La llamada de la vida
Lúgubres son las nubes que están trepando por encima del mar, con las greñas grises de la niebla se aprietan contra las ondas espumadas. No se ve el fin suyo, nunca se termina su movimiento lento. Mas de repente irrumpe de la tierra lejana el viento, loco y cálido. Arruga las nubes, las aparta, y entonces lanza el cielo de primavera una mirada con sus ojos azules al mar enfadoso y poco amable.
Estremece, encorva su cuerpo fuerte como un verdugo de acero el macho Seri-Yari — de las peces de la especie Azat-Maya, como una cuchilla plateada salta él encima del mar undoso de cara al sol y al azul primaveral.
En la vida cotidiana, ordinaria Seri-Yari es descolorido como las algas del mar invernal, pero ahora...
Ha llegado la hora para ir volando furiosamente. Por eso brillan los ojos y el cuerpo está todo cubierto de chispas aperladas. Como una estrella fugaz corta la negrura flagrante del cielo, así mismo está cortando ahora Seri-Yari el azul lúgubre del abismo del mar.
Hoy está nadando en un círculo ancho. Ha olvidado la cautela y la prudencia, ha olvidado para siempre los lugares habituales para los recechos y esperas. Está orgulloso, está fogoso, salta muy alto, intentando de ser visible para todos. El viento cálido de la tierra le ha comunicado un misterio grande, los ojos azules del cielo primaveral le han mirado en sus ojos.
Que todo el mundo submarino me mire — dice todo el aspecto suyo. Ya no tiene timidez ni temblor ante las fieras con sus gargantas anchas de dientes afilados.
Escapa Seri-Yari a los vastos espacios, a donde antes no iba nunca. Arroja, dirige a la orilla, revuelve, apresura a las hembras-peces de la especie Azat-Maya que viven una vida apacible debajo del hielo grueso. Como un águila que planea libremente en el cielo alto, está iniciando un vuelo grande.
Cuántas veces el mundo submarino se escapaba de él en miedo, lamentando y deplorando las víctimas. Cuántas veces él mismo se salvaba de los otros, más fuertes. En la jungla marítima no hay piedad para los débiles.
Pero hoy sus mandíbulas dentadas y encorvadas están fuertemente apretadas. Ya no hace caso de los débiles, no tiene miedo de los fuertes. Despreciándolo todo, como si esté abrazado por el fuego y perseguido por el viento, ha dejado el silencio y la oscuridad del fondo, se ha hecho a la mar. Está volando sin cansarse.
Y de repente ha notado Seri-Yari que no era el único rompiendo el abismo del mar. Todos los machos de la misma especie de Azat-Maya se agitaron, alterando y disturbando la profundidad marina. Ellos también volaban, ellos también relucían, ellos también pregonaban la canción de marcha.
Aparecen cada vez más y más relámpagos sobre el mar, más brillo y destello.
Estos relámpagos llaman, apasionan a las peces hembras, les indican el camino de la gran marcha. Llaman a un río poderoso que entra en un mar en el sur muy lejano.
Sólo los machos-cretinos perezosos indiferentes siguen tranquilos y esperan una hora para unirse de paso al gran festejo. Están pastando todavía en los bajos fondos, moviendo un poquito sus aletas, y se aprietan a los Seri-Yari grises de vejez, a los cuales no les importan ya estas marchas.
No todos están preparados todavía para la gran marcha: hay unos débiles e incapaces. A los machos-cretinos todo eso no les importa. Sólo se cuidan de sus barrigas. Ellos mismos tampoco están preparados para el viaje, son descoloridos, no han renovado sus vestidos.
Seri-Yari no los invitó a la marcha. Pasó volando sin detenerse — fuerte y orgulloso, lleno de desprecio.
Parecidas a la platuja, hociquirromas, se escondían entre las azucenas en el fondo las mielgas, esperando una caza, poniendo adelante sus punteros huesosos tóxicos. Un mil de glotones hocicorrapaces se alegran de la gran fiesta. En el garbullo ellos se dan fácilmente una panzada, cubren de grasa sus aristas.
