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Gabiden Mustafin - Karagandá (Sp)

01.07.2015 1765

Gabiden Mustafin - Karagandá (Sp)

Язык оригинала: Караганда

Автор оригинала: Gabiden Mustafin

Автор перевода: Р. Seysenbayev

Дата: 01.07.2015

Translation into Spanish

Alrededor hay sólo la vasta estepa cubierta por hierba marchita. En lo alto, reforzada por recios tirantes alámbricos, se alza una vieja chimenea de hierro, de color marrón debido al herrín. Ya hace mucho que el humo no sale de ella. Junto a la chimenea hay cinco o seis barracas bajas. La antigua mampostería está a punto de derrumbarse, las paredes siguen sosteniéndose allí sólo gracias a los soportes colocados en ellas.
Detrás de las barracas se ven infinitos acopios de cenizas. Cuando hace calor hasta un pequeño soplo de viento puede hacer el pueblo cubierto por neblina negra. Pero ahora, en la primavera temprana, mientras la tierra y las cenizas se mantienen húmedas, no hay polvo.
Este pueblecito de la zona de Karagandá en medio de la estepa desierta parece un lunar en la cara humana.
En pleno día primaveral en el horizonte aparece una caravana solitaria. Pero no es la caravana ordinaria de los nómadas kazajos.
Uno detrás de otro van todo tipo de carros: carretelas y carretas cubiertas con lona. En ellas van entre quince o veinte personas. Todos son rusos. El único autóctono, el kazajo Kanabek, está sentado en la primera carretela. Es de baja altura, propenso a la obesidad, su cabello negro está manchado con canas.
A la altura del viejo cementerio ya abandonado, junto al arcén, la caravana se para. Los viajantes miran a su alrededor, pero ahí no hay gente, el pueblo parece muerto.
Kanabek se levanta en la carretilla y grita:
– ¿Hay alguien allí?
Entonces sale de la barraca una persona alta, de hombros anchos y con bigote negro y largo. Un minuto miró en silencio a los recién llegados intentando adivinar quiénes eran. Luego, lentamente, moviendo con dificultad sus pies, se dirigió hacia la caravana.
Kanabek estaba ardiendo de impaciencia:
– ¿Ni que el cielo te pese? ¡Anda, muévete ya!
El de bigote se acercó y dijo en voz baja:
– Buenos días.
Y se paró sin estrechar la mano a nadie.
Kanabek saltó de la carreta, se le acercó y le estrechó la mano.
– ¡Mucho gusto, amigo! Soy Kanabek, el Jefe del Comité Ejecutivo de Telmanovo. ¿Habrás oído, no?
– Sí, – tras una pausa respondió el de bigote. – Y yo soy Yermek, un obrero. Estoy aquí custodiando la Karagandá.
– Pues a ti te necesitamos. ¿Sabes quién viene? Son gente de Donbass y algunos incluso desde Moscú. Quieren dar otra vida a la Karagandá muerta. ¡Junto con nosotros van a construir una Karagandá nueva, soviética! – se apresura a decir Kanabek. – Aquí te presento a nuestro amigo Sergio Petrovich Schebakov, es como tú, un minero experimentado, encabezará el cartel. – Dijo él indicando a su vecino de la carreta. – Aquí está el mecánico, camarada Kozlov. Y allí está cerrajero Lapshin. Y este es el ingeniero Orlov.
Yermek a todos les estrechó la mano. Su rostro moreno se enrojeció y los ojos empezaron a brillar. Pero seguía guardando la compostura y no abrió la boca, aunque la alegría se podía ver en su rostro animado.
Mientras duraba esta corta conversación, el pequeño pueblo se llenó de vida. Corrían los niños. De las barracas salieron hombres y mujeres. Aparecieron los carreteros que venían de los koljoses vecinos a por el carbón. Detuvieron a sus caballos los jinetes que pasaban por el camino. De pronto los visitantes se vieron rodeados por la gente.
De todas las partes se oían muchas preguntas:
– ¿Que quieren cerrar la carbonería de Karagandá?
– ¡Dicen que han llegado los maestros desde Donbass!
– No lo tomes fácil a nuestro carbón. ¡Que funde el hierro!
Yermek sacó del bolsillo un manojo de llaves y las entregó a Scherbakov.
– Me comentó sobre vosotros Chaykov. Ya os esperaba. Y por fin, habéis llegado. Aquí están las llaves de la mina. ¡Adelante!
Scherbakov tomó las llaves y las sacudió en su palma ancha. Se quedó pensativo por un momento observando con sus ojos azules profundos la extensa estepa alrededor. Su vasto espacio, parecía, le emocionaba.
Alzando la mano con las llaves el hércules, ancho de espaldas, pronunció:
– ¡Camaradas! Hace ya cien años desde que el pastor Appak Baydjanov encontró en una lironera el carbón de Karagandá. Todos estos años los capitalistas rusos e ingleses mantenían encerrada, fuera del alcance del pueblo, la riqueza de la tierra kazaja. ¡Y nosotros ahora con estas llaves abriremos los candados y entregaremos los tesoros en las manos del pueblo! Nos envió el Partido Comunista para ayudar a nuestros hermanos kazajos a volver a la vida esta extensa estepa. Según la orden del Poder Soviético esta miserable carbonería ha de llegar a ser al final del quinquenio un importante centro industrial. No es una tarea fácil. Pero la fuerza del pueblo sabe enfrentarse a cualquier desafío. Necesitamos sólo organizarla conforme a los principios del Partido. Y no habrá fortaleza que no podamos tomar…
Scherbakov hablaba ruso. En esta zona todavía quedaban kazajos que no lo dominaban. Pero las palabras “Partido”, “Poder Soviético” las entendía todo el mundo. Kanabek traducía.
Una anciana kazaja al lado de Yeremek escuchaba con atención el discurso apoyada en un bastón. Los rizos canos por debajo del pañuelo parecían unos tulipanes blancos sobre sus sienes. La vieja era cerrada de oído, pero intentaba entender lo que se decía.
Cuando Kanabek terminó la traducción, la vieja se acercó a Scherbakov, le tomó de la mano y le llevó hacia la punta del antiguo cementerio. Luego haciendo gestos impacientes llamó a alguien. Se le acercó un joven alto, con rostro redondo y boquiancho. Él se sentía un poco molesto, se sonrojó y sonreía ampliamente.
La vieja señalaba a las tumbas y decía:
– Aquí está enterrado mi padre, murió por tuberculosis. Esta es la tumba de mi marido, murió en la mina. Aquí está mi hijo mayor. Era de sangre caliente, no se tragó los insultos y le pegó al técnico inglés. Vino a socorrerle al técnico el suboficial cosaco Kudria y le mató de un sablazo a mi pobre niño. Muchos enterrados aquí murieron por torturas o miseria. Varias veces oí hablar que padre nuestro Lenin siempre defendía a la gente trabajadora… Y ahora nos envía a tí, hijo, para que nos ayudes.
La vieja cogió de la mano al joven y le acercó a Scherbakov.
– Es mi único sobrino. Se llama Aktym. Es huérfano. Te lo entrego, hijo mío. Haz a él un hombre, minero, como fueron todos los hombres en nuestra familia.
Kanabek tradujó a la vieja y Scherbakov la contestó:
– ¡Gracias por la confianza, madre! Lo haré con mucho placer.
Manteniendo a la anciana del brazo la llevó fuera del cementerio.
Yermek acompañó a los visitantes hasta la barraca libre. La gente se dispersó. Los jinetes siguieron su camino trotando sobre sus caballos. Los koljosianos llenaron sus carros con carbón y se dirigieron camino a sus aúles.
Cuando cayó la tarde en toda la estepa se difundió la noticia como si fuera llevada por el viento: “Llegaron los maestros de Donbass y Moscú. Van a poner en marcha la Karagandá”.

Transcurrieron unos días. Los recién llegados se acomodaron en su nueva residencia. Y la pequeña carbonería empezó a reanimarse.
Cerca de las barracas sobre una colina yace una pequeña pila de carbón. Junto a ella Akym con otro obrero meneándose de un lado al otro giran a mano el tromel con un balde atado a él por una cuerda de alambre. El carbón extraído lo abaten en una pila nueva.
– Y ¿por qué no lo podemos poner en la misma pila? – pregunta Akym.
– ¡Quien sabe! – le contesta su compañero.
– Quería preguntárselo a Sergio Petrovich, pero no se hablar ruso y él no entiende el kazajo.
– Y ¿cómo lo arregló tu abuela para que te acepte como aprendiz?
– Estaba Kanabek, él tradujo.
Desde el pozo de la mina por una escalera de madera subieron Scherbakov, el siempre callado ingeniero Orlov y el capataz Seytkalí.
Seytkalí era un viejo minero karagandino. Cuando la carbonería se cerró se fue a su aúl. Pero tras oír la noticia sobre la gente de Donbass enseguida volvió a la mina y empezó el trabajo como capataz.
Seytkalí es de pelo rubio, con una nariz carnosa y ancha y posee una voz de bajo profundo.
– Muchas pérdidas, demasiadas, – dijo Scherbakov moviendo la cabeza. – Casi la mitad del arranque se desparrama al subirlo arriba.
– Con los ingleses las pérdidas eran mayores, – contestó Seytkalí en voz alta.
– Los ingleses aquí no pintan nada. Tenemos que aprender a extraer el carbón puro, sin roca, y sin pérdidas, – repitió Sergio Petrovich encendiendo la pipa y observando a los trabajadores cerca del tromel.
Los jóvenes con esfuerzo giran el eje y de vez en cuando se limpian el sudor de la frente.
– ¿Es difícil, Akym? ¿Te has cansado? – pregunta Scherbakov a través de Seytkali.
– Es pesado, pero no estoy cansado aún.
– Se nota que no eres de los que se queja… Y ¿qué te parece si tendrás que trabajar con el pico?
– Pues, ¡con muchas ganas! ¿Me enseña?
– Claro está. Ya te acordarás de estas palabras: llegará el tiempo cuando picarás el carbón con una máquina. – Sergio Petrovich le dio unas palmadas en el hombro y se dirigió a Seytkalí: – Ponle a trabajar con Yermek para que aprenda.
Durante toda la conversación el ingeniero Orlov estaba callado limpiando con un pañuelo sus lentes. Luego se lo puso y se acercó a los demás.
Sergio Petrovich indicó con la cabeza a los jóvenes girando el tromel:
– Esto no podemos admitir.
Orlov levantó los hombros y entre abrió los brazos:
– Y ¿qué podemos hacer en estas condiciones?
– Podemos poner caballos para girar el tromel.
– Ah, un tromel hipomóvil… ¡Buena idea!
– Exacto. Liberaremos la gente de un trabajo duro y lograremos extraer más carbón. Lo diré al mecánico Kozlov y Usted le ayuda.
– Y ¿de dónde sacamos madera en la estepa?
– Kozlov se encargará, él sabe.
De la pila de carbón de hoy Steykalí cogió las más grandes piezas, las colocó en la madera y empezó a enclavar la tapa.
Akym estaba observando lo que hacía y como no lograba entender el objetivo de eso, le preguntó:
– ¿Para qué metes tantos clavos? ¿Para qué lo haces?
– Lo enviaremos a Ural y a Donbass.
– Cómo si no tuvieran su carbón allí…
– Van a analizar el nuestro.
Alrededor hay sólo la vasta estepa cubierta por hierba marchita. En lo alto, reforzada por recios tirantes alámbricos, se alza una vieja chimenea de hierro, de color marrón debido al herrín. Ya hace mucho que el humo no sale de ella. Junto a la chimenea hay cinco o seis barracas bajas. La antigua mampostería está a punto de derrumbarse, las paredes siguen sosteniéndose allí sólo gracias a los soportes colocados en ellas.
Detrás de las barracas se ven infinitos acopios de cenizas. Cuando hace calor hasta un pequeño soplo de viento puede hacer el pueblo cubierto por neblina negra. Pero ahora, en la primavera temprana, mientras la tierra y las cenizas se mantienen húmedas, no hay polvo.
Este pueblecito de la zona de Karagandá en medio de la estepa desierta parece un lunar en la cara humana.
En pleno día primaveral en el horizonte aparece una caravana solitaria. Pero no es la caravana ordinaria de los nómadas kazajos.
Uno detrás de otro van todo tipo de carros: carretelas y carretas cubiertas con lona. En ellas van entre quince o veinte personas. Todos son rusos. El único autóctono, el kazajo Kanabek, está sentado en la primera carretela. Es de baja altura, propenso a la obesidad, su cabello negro está manchado con canas.
A la altura del viejo cementerio ya abandonado, junto al arcén, la caravana se para. Los viajantes miran a su alrededor, pero ahí no hay gente, el pueblo parece muerto.
Kanabek se levanta en la carretilla y grita:
– ¿Hay alguien allí?
Entonces sale de la barraca una persona alta, de hombros anchos y con bigote negro y largo. Un minuto miró en silencio a los recién llegados intentando adivinar quiénes eran. Luego, lentamente, moviendo con dificultad sus pies, se dirigió hacia la caravana.
Kanabek estaba ardiendo de impaciencia:
– ¿Ni que el cielo te pese? ¡Anda, muévete ya!
El de bigote se acercó y dijo en voz baja:
– Buenos días.
Y se paró sin estrechar la mano a nadie.
Kanabek saltó de la carreta, se le acercó y le estrechó la mano.
– ¡Mucho gusto, amigo! Soy Kanabek, el Jefe del Comité Ejecutivo de Telmanovo. ¿Habrás oído, no?
– Sí, – tras una pausa respondió el de bigote. – Y yo soy Yermek, un obrero. Estoy aquí custodiando la Karagandá.
– Pues a ti te necesitamos. ¿Sabes quién viene? Son gente de Donbass y algunos incluso desde Moscú. Quieren dar otra vida a la Karagandá muerta. ¡Junto con nosotros van a construir una Karagandá nueva, soviética! – se apresura a decir Kanabek. – Aquí te presento a nuestro amigo Sergio Petrovich Schebakov, es como tú, un minero experimentado, encabezará el cartel. – Dijo él indicando a su vecino de la carreta. – Aquí está el mecánico, camarada Kozlov. Y allí está cerrajero Lapshin. Y este es el ingeniero Orlov.
Yermek a todos les estrechó la mano. Su rostro moreno se enrojeció y los ojos empezaron a brillar. Pero seguía guardando la compostura y no abrió la boca, aunque la alegría se podía ver en su rostro animado.
Mientras duraba esta corta conversación, el pequeño pueblo se llenó de vida. Corrían los niños. De las barracas salieron hombres y mujeres. Aparecieron los carreteros que venían de los koljoses vecinos a por el carbón. Detuvieron a sus caballos los jinetes que pasaban por el camino. De pronto los visitantes se vieron rodeados por la gente.
De todas las partes se oían muchas preguntas:
– ¿Que quieren cerrar la carbonería de Karagandá?
– ¡Dicen que han llegado los maestros desde Donbass!
– No lo tomes fácil a nuestro carbón. ¡Que funde el hierro!
Yermek sacó del bolsillo un manojo de llaves y las entregó a Scherbakov.
– Me comentó sobre vosotros Chaykov. Ya os esperaba. Y por fin, habéis llegado. Aquí están las llaves de la mina. ¡Adelante!
Scherbakov tomó las llaves y las sacudió en su palma ancha. Se quedó pensativo por un momento observando con sus ojos azules profundos la extensa estepa alrededor. Su vasto espacio, parecía, le emocionaba.
Alzando la mano con las llaves el hércules, ancho de espaldas, pronunció:
– ¡Camaradas! Hace ya cien años desde que el pastor Appak Baydjanov encontró en una lironera el carbón de Karagandá. Todos estos años los capitalistas rusos e ingleses mantenían encerrada, fuera del alcance del pueblo, la riqueza de la tierra kazaja. ¡Y nosotros ahora con estas llaves abriremos los candados y entregaremos los tesoros en las manos del pueblo! Nos envió el Partido Comunista para ayudar a nuestros hermanos kazajos a volver a la vida esta extensa estepa. Según la orden del Poder Soviético esta miserable carbonería ha de llegar a ser al final del quinquenio un importante centro industrial. No es una tarea fácil. Pero la fuerza del pueblo sabe enfrentarse a cualquier desafío. Necesitamos sólo organizarla conforme a los principios del Partido. Y no habrá fortaleza que no podamos tomar…
Scherbakov hablaba ruso. En esta zona todavía quedaban kazajos que no lo dominaban. Pero las palabras “Partido”, “Poder Soviético” las entendía todo el mundo. Kanabek traducía.
Una anciana kazaja al lado de Yeremek escuchaba con atención el discurso apoyada en un bastón. Los rizos canos por debajo del pañuelo parecían unos tulipanes blancos sobre sus sienes. La vieja era cerrada de oído, pero intentaba entender lo que se decía.
Cuando Kanabek terminó la traducción, la vieja se acercó a Scherbakov, le tomó de la mano y le llevó hacia la punta del antiguo cementerio. Luego haciendo gestos impacientes llamó a alguien. Se le acercó un joven alto, con rostro redondo y boquiancho. Él se sentía un poco molesto, se sonrojó y sonreía ampliamente.
La vieja señalaba a las tumbas y decía:
– Aquí está enterrado mi padre, murió por tuberculosis. Esta es la tumba de mi marido, murió en la mina. Aquí está mi hijo mayor. Era de sangre caliente, no se tragó los insultos y le pegó al técnico inglés. Vino a socorrerle al técnico el suboficial cosaco Kudria y le mató de un sablazo a mi pobre niño. Muchos enterrados aquí murieron por torturas o miseria. Varias veces oí hablar que padre nuestro Lenin siempre defendía a la gente trabajadora… Y ahora nos envía a tí, hijo, para que nos ayudes.
La vieja cogió de la mano al joven y le acercó a Scherbakov.
– Es mi único sobrino. Se llama Aktym. Es huérfano. Te lo entrego, hijo mío. Haz a él un hombre, minero, como fueron todos los hombres en nuestra familia.
Kanabek tradujó a la vieja y Scherbakov la contestó:
– ¡Gracias por la confianza, madre! Lo haré con mucho placer.
Manteniendo a la anciana del brazo la llevó fuera del cementerio.
Yermek acompañó a los visitantes hasta la barraca libre. La gente se dispersó. Los jinetes siguieron su camino trotando sobre sus caballos. Los koljosianos llenaron sus carros con carbón y se dirigieron camino a sus aúles.
Cuando cayó la tarde en toda la estepa se difundió la noticia como si fuera llevada por el viento: “Llegaron los maestros de Donbass y Moscú. Van a poner en marcha la Karagandá”.

Transcurrieron unos días. Los recién llegados se acomodaron en su nueva residencia. Y la pequeña carbonería empezó a reanimarse.
Cerca de las barracas sobre una colina yace una pequeña pila de carbón. Junto a ella Akym con otro obrero meneándose de un lado al otro giran a mano el tromel con un balde atado a él por una cuerda de alambre. El carbón extraído lo abaten en una pila nueva.
– Y ¿por qué no lo podemos poner en la misma pila? – pregunta Akym.
– ¡Quien sabe! – le contesta su compañero.
– Quería preguntárselo a Sergio Petrovich, pero no se hablar ruso y él no entiende el kazajo.
– Y ¿cómo lo arregló tu abuela para que te acepte como aprendiz?
– Estaba Kanabek, él tradujo.
Desde el pozo de la mina por una escalera de madera subieron Scherbakov, el siempre callado ingeniero Orlov y el capataz Seytkalí.
Seytkalí era un viejo minero karagandino. Cuando la carbonería se cerró se fue a su aúl. Pero tras oír la noticia sobre la gente de Donbass enseguida volvió a la mina y empezó el trabajo como capataz.
Seytkalí es de pelo rubio, con una nariz carnosa y ancha y posee una voz de bajo profundo.
– Muchas pérdidas, demasiadas, – dijo Scherbakov moviendo la cabeza. – Casi la mitad del arranque se desparrama al subirlo arriba.
– Con los ingleses las pérdidas eran mayores, – contestó Seytkalí en voz alta.
– Los ingleses aquí no pintan nada. Tenemos que aprender a extraer el carbón puro, sin roca, y sin pérdidas, – repitió Sergio Petrovich encendiendo la pipa y observando a los trabajadores cerca del tromel.
Los jóvenes con esfuerzo giran el eje y de vez en cuando se limpian el sudor de la frente.
– ¿Es difícil, Akym? ¿Te has cansado? – pregunta Scherbakov a través de Seytkali.
– Es pesado, pero no estoy cansado aún.
– Se nota que no eres de los que se queja… Y ¿qué te parece si tendrás que trabajar con el pico?
– Pues, ¡con muchas ganas! ¿Me enseña?
– Claro está. Ya te acordarás de estas palabras: llegará el tiempo cuando picarás el carbón con una máquina. – Sergio Petrovich le dio unas palmadas en el hombro y se dirigió a Seytkalí: – Ponle a trabajar con Yermek para que aprenda.
Durante toda la conversación el ingeniero Orlov estaba callado limpiando con un pañuelo sus lentes. Luego se lo puso y se acercó a los demás.
Sergio Petrovich indicó con la cabeza a los jóvenes girando el tromel:
– Esto no podemos admitir.
Orlov levantó los hombros y entre abrió los brazos:
– Y ¿qué podemos hacer en estas condiciones?
– Podemos poner caballos para girar el tromel.
– Ah, un tromel hipomóvil… ¡Buena idea!
– Exacto. Liberaremos la gente de un trabajo duro y lograremos extraer más carbón. Lo diré al mecánico Kozlov y Usted le ayuda.
– Y ¿de dónde sacamos madera en la estepa?
– Kozlov se encargará, él sabe.
De la pila de carbón de hoy Steykalí cogió las más grandes piezas, las colocó en la madera y empezó a enclavar la tapa.
Akym estaba observando lo que hacía y como no lograba entender el objetivo de eso, le preguntó:
– ¿Para qué metes tantos clavos? ¿Para qué lo haces?
– Lo enviaremos a Ural y a Donbass.
– Cómo si no tuvieran su carbón allí…
– Van a analizar el nuestro.
– ¿Analizarlo? ¿Para qué? ¿Lo van utilizar para sacar mantequilla? Carbón es carbón sea de donde sea.
Sergio Petrovich interesado por la conversación pidió a Seytkalí que la tradujera. Y se hecho a reír.
– Explícaselo. Cuando lo entienda, trabajará mejor. El carbón puede ser diferente. Del carbón se puede extraer el aceite y el coque que funde el hierro. Necesitamos saber si es posible con nuestro carbón. En Ural y en Donbass hay instalaciones especiales para hacer este análisis.
Akym escuchaba atento y asentía con la cabeza.
Orlov dijo a Akym que llevara la caja en la barraca de la administración del futuro cartel. Y se dirigió detrás de él.
Mientras tanto Scherbakov y Seytkalí lentamente se dirigieron hacia la mina “Gelbert”, abandonada desde la época de los concesionarios ingleses. Subieron a la colina. Schebakov con una sonrisa complacida observaba los alrededores.
A lo lejos en una altura cubierta por neblina blanquecina y más cerca, en lo bajo hay gente. Ellos están cavando, parecen unos cazadores que abren el nido de una presa grande. Por todas las partes están cimentando nuevas minas. Y de detrás del monte vienen una detrás de otra infinitas caravanas.
– Comenzó el trabajo. Ves, la gente también está llegando, – dijo Sergio Petrovich. – Cuando se firmen los contratos con los koljoses, aquí estaremos a tope con las caravanas.
– Sí, la gente ya conoce lo de Karagandá. Y sólo esperan que les llamemos.
– Y nosotros tenemos que estar preparados para recibirles. ¿Qué es lo que la gente necesita sobre todos? Que beber, que comer y donde vivir. Y es lo que nos falta.
– El mayor problema es el agua, – dice inquieto Seytkalí. – En toda Karagandá hay dos-tres pozos de agua potable que yace a gran profundidad. Abrir nuevos no es una tarea fácil.
– No, yo me preocupo más por la vivienda que por el agua. No tenemos material de construcción. Y el ferrocarril hasta aquí para traerlos no es algo que se puede montar rápido. ¿Y dónde van a vivir en invierno?
Seytkalí contestó:
– A unos kilómetros de aquí están los koljases “Kzyl-Kuduk”, “Ak-Kuduk”, “Ashyly-Airyk”, “Bukpa”. Podemos alojar allí algunos grupos. Y los otros, en caso extremo, pueden construir barracas de tierra. Para esto no se necesita mucho material. Lo más caro es el agua. No se puede traerla todo el tiempo desde los koljoses.
La conversación se cortó con el golpeteo del martillo que llegaba desde un desván de piedra cerca de una alta chimenea de metal. En su día este desván fue construido en el lugar para la primera piedra para la mina “Gelbert”.
En una de sus zonas, donde entraron Scherbakov y Seytkalí, estaba trabajando con el martillo el herrero Koktainsha, un bajito pero ágil anciano. En la época de los ingleses él gozaba de fama del mejor maestro en Karagandá. Cuando supo la noticia de que habían llegado los de Donbass y Moscú, Koktainsha volvió allí desde su aúl antes de los otros. El dio el primer martillazo contra el yunque e instaló un pequeño horno de forja. Ahora estaba haciendo la punta del pico. Sergio Petrovich se quedó admirando su destreza.
– Está modelando el hierro como si fuera barro.
Koktainsha, aunque hablaba mal el ruso, le contestó rápido:
– ¡Y si viera cómo trabajaba el herrero Karakyz!
– Y ¿dónde está? – se animó Scherbakov.
– Falleció.
– ¡Qué lástima!.. Necesitamos buenos maestros. De saber a todos los viejos mineros que pueden volver a la carbonería. Pero que se traigan sus picos: nos falta la herramienta.
– Ellos se traerán la suya sin ninguna necesidad de decírselo. Ponles aquí donde vivir y lo demás llegará.
Su pequeño taller está lleno de piezas de metal oxidado y picos viejos desafilados. En el patio del desván están tiradas vagonetas rotas, rieles finos. Dentro del desván el mecánico Kozlov junto con Lapshin y Koktainsha empezaron a organizar el futuro taller mecánico del cartel.
Delante del desván se paró una carretela. De allí salió un hombre obeso y de estatura baja, ya entrado en años y empezó a sacudir su gabardina polvorienta.
– Es Kozlov, – dijo Koktainsha.
– Boris Mikhailovich, ¿ya ha vuelto? – le llamó Scherbakov. – ¿Ha conseguido algo?
– No les queda nada que vale la pena, – explicaba Kozlov, mientras sacaba de la carretela unos viejos bulones, engranajes y retazos de cuerda alámbrica.
A treinta y cinco kilómetros de Karagandá se encontraba la semidestruida fábrica de fundición de cobre de Spas que antes era dominio de los ingleses. Kozlov fue allí pensando que podía encontrar materiales para el taller mecánico.
– ¿Es todo lo que queda?
– Bueno, quedan tres locomóviles rotos, restos de dos aparatos “Cameron” y unos tubos. Los trae Lapshin.
– Y ¿en el molino abandonado en el Bolshoye Mikhailovskoye?
– ¿Es que piensas que los ingleses y los kulakí  van a dejar algo? – Kozlov se echó a reír mostrando las raíces de los rotos dientes delanteros. – Allí todo ha quedado raso como la palma de la mano. Nada, solo dos motores gastados. No podemos quedarnos con las manos dobladas, esperando que llegue la ayuda de parte del ferrocarril.
– Vamos a pasar aquí, – Sergio Petrovich pasó con Kozlov, Koktainsha y Seytkalí a la vecina zona del desvén donde estaba la entrada a la mina “Gerbert”.
Scherbakov miró dentro del oscuro y profundo pozo vertical y preguntó pensativo a Seytkalí:
– ¿Cuántos metros?
– Unos cien.
– Yermek dice que en el fondo hay un lago pequeño.
– Puede ser. Antes también había mucha agua aquí.
– Tenemos que utilizarla para fines técnicos. El geólogo Chaikov me comentó que encontró fuentes subterráneas en dos sitios. Los vamos a utilizar también. Así solucionamos el problema de agua para algún tiempo.
Seytkalí sorprendido se quedó con la boca abierta. Solo pudo pronunciar:
֪– ¡No entiendo! – Él estaba seguro que el agua se puede sacar sólo de los pozos y ríos. – ¿Cómo vamos a sacar esta agua?
– Bombeando con una máquina.
– Y ¿dónde está la máquina?
– Boris Mijáilovich la hará.
Kozlov movío la cabeza y se echó a reír-
– ¿Con qué puedo hacer la máquina? ¿Con esta chatarra?
– Tú sabrás. ¡La gente necesita agua, agua y agua! Mientras tanto reemplaza ese carrusel manual por un tromel hipomóvil. Y ¡apresúrate! – le acordó Sergio Petrovich. Y luego dijo a Seytkalí. – Cada día vamos a profundizar nuestras galerías. Y no podremos hacer nada con los carros de mano. En el patio de “Gerbert” hay muchas vagonetas tiradas y rieles…
– Ya son viejas y no valen para nada.
– Boris Mijáilovich las puede necesitar. Prepárenlas para bajar al pozo… Y otra cosa más. Los nuevos trabajadores tienen que trabajar junto con los viejos. Ellos tienen bastante experiencia para compartir. Como Yermek, por ejemplo.
Este hombre esbelto y reservado hablaba tranquilamente, sin apresurarse. Sus palabras no parecían una orden sino una protección paternal.
Al dar las disposiciones a Seytkalí, Kozlov y Koktainsha, Sergio Petróvich se dirigió a la oficina. Iba despacio con las manos en los bolsillos de su pantalón ancho. Iba y pensaba. Los pensamientos se le juntaban encima:
¡Hay pocos mineros profesionales! Hasta faltaban peones. La mano de obra la buscamos en los koljoses. Y la gente quiere aprender. Hay que darles de comer, vestirles, alojarles y organizar espacios donde estudiar… La fábrica tiene que desarrollarse. Y con el tromel hipomóvil y unos picos no se puede lograr mucho. Necesitamos mecanización… Y hasta que a Karagandá no llegue el ferrocarril que la comunicará con el resto del país, ni pensar que se quitarán los problemas de encima… Y ahora mismo hay que crear los sindicatos, células del Partido y otras organizaciones soviéticas locales. ¿Quién me ayuda? Necesito gente que me eche la mano…
En la extensa estepa colinosa se esconde la pequeña carbonería karagandina… Se pueden observar grupos separados de gente… Lento, casi tímido, movimiento.
Recobrándose de los pensamientos Sergio Petróvich se paró, se sentó sobre una piedra grande, sacó su block de notas, lo colocó sobre la rodilla y se puso a escribir:
“Moscú. Jefe de VSNJ , camarada Kuibyshev.
Estudié la situación y comencé el trabajo. Empezamos a realizar los planes. Cimentamos tres minas nuevas. Para analizar la calidad del carbón enviamos las muestras a Donbass y Ural. En dos lugares hemos encontrado agua. Utilizamos el recurso local al máximo. Pero no es suficiente. Cuando llegue la ayuda, sobre todo el ferrocarril, podremos desarrollar las actividades al máximo. Los habitantes cercanos llegan a la carbonería. Y nosotros necesitamos a los profesionales que van a enseñar a los que hace poco eran nómadas. Hace falta fundar organizaciones públicas locales. Pido tomar medidas extraordinarias.
Scherbakov”.
Entregó el cable en el cartel y, sin detenerse, salió fuera a la estepa. Sergio Petróvich desabrochó su chaqueta. Él caminaba por la estepa inspirando el puro aire vernal.
A pocos pasos vio a unos obreros que cavaban la tierra para el cimento de la nueva mina. Sherbakov se dirigió hacia ellos.
Capítulo segundo
Un joven descarnado con rostro bronceado salió corriendo del edificio del Comité territorial del Partido. El corazón le saltaba. Echó un vistazo al documento que le acabó de entregar el secretario. Arriba de la hoja con mayúscula ponía: “Comité Territorial del Partido…” Esta pequeña hoja de papel era su principal mandato en la vida.
Hacía calor, pero el joven no retenía el paso. Iba por la calle Karl Marx llena de grandes rodados. Algunos de ellos eran como un camello tumbado, algunos alcanzaban el tamaño de una yurta . En primavera del año mil novecientos veintiuno cerca de Alma-Atá cayó un aguacero jamás visto antes por aquí. Desde las montañas venían raudales que traían piedras de lo más alto. Hasta hoy día en la ciudad se pueden ver testigos mudos de aquella tempestad.
Entre las piedras en la calle se adivinaba un sendero, estrecho como si fuera trazado por una liebre. El joven impaciente no siguió sus virajes entre las piedras e iba saltándolas en línea recta.
Él recordaba su larga conversación con el secretario y pensó que el camino que está siguiendo ahora Kazajistán parece esta calle. Adelante se puede ver un verde valle, pero para llegar hasta allí hay que atravesar barrancos profundos y altas montañas…
Por fin llegó a su apartamento.
La casa de madera que ahora estaba casi hundida en la tierra, antes tenía que ser una bella finca, pero la inundación torció sus paredes y cimiento. Nadie sabía a dónde se fue su antiguo amo en los días de la revolución. Ahora era una casa pública. Pero el ayuntamiento no tuvo tiempo para prestarla atención. El tiempo era así: tanto en el centro de la república como en los aúles en la provincia se celebraban estrenos de pisos, la gente empezaba a acondicionar su vida.
El joven salió de su casa con la misma rapidez con la que había entrado. En la mano llevaba una maleta, bajo el sobaco – una gabardina. Paró al primer coche de punto en la calle y ordenó al cochero:
– ¡A la estación!
El barbudo cochero dio un pencazo. Las ruedas levantaron el polvo de la carretera. El usado faetón cabeceaba por el camino lleno de baches y el pasajero daba saltos en el asiento. La distancia hasta la estación era unos doce kilómetros. En ambos sentidos por el camino avanzaban lentamente carros ligeros y de carga. Raramente aparecían autos. Los altos álamos que bordeaban el camino estaban cubiertos de polvo y sus cúspides parecían canosas. Daba la sensación que el calor y el intenso polvo ahogaban todo a su alrededor.
– Así que Alma-Atá es rica no solo en sol y vegetación sino y en polvo, – comentó el joven. Era lo único que había pronunciado durante todo el recorrido.
En la estación pagó al cochero, salió rápido al andén y subió en el tren que ya estaba a punto de arrancar.
Tanto nuestro protagonista, como otros pasajeros tomaban el tren sin adquirir pasajes. El ferrocarril Turkestán-Siberia funcionaba desde hacía poco. Los trenes de pasajeros no circulaban todavía, pero los “vagones rojos” de los trenes de carga aceptaban a todos y gozaban de gran demanda, aunque no había garantía de que llegaran a tiempo.
Un largo tren lleno de gente, cargos, ganado arrancó chirriando. El balido de las ovejas, los gemidos del acordeón popular, el hablar de la gente, todo esto parecía el abandono primaveral de un aúl grande.
Apoyado en el postigo de la puerta del vagón el joven miraba al horizonte. Y el tren corría rápido su camino, dejando por detrás el paisaje. Sólo el majestuoso blanco Alatau  le seguía. Las cumbres de las montañas formaban largas cadenas en el este.
A lo largo de las vías férreas por un camino vecinal iba gente: peones, ecuestres y sentados en los carros. Un niño moreno con nariz chata y la barriga al aire corría cerca de las vías intentando no quedarse atrás del tren. Al verle el joven se echó a reír. Por fin el chato se cansó y se paró. En seguida el joven vio como un anciano montando a un buey empezó a correr detrás de los vagones. Seguramente era de los jalayires . Solo ellos solían montar a los bueyes.
El carretero que estaba dormido en una arbá  se despertó espantado y dio dos patadas espontáneas. Y el burro levantando sus orejas largas volvió la cabeza hacia el tren pero no apretó el paso. Dos mujeres kazajas con cabezas cubiertas por unos pañuelos blancos montaban dos camellos que iban trotando por el camino. También se podía ver a los jinetes que iban a caballo a todo correr y el casqueteo de los caballos se disolvía en el ruido producido por las ruedas de los vagones…
El joven echó un vistazo al reloj en su mano y frunció enfadado el ceño. Todo el transporte que utilizaba el pueblo kazajo desde antaño perdía en velocidad al tren. La ferrocarril Turkestán-Siberia redujo el camino que antes se llevaba un mes hasta un día. Pero nuestro protagonista estaba impaciente. Su viaje era largo. Tenía que recorrer otros cien kilómetros y más a caballo. La ancha estepa kazaja parecía no tener límite.
– ¡Anda, hijo, vamos a comer! – oyó una voz que le llamaba.
El joven dio la vuelta. Un kazajo de barba negra y densa se sentó en un rincón del vagón en una manta de fieltro como si estuviera en su casa. En un dastarkhan , un mantel blanco colocado sobre el fieltro, habían tortas y carne de cordero grasa y fría, y en un borde se encontraba el torsuk de piel cruda ahumada, que servía como recipiente para kumis .
– Lávate las manos, niño, – le ofreció la esposa del kazajo barbudo una tetera con agua.
El joven se lavó las manos y la cara y se sentó al dastarkhán. Ahora podía echar un vistazo alrededor. En el vagón se juntó gente de diferentes naciones: uzbekos, uigures y dunganos. Todos sacaban sus provisiones y las colocaban según su gusto y costumbre. Un viejo ucraniano de bigote largo secó de una maleta de madera una barra de pan y un pedazo de tocino. El pasajero de nariz aguileña que estaba comiendo el queso de oveja venía, sin duda, del Cáucaso. Y el chico que tocaba en la armónica la “Haliabana”  era, por supuesto, tártaro.
– Hijo mío, – le habló al joven el kazajo de barba negra, – hay un dicho: “En vez de conocer a miles de cara, mejor conocer a uno por su nombre”.
– Me llamo Meyram.
– ¡Feliz sea tu viaje! ¿De dónde vienes y a dónde vas?
– Soy desde lejos y voy muy lejos, – contestó reservado Meyram mirando atentamente con sus ojos grises en la cara de su interlocutor. Y luego añadió: – Vengo de Moscú. Había estudiado allí. Y ahora, tras finalizar los estudios voy a trabajar en Karagandá. ¿Y cómo se llama Usted?
– Me llamo Mausymbay. Soy de la familia de Nayman. Nos dirigimos con mi vieja a Semipalatinsk a visitar a nuestra hija casada… ¿Ves lo rápido que va el tren? Ningún caballo puede ganarlo.
– ¿Participan en un koljoz? – preguntó Meyram.
– Todavía no, quiero entender primero. La gente se une a ellos. Y muchos campesinos medios ya toman parte en el koljoz.
– ¿Piensa que los otros se integran sin pensarlo?
– Cada uno tiene sus razones, – se enfadó el anciano.
Tratando de cambiar el tema desagradable empezó a hacer preguntas a su demasiado curioso interlocutor.
– Y ¿Por qué al terminar los estudios en Moscú no te has quedado allí o no te buscas trabajo en Alma-Atá? ¿Para qué te vas a los lugares tan lejanos?
Meyram sonrió. Primero el viejo se mostraba cariñoso con él y ahora intentaba pizcarle. Parecía que no estaba acostumbrado a sentirse incómodo y le quería demostrar que a pesar de sus estudios en Moscú tenía que aprender del viejo en lo que tocaba a usar palabritas. Meyram no quería enfrentarse con el viejo y por eso le respondió amistosamente:
– Sí, tiene razón. Yo he visitado las ciudades grandes, padre. Pero me parece que conozco la vida muy por encima. Quiero conocerla mejor.
Mausymbay echó una risita y empezó a comentarle la anécdota que le pasó a un conocido suyo que quería conocer la vida más profundamente:
– En nuestro aúl vive una persona llamada Turmán. Y quiso él hacerse akyn . Alguien le dijo: para ser un akyn sabio hay que escuchar la potente voz de la tempestad en la estepa. Entonces un día de invierno cuando hacía mal tiempo Turmán se adentró en la estepa para hablar con la tempestad a solas. Al día siguiente le encontraron medio muerto del frío. Así en vez de llegar a ser un sabio akyn se convirtió en un objeto de burlas de los vecinos. En la vida lo profundo y lo superficial van juntos. ¿Para qué necesitas buscar lo profundo tan lejos?
Esta vez el viejo dio en lo dolido. Pero Meyram no se enfadó y sólo rio sobre la anécdota.
– Sí, padre, tiene razón. En cualquier lugar se puede encontrar lo superficial y lo profundo de la vida. Yo nací y estudié en el colegio en Karagandá. Luego viví mucho tiempo en Alma-Atá y en Moscú. Pero siempre tenía ganas de volver a mi patria.
– No tengo nada que objetar, – dijo Mausymbay y respirando profundamente le contestó con unos versos:
En el mundo no habrá nunca
Lugar mejor del donde naciste
Donde sonaban contentos
Las voces de tus compañeros…
– Oh, ¿Usted también es akyn?
– Para eso no hay que tener mucha sabiduría. Cualquier mujer cuando se despide de sus seres queridos canta una canción. El don de akyn se declara cuando el alma de la persona se rellena de sentimientos y necesita desahogarse. Y quizás ¿puede salir algo de un barril vacío?
La conversación con el anciano le interesaba cada vez más a Meyram. El viejo era ácido y de mente sana, conocía la obra de los antiguos akynes kazajos. Los últimos años la única fuente de conocimientos para Meyram eran los libros y ahora podía conocer la rica arca de la sabiduría popular. Pero Mausymbay no siempre sabía de lo que estaba hablando y no entendía que algunos aforismos ya no valían para la vida nueva.
–…Un acopio de arena nunca llegará a ser una montaña. Una muchedumbre no puede ser guion. Un hidalgo no puede parir un endino que no se merece la taza de sopa. El humilde puede parir un decente, pero esto ocurre muy raras veces, – sentenciaba el viejo.
– Ahora Usted está contradiciendo a los tiempos de hoy, – replicó Meyram. – Estas frases son inventadas en los tiempos remotos por los representantes de la clase gobernante.
– No pienso que en aquella época la gente sabía algo de las clases.
– Puede ser que no se daba cuenta, pero las frases demuestran que la lucha entre los ricos y los pobres tiene una larga historia. Y ahora nosotros estamos resolviendo esta eterna disputa de las clases, – le contestó Meyram.
Mausymbay de vez en cuando le miraba como si quería decir: “El joven parece ser muy sensato”.
Hablando no se dieron cuenta que ya había llegado la noche. El tren estaba parado en una estación.
– Y ¿Por qué estamos parados, hijo? ¿Se habrá cansado la locomotora?
– Puede ser que tienen asuntos aquí para resolver.
Pero Mausymay no parecía satisfecho con esta respuesta.
– ¿Y no pueden hacer sus asuntos ya de vuelta? Tienen que llevar a la gente a su lugar de destino.
– No viajamos en un tren de pasajeros. Éste es de carga. Si no quedaría lugar para la mercancía, no nos hubieran dejado subir al tren.
– Sólo si eso, – consintió el viejo.
Meyram bajó del vagón para andar un poco. El sol ya se había escondido detrás de la cordillera, sus rayos jugueteaban sólo en las rocosas cumbres de las montañas. El bochorno del día ya se cambió en frescor de la noche. La estación se alojaba al pie de una montaña. Por delante estaba la extensa estepa y por detrás y por los lados se hallaban las desnudas crestas. Por sus lomos bajaban como serpientes los riachuelos y arroyos. En sus orillas verdes se veían las yurtas. Aunque todavía no se fundó un pueblo cerca la estación, los habitantes locales ya empezaron a llevar una vida sedentaria aquí. Antes en los aúles vecinos el kumís y airan  no valía nada, y ahora gozaban de gran demanda y se convertían en dinero. A lo largo de las vías siempre había mujeres que iban con cubos entre los vagones ofreciendo la leche, nata y kumís. Se oía el balido de las ovejas que traían a vender. Un grupo de pasajeros ya estaba carneando un cordero que habían comprado juntos. Más allá, en el valle, se veían manadas de ganado y los corrales de un nuevo koljoz.
Meyram se paró observando los aúles, la estación y la estepa con el tren y la gente alrededor. “La estepa ha despertado para la vida”, – pensó.
Lentamente subió una pequeña roca. Se quedó observando un rápido riachuelo debajo de sus pies y no se dio cuenta de que había allí abajo un hombre cincelando la roca. Pero llegó primero el sonido metálico, luego vio una chispa producida por el golpe del mallo contra la piedra. Meyram bajó cuesta abajo y se acercó al obrero. Era un kazajo vestido de uniforme azul. Él echó una mirada rápida a Meyram y siguió su jornada. En la superficie de la roca una tras otra aparecían hoyos que parecían los nidos de los venceros.
– ¿De dónde eres, colega? ¿Por qué trabajas solo?
– De aquí soy. Y no necesito ayudantes para esto.
– No parece que lo haces por hacer. Los nidos están bien ordenados. ¿Quién te lo enseño?
– El técnico-minador Vasily Petrovich.
– ¿Y con qué fin lo haces?
– A volarlo. Necesitamos piedra para el ferrocarril. En todas las partes hay obras.
El obrero no parecía tener muchas ganas para hablar, contestaba muy reservado las preguntas. Estaba entregado en su trabajo. Meyram se sintió molesto como si le robaba el tiempo.
Se oyó la campana desde la estación.
– ¡Adiós, coetano! – se despido y corrió hasta el tren.
Tuvo que subir al vagón cuando el tren ya estaba en marcha. No había luz. El interior del vagón estaba sumergido en semioscuridad. Meyram se acostó, apoyó la cabeza en la maleta y cerró los ojos.
Desde que había abandonado Moscú pasó mucho tiempo. Y le faltaban otros diez días de viaje. En el camino le esperaban valles montañosos fríos, vasta y cálida estepa, pastos con yerba…
Sobre todo pensaba Meyram en su Karagandá. ¿Cuánto tiempo se necesitaría para hacer llegar hasta allí atravesando la árida estepa las vías del ferrocarril? ¿Cómo se podía organizar la logística para traer lo que se necesitaba en las fábricas y para el pueblo? Y la más difícil tarea era formar un ejército laboral, la joven clase obrera kazaja. Todo esto para Meyram, que hacía poco abandonó su alma mater, son terra incognita, y por eso lo emociona y lo turba. Se acordaba las palabras de despedida que le dijo el secretario del comité territorial: “El Partido les ayudará y Scherbakov, el jefe del cartel, es una persona con mucha experiencia. Y lo que es más importante, les ayudará todo el país”.
Meyram se durmió. Entre sueños, al cambiar la postura, pronunció en voz alta:
– Lo haremos… lo superaremos…
Mausymbay levantó la cabeza:
– ¿Qué dices, hijo mío?
…Cinco días llevaba viajando Meyram a caballo por la inmensa estepa. Su maleta la llevaba la veloz yegua del guía. El guía, un joven kazajo, era muy hábil. No se cansaba en contarle historias sobre la vida de los vecinos, sobre la zona. Los jinetes iban a campo traviesa sin seguir el camino.
– Pasamos esa barranca, atravesamos la cordillera y allí todo recto llegamos a Karagandá, – le dijo el guía.
Entre las colinas verdes se veían unas torres de madera y por encima de ellas remolinaba el humo. Se oían sonidos tronantes, se veían grupos de gente que iba y venía en todas las partes.
– ¿Quiénes son? – preguntó Meyram.
El guía contesto enseguida:
– Geólogos. Están buscando carbón. Parece que no conocen cansancio, todo el tiempo están cavando la tierra. Ya llevan aquí tres años…
– Y ¿han logrado algo?
– Una vez pregunté a uno y me dijo que si en Karagandá se pusieron mano a la obra todas las tribus y familias de Kazajistán, sus hijos y nietos, ni los nietos serían capaces de extraer todo carbón de la tierra. Bueno, ha sido un poco exagerado, pero hay aquí carbón y bastante.
– No, pienso que había atenuado, – le respondió Meyram. – Había leído que carbón en Karagandá hay para los hijos, nietos y para los biznietos de todo el pueblo soviético.
Subieron la colina. A lo lejos en lo alto se veía una solitaria chimenea sin humo.
– ¡Esa es Karagandá! – indicó allí el guía.
Entre los atezados aúles y manadas que pastaban alrededor miraba al cielo la chimenea de la futura tercera carbonera de la Unión Soviética.
Al pie de la colina de la que bajaban los viajantes, debajo de la chimenea funcionaba un motor petrolero que impulsaba un taladro de acero sumergido debajo de la tierra. La máquina producía ese ruido tronante que acompañaba a Meyram a lo largo de su viaje. Un humo gris salía de una chimenea estrecha y se difuminaba en la estepa. Cerca de la chimenea había una tienda de campaña blanca y un todoterreno GAZ  que la gente llamaba con amor “Gazik”.
De la tienda salieron dos personas y se dirigieron hacia la torre. Uno de ellos era ruso de segunda edad, de baja estatura y vestía una gabardina guardapolvo, el otro era un joven kazajo con cara morena muy viva.
Meyram saltó del caballo que retrocedía espantado por la máquina, y se acercó a ellos.
Tras saludar uno a otro entablaron la conversación como si se conocían antes. El ruso comentaba:
– Somos geólogos. Me llamo Anatoly Fiodorovich Chaikov. Soy jefe del grupo explorador. Y él es Ashirbek Kalkamanov, es estudiante del Instituto de Minería, ahora hace prácticas.
Su discurso era lento, los ojos azules miraban atentamente y los movimientos eran ágiles y rápidos.
– Y Usted, ¿a dónde va?
– A Karagandá. Como veo han avanzado bastante. Y yo sólo voy a empezar la labor.
– Y ¿en qué se especializará?
– ¡Uf! Es difícil definirlo en una sola palabra… Pienso ocuparme del trabajo de organización. No tengo una profesión de producción, no había estudiado ciencias técnicas. Temo que nuestro pueblo tarde en aprender a manejar maquinaria.
Chaikov sonrió.
– Según se desarrollan nuestros trabajos de exploración, lo más lejos pronto resultará cercano. Hace tres años que llegamos de Leningrado y ya hemos descubierto tantas riquezas, cuantas los más hábiles exploradores de los capitalistas rusos e ingleses no encontraron durante todo el tiempo durante el cual controlaban estas tierras.
Meyram movió la cabeza y sonrió. Chaikov conmovido le preguntó:
– ¿De qué se ríe? ¿Piensa que estoy mintiendo?
– Es muy bueno que avanzamos tan rápido. Pero pienso que para Kazajistán esto es poco. Si en el pasado Rusia estaba retrasada del resto del mundo a unas décadas, pues Kazajistán lo está a centenarios. Hay que tenerlo en cuenta.
– ¿Quiere decir que necesitamos acelerar más? Sí, ¡tiene razón! – asintió Chaikov. Su rostro se animó. – Pero por mucho que estaba el pueblo kazajo atrasado, ahora va avanzar rápido. ¿Conocía a geólogo Kair Amanberkov en Moscú?
– Me habían comentado sobre él, pero no le conozco en persona.
– ¡Es una gran persona, de mente lúcida! Mi buen amigo. Peleamos juntos con los conservadores en nuestra dirección principal. Y no sólo por los ritmos de trabajo. Ellos intentan demostrar que el carbón karagandino no se coquefica y por eso no es rentable extraerlo. ¡Y hemos salido con la nuestra!
– Sí, oí hablar sobre eso.
– Hemos ganado la batalla. Y no podía ser de otra manera. ¿Cuántas riquezas guardará todavía la tierra de Kazajistán? Carbón, hierro, oro, cobre, petróleo. Nosotros competimos con Amanbekov en encontrar todo ese tesoro. Y Amanbekov me ganó. Él demostró que Kazajistán es uno de los líderes mundiales en el volumen de algunos minerales. Y yo sólo que Karagandá es el tercer por importancia yacimiento de carbón en la Unión Soviética. Y mientras tanto pude explorar sólo este, – dijo Chaikov contorneando con la mano alrededor suyo.
Delante de ellos se extendían las onduladas colinas cubiertas con estipa densa y depresiones cubiertas de yerba. Y no tenía la estepa ni bordes ni límites. En las cumbres de las colinas se veían las torres negras con humo que salía de sus motores.
Meyram le preguntó:
– ¿Y cuántos millares toneladas encontró?
Chaikov se sonrío.
– No nos metamos en el bolsillo del estado.
– Perdone si me meto donde no tengo que meterme.
– Su trabajo consiste en saber extraer el carbón, y nosotros nos ocuparemos en explorar los yacimientos. Y cuando en el lugar de estos motores se alcen en la estepa kazaja las chimeneas de las grandes fábricas, entonces tendrán los kazajos sus propios científicos e ingenieros. Los camaradas como Ashirbek ya tienen la llave al conocimiento de la naturaleza y la saben manejarla.
Ashirbek no intervenía. Parecía ser muy reservado. El estaba encorvado y miraba las muestras de los minerales extraídos. Cilindros de arcilla de diferentes colores estaban en una línea. Y en cada uno de ellos hacía una marca correspondiente.
Chaikov indicaba las muestras y explicaba sin mirar en las marcas:
– Carbón lignitoso, antracita…
– ¿Y cuál es la diferencia?
– La principal diferencia es el contenido de carbono. Cuanto más carbono hay, mayor es la calidad del carbón. El carbón karagandino es de alta calidad, coquificable
De pronto la conversación fue interrumpida por un accidente. El guía de Meyram estaba dando vueltas al gazik. Le estaba observando y tocando y sin darse cuenta apretó el botón de la bocina. El caballo de Meyram soltó un bufido, dio un salto aparte, rompió el asa y salió a la estepa. El guía le siguió. Pero no era fácil captar al caballo espantado.
– ¡Maldita sea! Ahora tendré que ir a pie. – Se enfadó Meyram.
Chaikov le tranquilizó:
– No pasa nada, ya lo cobrará… En estos lugares los coches de motor son raros. Pero ya verá. Dentro de unos años este chico estará conduciendo un coche con la misma destreza que hoy domina un caballo. Y ahora, siéntese, yo le llevaré.
– Vale, gracias. Tendré que buscar un carro en su aúl. ¡Hasta la vista, camarada Ashirbek!
Ashirbek levantó la cabeza, asintió silencioso y de nuevo se agachó a las muestras de la roca. En todo ese tiempo no pronunció ni una palabra.
Chaikov y Meyram se sentaron en el gazik y comenzaron su viaje manteniendo su conversación.
En la estepa se veían los verdes arbustos de caragana , en todas las partes se adivinaban las entradas a las madrigueras de marmotas. Las marmotas se unen en grupos. Son roedores muy cautelosos: desde lejos se dan cuenta del automóvil y corren dando unos saltitos de risa. Meyram se dio cuenta de una hembra gorda con cría que se acercó a la madriguera y se levantó en las patas traseras chillando como si se ofreciera: “¡Aquí estoy, anda!”
Mientras tanto Chaikov seguía su relato sobre Karagandá:
– Ya sabrá que en el año mil ochocientos treinta y tres en una de esas madrigueras de las marmotas el joven pastor Apak Baidjanov encontró el carbón karagandino. El pastor no sabía que era y lo trajo a su aúl, pero los ancianos tampoco lo conocían…
– No pienso que fue así, – replicó Meyram. – En la lengua kazaja hay la palabra “komir” que significa “carbón”. Las palabras en la lengua no aparecen sin sentido. Además, desde ataño hay el dicho “No tomes el carbón por tontería, es capaz de fundir el hierro”. Si el joven Apak no sabía que era, los ancianos debían saberlo.
– Puede ser, puede ser… Sin embargo, el jefe territorial Tatí, el propietario de aquellas tierras donde fue encontrado el carbón, las vendió al emprendedor ruso Ushakov tan sólo por doscientos cincuenta rublos.
– Sí, un precio demasiado alto, – soltó una sonrisa burlona Meyram.
– ¿Piensa que Tatí había barateado? Pues Ushakov en el año mil novecientos cuatro vendió sus terrenos al capitalista francés, hijo del presidente Carnot ya por setecientos sesenta y seis mil rublos. Dentro de dos-tres años Carnot, a su tiempo, las vendió a los capitalistas ingleses. Así durante un siglo pasaban de mano en mano las tierras carboníferas kazajas. – Chaikov indicó la chimenea que se alzaba solitaria en un otero : – Eso es todo lo que queda aquí después de los ingleses. La Revolución les echó fuera de las tierras kazajas…
Muchas cosas que comentaba Chaikov Meyram ya conocía de los libros, de las conversaciones con los administrativos de Alma-Atá, pero le gustaba escuchar al geólogo. Chaikov no se cansaba en hablar sobre Karagandá.
– En el año veinte a estas tierras vino la expedición de Alexander Alexandrovich Gapeyev. Fue él quien descubrió los inmensos yacimientos del carbón karagandino y demostró sus cualidades coquificables. Ni los capitalistas rusos, ni los ingleses supieron explorar las capas profundas de la tierra. Extraían el carbón de una manera negligente, diría como salvajes… Gapeev, al volver de la expedición, en el informe final explicó que la cuenca de Karagandá es de importancia mundial. Y nosotros, yo y Kair Amanbekov y muchos más, nos consideramos discípulos de Gapeev, – añadió él con orgullo.
– Pienso que ya están fuera de la edad de aprendizaje, – dijo Meyram.
Chaikov se echó a reír.
– Pues, seríamos unos torpes discípulos, si todavía fuésemos sus alumnos. Ya hemos explorado el área que supera cinco veces el territorio explorado por Gapeev. Y hemos encontrado el doble del carbón. Ya nadie cuestiona del volumen de los yacimientos en la cuenca de Karagandá. Pero todavía quedan “sabios” que cuestionan las calidades coquificables del carbón local. ¡Es raro todo eso, Meyram Omarovich! Y aún más raro es que algunos funcionarios de la Dirección Principal no quieren reconocer los resultados de nuestros cálculos y hallazgos.
– Pues que no se lo crean. ¡El pueblo los reconoce, esto es lo que importa! – le dijo Meyram.
– ¡Claro está! – asintió Chaikov. Él indicó con la mano izquierda adelante. – Mire, esta gente que se instaló en las cercanías del pozo no estaría aquí sin creer en esto.
– Y ahora la tarea principal es hacer que la gente no se decepcione. Ellos han llegado aquí, pero no saben extraer el carbón ni tienen los conocimientos técnicos básicos… Sólo el pueblo ruso nos puede echar la mano.
Los ojos de Chaikov irradiaban alegría, él escuchaba a Meyram con gran interés. A veces le interrumpía impaciente.
– No todos los obreros lugareños piensan lo mismo. Por ejemplo, hablé con Zhappar Sultanov. No parece ser tonto… Pero no cree que los kazajos son capaces de aprender los procesos de la industria.
Meyram frunció el ceño.
– Es un mal ejemplo. Me habían comentado sobre este Zhappar. Una época era funcionario administrativo, pero se convirtió un nacionalista. Le han pasado a Akmolinsk. Ya veremos cómo le irá ahí.
Por delante en el camino apareció un grande carro con caballo. Detrás de él atada con cuerda iba una vaca. De repente el carro se inclinó, se le había escapado una rueda. La pareja que iba en el carro se bajó para levantarla. Les alcanzó una carroza ligera. De ella salió un hombre fuerte. Él sin esfuerzo levantó el carro, puso la rueda sobre el eje, subió en su carroza y siguió su camino.
– Es el jefe del cartel, camarada Scherbakov, – dijo Chaikin. – ¿Le seguimos o le presento más tarde?
– Quizás tiene prisa. No le vamos a molestar.
– Es una persona enérgica, inteligente y muy emprendedor. Vino desde Donbass con un grupo de ayudantes. ¡Y es cuando empezó a volver a la vida la Karagandá! Esos puntos negros en las colinas son los nuevos pozos…
En el camino se les atravesaban caravanas de carros, en la estepa pastaba el ganado. Se veían yurtas separadas. Por ahí y por allá se levantaban en túmulos negros las antiguas escombreras de la roca y carbonilla.
El coche avanzaba hacia el pueblo. Chaikov preguntó:
– ¿Ya sabe dónde se alojará?
– Aquí vive el obrero Seitkalí. Nos conocemos desde infancia.
– Sí, le conozco. Es capataz. Vive en esa barraca.
El coche se paró. Junto a una de las barracas bajitas estaba sentado un hombre de tez amarilla. Estaba haciéndose un cigarrillo de majorka. Al ver a los recién llegados se levantó y exclamó:
– ¿No será Meyram? ¡Anda, dichosos los ojos que te ven! ¡Cuántos años sin vernos!
Después le abrazó a Meyram y le besó. Entre los abrazos los dos hombres hacían comentarios sobre la vida de los dos. Pero Chaikov tenía prisa.
– Perdone, Meyram Omarovich, tengo que despedirme… Me espera la estepa.
– ¡Gracias, Anatoly Fiodorovich! Gracias por sus comentarios. Aunque soy de aquí, Usted conoce más sobre esta tierra que yo. ¿Me promete reunirnos de nuevo?
– Sí, espero volver a verle con muchas ganas.
Chaikov se fue. Seitkalí le llevó a Meyram dentro de la casa.

