura rusa.
Él hubiera cambiado un centena de los tipos tan detestables como Zhaydarkhán por un solo hombre como Poludub. Estaba seguro de que si todos los kazajos y todos los rusos hubieran tropezado con tantos descalabros, temores y desventuras que habían sobrevivido él y Andréy durante la guerra, ellos habrían tratado unos a otros con mucha más compasión, bondad y tolerancia.
Pero ¿quizá esto sea posible? ¿Se puede imaginar que los corazones de millones de personas puedan palpitar en el único ritmo y responder como el único corazón? Hay la gente de toda clase. La creencia en lo que contra el dios del mal indispensablemente se levantará el dios del bien es el dualismo ingenuo.
El consciente no empleo de la violencia ante la maldad – son las buenas ideas de León Tolstoi. Pero ¿quién detiene a tales canallas como Zhaydarkhán y Ashirbek? Las personas humanas en la lucha contra el mal están unidas sólo por las emociones comunes y por la compasión. Y la raza humana mejorarán no la vagancia y las quimeras, sino el labor y los sufrimientos.
¿Y qué escribía Marx con este respecto? ¿Es verdad que su idea de la justicia general sea real? No hay nada que hacer, hay que responder a esta pregunta y Kartkozhá hojea los libros de nuevo.
Trabaja para el bien del pueblo
Los estudios a Omsk duraron dos años. Él se casó. Ni la hermanita, ni el hermanito no pasaban estrecheces. ¿Trabajo? Al instante mismo podía ocupar buen puesto. Pero sin embargo algo lo molestaba, inquietaba su alma, algo no cumplido todavía lo atraía: - ¡Busca! Él sentía que en la ciudad no había lo que él deseaba. Pensaba que su busca era ligada con las aldeas.
- Oh, pueblo mío, privado en un acto, en uno - dos años, de su tierra natal, la más fértil, con sus chortales y valles anegadizos más limpios, echado en la estepa seca por los migrantes de las provincias rusas y ucrainanas, ¿qué representas tú ahora?
¿Dónde está tu ganado gordo? ¿Por qué tú estás empujado a los invernaderos de piedra donde no hay no la hierba, ni el follaje?
Humillado, oprimido por los jefes distritales, por los trujamanes, por los molás, hostigado por los cosacos, pueblo mío, ¿cómo estás? ¿Qué te pasa? ¿Qué aire respiras? ¿Qué viandas comes? ¿Puede ser que tú seas una fiera, un objeto de caza perseguido ya en los tiempos anteriores, ya actualmente? ¿Puede ser que tú seas una simple masa humana sobre la cual acechan y la cual atosigan diferentes partidos, ladrones y malandrines? Yo quiero saberlo.
Yo quiero ver de nuevo a mis familiares y a mis queridos, quiero comprender las cosas que les preocupan, quiero prestarles la ayuda a la cual yo saré capaz – como puedo, como me han enseñado. Si no, ¿para qué y para el bien de quién he estudiado? Y si voy a preocuparme sólo de mi propia barriga, vivir sólo para cumplir mis deseos, apreciar sólo mis propios pensamientos, ¿qué podré dar yo a la gente? ¿Quizá yo tenga derecho de separarme de ellos? ¿Qué interés puedo tener yo viviendo sólo para mí mismo? ¿Por qué la gente se hace descarada? Pués por causa de la vida dulce.
Empezó la temporada agradable cuando sobre el intenso verdor de las praderas resplandecía el purpúreo placer de filipéndula y esto estaba bien. ¡Levantad el vuelo, alígeros, bebed el azul celeste y la blancura de las nubes! ¡Tumbaos en la hierba, peludos, voltead a gusto! Se alegraba cada oveja, cada ser viviente, y Kartkozhá con su joven esposa prefirió subir el buque de vapor. Después de aprobar todos los exámenes ellos fueron por el río a sus aldeas natales, con ellos viajaba la muchedumbre de los estudiantes, los billetes eran gratuitos. Se abastecieron de los víveres. Todos estaban de buenísimo humor.
Por última vez Kartkozhá había subido la cubierta del buque de vapor hace veinte años. Ahora es mucho más confortable en comparación con los tiempos anteriores. Hay menos suciedad, menos desbarajuste y ¿quiere Usted ver un horario? ¡Por favor! ¡Está muy bien!
De día en día, apenas el río Irtish se libra de hielo, comienzan los días mucho más calurosos. En los desembarcaderos están los kazajos vendiendo kumís y leche. A Kartkozhá le gusta platicar con ellos y preguntarles: - ¿Qué tal la vida?
A lo largo del río Irtysh están situadas las ciudades y en las ciudades están los tribunales. Todos los funcionarios del juzgado son conocidos de Kartkozhá. Y con ellos, que contrajeron la costumbre de transitar por las calles en largas gabardinas y con los sombreros en la cabeza, Kartkozhá tiene los encuentros en la orilla. Conversan sin prisa.
- ¿Cómo van los asuntos?
- Están bien.
- ¿Y las audiencias?
- Las celebramos en lengua kazaja. La gente está acostumbrandose a las leyes.
Le proponen a visitarlos, pero suena la sirena del buque y de nuevo pasan al lado las orillas de Irtysh.
Y aquí Kartkozhá tiene un encuentro siguiente – en el desembarcadero está sonriendo Meszhán apretando a su costado una sólida cartera.
- ¿Qué tal? ¿Qué cargo has ocupado?
- Trabajo en el comité distrital. El poder a Kereuk y Kalimoldy´.
- ¿No sabes si toman dádivas en el comité ejecutivo?
- No lo sé de una manera cierta. Ven a nosotros y lo verás.
- ¡Hasta luego!
- ¡Hasta otra!
Bate una vez las palmas en las montañas de Bayán – resonará el eco.