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Ахмет Байтурсынов
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Mustafin Gabiden "Karagandá" 

27.08.2015 3534

Mustafin Gabiden "Karagandá" 

Язык оригинала: Karagandá (Sp)

Автор оригинала: Gabiden Mustafin -

Автор перевода: not specified

Дата: 27.08.2015

Испан тіліне аудармасы

Alrededor hay sólo la vasta estepa cubierta por hierba marchita. En lo alto, reforzada por recios tirantes alámbricos, se alza una vieja chimenea de hierro, de color marrón debido al herrín. Ya hace mucho que el humo no sale de ella. Junto a la chimenea hay cinco o seis barracas bajas. La antigua mampostería está a punto de derrumbarse, las paredes siguen sosteniéndose allí sólo gracias a los soportes colocados en ellas.
Detrás de las barracas se ven infinitos acopios de cenizas. Cuando hace calor hasta un pequeño soplo de viento puede hacer el pueblo cubierto por neblina negra. Pero ahora, en la primavera temprana, mientras la tierra y las cenizas se mantienen húmedas, no hay polvo.
Este pueblecito de la zona de Karagandá en medio de la estepa desierta parece un lunar en la cara humana.
En pleno día primaveral en el horizonte aparece una caravana solitaria. Pero no es la caravana ordinaria de los nómadas kazajos.
Uno detrás de otro van todo tipo de carros: carretelas y carretas cubiertas con lona. En ellas van entre quince o veinte personas. Todos son rusos. El único autóctono, el kazajo Kanabek, está sentado en la primera carretela. Es de baja altura, propenso a la obesidad, su cabello negro está manchado con canas.
A la altura del viejo cementerio ya abandonado, junto al arcén, la caravana se para. Los viajantes miran a su alrededor, pero ahí no hay gente, el pueblo parece muerto.
Kanabek se levanta en la carretilla y grita:
– ¿Hay alguien allí?
Entonces sale de la barraca una persona alta, de hombros anchos y con bigote negro y largo. Un minuto miró en silencio a los recién llegados intentando adivinar quiénes eran. Luego, lentamente, moviendo con dificultad sus pies, se dirigió hacia la caravana.
Kanabek estaba ardiendo de impaciencia:
– ¿Ni que el cielo te pese? ¡Anda, muévete ya!
El de bigote se acercó y dijo en voz baja:
– Buenos días.
Y se paró sin estrechar la mano a nadie.
Kanabek saltó de la carreta, se le acercó y le estrechó la mano.
– ¡Mucho gusto, amigo! Soy Kanabek, el Jefe del Comité Ejecutivo de Telmanovo. ¿Habrás oído, no?
– Sí, – tras una pausa respondió el de bigote. – Y yo soy Yermek, un obrero. Estoy aquí custodiando la Karagandá.
– Pues a ti te necesitamos. ¿Sabes quién viene? Son gente de Donbass y algunos incluso desde Moscú. Quieren dar otra vida a la Karagandá muerta. ¡Junto con nosotros van a construir una Karagandá nueva, soviética! – se apresura a decir Kanabek. – Aquí te presento a nuestro amigo Sergio Petrovich Schebakov, es como tú, un minero experimentado, encabezará el cartel. – Dijo él indicando a su vecino de la carreta. – Aquí está el mecánico, camarada Kozlov. Y allí está cerrajero Lapshin. Y este es el ingeniero Orlov.
Yermek a todos les estrechó la mano. Su rostro moreno se enrojeció y los ojos empezaron a brillar. Pero seguía guardando la compostura y no abrió la boca, aunque la alegría se podía ver en su rostro animado.
Mientras duraba esta corta conversación, el pequeño pueblo se llenó de vida. Corrían los niños. De las barracas salieron hombres y mujeres. Aparecieron los carreteros que venían de los koljoses vecinos a por el carbón. Detuvieron a sus caballos los jinetes que pasaban por el camino. De pronto los visitantes se vieron rodeados por la gente.
De todas las partes se oían muchas preguntas:
– ¿Que quieren cerrar la carbonería de Karagandá?
– ¡Dicen que han llegado los maestros desde Donbass!
– No lo tomes fácil a nuestro carbón. ¡Que funde el hierro!
Yermek sacó del bolsillo un manojo de llaves y las entregó a Scherbakov.