Capítulo tercero
Al día siguiente, apenas amaneció, Meyram acompañado de Seitkalí se dirigieron a Scherbakov.
El cielo estaba limpio y no soplaba nada de viento. El día parecía ser bochornoso y cálido. Se sentía el fuerte olor a carbón. Desde el taller mecánico se oían los martillazos. Junto al primer pozo trabajaba un grupo: unos levantaban el carbón con un cubo, los otros lo cargaban en carritos de mano, lo llevaban y lo echaban en acopios al lado. Cerca en la colina paseaban las vacas.
Meyram acostumbrado a la concurrida y agitada vida en Moscú se sentía desatinado ante lo que vio por aquí. Un pequeño pueblecito, un pozo artesanal. En los costados de las colinas trepaban caminos que estaban cubiertas con hierba por el poco tráfico que había. Ahora estos caminos les llena el polvo levantado por las caravanas. En la llanura vecina llena de pastos se hallaban los aúles que rodeaban la Karagandá.
– ¡Hay que ver como resucita la estepa! – dijo Meyram. Iba despacio, fijándose en todos los detalles alrededor.
– Apretemos el paso, para que no se nos escape, – apresuró Seitkali. El siguió la conversación iniciada en casa: – Scherbakov es muy experimentado en nuestra labor. Él conoce muy bien la mina.
Ellos se acercaron a una pequeña casa de piedra con recién renovado tejado.
Enfrente de la entrada estaba un carro con caballo albazano. En el carro estaba acostado un joven carruajero kazajo y cantaba.
– Ves, Scherbakov está a punto de salir, – dijo Seitkalí.
Quería entrar, pero Meyram le detuvo la mano y tocó en la puerta.
– ¡Pase, pase! – se oyó una voz baja.
Scherbakov estaba sentado a la mesa mal ensamblada sin mantel. Vestido sólo con camisa se afeitaba. Se levantó para saludar a los visitantes:
– ¡Hola! ¡Buenos días!
Meyram le tendió la mano y se presentó:
– Meyram Omarovich Omarov.
– ¡Mucho gusto! Soy Sergio Petrovich Scherbakov. Siéntense. Me permiten un momento. Voy a terminar.
Tenía jabón en la cara, las mangas de la camisa estaban arremangadas y el cuello – desabrochado. Era de frente ancha, abombada y con barbilla esculpida. Sus fuertes manos musculosas estaban cubiertas de vello negro. Parecía ser persona viva y acogedora.
En la mesa junto a un pequeño espejo en un marco acristalado se encontraba una foto de una mujer de cuarenta años con ojos alegres e inteligentes. Miraba de modo que parecía iba a saludar.
En la foto estaba acostado un sobre sin abrir. Meyram vio la dirección: “Moscú… Antonina Fiodorovna Scherbakova”. La mujer era su esposa. En la pequeña habitación con techo túmido y bajo como en la yurta había pocas cosas: una cama simple metálica, mesa y una maleta grande. En la jamba de la puerta colgaba una lamparilla de minero. Meyram pensó: “Seguramente es de los primeros bolcheviques, militante clandestino. Está acostumbrado a llevar una vida simple, de campaña”.

No estaba equivocado. Sergio Petrovich se unió al Partido Comunista en el lejano 1914. Su pelo tenía canas, aunque apenas había cumplido los cuarenta y cinco años. Hace treinta y dos años atrás su padre Petr Alekseevich que era minero durante una huelga de los trabajadores de una mina de Donbas recibió un sablazo de un policía. El hombre fuerte y grande con una barba grande sin prestar atención de la sangre que le salía del hombro izquierdo, alzó el puño y grito:
– ¡Nuestra sangre se pagará con la vuestra!
En ese momento el pequeño Sergio volvía de las clases. Junto con los libros llevaba por debajo del sobaco un tiragoma. El niño sintió una aguda lástima por su padre y fuerte odio a ese policía con bigote largo montando un caballo jaro que gritaba “¡fuera!” y cimbreaba su sable. Sergio levantó el tiragoma y apuntó. La tuerca soltada por su mano dio en la cara del policía. Él se agarró de la melena del caballo y calló sobre el arzón.
Dentro de un año Petr Alekseevich falleció. Quedaban dos hijos y una hija. El mayor, Sergio, apenas cumplió catorce años. La familia entró en una época difícil. ¡Cuántas veces entreluces en el cuarto frío estaban sentados en silencio los ambientes niños junto a su madre! No les llegaba ni para comprar pan para el día siguiente. El ojimoreno Nikolás antes travieso estaba triste, zollipaba Svetlana de seis años y ya no era tan viva y charladora.
Una vez Anna Nikiforovna, una mujer morena y con carácter tranquilo y fuerte (Sergio se parecía a ella tanto en físico como de comportamiento) le dijo:
– Tendrás que, Sergio, dejar los estudios. Eres el mayor en la familia y tendrás que hacerte con todo.
Quedaba al difunto Petr Alekseevish un fiel amigo que era menor de él, el cerrajero Boris Mikhailovich Kozlov. Él le ayudó a Sergio entrar a trabajar en la mina.
El serio, un poco lento y callado chaval empezó a tirar la carga minera. Comenzó trabajando como portalámparas, luego hizo de caballista. Era lugero, llevando en la baja y sucia galería en cuclillas las rastras cargadas de carbón. A los dieciocho Sergio cogió el pico y se hizo picador.
El trabajo forzado y la penosa vida de su familia le ayudaron a entender la vida. Ya sabía que no tenía posibilidad de escaparse de la oscura galería y ver la luz del sol mientras que la mina y la vida de los obreros están en las manos de los capitalistas. Sólo luchando contra los dueños los mineros lograrán una vida mejor. Y cuando Boris Mikhailovich por primera vez invitó a Sergio a la reunión de la célula clandestina, el joven asistió de buenas ganas.
Cuando empezó la guerra del 1914 Sergio ya era bolchevique. En el frente él difundía volantes antimilitaristas, era propagandista activo del partido.
Cuando empezó la guerra civil Sergio Scherbakov se incorporó a las filas del Ejercito Rojo.

Así era Sergio Petrovich Scherbakov al que acaba de conocer Meyram. Así era su vida.
Al terminar de afeitarse Sergio Petrovich se puso la chaqueta y se unió con sus visitantes.
– Bueno, ya podemos hablar.
– Aquí, – Meyram le pasó el documento que le entregaron en el comité territorial del partido.
Scherbakov se puso las gafas y leyó el documento. Se quitó las gafas, sus ojos azules sonreían.
– ¡Bien! ¡Muy bien! Necesitamos muchas cosas… Pero lo más urgente es la organización local del partido. No la hemos organizado todavía. ¡Ya es hora! Hacemos un gran trabajo y sin el soporte del partido será difícil llevarlo al cabo.
– ¿Cuántos comunistas tienen? – preguntó Meyram.
– Somos diez. Pero todo el tiempo está llegando gente.
– ¿Y cómo llegan? ¿Por su cuenta u orgnizados?
– En general van organizados. Las organizaciones regionales tienen una orden de búsqueda de mano de obra. A los koljoses enviaron modelos de contratos. Los responsables regionales ya se fueron a los aúles. El jefe de nuestro comité ejecutivo regional de Telmanovo comarada Kanabek nos ayuda mucho.
– ¿Cuánta gente hay aquí ahora?
– Unos trescientos. Y eso que cuando hemos llegado, eramos apenas unos treinta-cuarenta.
– Trescientas personas… ¿Cuándo era?
– Son datos de hace tres días.
– Según lo que he visto, ahora hay más gente.
– Puede ser. La gente está llegando de día y de noche, – contestó Sergio Petrovich. – Ha llegado ayer, ¿no?
– Sí, ayer.
– ¿Dónde se ha alojado? Vivimos apretados aquí, poco atrayente…
– Me acogió Seitkalí, pero tiene una familia numerosa y me propuso compartir el piso con Yermek.
– Con razón. En el piso de Yermek viven sólo dos personas. ¿Viene sólo o con su esposa?
– Soy soltero.
Scherbakov sonrío.
– Este estado cambia. Pero primero hay que construirse un piso. Sin vivienda es difícil vivir aquí a los que tienen familia. Mi esposa todavía está en Moscú… ¿Por dónde va empezar aquí?
– Con su permiso quisiera bajar a la mina, jamás estuve bajo la tierra. Luego voy a recorrer los aúles e iré al centro de la región.
– Y en esto tiene razón. Primero habitúese y acostúmbrese con el ambiente… – Sergio Petrovich se calló. No quería cortar la conversación, pero tenía prisa.
Meyram lo entendió perfectamente y dijo:
– Tiene que irse Usted a las nuevas minas. No tiene que detenerse por mí. Seitkalí me enseñará aquí todo…
– Muy bien. De verdad, tengo prisa.
Los tres salieron de la habitación y se dirigieron a la primera mina. Los obreros que sacaban con el cubo el carbón comentaban entre sí:
– ¿Quién va con Scherbakov?
– Dicen que llegó ayer del centro.
– Ya vienen no sólo desde el centro de la región, sino desde mismísima Moscú.
Scherbakov se paró junto al cabrestante. Encendió la recia y encorvada pipa, soltó el humo y pronunció:
– Yermek junto con otros obreros pusieron en marcha esta mina antes de que llegáramos nosotros. Cambiaban el carbón por el pan y la carne en los aúles. Así vivían sin abandonar las minas. Soñaban con que se reanimase la industria. Y aquí está… Mire, este cabrestante era de los ingleses… Muy primitivo, una birria… Y toda esta chatarra necesitamos reemplazar, mecanizar todo. Hablaremos sobre esto mañana, en la oficina del cartel.
Scherbakov se dirigió con prisa hacia su carreta.
Los obreros negros del carbón continuaban girando la palanca del cabrestante. Otros cargaban el carbón sobre los carros aparejados con camellos.
– ¡Cojan por los lados, no pisen el carbón, no es ajeno! – dijo el capataz Seitkalí.
Parecía una persona dura y seria, pero los obreros le querían y le llamaban “nuestro Seitkalí”.
El capataz llevó a Meyram consigo. El carretero barbudo les acompañó con los ojos refunfuñando:
– Anda buscando tres patas al gato… ¡Ya le da lástima del carbón!
Un kazajo grácil frunció el ceño mirándole. Luego metió en la boca una pizca de tabaco picado, el nasvay, lo detuvo un momento, escupió y le contestó:
– Es difícil extraer el carbón. ¿Ves la profundidad de la que se saca con cubos? Lo conseguimos luchando.
– Si fuese ese carbón oro, ni vendría hasta aquí. La forja de nuestro aúl necesita carbón.
– ¿Piensas que toda esa gente viene aquí sólo porque las forjas necesitan carbón? – preguntó el kazajo indicando con la mano los aúles cercanos.
En la depresión y en los verdes costados de las colinas, por todos los lados, se podía ver viejas hollinadas yurtas. Los aúles vivían una vida bulliciosa, había gran movimiento por ahí. Descargaban todo tipo de trastos de los carros recién llegados. Levantaban los marcos de madera para las yurtas.
El barbudo se quedó mirando un rato alrededor apoyado sobre su pala. Entrecerrando los ojos pronunció:
– Es difícil iniciar la explotación, pero construir los koljoses tampoco es una tarea fácil. No sé, ¿para qué la gente se busca dificultades? Podían vivir a lo antiguo.
El grácil obrero escupió entre los dientes y miró enojado a su interlocutor:
– ¡Anda, Isáh! No viviste en miseria como la vive un pobre. No has probado la dulzura de la vida de un rico. Por eso estás atrapado entre lo antiguo y lo nuevo y no encuentras el sentido en nada. Y sin embargo, vienes aquí junto con los otros. Y lo haces bien. ¿Apenas, lo que está haciendo aquí la gente no parece ser el Gran toy ?
– Bueno, pues sí, es así… Pero si todos nos vamos de los koljoses y nos ponemos a trabajar como mineros, ¿qué vamos a comer?
– Y si todos nos vamos a los koljoses, ¿quién va a extraer el carbón? ¿Y se puede vivir sin carbón? Cada tiene que hacer su trabajo.
– No sé. La vida cambia con una velocidad tremenda, – dijo Isah arreando su carro.
Seitkalí y Meyram estaban en la entrada a la mina. El capataz comentaba entusiasmado que cada día aumentaba el volumen de la extracción del carbón. Meyram le escuchaba con desconfianza. No compartía la alegría de Seitkalí.
– No es hora para celebrar.
Seitkalí se enojó:
– Acabas de llegar y no sabes nada. La explotación aquí ya estaba muertta. Y ahora mira, todo se ha reanimado y se extrae el carbón. ¡Acabamos de sacar cien cubos!
Meyram no discutía. Apoyado sobre la cerca miró dentro del pozo, un agujero vertical tenía las paredes revestidas de travesías. No se podía alcanzar con la vista su fondo. De vez en cuando desde la profundidad se oía:
– ¡Anda-a-a!
Y enseguida los toneleros se ponían a girar el cabestrante.
– ¿Quién grita? – preguntó Meyram.
Seitkalí abrió la tapa de la escala junto al pozo.
– Vamos. Ahora verás todo con tus propios ojos.
Meyram pusó el pie sobre la escalera en la que apenas podían estar dos personas a la vez, la cual llevaba dentro del pozo de la mina. La poca luz de la lámpara minera no permitía ver casi nada alrededor. Pero Seitkalí bajaba la escalera tan ágil, como si se tratase de tierra firme. Meyram sentía debilidad en las piernas, en todos sus miembros. Bajaba los escalones agachado como si alguien detrás le empujara. La lámpara que llevaba en la mano se apagó. El sudor cubrió la frente, el corazón le latía. Él intentó recuperar el aliento, pero era difícil.
– Espera, necesito descansar, – pidió.
De pronto la oscuridad cubrió todo, ya no veía ni a Seitkalí, ni la luz de su lámpara.
“¿Dónde se habrá metido?”
Meyram alarmado miraba abajo. Ahí se veían puntos claros que parecían centellas de una hoguera apagada. Entonces miro arriba. Ahí muy lejos se veía una pequeña lumbre como una estrella en el cielo nocturno. Alrededor dominaba la oscuridad absoluta, no se veían ni los dedos de la mano.
– Seitkalí, me mareo. ¿Dónde estás? ¿Te has caído?
– Anda, ¿que me he caído? – oyó la voz de Seitkalí muy cerca. Y enseguida vio la luz de su lámpara.
– ¿De dónde has salido?
– Estaba aquí, tres escalones más abajo. Tapé la lámpara con el faldón. ¿A que te has desconcertado?
– Siempre te gustaba gastar bromas. ¡No cambias!
– Como si es fácil cambiar el carácter.
– Todo se puede cambiar.
– ¿Todo? A ver, haz cambiar a Baitén.
– ¿Quién es Baitén?
– Un viejo minero. Pero es un vago de los primeros. Está celoso con los novatos en Karagandá, y lo único que hace es hablar hasta por los codos.
– En Karagandá hay sitio para todos: y para Baitén y kazajos, y para otros pueblos, – dijo Meyram. Aquí abajo en tinieblas no tenía muchas ganas para hablar. Y sólo preguntó: – ¿Qué es eso, ahí abajo?
– Las lámparas de los mineros.
Descansaron un poco y siguieron su largo camino. Y cuanto más bajaban, más se acercaban las luces, se oían unos sonidos sordos. Cuando bajaron nueve escaleras y se acercaron a la décima por debajo se oyó un grito:
– ¡Ahí va-a-a!
Seitkalí dijo:
– Es el viejo Iskhak. Está alzando el carbón arriba. Se le oye desde arriba.
Al final llegaron al fondo del pozo. Meyram se sentía en un mundo desconocido. En el hoyo había espacio como en una yurta. Arriba relumbraba el cielo en un círculo que también parecía el cono de la yurta. La poca luz que penetraba por el cono de vez en cuando se tapaba por las cubetas. A la derecha se entreabría la galería de tamaño de una persona. Las paredes de la galería eran de carbón que brillaba en la luz de las lámparas. El techo estaba cubierto con traviesas apoyadas en los ambos lados por unos soportes de madera. La atmósfera fantasmagórica del lugar se completaba por las voces de los chanchulleros que zanqueaban en el pasillo negro, el chirrío y rechinido de las carretillas y la carbonilla en el aire.
Meyram acostumbrándose a la oscuridad dijo:
– ¡Este pozo habrá costado una pasta! ¡Cuántas fuerzas, tiempo y saludo se habrá llevado! No es fácil trabajar aquí…
Iskhak le escuchaba y movía la cabeza. Pero no estaba de acuerdo.
– ¿Quién eres? No te conozco, – preguntó él mirando a Meyram.
– Soy nuevo aquí, acabo de llegar.
– Joven y acabas de llegar… Bueno… Es que no sabes de eso nada. Antes los obreros doblaban la espalda por los ingleses y contratistas. Tirábamos las narrias en cuclillas metidos en el barro hasta las orejas, y por arriba nos mojaba el agua sucia. Los dueños nos robaban nuestros sueldos que ganábamos con tanto esfuerzo. Y ahora trabajamos para nosotros mismos, nadie nos engaña. Si no ganas nada, es tu propia culpa.
Meyram miraba fijamente a Iskhak. El hombre tenía una barba escasa, la cara delgada estaba surcada de arrugas. Él solo enviaba todo el carbón que traían los chanchulleros. Al llenar la cubeta Iskhak daba un grito. Nadie era capaz de dar una voz tan aflautada. Cada su movimiento demostraba una gran fuerza interior. Parecía que podía mover la gran cordillera It-Zhon  que guardaba grandes reservas de carbón en su interior.
– Agay , – se dirigió Meyram al minero, – muchas gracias por su comentario. Su corazón ilumina mucho más que esta lámpara.
Lo que vio desde ayer en la mina no le alegraba. Las palabras de Iskhak cambiaron el estado de ánimo de Meyram, le alentaron. Meyram habló sinceramente a Seitkali:
– Tenemos muchas dificultades por delante. Pero con las personas como Iskhak no nos perdemos. ¿Oíste lo que me dijo?
– Dijo lo que tenía que decir. ¿Piensas que acaba de venir desde un aúl? Te equivocas, es un minero experimentado. Y el minero de pura raza no puede hablar de otra manera.
– ¿Hay muchos mineros?
– Unos treinta.
– ¿Y cuántos tienen experiencia?
– Quince.
– Y cuando habrá junto a ellos un mil de personas ¡saldremos adelante! ¡Este pozo será un lago! ¿Oíste lo que comentaba Scherbakov sobre el futuro de Karagandá?
Seitkalí no le contestó. Meyram no podía entender si está de acuerdo con él o no, o simplemente no hizo caso de lo que hablaba.
Pasaron callados unos cien metros. De pronto Seitkalí empezó a hablar cambiando el tema.
– Ahora vamos por la galería principal. El carbón se entrega arriba por esta entrada. ¿Ves estos desvíos a la derecha y a la izquierda? Los mineros los llaman “hornos”.
Meyram miró sorprendido a Seitkalí como si preguntando “¿Acaso te hablaba de los hornos?” Pero el capataz continuó:
– El carbón está en filones. No se puede hacer el adelanto como te dan las ganas. Olvídate de esta palabra “pozo”. Este no es un pozo, ni una cata, es toda una mina. ¿No lo ves?
Meyram entendió que la palabra “pozo” ofendía el orgullo minero de Seitkalí.
– No te enfades, podías haberlo explicado antes.
– Hay que llamar a las cosas por sus nombres. Te dio por ese “pozo”.
– Bueno, ya voy a decir siempre “mina”.
Seitkalí se animó y apretó el paso. Torcieron a la derecha. Por delante se veían luces de las lámparas y se oían golpes sordos.
– ¿Adónde vamos? – preguntó Meyram.
– A donde los piqueros.
Pronto se acercaron a dos chanchulleros. Se adormilaron arrimados a sus carretillas. Dos piqueros medio desnudos estaban golpeando la pared sentados en las rodillas. La prensada negra roca brillaba. Cada golpe sacaba un pedazo de carbón no superior a la rótula. Sobre los desnudos cuerpos de los obreros bajaban negros chorros de sudor. Meyram veía el esfuerzo de los hombres. Pero Seitkaí frunció las cejas y empezó a reñir:
– ¿Cómo os queda la pared? Es igual a la torcida pared en el patio. ¡Hay que alinearla! ¿Y el suelo? Aquí se rompe la nariz hasta el diablo. ¿Cómo se puede llevar por aquí la carretilla? El carbón está mezclado con la roca. ¿Acaso la arcilla se quema? Los chanchulleros están sentados sin hacer nada. Hoy no han sacado ni una carretilla de aquí. ¿Esto es un buen trabajo?
Los piqueros guardaban silencio. Uno de ellos bebía con ansia el agua de un frasco. En la poca luz de la lámpara tras la neblina de la carbonilla apenas se podía ver su figura grande.
– Esta maldita roca es más dura que la piedra. Y yo puedo ganar a cualquier atleta, – dijo el piquero habiendo calmado la sed.
Ahora Seitkalí le miraba con una sonrisa suave, pasándose la mano por su escaso bigote.
– ¡Ah! ¿Es difícil, verdad? ¿Acaso no te decía que es temprano trabajar de piquero para ti? Y no me hiciste caso. Tienes bastante fuerza, pero te falta listeza, práctica. El carbón es más fuerte que tú. Con tranquilidad y práctica podrás con él.
Seitkalí se calló y llevo a Meyram adelante.

Capítulo cuarto
El piquero Khutjan con el que habló Seitkalí gozaba de fama de un hércules. En grandes torneos no tenía igual. Seguro de sí Khutjan en cuanto vino a Karagandá pidió que le pongan de piquero. Entre los carboneros el trabajo de piquero goza de gran prestigio. Si el piquero supera el plan, crece su sueldo y su autoridad. Pero no todos son capaces trabajar con el pico. Y Khutjan logró su trabajo sólo por su gran fuerza. Los obreros que trabajaban en su equipo estaban contentos al principio. Pero de día a día su alegría reducía. Hoy estaban bien enfadados. En cuanto Seitkalí y Meyram se fueron, ellos cayeron en el suelo agotados.
– Eh, un novato es como antes un ajeno en la tribu, – dijo uno de los chanchulleros.
Era un hombre alto, negro como si fuera hollinado, de pómulos salientes de unos cuarenta y cinco años. Puede ser que las encías le picaban, o era una mala costumbre, el hombre masticaba todo el tiempo y le rechinaban los dientes. Sus pequeños hundidos ojos siempre estaban inquietos y se movían de un lado para otro. Cuando le hablaban le decían respetuosamente “otgasy”, y de espaldas “Kusu Kara” . Los tres trabajaban en una frente, pero no se conocían bien todavía. Acaban de llegar a la mina.
– Y ¿porqué quejarnos? Venimos aquí nosotros mismos para trabajar, no para tomar té, – dijo uno de los piqueros.
Pero Kuseu Kara le cortó bruscamente:
– Sí, como si bailar en la sartén, ¡pero no para pasar deshonra! Este capataz Seitkalí con sus reproches me toma el pelo.
El joven obrero preocupado miraba a sus compañeros con sus ojos castaños salientes. El chico tartamudeaba y no se atrevía a interrumpir a los mayores. Por fin dijo:
– S-s-s-omos m-m-ismos culpables. Lo único que hacemos es regañar al capataz. Si trabajásemos todos como Yermek, entonces el capataz estaría arrastrándose por el suelo delante de nosotros.
Kuseu Kara se encrespó:
– ¿Qué dices, tartamudo? Mira, lo que suelta sin pensar. Yermek es un obrero experimentado. Siempre será elogiado y nosotros – detractados.
El joven saltó. Se enrojó y sus ojos casi le saltaban de la cara. Enojado tartamudeaba aún más y pronunció con dificultad:
– ¿S-s-s-erás k-k-ulak-k ?
– ¡Basta ya! – gritó Khutjan. Su voz alta resonaba en la galería. – ¡Ni kulak, ni nada! Basta charlar ya. Cojan los instrumentos y a trabajar. ¡A sacar el carbón!
Todos se pusieron a trabajar guardando el silencio. El turno ya estaba por terminar, pero Khutjan no logró el corte de la roca superior a cuarenta centímetros de profundidad. Era poco. Y Khutjan se quejaba de que a pesar de todo el esfuerzo el equipo hizo sólo la mitad del volumen previsto. Sería por la vergüenza que le ahogaba, o se sentía mal de verdad, pero finalizando el rebaje, Khutjan dijo:
– Abrid el banco solos. Yo me voy. En una competición me dañaron la cadera y ahora me duele.
Socavar el banco es más difícil que abrirlo. Kuseu Kara lo hizo tranquilamente. Los dos chanchulleros llevaban a toda prisa el carbón hasta la cubeta. Khutjan no habría llegado a su casa cuando todo el carbón de la pobre zafra ya estaba en la cubeta.
Kuseu Kara dijo al joven:
– ¡Vete, chaval! Estás cansado. Los entibados los pondremos con Jumbay entre los dos. Esperaremos al capataz y mediremos el laboreo.
El joven se fue. Entre los dos los hombres empezaron a colocar los entibados. De pronto Kuseu Kara preguntó a su compañero:
– ¿Jumabay, te interesa el sueldo?
Jumabay no respondió a la vez. Primero desató la cuerda, se subió el pantalón de corderillo y apretó el nudo para que el pantalón no se le cayese más. Y sólo luego dijo:
– Claro, cada viene aquí para ganar dinero para la familia.
– ¡Buen sueldo será por los cuarenta centímetros!
– ¿Y qué haces? En lo que toca a mí, trabajé a brazo partido.
– Y eso que se puede apalear el dinero.
– Y eso ¿cómo? ¿Puedes enseñar?
– ¿Sabes controlar la lengua?
– De no saberlo no mantendría el secreto de nuestro khazret .
– ¿Qué secreto?
– Ni me lo preguntes. Lo tengo muy bien guardado.
– Pues no me preguntes sobre cómo ganar el dinero.
Estas palabras perturbaron a Jumabay. Siempre humilde como una oveja, el hombre sabía guardar los secretos. “El secreto del khazret”, una simple chulada del molá le parecía a Jumabay un gran caso. Y contarlo le parecía una cosa imposible, un perjurio. Pero no quería perderse la posibilidad de ganar dinero fácilmente. ¿Qué se podía hacer? Azotado por las contradicciones internas el apacible Jumabay no sabía qué hacer. Por la emoción le salió hasta el sudor en la frente. Él se regañaba a sí mismo porque se le fue la boca. Kuseu Kara entendió perfectamente de lo que pasaba al hombre y dijo:
– Como quieras. Luego a te echaras la culpa.
Y entonces Jumabay le preguntó:
– Amigo, y tú ¿puedes dominar tu lengua?
– Mis entrañas pueden guardar un camello y nadie se daría cuenta. Anda, suelta ya.
– Vale. ¡Y que acepte la madre tierra mis palabras! – comenzó Jumabay su narración con palabras místicas. – Escucha.
Vivía en nuestro aúl un kulak. Su nombre era Amantek. Ahora le deportaron…
Gracias a Dios Todopoderoso, cuando el hombre se puso las botas tomó a su segunda mujer. Ella era muy joven. La llamaban Bibidjamal. Esta mujer era el mal en carne. Si algo no le gustaba fingía estar enferma y le exigía: “Llévame al khazret, que me cure con la oración”. Era de aquellos lugares donde vivía el khazret y no sería la primera vez que acudía a su ayuda.
Una vez Amantek me contrató para llevar a su esposa a ver al khazret que vivía a distancia de un día de viaje. Como pago para el khazret le llevaba una buena yegua.
Llegamos… La yurta que servía de vivienda para khazret estaba en el aúl, y la yurta oracional estaba a parte. Nadie entraba en ella sin realizar la ablución. Había mucha gente ahí: unos venían para pasar aquí la noche pensando que les traerá salud gracias por estar cerca del khazret, otros venían para curarse con la oración, terceros buscaban consejo. Cuando llegó nuestro turno, entramos donde khazret.
Ese khazret era un hombre de segunda edad, obeso, llevaba un turbante grande en la cabeza. Hablaba poco, pero si abría la boca, siempre hablaba de Alá. Siempre estaba sentado cabizbajo. Con el amor de Dios, cuando entramos, nos preguntó: “¿Quién es su guía espiritual? Amantek se perdió y dijo: “Llegamos para pedirle el favor ser nuestro guía”. El khazret enseguida nos puso en los cuellos su faja, como es de costumbre, y nos proclamó su muridas . Amandek le contestó con su nuevo shapán . Bibidjamal se quitó un anillo de oro y lo colocó delante del clérico, y yo le entregué una navaja, no tenía otra cosa. Después el khazret le midió el pulso a la mujer y dijo que necesita todo un mes para curarla.
Amantek, claro está, no podía dejar su hacienda para un plazo tan largo y quedarse junto a su esposa. Al día siguiente se fue a casa. Yo me quedé para servirle al khazret y a Bibdjamal. El khazret la asistía en una yurta separada. Varias veces al día les servía la comida.
Una vez hacía mucho calor. El tundik  de la yurta estaba cerrado. Yo estaba sentado junto a la yurta pensando en mi hacienda abandonada, en mis familiares…
El Dios es Todopoderoso… De repente se levantó un viento que volcó la yurta. Todo lo que se hacía allí dentro se abrió ante mis ojos. El khazret desnudo se levantó rápido repitiendo: “¿Y mi turbante, mi turbante?” Bibidjamal estaba en la cama. Yo me apresuré a ayudar al santo. Gracias a Dios encontramos el turbante en la cama de Bibidjamal…
Desde aquellos días pasaron varios años. Al khazret le deportaron por ser kulak, Bibidjamal murió… ¡Y que las tome mis palabras la madre tierra! Tú eres el único a quien lo relato.
Kuseu Kara no estaba tan sorprendido por esa noticia que parecía algo extraordinario a Jumabay. Se sonrío y dijo:
– Como veo tú eres de boca cerrada. Pues ahora te enseñaré lo que prometí.
Kuseu Kara se levantó y se acercó a uno de los soportes. Quitó con la manga una señal poco visible marcada con un lápiz y en la otra trazó una línea similar.
– Ahora nuestra excavación aumentó de cuarenta centímetros a un metro, – echó una risita Kuseu Kara.
Jumabay tardó en entender el fraude que le ofrecía su compañero.
En esa época no solían pesar el carbón extraído: no había personas para eso, ni básculas, ni vagonetas regladas. En la mina simplemente se limitaban con medir la frente. El capataz Seitkalí por su confianza excesiva y por falta de tiempo solía hacerlo de siguiente modo: en el soporte desde el cual el equipo empezaba su trabajo, ponía una marca con lápiz. Y al final del turno medía la longitud del adelanto. Kuseu Kara se dio cuenta de esto. Y ahora puso la marca a unos sesenta centímetros atrás.
Por fin Jumabay entendió lo que pretendía Kuseu Kara. Sorprendido se puso la mano en el corazón.
– ¿Cómo puedo? ¡Jamás en mi vida hice una trampa!
– ¡Calla, tonto! ¿Quizás eres más santo que aquel khazret?
– Cometió una fechoría, – suplicaba Jumabay. – Y acaso eso ¿no es un robo?
– ¿Qué va? – echo a reír Kuseu Kara. – El carbón es gracia de Dios y el dinero es de Estado. Y ¿quién es el Estado? Nosotros, los trabajadores. Y ¿ puede uno robar lo que le pertnece?
– ¿Y si se da cuenta el capataz? Nos declararan kulak.
– Eres tonto de verdad, – se enojó Kuseu Kara. – Me fie de ti porque vivimos en la misma yurta y compartimos la misma taza. No quieres arrullar la guita que te viene en las manos. ¡Y con eso pretendes ganar bien! ¿Y de dónde te salió lo de kulakí? No puede un obrero ser kulak.
Jumabay no sabía qué hacer y se quedó pensativo un rato. Por fin se decidió.
– Bueno, ¡todo está en la mano de Dios! Que salga a la tuya. Pero si pasa algo, el responsable serás tú…
Vino Seytkalí. Echó una mirada a la marca y calculó aproximadamente el adelanto.
– ¿Cuánto habéis pasado?
– Yo que sé, tú sabrás, – contestó Kuseu Kara.
– ¿Es aquí donde empezasteis?