Seri-Yari no se asustó de ellos, pasó como una bala por la banda sanguinaria. ¿Quién puede, quién se atreve a agarrar un relámpago?
Y las lampreas están preparando una trampa. Aunque se llaman peces, son finas, males y astutas como sanguijuelas. Una lamprea suele acercarse cautelosamente, pegarse a las agallas, y ya no se puede arrancarla, no se puede escapar. Y así se tiende como una tripa fina hasta las aguas dulces, hasta los desovaderos, y traga allí las huevas frescas. Pero hoy no se recela Seri-Yari de las lampreas.
En la jungla submarina espesa reinan la tranquilidad y el silencio misteriosos. Rosadas, amarillas, marrones, mueven un poquito sus palpos las estrellamares. Y entre ellas están nadando las peces-hembras Azat-Maya sonorosas, ensimismadas.
El fuego no abarcó todavía sus cuerpos. No saben todavía que les espera un viaje grande. Barrigudas, a punto de reventar de las huevas pesadas, están tranquilas e indiferentes. ¡¿No consituyen estas hembras de barrigas caídas la belleza de la marcha que viene, del alborozo violento, chispeante?! En ellas está la generación futura de Azat-Maya. Luego, al alcanzar el lugar arcano, ¿si va a lamentar alguien por una decena de los bellos Seri-Yari fallecidos por una de estas barrigudas?
Pero las peces hembras no se inflamaron todavía, todavía no empezó su canción, no empezaron las danzas. Siguen tranquilas, confían en los machos omniscientes, ubicuos...
Y Seri-Yari entendió que mucho tiempo tendría que pasar antes de que podría con su vuelo irrefrenable, con su juego y esplendor contagiar a las hembras de la hambre de la marcha.
¡Oh, esta canción fluía de lo alto! Esta canción sin palabras agitó las almas frías de las peces. Eso era un fuego que quemaba hasta en el agua, eso era un misterio, una maravilla que reanimaba hasta los muertos.
Seri-Yari corría, rompiendo el agua en trizas, tocando ligeramente las hembras con su cuerpo cubierto de perlas encarnadas. Y ellas, como si abrazadas por el fuego, se encendían en seguida en los colores del arco iris.
Comenzó a brillar, a bullir debajo del mar y encima del mar. Ninguna fuerza ya no podía parar los Azat-Maya. Todos los machos y hembras se lanzaron corriendo, volando en bancos y majales en la dirección del desovadero que era el río. Se estremeció el mar grande de la marcha grande. Cuneáronse, ardieron en los colores de sangre y fuego las medusas asustadas. Chavicha y Nerka, Kisutch y Sina – las peces parientes de Azat-Maya – se movieron a la siga.
Las mozas jovencitas con costados hundidos, sin aunque sea un solo huevecillo, también se marcharon juntos con los demás. Pero nadie les invitó ir con ellos. ¡Y ellas tantas ganas tenían de participar en la marcha grande, deleitarse en la alegría común! Ya que subirá el banco por el río, alcanzará los bajos fondos, y se pondrán las hembras a frezar las huevas rojas, y los machos las mancharán con lechecillas blancas. ¡Y cuánto alborozo tendrán en el viaje de muchos días! Los Seri-Yarí van a rodear a las hembras, brillando con sus cuchillas, protegiéndolas.
Seri-Yari sabe en qué piensan las mocitas. Las hace correr a las malezas, las aflige. No es para todos mirar el gran alborozo...
Con intenciones de rogar, de ablandar a Seri-Yari con sus encantos, dan vueltas a su alrededor las doncellas traviesas, pero asustándose de su aspecto feroz inabordable, se escapan asustadas a la espesura de las algas. Ellas no pueden violar la ley natural.
Eso lo saben perfectamente los machos puestos pardos de vejez ya. Ellos no se ponen en camino, no molestan a los demás, solamente siguen con la mirada el banco que se pone en marcha. ¡Cuántas veces en los años de su juventud ellos superaron este camino, cuántas veces encabezaron la marcha! Ahora ni saben siquiera qué pasa a su alrededor, sólo brillan de vez en cuando sus ojos, como si se refleje en ellos un lampo lejano, y en seguida se apagan bajo la capa fina vaga de la vejez, como si se sacuda en el alma de las peces una cosa olvidada. No entienden ya el mundo de esperanzas. Ya lo olvidaron todo. Por eso son tan atraídos a los espesores de las algas, a la lobreguez, a las piedras mohosas, a las cuales están pegadas las estrellamares que no saben nadar.
