Cuenta la gente de un clan grande y antiguo naiman, aquellos que hasta hoy día viven en el sur de Kazajistán, en Sarkand, a las orillas del río Aksu, que dirige su curso al río Sir Daria.
Cuenta la gente del clan naiman, y yo, un escribiente tenaz, he confiado al papel su relato así como se ha conservado desde los tiempos inmemorables.
***
Los vientos fríos volaban sin parar al sur desde el lago Baljash paralizado por el hielo.
La última nevasca de aquel año se meneaba furiosamente de yurta a yurta en el aúl de naiman, como si quisiera borrarlo de la faz de la tierra. Aullaba con maldad en desesperación de que su tiempo se acababa. ¡Y si ya tiene que ceder a la primavera próxima, hay que por lo menos dejar una memoria para que les escalofriara a todos hasta el invierno siguiente!
Un poco al margen del aúl, cerca de unas rocas aguzadas que se parecían a los dientes de un dragón, estaba una yurta grande y negra de Yer-Kaptagay [Yer – bogatir (héroe de la épica)]. Del hueco humero salían chispas, cada una grande como un jabardillo. La nevasca, sin temer a picaduras, las arrastraba y pegaba contra la roca.
De vez en cuando se oía de la yurta un sonido de trompeta lento, que ahogaba el rumor incesante de la nevasca. Eso fue el estornudo de Yer-Kaptagay.
Estaba acomodado comfortablemente cerca del fuego y pensaba en las cosas que aquel día había oido de sus paisanos. Decían que un gigante conocido por sus hazañas llamado Azret Alí [Azret Alí (ezgret - santísimo) – el justo musulmán, guerrero y caudillo Alí, cuñado de Mahoma] estaba viajando en las tierras de los naiman. Que en su marcha iba a pasar aún más adelante de lo que había pasado en su tiempo Eskender Zulkarnayn [Eskender Zulkarnayn (bicorne) - Alejandro de Macedonia]. Azret Alí tiene un argamak [Argamak – un caballo de raza] a cual sólo le basta hacer nueve pasos para vencer un camino de nueve meses.
Dicen también que Azret Alí trae una palabra nueva y demanda que todos acepten esta palabra y la repitan con admiración y fe. A los quien no quieren escucharle él los obliga con fuerza de sus armas. Y la partesana [Partesana – una arma antigua como una hacha en un mango largo] de Azret Alí es nueve veces más larga que una normal. Ahí lejos, en su patria, hasta los leones vigorosos que no conocen ningún miedo, hasta ellos le ceden el paso con humildad al encontrarle.
Mientras Yer-Kaptagay estaba pensando en todo eso, Azret Alí de verdad paró su argamak cerca de la roca que cubría la grande negra yurta contra la nevasca. Y cuando él franqueó el umbral, Yer-Kaptagay apenas estaba empezando a cenar.
En esta casa vivían tales personas que no podían comer de un sólo plato. Sus dedos estorbarían uno a otro. Por eso delante de Yer-Kaptagay, delante de cada uno de sus cuatro hijos adultos estaba un plato separado. Y había tanta carne cocida que en los tiempos que corremos sería bastante para hartar un aúl entero. Los hijos no empezaban a cenar, ellos esperaban respetuosamente hasta que su padre viejo toque la comida primero.
Azret Alí se sorprendió al verlos. Hasta aquel momento suponía que gigantes como ellos sólo se podía encontrar en su patria.
- Assalam agaleykum – dijo él, pero nadie contestó a su saludo. Sin saber todavía como portarse ahora, él estaba observando en silencio: con sus dedos enormes el viejo levantó del plato la cabeza de camello. En aquellos tiempos los gigantes también criaban animales gigantes. La cabeza de camello era grande como una yurta de hoy.
Yer-Kartagay tenía hambre ya, y por eso embuchó toda la carne quitada de los pómulos de camello, la lengua de camello, el cartílago suave de garganta. Sólo al haber tragado todo eso levantó los ojos a Azret Alí que como antes seguía al umbral.
Al principio le gustó al viejo el aire del visitante, aunque no entendió lo que había dicho. Un bigote espeso negro, una barba así mismo negra, redonda, bien cuidada. Alto, garboso... Un dzhiguit [Dzhiguit – hábil jinete] verdadero. Le conviene a Yer-Kaptagay hablar con alguien como éste como con su igual.
- Siéntate cerca de nuestro fuego, batyr viajero – dijo él y le tendió los mejores trozos cabidos en un palmar: una mitad de un hígado enorme, separó de la espaldilla grasa que se deshacía en la boca, escogió un hueso con mucha carne.