Capítulo quinto

Lo visto en la galería de Jutdjan hizo pensar a Meyram por primera vez sobre la producción. Resultaba que para extraer el carbón se necesitaba no solo la fuerza física, eran importantes también el ingenio y la destreza. Si el reconocido hércules Jutdjan había fracasado, ¿qué se podía esperar de los obreros novatos con menos fuerza?
Cuando se alejaron de la galería, Meyram entabló la conversación con Seytkalí:
– Has regañado a la gente de Jutdjan. A veces esto es necesario. Y ¿ayudarles? ¿Cómo les ayudas?
– ¿Ayuda? Con tiempo ellos aprenderán solos.
– ¿Y no se puede enseñarles?
Seytkalí pensó y contestó:
– Sergio Petrovich propuso poner a los novatos a trabajar junto con los experimentados, pero estos no quieren. Yermek cogió a unos nuevos, pero los demás eluden hacerlo.
– Y ¿porqué?
– Los novatos frenan el trabajo y así reduce el sueldo de los viejos obreros.
“Sí, esto es razonable, – pensaba Meyram. – Convenciendo no se puede hacer nada aquí. Hay que consultarlo con Scherbakov. Él sabrá cómo lograrlo. Y el Estado nos podría ayudar al principio.”
No muy convencido preguntó a Seitkalí:
– ¿Y no se puede mantener el sueldo de los obreros con experiencia que tienen aprendices?
Seytkalí se enojó.
– Y ¿el rendimiento? ¿Dónde estamos: en una escuela o en la mina?
– ¿No habías pensado que la mina no es simplemente la fuente de carbón, sino una academia de trabajo?
Seytkalí frunció el ceño e hinchó el labio inferior. Esto significaba que no le gustaban las palabras de su compañero y no quería seguir el tema.
Meyram pensó que mejor era callar. No se puede exigir nada a Seytkalí. El capataz no gozaba de dotes especiales, ni de mucha inteligencia. Pero era una persona con voluntad férrea, honrada y muy trabajador. Aunque demasiado colérico. “Hay que hablar con Scherbakov, nadie más lo soluciona…”
Mientras tanto se acercaron a otra galería. Seytkalí estaba callado y no explicaba nada a su compañero. El suelo en la galería era plano, no había ni un pedazo de carbón o roca debajo de los pies. Las paredes eran rasas como si talladas por una máquina. Los puntales hacían una línea recta como si fuesen postes telegráficos. Las brechas entre los travesaños y el techo estaban rellenadas por unos tacos. A pesar de que Meyram estaba por primera vez en la mina, entendía que aquí trabajaba gente experimentada que conocía su trabajo muy bien.
– Aquí es diferente, – dijo.
– Es la galería de Yermek, – explicó Seytkalí.
Y ahí estaba Yermek de rodillas. El viejo minero parecía estar hecho de acero. Su pico de doble filo con cada movimiento relumbraba en la luz de la lámpara. La punta del instrumento daba exactamente en el lugar donde miraban los ojos de Yermek. Sus dedos cortos andaban por la manija del pico como si trasteaban una dombra . El cuerpo del minero estaba cubierto por la carbonilla, pero estaba seco. No se veía ni una gota de sudor. Yermek tenía una amplitud del golpe especial, no muy ancha y tranquila. Asestaba con ritmo golpe tras golpe. El joven piquero que trabajaba junto con él ya estaba sofocado pero no le podía alcanzar. Los chanchulleros y los botaderos enseguida se llevaban la roca extraída. Los entibadores instalaban rápido los soportes. No se sentía ningún apuro, ni trajín. El trabajo avanzaba siguiendo un ritmo muy tranquilo. A primera vista incluso parecía lento. Pero en realidad era seguro y empeñado. El adelanto roía la milenaria roca.
Meyram y Seitkalí se acercaron desapercibidos y estaban un rato viendo el trabajo. Los dos pensaban lo mismo: “¡Ojalá todos trabajasen así!” Yermek volvió la cabeza y al ver a los visitantes se levantó. Los obreros también se dieron cuenta de Meyram y Seytkalí, pero siguieron trabajando.
– ¡Yermek! – exclamó emocionado Seitkalí. – ¡Muy bien!
Yermek se volvió con el cuerpo hacia ellos, pero no les dijo ni una palabra, se limitó saludarles con la cabeza. No le gustaba hablar.
Seytkalí estaba muy contento con el trabajo. Le dijo a Yermek:
– Me voy a las galerías. Y vosotros al terminar el trabajo subid con Meyram.
Meyram se quedó con Yermek. Intentaba entablar una conversación con el minero, preguntaba sobre las condiciones del trabajo, sobre la mina.
Yermek le contestaba lacónicamente. Era difícil sacarle una palabra. Poco a poco sintió interés por su interlocutor y le preguntó:
– ¿En qué trabajará aquí? – siempre solía conocer algo sobre la persona, quién era, y luego ya empezar la conversación con él.
Meyram francamente le comentó sus planes que todavía había compartido sólo con Scherbakov.
– Pienso trabajar en el partido.
– ¿Secretario?
– Si me votarán, sí.
– Pueden votar, – respondió Yermek callándose su idea: “Pueden votar. Parece ser apto para eso.”
– ¿Cuánto tiempo trabaja en la mina? – preguntó Meyram.
– Desde que cumplí diez años.
– ¿Y en qué cuencas estuvo?
– Nunca abandoné Karagandá.
– Pero los últimos años estaba parado aquí todo.
– Hacía de vigilante.
Meyram quería saber sobre la técnica de trabajo, sobre la extracción del carbón y otras cosas importantes, pero el viejo minero no quiso comentar nada al respecto: o no quería revelar secretos, o pensaba que esta conversación era desacertada.
De pronto Yermek sonrió y señaló con la barba a la galería:
– Como se afana intentando alcanzarme.
El joven de la boca grande y ojos intranquilos miraba alrededor y manejaba el pico. Una hora atrás quedaba por detrás de Yermek a medio metro, pero ahora se acercaba. Sus miradas intranquilas expresaban un pensamiento oculto: “Si Yermek deja el trabajo y se queda hablando, le alcanzaré”.
– ¿Quién es?
– Ya lo ve, un joven minero. Se llama Akym. Pienso, será un buen piquero.
– ¿Un novato?
– Sí. Primero giraba el tambor arriba. Luego Scherbakov me dijo: “Pruébalo con el pico”. Le puse a trabajar aquí. Y ahora veo que está en su sitio.
“Eso es. Tenía que haber empezado a hablar con el tema de picos”, – pensó Meyram.
Entonces Yermek se acercó a su compañero, le cogió el pico, lo revisó y frunció el ceño.
– ¿Es una herramienta? Ya está embotado. Toma el mío. Será más fácil. Y yo trabajaré con el tuyo.
Akym tomó el pico de Yermek, chascó la lengua con admiración y empezó a extraer el carbón con más afán.
– ¿Es que el pico es una cosa tan especial? – preguntó Meyram intentando tocar a lo vivo a Yermek.
El minero negó con la cabeza. Y primero con palabras cortadas, luego más fluido empezó a explicar. Mucho depende del afilado y del temple del pico, de la manera de dar golpes – con fuerza o cortos. Yermek hablaba sobre las galerías, pozos, capas de carbón… Meyram entendía poca cosa, pero le escuchaba al minero con mucho interés.
– ¿Qué ha cursado? – le preguntó asombrado.
– Sabré firmar.
– Pero los conocimientos suyos son no menos de un ingeniero.
Yermak frunció el ceño, dio la vuelta e hizo un gesto con la mano.
– ¡Que va! Estamos lejos de un ingeniero. Jamás estudié en la escuela.
De nuevo se puso de rodillas y siguió su labor.
Con ruido se desprendió la capa del carbón. Se levantó un polvo negro y todo quedó cubierto con una neblina espesa. En ella iluminados por la débil luz de las lámparas se divisaban las siluetas de los trabajadores. Con mayor ritmo golpeaban las hachas de los entibadores, sonaban las palas de los amontonadores de carbón.
Se oía la voz de Yermek que alababa a Akym:
– ¡Muy bien, mi niño, muy bien!
El joven le contestaba:
– Vaya a descansar, se terminó el turno. Nosotros aquí ya terminaremos solos.
Yermek salió de la neblina y con una sonrisa contenta se acercó a Meyram.
– ¡Este niño será un buen piquero! Podemos contar con él. Vámonos.

Capítulo sexto

Cuando subieron a la superficie Meyram se sentía como si se le quitara un peso de encima. ¡Cuánto echaba de menos el espacio y la luz! Admiraba los alrededores y respiraba con ansia el aire puro. Yermek iba a su lado. Parecía que el sol del día vernal también alegraba al viejo minero que pronunció a media voz:
– Tempranito es para ir a casa.
Ellos se dirigieron en sentido contrario del pueblo, subieron el monte It-Jon. Desde aquí se veían los alrededores a distancia de un día de viaje. Todo el invierno en las vacías colinas de It-Jon envueltas en el blanco manto de nieve gobernaban las tempestades. Ahora sus lomas estaban cubiertas con el verde tapiz vegetal. En el horizonte los campesinos tejían encaje de surcos sobre los fértiles campos de trigo. En el cielo las alondras cantaban sus cantos de alabanza. En el aire caliente aparecían espejeos. De vez en cuanto soplaba la brisa acariciando la piel como la seda. El verde de la hierba diluían las primeras flores.
Meyram miraba y no podía apartar la mirada En algunos barrancos todavía quedaban restos de nieve. En la bruma azul se divisaban los picos Semiz-Kyz, Kos-Agash. Se podían ver hasta las lejanas montañas Ku-Shoki y Nar-Shokken. Y entre los lomos de It-Jon y Koktal-Zharyk se tendía el ancho valle. Antes en este valle pastaban las numerosas caballadas del síndico regional, bai Tati. Ahora allí se encontraban las ganaderías y los campos koljosianos. En el norte trazaba una línea clara el río Nura. Sus orillas acogieron las aldeas rusas y aúles kazajos. Y hacía poco los rusos peleaban con los kazajos por cualquier parcela junto al agua. La cosa cambió y el río Nura se convirtió en el símbolo de la amistad de los pueblos con los montes Zhaur y Kozhir como las torres de unión.
Meyram había abandonado estas tierras cuando era joven, pero siempre se acordaba de su patria. Y ahora como si llevara una conversación con cada valle, con cada colina. Los recuerdos le invadían y dijo a Yermek:
– ¡Qué bien se está en los lugares natales!
– Si no fuese así yo no me quedaría aquí vigilando esta chimenea de hierro, – respondió Yermek. – Mi padre vino a Karagandá cuando yo tenía cinco años. Y desde entonces jamás había salido de aquí. Y la primera vez bajé a la mina con sólo diez años.
– ¿Trabajaba para los fabricantes rusos?
– Pase pena con los rusos y con los ingleses. Los ingleses contrataban a los trabajadores mediante los contratistas locales. Los unos como los otros nos chupaban la sangre mejor que lo hace una ventosa. Nos liberó sólo la revolución, el poder soviético. Cuando los ingleses se largaron yo me quedé para vigilar la explotación.
– ¡Fíjese cuantos aúles hay ahora por aquí! – mostró con la mano Meyram. – Cada día llegan caravanas y traen cargas… Para el otoño Karagandá crecerá, los aúles se convertirán en grandes poblaciones. En invierno podemos pasar por una mal racha.
– Eso sí, – asintió Yermek.
A Karagandá venía gente de todas las partes. Todos querían trabajar. Y en la mina faltaba no sólo maquinaria nueva, no había picos para todos. Los recién llegados nómadas incluso no siempre encontraban lugar para vivir. La vía férrea llegaba sólo hasta Akmolinsk. ¿Se podrá organizar que los materiales, alimentación y los instrumentos lleguen desde ahí a tiempo con los camellos y bueyes?
– El gobierno debe ayudarnos, – dijo Yermek.
– Sí, tiene razón, – asintió Yermek, – pero y nosotros tendremos que responder por eso.
Ensimismados en pensamientos volvían sin prisa al pueblo.
En un poste cerca a la chimenea colgaba un trozo de raíl. Alguien con fuerza paloteaba el raíl. El agudo sonido llegaba a los más lejanos rincones de los vastos espacios de la estepa. Yermek frunció el ceño.
– ¡Menuda travesura, original!
– ¿Para qué está tocando el raíl?
– Nos sirve de campana. Ya es hora de dar fin al trabajo, son las cinco. Y el pillo Baiten ya está con lo suyo.
Ese nombre sonaba a Meyram, Seytkalí le había mencionado en la conversación con él.
– ¿A ese Baiten le gusta gastar bromas?
– Tiene de todo, – contestó Yermek.
La bien cuidada barraca resaltaba entre las casas acostadas por su recién pintado tejado y paredes blanqueadas.
– Al llegar la gente de Donbass lo primero que hizo es renovar la casa antes de alojarse en ella. Y yo dije a Baiten: “Es muy importante poner las manos a la obra a tiempo. Tenemos que aprender de los de Donbass, son mineros experimentados”. Pero nuestro desordenado Baiten tuerce las narices: “Señoritos… Piensan sólo en mantener limpia la casa…”
Meyram no pudo contener la risa.
– Entonces, ¿los que pensaron en poner en orden la casa son señoritos y los que viven en males condiciones son verdaderos trabajadores?
– Pues le sale así. Por otra parte no se puede reírse de él. Durante toda su vida en Karagandá jamás había visto que los trabajadores vivieran en buenas condiciones.
Conversando se acercaron a la barraca. Aquí había gente descansando tras la dura jornada.
– Pase y lávese, – ofreció Yermek a Meyram.
– Primero Usted y yo me quedo aquí.
Yermek entró en el piso. Meyram se sentó en el banco delante de la barraca. Era nuevo aquí y le interesaba observar la vida de los vecinos del pueblo.
Se acercó un viejo obrero con pelo desordenado. Vestía una camisa de satén con cuello de trilla desabrochado. Se paró junto a la puerta y se puso en jarras. Así estaba mirando a los demás. Era Baiten. Era porque estaba de mal humor o porque tenía una costumbre, se tiraba enfadoso el bigote, la nariz ancha se esponjaba, los ojos se movían de un lado para otro-
– Baiten-jan, zúrrale la bandana, – dijo una anciana que salió de la barraca indicando al viejo aguatero y se metió dentro.
El grácil viejo sentado en un barril enorme que tiraba un camello, llevaba el agua a las barracas. En cuanto aparecía junto a la barraca se armaba allí un jaleo.
– ¡Anda, viejo! – gritó Baiten. – ¿Cuánto podemos esperarte? Siempre estás detrás de esos pinches de camisa blanca.
– Falta agua en el pozo, hijo.
– Antes había bastante y ¿ahora no?
– Mira cuanta gente hay. Beben ellos y dan de beber al ganado.
– Anda, acaban de llegar y ya se hacen los amos de la vida. Si quieren agua que se hagan el pozo. Diles eso. Y este pozo es nuestro, de los antiguos habitantes del pueblo.
– Pero ellos también vienen a trabajar.
– Lo sé, siempre estás con los quien vienen de los aúles. Son como tú. Basta con ver tu camello para saber qué pájaro eres.
La voz chillona de Baiten atrajo la atención de las mujeres que se apresuraron a coger los cubos y salir de la barraca. Junto al barril se armó un escándalo.
A la calle salió Yermek.
– Entre, refrésquese.
– Me quedo un poco más, quiero ver.
– ¡Oye! – gritó Baiten al aguatero cuando aquel tocó a su camello. – ¡Si vuelves a tardar en traer el agua, en Karagandá se queda a vivir sólo uno de nosotros!
– Pues bien dice el refrán que en su aúl el perro es valiente, – dijo el viejo en voz baja siguiendo su camino.
“Sí, no hay orden aquí, – pensaba Meyram. – Todavía queda mucho de la vieja Karagandá. He aquí el grosero Baiten intenta llevar las riendas”.
La gente confluía a la barraca, Yermek le decía a Meyram el nombre de casi cada nuevo visitante. Aquel joven con un acordeón viejo de doce teclas es Shaiken. El otro que se le acercó, de pelo largo y bajito, es el cantor Zholtay.
Shaiken empezó a tocar y Zholtay entonó su canción. Alrededor se juntó la juventud. Salieron de la barraca y los piqueros viejos: Span con su calva a descubierto, Aubakir de barba negra, Baitiken con la cara picada de viruelas. Los viejos mineros estaban un poco junto a la puerta y luego uno a uno con seriedad se acercaron al lugar donde se entablaba la fiesta. Y sólo Baiten con las manos detrás se paseaba aparte.
Volvió del trabajo Seitkalí y se sentó junto con Meyram y Yermek.
Anochecía, las sombras se alargaban. En el aire calmoso de la tarde vernal se esparcía el timbre del acordeón. Zholtay cantó la canción kazaja “Yelimay” , coplas rusas y tártaras.
Cuando empezó a cantar:
Aperé el arado con par de caballos,
Donde no pueden ni cuatro…–
Baiten que estaba aparte no pudo contenerse:
– ¡Olé! ¡Aprieta!
Unos jóvenes se lanzaron a bailar. Ellos se daban golpes con las palmas contra las rodillas siguiendo el ritmo de la canción.
– ¡Olé! ¡Olé! – les gritaban. No se contuvo hasta el canoso Span.
Esa era la única opción para descansar en cuerpo y alma después del duro trabajo. En el pueblo no había todavía ni club, ni radio. El periódico kazajo entre los dos lo encargaron Seitkalí y Zholtay. Así lo leían por turno. El periódico llegaba por correo una vez a la semana.
Meyram estaba ensimismado en pensamientos tristes.
“Aquí, junto a la barraca, la gente se divierte de algún modo. Y cerca en el altillo está el antiguo cementerio. Los infelices que yacen ahí toda su vida sin conocer ni luz del día ni descanso trabajaban para los fabricantes de aquí”. Pero cuando se imaginaba cual será el futuro de Karagandá el alma se alegraba.

Capítulo séptimo

En la pequeña barraca con las paredes apoyadas por unos troncos para que no se desvaneciesen durante el dominio de los ingleses se encontraba la única tienda en Karagandá. Ahora aquí se encontraba la dirección del nuevo cartel de extracción de carbón.
Sergio Petrovich Scherbakov estaba sentado en la mesa pensando en algo y golpeteaba sobre la madera con el lápiz. Su rostro y frente estaban surcados de arrugas, pero los ojos seguían siendo jóvenes. Todos sus movimientos demostraban que él era una persona reservada. Scherbakov miró en el reloj y se encogió los hombros.
Alguien tocó en la puerta. Sergio Petrovich con una inesperada agilidad levantó de la silla su cuerpo recio, se acercó a la puerta y la abrió. En la habitación entró Meyram.
– Pase, pase. ¡Contento de verle! – dijo Sergio Petrovich y cogiendo del brazo a Meyram le llevo a la mesa.
– Perdone, me he retrasado un poco, me acosté tarde ayer, – explicó Meyram.
Sergio Petrovich le contestó en broma.
– Los jóvenes por la noche no duermen.
Meyram se sentía a gusto con él: Scherbakov le caía bien desde el primer encuentro por su tranquilidad de una persona con gran experiencia de la vida.
– Bueno, vamos a lo nuestro, – dijo Sergio Petrovich. – Tenemos poco tiempo y mucho trabajo. ¿Quién empieza? Aunque tengo muchas canas soy un director novato como Usted.
– Empiece quien empiece, no vamos a pedir concesiones por edad.
– Bien dicho, Meyram Omarovich. Si nos tomasen por mocosos no nos nombrarían como gerentes. Y en lo que toca a la edad vamos juntos, aunque yo nací antes.
– No llego a entenderle, – dijo Meyram.
Sergio Petrovich relató en pocas palabras sobre su vida antes. Los últimos cuatro años estudió en la Academia Industrial. Al finalizar el curso le mandaron a Karagandá como promoción.
– Antes no trabajaba como gerente, pero he visto muchos, buenos y malos, – explicó.
– Bueno, primero Usted, – ofreció Meyram. – Usted ya conoce muchas cosas de aquí y tiene más experiencia.
Sergio Petrovich lentamente cargando el tabaco en la pipa empezó a hablar:
– Si logramos antes de que finalice el quinquenio fundamentar la “tercera carbonera” y la unimos con Ural, podremos decir que hemos cumplido con la tarea planteada ante nosotros…
Colocó la pipa en el borde de la mesa, cogió de la alfeiza un trozo de carbón y lo sacudió en la palma:
– ¡Aquí está el oro! Nuestras esperanzas se justificaron… Acabamos de recibir los resultados de los análisis en Donbass y Ural. Es carbón coquificable válido. Hemos rebatido las dudas de los escépticos y puede ser de los lacayos de los capitalistas ingleses. ¡Es coquificable! Ahora desde Moscú nos enviarán mucha ayuda.
Tras una breve pausa siguió hablando:
– Pero para eso necesitamos personal, ferrocarril y electricidad…
– Todo esto llegará, – interrumpió Meyram. – Pero, ¿qué se necesita ahora mismo?
– Espere. Empecé por el futuro porque nuestro día de hoy está bajo las órdenes del mañana. Hoy hasta que no conduzcamos el agua del río Nura, necesitamos más pozos y levantar desde la mina “Gelbert” el agua para necesidades hacenderas. Ya lo estamos preparando. Mientras no tengamos electricidad utilizaremos el vapor. Ya hemos empezado con ello. En las semidestruidas fábricas de Spask y Ekibastuz, en Karagandá y en los molinos abandonados de los latifundistas pequeños hemos encontrado algunos locomóviles, pequeñas calderas y kamerones. Los remendaremos un poco y los utilizaremos. Pero no podemos permitir que las cubetas con carbón se suban arriba a mano antes de que pongamos en marcha las instalaciones de vapor.
– Si, ya lo vi, el carbón ahora se consigue con el trabajo hazañoso de los obreros.
– Tenemos que aprovechar la hazaña de modo razonable. Y las cubetas sacarlas con caballos. Ya di la orden al mecánico Kozlov para que dentro de una semana lo más tardar instalar el tambor con tracción a caballo, – dijo enérgicamente Sergio Petrovich. – Lo principal ahora es desarrollar las minas antiguas y abrir nuevas. Ahora trabaja sólo una. Fue puesta en marcha por los obreros antes de nuestra llegada. Los próximos días abrimos tres minas nuevas. Para el otoño tienen que trabajar no menos de quince. Eso quiere decir que para ese tiempo aquí habrá unos quince mil obreros.
– ¿Y dónde los alojamos y les proporcionamos todo lo necesario?
– Sí, esta es una pregunta difícil. Cerca están los pueblos Ak-Kuduk, Kzyl-Kuduk, Ashyly-Airak, Bukba. Menos mal que hay koljoses ahí. Estoy seguro que no nos nieguen en alojar a nuestros trabajadores por algún tiempo. Pero ahí no hay sitio para todos. A los demás les ofreceremos construir barracas de tierra y casas de adobe. Les suministraremos el material. Para el año que viene construiremos también casas grandes del complejo residencial.
– ¿Y qué hacen ahora nuestros constructores?
– Necesitamos complejos de instrucción para capacitación de los nuevos obreros, para recapacitación de los viejos. Necesitamos escuelas para los niños. Necesitamos saunas, panaderías, tiendas y comedores. Y por fin, ¿quizá la oficina puede trabajar bien en este edificio? Los equipos de los constructores estarán ocupados sobre todo en la construcción de los edificios públicos. No podemos abarcar todo. En futuro, – tras una pausa siguió Scherbakov, – yo pienso que la nueva construcción va empezar por la edificación de los edificios residenciales e infraestructura. Y nosotros tendremos que aguantar, no podemos hacer nada. Los obreros lo entenderán.
Por la manera de escuchar atentamente, por las cortas preguntas y comentarios de Meyram, Sergio Petrovich veía que el futuro secretario de la organización del Partido es una persona consecuente e inteligente. Y Meyram reconoció la inteligencia y diligencia de Scherbakov. La extracción del agua de la mina “Gerbert”, lo que Meyram escuchó por primera vez, el ensamblado de los viejos locomóviles, calderas, kamerones, utilización de tambores con tracción a caballo, todas esas pequeñas a primera vista cosas en realidad tenían gran importancia para la fundación de la Karagandá Soviética. Y estaba muy bien que Scherbakov no pasaba de lado las pequeñeces y sabía aprovechar los medios locales.
Meyram dijo:
– Nuestra primera tarea, me parece, consiste en eso, en aprovechar todas las posibilidades locales, ser ahorrativos en todo.
– Bien dicho, muy bien, – asintió Sergio Petrovich, aunque entendía que Meyram no sólo llegó a esta conclusión.
Y Meyram seguía no tan seguro:
– Habló sobre los complejos de instrucción. Sin ellos no podemos. Pero cuánto tiempo tardaremos en tenerlos… Y bajé a las minas y vi como los nuevos obreros poseen el pico…
– ¿Mal?
– Según entendí, muy mal. De eso también habla Seitkalí… ¿No se puede acelerar la capacitación de los novatos?
Sergio Petrovich se puso muy atento.
– Y ¿cómo piensa hacerlo?
– Ni idea, a decir verdad. Pregunté a Seitkalí si se podía poner a trabajar a los novatos con los mineros experimentados.
– Seitkalí se asustó, ¿no?
– Dice que esto reducirá el sueldo de los obreros calificados.
Sergió Petrovich empezó a reír echándose con su cuerpo recio atrás en la silla.
– Y Yermek no tiene miedo, porque es un verdadero maestro.
Scherbakov entornó los ojos y miraba atentamente a Meyram. Son sus propios pensamientos… Este joven va por buen camino.
Le dijo seriamente:
– Tenemos que pensarlo bien. No se puede tomar una decisión rápida. Necesitamos poner la cosa de tal modo que el experimentado picador pueda enseñar al novato y no pierda en salario. Pero su idea es muy buena.
Tuvieron que cortar la conversación. Entró un hombre alto y delgado con lentes. Estrecho la mano a Scherbakov y saludo reservadamente a Meyram, se sentó a su mesa y se metió en sus cálculos.
Sergio Petrovich miró el reloj, se levantó y ofreció a Meyram;
– Vamos, seguiremos la conversación andando.
Detrás de la puerta le dijo:
– Es nuestro Jefe de Ingeniería, Orlov. No quería hablar delante de él. Todavía no le conozco. Es de los antiguos saboteadores. Fue procesado. Y le enviaron aquí poniéndole a prueba. Es una persona laboriosa pero hay que verlo.
A Scherbakov junto a la barraca le esperaba el carro. Subiendo en él Scherbakov dijo alegre:
– ¡Qué bien estaremos cuando cambiemos el carro a caballo por uno automóvil y nos mudaremos de la barraca acostada en un edificio de varios pisos! Todo llegará, Meyram Omarovich, todo lograremos. Sólo apresúrese con el trabajo de organizaciones públicas. Mire estos aúles: la gente está esperando con impaciencia cuando pueden empezar a estudiar. A verdad decir, incluso los viejos obreros como Baiten tienen la mente roñosa. ¡Estamos en una situación penosa! Es difícil, incluso imposible, planteas un asunto tan importante sin la ayuda de las organizaciones públicas.
– Espere, – contestó Meyram. – Usted mismo lo dijo, todo llegará.
– ¿A dónde va ahora?
– Iré a los aúles vecinos, veré como vive la gente.
– Buena idea, – dijo Sergio Petrovich apretando la mano de Meyram. – Y yo iré a ver que tal están las nuevas minas. Luego nos reunimos y compartimos la impresión.

Capítulo octavo

En todos los lados se veían chabolas dobladas, yurtas fuliginosas o simplemente refugios de estopa tendida sobre las lanzas de los carros. Eran los nuevos pueblos de los obreros. Era imposible encontrar aquí grandes manadas de ovejas, ni largos postes para potrillos. No pastaban caballadas en los campos. De veras, esos pueblos todavía parecían a los aúles. En las calles paseaban vacas, ovejas con corderos, cabras con cabritos, detrás de las cercas junto a algunas casas había caballos o bueyes. A pesar de la poca cantidad de ganado casi no quedaba pasto ahí.
No había orden en el pueblo. Había viviendas enfiladas en largas calles y también agrupaciones de ellas. Todo el tiempo llegaban nuevos carros. Corrían carretelas, carros grandes y pequeños apareados por caballos y bueyes, iban camellos cargados, caballos y vacas. La gente llegaba para trabajar en las minas, pero por la costumbre de ganaderos, antes de llegar paraban sus carros, ojeaban los alrededores y preguntaban si estaba bien el pasto. Resultaba que todo el pasto en los alrededores estaba pisado y en adelante no había agua. Rascándose el cogote los nuevos habitantes empezaban a descargar sus pertinencias ya que no había otra opción.
Meyram bajó la colina y fijándose en los detalles se acercaba a los aúles. Se paró delante de la primera choza cubierta con fieltro ahumado. Pidió permiso para entrar.
Dentro había tres personas. El amo, un hombre de cuarenta años con barba redonda, estaba sentado en el suelo y hacía unos sharke  de cuero crudo sobre unas plantas de madera. Su esposa tenía un poco más de veinte años. Era de rostro moreno con mejillas redondas. Estaba tejiendo unas medias de la tela sacada de un saco viejo. Un bebé que no sabía ni andar gateaba junto a los pies de sus padres.
Meyram les saludo y como huésped pasó adelante hacia el sitial donde había un pequeño retal de fieltro de tamaño de un sudadero. El ama de casa se apresuró a limpiarla, pero Meyram la detuvo:
– No se preocupe.
Los amos de la choza estaban confundidos por el inesperado visitante vestido como un habitante de la ciudad. Para quitar la incomodidad Meyram dijo:
– ¡Que sean buenos sus sharke, agay! ¿Los llevará con esas medias?
– Sí, eso es, voy a bajar debajo de la tierra.
– ¿Había trabajado antes en la mina?
– Nunca, pero estoy decidido. El dios no me privó de la salud. Pagan bien. Voy a trabajar de piquero.
– ¿Y le darán el pico?
– Que no me lo den, – dijo el amo, sacó del bolsillo un paquete y lo entrego a Meyram. – ¡Nosotros no somos cualquiera!
Meyram revisó los papeles que con tanto orgullo le ofreció el amo. Los documentos decían que el amo de la choza, Bokay Tuleubayev y sus antecedentes de siete generaciones eran peones. El año pasado Bokay ingresó en el koljoz. Ahora según el contrato con el koljoz se trasladó a Karagandá desde la lejana provincia de Kuvsk.
– Dicen que los piqueros aquí ganan una cabeza de ganado al mes, y nosotros trabajábamos para el bay todo el año para ganar lo mismo, – comentaba Bokay contento por el futuro sueldo.
– Tiene buenos documentos, Boke, – dijo Meyram devolviéndole los papeles.
Bokay humeó complacido. Meyram con amargura observaba el miserable interior de la choza. Bokay le preguntó:
– ¿Cómo te llamas, hermano?
– Meyram.
– ¿Dónde trabajas?
– Acabo de llegar, como vosotros.
– Dicen que una vez dos bromistas iban de noche por la estepa. De pronto relampagueó. Los caminantes exclamaron: “Brilla no brilla, no verás a nadie más, somos sólo dos”. Y yo te voy a decir: por más que observes nuestra vivienda, no habrá más riqueza aquí. Perdona no haberte ofrecido nada, hermano.
– ¡No tienes que dar explicaciones!
– No te lo diría si en la caldera tuviera algo. Pero la pobreza mantiene atadas las manos de la hospitalidad.
– Antes de hablar sobre necesidades deberías ir a cobrar lo que nos toca según el dagaúr  – se enfadó la esposa.
– Hay muchos dagaúres ahora, no habrá para pagarlos todos. Pienso a los jefes de aquí ya se les va la cabeza de tantas trochas que tienen. Hay que darles respirar.
– Por tu carácter torpe estabas doblando la espalda como peón treinta años. Y si no hubieran deportado a Kaltay, seguirías con la mano estirada junto a su puerta, – le reprendía la esposa.
– ¿Quién de los dos tiene razón? – preguntó Bokay a Meyram. – Esta mujer dice: “Ve y reclama lo que te corresponde según el dagaúr”. Y yo digo: “Pienso que en la explotación todavía no están arregladas todas las cosas como en nuestro koljoz. Lo que nos corresponde lo recibiremos. Esperábamos años para que el bay nos pagase lo nuestro. Y nosotros todavía no hemos hecho nada para la mina. Para reclamar hay que trabajar.”
– ¡Dios mío! Tuviera que yo ser el hombre en esta casa, – exclamó la joven. – No puede recibir ni lo que le están obligados a dar.
Meyram con sonrisa escuchaba la riña de aquellas dos personas tan diferentes. Pensaba que los dos tenían razón. ¿Hay que ponerse de lado de uno para ofender al otro? Y dijo:
– ¿Para qué esperar? Vayan y reciban lo que les corresponde. Tenemos en los almacenes ropa de trabajo y alimentos. Y si falta algo, pronto llegará. Tendremos de todo.
Luego no pudo contenerse y preguntó:
– No se enfaden, porfa… Me parece que tenéis una gran diferencia entre los dos. Pero parece sois esposos. No llego a entender…
La joven como si pasando palabra le miró a Bokay. El amo primero cogió agua en la boca, roció los sharke y respirando profundo empezó a hablar:
– Trabajé para ese Kaltay treinta años. Y la recompensa por mi labor es este refugio y esta mujer. Ella era hija de un pobre. Kaltay arregló el matrimonio entre nosotros cuando ella tenía cinco años. Al cumplir los quince Kaltay pagó la redención por mí y nos casamos. Así es el fruto de mi largo trabajo para él.
“La gente ha pasado tiempos difíciles, – pensó Meyram. – Pero la vida cambia. Bokay y otros trabajadores ya se sienten mejor, muchas cosas las ven de otro punto.”
Se levantó.
– ¿Viene por algo o como si nada? – le preguntó Bokay levantándose también.
– Nada, gracias. Quise simplemente charlar un poco. Ya nos vemos. Hasta la vista.
Lentamente iba por el aúl. En cada yurta en el fogón quemaban carbón y no la maloliente turba. Casi en ninguna de las viviendas no había la obligatoria herramienta del ganadero, kuruk , habían picos, palas, layas. Los niños también cambiaron sus juegos. Antes solían montar los palos como si fuesen caballos. Y ahora clavando en la tierra palitos tendían cuerdas entre ellos o corrían con anillos metálicos imitando los carritos.
Pasando al lado de una yurta Meyram escuchaba la voz femenina que regañaba a alguien:
– ¿Esto es combustible? ¡Maldito sea! ¿Dónde está mi turba con su llama brillante?
¿Qué se podía contestar a esa mujer que no sabía encender el carbón? Pronto aprenderá. Sin detenerse Meyram siguió su camino. Junto al pozo había ganado ovino. Se oía ruido y riña de los dueños que se peleaban por el agua.
– ¿Qué clase de orden es esta? Nos llamaron a venir aquí y no hay agua para todos.
– Excávate un pozo y tendrás agua. Y encima te pagarán por eso. Un sobresueldo no rompe el bolsillo, – se oyó una voz enderezadora.
“Hay que ver las cosas que se puede oír cuando estás entre la gente…Ellos mismos se quejan y se buscan soluciones”, – pensaba Meyram.
A trasmano del aúl, en la escasa hierba había dos personas. Mientras Meyram se acercó a ellos, ya se habían reunido diez. Ellos hablaban emocionados. Meyram se sentó aparte. Un joven con el pelo liso y ojos negros brillantes parecía estar más emocionado que los demás. No podía estar tranquilo. Iba de un lado al otro, se metía en la conversación, aleaba con las manos y taconeaba impaciente con sus pies descalzos. La manera de portarse era de Baiten, pero era razonable y las bromas que gastaba no eran tan brutas. Mediando por uno, discutiendo con otro, él sin darse cuenta llevaba la conversación.
– ¡Zhanabyl! ¡Oye, Zhanabyl! – sin levantar la cabeza le llamó el hombre con barba en manojos que estaba tumbado en la tierra. – ¿Y tú dónde piensas trabajar?
– ¿Dónde? ¡En la tierra soviética!
– Que vivas en paz. ¿Puedes concretizar?
– Concretizando, voy a trabajar en el taller mecánico.
– ¿Y dónde está ese taller?
– Junto a aquella chimenea. Allí trabaja el grosero Baiten. Voy a competir con él.
– Deja tus costumbres buscarruidos, hijo, – le dijo el tumbado levantando la cabeza. – No te metas con los viejos obreros, gánate tu pan y calla.
– Sí te bajas, la vida termina contigo, – dijo Zhanabyl. – No se puede dejar de ser vivo ni en la vida ni en el trabajo. Ese Baiten siempre se jacta de que tiene 18 años de experiencia laboral y no sabe cómo manejar el escarpelo. Y yo sólo dos años hacía de peón. Y si me preguntas cómo pastar las ovejas, te lo digo. Dentro de dos años en el taller le demostraré a Baiten lo que puedo.
El joven Zhanabyl de sangre caliente no parecía nada a un peón perdido del pasado. Se veía que es uno de los jóvenes de aúles templados en la lucha contra los bayes y fueron los primeros en entrar en los koljoces.
Otro joven de bigote que antes estaba callado moviendo en los dedos una paja le dijo:
– Zhanabyl, todo el tiempo en el aúl estabas siempre proclamando “¡Lucha de clases!” Sí, todo bien. Esto te ayudó a combatir al kulak Kurzhik. Pero aquí ya es diferente. Aquí no es lucha con el enemigo de clase, es competición con un compañero de trabajo. Me parece que para ganar a Baiten necesitar coger en las manos el pico, no el escarpelo. El pico es una herramienta mucho más aparente.
Zhanabyl cortó al de bigote:
– Usted, camarada Duisen, lo que hace es vender consejos mientras Usted mismo prefiere estar aparte y acariciar el bigote. Lo mismo hacía en el aúl mientras que yo luchaba contra Kurzhik. No, todavía no estoy preparado para trabajar con el pico. El escarpelo también es un instrumento, Don Bigote Bonito. Me dará la profesión. Piensa cuando hablas. Y te diré: hay aquí una guapa, uno ya va detrás de ella. Y cómo caerá a la guapetona el bigote de nuestro hábil jinete, no se sabe.
Todos se echaron a reír. Zhanabyl pavoneando paseó por la césped y se paró enfrente de Meyram.
– ¿También viene a trabajar?
– ¿Hay algo sorprendente en eso?
Zhanabyl movió la cabeza como si no le había creído y se fue.
Cuando se calmó el jaleo un viejo que estaba sentado junto al de bigote suspiró:
– Pronto llegará el invierno y levantará su espada sobre nuestras cabezas.
Estas palabras sirvieron para entablar nueva conversación. Se oyeron voces:
– ¡Tanta gente ha llegado! ¿Dónde encontrar tanta vivienda para todos?
– A los que vienen según el dagaúr ya les alojarán. ¿Pero qué hacer con los que vienen sin documentos?
– A la gente se puede alojar de algún modo. Pero ¿el ganado? ¿De dónde sacar el heno? ¿Dónde está el corral?
– Parece que tardarán en pagar el adelanto y repartir la ropa de trabajo.
– Ganad más y todo tendréis. Y el gran dinero está donde está el pico.
– No todos pueden manejar el pico.
– Voy a esperar un poco. Si no me gusta, dejaré todo y me iré.
Otra vez empezó a hablar Zhanabyl superando con la voz a los otros:
– ¿Qué piensan? La mantequilla es más sabrosa que los pensamientos. Pero si comes más de la cuenta vomitarás. Ayer hablé con Scherbakov. Dijo que tendremos como secretario del Partido a un joven kazajo Meyram. Hablaré con él. Entonces se sabrá algo. Tenemos que aguantar un poco. Todo saldrá bien. Los directores están pensando en nuestras necesidades.
– ¿Quién es ese Scherbakov?
– El principal por aquí.
– ¡Ya! Bueno, suelta ya, danos buenas noticias.
– ¡Basta! – puso fin Zhanabyl. – Es todo lo que pude averiguar. El ruso no lo domino bien para hacer muchas preguntas. Y Scherbakov no habla kazajo. Hablaré con ese secretario y ya os comentaré algo.
Estas palabras animaron a la gente.
– ¡Lo mucho que significa hablar ruso!
– ¡Este Zhanabyl alcanzará mucho.
– Recién llegado ya conoce a los jefes.
– Zhanabyl tiene razón: si no habría lugar no hubieran llamado aquí a tanta gente.
Meyram no iba a seguir la conversación y se levantó sin que nadie se diera cuenta. Seguía su camino pensando sobre lo que presenció.
De repente se paró.
Delante de él había una yurta. En la entrada estaba una chica joven. Con la mano se apoyaba contra la jamba superior, su cuerpo parecía una rama fina. En su rostro blanco y en los ojos negros se veía una mezcla de tristeza y alegría: la penumbra atravesaba el rostro y enseguida la cara volvía a resplandecer. ¿Qué pensamientos paseaban por su cabecita?
Ella apareció entre las grises yurtas como la luna en las nubes. Y enseguida se metió dentro como un armiño en su madriguera.
A Meyram le pareció un sueño. Sin darse cuenta se acercó a la yurta. 
Le salió al encuentro un hombre bajito vestido con pantalón de piel de oveja. Su cara le pareció conocida a Meyram. El hombre le estrechó la mano y sonrió abiertamente.
– ¡Pase, pase!
Intentando recordar dónde podía ver a ese hombre Meyram entró dentro. La preciosa joven estaba sentada a la mesa. Como por descuido miró a Meyram y de nuevo se inclinó a sus cuadernos, estaba estudiando con su amiga que estaba sentada a su lado.
En la cabecera estaba un señor con barba. Sin levantar la cabeza se movió abriendo paso al visitante.
A la izquierda en la yurta, en la parte que de costumbre se consideraba femenina y servía de cocina estaba acostada una mujer anciana. Junto al tabique de estipa había una negra como asa bota y en el keregue  colgaban un pico y una pala. Todo esto vio Meyrma antes de saludar y sentarse al lado del hombre de barba.
El conocido que había recibido a Meyram delante de la yurta se quedó en la entrada. Tendría las caderas estrechas o el pantalón estaba mal atado. El hombre siempre lo subía y miraba con inquietud a la mujer acostada y a las chicas.
– ¡Ardak-jan, Maypa-jan! Poned el samovar, – sin levantar la cabeza dijo la señora. – No puedo levantarme por la cintura.
Las chicas se apresuraron a recoger los cuadernos.
– Si es por mí, no hace falta, – dijo Meyram.
Vio en la mesa el libro. “Anna Karenina”, leyó el nombre y se alegró de que en la yurta de un kazajo que venía de la estepa se podía ver la obra del gran Tolstoy. Sabía que el libro estaba leyendo la chica que le pactó por su belleza, pero todavía no sabía su nombre. Tampoco sabía quiénes son esos dos hombres y la esposa de quién es la señora enferma.
– Dios lo quiere, – dijo el hombre que recibió a Meyram, – mi esposa se puso enferma.
La chica que estaba sentada al lado de la bella se parecía con sus ojos grandes a la anciana y con su figura un poco encorvada a su marido. El hombre de barba con mejillas hundidas que hasta el momento estaba guardando el silencio dijo:
– Ardak-jan, nuestro visitante no quiere el té, sírvele kumys.
Ahora Meyram sabía el nombre de la bella y quién era su padre.
Ardak se levantó. Llevaba un vestido gastado de reps azul con un corte urbano. El cuello libre dejaba ver su blanco cuello un poco tocado por el sol. Según la moda urbana de aquel tiempo tenía pelo corto peinado atrás. La chica se mantenía con una gracia libre, pero cuando se acercó a Meyram para ofrecerle el kumys en una taza china sus labios rojos temblaron y el rostro se ruborizó. Meyram quería oír su voz. Paro Ardak estaba callada, puede ser por que no se atrevía hablar en presencia de los mayores. Meyram decidió hacerla participar en la conversación.
– ¿De quién es este pico? – preguntó él mostrando con la cabeza el instrumento.
– Yo. Nos vimos en la mina, – contestó el hombre. – Venimos con la gracia de Dios para ganar dinero y resulta no es muy fácil. No se puede dominar el pico de una vez.
Meyram se acordó: era uno de los obreros del equipo de Khutjan.
– No pregunté su nombre…
– Me llamo Zhumabai.
– ¿A Usted también le vi en la mina? – preguntó Meyram a su vecino.
– Sí, lo vio, – contestó Zhumabai. – Trabaja en el botadero. Gracias a Dios nos encontramos de repente y ahora compartimos el hogar.
– ¿Viene de lejos?
Zhumabai no sabía que decir y miró al barbudo. El hombre tras una pausa sin mirar a nadie dijo:
– De lejos, de la región de Semipalatinsk.
No parecía un hombre muy charlador. Meyram no quiso molestarle más y preguntó a la joven:
– ¿Es Usted quien lee este libro, hermana?
Ardak le contesto:
– Sí.
– ¿Estudia con su amiga?
– Aquí no hay escuelas, – dijo en voz baja Ardak. – La ayudo aprender a leer y escribir.
– Buena cosa. Muchos son analfabetos todavía…
Parece que el padre no quería que los jóvenes sigan hablando y les cortó:
– Es hora de ordeñar a la yegua.
Las chicas cogieron el cubo y salieron de la yurta. Meyram las acompañó con la vista. Por la entrada abierta se veía como de lejos pastaba una yegua baya, a su bozal estaba atado un potrillo.
Meyram se sintió aburrido, la conversación languidecía. Agradeció a los dueños y salió.
Hace poco el cielo estaba cubierto con copos de nubes pero ahora estaba limpio. El sol resplandecía en lo alto. Era hora de comer. El humo azul claro levantándose en el aire calmado de los tundikes de las yurtas estaba colgado sobre los aúles. Desde la colina donde estaba la mina se oían los golpes en el raíl. Por la carretera en ambos sentidos iban los obreros y corrían los carros. El ganado que por la mañana andaba junto a los aúles y los pozos, ahora pastaba al lado.
Meyram no podía deshacerse de la imagen de la joven y todo el tiempo volvía la vista para verla. Ardak también dos veces miró a su lado. Meyram no logró entender si ella le miraba a él o había algo más que le interesaba.
Las chicas empezaron a cantar en voz alta la antigua canción “Akkum”.
¡Ay, esas voces de las jovene, esa preciosa Ardak, esa floreciente estepa alrededor! Meyram andaba casi borracho de la emoción. Y sólo un pensamiento le preocupaba: ¿había manera a conocer de cerca a Ardak? Y ¿qué clase de gente era su padre?