Muchas veces se levantó sobre el mar el sol norteño bajo, muchas veces cayó detrás del borde suyo, alumbrando el cielo con un arco iris primaveral, muchas veces cayó sobre el mundo la oscuridad antes de que los machos y las hembras han alcanzado la boca del río caudaloso que desagua en el mar.
Un año entero ellos esperaban la marcha grande en los cauces fluviales estrechos. Se agruparon, se reunieron aquí los hocicorrapaces de todo el mar. No se molestaban con la persecución, sino se lanzaron sobre el banco como unos perros desde la celada.
La amargura de impotencia abarcó a todos los machos de Azat-Maya, a todos los Seri-Yari. Porque sólo tienen aspecto pavoroso, pero sus únicas armas son los movimientos rápidos como un relampagueo.
Y entonces, corriendo adelante y atrás, agruparon el majal desparramado y se dirigieron río arriba erre que erre, rodeando a las hembras con un círculo denso.
Entonces los hocicorrapaces se pusieron a captar a los Seri-Yari, pero la caravana seguía obstinadamente más y más allá. Y los rapaces se atrasaban, se regresaban al mar. Y decenas de miles de los Azat-Maya volaban unidas, y nadie se desvió.
Todos se dejaron arrastrar por el flujo, que los unió y llevó adelante imperiosamente. Seri-Yari lleva, encabeza el banco.
De repente se golpearon los cuerpos fuertes de las peces contra las redes tendidas por los pescadores furtivos, por los ladrones. ¿Pero si hay en el mundo un obstáculo que pueda detener el flujo de la vida? Este flujo corre, demoliéndolo todo en su camino. Algunos mueren, los demás siguen adelante.
¡¿Si existe en el mundo una canción mejor de la cantada por la contracorriente de un río primaveral poderoso?! ¡¿Si puede existir una cosa más fuerte que un arrebato conjunto hacia el gran objetivo?! Sintiéndolo, el banco se alineaba y volaba como unas sombras impetuosas en las corrientes rápidas.
Al día siguiente, antes del amanecer, Seri-Yari sintió que pronto iban a encontrar la catarata. Le pesaba en el pecho el agua tensa, se aceleraba la corriente, y ya se oía el zumbido.
Se puso a menearse Seri-Yari alrededor del banco, apurando a los débiles y perezosos. Se saltó por encima del agua y vio un muro de espuma blanca de tres metros. El agua caía de las rocas altas, las nieblas de gotas brillantes se levantaban hacia el cielo.
Se inquietó el banco. Y entonces se lanzó Seri-Yari una vez más, llevándolos todos detrás de sí. Se abrió el agua que sobre el salto estaba tranquila, y lo tragó. Orgulloso, se acercó Seri-Yari a la costa umbría y se puso a esperar el banco suyo.
Los primeros en haber seguido su ejemplo fueron los machos que nadaban por delante juntos con él. Por un momento pareció que alguien se estaba entreteniendo cerca de la catarata, lanzando los puñales de plata. Salta arriba un cuchillo, deslumbra al sol y desaparece clavado en el agua.
A las hembras no es tan fácil. Menea el agua rápida sus barrigas fláccidas. Ellas vuelan arriba y sin alcanzar la cresta caen sobre las piedras, y a golpes bruscos salen de ellas los huevecillos preciosos.
Las que no consiguen vencer la catarata de un golpe, vuelven atrás para lanzarse arriba de nuevo.
Es aún más difícil para las peces a cuyas agallas se habían pegado las lampreas astutas. Están desvalidas como unos caballos enredados en las bridas. No sólo las hembras están captadas por las lampreas, los machos perezosos, lentos también sufren. Se golpean contra las piedras aguzadas hasta sacar sangre, pierden las fuerzas.