Según la ley de hospitalidad, quería honrar al visitante para que aceptara comida de sus manos. Pero por lo visto, Azret Alí no sabía esa costumbre esteparia y se retiró un poco como si evitando el ofrecimiento.
Azret Alí dijo:
- Antes de comer quisiera que me ofrecieran cama en esta casa...
Pronunciaba suavemente las palabras cantadoras desconocidas, y esas palabras tocaron las orejas de Yer-Kaptagay. ¿Pero cómo podía el viejo entender su sentido? Él no conocía la lengua del viajero, y el viajero – que era de los árabes – no conocía lengua suya.
- ¿Qué me estás cantando? – preguntó Yer-Kaptagay saliendo de sus casillas. – ¿No conoces nuestras palabras? ¡Pero eso lo entenderiá cualquiera! Te dan carne, entonces, hay que comer esta carne. ¿La vas a comer o no?
Azret Alí pegó al corazón su mano derecha y repetió de nuevo su pedido sobre la cama. Y otra vez Yer-Kaptagay no le entendió. Ofendido que su ofrecimiento fue renunciado dos veces, el viejo tragó él mismo tanto el hígado como la grasa, después agarró del plato la cabeza de camello y la arrojó contra el visitante.
La cabeza enseñando los dientes pasó volando muy cerca de Azret Alí, él apenas consiguió apartarse, pronunciando “¡Oh Alá!”.
Se oyó desde fuera el sonido sordo al pegarse el cráneo de camello contra la roca.
A lo mejor en otros lugares por los cuales pasaba su camino largo y no pacífico Azret Alí no era tan paciente. Pero qué podía hacer ahí, en el río Aksu, si delante de él estaban sentados en la yurta unos bogatires – Yer-Kaptagay y sus hijos.
Azret Alí repetió su pedido por tercera vez, pero no había allí un truchimán [Truchimán – traductor] que le hiciera sus palabras comprensibles para el dueño. Por eso el corazón de Yer-Captagay no se ablandó, y él no quitaba del forastero los ojos sospechosos.
Se puso todo alerto cuando el visitante metió su mano en el seno... Pero no era arma lo que sacó Azret Alí, sino un libro, y él dijo, susurrando con sus páginas de pergamino: - Os traigo zikr [Zikr – advertencia; uno de los nombres antiguos del Corán] para que los carcamales como vosotros reflexionen en su camino, en su destino. Os traigo una palabra nueva que os obligará establecer un orden nuevo y vivir de una manera nueva. Yo dije, y vosotros escuchasteis...
Pero por entonces, al haber quebrado el visitante la ley de hospitalidad renunciando a la comida, ya no podía ganarse la benevolencia del viejo Yer-Kaptagay.
Yer-Kaptagay le cortó palabra en la boca:
- ¡Deja tu charla! Porque si no... – Agarró del plato un hueso grande como un arbolito y lo agitó con amenaza.
Y sus hijos se armaron también. Uno levantó la cea del pato trasero, pesada como una porra, otro tomó la misma cea del pato delantero, y los otros dos se quedaron con los brazuelos de camello, agudos como una partesana. Y así estaban de pie, listos para acribillarle al forastero a golpes irrebatibles al primer indicio de su padre.
Pero Yer-Kaptagay les paró con un ademán. Él mismo tenía bastante fuerzas para superar a cualquiera, sin pedir ayuda de sus hijos.
Azret Alí entendió que no podía vencerles y salió de la yurta haciéndose atrás.
A lo mejor no le agradaba mucho estar en el viento y escuchar el aullido feroz de la nevasca. Porque el amor propio de los gigantes también es gigante. ¡Hasta aquella noche no se le podía ocurrir una idea de que alguna vez le tocaría una humillación como esta!..
Pasó con guerras tanto por África como por Asia, conquistaba a la gente con el cutis de distintos colores: los negros y los blancos, los rojos y los amarillos. Muchos se entregaron a sus manos ni siquiera arriesgándose a combatirle. Y ahora, al encontrar a Yer-Kaptagay y a sus hijos, Azret Alí estaba pensando sin querer: ¿si de veras fue por casualidad que el mismo Eskender Zulkarnayn no pudo moverse más allá? ¿No es el destino mismo que le pone ante él un muro ciego que no se puede saltar ni en un caballo más alípedo, que no se puede contornear?
Azret Alí, preparado ya para cualquier cosa en este país de bogatires, estaba esperando si alguien saldría de la yurta siguiéndole.