Capítulo noveno

Años atrás… Una yurta grande y blanca. Trozos de fieltro con el que está cubierta por fuera y por dentro hasta el mismísimo tundik están bordados con lazos de tela roja y fijados con cintas tapizadas de color con anchura de una cuarta. Estas cuarenta y dos cintas que adornaban la yurta tres años las tejía la anciana de ojos rojos que estaba sentada bajo el caliente sol junto a la hoguera de tierra y preparaba el kurt, una especie de queso agrio. Llevaba un beshmet usado que había recibido por su duro trabajo de tres años.
Detrás del aúl estaban atados al zheli  unos potrillos. Junto a ellos se encontraban unas yeguas. Eran tantas que mientras los ordeñadores llegaban al final ya era hora del nuevo ordeño. Jóvenes descalzos con mediodelantal de cuero con pantalón arremangado llevaban la leche en cubos. A los ordeñadores les controlaba un anciano delgado con barba escasa. Era el esposo de la vieja que estaba a la hoguera. Una vez pidió al dueño de la yurta un caballo para arreglar sus asuntos. Se lo robaron. Para pagar la deuda el viejo dos años estaba trabajando sobre la rica pintada de varios colores carcasa de la yurta y no pudo deshacerse de empeño.
A la derecha de la vivienda del dueño estaba una pequeña yurta gris y a la izquierda otra, muy pequeña, casi negra por el humo. Entre ellas tendía una cuerda de la que ataban a los caballos ambladores y corceles que podía montar sólo el myrza. . En la sombra de la yurta blanca había un carro cubierto de lona con timones levantados. Debajo del carro junto a un perro negro-pio roncaba el pastor tapado por una mantilla y con el fuste como almohada. El constante ladrar del perro y las voces altas de la gente en la yurta emborrachada por mucho kumys que se habían bebido, molestaban al pastor que todo el tiempo se daba la vuelta.
Una niña de dos-tres años con ojos negros brillantes y flequillo que le llegaba hasta las cejas, se acercó al carro, se metió debajo y se acomodó entre el perro y el pastor. Con el ceño fruncido y mejillas pomposas ella miraba sorprendida en el rostro del dormido que roncaba desagradablemente y chasqueaba los labios. Se sintió segura, se acercó a él, le toco el bigote negro que se movía con la respiración y enseguida quitó la mano. El hombre no se movió. Entonces la niña se recostó en el pecho del pastor y empezó a jugar con su bigote.
El pastor se despertó y abrió los ojos. Abrazando a la niña la besó y le indicó a la entrada en la yurta.
– Corre al papá.
La niña corrió a la entrada, pero al mirar dentro de la yurta se quedó parada.
Un hombre de treinta años con el pelo liso en un traje blanco de tusor chino con las manos detrás de la espalda daba vueltas por la yurta.
En la cama varsoviana con respaldo metálico curvado retumbado en la almohada y jugando con canelones estaba tumbado un militar esbelto. Era ruso, tenía bigote frondoso y ojos grises profundos. En el suelo junto a la mesa bajita redonda estaba sentado un traductor con barba y chirriaba con la pluma.
En el sitial estaban sentados con solemnidad dos hombres. Uno era muy grueso con el cuello carnoso, con piel que le colgaba por debajo de la barbilla y una barriga grande. Cuando él levantando el dedo empezaba a hablar, la voz le sonaba ronca. A su lado con los ojos cerrados estaba el molá en un shapan  con bigote erizado. De vez en cuando pronunciaba: “¡Ya-jakk!”  y temblaba como si estaba con fiebre. También dentro había otras tantas personas que trajinaban sin fin, se levantaban y se sentaban cambiando de lugar. Cada uno de ellos tenía en el cinturón una bolsa de fieltro colgada de un cordón de crin. En el umbral había dos guardianes que llevaban en el pecho unas medallas de cobre casi de tamaño de la palma. Los dos servidores como un perro seguían atentamente cada movimiento de los músculos en la cara de los importantes hombres en el sitial.
Así vio la niña a los cabecillas y dueños de la estepa reunidos en la yurta blanca con el keregue pintado en varios colores y cubierto con pleitas de estipa y bordada con fieltro. El comportamiento de estas personas despertaba la curiosidad de la niña, la espantaba y la asombraba. Ella no podía apartar la mirada de ellos…
De pronto fuera se oyó casqueteo que estremecía la tierra. Todos se levantaron de un salto de sus sitios y comenzaron a moverse como una manada espantada: unos se lanzaron a la puerta, otros se metieron debajo de la cama y terceros se escondieron detrás de los tabiques. Voces roncas y chillonas llenaron la yurta.
En el camino como si se tratase de un temporal subían nubes de polvo. Pronto al aúl se acercó un cúmulo ruidoso polifónico de jinetes y rodearon la yurta blanca.
– ¡Sacar a Alibek! ¡Sangrarle! ¡Atarle el uriadnik  a la cola del caballo salvaje! – gritaban fuera.
Uno de los que entraron en la yurta dio una puñalada al dueño, otro puso en el cuello del uriadnik el lazo de crin y le sacó fuera, alguien tiró al suelo al traductor y cogió los papeles de la mesa…
Al disipar la reunión de los cabecillas los jinetes se fueron. En la yurta quedaba sólo el dueño sangrando. A su lado lloraban dos mujeres que eran sus esposas. Lloraba espantada la niña.
El dueño de la yurta, el intendente regional Alibek, el que sufrió la puñalada, mucho tiempo explotaba a los habitantes de los aúles vecino. La gente estaba desconsolada…
La niña no entendió lo que había pasado en la yurta, pero mucho tiempo después se despertaba por la noche, gritaba y lloraba cuando oía un pequeño ruido. Cuando creció le habían explicado lo que ocurrió delante de sus ojos aquel día.
Esta chiquita era Ardak. El hombre callado de barba negra al que vió Meyram en la yurta del Zhumbai era su padre. Le llamaban Alibek.
…Era un día soleado de verano. El sol subía en el cielo, las sombras disminuían. De costumbre a estas horas el viejo-chaban  paticojo montando un buey rojo pastaba la manada de ovejas lejos del aúl. Hoy se quedó cerca del pueblo y montaba un potro morcillo. En la silla tenía un largo kuruk. El buey rojo pastaba libre con los otros y le miraba al pastor como si no llegaba a entender porque no le ensillaban. Antes de lo acostumbrado trajeron al aúl la caballada.
Junto a la alta yurta que estaba en el centro del aúl semicircular se reunieron mucha gente. Todos traían bridones o bozos o cuerdas. Desde los pueblos vecinos solos y en grupo llegaba más gente y se reunían con los otros. El relinche de los caballos, el balido de las ovejas, el rebufe de las bacas y camellos, las voces de la gente se juntaban en un rumor desordenado que cubría el aúl.
Junto a la puerta de la yurta que servía de cocina a la izquierda de la vivienda estaban los guardias. Dentro estaban dos personas, el marido y su mujer. Los ojos de la mujer estaban llenas de lágrimas, ella suspiraba dolorosamente. El hombre bamboleándose daba vueltas a la yurta como un lobo atrapado. En su rostro de pómulos salientes con ojos recelosos se leía desconsolación. De vez en cuando miraba fuera de la yurta a través de los agujeros en el fieltro y se ensombrecía aún más.
En la pequeña yurta vecina también estaban dos, la madre con la hija. Aquí no había guardias. Pero las mujeres no pensaban irse. La madre consumida por la enfermedad con dificultad levantaba la cabeza de la almohada y triste contaba a la niña de ojos negros que estaba sentada a su lado:
– Nuestra familia no era igual a la suya, pero se dejó llevar por mi belleza de la que hablaba la gente. Entonces no tenía ya en la cara estas manchas marcadas por la viruela. Dentro de seis meses después de la boda, cuando todavía llevaba zhelek , caí enferma. Mientras estaba en la cama se buscó otra esposa. Y lo demás ya sabes.
Vas a cumplir quince años. Hasta ahora me consentían sólo por ti, sino ya me hubiera echado fuera. ¿Y qué más da? Era viuda con un marido vivo, me convirtió en esclava. Tiene grandes manadas de ganado y yo no tenía ni un cabrito roñoso. Los azotes y la humillación convirtieron en hielo mi corazón. Yo he marchitado con ello…
Tu padre buscaba riqueza y poder, hija mía. Pero “el agua encuentra su presa” dice el refrán. La vida dos veces le había castigado, pero no aprendió nada. La primera vez cuando eras pequeña. El pueblo se sublevó y uno de los rebeldes le clavó un puñal. Luego más tarde cuando vinieron aquí los rojos y querían arrestarle le salvo su compañero de clase. Ahora es la tercera vez y ya no evitará su castigo.
¿De qué puedo lamentar? No tenía ni propiedad, ni marido. ¿Cómo puedo yo abandonar mi lugar natal, mis próximos con los que crecí? Quédate conmigo, no tienes por qué irte con el padre… Dicen: a los catorce la muchacha es dueña de la yurta de recién casados. Sabes llevar la comida a la boca. Tienes los ojos abiertos, sabes leer en ruso y en kazajo. Ardak, querida mía, corazón de mi vida, tengo un solo sueño de llevarte al feliz lugar de la ama de la yurta y compartir tu té. Si la tierra fría me llevará antes de tiempo, recuerda mis palabras: vive como lo dice la sabiduría popular, busca tu lugar entre los iguales, no te encamines sola, sino siempre acompañada, pero no cuentes con otros, se tu misma coserte un abrigo. ¿Entiendes, hija mía?
Ardak no levantó la cabeza, se quedó inmóvil. De sus ojos saltaron las lágrimas y dijo:
– Entiendo, mamá…
En la calle el jaleo no se calmaba. Todos estaban contentos. Ahí cabestrando al potro morcillo y aguijando una decena de ovejas y cabras salió del círculo el cojo chabán Shostojak. Los peones Zhantak, Asambay y Balgabek repartían la caballada. El pastor de camellos Ishak llevaba una blanca camella. La ordeñadora Undekey abrazaba una vaca roja.
Se oían voces:
– ¡Felicidades por las pertinencias!
– Igualmente. Es nuestro ganado, lo hemos criado nosotros.
– Ahora hasta el miserable tiene lo suyo y podrá comer bien.
Por fin el repartido llegó al final. De la yurta grande quitaron el fieltro, desmontaron la carcasa y cargaron todo sobre los carros.
Al dueño y la dueña les sentaron sobre un carro de dos ruedas emparejado por un camello amarillo. El equipaje se puso en marcha. Le esperaba un largo viaje. La gente les acompañaba con la mirada. El camello lentamente se movía y chillaba constantemente. El carro saltaba en los terrones y chirría. Los dueños ocultaban sus caras de la gente y no levantaban la cabeza.
El responsable por el repartido del ganado subió en una tarima y proclamó:
– ¡A partir de hoy el feroz explotador Alibek Myrzabekov es deportado de nuestra región! Y vosotros, gente trabajadora, sois los amos de los pastos en los alrededores, criad vuestro ganado.
La gente empezó a irse. De la grande yurta en la tierra quedaba sólo una mancha redonda.
Era el año 1928, período de expropiación de la propiedad de los bayes-feudales.

Pasaron otros tres años. Era una noche de verano.
En el koljoz “Voroshilov” en pocas casas no dormían. Pero los jóvenes paseaban por la calle, se oía la música del acordeón y canciones rusas. Los habitantes aquí eran rusos.
Alibek iba por el pueblo. Detrás de la espalda tenía una alforja y en la mano un bastón. Se apresuraba para salir por las calles lejanas sin hacer caso al pequeño perrito que ladrando se lanzó detrás de él. Cuando Alibek se acercó a los jóvenes se calló la música y el cantar.
– Chicos, ¿quién es ese?
– Un mendigo.
Alibek despertaba sospechas. En la cabeza llevaba un casco viejo, en los pies unas botas usadas, en los hombros – la bata kazaja. En la barbílla le salía un pedazo de la barba como mata de estipa. Alibek tenía miedo de que los chicos le llevaran al consejo de la aldea y les preguntó apresurado:
– ¿Dónde vive el kazajo pastor?
– ¿Y de qué le conoces?
– Es mi familiar.
– El pastor es buena persona.
Los chicos le enseñaron el camino y le seguían con la mirada hasta que entró en la casa del kazajo.
En la casa había sólo dos personas: una vieja que dormía en la estufa y Ardak que leía un libro.
Al oír los golpes en la puerta Ardak cogió la lámpara y salió en el zaguán.
– ¿Quién es?
– Abre, querida, soy de la familia.
– ¿Y en concreto?
– No te espantes, hija mía, soy tu padre.
– ¿Qué? ¿Quién es? – se perdió Ardak.
Salió a la puerta la mediodormida vieja.
– ¿Quién es?
– Soy yo, sheshe .
– ¡Dios mío! ¡No pueden resucitar los muertos! – exclamó la vieja cogiéndose del pecho y retrocediendo.
– No grite. Soy yo, como puede ver, en carne y hueso. Yo he vuelto.
– ¡Padre! – una fuerza empujó a Ardak. Ella se lanzó a la puerta. La lámpara se apagó.
Alibek entró en la habitación y lo primero que hizo es cerrar la puerta con el picaporte. Luego empezó a hablar con la hija y la vieja que estaban llorando.
– Por favor, no armad escándalo. Que no se de nadie en cuenta. Yo no quiero que me vean por aquí.
Encendieron la lámpara. Ardak y la vieja calladas estaban mirando a su visitante.
Alibek dijo tranquilo:
– ¿Qué os asusta? Yo no lo pasé mal. Lo único que el Dios se llevó a mi segunda esposa que me acompañaba en el destierro. Y yo, como veis estoy sano y salvo. ¡Cuánto te echaba de menos, hija mía! No puedo vivir solo. Vengo pedirte que me acompañes…
Ardak no tuvo tiempo para decir ni una sola palabra. La cortó la vieja:
– Lo principal es que estás vivo, querido. Dicen, quien cayó en desgracia pierde la cabeza…
– Eso era antes, sheshe-
Ardak suspiró:
– Ha cambiado mucho, koke. .
– Esto tiene arreglo, mi cielo, – la calmó Alibek. – Estoy cansado tras el largo camino.
Y siguió su relato:
– No me he desanimado. Doquier me llevaba la vida, cualquier cosa que hacía, en todas las partes trabajaba bien. Por eso me pusieron en libertad antes de cumplir la condena. Aquí está el documento. – Les mostró los papeles. – Y el trabajo cambió mi carácter. Entendí, hija mía, que no se puede recuperar lo pasado…
– ¿Y qué va a hacer ahora? – le preguntó Ardak.
– Acostumbrarme a la nueva vida. No quiero vivir aquí. Me da vergüenza de la gente. En unos cuantos días de aquí fundaron una gran construcción, de una ciudad nueva. Ahí se necesita la gente… Me buscaré la suerte ahí. Y vengo para ofrecerte acompañarme. ¿Qué vas hacer en el aúl? Tienes que salir adelante.
La vieja se puso a cocinar. Ardak escuchaba a su padre con un interés escrutador. Luego le enseñó sus cuadernos, había terminado la escuela local. El padre al ojear los cuadernos quedó contento con los resultados.
– Ves que bien. Ahora no se puede vivir analfabeto. Y ¿dónde puedes aplicar tus conocimientos aquí? Otra cosa es una ciudad grande. Ahí alcanzarás otro nivel.
Ardak vacilaba. Por una parte la oferta del padre le gustaba: nuevos lugares, nueva gente… Todo esto seducía a la joven.
– Hay que esperar a que vuelva nagashi , hablar con él, despedirme, – dudaba la muchacha.
– ¿Cuánto va a tardar para volver? ¿No me habías dicho que se fue a un congreso? Tardará no menos de una semana. Vamos a escribirle una carta. Yo quiero irme lo más pronto posible. ¡Coge tus cosas, hija, y nos vamos!
La vieja estaba en la habitación delantera con el samovar. Ardak entró, se paró en la puerta observando triste a su abuela.
– ¿Qué hago, azhe?
– No sé qué decirte, mi corazón. Tu decides.
– Papá no quiere esperar a que vuelva nagashi…
– Sólo tú me quedas tras la muerte de mi pobre hija Sholpan… Pero es tu padre, al fin y al cabo. Y aunque me cueste separarme de ti… – La vieja se tragó el llanto, sus hojos se llenaron de lágrimas. – Tú decides. ¡Sólo quiero que seas feliz! Si quieres irte, mejor que lo hagas antes de que vuelva nagashi. Alibek piensa lo mismo. Es la primera vez que entra en nuestra casa tras la boda con mi hija. Nunca nos consideraba igual a él. Por eso el viejo está enfadado con él…
– Es verdad, nagashi no quiere a mi padre. Y mi pobre madre también se quejaba de él. Pero me parece que ha cambiado, ya es otra persona. En aquel entonces ni yo, ni mi madre no fuimos con él. Pero ahora me parece que tengo que ayudarle a llevar una vida diferente. Dime, azhe: ¿qué tengo que hacer?
– ¿Os vais lejos?
– Lejos.
– Ya es hora de que te hagas dueña de la yurta.
El samovar empezó a bullir. Mientras tomaban el té los tres guardaban silencio. De pronto a la vieja se le escapó la taza. La señora lamentó:
– Me tiembla la mano.
Ardak levantó la taza y dijo:
– Ya tiene muchos años, azhe.
La vieja suspiró:
– ¿Qué vas hacer? Lo principal que tú, joven, vivas bien.
Alibek sacó del bolsillo una faja de dinero. Lo contó y lo colocó sobre la mesa.
– Aquí hay quinientos rublos, sheshe. Perdona a mí y mi hija que la estamos amargando. No la quitaría de su lado, pero también puede entenderme. Estoy muy sólo en este mundo.
– Quédate con el dinero, querido. Gracias. Nosotros vivimos del sueldo del viejo, aquí goza de estima. Pero no puede parar. Si hay por ahí un congreso o reunión – no le dejan en paz. Dicen, es buen trabajador… Me acostumbré a la nieta, la quiero como a mi pobre Sholpan. Pero ¿qué vas a hacer? – La vieja se quitó las lágrimas. – Y encima el viejo está fuera. N se que le digo. Es de sangre ardiente.
Alibek temiendo que la conversación se alargue dijo unas cuantas palabras de consuelo a la vieja y sin esperar que quitaran la mesa empezó a prepararse para el camino.
Ardak estaba inmóvil esperando si la abuela iba a decir algo más. La vieja se acercó, la beso en las mejillas, en la frente y dijo:
– Bien, doy mi consentimiento. ¡Que seas feliz, mi cielo!

Cápitulo décimo

Antiguo bai, ahora trabajador, Alibek entró en la mina y se perdió entre el público abigarrado que venía a Karagandá de todas las partes de la inmensa estepa. ¿Para qué se traía a la hija? No sabía la respuesta. Podía ser por la soledad que sentía, le oprimía estar separado con la única persona que era su sangre. O simplemente a razón de que su hija era una joven instruida, avanzada y con su ayuda podía ganar la confianza entre la gente.
Ardak no sabía lo que pensaba su padre. Sentía lástima y quería ayudarle a encontrar su puesto en la nueva vida. Ella creía que su padre aceptó el nuevo ordenamiento y quería ser una persona honrada. Eso era inherente a ella. Los últimos años ella vivía entre la gente sencilla e ingenua con corazón abierto.
En Karagandá Alibek y Ardak encontraron refugio en la yurta del hospitalario Zhumabai. Aquí Ardak por primera vez vio a Meyram y desde aquel día su vida estaba iluminada con una luz nueva. Sólo una vez entró Meyram en su yurta, pero su imagen quedó grabada en el corazón de la muchacha. A veces Ardak se daba cuenta de que quería que Meyram de nuevo entrara en su refugio, se sentara en el sitial, entablara la conversación mirando de reojo a ella. Aquella mirada la hacía latir el corazón con más fuerza.
Ardak estaba en la yurta sola. Los últimos días se le cruzaban los pensamientos y ya se le había hecho un lío en la cabeza. No podía resolverlo. Lo más difícil era entender a su padre. Parecía ser sincero, abierto, pero ¿era capaz de empezar una vida nueva? Luego, su propia vida. ¿Tendría la posibilidad de seguir estudiando? ¿Por qué estaba tan emocionada por el Meyram? ¿Quién era aquel joven? ¿Cuál sería el lugar de Ardak en este nuevo tan difícil mundo? ¡Cuántas esperanzas e inquietudes! Las inquietudes perturbaban y las esperanzas alentaban. El mar de la vida se le presentaba como lleno de calma, pero de vez en cuando se levantaba y se agitaba.
Sometida en sus pensamientos Ardak cerró el libro pero seguía teniéndolo en las manos. En ese momento entro Maypa, la hija de Zhumabai.
– ¿No es la hora de llevar la comida a los padres? – Preguntó la viva Maypa.
Ardak la sonrió y se levantó de la mesa.
– Vamos.
Las chicas tomaron las alforjas con la comida y se dirigieron a la mina. Sus caras lucían de alegría. Y porque estaban contentas las chicas no podrían explicarlo. Era la primera vez que iban a la mina. Les parecía que allí trabajaban los mejores.
Lo primero que vieron las muchachas cerca de la mina eran diez trabajadores. Habían tendido entre los caballetes largos de cientos metros haces de alambre, las así llamadas “lenguas” y con unos palos de hierro colchaban un cable nuevo.
Las chicas se sentaron cerca en un montecillo y con curiosidad observaban el trabajo de los hombres intercambiando las opiniones:
– Igual como se hace una cuerda de crin.
– Nosotras también lo podríamos hacerlo…
En aquel momento un cabo de la “lengua” se salió del poste y el alambre cerdeando y ondulando enredó los pies y los vestidos de las muchachas.
Zhanabyl se echó a reir.
– ¡Oye, Baiten! No les dejes escapar, que han caído en la red.
Este cabo de la “lengua” estaba colchando Baiten. Siempre Baiten se ponía las manos a la obra con vehemencia, como un potro de dos años cuando le dejan correr. Pero se cansaba muy rápido. Eso le había pasado ahora, al cabo de una hora perdió fuelle, no podía trenzar el cable con la misma fuerza y bostezaba. El palo metálico se cayó de sus brazos y le dio en la cara. Los labios se le hincharon. Estaba enredado en el alambre como las chicas y daba vueltas intentando liberarse.
– ¡Aquí está el obrero con dieciocho años de experiencia! – decía Zhanabyl ayudándole. – De lengua eres muy diestro.
– ¡Déjame en paz! – refunfuñaba Baiten. Ya no se leía tanto aplomo en su rostro, los ojos miraban con confusión. – Tendré que ir al médico.
– ¿Por esa tontería? – se asombró Zhanabyl.
– De todas las formas me pondrán un día laboral completo.
– ¿Sin terminar la tarea?
– Los arcos tienen un cuello muy gordo, no te preocupes.
– ¿Eso es todo lo que aprendiste en dieciocho años? – se enojó Zhanabyl. – Para esas tonterías jamás abandonábamos incluso el ganado del bay. ¡Eres un zorro! Mal ejemplo para los jóvenes.
Y Zhanabyl se dirigió a las muchachas para ayudarlas liberarse de los alambres.
Baiten dio unos pasos para irse, pero se dio la vuelta y regresó refunfuñando:
– ¡Vaya maestro! ¿Si el trabajo formal es para un día? ¡Vaya!
Y se puso a trabajar a regañadientes.
Antes el trabajo en la mina lo llamaban trabajo para los bayes. Y era así. Los ingleses por cualquier excusa intentaban quitarles el miserable sueldo a los mineros. Los obreros como Baiten intentaban hacer lo mismo con los dueños cuando tenían posibilidad. Aquella costumbre todavía quedaba grabada en Baiten. Ahora volvió a su puesto sólo porque tenía miedo que le iban a censurar sus compañeros. Seguía trabajando sin muchas ganas. En este lugar todavía no tenían normas diarias. Los resultados se contabilizaban por acuerdo y la ganancia se dividía en partes iguales. Por eso Baiten no solía entregarse mucho al trabajo.
Por mucho que intenten las chicas liberar sus vestidos, no lo pudieron hacer sin Zhanabyl. El alambre metálico les enredó sin que pudieran hacer un paso.
– ¡Así son nuestras redes! – reía Zhanabyl.
Primero liberó a Ardak. Y cuando tocaba a Maypa, empezó con condiciones:
– Pídeme bien, te ayudó.
– Por favor, hermano.
– ¿Me pides bien?
– Muy bien.
– Bien, luego no te escampes. Usted es testiga, – la dijo a Ardak. Liberando a Maypa Zhanabyl elogiaba el cable. – De acero puro, válido para bajar en la mina y para cazar a las muchachas.
Ardak callada hasta el momento dijo:
– ¿Suele cazar a las chicas con redes de acero?
– No, también tenemos de seda, son más resistentes.
– Pero no son bastante resistentes para cazar corazones.
– Veremos que corazón tiene, – contestó Zhanabyl. – Habrán redes capaces de cazarlo.
– ¿Y quién las tiene?
– Uno ya está haciéndolas.
– ¿Quién será? – insistía Ardak. Maypa ya le había comentado que Zhanabyl conocía a Meyram y se ven a menudo. Ardak pensaba: “Quizás habían confesado algo entre ellos”.
Zhanabyl seguía gastando bromas:
– Mire cuántos chicos jóvenes hay por aquí. ¿Piensa que sólo saben hacer cables? Se equivoca, son maestros en hacer redes para los corazones de las chicas.
– ¡Para ya! – se enfadó Maypa. – Mejor nos cuentes algo bueno. ¿Qué tal va la vida en la mina?
Zhanabyl dejó de bromear:
– ¡Muy bien va la vida! Hay muchísimas noticias, chicas.
Y les comentó como una semana atrás se celebraron las elecciones del buró de la organización del Partido. Como secretario por unanimidad nombraron a Meyram. Después de las elecciones Meyram dio una charla en la reunión del Partido sobre el tema “Tareas productivas inmediatas de los comunistas y komsomol”. Zhanabyl dijo que era una charla fenomenal, era la primera vez cuando escuchaba un relato tan interesante.
También estaba muy entusiasmado con Scherbakov.
– Sergio Petrovich fue conmigo al taller mecánico para que me den de alta. Y dijo al cerrajero Lapshin que me enseñe lo que sabe…
El hablador Zhanabyk hablaba sin parar alabando a todos y a sí mismo:
– ¿Conocen a Lapshin? Es una persona de las que quedan pocos. Es comunista. Viene de Donbass. Es un verdadero profesional. Este cable viejo lo encontró en uno de los rincones de la mina y ofreció hacer de él uno nuevo. Para esto creó un equipo de diez personas y unos días trabajaba con nosotros. Luego me puso en la cabeza del equipo…
En este momento vino Lapshin. Tenía unos treinta años. Delgado, reservado no atraía a la gente de primera viste. Esto se debía a la fría y atenta mirada de Lapshin.
El hombre saludó a las chicas y se dirigió a Zhanabyl:
– El cable se necesita ya. ¿Cuándo termináis?
– Antes de comer.
Zhanabyl hablaba el ruso con dificultad y cuando le faltaban las palabras utilizaba los gestos.
Lapshin revisó el cable. En un sitio encontró una irregularidad y sin decir nada la enseñó a Zhanabyl. Este amenazó con el puño a Baiten.
– ¡Es tu trabajo!
– Aquí hay que deshacerlo y volver a colchar, – ordenó Lapshin. – El cable mal hecho no puede cargar con pesos grandes y se desgasta más rápido. Estas son las leyes de la mecánica.
– ¿Y quién las impone?
Lapshin sonrió reservadamente.
– La ciencia. Ya lo entenderás.
– ¿Ciencia? – preguntó Zhanabyl. – Eso tengo que aprender. – Sacó un lápiz, colocó una hoja de papel en la rodilla.
– No es “mekanika”, es “mecánica”. Deja que te lo corrijo.
– Sí, por favor.
– En cuanto terminéis llevad el cable a la mina “Gerbert” que lo necesitan urgente. ¡Dense prisa, camaradas!
Lapshin se fue.
Zhanabyl le acompañó con la mirada, chasqueó la lengua y guiñó el ojo a las muchachas:
– ¿Ven que persona? Nosotros aquí tenemos a verdaderos dziguites. Sólo que Baiten...
– Y ¿en qué consiste vuestra habilidad? ¿En trenzar cables? – sonrió Ardak.
– Sin el cable no se puede sacar el carbón de la mina, y sin carbón no hay vida. Esto hay que entender. ¿Quizá es una pequeña tarea trenzar un cable de un alambre oxidado? ¿Si es fácil hacer un profesional del reciente peón como yo? Y Scherbakov dijo: hay que hacerlo. Y Meyram también… Ellos dos tienen un espíritu muy profundo. Yo todavía no los conozco bien. Dirá – es poco. Intente Usted a meterse en su alma, puede ser que encontrará algo muy valioso.
– Si fuese agua me metería, – dijo Ardak. – Y entrar en el alma de una persona no es una tarea fácil.
– Lo fácil puede hacer cada cual. Y mucho más honor se merece el quien alcanza lo difícil. Son palabras de Meyram. Y Usted ¿cómo piensa?
– Pienso que lo difícil cuesta alcanzar. Y no cada está dispuesto a sufrir.
– No, Usted no ha entendido bien, – replicó Zhanabyl. – Meyram no quiere que la gente sufre. Es una buena persona.
– ¿Y yo que se? ¿Por qué me elogia tanto a ese Meyram? – enrojeció Ardak.
– ¿Porqué? ¡Me parece que ustedes caen bien uno a otro! – soltó Zhanabyl.
Los tres se echaron a reír. Las chicas se dieron cuenta que el tiempo se les iba y se levantaron. Cuando se alejaron Maypa animadamente empezó a comentar a su amiga:
– Este Zhanabyl es muy revoltoso. Cuando se me cruza en el camino no me deja en paz, siempre se mete. Una vez nos paramos junto al pozo, apenas pude escapar, se quedó con mi anillo.
– ¿Cómo? Tú misma se lo diste, ¿no?
– De verdad me lo quitó. Casi me quedo sin el dedo.
– Entonces, ¿estáis de monos?
– No es causa para regañar. Me regaló un perfume.
Ardak suspiró. Ella intentó que Maypa no se diera cuenta del suspiro, pero se descubrió en la conversación.
– ¿Estás feliz con Zhanabyl, Maypa?
– ¿Y tú?
– ¿Yo? Si no tengo a nadie.
– ¿Y Meyram?
– ¡Y dale con Meyram! No lo conozco, ni él a mí me conoce.
Ardak pensó que estaría bien si le pudiera verlo. Debía estar por aquí. Pero no, no estaba. Todo en la mina era nuevo para Ardak, jamás visto. Un chico arreaba a los caballos que giraban el tambor. Las grandes cubetas bajaban por turno dentro del pozo y subían cargadas de carbón. Los obreros llenaban los carritos y amontonaban el carbón aparte.
– ¿Esto es la mina? – preguntó Ardak.
Los obreros se echaron a reír.
– ¿Acaba de nacer?
– Y ustedes vinieron a este mundo cuando se formó, ¿no?
Los bromistas se callarón. Junto al tambor apoyado en un poste estaba un viejo de hombros anchos con bigote cano. Parecía ser muy comunicativo. Estrechó la mano a Ardak.
– ¡Hola, chicas! ¿Buscan a alguien? Yo soy el mecánico Kozlov.
– Y yo Ardak Myrzabekova. Traigo de comer al padre.
– Por primera vez veo una chica kazaja tan valiente. Se ve que estudiaste. ¿De dónde vienes, hija?
– De un aúl.
– ¿No me mientes?
– ¿Y no se lo cree?
– Simplemente estoy concretando, – dijo Kozlov.
Tenía ganas de hablar, de compartir su alegría. Y de veras tenía la razón para estar contento: dos días antes del plazo definido por Scherbakov el viejo terminó la instalación del tambor con tracción a caballo. Quedaba en la historia el trabajo de subir las cubetas a mano. Ahora esta tarea la realizaba un solo joven. Y las cubetas eran cinco veces mayores de las antiguas. El carbón extraído se amontonaba ya en morenas, no en garberas. Pero este invento Kozlov lo veía como un remedio provisional, técnica atrasada. Pronto tenía previsto desmontar el tambor con tracción a caballo e instalar un mecanismo a vapor. Pero según él, el vapor tampoco podría satisfacer las crecientes necesidades de la producción. En futuro todo el trabajo se realizaría con equipos eléctricos. Se necesitará el ferrocarril. Kozlov resumió con entusiasmo:
– Cuando veo a los mineros kazajos tan experimentados como Yermek, jóvenes despiertos como Zhanabyl o tan valientes muchachas como vosotras me canta el corazón, hija. Con personas como vosotros todo podemos.
– Somos sólo chispas de una hoguera, padre.
– ¡Lo sé! Pero chispas salen sólo de un fuego potente…
El sonido del rail dio entender que llegó la hora de comer.
Alibek y Zhumabay subieron arriba. Las muchachas se dirigieron hacia ellos. Kozlov estrechando la mano de Alibek preguntó:
– ¿Es su hija? Es Usted un hombre bendecido.
– No hablo ruso, – dijo Alibek en kazajo ocultando que dominaba bien el ruso.
Ardak se sintió molesta tras ese comportamiento de su padre pero lo tomó como un capricho suyo. Seguía creyendo en sus palabras: “He cambiado mi punto de vista. Ya ves, tomé la pala y baje en la mina”. Siempre hablaba con muchas ganas sobre el trabajo. Ardak se fiaba de su padre, pero esos caprichos suyos le daban mucha pena. Y lo mismo sintió ahora.
Kozlov seguía hablando:
– Mira, hija. Debajo de esta chimenea hay un lago grande. Vamos a sacar el agua arriba. Aquí, junto a la chimenea, se encuentra el taller mecánico. Cuando termina el descanso, te llevaré ahí. Vas a aprender mucho. Si no acumulas conocimientos de joven, ni en la vejez serás sabia.
– Gracias, padre, lo voy a ver.
Kozlov se fue. 
Alibek y Zhumabay se apartaron, se sentaron en el campo cubierto de escasa hierba. Las chicas les sirvieron la comida. Zhumabai cortaba la carne de cordero y ofrecía:
– ¡Que lo aprovechéis!
– Las galerías de las minas serán más largas cada día, – dijo Alibek. – No tendremos tiempo para subir arriba a comer. ¿Oh, santos espacios de la estepa, dónde estáis?
Las palabras del padre molestaron a Ardak. “No puede soltar su pasado. O ¿es que está cansado?” – pensaba ella mirando al padre. Pero su rostro severo no reflejaba ningún sentimiento.
Metiéndose la carne en la boca Zhumabai se demostró totalmente indiferente a la queja de Alibek.
– Bueno, nos llevaremos la comida abajo.
– Debajo de la tierra el estómago no puede digerir bien la comida, – dijo Alibek.
– Gracias a Dios, mi estómago es capaz de digerir la comida en cualquier lugar, – le contestó Zhumabai. – Yo mismo estoy sorprendido. Cuando visitaba a mi novia todos me llamaban glotón.
Ardak se echó a reír. Alibek sonrió y asintió:
– Claro, hay trabajo y las ganas se abren. Lo principal es tener trabajo.
Cuando los padres terminaron de comer, las muchachas se dirigieron a la chimenea. Allí les esperaba Kozlov.
El pequeño edificio ahora tenía un nombre enfático – taller mecánico. Pero era más para el futuro. En el taller todavía no había ningún equipo en estado de trabajo. En los rincones se amontonaban ruedas metálicas, pedazos de engranajes, vagonetas oxidadas, algunos locomóviles defectuosos y otros cacharros. Todo esto quedaba de los ingleses.
Fuera junto a la puerta había tres locomóviles. El cerrajero, tío Ivan Popov, todo el día estaba con ellos, golpeando con el martillo. No tenía costumbre de darse prisa ni ajetrearse. Era callado. Sólo cuando le hablaban sobre el locomóvil empezaba a hablar y se olvidaba de su martillo.
A su lado las llevó a las muchachas el mecánico Kozlov, explicando al viejo que hacía falta enseñarlas el locomóvil. Y se fue.
Antes de empezar a hablar el tío Ivan encendió su pitillo que era igual al dedo gordo y se quedó fumando con una mano cerca de la boca y la otra por debajo del sobaco, observando el aparato. Era su manera de empezar la conversación.
Las chicas le seguían con mucho interés y le miraban en el rostro observando su barba blanca tocada con el amarillo de la nicotina.
Tío Ivan dijo algo en kazajo. Hablaba bien pero las primeras frases era difícil de entender sin acostumbrarse. Al viejo le faltaban dientes y por eso cecereaba. Ardak le costaba entenderle, pero no se atrevía preguntarle para que no se enfadara con ella.
– Este locomóvil era del Ojotorcido, – dijo claramente el viejo cerrajero.
El Ojotorcido era un kulak, propietario del molino de vapor en la aldea Bukbe, fue deportado. El tío Ivan conocía bien al Ojotorcido y pensaba que le conocía todo el mundo, por eso no explicó nada a las muchachas.
– Quince años trabajábamos juntos para el Ojotorcido, – explicaba tío Ivan indicando al locomóvil.
Luego pasó al otro.
– Y este fue del Riazanov, – dijo apagando bien la colilla, tampoco explico que Riazanov era propietario de otro molino. – Conozco este aparato treinta años, – añadió. – Y pienso que lo reparé unas treinta veces. – Por fin apagó la colilla y dobló las manos ásperas en la barriga.
El tercer locomóvil estaba cubierto por parches, hasta en las ruedas. Al acercarse a éste el tío Ivan se echó a reír.
– Este viejo tendrá la misma edad que yo. ¡Anda, sinvergüenza, lo que dura! Ya debería estar en la chatarra, – dijo escupiendo al suelo.
En el taller las muchachas conocieron a otro obrero viejo, Antón Levchenko. De carácter y de apariencia era totalmente diferente al tío Ivan: en movimientos – rápido, como un azor, de palabra – muy afable. Cuando las chicas se le acercaron estaba buscando algo en la chatarra como si había perdido algo muy valioso. En la mano izquierda tenía unas tuercas enhebradas en un alambre.
– ¿Qué busca, seños? – le preguntó Ardak.
Levchenko negó con la cabeza y se metió en la chatarra con más agilidad.
– Todo el tiempo se me va en encontrar algo necesario, hila. Una tuerca o un perno. ¡Anda, ni el diablo es capaz de encontrar aquí algo!
En aquel momento se reunieron Kozlov, Lapshin, Zhanabyl y otros obreros junto al hoyo profundo que era la entrada en la mina “Gerbert”. Les tocaba bajar dentro con la ayuda del cable confeccionado por el equipo de Zhanabyl e inspeccionar el pozo. Nadie se atrevía a hacerlo. La profundidad de la mina abandonada llegaba a noventa metros.
– Bajo yo, – escucharon las chicas la voz de Lapshin.
Ellas corrieron a él. Lapshin se secó con la manga el sudor de la frente y entro en la jaula de madera colgada sobre el cable.
– ¿Quién baja conmigo? – preguntó a los obreros.
– ¡Yo! – constestó Zhanabyl y entró a la jaula.
La jaula empezó a balancear encima del foso sin fondo. A Maypa le dio miedo de que el fino cable estaba a punto de romperse y la jaula caería junto con los hombres en el pozo.
– ¡No bajes, Zhanabyl! – le salió el grito del corazón.
Zhanabyl le contestó con orgullo.
– ¿Qué piensas? ¿Qué mi corazón es de una chica?
Lapshin empezó a dar órdenes. Dos obreros se cogieron de la palanca del tambor y se prepararon.
– ¡Baja! ¡Para! ¡Baja! – se oía desde el interior del pozo la voz de Lapshin.
Poco a poco la voz iba alejándose hasta que dejo de oír.
Kozlov estaba inquieto.
– ¿Por qué están callados? ¿Será por gases dento?
Sólo ahora Ardak entendió el riesgo que corrían los hombres. Le empezó a latir el corazón.
– ¿Por qué les dejaron bajar si es peligroso?
– La voluntad del hombre puede con cualquier peligro, muchacha. El obrero no se rinde ante ningún peligro.
Tras larga pausa desde abajo se oyó:
– ¡Tiraaa!
Todos respiraron con alivio y sus caras resplandecieron.
Lapshin y Zhanabyl salieron de la jaula sanos y salvos. Les miraban todos impacientes.
– Hay mucha agua abajo. La pértiga no llega al fondo, – explicaba Lapshin. – Pero es muy peligroso instalar el kamerón allí. Las paredes están podridas en algunos lugares.
Era una noticia mala. Para bombear se necesitaba instalar sobre el nivel del agua unos andamios donde se colocaría el kamerón. Junto al kamerón tenía que estar siempre un operador. En el caso de desprendimiento del revestimiento de las paredes los andamios se caerían. Los obreros estaban preocupados. Cada proponía una solución para que el trabajo sea seguro. Las opiniones descordaban. El peligro parecía más real que la posible ventaja. En este momento se acercó el Jefe de Ingeniería Orlov. Era un hombre alto y un poco encorvado, llevaba anteojos en la nariz aguda y tenía una barba cana en forma de perilla. Él se paró sin mirar a nadie con las manos en los bolsillos y escuchaba callado al mecánico Kozlov.
Cuando éste terminó a explicar la situación Orlov dijo sólo una frase:
– ¡No permito a emprender ninguna cosa! – y se alejó.
Estas palabras los obreros las entendieron cada a su modo.
– Serio. ¡Es imposible abordarle! – dijo Zhanabyl que sabía qué cargo ocupaba Orlov.
– Le da miedo. Si pasa algo será el responsable.
– ¡Quien sabe! Puede ser que el peligro es solo pretexto y en realidad quiere dejar la producción sin agua.
– Voy a dar parte a Scherbakov, – decidió Kozlov. Ya había pensado todas las dificultades y encontró la solución. – El kamerón se puede instalar sin ningún riesgo. Sobre el agua tenderemos travesaños metálicos y los colocaremos directamente en la pared del pozo, detrás del revestimiento. Sobre ellos colocaremos los andamios. Y para mayor seguridad fijaremos el kamerón con un cable metálico que se fijará aquí arriba. ¿Qué puede pasar entonces con el kamerón? ¡Así, amigos míos, sólo así!
La propuesta de Kozlov cayó bien a todos. Los obreros la discutían entre sí mientras se iban.
Ardak y Maypa también se fueron a casa.
Todo lo que vio Ardak hoy daba que pensar. La gente es tan diferente, con carácter distinto, pero hacen un trabajo y tienen el mismo objetivo. Y ellos están dispuestos a arriesgarse para lograr el objetivo. “Y tú, ¿qué haces aquí entre esta gente?” – se preguntaba Ardak y no sabía la respuesta.
Esta pregunta la perseguía en casa, incluso cuando se acostó y guardó la cara en la almohada.