Seri-Yari queda tranquilo. No tiene lástima de ellos. No es la primera marcha para Seri-Yari, él sabe: el que no supere el obstáculo, no se volverá al mar. ¿Para qué lastimarlos? Los moribundos estaban a la cola del banco, siempre y en todo eran los últimos. Nadaban atropellándose, tropezando bulliciosamente, y los movimientos suyos parecían miserables.
Y a la redonda de Seri-Yari se agrupó de nuevo todo el banco con sus juegos. Las hembras cansadas se aprietan contra la costa.
— Parece que aquí estamos. Vamos a descansar... — dice todo el aspecto suyo.
Volaban ya encima de la catarata sólo unas peces solitarias. Y de nuevo se meneó Seri-Yari fulguroso, de nuevo llevó adelante su arma súbdita.
Dos días y dos noches pasaba el banco por el río. Desapareció la pesadumbre del agua que apretaba el pecho y los costados. Se levantaba sobre el mundo la aurora temprana pálida.
Seri-Yari que iba delante, como si con ganas de asegurarse en una cosa que él la conocía, se lanzó volando arriba y se agitó con alegría, rompiendo con su cuerpo pesado el cristal del río calmo. Reconoció los lugares que ya había visto antes. Aquí cada año desovaban las hembras de su familia de Azat-Maya, aquí en su tiempo fue nacido él mismo.
Y entonces Seri-Yari, lleno de alegría, de felicidad y de sentido de su fuerza, se puso a clavarse en lo denso del banco, romper las hileras, como si le dieran ganas de decirles a las hembras: “Eso es... Hemos llegado... A trabajar...” Todos los machos empezaron a jugar, a saltar arriba.
Eso fue un reinado oculto del silencio y tranquilidad. Al río grande desaguaba uno pequeño, cubriendo el hondo del terciopelo amarillo de la arena y del ripio. Entró aquí el banco, y se dispersaron por todas partes del bajío las peces cansadas.
Pero ninguna de las hembras estaba buscando tranquilidad ni comida, y no se apagó la luz festiva en los ojos de los Seri-Yari.
Con sus cabezas dirigidas río arriba, entre las arenas suaves y las piedras multicolores, se pusieron a cavar huecos, redondos como platillos.
Iban los Azat-Maya desde el mar frío, se salvaban de los rapaces, rompían las redes y se golpeaban contra las rocas agudas en la catarata para verter los huevecillos a estos huecos, en la boca de este río lejano apacible, donde habían sido nacidos ellos mismos, donde se puede dar a la luz sus propios descendientes. Y por eso se apresuran para terminar la preparación al gran misterio, por eso se olvidaron de su hambre y del cansancio.
Los guapos y orgullos machos Seri-Yari menean allí cerca, guardan a las hembras contra los peligros. Y si una ya está agotada, se lanzan adelante para ayudarle.
Dos días y dos noches las peces fatigadas, enflaquecidas durante el viaje estaban haciendo su trabajo difícil, y cuando llegó la hora...
Los huevecillos rojos dorados se vertieron a los huecos como unas estrellas fugaces. Entonces los Seri-Yari que hasta aquel momento guardaban la orden de la marcha, como si se pusieron locos. Ellos combatían uno con el otro, intentando de cubrir los huevecillos de sus lechas exclusivamente.
Los águilas suelen armar sus peleas furiosas despiadadas en lo alto, los seres humanos lo hacen sobre la tierra, y el reinado de peces las lleva bajo el agua. Los Seri-Yari se pusieron borrachos. Sus ojos no veían, sus orejas no oían. Diez días, diez noches duraba el gran combate.
Lo olvidaron todo los Seri-Yari prudentes y sabios. Todos los días de la marcha pensaban en la descendencia, vigilaban el banco, pero ahora... Pelean ellos sobre los huecos llenos de huevecillos suaves, brotando las leches tensas, demostrando su destreza y ardor. Pero cada vez más se siente el cansancio en los movimientos suyos – han rendido todo en nombre del futuro. Y ya vienen de las costas umbrías los machos que hasta ahora estaban esperando con paciencia, sin participar en el gran combate de amor, dejando que los demás participaran en esto.