Pero además de fuerza, Yer-Kaptagay y sus hijos estaban dotados también de generosidad. No se pusieron a perseguir al extranjero que había dejado su casa.
Azret Alí tomó a su argamak por la brida, lo llevó a la roca por la parte de sotavento y se tendió en la tierra respaldado a una piedra grande.
Un olor agradable le picaba la nariz, y Azret Alí comprendió que eso fue el olor de meollo cocido. La cabeza de camello tirada por la mano fuerte se había pegado contra la roca y roto en mil pedazos. Azret Alí sentió que tenía hambre y encontró a ciegas los huesos y trozos de la carne que no se pusieron muy fríos todavía.
Estaba echando a su boca pedazo por pedazo y pensaba: ”Sí, resulta que esta gente entiende de comida”. Después se le ocurrió un pensamiento que antes de empezar las conversaciones, habría que haber aceptado los ofrecimientos del viejo. En este caso todo podría volverse de otra forma.
Al comer la carne y limpiado las manos con la nieve, Azret Alí se convenció que nada fue perdido todavía: por la mañana volverá a Yer-Kaptagay y hablará con él.
Al tomar esta decisión, aflojó un poco su cota de malla, se envolvió más profundamente en la bata, se encasquetó el yelmo hasta la nariz. Durmió toda la noche sin moverse, como duermen los bogatires.
Antes de amanecer sopló de cara a la nevasca punzante un viento del sur y – prevaleció. La nevasca tuvo que largarse más al norte, al lago Baljash, a donde la primavera viene más tarde. Al levantarse el sol, el viento del sur se puso a hacer limpieza y pronto desheló toda la nieve que la nevasca había amontonado en la despedida.
Y por la tierra negra húmeda tuvo que arrear los caballos el quinto y el más joven hijo de Yer-Kaptagay – Munaytpas. Estaba apretando con sus talones los costados de una yegua albazana. Iba de prisa a su casa, como va de prisa un camellito que se quedó atras de los mayores.
Aún de lejos avistó que la cortina de la yurta estaba abierta y que sus hermanos mayores salieron al encuentro de la caballada, llevando en sus manos las bridas adornadas, a lo mejor iban a marchar a algún lugar, y a él le dejarián en casa como siempre, le dirián: eres pequeño...
Después Munaytpas notó: un bogatir desconocido dejó pastar a su argamak y entró en la yurta. Eso fue Azret Alí que al despertarse decidió cumplir su intención de ayer y fue a ver a Yer-Kaptagay una vez más.
Munaytpas no sabía sobre lo sucedido. Podría preguntar a sus hermanos cuando se le acercaron. ¿Pero si estaba para eso?.. No era capaz de quitar la vista del argamak.
Oh, un caballo como éste el chico nunca había visto todavía, aunque los caballos de su padre no eran de los peores en los alrededores de cien marchas. El viento caliente jugaba con la cabellera plateada larga, como si quisiera peinarla con cuidado. Los ojos del caballo hermoso árabe lucían como joyas. Las orejas sensibles captaban el susurro mínimo, y su cabeza en el cuello terso encorvado se volvió en seguida en la dirección de la caballada que había aparecido.
El argamak relinchó de manera aflautada, saludando a las yeguas, advertiendo a los caballos que ni pensaran competir con él.
Munaytpas quedó inmovil, siguiendo admirando al caballo lujoso espectacular, y en aquel momento en la yurta Azret Alí estaba ante Yer-Kaptagay y seguía con los discursos interrumpidos ayer.
Azret Alí entendió que en este caso era imposible tener éxito por fuerza, y por eso su voz sonaba suavemente, murmuraba como el río Aksu cuando haya llevado ya los aguas deshelados locos y se ponga quieto en la mitad del verano.
Como ayer, Azret Alí sacó del seno el paquete de las hojas de cuero – finas, casi transparentes. Las hojas estaban abigarradas con unos signos extraños.
En voz alta llamó el nombre de este paquete: “kitab” [Kitab – libro; uno de los nombres antiguos del Corán] y se puso a cantar los versos en una voz sonante y agradable. Yer-Kaptagay no le interrumpía, aunque las palabras cantadas por el visitante seguían sin decir nada al viejo.
Sin embargo, le empezó a parecer que en aquellos sonidos estaba ocultado un misterio grande, y que estaba a punto de comprenderlo, y entonces de un aliento se le haría claro para qué este hombre había dejado su casa... Pero al viejo también le parecía oír en aquellos sonidos una otra cosa: al someterse él a ellos, su vida se cambiaría hasta no ser reconocida, y él dejaría de parecerse a sí mismo...