Capítulo onceno

El jefe del comité ejecutivo regional Kanabek tenía más de cuarenta años. Era un hombre bajito, robusto con cara picada de viruelas y una barba escasa. Siempre hablaba sonriendo y decía a su interlocutor “querido”. Su manera de hablar era viva, el lenguaje estaba saciado de refranes, dichos y bromas.
– ¡La juventud es fuego! – hablaba Kanabek a Meyram que vino a verle en la oficina. – Mira, mi vieja ahora tiene viruelas como yo. Pero yo soy bajito y ella alta. Cuando se enfada siempre me amenaza con el espetón. Y antes estaba dispuesto pasar el fuego y el agua por ella. Es una broma, a propósito lo digo. Pero hablando en serio… Parece que estás enamorado de la Karagandá, por eso estás preocupado por ella, aunque hace poco has llegado. Esta noche en la reunión del buró del comité tenías razón al acusarnos. Sí, querido, Karagandá tiene mucha importancia no sólo para nuestra región, sino para todo Kazajistán. Será la tercera carbonera del país soviético, proporcionará la industria socialista al Kazajistán que está atrasado unos cien años. Transformará a los nómadas en trabajadores de primera clase. Todo esto entiendo. Pero no te adelantes. No se puede abarcar todo. Scherbakov es un jefe experimentado y lo entiende perfectamente.
– Vamos a pedir ayuda a la región.
– ¿De qué estamos hablando? De la ayuda.
– ¿Y cuándo nos la prestarán?
– ¡Mírale como espolea! – exclamó Kanabek. – ¿Qué quieren? Primero hay que formar el gobierno local. Mañana mismo a Karagandá sale mi asistente Karimbay. Va a formar el consejo del pueblo. Otra tarea importante es formar una organización sindical. Junto con Karimbay irá el jefe del consejo sindical de la región Zhumaniaz. Es de los obreros de la carbonera de Ekibastuz. Puede ser que los dos se quedan ahí. ¿Estás contento?
– Se lo agradezco. ¿Y la mano de obra prometida?
– Hay un dicho que dice: “No dejes entrar en la casa a un barbilampiño, no le sientes en el sitial”, – habló preocupado Kanabek. – Vale. Esta semana irán quinientas personas. De los koljoces. Con contratos. Pero tienen que cumplirlos. Si hay una queja, nos despedimos.
– En general viene gente analfabeta, – comentó Meyram, – y no tenemos maestros. El trabajo en la producción impone una calificación.
Kanabek se puso a pensar. Enseñar a la gente es una tarea tan difícil como construir una nueva fábrica grande. En los aúles kazajos quedaban muchos analfabetos y la formación no era tan rápida como se presumía.
Buscando una solución Meyram propuso:
– ¿Y si les enseñamos con la letra cirílica? En este caso no tendremos insuficiencia en maestros.
– ¡Corres mucho, querido, te apresuras! Para eso se necesita pasar toda la imprenta kazaja a la letra cirílica. Y no es una tarea fácil.
– Entonces denos maestros.
– Eh, joven, y ahora estás con los maestros. Y eso que en los aúles no hay bastantes, – dijo Kanabek en voz baja. Luego añadió más alto: – No podemos dar maestros. Hay decisión del comité territorial de enviar a Karagandá un equipo grande de empleados de educación política. Esperen a que lleguen. Y de momento aprovechen a la gente instruida de aquí. Recuerda que Karagandá es no sólo la fuente de carbón, sino también es el foco de la cultura. Desde Karagandá la cultura se difundirá hasta los aúles. ¡A la obra!
Meyram entendía que la pequeña región de Telmanove no puede satisfacer las necesidades de la cultura de Karagandá y dejó de discutir.
– Lo que nos prometió es mucho. Nos quedamos a la espera.
– Os deseo éxito en el trabajo. Un saludo a Scherbakov. Hazle caso en todo.
Meyram salió contento aunque no pudo resolver todos los problemas con Kanabek. Por la noche en la reunión del buró regional del partido se discutían cosas mucho más generales, hablaban sobre el suministro de alimentos para la creciente población de Karagandá. Según el plan general de la construcción jundo a las minas estaba previsto fundar sovjoses y haciendas auxiliares. Los campos de siembra y pastos de Karagandá tenían que extenderse a decenas kilómetros. Los koljoses vecinos, Dolinski, Kompaneiski, Samarkandski, recibirían nuevas tierras y su territorio pasarían a los sovjoses de Karagandá. En comparación con estos espacios la región de Telmanove parecía un islote, una pequeña estrella en la frente de un caballo.
Meyram entendía que en cinco años planeados Karagandá haría un paso grande en su desarrollo. La prosperidad de los lugares natales, el bienestar de su pueblo le alegraban el corazón. ¿Y cuál era el pasado? Tenía muchas ganas ver los lugares de su infancia. Al salir de la oficina de Kanabek Meyram se sentó en el caballo. Vadeó el poco profundo río Kokozek, que dividía en dos partes un pueblo grande.
Antes en la orilla occidental del río vivían negociantes, vendedores, carniceros. Aquí concurrían al mercadillo los habitantes de seis provincias. Todavía queda intacta la casa de tejado verde donde se encontraba antes la oficina del jefe de campesinos que administraba aquellos lugares. Al jefe le echaron, la casa envejecía. En su portería había un cartel “Oficina de reciclaje regional”. Meyram sonrió.
El lugar central en la orilla oriental del riachuelo ocupaban los edificios que antes pertenecían a la dirección de la fábrica de fundición de cobre de Spassk, sus propietarios eran los ingleses. En las casas de ladrillo tostado y piedra vivían en aquella época el comisario de policía, los suboficiales, oficinistas y contramaestres. Detrás se encontraban las chabolas y barracas de los trabajadores. Ahora de ellas quedaban sólo montecillos y hoyos como en un cementerio abandonado. Meyram observaba los alrededores fijándose en los cambios. Su vista se detuvo en el edificio de la antigua escuela ruso-kazaja. Meyram paró el caballo. Ante su mirada surgió el pasado.
Tenía en aquel entonces unos diez-once años. Era otoño, un día frío. Su difunto padre le trajo desde aúl y le dejó en esa casa. Luego venía a visitarle una vez a la semana, le traía escasa comida, le comentaba las tristes noticias de la vida en el aúl: “Estamos mal. Estudia, así lograrás una vida mejor”. Pero pudo estudiar solo dos inviernos. Vino la revolución. Los ingleses escaparon, la fábrica y la escuela se cerraron. ¡Escuela!... En aquella época el feo edificio bajito parecía un palacio al pequeño Meyram.
Meyram tuvo que volver al aúl natal. En el dieciocho los padres cogieron el tifus y murieron. Trabajaba para el bay. Eran años muy difíciles. Le ayudó el komsomol . Volvió a estudiar ya en una ciudad grande. Y de ahí se fue a Moscú donde ingresó en un instituto.
Y aquí estaba de nuevo en los lugares de la infancia.
Meyram arreó al caballo.
Lejos del pueblo se hallaba la fábrica de Spassk. Ya no estaba en su portería el cartel antiguo con grandes letras. Parecía desierto, sus naves estaban destruyéndose. La abandonada fábrica parecía un aúl despoblado cuyos habitantes se fueron a los pastos veraniegos. Bueno, Karagandá está creciendo. ¡Dará vida a todo alrededor!
Le salió al encuentro un viejo vigilante.
– ¿Buscas a alguien, hijo?
– Quiero ver la fábrica.
– No hay nada aquí. Se llevaron todo lo que tenía algún valor a la fábrica en Karsarpay, incluso las chimeneas. Y lo que quedaba – a Karagandá.
Meyram lo sabía. Vino para otro: quería recordar su infancia. En los años de escuela solía venir a la fábrica.
Meyram bajó y entró en el territorio. Ese era “la casa de fuego”, siempre miraba a su interior desde las puertas sin atreverse a entrar dentro. En los hornos siempre borboteaba el cobre como si fuese el queso en la caldera. El kazajo obrero en un delantal de fieltro con tagany  atadas al calzado, armado de un cazo con la manga metálica larga sacaba el cobre fundido y lo echaba en los moldes de hierro triangulares. El cazo era muy pesado y al obrero le caía el sudor a chorros. Parecía que el hombre más fuerte se iba a desvanecer de tanto esfuerzo. Y este trabajo tenía que hacer las diez largas horas cada día. Una lengüeta de cobre les costaba a los propietarios un kopek y medio incluyendo todos los costos de la producción. Cuanto recibía el obrero por su calvario Meyram no sabía calcular.
Recordaba una historia. Al obrero que echaba el cobre en los moldes se le acercó corriendo muy enfadado el mayoral Hall. Tenía fama de ser un hombre muy bruto. Si los demás ingleses simplemente regañaban o pegaban a puñetazos, este utilizaba sus largos pies y lo hacía tan bien como si pegaba a garrotazos. Sin decir ninguna palabra le dio una patada al pobre hombre y le hizo desplomarse. El desgraciado intentaba levantarse, pero Hall le pegó de nuevo y a trompazos le echó por la puerta.
Esta vez no quedó impune de su crueldad. Inesperadamente fuera del horario sonó la sirena. De todas partes venían los obreros tableteando contra el suelo con sus tagany. Dos chavales fuertes tiraron al Hall atado en un carrito metálico y aplaudidos por los demás le tiraron cuesta abajo en un barranco donde se echaba la escoria. Hall dando vueltas cayó.
Meyram pasó mucho tiempo andando por el patio de la fábrica. El caballo relinchó como si diciendo que era hora de irse. Meyram se subió a la silla y puso al bayo a todo correr.
La rápida trocha despejó los pesados pensamientos. Se sintió aliviado. Dejando detrás los montes de Saransk Meyram bajo a la depresión y salió a la estepa. La estrecha llanura se extendía desde el este al oeste. En las regiones montañosas el sol sale por detrás de la cordillera y se esconde detrás de la cordillera. Aquí en la llanura parecía que el astro aparece directamente de la tierra y ahí se va.
Aquí no había bosques, sólo se encontraban impenetrables arbustos de karagán. Y por todas las partes crecía la densa estipa plumosa tan alta como cañavera, el refugio de los conejos.
Ahora los aúles se trasladaron más cerca a Karagandá. En los pastos no había ganado, y la hierba se levantaba como un mar floreciente. Las panojas de la estipa parecían plumas del búho con las que las chicas adornaban sus prendas de cabeza. La férula mecía sus verdes brochas sedosas. Los tulipanes rojos y amarillos daban un toque especial al paisaje.
Meyram iba en el rápido caballo por la perfumada estepa como por un tapiz grande. Tenía ganas de cantar. Sumergido en la música no se dio cuenta de los numerosos caros que iban por el camino que dividía en dos partes la ancha estepa. Olvidándose de todo alrededor cantaba en voz alta:
Besa el sol al cisne blanco
Que va sólo por el lago
Aletea el cisne el agua
Admira los alrededores
No tapes la belleza blanca,
Ligera neblina sedosa.
Ante sus ojos surgió la imagen de Ardak. Meyram no dejaba pensar en la muchacha que le causó tanta impresión en el primer encuentro. ¿Y si es bella sólo en el físico? ¿Acaso da alegría la belleza con corazón vacío y frío? La verdadera hermosura está en el carácter, la inteligencia, en la actuación. Y el físico puede engañar. No, Ardak no puede ser una veleta. Pensando en la muchacha Meyram pensaba en su padre, en Alibek. “¿Quién será ese callado hombre ensimismado?”
Meyram echó un vistazo a la derecha, a la carretera. Sus pensamientos se cortaron. El camino estaba lleno de caravanas. No eran equipajes y cabalgadores separados, era un torrente. Los primeros equipajes ya estaban detrás de la cordillera y detrás, en la depresión, de la caragana salían nuevos. Los trajes, carros, marcas en el ganado eran muy variados. Eran las caravanas de las numerosas familias kazajas.
– Sí, ¡es el gran cambio! – dijo Meyram en voz alta.
Condujo al caballo a la carretera. Sabía que las caravanas se dirigían a Karagandá pero se paró y preguntó:
– ¿A dónde van?
– A Karagandá.
– Y ¿de dónde vienen?
– Del koljoz.
– ¿Vienen con contratos?
– Sí.
Todos contestaban lo mismo. Una caravana se paró junto al Pozo de piedra. En el monte pastaban los camellos, caballos, vacas, ovejas y cabras. Meyram se dirigió a ellos.
La entrada en la cabaña de fieltro separada estaba abierta. Dentro medioencorvados estaba sentada en koshma una pareja, parecían esposos. Al oír el caballo levantaron las cabezas.
Meyram bajó, se acercó a la cabaña y saludó a los dueños. Eran ancianos con ropa cubierta de polvo y caras cansadas.
– ¿A dónde van, otagasy? – preguntó Meyram.
Otagasy se limpió con el puño los ojos rojos y contestó:
– A Karagandá, como todos.
– ¿Y de dónde viene?
– Desde la región de Karkaralin.
– Lejos.
– Sí, lejos. Vimos que todos se van a Karagandá, y también decidimos irnos. Sólo hay un problema: no hemos entrado en el koljoz y viajams sin dagaur. Será difícil. Bueno, si nos dan algún trabajo, nos apañamos. Viviremos tranquilos, trabajaremos en la mina, pastaremos el ganado.
Meyram sonrió. El hombre no encontró dónde pastar su ganado en la estepa y se iba a Karagandá donde no había pastos buenos. Es difícil combatir el hábito de ir detrás de toda la gente. Otagasy no sabía porque sonreía Meyram y seguía su discurso metiéndose los dedos en su barba escasa. En su tranquilidad se sentía el buen carácter del hombre y la cortedad de aspiraciones. “La gente así, – pensaba Meyram, – consideran buen despojo una hebilla encontrada en el camino, pero no duelen por un camello o caballo perdido”. Le preguntó al hombre como se llamaba.
– Soy Zhaylaubai, – contestó otagasy y le preguntó a su vez: – ¿Y cómo te llamas tú?
– Meyram. Mi padre se llamaba Omar.
El otagasy y su esposa intercambiaron las miradas.
– ¿Y de qué familia?
– Yo no sé mucho. Mi padre vino aquí cuando era joven y se quedó hasta la muerte. Cuando ellos murieron yo era un adolescente y me fui a estudiar.
– ¿Y conoces el nombre de tu madre, cielo? – le preguntó la mujer.
– Sí. Se llamaba Malike.
La mujer se lanzó a Meyram, le abrazó y se puso a llorar:
– ¡Mi único descendiente de mi hermano Omar! Tengo la suerte de verte. ¡Ya puedo morir yo, si el cielo me acepta!
Meyram no podía entender la razón del llanto. Nunca conoció a sus parientes ni por la línea paterna, ni por la materna, ni sabía nada sobre su existencia. Por fin pudo entender que la mujer era la única hermana de su padre. Después de que nació Meyram ella vino a visitar s us padres sólo una vez. Luego le habían comentado que el hermano y la cuñada murieron y su hijo había desaparecido.
Meyram estaba muy contento de conocer a su tía. La mujer se parecía a su padre sobre todo por los ojos.
– ¡He recuperado mi pérdida! Vuelve arder mi estrella apagada. Anda, viejo, vamos a sacrificar una oveja, – decía la mujer y cogió el cubo.
Meyram le paró:
– Comeremos cordero en Karagandá y ahora basta con que nos hemos conocido.
Les aconsejó donde pueden alojarse en Karagandá, era el pueblo de Ardak.
– Se hizo realidad el dicho: “Quien se puso la mortaja no volverá, y el quien se puso el abrigo volverá”, – dijo Zhaylaubai. – Gracias, hijo, por la ayuda y consejos.
Al despedirse de ellos Meyram de nuevo subió al caballo. Ahora iba por el terraplén del ferrocarril. Era la abandonada vía Spassk-Karagandá, cubierta de hierba y en algunos tramos –derrubiada. Meyram paró el caballo junto a la tirada casilla del guardavía. Desde aquí se podía ver todos los aúles en la depresión cerca de Karagandá. Ya eran más que antes.
Meyram buscó con la mirada el aúl de Ardak y se dirigió allí.
Ahí estaba la conocida yurta gris. Ardak estaba en la entrada. A su lado se encontraba un joven hombre de pelo rizado con traje urbano. Estaban hablando y no se dieron cuenta del cabalgador que se acercó por detrás de la yurta.
– ¡Buenos días! – dijo Meyram acercándose a ellos.
Los dos dieron la vuelta. Ardak inclinó ligeramente la cabeza, sus mejillas se ruborizaron.
El de pelo rizado se mostraba altivo. Él empezó a andar de un lado para otro y bisbisaba de vez en cuando: “Sí, sí”. Apenas había cumplido treinta años pero ya tenía una cara carnosa y la barriga redonda. Tratando de parecer una persona importante se cuneaba al andar.
– Usted podría ser una buena dependiente, – dijo a Ardak mirándola con ojos aceitosos.
Meyram entendió que era un funcionario de comercio. Fiel a su ocupación ahora intentaba comprarla a la muchacha para el trabajo.
Para suavizar el desaire Ardak le dijo:
– Pensaba que Ustedes se conocen y ahora veo que se mantienen aparte. Les presento. Es jefe de la cooperativa en el centro regional. Vino aquí para abrir una tienda en la mina. Si no me equivoco se llama Makhmet. Y este joven, – le indicó a Meyram, – trabaja aquí. Si no me equivoco se llama Meyram.
– Gracias, – le agradeció Meyram. – Dos veces dijo “si no me equivoco”. Pienso no habrá más.
– ¿Quiere decir: “Bayatur  pone a prueba la fuerza tres veces”?
– ¿Piensa en sí?
– No hace falta ser un bayatur para no equivocarse.
– Con los errores aprendemos. Eso no es algo malo.
– Parece, a este hombre le gusta sermonear, – dijo Makhmet sonriendo.
No pasando de su risita Meyram contestó a Ardak:
– Si se equivocó en algo, aquí tiene un defensor. Y no de los delgados.
Makhmet empezó a perder el compás.
– ¡Oye, tú! ¡No pierdas los estribos”. Puede ser que aquí eres el principal. Pero hablando conmigo piénsatelo bien. Yo no me quedo detrás si se trata de defender una muchacha.
Meyram sonrió.
Ardak se sentía molesta. Por suerte ahí regresaba del trabajo su padre. Entrando en la yurta ella dijo sobre la marcha:
– Mientras tanto no necesito defensores. ¡Dejen esa pelea en vano!
Meyram arreó al caballo sintiendo celos.

Capítulo doceno

Aliber al ver a Ardak en compañía de dos jóvenes entendió que tenían una conversación complicada. “Parece están poniendo redes para mi hija, – pensaba Alibek. – Hay que pensar cual de las dos será más segura. Meyram es férreo. Makhmet es más dúctil. Hará lo que quiero, irá donde digo”.
El taimado Alibek sabía reconocer a la gente de primera vista. Él entendió el carácter de Meyram, recopiló información sobre él. Y a Makhmet que se quedó un día en su yurta le conocía como sus dedos. “Aunque es una persona del partido, es fácil manipularlo. Utilizaré su autoridad y me aprovecharé del dinero de la arca”.
Pensando así entró en la yurta. Ardak le ayudó a quitar la ropa de trabajo, le sirvió el agua caliente y salió para calentar la comida.
Junto al fogón de tierra cazcaleaba Makhmet, Intentaba parecer expedito pero cada su movimiento era desproporcionado. Quiso quitar la tetera hirviendo y se quemó la mano. La mano le dolía, pero Makhmet fingía que no le pasaba nada y reía a carcajadas cuando veía una sonrisa en la cara de Ardak.
La risa burda, destreza fingida del regordete enamorado que se movía como una pelota a su lado no encontraban respuesta en el corazón de Ardak. Makhmet le parecía deplorable. Pero no quería ofender al joven y se mostraba amistosa y tranquila. Makhmet se sentía en la cumbre de la gloria.
Cuando Alibek se cambió la ropa los dos entraron en la yurta. Además de ellos en la yurta. Dentro estaban sólo ellos. Zhumabai con la esposa y su hija Maypa se fueron a la tercera mina y volverían al día siguiente.
Alibek estaba sentado en la cabecera. En su cara delgada resaltaban los pómulos aguzados. En el pelo negro como carbón y en la barba redonda se veían canas. Los ojos metidos se fijaban con atención en todo lo que pasaba alrededor. Con su posición Alibek se parecía a un alferraz que esperaba a la rata junto a la ratonera. Y Makhmet le veía como un águila real.
De nuevo cazcaleando sacó de su maleta una botella de coñac de cinco estrellas. En aquella época era imposible comprarlo incluso para un enfermo. Colocó sobre el dastarkhan una caja de chocolatines y un paquete de galletas con crema. Luego repartió en los tazones el coñac.
– ¡Que aproveche! – dijo el ofreciendo un tazón al padre y el otro a la muchacha. – El invitado es invitado sólo el primer día. En adelante yo no me permitiré abrumarles. Le diré más, otagasy, me duele verle en este negro trabajo.
– Gracias, querido, – dijo Alibek y vació el tazón, pero no permitió llenarlo de nuevo.
Ardak probó un poco y colocó el tazón sobre el dastarkhan. Le contestó a Makhmet que insistía en que se tomara más:
– Con probar es suficiente. ¿O quiere que me emborrache?
Alibek entendió que su hija le trata con frialdad a Makhmet. Le gustaba que Ardak fuera reservada, pero le preocupaba que Meyram le cayera bien. Y para aclararlo la dijo:
– El trabajo debajo de la tierra es honorable, Ardak-jan. Pero ya me siento un poco cansado. ¿No quieres entrar a algún trabajo?
– Bien, – asintió la muchacha. – Descanse, padre, y yo voy a trabajar.
– Mientras no te acostumbres voy a trabajar. Y mejor si tú te busques algo en comercio. Querido Makhmet, te entrego a mi hija. Primero a Allah y luego a ti.
– ¡Perfecto! Ya te lo había dicho ayer, – se agarró a la conversación Makhmet. – Primero abrimos aquí cinco puestos. Y que Ardak decida en el cual quiere trabajar. Mientras se acostumbre podemos le designaremos a alguien experimentado. Karagandá pronto llegará a ser una ciudad grande. Ya estoy pensando en venirme a vivir aquí. Y Usted deje el trabajo debajo de la tierra, otgasy. Le aseguro, ¡no pasará necesidades!
Ardak sintió escalofríos. “¿Por qué el padre consintió la oferta sin consultarme? ¿Por qué Makhmet está tan empeñado en arreglar todo rápido? ¿No querrán enrredarme en dos redes para que no tenga posibilidad de protestar? ¿Qué hago?” – pensaba Ardak. Se quedó callada hasta el fin de la cena.
– ¡La noche es corta! Es hora de preparar la cama, – dijo Alibek fijando su mirada penetrante en la hija.
Estaba observando cómo se portaría Ardak. Pero la muchacha sabía guardar sus pensamientos secretos mejor que su parte. Con cara de un camellito ingenuo y confiado dispuesto a responder a la primera llamada de su amo, ella se levantó de su sitio.
Alibek siempre dormía en el sitio delantero. Pero hoy aduciendo al bochorno dijo que se acostaría al aire libre. Llevando el carro a la sombra de la yurta ordenó que le haga la cama en el interior del carro. 
Makhmet se acostó en el sitio delantero. Una chica guapa, yurta recoleta, noche oscura… Por mucho que cerrase los ojos la agitación no le abandonaba. El corazón latía…
Al hacer la cama al padre y al huésped Ardak pasó mucho tiempo arreglando la yurta. Luego puso la lámpara en la mesa y abrió el libro. Era “La madre” de Gorki.
Esperando que la muchacha apagara la lámpara y se acostara Makhmet daba vueltas en la cama sin pegar un ojo hasta el amanecer. Pero Ardak seguía leyendo.

Capítulo trece

Llegaron unos días intensos. Meyram estaba organizando el consejo del pueblo y las organizaciones del partido, komsomol  y sindicatos. Las numerosas reuniones y consultas, discusiones tensas ayudaban a crecer al joven, afilaban su ingenio.
Meyram estaba sentado a la mesa y moviendo las cejas escribía. Líneas regulares como hilos de corales corrían en la hoja de papel.
Intercambiando bromas en la habitación entraron Scherbakov, el jefe del comité profesional Zhumaniyaz, Yermek, Zhanabyl y el mecánico Kozlov. Vinieron a la sesión ampliada del buró de la organización del Partido. En la agenda del día sólo una pregunta: la situación en la producción. Todos querían ver cómo se portaría el nuevo secretario en su puesto.
Meyram anunció el orden del día, pasó la palabra a Scherbakov y dijo:
– No perdamos tiempo, camaradas.
Estaba muy azogado dentro. Era la primera vez que llevaba la sesión del buró. Sólo parecía que fuese una tarea fácil. Pero podían surgir debates, contradicciones… Se necesitaba recalcar propuestas buenas, rechazar las malas, no perder en los detalles lo importante. Él se había preparado escrupulosamente para este primer examen suyo. Incluso había pensado sus posibles réplicas. Pero no era posible prever todo. Esperaba que Scherbakov le ayudara.
Sergio Petrovich se levantó, colocó las manos detrás de la espalda y empezó su discurso. Hablaba sin apoyarse en los apuntes. Entre los reunidos era el mayor de edad. Este hombre entrado en años con pelo tocado por canas abarcaba con su mirada escrutadora no sólo la actualidad de Karagandá, sino también el futuro. Hablando de la producción parecía que estaba leyendo un mapa. Hablaba poco de los éxitos y se fijaba en los fallos. Pero lo hacía con cuidado, como un padre, y su discurso no ofendía.
– Todavía trabaja sólo una mina. La pusieron en marcha los obreros antes de nuestra llegada. No tenían de que vivir. Y sacaban el carbón con cubetas para cambiarlo por alimentos en los aúles. Y ahora la cosa ha cambiado… Estamos terminando la preparación para la puesta en marcha de tres minas nuevas. Pero hay un problema: nos faltan materiales, sobre todo la madera. No hay bastante agua, los alimentos no llegan a tiempo. No hay vivienda para los trabajadores que están llegando todo el tiempo. Hay muchas necesidades, camaradas. Todo se reduce a la vía férrea. ¿Podremos abastecer a la gente mientras no llegue aquí el ferrocarril? No. ¿Dónde está la solución? Necesitamos aprovechas lo que tenemos. Y primero los comunistas deben reunir sus fuerzas en un solo puño y ser ejemplo en todo… – decía Scherbakov.
Meyram echó una mirada a Sergio Petrovich. “Ser ejemplo…”
Sergio Petrovich seguía:
– Hoy subiremos el agua desde la mina “Gelbert”. Será para la producción. Y el agua de los pozos se utilizará sólo para beber. Pero esto no soluciona el problema de suministro de agua. ¿Qué podemos hacer? A dos kilómetros de aquí hay una fuente grande, May-Kuduk, y a treinta y cinco kilómetros el ría Nura. Debemos hacer todo lo posible para conducir sus aguas hasta Karagandá. No podemos decir concretamente cuándo el ferrocarril traerá los tubos para la tubería. Pero necesitamos preparar ya los canales para el conducto. Si lo dejamos para el invierno será difícil cavar la tierra. ¿Dónde encontrar gente para eso? Todos están ocupados en la mina. Los comunitas tenemos que encontrar alguna solución. Pensamos y en otra cosa… Ya ha pasado la mitad del verano. Pronto llegará el otoño y luego el invierno. Noventa y nueve de cada cien obreros no tienen vivienda digna. Y tenemos que preocuparnos de esto también. Tenemos que organizar a los obreros, suministrarles los materiales para que cada pueda construirse una vivienda provisional. También hemos firmado contratos con cinco koljoses. Nos prestaran pisos. Ahora lo que toca a los alimentos. Otra vez se necesita el ferrocarril. El gobierno nos asignó recursos necesarios. Pero los productos tardan en llegar. Nosotros contamos con los carros de los koljoses locales. Al fin y al cabo nosotros dependemos no del kulak...
El orador habló sobre los planes de extracción del carbón, sobre las brigadas delanteras y retrasadas en la mina. Y resumió:
– Así es la situación, camaradas. No oculté nada ni adorné nada. Tenemos que alcanzar grandes tareas estatales, resolver de momento con los escasos recursos que disponemos y en una situación muy difícil. Pero para eso somos comunistas, para no ceder ante ninguna dificultad.
Se estableció el silencio. Parecía, estaban claros los primeros logros y fallos de la producción. ¿De qué más hablar? Y Meyam también pensaba: “¿Qué puedo añadir al discurso? Es Scherbakov quien habla, persona con gran experiencia en la producción y en el partido”.
– Sergio Petrovich, tengo una pregunta. Usted dijo que la principal tarea es hacer la vía férrea y transportar las cargas. ¿Cuándo se podría esperar el primer convoy?
Scherbakov contestó tranquilo:
– No estamos haciendo el ferrocarril de momento. Es difícil prever un plazo concreto de la llegada del primer convoy. Ahora hay vía hasta Osakarovka. Para el enero ya se llegaría a Karagandá.
Se levantó el viejo minero Yermek.
– Sí, es así, no somos nosotros quien construye el ferrocarril. ¿Y si les metemos prisa? No podemos esperar hasta enero. Que lo hagan antes de que llegue el diciembre. ¿Les envió un cable? Dígales que los mineros estamos esperando. Y pregúnteles, si les podemos ayudar en algo. Les ayudaremos. La necesitamos lo más pronto posible.
Sergio Petrovich colocó sobre la mesa la pipa sin encender, miró a Meyram, luego a Yermek y en sus ojos se podía leer un ardor juvenil.
– No, camarada Yermek. No les envié ningún cable. Y hace falta hacerlo. Lo enviaré mañana mismo. Necesitamos este camino. El primer convoy de Donbass nos será de gran ayuda.
– ¿Qué clase de ayuda? – preguntó Meyram.
– Nos traerán el generador a vapor, dos calderas a vapor, el motor de gasolina y los nuevos cables para la máquina dinamoeléctrica. ¡Tanta riqueza! Dentro de dos-tres años para nosotros esto será nada, pero hoy las calderas a vapor son una cosa muy importante. El país, el gobierno no se olvidan de nosotros. Antes de la reunión recibí un cable de camarada Ordzhonikidze. Puedo darles una sorpresa: nos enviaron cinco tractores, el primer fruto del quinquenio. El camarada Ordzhonikidze se ocupa mismo de la dirección y control de la construcción de la Karagandá…
– ¡Sergó Ordzhonikidze dirige la construcción de Karagandá! ¡Ahora será más fácil!
– Camaradas, yo lo que quiero decir, – intervino Zhumaniyaz. – Lenin decía que los sindictos son la escuela del comunismo. Fue Lenin quien introdujo los subótnik . Y yo del nombre de los sindicatos presento una propuesta: organizamos varios subótnik y haremos los canales para la tubería desde la fuente de Maykuduk y el río Nura.
– ¡Esto será una ayuda verdadera! – exclamó Sergio Petrovich. – Tenemos que apoyar la propuesta de Zhumaniyaz. Así nos quitamos una necesidad de encima.
– El proletariado no cede ante dificultades, – contestó Zhumaniyaz. – Los trabajdores sabemos que Karagandá necesita agua, vivienda. Vamos a construirlas, sólo ayúdennos con materiales y dinero. Todo lo haremos. Karagandá es nuestra creación… Y otra cosa que quiero recordar: ya es tiempo, camarada Scherbakov, de firmar con los obreros contratos colectivos. Y quien infrinja las condiciones será castigado.
Era la primera vez desde que vino de Donbass cuando Sergio Petrovich escuchaba la voz de los sindicatos. Ya la echaba de menos y quería incitar a Zhumaniyaz.
– Siempre empiezan por los contractos. ¡Una antigua costumbre sindical!
– Sí, vieja costumbre, – saltó Zhumaniyaz. – Y no la vamos a dejar. El socialismo tiene previstos el ordenamiento y la ley, camarada Scherbakov. No se olvide que somos con Usted también miembros del sindicato.
La reunión se reanimó. Ahora cada quería tomar la palabra. Meyram se calmó. Ya no tenía miedo de que los debates tuvieran un carácter poco funcional.
Se levantó el mecánico Kozlov:
– Voy hablar sobre la mano de obra, – empezó. – Sobre el pueblo kazajo antes conocía poca cosa y no sabía cómo son. Ahora en mi taller mecánico hay veinte y cinco trabajadores kazajos. De ellos diez son entrados en edad y quince – jóvenes. Los novatos primero no sabían ni como sujetar un escarpelo. Pero en pocos días los chicos como Zhanabyl ya entendían el lenguaje de los mecanismos. Y me agrada informarles, camaradas, que nuestra labor de educación de los cuadros jóvenes ya da su fruto como las semillas en la tierra virgen. Hay que sembrar más. No creo ni una pizca a los cuentos que los kazajos saben sólo ir detrás del ganado. Tenemos que con mayor firmeza asignar a los novatos a los trabajadores experimentados. La base de la nueva Karagandá la fundamenta el pueblo kazajo con la ayuda de los obreros rusos. Lo que estudiábamos años en la antigua Rusia la juventud de aquí en la nueva época soviética es capaz de aprender en pocos meses. ¡Y lo lograremos, compañeros! Tenemos que con paciencia y meticulosidad enseñar a los nuevos cuadros. ¿Se acuerdan cómo era Karagandá cuando hemos llegado? ¿Y cómo es ahora? ¡Y avanzará más día tras día!
Después de Kozlov tomó la palabra Zhanabyl. El antiguo peón este joven rápido perdía los nervios y en cada pequeño fallo en la producción veía tretas del enemigo de clase. A todos quien trabajaba mal enseguida imputaba como saboteador.
– Un holgazán y negligente no son mejor de un kulak, – decía. – Esta gente tenemos que liquidar.
Meyram notó:
– A los holgazanes y negligentes debemos reeducar.
– Eso digo. Nosotros, komsomol, ya trabajamos con Baiten. Le afilamos con un escarpelo doble. Vamos a luchar con la gente como él sin reparo, ninguna condescendencia.
El tacaño de palabra minero Yermek sólo sonreía reservado y asentía con la cabeza mirándole a Zhanabyl. Siempre hacía así cuando estaba contento o afligido. Ahora sentía alegría y amargura a la vez. Le gustaba el vivo muchacho que exponía abiertamente sus pensamientos, pero le disgustaba su manera de llegar a los extremos. Yermek no pensaba hablar, pero no se contuvo y pidió la palabra.
– Primero quiero contestar a Zhanabyl. Eres un chico franco y de sangre ardiente. Pero tienes que entender que Baiten no es un kulak, no es de la gente contra que luchabas en tu aúl. Baiten no tiene nada que se puede confiscar. Es un hombre que dieciocho años trabajaba en la vieja Karagandá. Trabajando para los contratistas ingleses estaba acostumbrado a no esforzarse mucho. Y ahora tenemos que explicarle que la producción pertenece al pueblo. Y entonces cambiará y trabajara de otra manera. Y una cosa más. No uno de los oradores no habló sobre los trabajos subterráneos. ¿Por qué? Karagandá es carbón. Y el carbón está debajo de la tierra. Si no encuentras el modo de abordarlo, no lo sacas. Y el único camino hacia el carbón es la galería. Mientras no tengamos bastantes galerías, capas y excavaciones no podremos aumentar el volumen de explotación. Y si no queremos meternos en un callejón sin salida, necesitamos ampliar los trabajos subterráneos preparatorios. Sin preparación los nuevos equipos que nos envíen estarán parados. Y camarada Scherbakov lo sabe mejor que yo.
Sergio Petrovich tomó una nota y comento:
– Es una buena observación.
Los oradores presentaban grandes y pequeñas propuestas. Alguien tomó palabra dos veces. Y sólo el jefe del consejo del pueblo Karimabay guardaba un persistente silencio. A Meyram esto no le caía bien y su discurso empezó por Karimabay.
– O es que el camarada Karimabay Alibayev, el jefe del poder local, no tiene que decir, o es que prefiere callar sus pensamientos. Ni lo uno, ni lo otro no corresponde a su puesto. No le habíamos escuchado hoy. ¿O es que el problema de la vivienda para los trabajadores no le preocupa al camarada Alibabayev? ¿Ni le preocupa el abastecimiento del pueblo con agua? Estoy lejos de acusarle al camarada Alibabayev de ser indiferente, sólo quiero decir que cada uno de nosotros debe aportar en la gran labor de todo el pueblo de la construcción de Karagandá.
Karimbay tenía una cara oscura, sin barba. Al oír las palabras de Meyram se oscureció aún más. Pero seguía guardando el silencio.
– Y yo aún más no puedo estar callado en nuestra reunión, – seguía Meyram. – Pero hablando francamente y como Ustedes mismos lo saben: yo vine hace poco, no logré conocer todos los tramos de trabajo y no tengo mucha experiencia laboral ni de vida… Hablaré sobre lo que conozco, lo que vi con mis propios ojos. La grande Karagandá es uno de los importantes tramos en la construcción del socialismo. Y entra en contradicción el socialismo con ignorancia, el socialismo con toda clase de prejuicio. Ayer presenté una discusión de dos obreros. Uno dice: “¡No mandes en mí, que no eres de aquí!” Y el otro le contesta: “Tú en el aúl lo que conociste son los corderos. No lograrás ser un minero verdadero.” Había otro camarada ahí y está presente aquí. No voy a descubrir su nombre. Estaba escuchando la riña y no explicó a los obreros que los dos no tenían razón, no les reconcilió. ¿Cómo se puede pasar de eso? Eso es propio a los kulakes. ¡Es un intento de sembrar cizaña con motivo de nacionalidad! Si estos obreros fueran políticamente desarrollados, no estarían insultando uno al otro. Y si el tercer camarada que no nombré aquí fuera una persona con principios, no habría pasado de eso. Yo vi como el conocido Baiten en vez de una pequeña lima utilizaba un escarpelo enorme. En uno de los aúles escuché la queja de una mujer que no sabía utilizar carbón y echaba de menos la turba hedionda. Todo esto parece ser nada. ¿Pero de que nos sirven? Nos indican que todavía falta la cultura de trabajo y cultura en casa. Y sin cultura y sobre todo de la enseñanza política de las masas no podremos realizar el gran trabajo que nos habían encargado. Entonces nuestra tarea primordial es organizar la educación política de los trabajadores, luchar por la introducción de la cultura de conducta en casa y en la producción. ¡Necesitamos utilizar todos los medios locales en nuestra disposición! El consejo del pueblo, el comité de los sindicatos a partir de mañana deben comenzar el censo de los analfabetos. Tenemos que saber cuántas personas cultas pueden trabajar en la liquidación de analfabetismo de la población. A los educadores les vamos a premiar. Y los burós de la organización del Partido y de komsomol han de organizar la educación política según el programa.
– En lo que toca a la producción, – continuaba Meyram, – de momento casi no tengo nada que decir. Aquí me corresponde escuchar. Y yo con mucha atención escuchaba el discurso de Sergio Petrovich, aprendí mucho. Y me profundizaré sólo en dos cuestiones, una ya había hablado con Sergio Petrovich. Tenemos a muchos trabajadores novatos y pocos mineros profesionales. No podemos esperar mientras se abren los centros de educación profesional. Los obreros experimentados están obligados a compartir sus conocimientos con los novatos. Por ejemplo, camarada Yermek enseñaba al trabajador Akym…
– ¡Mi Akym llegó a ser un buen piquero! – exclamó Yermek.
– ¿Ven? Y otros mineros con experiencia evitan aceptar en sus equipos a los nuevos, dicen que eso reducirá su sueldo. Entonces hay que motivarlos. ¿Qué piensa Sergio Petrovich?
– Estoy preparando ya la orden, – contestó Scherbakov.
– Todavía me es difícil entender la propuesta del camarada Yermek sobre la ampliación de los trabajos preparatorios debajo de la tierra. Pero me parece una idea válida. ¿Qué piensan?
– ¡Muy válida! – confirmó Sergio Petrovich. – El Jefe de Ingeniería Orlov ya está preparando el proyecto de la ampliación.
– Bueno, es todo, camaradas, – resumió Meyram. – Zhumaniyaz hizo una propuesta muy buena, de organizar los subbotnik para cavar los canales, desarrollar la construcción de casas individuales para los obreros. Pero no podemos dejar este asunto a merced de las olas. El consejo del pueblo y los sindicatos han de encabezar la iniciativa de los obreros y el buró les apoyará en esto. ¡Manos a la obra, camaradas!
El proyecto de la resolución de la sesión del buró propuesto por Meyram fue aprobado unánimamente. Todos se fueron.
Scherbakov se quedó con Meyram. Estaba en buen estado de humor.
– ¡Olé! ¿Ve? – dijo entusiasmado. – ¡A partir de esta tarde nuestra organización del Partido empezó su propia vida!
– ¿Piensa que empezamos bien? – preguntó Meyram todavía inseguro en sus fuerzas.
– ¿Y en qué ha sido mal? Podemos decir, se reunió el cuartel… Somos treinta comunistas. Una fuerza potente. Yermek, Zhumabaniyaz, Zhanabyl son gente de alma pura. Podemos contar con ellos.
– ¿Y Kozlov?
– ¡Oh, es una persona probada! Si dice algo cumple con lo prometido.
– Sólo no me gustó la actitud de Karimbay, – se excitó Meyram. – O es que no tiene su punto de vista, o no quiere exponerlo. Y las dos cosas están mal. Ayer fue él quien presenció la discusión de los obreros. ¡No dijo ni esta boca es mía! Y es comunista y, encima, jefe del consejo del pueblo. Los kulakes enturbian a la gente y él está sin decir ni mu. ¡Simplón, Don Calzonazos!
Sergio Petrovich movió la cabeza y sonrió ligeramente.
– Está perdiendo nervios en vano. Obsérvele un tiempo. Es fácil reprochar por un desperfecto. Más trabajo cuesta reeducar a la persona. Aprende a reeducar a la gente, Meyram Omarovich. Según entiendo, esta es su tarea principal. Y Usted mismo lo había dicho hoy.
Meyram estaba callado. Y era difícil entender el porqué: se calló por su amor propio o por qué estaba pensando sobre las palabras de Sergio Petrovich. Shcerbakov le colocó la mano en el hombre y dijo:
– Una cosa importante que se nos había pasado hoy. Hablábamos mucho sobre la educación y nos hemos olvidado sobre la diversión. A veces no es mal que la gente se divierta.
– No sé qué podemos hacer, – dijo Meyram con incertidumbre. – No tenemos ni teatro, ni cine todavía.
– ¿Y teatro de aficionados? Sólo basta con decirlo a Zhanabyl y él va a organizar a la juventud.
Meyram se ruborizó.
– Tiene razón, no lo había pensado. ¡Muchas gracias por sus comentarios!
– Sí, comentarios. Yo no sé dar lecciones, pero aconsejar algo siempre puedo. Si necesita algo, puede contar conmigo.
El reloj marcaba una hora tarde cuando salían de la habitación. Meyram una vez más reconvencerse en que tenía cosas a aprender de Sergio Petrovich.