Pasmados del sentido dulce, ellos tragan con avidez los granos dorados, y saciados ya, agitar las colas, vierten sus leches a los restos de los huevecillos. Ellos no saben pelearse, medir fuerzas como machos verdaderos. Ellos vienen cuando los demás ya están cansados. Están contentos, están felices. Y en la lucha furiosa los canallas se ponen gordos.
Y cuando se acabó el gran festejo, cuando se acabó el baile fogoso de amor y todos los huecos estaban cubiertos de arena, vio Seri-Yari que todos estaban agotados. No encontró a muchos. Algunos fallecieron durante la marcha, otros, al haberse rendido todos por completo, se agitaban sobre las ondas con ojos ciegos. Pero sus descendientes – muchos millones – estaban acostados dentro de la cuna arenosa, y el agua pura los acariciaba y bañaba. Dentro de un medio año estarán aquí meneando y jugando en el hondo dorado claro los alevines alarmados. Parecidos a unos escolares, con un bolsillo amarillo en el costado, nadarán en el agua transparente.
Seri-Yari enflaqueció, aflojó mucho durante este mes. Los ojos se pusieron opacos, se apagaron, los movimientos son lánguidos. Apenas puede nadar a lo largo de la costa. Poco agraciado está el aspecto suyo. Hasta en el mar helado del norte estaba lleno de fuego y de fuerzas, y ahora, en el río acariciador cálido, se estremece del frío su cuerpo entero. Traga un poco de comida y en segudia le da sueño.
Pero la fatiga le ofusca sólo un rato no más. Él sabe que no hay en el río bastante comida para todo el banco que encabeza. Puede suceder una cosa horrible: las más débiles de las peces hambreadas van a abrir los nidos secretos y se pondrán a devorar los huevecillos. Muchas veces en su vida ya ha sufrido esta pena. Hoy nada puede ya saciar a las hembras con sus barrigas vacías hundidas, sólo los pueden salvar el mar inmenso generoso con sus junglas umbrías.
Seri-Yari sintió todo esto y se puso a nadar en círculos largos, patrullando el banco suyo. Esta vez no era la canción de la marcha que se contenía en los movimientos suyos, cantó una otra canción, lleno del amor grande y de la preocupación por los descendientes. Poderosa y cautivante fue su canción nueva.
Se reanimó el banco, y en todo el río empezaron a agruparse las peces de Azat-Maya, y de nuevo, obedeciendo a las llamada del guía, le siguieron. Al sentir qué se proponía Seri-Yari, otros machos llevaron y apresuraron el banco hacia el mar.
La luna azul riza las cretas de las ondas, pero ya no deslumbran sobre ellas las cuchillas plateadas de las peces jugadores. Oscuros son los bajos hondos del río, y las sombras rápidas están volando unánimemente hacia el mar, impulsadas por la corriente. Solamente los machos patrullan de vez en cuando el banco, protegiéndolo de los enemigos.
Cerca de la catarata que como siempre seguía retumbando con las oleadas y remordiendo las piedras, se paró Seri-Yari, dejando que el banco pasara adelante. Pasaban a su lado las peces fatigadas, que habían hecho una gran cosa, y él las seguía con una mirada triste. No es él a quien le es predestinado llevarlas al mar.
Él se volvió río arriba y lentamente, aguantando el cansancio, se marchó atrás, a los huecos arcanos. Le acariciaba el río nocturno, la plata de la luna corría a su encuentro, tintineando en las rocas. No era la paz sino alarma lo que traían consigo los chorros inquietos. El silencio eterno reinaba sobre el mundo, como si no hubiera sucedido muy poco tiempo atrás el festejo feliz y no se hubieran agitado los bajos hondos del mar y del río del baile fogoso del amor.
Pero sabía Seri-Yari: no está terminada la canción de alegría. Él iba atrás, para proteger, para criar los alevines, y cuando llegue la hora, para llevar millones de los nuevos Seri-Yari al mar profundo, para que ellos, obedeciendo a la llamada eterna de la vida, repitan dentro de muchos años la gran marcha, la canción maravillosa...
1958