Azret Alí dejó de cantar y le entregó el kitab al viejo, para que lo tocara y tuviera en las manos. Eso fue el signo de la mayor confianza: darle el libro santo.
Pero Yer-Kaptagay no lo entendió, y por tanto no lo apreció.
Aceptó el kitab esperando que en sus manos también dariá aquellos mismos sonidos maravillosos.
- Que voz más preciosa, incomparable tiene el kitab tuyo – dijo Yer-Kaptagay, pensando que al alabar él el paquete misterioso, sonaría de nuevo una canción que influye en el alma de una manera inexplicable.
Pero el kitab permaneció silencioso.
- ¡Estás, como ayer, tomando mi pelo canoso! – le dijo el viejo a Azret Alí. – ¿Qué provecho me da si tu kitab sólo canta en las manos tuyas? Tenlo entonces tú mismo. Y vete, vete. ¡No quiero verte, y mis hijos no quieren verte!
Y mientras sucedía entre ellos esta conversación, incomprensible tanto para uno como para el otro, Munaytpas seguía mirando pensativamente al argamak e imaginaba ¡qué felicidad sería dar aunque sea una vuelta en un caballo como este¡ Después de esto ni le daría mucha lástima de morir. Los caballos de su padre parecían caballejos miserables en comparación con este argamak, y el corazón del chico se amainó para ellos en seguida.
Saltó de su yegua albazana, y, llevándola por la brida, se dirigió al argamak.
Munaytpas, como fascinado, no sabía todavía qué iba a hacer: robar el caballo y sea lo que sea, o simplemente dar una vuelta en él mientras el dueño no lo viera, por ello no le daría pena recibir uno o dos latigazos.
El argamak, al poner sus orejas de punta, le observaba acercarse. Pero está claro que el chico no le interesaba. Su atención fue atraída por la yegua albazana – la más hermosa, más graciosa en la caballada peguntada con la marca de Yer-Kaptagay.
Y la yegua tampoco podía resistir a un mozo tan varonil. Ella no tiraba a otro lado, ella siguió con obediencia a Munaytpas en cuanto observó que él la llevaba en dirección del caballo alto de pinta clara.
En las jornadas lejanas rigurosas Azret Alí no le dejaba a su caballo entrar en caballadas, y éste estaba privado del cariño sin el cual no puede existir no solamente el corazón humano. Y por eso el caballo se encabritó, por poco tocando las nubes con su cabeza, demonstrando que ágil, fuerte y gracioso era, y así – en patas traseras se dirigió a la yegua que le esperaba, hinchando las narices y con cabeza levantada con orgullo...
Munaytpas entendió en un santiamén que si incluso no robaría al argamak, por lo menos se quedaría en su caballada la descendencia suya. El chico saltó rápidamente a un lado.
Azret Alí, cuya conversación con Yer-Kaptagay otra vez quedó en nada, salió de la yurta en aquel momento cuando el amor corto del argamak y la yegua albazana ya se había terminado, y él no tuvo tiempo para impedirlo.
Juraba y blasfemaba, y los gigantes también dan blasfemias gigantes. Pero estaban allí cerca los cuatro hermanos de Munaytpas con espadas en sus manos, y Azret Alí ni siquiera podía permitirse pegarle al chico impúdico un torniscón bueno. En un arranque de cólera iba a montar al argamak de un salto, pero éste todavía no se había recobrado del amor y no quería moverse.
Azret Alí cabeceó y dijo así:
- Muchas alturas inaccesibles se postraron ante mí. Y ahora mi camino choca contra una roca pequeñita, y yo tengo que volverme atrás. ¡Yo, que nunca volví la espalda a nadie!
Munaytpas y sus hermanos no entendieron al forastero. Soló vieron como Azret Alí llevó a su caballo fuera por la brida, y pronto desapareció detrás de las rocas, y el viento borró sus huellas.
Y mientras vivían Yer-Kaptagay y sus hijos, nunca más apareciá por aquel lugar.
***
Aquella roca hasta hoy día está en la región de Sarkand, en el sur de Kazajistán.
Los habitantes nativos la llaman La Roca del Argamak.
Y como recuerdo de aquellos tiempos lejanos se quedó en los naiman una leyenda de que ni por fuerza, ni por astucia, ni por cariño fingido no se podía vencer a los bogatires como Yer-Kaptagay y sus hijos. Y además quedáronse los caballos que adelantan el viento.