Capítulo catorce

Hacía un tiempo ventoso. Sobre Karagandá se tendía una bruma negra de carbón. De lejos parecía una nube negra. De vez en cuando el viento dispersaba la niebla y aparecía una alta chimenea como si diciendo: “¡Miren, aquí estoy! En mi sitio”. En el promontorio de Karagandá en invierno siempre se desencadenaban fuertes borrascos de nieve y en verano reinaban los vientos con polvo.
Hoy la franja de polvo se tendía lejos hacia el río Nura. A lo largo del camino trazado por las caravanas se extendía un canal y junto a éste tapando la hierba – la cresta amarillenta de recién sacada tierra.
De Karagandá hasta el río Nura había una distancia de treinta y cinco kilómetros. Según el plan general de construcción de Karagandá estaba previsto que el río Nura suministraría el agua y la electricidad a la producción y la población. En el río sería construida una presa para formar un lago con reserva de agua en varios millones de metros cúbicos y construir una estación eléctrica…
Primero los habitantes de Karagandá comenzaron con lo más necesario: excavación de canales para colocar la tubería desde Nura y la fuente May-Kuduk hasta las minas. Los numerosos cavadores que salieron a trabajar el sábado levantaron el polvo que se extendió en una ancha franja en dirección del río. A lo largo de la franja brillaban los picos, azadas, palas. La gente abría un nuevo camino para el agua que durante siglos mantenía su cauce habitual.
Estaban aquí rusos, ucranianos, tártaros. Trajes diferentes: chaquetas, shapanes, camisas multicolores. Diferentes prendas de cabeza: gorros, viseras y gorros con orejas. En el aire tremolaban banderas rojas como símbolo del único objetivo que había unido a miles de personas de diferentes nacionalidades. La potente fuerza de esas personas abría el antiguo manto de la vasta estepa.
Zhailaubay trajo aquí su pequeña yurta y la instaló lejos del polvo en la cuesta de un verde montecillo. Unas vacas y terneros y una decena de ovejas pastaban junto a la yurta en la jugosa hierba del campo. Cavando el canal Zhailaubay echaba miradas a su pequeño rebaño. Y vio como las ovejas se acercaron al canal.
– ¡Shait! – gritó él echándolas fuera, volvió a su lugar de trabajo y cogió su azada. Con cada ademán Zhailaubay intentaba desprender un trozo de tierra grande, pero el duro terreno no cedía. Zhailaubay no avanzaba mucho. Incluso la azada la tenía de un modo raro, no como un hombre. Se veía que no estaba acostumbrado a los trabajos de excavación. Las ovejas otra vez se acercaron al canal. Y de nuevo gritó Zhailaubay “¡Shait!” y las echó hacia el montecillo.
Meyram con Scherbakov iban en un coche ligero a lo largo del canal. Desde lejos vieron los movimientos alborotados de Zhailaubay.
– El pobre Zhaileke está bailando el agua delante. No sabe si ir detrás de las ovejas o mover la azada, – notó irónico Meyram.
Pero en la cara del campechano Zhailaubay no se veía ni un signo de confusión. Recibió a Meyram y Scherbacov cordialmente, con desenvoltura.
– ¡Qué bien! Cuando viene buena gente llega la buena racha en los trabajos. Vamos a la yurta.
– ¿Para qué a la yurta?
La pregunta sorprendió a Zhailaubay.
– ¿Cómo que para qué? Sacrificaré una oveja. Son bienvenidos. Ha llegado mi familiar y con él una persona respetable.
Meyram tradujo sus palabras a Scherbakov que se echó a reir.
– Tanto trabajo hay y Zhailaubay quiere invitar a la gente.
– Anda, Zhaileke, – con reproche dijo Meyram. – ¿Y el trabajo?
– ¡Tonterías! ¿Acaso tanto trabajo hay? Miren cuanta gente hay. No hay nada más importante que una buena convidada.
Scherbakov y Meyram se negaron del cordero, pero aceptaron la invitación de tomar el kumys: todo el día lo han pasado bajo el sol caliente, tragaron bastante polvo.
En la entrada de la yurta les recibió la tía de Meyram Sheker con una cinta blanca ancha kunduk sobre el pañuelo, con zargüelles en los que estaba remetido la falda de su vestido. Parecía una fuerte templada en trabajos dueña de casa. Los visitantes todavía no se sentaron a la mesa y ella ya colocando sobre el fogón en el centro de la yurta un trespies colgó sobre él una grande caldera de hierro.
– No arrastres bayetas. ¿Acaso zhien  es un familiar próximo? – bromeaba Zhaylaubai. – Quiere irse ahora. Sirve kumys.
– No tendrá tiempo, – dijo Sheker. – Y zhien es familiar si tiene ganado, y el cuello es sabroso si tiene bastante grasa, dice el refrán.
– Tiene el cuello tan estropajoso que el cuchillo hay que afilarlo. ¿De dónde tendrá grasa? Alrededor del campamento no hay ni una hierbecita, la tierra parece chupada. ¿De dónde nuestro zhien tiene el ganado?
– Todo lo tiene en la cabeza. ¡Ojalá yo fuera víctima de tu frente clara! – hablaba Sheker orgullosa de su sobrino.
El kumys de la única yegua de Zhaylaubai era sabroso y fuerte. Los huéspedes lo elogiaban mientras estaban bebiendo.
Meyram preguntaba a su tía qué tal vivían ellos. Resulta que Zhaylaubai todavía no se colocó en el nuevo lugar e incluso al subbotnik salió con su yurta y ganado.
– Usted, Zhaileke, vino aquí antes de todos y todavía no trabaja, – dijo Meyram.
– No puedo encontrar un trabajo correspondiente. Y no hay que dar de comer al ganado, todos los pastos y praderas están pisadas. Con la tía hemos reunido algunas garberas de heno y ese se nos han llevado.
– ¿Y qué piensa hacer? ¿O quiere regresar a casa?
– ¡Oye! Ya habrá alguna solución…
Se aproximaba el invierno. Y Zhaylaubai no tenía ni casa, ni patio, ni comida para el ganado. Pero no lamentaba y se portaba descuidadamente.
– ¿En qué piensa? – se asombró Meyram. – Según veo, ¡Usted ni se preocupa!
Zhaylaubai contestó tranquilo peinándose la barba con los dedos como de costumbre:
– ¿Y de qué preocuparnos? No estamos solos aquí. Mira cuanta gente hay aquí. Viviremos como todos.
– ¿Ve que tío tengo? – se volvió Meyram hacia Scherbakov. – Me parece demasiado despreocupado. ¿Servirá de algo en la producción?
– A mí me parece una persona afanosa, – replicó Scherbakov, – sólo que no encontró todavía su lugar en la nueva vida. Tenemos que, Meyram Omarovich, ayudar a la gente a encontrar este lugar. Pienso si le encargamos el cuidado del ganado en el sovjoz o en la hacienda auxiliar, demostrará sus grandes habilidades. Y mientras que no tenemos haciendas que entre tu tío a trabajar en nuestra cuadra…
Meyram tradujo su conversación con Scherbakov y añadió:
– Parece hay un buen puesto para Usted.
Otagasy se puso contento y dijo a la esposa:
– Tienes razón, nuestro zhien es una grande persona.
Zhaylaubai no curioseaba, no hizo ni una sola pregunta sobre las condiciones de trabajo. Era muy modesto.
Cuando los visitantes acompañados de los dueños abandonaron la yurta, Sheker le llevó a parte a Meyram y le dijo en voz baja:
– Me gusta nuestra vecina. Es una chica guapa. Es cariñosa con nosotros, amistosa… ¿En qué piensas? Fíjate en ella bien. Me parece una novia muy buena para ti.
Zhaylaubai y Sheker se acomodaron en el mismo aúl grande donde vivía Ardak. Visitando a sus familiares Meyram dos veces vio a Ardak pero no tuvo la posibilidad de hablar con ella a solas. Desde entonces la muchacha saludaba amistosamente a sus nuevos vecinos y les trataban como a unos buenos conocidos.
– Corresponde a su nombre, Ardak , – elogiaba a su vecina la tía. – Honesta, razonable, no hace en vano ni un paso. “El hijo educado por un buen padre sabe afilar la flecha y la hija educada por una cuidadosa madre es capaz de hacer un abrigo”, así dice el refrán. Y se nota que es una muchacha perfecta. No te la pierdes, querido.
Al oír el nombre de Ardak el corazón de Meyram empezó a latir. Pero él supo contenerse y como si en broma preguntó:
– ¿Y sabe lo que piensa la chica?
– Anda, cielo… No estará en contra.
– Apenas ha llegado y ya está buscándome una novia, – bromeaba Meyram subiendo en el coche. – Es temprano todavía hablar de eso, tía.
El recto como una flecha canal desde lejos parecía un sedero de hormigas. Por todas las partes bullía el trabajo. Muchos hombres metidos hasta la cintura en el canal movían azadas y palas. En el aire se oía un ruido incesante. En los altillos ondeaban las rojas banderas y en una cola larga desaparecían detrás de la cordillera Keralat. Lejos donde se unían el cielo y la tierra se veían nubes negras. Tenían una vista amenazante. De vez en cuando esta masa negra como si dividida por un latiguillo ardiente resplandecía con un relámpago y llegaba un trueno.
Meyram y Scherbakov iban a lo largo del canal. Entre los hombres vieron dos mujeres trabajando.
– Mira, las mujeres también han salido, – dijo Scherbakov.
– ¿Quién son? – estaba sorprendido Meyram. – Mira, parecen dos golondrinas cuidadosas trabajando...
Al acercarse Meyram con sorpresa reconoció a las muchachas. Eran Ardak y Maypa. Ellas se vendaban una a otra las palmas frotadas con las azadas.
– ¡Buenos días! ¿Cómo es que están Ustedes aquí?
– ¿Cómo no? El camarada Lenin también trabajaba en los subbotnik, – respondió Ardak.
– ¡Bravo! Son buen ejemplo a sus amigas.
– ¡Que va! Nosotras mismas necesitamos un ejemplo.
Ardak estaba de media vuelta hacia Meyram, no levantaba los ojos tímida, pero contestaba rápido y tranquilo. Había enrojecido por el trabajo y parecía aún más guapa. Y Meyram sonreía sin saber la causa. Sólo sentía que el corazón estaba cantando alegre. Los dos hablaban ruso en presencia de Scherbakov y Meyram estaba contento de que Ardak dominara bien el ruso.
– Está vendando mal, – dijo él en voz baja y con cuidado cogió a la muchacha de la mano.
Las palmas de la chica estaban hinchadas y estaban llenas de raspaduras. La ternura y compasión invadieron a Meyram. Se sentía bien sobre todo porque Ardak le confiaba y no quitaba la mano.
– Así hay que vendar, – dijo él. – No pasa nada, ya se curará. De todas las formas descansen, no hace falta trabajar ahora. Lástima que no hay por aquí un puesto de asistencia médica. Hay que decirlo a Zhumaniyaz.
– ¿Por qué están parados? ¡Ya les apuntaremos en la lista negra! – se oyó la voz de Zhanabyl que se acercaba a ellos con el torax desnudo, el pelo desarreglado. En la cara amarillenta resaltaba la nariz corta.
Las chicas habiendo descansado mientras les vendaban las manos de nuevo cogieron las azadas.
En un lugar concurrido estaban dos tablas, roja y negra. En la roja arriba estaba dibujado un avión, tren y caballo. En la negra, camello, buey y tortuga. Antes estas tablas se encontraban enfrente del taller mecánico. Zhanabyl las trajo aquí. Fiel a sí mismo el muchacho caliente se había pasado una vez más. La gente salió al subbotnik a su libre voluntad. ¿Iban a escatimar los esfuerzos? Y si la persona se entregaba al trabajo, ¿para qué deshonrarle, ponerle en la lista negra, aunque se quedara por detrás de los demás? Y encima Zhanabyl impuso en su tramo una norma de laboreo.
Las chicas se sentían mal. Dando con la azada una vez más Ardak sintió un fuerte dolor en las palmas pero no dio a entender nada. Maypa tampoco se rendía y seguía cavando.
Meyram no quiso reprender públicamente a Zhanabyl por su exagerado nivel de exigencia, pensando que sería mejor hablar con él a solas. Propuso a Ardak:
– ¡Deje que le ayude!
La chica sin pronunciar ni una palabra le cedió el puesto. Scherbakov le cogió la azada a Maypa. Los dos con nuevas fuerzas se pusieron a trabajar con entusiasmo. Pero sin costumbre se cansaron rápido y con menos frecuencia levantaban la herramienta. Las palmas de Meyram enrojecieron.
– ¡Ceden el paso, camaradas jefes! – dijo Zhanabyl y saltó al canal. – Tienen las manos desgarbadas, muy rápido les salen las ampollas. ¿Sois señoritas o qué? ¿Ya los cuatro están cansados? Y en palabra son vivos, ganan cualquier batalla.
Estaba cavando aumentando la velocidad. En sus movimientos se sentía la costumbre y ritmo: el cuerpo joven fuerte encorvaba con ritmo, jugaban los músculos, ondeaba el pelo. No se apresuraba, no se excitaba, y la tierra bajo los golpes de su herramienta se desprendía con ligereza. Trabajando no dejaba de gastar bromas a las chicas:
– Tan jóvenes y se cansan rápido… ¿Qué será en adelante?
– ¡Y dale! – dijo Ardak. – Y en el aúl no dejaba en paz hasta que no se llevó a todos al subbotnik. 
– No a todos. Su otgasy no salió. Es más pesado que una piedra. No le pude levantar.
Las palabras de Zhanabyl le hirieron a Ardak. Como siempre pensando en su padre se sentía intranquila. Con la hija está bien: hablador, elogiaba el trabajo en la mina, pero con la gente no levantaba la cabeza, se mostraba malhumorado. Pero Ardak esperaba que su padre fuera a cambiar. Y no dejó a Zhanabyl sin réplica:
– No vino el padre, vino la hija. Piensas que es poco, pues dame otra norma más.
– Pues eso es cuando digo que no se puede ganarte la batalla en palabra. ¡Hay que ver como hace alarde de su fuerza y no se mira las palmas destrozadas! – dijo Zhanabyl.
Meyram y Scherbakov se acercaron a las tablas. El ritmo de trabajo en este tramo del canal era muy alto. La gente se marcaba una norma elevada y rivalizaban uno con otro. Delante de todos iba Zhanabyl. Su nombre estaba el primero debajo del avión. Los apellidos de las chicas no aparecían ni en la tabla roja, ni en la negra.
– Aunque regaña a las chicas pero las cuida, no las pone en la lista negra, – notó Meyram.
Scherbakov no se perdió la oportunidad de pincharle a Meyram:
– Usted también estaba a punto de llorar cuando vio las ampollas en las palmas de la ojinegra Ardak.
– Y Usted no se quedó parado, Sergio Petrovich, quitó la azada a Maypa.
– ¡Eh! Es otra cosa. Yo las trato con cariño paterno. Hablando sinceramente, no tenemos que perder de la vista a Ardak. La muchacha parece ser muy avanzada.
– El padre es extraño, – dijo Meyram en voz baja.
Scherbakov replicó:
– No repita los errores de Zhanabyl. No se meta con cualquier tontería. No se olvide que la escuela soviética dio a la muchacha más que la familia. Y si el padre de verdad resulta ser una persona sospechosa, entonces tendremos que actuar con más precaución para quitarla de su parte. – Vació un poco y agregó: – Sí, todavía existe un entorno capitalista. Y mientras exista el enemigo interno, con el que no hemos acabado aún, no dejará sus planes infames. Desde fuera no dejarán los intentos de integrarnos a los bandidos de todo pelaje. – Scherbakov miró con ojos escrutadores a Meyram. – ¿Qué piensa de eso, Meyram Omarovich?
– Diré que tiene razón, – contestó Meyram. – No podemos permitirnos bajar la guardia…
Cortó la conversación y llamó a Zhanabyl. El muchacho rápidamente acudió a la llamada.
– ¡Ya sé! ¿Quiere dar algún encargo? – preguntó, todavía articulando mal las palabras en ruso.
– ¡Cierto! – contestó Meyram. – El trabajo en tu tramo va muy bien. ¿Y qué tal con el arte de aficionados? Durante el descanso no está mal divertir a la gente.
– Tenemos un grupo juvenil de tres personas.
– ¿Quiénes son?
– Los mismos: Ardak, Maypa y yo mismo.
– Es poco. Hay que buscar más.
– No se puede reclutar a tal cual, camarada secretario. Esto afectará el prestigio del grupo.
Sergio Petrovich sonrió.
– ¿Acaso exiges que todos los aspirantes a integrar el grupo responden cuestionarios, escriban la autobiografía y estudias su origen?
Zhanabyl preocupadamente se rascó el cogote. No sabía si tomar en serio estas palabras o no.
– El origen de ellas yo conozco. Y no les hice contestar ningún cuestionario. Veo que son buena gente. Ardak se decidió a enseñar a los analfabetos.
– ¡Qué bien! – animó al muchacho Sergio Petrovich. – Actívalas para que se interesen por el komsomol, – empujó con el codo a Meyram. – ¿Entiende cómo hay que tratar a la gente?
Ellos se encaminaron a lo largo del canal. A la derecha se encontraba un camino grande como siempre cargado de carros. En el lugar donde el camino atravesaba la línea del canal se encontraba tendido una telera roja con un letrero grande que decía: “¡Todos al subbotnik!”
Los carros se paraban aquí, cada uno de los viajantes consideraba su deber cavar por lo menos un metro del canal.
Se acercó otro carro con ocho chavales y un viejo con pelo cano encima. Junto al carro iba una pareja. Los niños leyeron el letrero en la telera y saltaron a la tierra. El viejo pensó, se bajó lentamente del carro y se dirigió cojeando detrás de los demás. A penas moviendo los pies se acercó al borde del canal y levantó las dos manos.
– ¡Oh, cielo! – dijo. – Cumplimos el deseo de los trabajadores. ¡Que sea esta tierra el feliz patrimonio de mis nietos y bisnietos!
Pronunciando esto el viejo se agachó con dificultad, levantó del fondo del canal un pedazo de arcilla y lo echó fuera.
El trabajo iba con un buen ritmo. Pero faltaban palas, azadas, picos y zapas. Las herramientas se rompían y se embotaban rápido. El mecánico Kozlov llevó al canal a todos sus cerrajeros y herreros que trabajaban en el taller. Se oía el son de metal, golpes de martillos. Junto al hornillo móvil fumando un pitillo estaba Kozlov. Scherbakov se acercó a él.
– ¿En qué estás pensando, Boris Mikhailovich?
– ¿Acaso se puede dejar de pensar? – contestó el mecánico. – Una máquina podría reemplazar a cien personas…
– Tienes razón. Pero la voluntad humana es mayor a la fuerza de la maquinaria. Y la maquinaria la cree el hombre. – Se puso recto, extendió la vista sobre el camino lleno de carros. – ¿Ve? De todas las partes están llegando aquí caravanas. Y eso es gente de los aúles cercanos. Y cuando tengamos aquí el ferrocarril se vendrán aquí los trabajadores de todo el Kazajistán, de otras repúblicas. Donbass se compromete enviarnos otros cuatrocientos mineros calificados. Tendremos también maquinaria de primer nivel. El camarada Ordzhonikidze está en contacto con nosotros por la línea directa. Ya está informado sobre nuestro subbotnik de hoy…
El espaldudo herrero del taller mecánico Koktainsha estaba junto al hornillo y afilaba las azadas y zapas. Al escuchar las palabras de Scherbakov empezó a moverse más rápido y exclamó:
– ¡Moveros, chicos, moveros!
Sentado con los pies colgando en el coche venía Orlov. Iba atravesando el campo fuera del camino.
Scherbakov le vio y preguntó a Kozlov:
– ¿Cómo trabaja?
– Con desgana. Tardará en deshelarse.
– ¿Puede ser que no pone los pies en el plomo porque no puede olvidar su pasado? Tenemos que recalentarlo, le necesitamos.
El coche se paró aparte. Orlov bajando sacudió la gabardina y limpió bien sus anteojos. Se acercó lentamente y saludó con cortesía.
– ¿Cómo va la cosa, Andrei Andreyevich? – le preguntó Scherbakov.
– Manteniendo el ritmo terminamos en una semana.
– ¿Si no me equivoco Usted programaba dos semanas?
– El ritmo es más acelerado de lo que calculaba.
– Entonces lo del agua ya lo tendremos más fácil. Falta que nos traigan lo más próximo posible la tubería. Pero es poco. La estación hidroeléctrica de Karagandá. Ella nos suministrará bastante agua y electricidad. Según los cálculos del geólogo Chaikov el río Nura tiene más agua de lo que pensábamos. Tiene un cauce subterráneo. En el río Nura va a aparecer un lago artificial.
– Y hasta ello tenemos que utilizar de modo razonable el agua disponible, – indeciso dijo Orlov.
Scherbakov se animó:
– ¡Hable, hable, que le sigo!
El ingeniero habló con más seguridad:
– Tenemos que utilizar el agua de la fuente Mai-Kuduk para las calderas. Esa agua tiene pocas sales lo que es bueno para las calderas.
– Bien dicho.
– Pero en su estado actual la Mai-Kuduk no puede abastecer las necesidades. Hay dos opciones: o cortar la fuente, o excavar un foso y crear ahí una reserva de agua.
– ¡Y otra vez un buen consejo! Y Ustedes, ¿qué piensan? – preguntó Scherbakov a los demás.
Kozlov respaldó la moción de Orlov. Meyram no tenía nada que decir. Todavía no conocía la producción y no entendía nada de las calderas. Sólo pasaba la mirada de un colocutor al otro.
– Vamos a la fuente y miramos bien allí, – ofreció Scherbakov y se dirigió al coche.
El sol estaba en el zenit. Los obreros clavaban las palas en la tierra y se dirigían a comer y descansar. Pero Zhanabyl no tenía tiempo para descansar.
– ¡Canción! ¡Vamos a escuchar la canción! – gritaba agitando los brazos.
La gente se reunió muy rápido. Zhanabyl acercó una carretela y ayudó a Ardak a subir en ella.
– ¡Silencio! Ahora Ardak nos cantará una canción.
La muchacha que nunca había intervenido en público estaba muy emocionada y le temblaba su voz melódica.
Scherbakov paró los caballos. La canción se difundía por la estepa, ondeaba en la hierba.
– ¡El pueblo de la estepa tiene talento musical! – dijo Sergio Petrovich no dejando de escuchar a la muchacha. – ¡Que bien canta la chica!
Se oyeron aplausos y voces:
– ¡Viva! ¡Olé!
– ¡Repita!
Entusiasmada con el éxito Ardak cantó más segura y libre. La voz recobró fuerza. Ella cantaba sobre la labor de los hérculeses fuertes, incansables. La gente le escuchaba rodeando la carretela.

Capítulo quince

Cuando el pueblo pone las manos a la obra, es capaz de hacer milagros. El canal desde el río Nura y la fuente Mai-Kuduk hasta Karagandá fue cavado en una semana. Y los trabajadores empezaron otra labor de la misma importancia…
Karagandá está situada en el declive suave de una cordillera alta. Desde aquí empezaban los aúles que se extendían hasta los más lejanos pueblos de Kompaneisk y Ak-Kuduk. El valle en el lado meridional de la cordillera desde Karagandá hasta Mai-Kuduk también estaba muy poblado. Las numerosas yurtas se situaban también en el occidente alrededor del montecillo Marianovka y en el oriente en los montes. Karagandá estaba rodeada por todas las partes de numerosos aúles de los trabajadores.
Ahora se podía observar una situación interesante. En todas las partes la gente estaba excavando el duro terreno. Si antes se podían ver las nuevas minas y galerías, ahora estaban escondidas entre los montes de la tierra. La superficie hoyosa parecía un copo de nieve pisoteado por los caballos. Unos estaban planeando sus futuras viviendas, en otra parte excavaban la tierra, en tercera ya se levantaban terraplenes encima de los tejados. Ya habían muchas chabolas excavadas, pero sin recubrimiento. Faltaba la madera. Y la madera tenía que venir por el ferrocarril. Cada uno estaba impaciente: “¡Cuánto se necesita el ferrocarril! ¡Ojalá puedan hacerlo pronto!” Las frías noches de septiembre decían que pronto llegará el frío invernal. La gente tenía prisa.
Hacía un tiempo sin viento. El polvo levantado por los cavadores no sube y rápidamente baja a la tierra. Era un día soleado, pero el sol ya no calentaba.
Meyram iba por la perífería de los aúles, se paraba enfrente de los hombres que cavaban las chabolas y hablaba con ellos. Ya le conocían muchos. Casi todos se quejaban de alguna carrencia. Había un grupo de trabajadores y entre ellos una joven de cara blanca y ojos negros.
– ¡Suerte en su trabajo! – dijo Meyram acercándose a ellos.
La joven de primeras palabras le echó reproches encima:
– ¿Qué pasa, kainym ? ¿Es posible que no puedan traer siquiera sal para nosotros? ¿Dónde está ese gordo señor? ¡Simplemente mañaneó y se escapó!
Hablando del “señor gordo” decía de Makhmet quien abrió unas cuantas tiendas en Karagandá y regresó al centro regional. Meyram se vio obligado a responder por Makhmet.
– Es muy difícil traer aquí mercancías. El señor gordo estará organizando la logística.
– No, la gente dice que está preocupado ahora de arreglarse el matrimonio. – con aire de burla dijo la joven.
Estas palabras sobresaltaron a Meyram. Y la joven seguía sus reproches.
– Todos se refieren a la ausencia del ferrocarril. Y ya está en Shokay. Y el Shokay no está lejos. ¿Es difícil traer la mercancía desde ahí?
– La traemos. Pero carecemos de fuerza animal.
– La mitad de la población de aquí tienen caballos, bueyes. Si reunimos a la gente, les explicamos claramente, todo el mundo irá con pequeña remuneración. ¿Es que no ve cuantos animales hay aquí pastando?
La joven, como se dice, dejo pegado a Meyram a la pared.
Su esposo era una persona diferente.
– ¡Para ya! Es una labor nueva, es difícil traer todo de una vez, – persuadía a su esposa.
Pero la joven no quería oír nada y exclamó:
– ¡No me tapes la boca! Mejor decirlo aquí lo que se me acumuló en vez de estar quejándome en casa. ¡Voy a exponer todo! ¿Dónde está la madera para las viviendas que nos prometieron? En vez de perder el tiempo ahí en la oficina y responder “no” a todas las preguntas tienen que ponerse a buscarlo. ¿Acaso no estamos esforzándonos en nuestro trabajo?
– ¡Ya vendrá todo! – intentaba calmar a la guerrera Meyram. – Encontramos los carros…
– Yo sola las busco. En mi caballo traeré todo lo que se necesita para construir la casa. Simplemente deme el papel para que nos despachen la madera.
– No sólo daremos el papel, sino le pagaremos el transporte.
– De ser así, todos irán.
Meyram tomó nota: “Hay carros en la población. Consultar con Scherbakov”.
El abastecimiento de la gente con vivienda para invierno seguía siendo la principal tarea de la dirección del cartel. Pero no tenían transporte libre. Tras hablar con la joven Meyram ya no veía tan imposible la tarea. Él agradeció a la mujer:
– Gracias por su comentario. ¿Puedo saber su nombre?
– Me llamo Baljan. Toma nota también de eso.
Aunque severa en palabras los ojos de la mujer rodeadas de largas pestañas negras sonreían bondadosamente. Parecía decir con la mirada: “¿Qué tal? ¿Te dí caña?”
– Balzhan dice cosas correctas, – la apoyaron los obreros. – Los dueños que tienen carros traerán madera no sólo para sus necesidades. También ayudarán a los que no tienen caballos, si, claro está, el cartel les paga por el transporte.
– Pagaremos, – prometió seguro Meyram. – El cartel está buscando ahora los carros en los koljoses. No hay por qué perder la posibilidad de utilizar las que tenemos aquí. Es una propuesta muy buena. Explique a los que tienen caballos y que estén listos. Si los carros están rotos, los podemos reparar en los talleres del cartel.
Se oyeron voces:
– ¡Muy a propósito! Se me desinflado las ruedas.
Desde luego no todos se esforzaban en ayudar a la labor común conscientemente. Había gente que intentaba sacar provecho de las dificultades que surgían en la construcción. A esta gente en Karagandá con aire de burla les llamaban “arbakesha”: un pie ya lo tenían en la mina y el otro no podían sacar del aúl. Les resultaba ventajoso vivir junto a la producción en desarrollo. Aquí no tenían que pagar el impuesto agrario sobre el ganado, la leche la vendían con un precio elevado, y hacían de transportistas con sus caballos. Junto con otros llevaban el honorifico nombre de obrero. Según iba levantándose la producción y sus ganancias reducían algunos de estos “obreros” se iban de la construcción nueva.
“Tienen la mente llena de tizne. Bueno, poco a poco la limpiamos, les reeducaremos”, – pensaba sobre ellos Meyram regresando a la oficina. En camino entró a la torre de agua central.
El agua de la mina “Gerbert” ya subían a la superficie con la ayuda de un kameron instalado dentro. Pero esta agua era válido para el ganado, lavar la ropa y necesidades técnicas de la producción. El agua potable se conseguía en los pozos. Y el problema de abastecimiento con agua no era tan agudo. Pero Meyram se fijaba varias veces que alrededor de los tres grifos de la torre de agua se juntaba mucha gente, carros con barriles y ganado. Muchos intentaban colarse y había mucho jaleo.
Al encuentro de Meyram salió el jefe de la organización sindical Zhumaniyaz. Estaba emocionado y regañaba a alguien.
– ¿Qué le provocó el enfado? – preguntó Meyram.
– No llego a entender, ¿son obreros o ganaderos? Todo el día sólo veo que llevan el ganado al bebedero. Y nosotros necesitamos obreros.
– Y los obreros necesitan ganado.
– Si necesitan ganado que busquen el agua para él a su cuenta.
– ¿Y dónde lo pueden encontrar?
– Allá ellos.
– No tiene razón, Zhumeke, – le calmaba Meyram. – Para los obreros el ganado es un apoyo importante. Nosotros nos demoramos mucho con el suministro de alimentos. Y gracias al ganado los obreros no sufren gran necesidad en productos. Tenemos que cuidar el ganado. Y sería bien si nos preocupemos de que su ganado no enflaquezca… Hay que aumentar la cantidad de grifos en la torre, entonces abra menos cola en el bebedero.
Zhumaniyaz era un viejo obrero de la carbonera de Ekibastuz. Era entibador. En los asuntos económicos se distinguía por su listeza y ahorro. Cuando iban cerca de las barracas donde vivían los ingenieros y técnicos a Zhumaniyaz de nuevo se le subió la sangre en la cabeza.
– ¡Mire! Dicen que les falta madera. Podían haber construido los aseos de ladrillo en vez de gastar madera con la cual cubrirían el tejado de una pequeña casa. ¡Orlov! ¡Orlov lo hizo! ¿Acaso no le duele el corazón por la gente?
– Puede ser, pero fueron construidos con la orden de Scherbakov, – Meyram no quería discusiones por nada.
Pero Zhuaniyaz se emocionó aún más:
– ¡La madera no es de Scherbakov, es del Estado! ¿Qué razón tiene para dar esas disposiciones? Y los trajes de trabajo tampoco llegan a tiempo. Si Scherbakov sigue actuando de mismo modo, tendremos que hacerle recordar que los obreros tenemos sindicatos y existen leyes laborales. No podemos conformarnos con tales infracciones.
Como siempre, Zhumaniyaz se calmó rápido y se fue a la mina.
Meyram se dirigió a la oficina. Allí estaban Scherbakov y el presidente del comité ejecutivo regional Kanabek.
– A tiempo ha llegado, Meyram Omarovich, – le salió al encuentro Scherbakov. – Le estábamos buscando. Aquí están las autoridades regionales. Aunque no frecuenta pero nos trae ricos regalos.
– Así tiene que ser, el mayor tiene mayor amplitud.
– ¡Que va! ¡No me engrandezcan tanto, pícaros! – contestó Kanabeñ y se puso a reír como de costumbre. – Es cierto que venimos poco a verles, pero y lejos no olvidamos de sus necesidades. Vengo desde Akmolinsk, estuve en Alma-Atá también. Ahora todas las conversaciones en la región comienzan por el tema de Karagandá. El centro territorial ya les envío a siete médicos y cinco maestros. Y esto además de los quinientos trabajadores de diferentes profesiones que nos asigna la provincia… Se tomaron medidas extraordinarias para agilizar la construcción de la vía férrea. ¿Qué quieren más?
– ¡Sigan a este tenor!
– ¡Necesitamos más!
– ¡Anda que picos tan anchos tienen! – exclamó Kanabek. – Comiencen con la organización de las haciendas auxiliares. De momento les dan trescientas cabezas de ganado y quinientas hectáreas de la tierra virgen. ¿Bastante de momento?
– Si nos dan un poco de tierra para unos cuantos sovjoses estaremos contentos, – dijo Scherbakov y guiñó el ojo a Meyram.
Kanabek afligido movió la cabeza:
– En estos casos dicen: “La azada que me entregó mi padre con cada movimiento sube más”. En el próximo futuro Karagandá será una ciudad independiente. Temo que dirán entonces sobre la región de Telmanove: “El hogar paterno es mi casa hasta que me case”.
Pasaron mucho tiempo hablando: marcaron lugares para futuros sovjoses y haciendas auxiliares, discutieron una serie de problemas relacionados con su organización… Cuando Meyram dijo que muchos obreros están dispuestos a prestar animales para transportar los materiales para la obra Scherbakov se puso contento como un niño y saltó de la silla.
– ¡Como si fuera un regalo desde el cielo! ¡Hay que apresurar! Mírenle a nuestro Meyram Omarovich. Viene con una noticia tan importante y estaba callado tanto tiempo, ¿eh?
Sergio Petrovich era una persona viva, apasionado. Sus sentimientos los demostraba abiertamente y fuerte. El alma suya era como un lago limpio, transparente con fondo arenoso, todo se podía ver en la profundidad. Para no seguir perdiendo tiempo decidió enseguida enviar los carros a por la madera.
– ¿No sería mejor preparar bien la tarea? – ofreció con precaución Kanabek. – Entre los carreteros hay a quien gusta meter la mano en las arcas. El consejo del pueblo tiene que, a mi punto de vista, dictar una disposición especial para que en las transportaciones estén obligados a participar todos quien tiene fuerza animal. Y el cartel debe fijar los precios por los viajes…
– ¡Sí, tiene Usted toda la razón! – aceptó Sergio Petrovich.
Meyram hizo otra observación:
– Tenemos que ayudar a los obreros a cuidar el ganado en invierno. El cartel no tiene de momento esta posibilidad. ¿Hay mucho pienso en la región? ¿No podrán ayudarnos?
Kanabek se puso a pensar. Karagandá crecía cada día y cada día más exponía sus necesidades a la región, a veces inesperadas y urgentes. No se podía pasar de ellas, era un asunto común, estatal. Pero estas necesidades eran imposible de satisfacer a una sola región.
– Nosotros miramos a Ustedes y Ustedes bajan la mirada al suelo. ¿Es así? – preguntó Meyram.
– ¿No tenía razón? Me traen a una montaña alta y dicen que la saque. Bueno, lo intentaremos… Yo pienso que hay dos soluciones: los obreros con fuerza animal se traen el heno de los koljoses y los que no tienen caballos entregan el ganado a la ceba en los koljoses. Claro, deberían pagar por eso. Y los koljoses no se niegarán, tienen reserva de pienso. Un invierno sobreviviremos.
Así lo decidieron. Pero la conversación no finalizó en eso. Una palabra sacaba otra, un problema solucionado traía otro. Cuanto más duraba la conversación más claro tenían los tres la escala del desarrollo de Karagandá.

Capítulo dieciséis

Al volver del trabajo Andrei Andreyevich Orlov tiró la gorda cartera en la mesa y empezó a dar vueltas por la habitación. Su largo, delgado y un poco encorvado cuerpo todavía era fuerte. Estaba perdiendo pelo pero todavía no tenía calva. Andando Orlov se quitaba y limpiaba los anteojos, se tiraba de la barba puntiaguda. Cada movimiento del Jefe de Ingeniería demostraba su gran preocupación: él respiraba rápido y profundo como si le faltara aire.
Su emoción se debía a un asunto desagradable. Hubo un desprendimiento en el cual quedó herido un obrero. Los mineros novatos se alarmaron, el trabajo en la galería quedó parado algún tiempo.
– ¡Maldita mina! ¡Salimos fuera de aquí! – se oían voces preocupadas.
El accidentado fue rodeado por los vecinos suyos, algunos exclamaban “¡Pobre mío!”
Orlov estaba abrumado por el accidente. Pero también se acordaba de la mirada celosa de Zhumaniyaz y de sus palabras:
– ¿De quién es la culpa? ¡Lo someteremos a enjuiciamiento sin reproches!
El ingeniero tenía bastantes razones para estar preocupado. Acababa de cumplir la condena y ahora estaba en un período de prueba. Orlov hacía lo que podía para borrar su falta anterior, pero los compañeros de trabajo y los obreros le miraban de reojo. Estaba a borde de un ataque de pánico. “¡Haga lo que haga, no se fían de mí!”
Inesperadamente tocaron a la puerta.
– ¡Entre! – dijo Orlov temblando. Le latía el corazón y el rostro se puso pálido.
Entro Alibek y le habló como si fuera su antiguo compañero:
– ¡Buenas tardes, Andrei Andreyevich! – y le estrechó la mano. – Soy Alibek Myrzabekov.
Sin esperar que le invitaran se sentó en la silla y echó una mirada a la habitación.
– Vive humilde, no corresponde a su cargo. Podría vivir mejor.
No dejando a que Orlov se recuperara siguió imponente:
– Tenemos poco tiempo. Así que no voy a dar vueltas. ¿Estará pensando quién viene a su casa tan fresco? Yo también soy una persona con la misma herida abierta como la de Usted. ¿Habrá remedio para curarla?... Hubo época cuando yo estaba como un árbol eterno en la estepa. Pero llegó la tempestad y me venció. ¿Podré levantarme?... – Hizo una pausa. – No soy muy hábil en andar con rodeos. Voy a ser sincero. Pero no piense que vengo buscando consuelo.
Orlov con perplejo y temor miraba a Alibek que empezó por aquellas confesiones. Estaba sorprendido por la certitud, el habla ruso sin acento, por los giros de habla que revelaban en su colocutor a una persona culta. Esto preocupaba. Orlov padecía un enfermizo recelo. Miraba con precaución incluso a los viejos ingenieros que vinieron aquí con él. En cada su paso esperaba una trampa. “El desprendimiento de Shakhtinsk” le aplastó, le frustró su concepción y creencias, hizo revisar de nuevo todo su pasado. Temía acercarse con los viejos profesionales, llevaba una vida aislada, cerrada.
– ¿De qué me conoce? – tras una pausa larga preguntó Orlov.
– Sé que fue imputado sobre la causa de Shakhtinsk. Y aquí muchas veces le vi debajo de la tierra. Usted es una persona notable, – sonrió Alibek.
– Y Usted resulta ¿trabaja en la mina?
– Sí. Ahora todo el pico decide. Y yo también cogí esta arma.
Andrei Andreyevich echó otra mirada fija a su visitante. El aspecto severo e imponente de Alibek le hizo sentirse incómodo: “Si estas manos que sabían tiempos mejores cogieron el pico, entonces esta persona es capaz de todo. Su habla hoy es melosa y mañana puede derramar veneno. ¡Es miuy peligroso!” – pensaba Orlov.
– Usted sabe sobre mi pasado, pero no conoce la actualidad, – dijo él intentando dominarse y sacó del bolsillo el paquete de tabaco.
Alibek negó el ofrecimiento. El ingeniero dio unas chupadas al cigarrillo y siguió hablando:
– Ahora sigo el camino de los constructores de la nueva vida. Y no hay otro. Los anteriores devastadores están en ruinas mismos. No sé, que puede hacer con un pico contra miles picos. Debajo de esta tierra yacen miles millones de toneladas de carbón. Y decenas miles de personas se decidieron por extraer el carbón de las profundas entrañas para el bien común. Y no tengo ni la menor duda de que alcanzarán su objetivo. La gente trabajaba en los subbotnik a su propia voluntad, sin remuneración, sin recursos técnicos e hicieron realidad un milagro. ¿Qué fuerza podrá contrarrestarles cuando tengan maquinaria y aprendan a manejarla?
– Me gusta su precaución, – dijo Alibek y una ancha sonrisa en su rostro demostró sus dientes grandes. – Yo le entiendo perfectamente. A mí también me quitaron todo lo que tenía y me queda sólo mi única hija. Pero no me fío ni de ella. No puedo perder cuidado. El pueblo nos da la espalda. Bien dicho: miles picos son más fuertes de uno. Pero no se olvide: lo que hicieron mil picos se puede destruir con uno solo. Para demostrarle que soy sincero le digo una cosa: sé quién provocó el desprendimiento. ¿Me cree?...
Andrei Andreyevich empezó a hablar rápido y confuso:
– No es la mina que se desprendió, no… es Usted quien se desprendió… Sí… e intenta aplastar a otros… ¡Es una locura! Con una bala de madera quiere abrir un blindaje.
– ¡Espere! – con sangre fría le cortó Alibek. – O no se fía de mí, o está muy asustado. Sea lo que sea, yo no voy a rendirme. El quien se quitó la ropa no teme al agua… No ande de danza y no grite tanto.
– ¡Yo digo la verdad! ¡La verdad!
– No. La verdad es su pasado. No se puede nacer dos veces ni tampoco morir. Tenemos sólo una verdad. Yo he sido sincero con Usted y no quiero que me engañe. Dijo que estoy loco. No es así. La loba que perdió a su lobito se lanza audaz contra la manada en el centro del aúl. Y el ladrón atado tiene que comer acostado. Si no se salvan ellos mismos, ni el lobo, ni el ladrón no pueden esperar perdón. Nosotros somos así. Pero por mucho que nos opriman el mundo es más amplio. En él conviven y la cobarde liebre, y el escorpión venenoso. Si hubiera perdido la última esperanza, me hubiera picado yo solo como lo hace el escorpión. Pero todavía tengo esperanza. No vamos a perder ánimo. No haga caso a la conducta de mis compatriotas. Les conozco mejor que Usted. Mire más amplio. Los habitantes de los aúles que se reunieron aquí con sus yurtas de fieltro no sólo escuchan las consignas sobre la unidad, sino también se acuerdan de las costumbres de la familia, son ignorantes y supersticiosos. Esta multitud en realidad es una gentuza. ¿Acaso no lo ve? ¡Aquí se puede prender fuego si le queda una pequeña piedra de cilicio! Claro está, con eso no se pondrá recta nuestro lomo roto. Nuestro médico está en el extranjero. Sus ojos vigilantes nos siguen. Aguante, llegará. En vez de rendirse ante la primera herida mejor haga un último esfuerzo. Si logramos sacudir la labor emprendida aquí, ya se puede considerar como victoria.
Andrei Andereyevich seguía callado- Se sentía como si había cogido la mona: la cabeza embotada, los pensamientos se mezclaban. Ahora estaba seguro que Alibek estaba dispuesto a derramar el veneno sobre todos quien construye la nueva vida. Orlov en su tiempo compartía estos pensamientos. ¿Y a dónde había llegado?... En su alma se desató una lucha difícil y ganó el sentido común.
– No necesito ninguna clase de propaganda, – dijo él sombrío y le dio la espalda. – Los medios de los curanderos extranjeros en los que cree Usted los conozco perfectamente. No son médicos, son herbolarios. Y la “gentuza”, como los trata Usted, es gente, una fuerza potente. Y les ayuda todo el país. Donbass envió aquí a sus mejores trabajadores y enviará más. Intentado volver lo que había perdido Usted casi pierdo yo a mí mismo. Y ahora lo tengo bien claro: aunque cojeando iré junto con el pueblo. Voy a vendar fuertemente mi dañado lomo. Es mi única decisión. Así que no cuente conmigo.
Alibek empezó a entender que no lograría nada con Orlov. Sus profundos y pequeños ojos miraban fijos al ingeniero, su rostro se puso rojo. Y las palabras sonaban con ira:
– Claro está, si a un galgo hacer correr a la fuerza, jamás cogerá al zorro. ¡Cómo quiere! Pero no piensa que podrá ganarse los favores. Si alguien otro arregló lo del desprendimiento, lo había organizado Usted. Y esto se podrá justificar. ¿Entendido? – Alibek se levantó, la banqueta debajo de él rechinó. – ¡Y ahora anda, intente a denunciarme!
Salió cerrando la puerta con un fuerte golpe.
Estaba lleno de ira. Hacía poco delante de él miles inclinaban la cabeza y trabajaban para él. Esta gente le había derrocado, le quitó el poder, las tierras y empezaron una labor incomprensible, detestable para Alibek, la cual la llaman “construcción del socialismo”. Cada palabra de estas personas le hiere el corazón a Alibek, cada grano de polvo levantado por su trabajo le quema como una chispa. Pero no perdía su convicción en su “verdad” cuando se dirigía a Orlov. Había calculado bien todo y al salir de su casa estaba seguro que no había cometido ningún error. Estaba seguro que el ingeniero no se atreviese ni a decir “pío”.
Alibek se encaminó hacia la torre de agua. Ya entraba la noche pero había bastante movimiento ahí. Se oían las voces:
– ¿Quién fue herido hoy?
– ¿Conoces a ese hombre manso, el esposo de aquella joven despabilada? Pues a ese desgraciado.
 – ¿Qué joven despabilada?
– ¿Te acuerdas de la mujer que metió caña al secretario del Partido? ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Baljan!
– Aunque se gana bastante en la mina, es un trabajo peligroso. Mejor voy a pedir que me den algo arriba.
– Sí, en eso muchos están pensando ahora…
Alibek escuchaba la conversación tratando de entender qué impresión causó entre los obreros el accidente. Y pensaba si se podía “probar” algo también en la “Gerbert” que suministraba el agua. Pero la entrada a esa mina se encontraba dentro del edificio de piedra y las puertas del mismo el cerrajero Lapshin siempre las cerraba bien.
– ¡Eh, paso! – se oyó una voz borracha.
Era el bruto Bondarenko, un cagapuestos que iba de una construcción a otra. Ahora iba guapeando, buscaba como un toro bravo a quién dar una cornadura y gritaba cosas ofensivas a la gente.
Desde la torre de agua llevaba de las riendas a su yegua baya iba Zhumabay. Alibek le reconoció y gritó:
– ¡Qué hora tan tarde para dar de beber a la yegua!
– Me demoré. En cuanto salió Usted de la galería vino el capataz Seytkali y nos llevó a reparar los deterioros tras el desprendimiento.
– ¿Arreglaron todo?
– Gracias a Dios, en estos casos la persona encuentra una fuerza especial. Hicimos todo rápido, aunque el trabajo era muy difícil. Dirigía los trabajos Zhumaniyaz, se nota que es obrero. Y domina bien tanto el pico, como el hacha.
– ¿Regañaba como siempre?
– Bueno, regañó un poco a ese ingeniero de cabza blanca. Decía que él no ve nada y no enseña a otros. Zhumaniyaz nos enseñó cómo se pone el entibado, cómo averiguar si está fijo el techo. ¿Y por qué antes no lo sabíamos? Ya no se repetirá…
– ¿Qué se puede exigir de nosotros? Somos obreros nuevos. Y podemos cometer errores.
Bondarenko no logró armar escándalo junto a la torre y ahora se dirigía directamente a Alibek y Zhumabay. Se notaba que sería mejor no hacerle caso, mejor cederle paso. Pero Alibek dijo en ruso en voz alta de tal manera que le oyera Bondarenko:
– ¡Ya se ha amonado!
Bondarenko buscaba exactamente eso y contestó soltando un taco.
– Lástima que tenga yo tantos años, – dijo Alibek – Me da vergüenza ante la gente, sino… Bueno, hay que tragarlo…
Siempre sereno como una oveja Zhumabai se acercó de un salto a Bondarenko:
– ¿Eh, por qué insultas? ¿Qué clase de palabrotas son esas?
Bondarenko le pegó un puñetazo a Zhumabai y se echó a correr.
Alibek estaba junto a su compañero y le reprendía:
– ¿Para qué te acercaste a ese? ¿Para qué te metiste en el jaleo?
– Yo mismo no puedo explicármelo, – hablaba confuso Zhumabai.

Capítulo diecisiete

Zhumabai no llegó a entender que la pelea con Bondarenko fue provocada por Alibek. Y Bondarenko tampoco podía prever qué efectos tendrá aquel escándalo. Al día siguiente de lo sucedido hablaba toda la gente. Cuando Zhumabai se lo había contado, Zhumabai la misma tarde lo comentó a Meyram. Aquel llamó a Zhumaniyaz.
El día laboral en el taller mecánico había terminado, pero nadie se iba. Se convocó el tribunal de camaradas .
El taller se encontraba en la antigua sala de maquinaria de la mina. Ahora a lo largo de las paredes estaban las bancadas de cerrajeros hechas de tablones recios. En los bordes estaban instaladas varias mordazas. En el centro de la sala en desorden se encontraban amontonados distintos camerones, dinamos, taladradoras, partes de mecanismos. Los obreros estaban sentados en estas máquinas y en las bancadas. Todos vestían el traje de trabajo, no dio tiempo ni para lavarse. En la luz débil de la lámpara de queroseno en las caras cubiertas de tizna brillaba el blanco de los ojos.
En la mesa cubierta con una tela roja estaban sentados tres: en el centro el cerrajero Lapshin como presidente del tribunal de camaradas, a su mano derecha Zhanabyl y a la izquierda el viejo Antón Levchenko, los miembros del tribunal.
Bondarenko con la cabeza descubierta estaba delante de la mesa. Se llevó un proceso muy detallado. El acusado de vez en cuando limpiaba con la manga el sudor que le salía en la frente.
– Camarada Bondarenko, – le preguntó Lapshin, – ayer pegó al camarada Zhumabai. ¡Explíquenos los motivos!
– El mismo me quería pegar, – refunfuñó Bondarenko.
– ¡Que Dios me proteja! – exclamó Zhumabai saltando de su sitio. – Es pura mentira. Jamás en mi vida levanté la mano a una persona. Incluso a mi esposa jamás la amenace con un látigo.
En la sala se rieron. En estas palabras estaba todo Zhumabai. El único testigo Alibek bajo el pretexto de estar enfermo no vino a la sesión, pero los reunidos sentían que la razón la tenía Zhumabai. En cuanto empezó a hablar Bondarenko de todas las partes se oyeron preguntas.
Zhumabai no esperaba que un caso tan insignificante para él llegase a ser objeto de tan serio y amplio estudio. No quería venir a la sesión, sólo que le persuadió Zhanabyl. Y ahora entendió: el caso no es fútil, la gente está a su lado y se sintió orgulloso. Y el pendenciero Bondarenko al contrario estaba abrumado por lo del tribunal. Sobre todo le apretaba el presidente del tribunal Lapshin:
– Camarada Bondarenko, ¿cuántos años de experiencia laboral tiene Usted?
– Siete.
– Y yo diecisiete, pero jamás pegué a ningún compañero de trabajo. ¿En qué fábricas trabajó?
– Estuve en siete-ocho ciudades.
– Y yo todo el tiempo trabajé en el mismo lugar, en Donbass. Bebe mucho, ¿cuánto gana?
– Pues hasta seiscientos – setecientos.
– Y yo cobro más de mil rublos pero nunca me había emborrachado hasta perder la memoria y jamás me peleé con nadie. ¿Cómo entiende la conducta proletaria?
Bondarenko no sabía que contestar. ¿Dónde estaba su audacia? Lapshin hablaba suave pero cada su palabra pegaba como un martillo.
Desde los sitios se oyeron voces:
– ¡Es un vago ese Bondarenko! ¡Un cagapuestos!
– ¡Borracho!
Estas palabras que salían desde el local oscurecido recobraban fuerza y parecían el alboroto que causa un río primaveral en una noche ventosa. Lapshin subió su pesada mano para calmar a la gente.
Alguien en el rincón lejano del taller interpretó a Lapshin a su manera:
– De veras, ¿Por qué tanto jaleo? Al fin y al cabo no le quitó un ojo.
– ¿A quién es que le tocó eso a lo vivo? – duro preguntó Lapshin levantándose de su puesto y mirando al rincón. – Si quieres tomar palabra, sal a la mesa, vamos a verte.
El defensor de Bondarenko no se decidió salir. Todos con enemistad se volvieron buscando con los ojos al dicente.
Se levantó el cerrajero, tío Iván Potapov, cano, lleno de arrugas, con la barba amarillenta por el humo. El viejo acudía raras veces a las reuniones, tampoco le gustaba intervenir. Pero ahora se acercaba lentamente a la mesa.
Mirando con sus ojos seniles a Bondarenko levantó el dedo índice.
– ¡Cuidado, hombre!... ¿Para qué le tocaste a Zhumabai? Toda mi vida pasé aquí, en Karagandá, entre los kazajos. Jamás me amenazaron incluso con el menique… Trabajé para Nemkov, para Riazanov, para los ingleses, pasaba hambre. Cuando me sentía en apuro, me iba al aúl, dónde retomaba las carnes hasta hartarme. Aquí vive gente generosa y compasiva. Kalzhan, mi difunto tamyr, que quiere decir amigo eterno, cuando nació su hijo me invitó a su casa y me regalo una ternera. Cuantos años han pasado y no me lo puedo olvidar. Los descendientes de aquella ternera todavía me quedan. El heno también me daban los kazajos… Y en el trabajo no son peores de ti, amigo. ¿Acaso los piqueros Karimjan, Smail, Zharmagambet, Yermek, Span no son iguales a los mejores mineros de Donbass? Tienen un puño más fuerte que el tuyo. A su tiempo pegaron al inglés Hall y el suboficial Kudrin. No toques el honor del pueblo. Nuestra amistad es el honor del pueblo. No escupes el pan que te ofrecen, te condenarán. La antigua oscuridad hay que vencerla. Aquí, en Karagandá, habían muchas peleas. Los ingleses, los contratistas, los comerciantes, los kulakis solían emborrachar a los chulos como tú, los azuzaban y lo observan frescos, se divertían. Este tiempo no volverá… ¿Quién te provocó, Bondarenko? Nos dices la verdad, puede ser que Zhumabai te perdonará. Y nosotros también te perdonaremos.
El tío Iván agitó la mano y se sentó en su sitio.
– ¿Alguien quiere decir más? – preguntó el presidente.
Este tribunal no tenía ni al fiscal ni al defensor. Era el tribunal de camaradas, tribunal de trabajadores. El asunto se estudiaba en común. El tribunal se apoyaba en la consciencia de clase de los trabajadores, en las tradiciones del colectivo. A Bondarenko esto le causó mayor impresión de la que sentiría en un tribunal regular. Primero buscaba apoyo en los intervenientes. Pero nadie defendió. Todos le reprobaban. La última esperanza era el miembro del tribunal, el cerrajero Antón Levchenko con el cual compartía la vivienda. Y ahí tomaba la palabra Antón. Bondarenko se reanimó.
– Sólo ahora yo de verdad conozco a mi vecino, – comenzó Antón y de costumbre cerrando los ojos movió el cuello. – ¡Me da asco mirarle! ¿De dónde le han salido esos insultos? Pienso, son los kulakis quien le había enseñado. Son ellos quien intenta a atizar el odio interétnico. Y el chaval les siguió. ¡Oye, Bondarenko! Ahora tú decides si te quedas con nosotros, con los suyos, o te unes con los desgraciados kulakis. No, no me mires así. Trabajamos juntos, pareces ser mi compañero, pero esta golfería tuya pone fin a nuestra amistad…
Cada palabra de Antón penetraba en Bondarenko como una aguja. Estaba de pie cabizbajo y con los hombros encogidos. Pero todavía estaba lejos de decir: “Cometí un error, perdónenme”. Y esas palabras tanto esperaban los trabajadores.
Intervino el mecánico Kozlov. El inteligente anciano hasta cierto momento estaba callado y con atención seguía el proceso. Ahora explicaba sin prisa al enjuiciad y al juzgado el verdadero tenor de lo ocurrido.
– Esta reunión es el juzgado de conciencia y asunto de los trabajadores. Nadie otro puede intervenir. Yo también soy de los trabajadores. Pero ahora quiero exponer mi opinión como uno de los gerentes de la producción. El tribunal de camaradas no se acoge a los Códigos, pero tenemos que contar con su opinión. Es la opinión del colectivo de trabajadores. La decisión de nuestro tribunal será aceptado no sólo por los directores de la fábrica, sino el tribunal normal. ¿Qué dirá el tribunal de camaradas? Le degradará, le amonestará o le suspenderá y pasará la causa al fiscal, aceptaré cualquier resolución. Y en el caso de que Bondarenko rinda una confesión sincera y el tribunal teniendo en cuenta su situación familiar considere bastante este debate, también lo aceptaré.
– El acusado sigue manteniendo su posición. Tendríamos que ser más severos con él, – dijo Lapshin.
Él se dirigió a Bondarenko:
– ¿Diganos, puede ser, alguien de verdad le incitó?
Bondarenko miró alrededor como si buscando a quien indicar. Pero no nombró a nadie. De repente se echó a llorar.
– ¿Qué más me exigen? ¿Acaso es poco hacer pasar este estigma? Si me vuelve a pasar, castíguenme más duro. Tengo tres niños pequeños. ¡Piedad! Perdóname, Zhumabai. ¡Pégame! – él se acercó a Zhumabai y bajó la cabeza.
Zhumabai se puso de pie de un salto, sus ojos también estaban humedecidos. Empezó a hablar rápido:
– ¡Pase, te perdono! Estoy satisfecho con la sesión. ¿Anda, porqué está llorando? ¡Ay, Dios, me penetró hasta los huesos! ¡Perdónenle!
Pero Lapshin resguardando sus sentimientos seguía con lo suyo:
– Demasiada apacibilidad no servirá para nada. Todos entienden que Zhumabai sólo no se hubiera metido con Bondarenko. Y el mismo Bondarenko no le pegaría, aunque le gusta armar jaleo cuando está borracho. Mejor digan la verdad, ¿les provocó algún kulak?
– ¡En mi vida me liaba con bayes y kulakis! – se emocionó Zhumabai. – ¡No digas eso, querido, no digas! – todavía no llegaba a entender que el principal culpable era Alibek.
Lapshin consultó con los miembros del tribunal, se levantó y dictó la sentencia:
– El Juzgado no puede hacer caso omiso a la conducta reprobable de Bondarenko. Y la opinión del Juzgado es la opinión de todo el colectivo. Venimos a Karagandá no para pelear, sino para realizar una gran labor en común. El Juzgado habiendo tomado en consideración la solicitud del actor y arrepentimiento del acusado decidió solicitar ante la dirección de la mina increpar duramente a Bondarenko y degradarle al plazo mientras que él en el trabajo no demuestre la sinceridad de sus palabras. La sentencia entra en vigor desde el día siguiente a la sesión.
La gente se iba intercambiando opiniones en voz alta. Todos aceptaban la resolución del tribunal de camaradas.

Capítulo dieciocho

Montones de arcilla amarilla, hoyos para futuras chabolas se veían por todas las partes. Había más barracas de tierra y yurtas grises. Los aúles crecían. Ya no se veían como antes caballos, camellos y bueyes pastando libremente: toda la fuerza animal se utilizaba en el trabajo. Los carros que traían material de construcción desde Shokai formaban un arroyo inacabable en el camino.
Estos días Karagandá vestía de gala. En todas las partes saltaban a la vista coloridos carteles con consignas. En las yurtas, en las bajas paredes de las chavolas, en las casas de piedra habían letreros: “¡Fuera analfabetismo!”, “¡El socialismo e incultura son incompatibles!” En todas las partes había grupos de jóvenes, hombres y mujeres que iban con un libro debajo del sobaco. La gente de trabajo decididamente comenzó a estudiar. Pasaban todo su tiempo libre en las clases. Los mineros, incluso bajando debajo de la tierra, leían sus apuntes. El aguacero sentado en la delantera de su barril aparejado por un camello también tenía en las rodillas un cuadreno abierto.
Las clases para los analfabetos pasaban en la “Mina blanca”. Los ingleses la dejaron inundada. Para cegarla los obreros se reunieron en dos subbotniks. Toda la basura fue tirada abajo. Pero no pudieron llenar el pozo completamente. Entonces la entrada en la mina fue cubierta con tablas y el local encima del pozo fue destinado para la escuela. Por la mañana aquí estudiaban los niños y por la tarde después del trabajo venían los adultos.
… Hoy en la escuela había clases. Mirando a los alumnos se podía quedar boquiabierto: los mayores tenían más de cincuenta años, los promedios – más de treinta, y los menores eran casi chicos, eran pocos. ¡Y ellos empezaron a estudiar! Sus dedos apeonados acostumbrados a los picos ahora sujetaban torpemente y temerosamente el fino lápiz, lo movían con dificultad sobre el papel. Trazando la curva de una letra lo hacían con tan esfuerzo como si doblaban hierro.
A la pizarra estaba Ardak. Ella escribía con la tiza las letras, demostrando su grafía. Las preguntas que la hacían los ancianos que con tanta dificultad concebían la ciencia la provocaban sonrisa en los labios.
– Dime, guapa, ¿Qué es eso que sale como el rabo de la cabra?
– Otra vez me olvidé esa, la de cabezal de martillo.
– ¿Cómo se llama la que se parece al pico?
Esas eran las preguntas sobre las letras. Las comparaban con los objetos conocidos a ellos. El aprendizaje hacía sudar, pero los alumnos y la maestra lo superaban divertidamente.
Ardak estaba contenta que no hizo caso a su padre, no se puso a trabajar como dependiente y se fue de maestra a la escuela. Gracias a eso estaba entre los trabajadores. Enseñando a ellos también aprendía. Su grupo avanzaba mejor que los otros.
Y sólo Baiten estudiaba con pies en plomo, aunque visitaba todas las clases. En diez tardes no aprendió ni una sola letra. Los alumnos asediaban a preguntas a su maestra y Baiten con aire de sabelotodo estaba sentado altivo detrás de todos callado y cabeceaba.
Hoy era igual. Revisando los cuadernos de sus alumnos Ardak se acercó a Baiten y perpleja se paró a su lado: estaba durmiendo, el cuaderno y el lápiz estaban tirados en el suelo. ¿Qué hacer?... Le tocó del hombro.
– ¡Baiteke! ¡Baiteke!
– ¿Eh? – Baiten se despertó y abriendo ampliamente los ojos levanto su cara con bigote erizado.
– No puede estudiar así. Si tiene sueño, váyase a casa.
– La escuela fue construida no por los señoritos como tú, sino por nosotros, los obreros. No tienes derecho a eliminarme, camarada. ¡Si te caigo mal, vete tú!
Estas palabras dejaron perpleja a Ardak como si había recibido un golpe en la cara. Sin pronunciar ni una palabra salió corriendo de la escuela. En la calle no pudo contenerse y las lágrimas salieron de sus ojos. El corazón la dolía.
“¡Señorita!... No, ¡mejor ir al más negro trabajo en vez de escuchar ese tipo de reproches!” Cuando el corazón se hace un grumo, todo el amplio mundo también se reduce y parece tan pequeño que se puede colocar en la palma de la mano… ¿A dónde ir? Ardak se sentía de non en el mundo, la más desgraciada de la gente.
Y en la clase se desarrollaba una escena agitada. Los obreros rodearon a Baiten.
El viejo herrero Koktainsha gritaba:
– ¡Fuera tú, maldito! ¿Por qué ofendiste a la joven? ¡Me abrió los ojos a estas alturas!
– ¡Y me voy! – se levantó Baiten. – Hay bastantes escuelas ahora. No será esta, entraré en otra.
– Te expulsamos de la otra también. ¡Ve y pide perdón a nuestra maestra!
– ¿Pedir perdón? ¿A una chica? – Baiten se volvió y con aire de ofendido se dirigió a la puerta.
Reprimida y abatida Ardak con los pies pesados entró en el patio del taller mecánico. Esperaba encontrar a Zhanabyl.
El muchacho estaba ocupado. Cuando su equipo al finalizar el trabajo se fue, él se quedó en el patio. Hizo dos hoyos hasta la cintura y puso dos postes. Luego colocó sobre ellos un transversal y echó una cuerda gorda. En su fin ató un lingote de dos pudes . Después trajo a esta estructura una cinta metálica de un dedo de grosor.
Zhanabyl sudaba pero no estaba cansado. Se dio cuenta de Ardak sólo cuando ella estaba delante de él.
– ¡Éxito en la labor! – dijo Ardyk. La voz suya era débil y la cara parecía muy enfermiza.
Pero Zhanabyl no se dio cuenta de eso.
– ¡Que así sea! – contestó. – Mira que he inventado. Quiero hacer más fácil el trabajo de los martilladores.
Los últimos días la tarea de los martilladores era muy difícil, estaban haciendo de las gruesas láminas metálicas partes para los locomóviles que estaban reparando. Desde la mañana hasta la tarde ellos manejaban los muy pesados martillos llenando el taller con un ruido inacabable. Y Zhanabyl decidió hacer una bancada para ellos. El mecánico Kozlov y el cerrajero Lapshin eran muy ingenisos. Y Zhanabyl seguía sus pasos.
Colocando por debajo del transversal una lámina quiso probar su invento. Ardak enseguida se dio cuenta de que esa herramienta era una idea inútil.
– No te saldrá nada, – dijo. – ¿Quieres dar golpes con ayuda de un brazo? Pero a pesar de que tu lingote es más pesado que el martillo, el golpe será más débil.
– ¿De qué lo sabes?
– Así son las leyes físicas. El golpe será a una distancia corta, sin amplitud. Y no se consegirá un golpe fuerte.
Zhanabyl no hizo caso. Subió con la cuerda el lingote y la soltó. La lámina de hierro no sólo no se dobló, sino no se quedó ni rastro del golpe en ella.
Zhanabyl abatido se sentó en la tierra.
– La vez pasada Lapshin hablaba de la mecánica. Ahora vienes tú con Física. Enséñame esa física. Veo que eres una buena maestra. Ahora después del trabajo asistiré a tus clases.
– No volveré a dar clases. Quiero entrar en el taller de peón, – dijo tristemente Ardak.
Zhanabyl miró sorprendido a la muchacha. Sólo ahora se dio cuenta de que estaba triste y desolada.
– ¿Qué te pasa, por qué estás tan desconsolada? ¿Te has puesto enferma o te ofendió alguien?
– Estoy sana.
– ¡Oye! Es una costumbre mala no soltar todo de una vez. ¿Por qué no explicas claramente?
– Baiten dijo que me vaya de la escuela. Y eso hice.
– ¡Te fuiste porque lo dijo Baiten? – exclamo indignado Zhanabyl. – ¿Cómo puedes hacer caso de ese pájaro de pantano? ¿Y los otros obreros cómo te tratan?
– Me tratan bien. Pero Baiten me dijo delante de todos: “¡Señorita, fuera!”. No podía quedarme. Mejor haré el trabajo no especializado. Si te ensucias la cara, puedes lavártela con el agua, pero si te manchan el honor, ¿hay remedio para limpiarlo?
– ¡Vamos! – decididamente dijo Zhanabyl. – Algún día a ese célebre Baiten le quemarán su lengua suelta con hierro caliente y se va a callar de una vez. ¡Vamos! Se va a sentir como si volvió a nacer a este mundo.
– ¿A dónde vamos?
– Al comité de Partido, al comité de la mina y a tus alumnos.
– No. ¡No me llames, yo no me muevo! – se negó rotundamente Ardak. – No quiero hablar más con Baiten. Mejor búscame un trabajo correspondiente en el taller. Vamos a trabajar juntos, aprenderemos el lenguaje de las máquinas. Vamos a estudiar juntos. Quien sabe, podemos llegar a ser inventores, diseñadores…
A Zhanabyl le gustaba que la chica quisiera trabajar en el taller. Pero la reprochó:
– En balde te pierdes los nervios. Como maestra vales más… Mejor sería si entraras en komsomol, entonces se te abrirán todas las puertas.
– Para entrar en komsomol tengo que demostrar lo que valgo en el trabajo.
– Pues eso, ¡enseña a la gente!
Salieron fuera. Se oyó un ruido tremendo. Miraron al cielo con preocupación. Pero el cielo estaba desnublado. A lo lejos apareció una muchedumbre. El ruido se acercaba y acrecentaba. Zhanabyl y Ardyk se lanzaron a la gente.
Alarmando a la población de Karagandá avanzaban lentamente cinco tractores. Subían al monte en dirección del taller mecánico. Los tractores iban en fila uno detrás de otro. Cada tractor llevaba un remolque. Algunos remolques eran tan grandes que dejaban huella de la rueda de medio metro de anchura y la distancia entre ellos era tan grande que podía pasar entre las ruedas una caravana. En uno de los remolques descansaba una pesada caldera roja, era tan grande que parecía una colina. La gente exclamaba emocionada:
– ¡Pá-pá! ¡Suena como un trueno!
– ¡Qué grande!
– ¡No me digas! Parece todo un gigante. Y uno remolca todo una montaña.
– ¡No es un tractor! ¡Es un portamontañas!
Era la primera vez que Karagandá escuchaba el ruido de los motores de tractores. Las máquinas nunca vistas, la grandísima caldera, remolques largos, todo eso causó gran impresión a la gente. Remolinando y atropellándose ellos querían acercarse a los tractores, verlos de cerca, tocarlos con sus propias manos.
Zhanabyl llegó tarde pero enérgicamente se abrió el camino y salió adelante. Las alas de su corta nariz se abrían, los ojos ardían con excitación. Aleando con los brazos no dejaba que la gente se acerque a los remolques.
– ¡Fuera! ¡No cierren el camino! ¿A dónde vas?
– ¿Quién es ese chato?
– ¿Es que piensa que nos vamos a comer esas máquinas?
– ¡El chato sabe lo que dice! – gritaba Zhanabyl. – ¡Apartaos! ¿O es que quieren morir debajo de las ruedas? ¡Tira, tira, camarada carruajero!
Junto con los demás iban Meyram, Zhumaniyaz y Scherbakov observando con atención el comportamiento de la gente. La mirada de Meyram se paró en Ardak. La muchacha estaba aparte con la carpeta debajo del sobaco. Su mirada era lastimosa. No sonreía, los ojos estaban tristes. Al ver a Meyram y Scherbakov se dirigió a ellos.
– ¿Qué tal, hija, te gusta nuestro utillaje nuevo? – preguntó Scherbakov.
– Me gusta, Sergio Petrovich. Jamás habíamos imaginado una fuerza tan maravillosa.
– La maravilla está por delante. Y esto es su comienzo, – dijo Scherbakov. – La labor se desarrollará como se debe, cuando se extenderá hasta aquí el ferrocarril. Cada cuarenta minutos llegarán y partirán trenes. Ya con eso se puede imaginar la futura Karagandá.
– ¿Y cuándo llegará el primer tren?
– La vía ya llegó hasta Shokai. Pienso antes de que caiga la primera nieve llegará a nosotros. El gobierno tiene priorizado el proceso de extensión del ferrocarril.
– ¿Y de dónde vienen estas máquinas?
– Es el regalo del camarada Ordzonikidze. Nos son de gran ayuda estas máquinas. ¿Ves esa caldera a vapor? Después de la electricidad el vapor es la fuerza más potente.
– Vapor, electricidad, motor – todas estas cosas exigen conocimiento, Sergio Petrovich, – dijo Ardak. – ¿Cómo podrá manejarlos un obrero? Si no tiene ni idea ni de física ni de matemáticas. Estaba aquí pensando en eso.
– ¡Muy bien piensas, hija, muy bien! – se puso contento Sergio Petrovich. – Para dotar a la gente de conocimientos estamos enseñando no sólo a los niños, también a los adultos. Y tú nos tienes que ayudar en eso. ¡Necesitamos acabar con el analfabetismo!
– ¿No les contó nada? Baiten la echó de la escuela, – se oyó la voz de Zhanabyl.
El joven se bañaba en sudor y estaba sofocado. Avanzando junto con los trabajadores observaba atentamente las máquinas. Un solo ardor le llevaba: quería ver todo, saber todo, participar en todo. No pudo contenerse e intervino en la conversación de Sergio Petrovich y Ardak.
Meyram al oír las palabras de Zhanabyl frunció el ceño:
– ¿Qué dices?
– ¿Es que no les contó nada ella misma? Baiten la echó y la dijo que es una “señorita”. Ardak quiere entrar en nuestro taller mecánico de peón.
– ¿Es verdad? – preguntó Meyram a la muchacha.
– Sí, es verdad, – dijo Ardak bajando la mirada al suelo.
Meyram no podía quitar la mirada de la triste muchacha. Tenía ganas de cogerla de la barbilla con cariño, mirarla en los ojos y decirla: “No te pongas triste, no te rindas”. Pero se abstuvo. Las tradiciones kazajas dictaban ocultar sus sentimientos en público. Y además no se podía olvidar como Ardak apoyada a la carreta estaba muy cerca de Makhmet y hablaba con él. “¿Para qué sale con ese frívolo? ¿Por qué le consiente en su casa?” Pero el celo se fue tan rápido como apareció. Le daba lástima de Ardak. E incluso si ella tiene culpa de algo, Meyram estaba dispuesto a olvidar todo y perdonarla.
Y dijo con enojo, enfadado con Baiten:
– ¡El enemigo daña a escondites y el amigo torpe al descubierto! Tiene que tomar medidas severas, camarada Zhumaniyaz. ¡Ese Baiten es miembro de los sindicatos!
– El diablo es de los viejos obreros, – farfulló Zhumaniyaz.
Meyram empezó a perder los nervios:
– Nosotros nos apoyamos no en todos los obreros viejos, sino sólo en los avanzados, en los que son capaces de conducir a los miles de nuevos. ¿Acaso todo lo negro es carbón? Tenemos que saber distinguir la roca del carbón. Y a Usted, Ardak, le rogamos: vuelva a la escuela. Abrir los ojos a miles es más importante que hacer el trabajo de una persona en el taller. Yo le entiendo. Baiten le ofendió y es una ofensa muy grave. Pero los verdaderos obreros tienen otras palabras para sus maestros.
– Y yo digo lo mismo, hija, – añadió Scherbakov. – Cada vez tenemos más trabajadores, y tenemos gran necesidad en los maestros.
El rostro de Ardak se despejaba. Querían decir que la gente necesita su labor. Recobrando la respiración, tan fuerte que le latía el corazón, dijo en voz baja:
– Bien. Gracias a Ustedes. Ahora yo también lo entiendo que me puse excitada. Zhanabyl me decía lo mismo.
Junto con estos hombres que ya eran próximos a ella, queridos, Ardak volvía al pueblo. El sol ya se ponía y en el horizonte el crepúsculo vespertino arrebolaba las nubes. En la luz de la tarde la columna de los tractores se acercaba al taller mecánico.

Capítulo diecinueve

Para el otoño cambiaron no solo los alrededores de Karagandá poblados por los aúles. También cambiaba paso a paso el centro de la producción. Se trazaban zanjas de cimentación para los edificios públicos, traían y apilaban los materiales de construcción. Sin esperar a que hasta Karagandá llegara la vía férrea, los constructores traían la maquinaria y ladrillo desde la estación Shokai. Lo traían en los carros los obreros temporales, lo traían con tractores. Todo esto costaba una pasta, pero los días buenos que quedaban hasta el invierno valían más.
Sobre todo Scherbakov apresuraba la construcción de la sala de calderas. La caldera de vapor tenía que dar nueva vida a la producción. Con la ayuda de vapor darían más rendimiento los numerosos kamerones. Y lo principal era que con el vapor se podría subir el carbón no en las cubetas colgadas del tambor de caballo, sino con vagonetas. Los potentes mecanismos harán que las vagonetas corran de ida y vuelta por los raíles colocados en la pendiente de la entrada en la mina.
El espacioso edificio de ladrillo de la sala de calderas se construía junto con la pequeña estructura sobre la mina “Gerbert”. Ya se había preparado el cimiento para ello, pero las paredes todavía no se levantaron, faltaba material de construcción que tardaban en llegar.
Los cerrajeros del taller mecánico sin esperar a que finalice la construcción ya metieron dentro de la sala la enorme caldera roja traída por los tractores. La caldera la instalaron sobre una resistente base de piedra.
Encabezado por Constantino Lapshin el equipo trabajaba unánime, bien organizado.
Aquí también se revolvía Bokay que no dejaba en paz a nadie haciendo numerosas preguntas. Se acercó corriendo a Lapshin que estaba apoyado en la caldera y estudiaba atentamente el plano.
– ¿Y aquí que es? – escrutaba Bokay y metió la cabeza en el quemador de la caldera.
– Aquí habrá fuego. ¿Ves esos tubos largos? Por ellos pasará el fuego. Los tubos pasarán por el agua. El agua se calentará y va a hervir…
– Así pues, ¿cómo en un samovar?
– Sí, más o menos así.
– ¿Y para qué hay que hervir el agua? ¿Es que los obreros van a beber tanto té?
La pregunta hizo reír a Lapshin. La sonrisa reveló la recta hilera de sus dientes blancos.
– No necesitamos el agua hervida, necesitamos el vapor. El vapor provocará el movimiento de las máquinas.
– ¿Cómo que provocará el movimiento? ¿Dónde se moverán?
– Eh, amigo, a ti hace falta explicar todo. ¿Quieres te formaré de fogonero? Entonces entenderás todo y las máquinas van a obedecer.
Bokay contento empezó a revolverse aún más.
– ¡Claro que quiero! Te agradezco de todo mi corazón… Ven a mi casa hoy. Serás el más esperado invitado y el más querido amigo, – emocionado Bokay se olvidó que su chabola todavía no estaba terminada y no tenía donde recibir a su invitado.
– No, – contestó Lapshin, – hoy no vengo. Vendré cuando haré un buen fogonero de ti. Y entonces me agradecerás.
– Eh, eso está lejos todavía…
– No tan lejos como piensas… Tienes muchas ganas, como veo. Aprenderás en dos, tres meses.
En la sala entraron Kozlov y Scherbakov. El director iba sin prisa con las manos detrás de la espalda y observaba atentamente el edificio. Dio con los dedos en la pared de la caldera.
– Ahora el éxito de nuestra labor depende de este samovar. ¿Cuándo tiene previsto terminar con la instalación?
– A ver, Kostia, cuéntenos cómo va la cosa, – pidió Kozlov.
Lapshin se quejó.
– Es un plazo demasiado corto. Y gente, Boris Mikhailovich, me asignaste poca. La mayoría no tiene ni idea de la producción…
– Hace falta instruirlos mejor… – frunció el ceño Scherbakov.
– Los instruimos, pero avanzamos lentos. No sabemos el kazajo.
– Ya tenían que haber empezado a aprenderlo. Yo, por ejemplo, ya conozco unas cien palabras en kazajo. Puedo explicarme un poco. Y Usted lo tiene más fácil, cada día trabaja codo con codo con los kazajos.
– Es difícil, Sergio Petrovich, ellos mismos intentan lo máximo posible hablar ruso.
– ¿Y qué? Así más rápido aprendéis a entenderos entre vosotros.
Cerca de la caldera estaban amontonados tubos, un grifo y diferentes piezas. Bokay las miraba con curiosidad, palpando cada objeto y moviendo con asombro la cabeza. Él tomaba parte en la transportación desde la estación y ahora quería entender la destinación de cada cosa.
– Mire lo interesado que está, – dijo Sergio Petrovich, – ¡se olvidó de este mundo! Con tanta curiosidad el hombre aprende más rápido.
– Y de todas las formas, se necesitará bastante tiempo, – contestó Lapshin. – Y mientras tanto, necesita un cerrajero, siquiera uno.
Kozlov le miró asombrado.
– ¿De qué hablas, Kostia? Como si no supieras tú mismo. ¿De dónde te lo saco? Antón Levchenko se fue a por las partes del generador de vapor. En cuanto vuelva se ocupará del ensamblaje del generador. Ivan Potapov está montando los kamerones. Y si quitamos de la forja a Kokyainsha, allí el trabajo se quedará atrancado. Bondarenko está reparando las vagonetas… Toda la gente está ocupada. Y si no terminamos esas tareas antes de la puesta en marcha de la caldera, la caldera estará parada por nada.
Cada día más necesitaba Karagandá la necesidad en mano de obra calificada. Llegaban equipos mecanizados y cueste lo que cueste se necesitaban más profesionales capaces de manejar esos equipos.
En Karagandá funcionaban unas escuelas vespertinas de formación profesional, cursos acelerados. Los trabajadores, sobre todo la juventud, estudiaban con muchas ganas. Y esto ya daba su fruto: la gente que hace poco abandonó sus aúles con más habilidad manipulaban la maquinaria. Pero de todas las formas la formación de los cuadros avanzaba lentamente. Se venía encima la amenaza de inactividad de los mecanismos que llegaban constantemente. Había que aprovechar cada día.
Chupando la pipa Sergio Petrovich reflexionaba en voz alta:
– Cuando vuelva Antón le ponemos en el equipo de Lapshin. Primero ponemos en marcha la caldera y luego ya vamos a ensamblar el generador de vapor. No podemos desparramar las energías, así estancaremos toda la labor. Las máquinas las ponemos en marcha una por una.
Pasó al rincón del local donde estaba trabajando el tío Iván Potapov con sus ayudantes. Estaba torneando con una lima el tornillo sujetado en las mordazas. Y estaba tan sumergido en su trabajo que no se daba cuenta de nada. A su lado se encontraba un nuevo kamerón casi ensamblado. Aquí mismo trabajaban con las piezas de las máquinas Zhanabyl, Baiten y la ágil Baljan.
– Buenos días, tío Iván.
Potapov levantó la cabeza, miró por encima de las gafas y dijo algo ininteligible.
– ¿Qué tal? ¿Pronto estará listo el kamerón? – preguntó Scherbakov.
– Sí, ¡la demora se debe a este maldito tornillo! Y con una máquina-herramienta es un trabajo de un minuto.
– Pondremos en marcha la caldera a vapor, se pondrá en marcha y la máquina-herramienta.
– ¿Y por qué esperar a que se ponga en marcha la caldera? ¿Por qué no utilizamos el motor de aceite pesado?
– Vale, vamos a ver el motor, – dijo Sergio Petrovich.
Con el motor brujeaba Zhanabyl. Limpió con un trapo empapado de queroseno el fino tubo de cobre, lo sopló y empezó a observarla en la luz admirando su brillo.
– ¿Qué tal, joven ingeniero? – preguntó Sergio Petrovich.
– No van mal, – dijo Zhanabyl y metió el tubo en las dobladuras de su gabardina que estaba a su lada.
– ¿Para qué lo escondes?
– No es de Ustedes, es para protegerlo del polvo.
Tenía el don de la palabra igual como el de trabajo. Con cariño, como si se tratase de un potrillo, acarició con la mano el bajo y pequeño motor que brillaba con su laqueado negro. Luego, rojo del esfuerzo, levantó el cabezal de hierro fundido de la máquina.
– ¡Carajo! ¿De plomo será?
– Sí, más pesada del tío Iván, y eso que cada su palabra pesa un kilo.
– Te gusta cuidar de la máquina, – dijo Scherbakov. – ¿Y sabrás operar con ella?
– Todavía no lo sé, acabo de entender su estructura.
– ¡A ver, explícalo!
El tío Iván se puso intranquilo. Mirando fijamente a su discípulo se volvió todo oído, movía los labios como si quería soplarle.
Zhanabyl mirando al motor hablaba sin parar:
– El cabezal de hierro fundido lo fijamos aquí y por abajo lo calentamos con el hornillo. En el cabezal calentado por los tubos de cobre se lleva el petróleo. Aquí se genera el gas, el gas presiona el pistón, y el pistón se mueve…
– ¿Y el pistón tiene movimiento reverso?
– ¡Claro que sí! Está unido con el árbol acodado. En el tope del árbol se pone esa rueda grande. La rueda moverá el pistón en reverso. ¿Entiende? El pistón se mueve de ida y vuelta. Así funciona la máquina.
– ¡Bravo! ¡Eres un obrero de choque de verdad! – exclamó el tío Iván. Hizo un porro de tabaco casero y ofreció la petaca a Zhanabyl: – ¡Toma, fúmate uno!
Kozlov dijo en broma:
– Habrán hecho amistades, y por eso les va todo tan rápido.
– Vamos a ver a los demás, – dijo Sergio Petrovich.
Zhanabyl comentaba:
– Son Baiten y Baljan. Están limpiando las partes de la máquina de vapor. Tres obreros de nuestro equipo trabajan en el taller mecánico, preparan el lugar para este motor. Somos seis kazajos en el equipo del tío Iván.
– Aquí seis, con Lapshin trabajan otros siete, con Levchenko – cinco. ¡Mira cuantos sois! – con alegría contaba Scherbakov. – Si los dieciocho se familiaricen con los mecanismos tan rápido como tú, formaríamos los cuadros rápido.
– Y más rápido sería, pero Boris Mikhailovich en cuanto finalizamos la tarea nos dice que nos vayamos a descansar.
– ¿Y qué puedo hacer con Zhumaniyaz? – explicaba Kozlov. – Este me dice lo contrario: ¡no se puede abusar de trabajos extraordinarios! ¿A quién le hago caso?
– Los sindicatos también considera que hace falta tener prisa con la formación de los obreros. ¿Para qué nos paran?
Sergio Petrovich les concilió:
– Al bridón también hay que pararlo, sino se cansará en la mitad del camino. Zhumaniyaz tiene razón: los trabajos extraordinarios son sólo para los casos urgentes.
Acampañados de Zhanabyl se acercaron a Baiten y Baljan. Fiel a sí mismo Baiten no se calentaba: con el shapan en los hombros sentado con los pies encogidos él bosteceando de vez en cuando distraídamente pasaba el trapo por un cojinete. Baljan trabajaba con agilidad. El vestido tenía metido en los zarangüelles, en la cabeza llevaba una toquilla. La joven chuleaba a su compañero:
– Está muy abrigado hoy, tiene dificultad para moverse y por eso le entran ganas de dormir.
– ¡Vaya! ¿Es que no sabes que a través de la ropa gorda pasa menos calor?
– ¡Eh, es que no tendrá a quien le eche la mano! Su esposa debe de ser mansa.
– Como si una rebelde puede hacer algo.
– ¡Le habría puesto en orden a un marido tan holgazán!
– ¡Eh, kelinshek ! ¿A quién le llamas marido holgazán?
– ¡Anda, muévese! Ve, ellos van en nuestra dirección…
Baiten sacó un frasco con nasway, lo sacudió dando un golpe con la palma y metió una pizca en la boca. Luego limpió aplicadamente el cojinete y tomó una postura altiva. Pero los visitantes se pararon delante de Baljan.
– Mire, Sergio Petrovich, – dijo Zhanabyl. – Aquí le presento a nuestra atronadora Baljan.
– ¿Y cuándo fue que yo armaba jaleo? – protestaba Baljan.
– ¡Déjalo! Yo no soy secretario del partido. Pocas cosas puedo.
– ¿Quién eres para decir así sobre mí?
– ¡Cómo si no lo sabes! El futuro primer maquinista en Karagandá, Zhanabyl.
– ¡Mírale que lejos va! Anda, acércate, – dijo Baljan e indicó a una pieza de la máquina. – Le pregunto a Baiten: “¿Cómo se llama esta pieza?” Y me contesta: “Es una pieza muy importante”. – “¿Y esa?” Y me contesta: “Esta también es muy importante”. Y más no puede decir nada. A ver, cuéntame, ya que eres maquinista.
Zhanabyl había aprendido el motor de aceite pesado y todavía no sabía las partes de la máquina de vapor. Pero el amor propio no le dejó declararlo. En vez de eso contestó:
– Baiteke tiene razón: todas las piezas son necesarias.
Baljan en broma le dio una suave bofetada.
– ¡Y encima dice que es maquinista! Está claro que cada pieza es importante. Tú explícame, ¿para qué?
Zhanabyl le dio la otra mejilla:
– ¡Anda, pégame otra vez! Esta por Baiteke.
– ¡Vale, tienes bastante!
A Sergio Petrovich le cayó bien esta delgada y viva mujer con los ardientes ojos oscuros con pestañas largas. Él decidió salvar a Zhanabyl:
– En ruso se llama “distribuidor”, es el corazón de la máquina de vapor.
– Anda, ¿la máquina también tiene corazón?
– Cada mecanismo tiene su propio corazón. El que aprenda las leyes que lo explican logrará ser un verdadero artífice.
Sergio Petrovich se dirigió a Kozlov:
– Si Zhanabyl será el primer maquinista entre los hombres kazajos, Baljan tiene que ser la primera entre las mujeres.
– Vamos a intentarlo, – se comprometió Boris Mikhailovich. – Entonces hacemos lo siguiente. Retrasamos un poco la instalación del generador de vapor y priorizamos la puesta en marcha de la caldera. Yo pienso, el tío Iván tiene razón. ¿Por qué no ponemos en marcha el motor mientras que la caldera no este lista?
– Es buena propuesta, – contestó Scherbakov. – El motor pondrá en marcha no sólo las máquinas herramientas, sino encenderá las lamparillas de Ilyich . Nuestra gente en general no conoce la luz eléctrica. Vamos paso por paso con esta labor. Pienso que ya llegó la hora de empezar la construcción del taller de fundición. No podemos todo el tiempo traer las piezas pequeñas desde Donbass, Leningrado y Moscú…
Se oyó el ruido del tractor y la sonora voz de Levchenko:
– ¡Gira aquí! ¡Cuidado!
– ¡Nuestro Antón ha regresado! – se animó Kozlov.
Todos corrieron al patio. Los remolques de tres tractores y varios carros estaban cargados de herramientas mecánicas, máquinas dinamoeléctricas, partes del generador de vapor. A Antón le asediaron de preguntas:
– ¿No te olvidaste del minio para empastar los manguitos?
– ¿Y la junta de amianto?
– ¡Traigo de todo! Y basta ya. ¡Toda la estación está llena de maquinaria! – decía Anton cerrando los ojos y cabeceando. – Es cierto, todo el país está pensando en nosotros. Los almacenes del cartel van a explotar pronto. Hay que moverse para tener tiempo a trae todo…
Sergio Petrovich observó como descargaban los mecanismos y se dirigió a la mina número uno.
En la cumbre de la colina cerca de la mina estaba parado el ingeniero Orlov. Como siempre se levantó antes de que salga el sol y desde ese tiempo no paró ni un minuto. Visitó las minas lejanas, recorrió andando toda la producción. La producción crecía cada día, estaba apasionado por ello y ya no sufría tanto su soledad.
Sergio Petrovich se sentó al lado de Orlov sobre la espesa hierba.
– Siéntese, Andrei Andreyevich, vamos a descansar un poco. – Se desabrochó el cuello de la camisa, expuso el pecho a la ligera brisa y sacó la pipa. – Tenemos muchos quehaceres… Estoy pensando ahora: hemos puesto a Osipov de director de la primera mina. Bueno, en Donbass era capataz. Pero no me acuerdo que sea buen administrador y espabilado. Muy lento, demasiado tranquilo, aunque conoce bien el asunto. ¿Será buen jefe de la mina?
– Me preocupa lo mismo, – vacilando dijo Orlov.
– Por otra parte, tenemos pocos trabajadores como Osipov. Tendremos que arriesgar. Claro, no le quitamos el ojo de encima, le ayudaremos en todo. ¿Qué piensa, ya es hora para empezar la primera excavación del socavón a la mina? Ya está finalizando el montaje de la elevadora, tenemos vagonetas y raíles… ¿No sería bien encargar a Yermek la realización de la bajada?
– Más no hay a quién… Pero Usted, Sergio Petrovich, avísele. A veces no hace caso de las órdenes del ingeniero.
– Todavía le queda en la cabeza la antigua imagen de un ingeniero. Hablaré con él.
Desde la colina echó una mirada a los alrededores, con gusto respiró el aire que perdió el calor del día.
– Hay mucho carbón aquí…
– Y de los buenos, – añadió Orlov. – Tiene poco contenido de azufre y fósforo. Y cuanto menos hay en el carbón estas impurezas mejor se funde el hierro, más barato cuesta la fundición.
– Pero algunas capas de carbón aquí tienen bastante ceniza.
– Eso sí, hay ceniza. Pero esto se evita fácil. El carbón de Karagandá es fácil en someterle a la preparación. Y tiene otra cualidad buena: aguanta el almacenamiento continuo… No puedo reñir el carbón de aquí. Y cuanto más profundas son las capas, de más calidad son. Nuestra tarea es llegar lo más próximo posible a ellas.
– Vamos a poner en eso a los mejores trabajadores, – resumió Scherbakov. – Pienso que el equipo de Yermek hay que nombrarles el equipo de choque y en su ejemplo formar a los demás.
– ¿Cómo es de choque? – Orlov no tenía ni idea de la organización del trabajo de choque.
– Escogemos a los más experimentados. Hay que reconocerlo, a veces a los piqueros los pasamos a trabajar con la pala. Y también es su culpa.
– Lo reconozcó, – asintió Orlov.
La conversación seguía. Scherbakov miró el reloj. Ya se acercaban las seis de la tarde. Se levantó.
Orlov miró a la mina y tocó el hombro de Sergio Petrovich.
– ¿Ve? ¿Qué es eso?
Junto a la mina se reunía la gente. En una campa montaban una mesa grande. Una mujer la cubrió con tela roja.
– ¿No lo sabía? – quedó sorprendido Scherbakov. – ¡Eh! Andrei Andreyevich, no está integrado en nuestra vida social. Los obreros decidieron reunirse en un míting y preparar una carta de saludo a los obreros de Donbass… ¡De mí Donbass! – dijo con fuerza. – Vamos lo vemos…
Alrededor de la mesa se reunió toda la Karagandá: vinieron los habitantes de los aúles vecinos, mineros, trabajadores del taller mecánico. Muchos de ellos pocos días atrás se quitaron la ropa que solían llevar en el aúl y se pusieron los trajes de trabajo. Había muchas mujeres en zhaulyk . La reunión numerosa la empezó Zhumaniyaz. Sonriendo con sus alegres ojos estrechos y acariciando su elegante bigote negro esperaba a que se calmara el rumor. Pero la gente no se callaba: La voz de Zhumaniyaz era débil, y cuando pidió silencio pocos le habían oído. Entonces dio dos palmadas contra la mesa.
– ¡Atención, camaradas! Empezamos nuestro mitin... Antes de seleccionar el presidio quería decirles una cosa. Al comienzo éramos pocos aquí, y habíamos emprendido una labor muy grande, una labor a nivel estatal: empezamos a construir la tercera carbonera de la Unión Soviética. No pudiéramos con la carga si no contáramos con la ayuda fraternal del gran pueblo ruso y sobre todo de la gente de Donbass. Y en adelante no podemos nada sin esta ayuda. Y por eso nuestros viejos mineros, a los camaradas Yermek Barantayev e Isjak Kemelov se les ocurrió escribir la carta al proletariado de Donbass. En esta carta agradecemos el apoyo y pedimos ayuda en futuro…
Cuando se formó el presidio Zhumaniyaz dio la palabra a Iskak. El viejo minero se acercó a la mesa. Se levantó en las puntas y estiró el cuello buscando a alguien entre la gente.
– ¿Dónde está la maestra? ¿Dónde está Ardak? –preguntaba preocupado.
Ardak respondió y el minero la invitó a salir a la mesa.
– Ponte aquí a mi lado… Bueno, camaradas. Hemos pensado con Yermek lo que queremos decir a los mineros de Donbass y pedimos a la maestra que apunte estas palabras. No estoy acostumbrado a hablar mucho. Lee, querida, lo que nos ha salido. Que lo escuche la gente.
Ardak emocionada empezó a leer:
– “Al proletariado de nuestro hermano mayor Donbass. ¡Queridos amigos, amigos! Gracias a la atención del Partido Comunista y el gobierno soviético el pueblo kazajo hace poco iba vagando por la estepa se hizo sedentario. Comenzó a crear la industria, a formar los cuadros nacionales de obreros profesionales. Pero todavía nos falta la experiencia. Necesitamos su ayuda. Gracias a Ustedes por todo lo que hace para nosotros y pedimos que nos sigan ayudando en adelante. Les invitamos a sus profesionales, mineros avanzados venir a nuestra tierra, compartir la experiencia de Donbass, enseñarnos a dominar la nueva maquinaria”.
En cuanto Ardak terminó de leer de todas las partes se oyeron voces:
– ¡Hay que concretar: necesitamos sobre todo a los piqueros, ingenieros, técnicos!
– ¿Y acaso no necesitamos a los maquinistas, montadores, torneadores?
– Dicen que en el Donbass hay una máquina que pica el carbón. ¿No pueden enviarnos una máquina igual y enseñarnos a trabajar con ella?
– ¡Y que nos envíen otra caldera grande! – gritó Bokay desde el gallinero.
Isjak repetía:
– Apunta, maestra, apunta.
El lápiz de Ardak volaba en el papel.
Abriendo la plaza a la mesa se acercó Akym y pidió:
– Ardak-jan, escriba, por favor, que me envíen la máquina que sabe picar el carbón. Yo la montaré como un caballo. Estoy harto ya de manejar el pico.
Si Ardak tomara nota de todos los deseos y pedidos saldría una carta infinita. Meyram se levantó de su asiento y propuso:
– ¡Camaradas, no se puede tomar nota de todo! No hay papel para eso. Tenemos que centrarnos en lo principal. Y ampliar la carta lo delegamos al presidio.
– ¡Bien dicho! – apoyó Isjak. – Así terminamos pronto. De mi parte quiero proponer: que el presidio lo amplie después y nosotros ahora vamos a firmar la carta.
La gente se acercó a la mesa.
¡Había que ver qué clase de firmas aparecía! Unos hacía poco aprendieron a escribir y todavía no podían tener bien la pluma en la mano. Aplicadamente trazaban sus garrapatas, se miraban uno a otro y se sonreían avergonzados. Se acercó Zhumabai subiéndose de costumbre el pantalón de piel de oveja. Le seguía el jefe de brigada, el hércules Khutjan. Firmando Khutjan manchó la hoja con polvo de carbón.
– ¡Uy! – se asustó Ardak. – Tendremos que escribir todo de nuevo.
– ¡No lo toques! ¡Déjalo así! – dijo Isjak. – Los mineros no tienen miedo a la carbonilla.

Capítulo veinte

Toda la noche caía nieve espesa. Por la mañana las grises nubes se dispersaron, el cielo se abrió y salió el pálido sol invernal. ¡Cuánto ha cambiado todo! Ya no había aúles alrededor. La gente se trasladó a vivir en las chabolas. Canales excavados, lomos sobre las chabolas, todo estaba cubierto con el blanco manto de nieve. Los rayos del sol jugueteaban en los granos de agua helada. Y sólo el humo que salía de las chimeneas y se disipaba lentamente en el aire calmoso evidenciaba que aquí vivía alguien.
Empezaba un día más. Se oyó el fino chiflato del pequeño locomóvil señalando que se terminó el turno. Aparecían grupos de trabajadores: unos volvían de las minas y otros se dirigían hacia allá. Arbakeshi llevaban agua a las barracas, los dueños llevaban el ganado a los bebederos. Cada minuto había más movimiento en los pueblos.
Lejos en el horizonte en la zona del antiguo pueblo Kompaneiski avanzaba lentamente una línea oscura, era el primer tren tan esperado en Karagandá. Fumaradas de humo emitidas por la locomotora ocultaban los vagones. Junto con el primer convoy se esperaba que llegara también de ayuda a Karagandá un nuevo grupo de trabajadores de Donbass.
De las chabolas salía gente. Los hombres y mujeres se reunían formando largas columnas sobre las cuales ondeaban las banderas rojas. Estas columnas se dirigían al centro del pueblo.
Mientras tanto Meyram y Zhanabyl estaban en la casa de Yermek tomando el té mañanero. El viejo minero sacó su cuaderno escolar y lo demostraba a Meyram. Zhanabyl a ejemplo de él sacó de la caña de la bota el suyo.
– Espera, no te metas, – dijo Yermek.
– ¿Por qué no me mete? Quiere galopar a solas y ganarse el premio, – contestó Zhanabyl
Los dos estaban estudiando el ruso. Sabían mal la ortografía rusa pero se empeñaban en los estudios. Estaban seguros de que lo primero era aprender a leer y escribir y entonces lo demás sería más fácil.
– ¡Anda, ya sabe escribir solo! – quedó sorprendido Meyram. – Le sale bien, muy bien.
Zhanabyl fijándose en lo que estaba escrito en el cuaderno de Yermek se echó a reír.
– “El pica viene”… ¿Acaso el pico es un carro? Hay que decir “Traen los picos”.
– ¡Mírale al chulito! Claro, es vecino de la maestra, puede chulear, – le reprochaba Yermek.
– Y Usted vive en la misma casa con el maestro, – pagó con la misma moneda Zhanabyl.
– Es que Meyram no tiene tiempo para atenderme y Ardak te imparte clases individuales, seguro.
– No diría, – sonrió Meyram. – De ser así no habría escrito Zhanabyl “comer té”.
Ahora se reía Yermek. Reía a carcajadas con tanta fuerza que se le cayó la taza de la mano. No solía reír mucho, pero cuando lo hacía su risa era estrepitosa de todo el corazón.
Respirando profundo dijo:
– Niñato de ti, ¿dónde se ha visto que se coma el té?
– Cometen errores porque llevan poco tiempo aprendiendo ruso, – conciliaba a los amigos Meyram. – ¿Se dio cuenta, Yermek, de que Zhanabyl me tiene por su maestro? Bueno, estoy de acuerdo. Y si Ardak va a ayudar a Zhanabyl, estoy dispuesto a ayudarle a Usted. Y tú, Zhanabyl, traspasa mi desafío a Ardak.
– No tengo que decirla nada. Ella ya está dándome lecciones individuales. Ahora todo depende de Usted.
Zhanabyl era un frecuente visitante de esta casa. A pesar de su edad se permitía gastar bromas a Yermek, a veces le tomaba el pelo. El carácter del viejo minero era pesado pero cuando venía Zhanabyl en el rostro de Yermek aparecía una sonrisa y él mismo buscaba sus bromas. Meyram también llevaba conversaciones con ellos. Y otra cosa les unía. Zhanabyl sin darse cuenta contribuyó en el acercamiento de Meyram con Ardak. Entre ellos todavía no hubo explicaciones, se veían de vez en cuando, y Zhanabyl como si les ayudara a comunicarse a distancia. Todo lo que le comentaba Ardak al día siguiente lo contaba a Meyram.
Aniya, la esposa de Yermek, les servía el té. Hablaba libremente:
– ¡Oigan, hijos! Entre nosotros no hay ajenos y os diré sinceramente. ¿En qué pensáis? ¿Toda la vida queréis pasarla solos? A mí y mi viejo nos gustaría veros casados. Y estaríais vosotros con vuestras familias a nuestro lado como alrededor de una yurta grande. ¿Tengo razón?
No pudieron contestarla, entraron Scherbakov y Kozlov.
– Meyram Omarovicch, – dijo Scherbakov tras saludar a los dueños, – la gente está reuniéndose, vamos a recibir a los huéspedes.
– Enseguida voy.
Meyram se fue a su habitación para cambiarse. Scherbakov con interés observaba el interior de la casa. Era la primera vez que venía aquí. Pegado a la pared estaba un baúl desgastado de color negro, sobre él se encontraban dos cojines. En el sitial había una koshma de dibujos también usada. En el centro de la habitación se hallaba una mesa bajita. Y era todo. La habitación delantera estaba dividida por un tabique de madera. Una parte servía de cocina, en la otra vivía Meyram. Sergio Petrovich buscó con los ojos algún taburete. No había. No sabía sentar en el suelo a lo kazajo. A decir verdad, no se imaginaba que el más conocido en Karagandá viejo minero y el secretario del Partido vivían en tales condiciones.
– ¿Cómo se puede? – dijo a Yermek. – ¿Por qué no nos dice nada? Tenemos pocas cosas en el depósito, pero siempre se puede encontrar alguna solución.
– Jamás lo hice, – dijo Yermek y empezó a vestirse.
Zhanabyl no pudo contenerse:
– Como Meyram no se decide abrirse a la muchacha querida, tanto Yermek siempre espera lo que le diga la esposa. Esta gente piensa que todo se resolverá por si mismo.
Los cinco salieron a la calle. Las columnas con banderas se reunieron cerca de la oficina del cartel. La gente runruneaba y se agitaba. Entre los obreros había carcamales y viejas con bastones, venían niños pegados a las faldas de sus madres. Todos repetían las mismas palabras:
– Vía férrea, tren…
Había aquí mucha gente que jamás había visto la ciudad e incluso jamás había abandonado su aúl. Ellos habían crecido y vivían en la vasta estepa lejos de los caminos trillados de la vida y sabían sobre “ot arbe”  a oídas. Y ahora tenían la posibilidad de verlo con sus propios ojos. Estas pocas horas de espera que les quedaban les parecían más largas que los años transcurridos.
– ¿Está cerca?
– Está llegando.
– ¿Por qué se retrasa? – sonaban las preguntas.
Por fin las columnas se pusieron en marcha.
Del tren les separaban unos cuatro-cinco kilómetros. El tren iba lento, muy lento. Las desordenadas columnas atarantadas empezaron a andar. Parecía que la esponjosa nieve que cubría la vasta estepa hervía. Los más ágiles chiquillos ya se acercaban al tren. Los ferrocarrileros ya podían distinguir la abigarrada muchedumbre que bajaba a la desbandada la colina.
Los constructores de las vías empezaron a meter prisa unos a otros:
– ¡Ahí vienen! ¡Espabila!
El largo tren tiraban dos locomotoras. En las delanteras plataformas abiertas se encontraban las turbinas con dimensiones de un shanrak , gruesos árboles cigüeñales y tubos capaces de encajar a una persona.
Los constructores del ferrocarril tenían prisa. Unos traían y colocaban en la vía las traviesas. Otros traían raíles. Cuatro muchachos fuertes en pares fijaban los raíles hincando los grapones en las traviesas. Y detrás de ellos lentamente reptaba el pesado tren.
Gritando proclamaciones y deseos de éxito se acercaron los primeros grupos de los obreros de Karagandá. Enseguida se lanzaron a ayudar a los ferrocarrileros. El trabajo se animó. Con más velocidad se colocaban los raíles en las traviesas, aceleraba su paso el tren.
Detrás de todos llegaron los viejos con las viejas y niños. La gente se agolpaba junto al terraplén. En el aire se expandían voces emocionadas.
– ¡Pah-pah! ¡Este gigante es más que el tractor!
– ¡Menuda voz! Es capaz de dejar sordo a cualquiera.
– ¿Y el vapor? Parece una borrasca.
– Flamea como un aidakhar .
En él puede trasladarse toda la tribu.
Entre estas emocionadas y sorprendidas personas andaba el piquero de Karagandá Span. Agitando las manos recordaba el reciente pasado de Karagandá:
– En aquella época los ingleses construyeron el ferrocarril entre la fábrica de fundición de cobre de Spassk y Karagandá. Era una distancia de tan sólo cuarenta kilómetros y tardaron en construirla tres años. Los raíles eran finos como una subida y el ancho del carril no más de la lengua. Una vez llevaba yo desde el aúl Papana el heno. Veo desde Spassk viene el tren. El camino iba subiendo. La locomotora aporreaba y gemía pero no podía superar la subida. Salió gente de los vagones, empezó a empujar los vagones, echar arena en los raíles… Apenas lo sacaron…
 Ahora del antiguo ferrocarril de vía estrecha entre la fábrica de Spassk y Karagandá quedaban solo restos del terraplén. Los jóvenes no se acordaban de esa vía y los que la vieron quedaron sorprendidos por las gigantescas dimensiones del tren nuevo.
– ¿De qué hablar? ¡Aquel tren era como un potro en comparación con este corcel morcillo!
– Aquel tren descarrilaba varias veces.
– Y los vagones eran un poco mayor de nuestras vagonetas.
Se armó un jaleo entre la gente: unos empezaban a hablar y otros intervenían. Estaba aquí Alibek también. A su lado estaba Zhumabai. Ardak y Maypa que les acompañaban hasta aquí se entremezclaron con la gente.
Alibek estaba más agrio que nunca. Las mejillas se hundieron, los pequeños ojos casi desaparecieron de la cara, la lengua se le pegó a la garganta. Parecía que las chispas de alegría y regocijo que envolvían a la gente a él le quemaban. Estaba encorvado y se miraba a los pies. Apenas podía mantener la ira que le llenaba.
El ingenuo Zhumabai no podía penetrar en los pensamientos ocultos de su compañero y seguía entusiasmado:
– ¡Dios mío, estas máquinas parecen verdaderos gigantes! Seguro que la fuerza de ellas es la de un hércules!
– Dicen, no cada gigante es fuerte, – cortado habló Alibek.
– ¿Qué dice? – se excitó Zhumabai. – ¿Acaso en este cuerpo puede haber poca fuerza? ¡No me lo creo!
Alibek no se metió en la discusión y se apartó.
El largo convoy ferroviario remolcado por dos locomotoras se paró enfrente de la tribuna.
– ¿Dónde? ¿En qué vagones vienen nuestros huéspedes? – preguntaba la gente rodeando el tren.
– ¡Aquí estarán! – gritó Yermek. – ¡Vengan acá, camaradas!
Al final del convoy estaban unos vagones de viajeros. La gente se lanzó hacia la cola del tren.
El primero apareció en la plataforma del vagón un hombre de estatura mediana de hombros y torax anchos con bigote rubio corto.
– ¡Kolia! ¡Ovchrenko! – al unísono gritaron Yermek y Seitkalí lanzándose al encuentro del huésped.
Ovcharenko con ligereza saltó del estribo del vagón. Los tres empezaron a besar uno a otro y asediar a preguntas: “¿Qué tal el viaje?” – “¿Cómo va la cosa por aquí?”
Nicolás Ovcharenko era un viejo minero de Karagandá. Cuando las minas en Karagandá se pararon se fue a Donbass y ahora regresó. Yermek le presentó a Scherbakov, Zhumaniyaz y Meyram.
– ¿Qué tal, fugitivo, no te reteniste? ¿Vuelves? – bromeaba Yermek.
– ¿Acaso se puede escapar de los viejos amigos? – respondía bromeando Ovcharenko. – Gracias que os acordáis de mí. La carta que enviasteis a Donbass provocó tanta emoción que muchos quisieron venir a Karagandá. Me iba yo sólo y vuelvo con doscientos mineros. ¡Y las máquinas! ¡Hay que ver las máquinas que os traemos! Aquí os presento a nuevos compañeros… 
Y Ovcharenko empezó a nombrar a todos recién llegados. Yasha Voronov, de Gorlovka, el integrante de komsomol, un chico delgado de ojos azules era un artífice reconocido del martillo picador. El técnico Osin de Grishino era un joven vivo de pelo blanco. El torneador Fiodor Kovaliuk de Stalino era un hombre alto un poco encorvado de tez morena. Y muchos más había nombrado Ovcharenko. Con el venía el verdadero oro de la industria: técnicos, picadores, cerrajeros, torneadores, montaderos… ¡Cuánto los necesitaba ahora Karagandá! Scherbakov les miraba y sonreía.
Ovcharenko hablaba emocionado tocándose cada minuto el bigote.
– Es uno entre todos los equipos destinados a ayudar a Karagandá. Ahora aquí vendrá gente de todas las partes del país: de Moscú, de Leningrado. Ahora abrimos los vagones y verán cuantos bienes os traemos. ¿Saben cómo nos trataban en el camino? En las estaciones, en los apartaderos los ferrocarrileros escribían con tiza en nuestros vagones: “No detener. Convoy para Karagandá”.
– ¡Gracias, amigos! ¡Ahora sí que daremos caña! – hablaba Scherbakov en voz alta dirigiéndose con los huéspedes a la tribuna.
De paso Meyram le dijo:
– Mire, toda Karagandá vino al mitin. Salga, la gente está esperando.
– No, – dijo Sergio Petrovich, – son huéspedes en su región, vienen a ayudar a sus compatriotas. Tiene que intervenir Usted.
Y cuando Zhumaniyaz empezó el mitin Meyram acompañado de Scherbakov, un representante de los huéspedes, delegados de la provincia y la república subió a la tribuna. Era la primera vez cuando Meyram intervenía delante de tan numeroso público. Primero estaba emocionado, pero recobró la voz.
– ¡Camaradas! – hablaba en voz alta. – El gran Octubre  nos trajo a estas dormidas tierras de la estepa el crepúsculo matutino, y ¡hoy sale el sol! ¿Cómo podemos llamar esta vía que se extiende a través de la estepa kazaja? Sólo hay un nombre para ello. Y es ¡camino del socialismo! El pito de la locomotora que despertó hoy los anchos espacios nos llama a ejercer el gran trabajo, a la roturación de las riquezas de Karagandá. ¡Trabajemos juntos, montemos los potentes tulpares  de la industria socialista!...
Meyram hablaba sobre la importancia del ferrocarril en la construcción de la Gran Karagandá, sobre la importancia de Karagandá para todo el Estado Soviético. Hablaba sobre la ayuda que le presta el pueblo-hermano ruso a Kazajistán.
Sergio Petrovich se acercó a Ardak y le dijo en voz baja no pudiendo ocultar su alegría:
– ¿Oyes, hija, cómo habla? ¡Es una gran persona! ¡Así enseña el estado soviético!
– Sí, habla bien, – asintió con ganas Ardak.
Quería decir más pero temiendo de revelar sus sentimientos se redujo a soltar un suspiro.
Meyram terminaba su charla:
– … Los restos de los enemigos de clase con los que todavía no hemos acabado y se esconden en los rincones, la herencia del capitalismo en nuestra conciencia, falta de cultura, desorden e indisciplina en el trabajo nos molestan avanzar. Pero estos obstáculos no son capaces estancar nuestro movimiento. Comenzó el gran avance socialista. El vencedor partido de bolcheviques está al mando de este avance. La consigna de nuestro pueblo, de nuestro partido es la alta consciencia política y trabajo de alto rendimiento. Esto es lo que nos ayudará a vencer la lucha. Quien sigue esta consigna en la vida es quien va junto con el tren del socialismo. Quien se queda a parte se opone a la labor unánime del pueblo. ¡Adelante, camaradas, a la nueva vida, a la felicidad de nuestra patria libre y floreciente!
Capítulo primero

Muchos años miraba sin vida al cielo la roja chimenea. Y ahora de ella sale el humo. En el nuevo edificio de la sala de calderas está la caldera y arde el quemador. Una bocina retumbante se divulga por la estepa llamando a los mineros al trabajo.
En Karagandá han ocurrido muchos cambios. En el centro de la producción se hallan casas nuevas. Las aguas de la fuente Mai-Kuduk y del río Nura corren por la tubería y llenan los grandes depósitos junto a la sala de calderas. Los tubos de agua con el diámetro de un barril yacen en los canales excavados en los subbotniks. La producción ya no sufre de la escasez del agua.
Cada día los trenes traen a Karagandá nuevos equipos, materiales de construcción, alimentos, obreros de diferentes partes del país.
Han cambiado también los alrededores. Pocos cerros quedan intactos. De vez en cuando el aire estremece la dinamita explotada: sube la tierra, el polvo, trozos de rocas. Los majestuosos martinetes de las minas crecen hacia arriba. En la depresión empiezan a construir el edificio de la estación eléctrica. Pronto se necesitara mucha energía. Crece la cantidad de las minas, las agrupan en empresas de extracción. Los contornos de una futura grande ciudad industrial se ven cada vez mejor.
Cambia también la gente. ¿Cuánto tiempo atrás Bokai recién llegado de un aúl con la curiosidad de una persona que pocas cosas vio en su vida observaba la caldera de vapor y preguntaba sobre su composición y destinación? Y ahora él mismo es operador de la caldera.
Está mirando con preocupación en la manecilla del manómetro. Esta manecilla indica el nivel de la ocultada en la caldera fuerza del vapor, silbante incesante, amenazante como un vendaval. Ahora la manecilla está bajando. Bokai se pone unas gafas azules, rápidamente se acerca a la caldera, abre el quemador. Sin hacer mucho caso al calor abrasante y el cantar del fuego comienza a echar dentro el carbón. El quemador se atraganta con el humo de oscuro amarillo. Bokai mete dentro de la boca el hurgador y comienza a revolver el carbón abriendo paso para el aire. Su cuerpo está cubierto por el abundante sudor, pero el fogonero no siente cansancio. Sólo cuando la manecilla comienza a subir se permite un descanso. Se sienta respirando con dificultad pero contento con si mismo.
– ¡Toma, inquieta! Saltas como la cabra en el campo veraniego.
Continuamente subiendo arriba la manecilla pasa la marca doce.
– ¡Anda! – exclamó Bokai.
Esta vez actuaba con más agilidad. Se acercó corriendo a la caldera, tiró de la palanca. La carbonera se llenó de vapor. Bokai no quitaba los ojos de la manecilla. Si bajara demasiado significaba que bajó la presión de vapor, en este caso pararían las máquinas. Si subiese demasiado, podía explotar la caldera.
– ¡Zhaibasar, oye, Zhaibasar!  – se oyó la voz de su esposa.
Junto con la mujer en la sala de calderas entró un hombre. Bokai salió de la neblina de vapor, le miró atentamente y contento corrió hacia el hombre.
– ¿No será Zhamantyk? ¿Qué tal en el aúl, todos vivos y salvos? ¿De dónde vienes?
– Directamente del aúl. Llevo tres días buscándote.
– Es difícil encontrar aquí a la persona. Somos muchos.
– ¡Bendecido sea tu puesto! Tienes un cargo muy especial. Seguro que tienes en las manos toda la producción.
– No me quejo. Es un buen puesto. En la producción se está bien. No te das cuenta como corre el tiempo. Antes ibas detrás del ganado y esperas con impaciencia la puesta del sol.
– Yo a cambio estoy abrumado, – se quejó Zhamantyk y comenzó su narración.
La cara la tenía triste, los hombros encogidos. Se veía que había sufrido bastante.
– Seis días de camino hasta Karagandá… Encontré aquí a un paisano. Y llevamos tres días en su casa. Mi camello no puede entrar en el patio, la puerta es demasiado estrecha. Y así está bajo el cielo en la nieve fría. Menos mal que los niños y la esposa viven en la chabola. Sin cartilla no nos dan pan. El bolsillo está vacío. No me aceptan al trabajo. Por eso vengo a verte.
– ¿Y qué trabajo quieres?
– Siquiera de fogonero.
– ¡Ay, es verdad! – se acordó Bokai. – Trabajaste tres años en el molino a vapor para Andreyev…
– Tres años y dos meses, – le corrigió Zhamantyk.
– ¿Y por qué no te aceptan?
– Estuve hablando con vuestro jefe de recursos humanos. Me exige presentar un comprobante que trabajé de fogonero. ¿Y de dónde lo sacó? ¿Solicitarlo al kulak Andreyev? Le expropiaron todo y le echaron. Y ahora vuestro jefe me quiere enviar a trabajar como peón. Y yo pido trabajo en el taller mecánico. No sé qué hacer. ¿Me puedes echar la mano, amigo?
Bokai estaba callado cabizbajo.
Su joven y alegre esposa no se pudo contener y empezó a hablar rápido:
– ¿Qué te pasa? No es una desgracia para que el cielo se reduzca a una palma y la tierra a un sudadero. Ve a ver a Scherbakov. Que le de trabajo. En Karagandá todo el mundo cabe.
– El absceso no se abre sin cuchillo, – le contestó Bokai, sin levantar la cabeza. – ¿Qué se puede hacer si no hay ningún comprobante?
– Si tuviera el certificado no te necesitaría para entrar a trabajar. Nuestro Zhamantyk no es un bay, ni holgazán. Nosotros lo conocemos. Sal de fiador suyo. Eres un obrero de la vanguardia, a ti te confían.
– No sé a quién ir, – vacilaba Bokai. – Scherbakov está fuera. Los demás directores están muy ocupados, no quisiera molestarles.
– ¡Qué vergüenza! ¿Te da miedo ir al comité metropolitano? ¿Qué nos dicen de día a día? Nos dicen: no se sienten molestos, venid para solucionar cualquier problema.
– Vale, voy e intentaré, – por fin asintió Bokai y levantó la cabeza.
Le era muy difícil superar la resistencia interna, violando su regla de siempre: no molestar con sus necesidades a los jefes. Y ahora pensó que era conveniente advertir:
– Resulta, Zhamantyk, que yo doy la cara por ti. Bueno, hasta ahora no había nada malo que yo conociera de ti. Pero aquí a la gente la juzgan según su trabajo. ¡No me hagas pasar vergüenza! Trabaja honradamente, sin estimar esfuerzos. Y si luego me dicen: “Tu amigo no es una persona válida”, – ¿qué hago? Me mataras sin apuñalarme. Más no te puedo decir nada.
Zhamantyk juraba y agradecía.
– Trabajaré no peor de los demás. Simplemente ayúdame. Jamás olvidaré lo que haces por mí.
Del local vecino dónde estaba el motor de óleo pesado salió Zhababyl limpiándose con cazumbre las manos manchadas en gasoil. Trabajaba de maquinista del motor. Era igual a Bokai aprendiz de Konstantin Lapshin.
– ¡Oye, Boke! – bromeaba Zhanabyl. – Mi máquina me parecía interesante mientras que la iba conociendo y ahora estoy aburrido.
Bokai movió la cabeza con desaprobación.
– No tienes razón diciéndolo. Si pones las manos a la obra, tienes que controlarlo bien. Y si andas de uno a otro no saldrá nada bueno de ti.
– ¿Y qué hay de bueno estar toda la vida con la misma máquina pequeñita?
– ¿Es que quieres trabajar con diez máquinas a la vez? No te pases, amigo. Te habían enseñado, te habían encomendado la máquina. ¿Cómo puedes dejarlo así? Eso no se hace.
– No, Boke, a paso de camello no se puede avanzar mucho. – se echó a reír Zhanabyl dejando ver sus bonitos dientes pequeños como los de corderito. – ¡No está bien eso, Boke! Mira a Baiten, trabajaba dieciocho años y no obtuvo ninguna profesión. Y yo enseñaré en un mes a Maypa, la pongo a trabajar en mi lugar y voy a aprender la tornería. ¡Es muy buen trabajo! Un torneador es capaz de anudar el hierro.
– ¿Y cuánto cobran?
– Un aprendiz no cobra mucho. Y los torneadores cobran a destajo. Si te esfuerzas, puedes cobrar no menos de un ingeniero. ¡Déjalo, como si se tratara sólo del dinero!
– Sí, verdad, – asintió Bokai. – Yo tampoco voy mucho detrás del dinero. Los alimentos y la manufactura lo recibo junto con los obreros subterráneos. Con mi sueldo puedo mantener la familia. Hay que ser comedido…
Hablando Bokai no quitaba los ojos de la manecilla.
El reloj marcó las cinco. Cortando las últimas palabras como el cuchillo corta la carne, Bokai arrancó la palanca. Empezó a zumbar la ensordecedora bocina estremeciendo la tierra por debajo de los pies. Zhamantyk se puso en cuclillas y tapó con las manos los oídos. Y la mujer a su lado se echó a reír.
Entró un joven alto. Era el compañero de turno de Bokai.
– Mitri – gritó Bokai bajando la escalera. – Toma, todo está bien.
– ¿Y la bomba?
– Trabaja como un reloj. Lapshin la ajustó con sus propias manos.
Al pasar el turno Bokai sin cambiarse la ropa se encaminó al comité metropolitano del partido. Zhamantyk fue detrás de él.
El comité metropolitano del Partido se encontraba en el piso superior del recién construido edificio de serie de dos pisos. En el piso inferior estaba la oficina del cartel. Según iba creciendo la ciudad nueva e iba aumentando la población incrementaba también el volumen de trabajo de las organizaciones públicas y del partido. En vez del anterior comité de Partido en Karagandá fue organizado el comité metropolitano. Delante del edificio de dos pisos siempre habían carros, se reunía la gente. Unos entraban dentro con aspecto inquieto y salían alegres. Otros al revés entraban con seguridad y salían abrumados. Antes solía venir aquí gente de los aúles, con gorros con orejas, shapany. Y ahora venían trabajadores en traje de trabajo y papalinas y empleados.
En la recepción del despacho del secretario del comité metropolitano había mucha gente. Las puertas del despacho estaban cerradas. De vez en cuando sonaba una campana. Una mujer alta de media edad entraba en el despacho cuando oía la campana y salía con unos papeles en las manos.
Bokai vino aquí por primera vez. Era una habitación grande donde tanta atención se prestaba al orden que se puso a reflexionar tristemente. Resultaba que Meyram era accesible para una conversación cuando estaba en la producción y aquí era imposible abordarle. “¡Torpe de mí!” – pensó Bokai.
– ¡Guapa mía! – se dirigió tímido a la mujer. – Dígale, por favor, a Meyram que vine yo, Bokai.
– Tendrá que esperar. El camarada Meyram está reunido con los secretarios de las organizaciones de base.
– ¿Y cuánto hay que esperar?
– Es difícil decirlo, – respondió la mujer y otra vez entró en el despacho.
Poco a poco la gente empezó a irse. Seguramente, también vinieron aquí sin tener cita y estaban hartos de esperar. Pero Bokai y Zhamantyk se quedaron. La puerta del despacho no estaba cerrada del todo y Bokai miró tras el resquicio. Dentro había mucha gente: todas las sillas colocadas en filas estaban ocupadas. Meyram estaba sentado a la mesa.
De pie a su lado estaba Yermek y hablaba:
– El nuevo grupo de los camaradas de Donbass nos da ejemplo en el trabajo. El minero Voronov en la mina número uno sistemáticamente cumple la norma de laboreo a ciento cincuenta – doscientos porcientos. El torneador del taller mecánico Kovaliuk, también comunista, demuestra verdadera maestría. La organización base de nuestra mina luchamos por la integración en la producción de la experiencia de los vanguardistas de Donbass. Y eso ya está dando frutos, camaradas. Mi aprendiz, el joven minero Akym decidió competir en una emulación socialista con el minero Voronov…
Bokai no quería perder ni una sola palabra. Sin darse cuenta metía la cabeza más en la puerta. Y ya todos en el despacho podían ver sus ojos ardientes y barba apuntada. Pero todos estaban ocupados y nadie miraba a la puerta. Cuando se levantó y tomó la palabra Lapshin Bokai se dio cuenta y con precaución retrocedió. Todavía tenía miedo a su maestro que le había explicado el misterio de la caldera de vapor.
– Las organizaciones de Partido, incluyendo la nuestra, del taller mecánico, – hablaba Lapshin, – consideran la formación de los nuevos obreros un asunto vital. Es una tarea de misma importancia como realizar las cotidianas tareas de producción. Ahora manejar los mecanismos saben no sólo los jóvenes obreros como Zhanabyl y Baljan que terminaron los cursos de capacitación profesional, sino adquieren nuevos conocimientos con éxito también los trabajadores entrados en edad, por ejemplo, Bokai…
En estas palabras Bokai cerró la puerta y despacio se apartó. En su rostro enrojecido brillaba una sonrisa feliz.
– ¿De qué están hablando? – preguntó Zhamantyk.
– De la producción, de los obreros… – Bokai no quería relatar lo que pudo escuchar, pero no podía mantener la alegría que se apoderó de él. – De mí están hablando… Dicen que logré ser un buen fogonero, obrero de choque. En cada reunión me mencionan. ¡Sí, así! Eso me enseñaron los obreros de Donbass…
– Oye, Bokai, pídeles que me acepten al trabajo. ¿Me aceptarán?
– ¿Y por qué no? No niegan a nadie. Así son nuestros principios. Sergio Petrovich mismo se preocupa por nosotros. Y con Kozlov y Kostia Lapshin somos buenos amigos, como parientes. Ellos luchaban contra el zar y contra Kolchak. En el diecisiete vieron a Lenin. ¡Así son ellos!
– Y la producción, ¿son ellos quien la puso en marcha?
– Claro. Primero aquí vino Scherbakov, con él otras veinte personas. Y luego empezó a llegar la gente. Hace poco de Donbass vinieron otros doscientos profesionales. Y con ellos, Kovakliuk. Trabaja en el taller mecánico. ¡Es un gran torneador! En sus manos el trabajo se hace solo. Zhanabyl se refería a él cuando decía que quiere aprender la tornería…
De repente se abrió la puerta del despacho. De allí deprisa empezó a salir la gente.
Lapshin vio a Bokai.
– ¿Qué haces aquí?
– Vine a ver a Meyram. Traigo a un compañero mío. No puede encontrar trabajo.
– Tenéis que ir a Rymbek, a los recursos humanos.
– No le aceptó Rymbek al trabajo.
– ¿Cómo puede ser eso? Hay que comentarlo a Scherbakov.
– Dicen, Scherbakov está fuera. Y Zhamantyk no puede esperar más. Así que decidimos venir aquí.
– Bien hecho, – asintió Lapshin.
Bokai dio un paso al despacho trayendo consigo a Zhamantyk. “¿Por dónde empezar?” Confuso se paró en la entrada.
Meyram les sacó del apuro:
– ¡Pasen, pasen! Siéntense.
– ¡Querido camarada Meyram! – rápido empezó Bokai. – Es mi vecino de aúl Zhamantyk. Un pobre. Hijo de un pobre. Y a su bisabuelo el célebre bay Kaltai le trajo a nuestro aúl como a un esclavo entre los bienes dotales de su esposa. Vino con Kaltabai sentado sobre el shanrak de la yurta, y la yurta estaba albardada sobre un camello…
– Se mete muy lejos, Boke, – le paró Meyram. – ¿Qué es lo que necesita su amigo?
– Vino aquí a trabajar. Quiere entrar en el taller mecánico. Y no le aceptan. Le piden presentar un comprobante de que trabajaba para el kulak Andreyev en el molino. ¿Y de dónde lo saca? Está en la miseria Zhamantyk. Tres días deambula con la esposa y sus hijos entre la buena gente. Ayúdele encontrar trabajo. Para eso venimos a verte.
Meyram miraba con atención a Zhamantyk. Le parecía una persona humilde y conciente.
– ¿Y el consejo del aúl no le podía expedir el certificado de que trabajó en el molino?
Zhamantyk desconcertado se rascó el cogote.
– A decir verdad, no lo había pensado.
Otra vez habló Bokai.
– Él conoce la máquina… Yo puedo responder por él. El bisabuelo de Zhamantyk era…
– Le creo, – le paró Meyram viendo que Bokai otra vez se metía en la historia de la familia de su vecino. – Si Usted responde por él entonces tómele bajo su observación: ayúdele si no sabrá hacer algo. Es su obligación. Usted es un obrero de choque.
– No ocultaré de Zhamantyk lo que me enseñaron a hacer aquí, – aseguró calurosamente Bokai.
– Entonces, trato hecho. Llévele a Zhamantyk mañana a ver a Kozlov. El mecánico debe admitirle al trabajo. Y mi cosa es aconsejarlo… Bueno, ¿qué tal su esposa y la niña? Tengo ganas de visitarles, pero no tengo tiempo.
– Todo bien, querido, muy bien. A Bokai como si le salieran alas. Del despacho salió sin sentir los pies en la tierra y todo el tiempo comentaba con alabanza el orden en la producción.
Y Meyram se quedó pensando en la conversación. Unos minutos después llamó por teléfono al jefe del departamento de recursos humanos del cartel Rymbek.
En el despacho entró un hombre esbelto, fuerte de estatura mediana. En sus alegres ojos negros se veía un aire de alarma. Cada vez que le veía Meyram sentía algo inconcientemente desagradable. Meyram solo no sabía explicar su aversión que sentía a ese hombre.
Antes de entrar a trabajar en el cartel Rymbek había trabajado en diferentes cargos de responsabilidad, en general, en las grandes ciudades. Pero no duraba mucho en ningún puesto. Y ahora se mudó a Karagandá. El documento que estaba en su expediente decía que era un obrero de origen y antes de la revolución trabajaba en la fábrica de fundición de cobre de Spassk.
Sosteniendo el conocido aspecto relajado Rymbel al entrar en el despacho empezó a hablar:
– Cuando me llaman los jefes del partido el corazón me late con más fuerza. Órdéne, camarada jefe, le sigo.
– Quisiera saber yo, – dijo Meyram sin mirar en la cara de Rymbek, – ¿de dónde nos salen desempleados, si en la ciudad nos faltan obreros? Ayer en la calle vi a tres, hoy vino aquí uno más. ¿Qué pasa?
– A veces la gente viene sin formalizar bien los documentos. Y no podemos admitir al trabajo sin documentos, como sabe.
– Oiga, – dijo Meyram fijando su mirada escrutadora en Rymbek. – Hoy vino a su departamento el camarada Zhamantyk, sabe manejar la máquina, tiene fiadores. Y Usted le quiere meter a trabajar como peón. ¿Cómo se puede entender eso?
– Peones también nos faltan.
– Sí, también es cierto, la gente nos falta en todos los lados. Cuanto más, tenemos que utilizar a cada persona según su profesión. A veces viene la gente aspirando a trabajar en la mina y Usted les manda a trabajar en la caballeriza. Pregunto: ¿qué es lo que ocurre?
– Así de fácil: a algunos les gusta quejarse por nada.
– Sin ofender a la gente no hay quejas.
– ¿Y qué hago? ¿Voy a admitir a todo el mundo así a montón? – preguntó Rymbek.
– No altere mis palabras, – dijo con voz dura Meyram. Bajo su mirada fija Rymbek se sentía incómodo. – Claro está que tenemos que admitir al trabajo con cuidado, pero no podemos crear aquí burocracia. Se puede encontrar insuficiencia en cualquier documento, más difícil es comprobar el documento y rectificarlo con la ayuda de los órganos de administración local. Me parece que el departamento de los recursos humanos hace un trabajo distinto.
– Si nos metemos en la comprobación de los documentos no podremos hacer nada más.
– No hay tantos con papeles incorrectos. Ahora hay más orden. Y en casos extraordinarios hay que ayudar a la gente, no se puede hacer que vagabunden sin vivienda ni trabajo. El más fiable documento es la persona en sí. Tiene que aprender a distinguir a la persona. Porque detrás de unos papeles limpios aparece mala gente…
A Rymbek empezaron a moverse rápidamente los ojos, las alas de la nariz temblaba. Intentaba a recuperarse pero temía que puede revelar su inquietud. Las palabras de Meyram entraban en él como los dardos. Rebatir el ataque y responder los reproches directamente era arriesgado, podía recibir reproches más peligrosos. Evadir el ataque le parecía mejor que una lucha abierta. Rymbek retomando su estado de ánimo empezó a expresar su ofenda:
– Bien o mal pero yo varios años de buena fe y con empeño cumplía todos los encargos del partido. No me reservaba ni esfuerzos ni mi tiempo. Claro está, no soy una persona perfecta. Y Usted ahora está buscando mis desperfectos y quiere decir que no se nada, o peor, que no se puede fiarse de mí. En tal caso, ¿Por qué me admitió en este cargo? Si me pone delante de mí el plato con la comida y está vigilando que no coma de ella, acaso ¿me atrevo a coger la cuchara?
– Lo bueno y lo malo en el pasado se mide con la regleta de hoy, – dijo Meyram frunciendo ligeramente el ceño. – Estoy hablando de cómo trabaja ahora. Si un kazajo que jamás en su vida había abandonado su aúl, hoy viniendo a la ciudad se pierde, aquí estamos nosotros para indicarle el camino. Y Usted, según me parece, les trata con sonrisa malévola o indiferente… Bueno, vamos al grano. Yo aconsejé a Zhamantyk que viene aquí a trabajar que se presente mañana en la oficina de Kozlov. Sería bien que Usted se haga cargo de que le admiten al trabajo.
Meyram hablaba severo, no quedó ni rastro de su apacibilidad habitual. Rymbek entendió que no era buena idea agravar la conversación. Sonrió sin ganas y dijo:
– Bien, lo haré. Tengo una costumbre de no estar de plantón y Usted me dio más caña.
Rymbek siempre andaba rápido, esta vez bajó corriendo la escalera y entró rápido en el despaho de Zhappar Sultanov.
Con las manos detrás de la espalda Zhappar andaba por la habitación reflexionando. Era un hombre de estatura mediana de unos cuarenta años. Tenía los pómulos salientes, los labios gordos, debajo de la nariz le salía un estrecho bigotillo negro. Era una persona con carácter reservado, sin ganas entablaba conversaciones y evitaba conversaciones sinceras. En el pasado Zhappar ocupaba un puesto importante en Alma-Atá. Fue expulsado por perversiones imperialistas durante la colectivación. Ahora Zhappar era el suplente del jefe de cartel en aprovisionamiento. Con Rymbek eran viejos amigos. Sultanov de una mirada entendió que su amigo estaba preocupado por algo y le preguntó:
– ¿Qué pasa?
– Parece que vienen tiempos aún más difíciles, – se quejaba Rymbek. – Parece que ese muchacho que se apoderó del asiento principal en el comité del Partido considera muy alto para nosotros estos humildes cargos que ocupamos ahora. Acaba de llamarme. Me regañaba. Y sólo porque un tal Zhamantyk no fue admitido al trabajo. Apenas metes la pata, este chaval no lo perdonará. ¿Cómo podemos resistir?
– Bueno, bueno, – con aire significativo pronunció Zhappar.
Entrecerrando los ojos miraba en la ventana. Pensó un poco y empezó despacio, como siempre, de lejos:
– El patrimonio de los kazajos desde antaños estaba en la tierra y en el ganado. Y ahora viene la época, cuando del ganado y de la tierra se apoderan los koljoses. ¿Qué les queda a los que antes dominaba toda la estepa? Sólo desiertos y montañas rocosas… En nuestra estepa crecen sovjoses, ciudades, fábricas.