– Me comentó sobre vosotros Chaykov. Ya os esperaba. Y por fin, habéis llegado. Aquí están las llaves de la mina. ¡Adelante!
Scherbakov tomó las llaves y las sacudió en su palma ancha. Se quedó pensativo por un momento observando con sus ojos azules profundos la extensa estepa alrededor. Su vasto espacio, parecía, le emocionaba.
Alzando la mano con las llaves el hércules, ancho de espaldas, pronunció:
– ¡Camaradas! Hace ya cien años desde que el pastor Appak Baydjanov encontró en una lironera el carbón de Karagandá. Todos estos años los capitalistas rusos e ingleses mantenían encerrada, fuera del alcance del pueblo, la riqueza de la tierra kazaja. ¡Y nosotros ahora con estas llaves abriremos los candados y entregaremos los tesoros en las manos del pueblo! Nos envió el Partido Comunista para ayudar a nuestros hermanos kazajos a volver a la vida esta extensa estepa. Según la orden del Poder Soviético esta miserable carbonería ha de llegar a ser al final del quinquenio un importante centro industrial. No es una tarea fácil. Pero la fuerza del pueblo sabe enfrentarse a cualquier desafío. Necesitamos sólo organizarla conforme a los principios del Partido. Y no habrá fortaleza que no podamos tomar…
Scherbakov hablaba ruso. En esta zona todavía quedaban kazajos que no lo dominaban. Pero las palabras “Partido”, “Poder Soviético” las entendía todo el mundo. Kanabek traducía.
Una anciana kazaja al lado de Yeremek escuchaba con atención el discurso apoyada en un bastón. Los rizos canos por debajo del pañuelo parecían unos tulipanes blancos sobre sus sienes. La vieja era cerrada de oído, pero intentaba entender lo que se decía.
Cuando Kanabek terminó la traducción, la vieja se acercó a Scherbakov, le tomó de la mano y le llevó hacia la punta del antiguo cementerio. Luego haciendo gestos impacientes llamó a alguien. Se le acercó un joven alto, con rostro redondo y boquiancho. Él se sentía un poco molesto, se sonrojó y sonreía ampliamente.
La vieja señalaba a las tumbas y decía:
– Aquí está enterrado mi padre, murió por tuberculosis. Esta es la tumba de mi marido, murió en la mina. Aquí está mi hijo mayor. Era de sangre caliente, no se tragó los insultos y le pegó al técnico inglés. Vino a socorrerle al técnico el suboficial cosaco Kudria y le mató de un sablazo a mi pobre niño. Muchos enterrados aquí murieron por torturas o miseria. Varias veces oí hablar que padre nuestro Lenin siempre defendía a la gente trabajadora… Y ahora nos envía a tí, hijo, para que nos ayudes.
La vieja cogió de la mano al joven y le acercó a Scherbakov.
– Es mi único sobrino. Se llama Aktym. Es huérfano. Te lo entrego, hijo mío. Haz a él un hombre, minero, como fueron todos los hombres en nuestra familia.
Kanabek tradujó a la vieja y Scherbakov la contestó:
– ¡Gracias por la confianza, madre! Lo haré con mucho placer.
Manteniendo a la anciana del brazo la llevó fuera del cementerio.
Yermek acompañó a los visitantes hasta la barraca libre. La gente se dispersó. Los jinetes siguieron su camino trotando sobre sus caballos. Los koljosianos llenaron sus carros con carbón y se dirigieron camino a sus aúles.
Cuando cayó la tarde en toda la estepa se difundió la noticia como si fuera llevada por el viento: “Llegaron los maestros de Donbass y Moscú. Van a poner en marcha la Karagandá”.

Transcurrieron unos días. Los recién llegados se acomodaron en su nueva residencia. Y la pequeña carbonería empezó a reanimarse.
Cerca de las barracas sobre una colina yace una pequeña pila de carbón. Junto a ella Akym con otro obrero meneándose de un lado al otro giran a mano el tromel con un balde atado a él por una cuerda de alambre. El carbón extraído lo abaten en una pila nueva.
– Y ¿por qué no lo podemos poner en la misma pila? – pregunta Akym.
– ¡Quien sabe! – le contesta su compañero.
– Quería preguntárselo a Sergio Petrovich, pero no se hablar ruso y él no entiende el kazajo.
– Y ¿cómo lo arregló tu abuela para que te acepte como aprendiz?
– Estaba Kanabek, él tradujo.
Desde el pozo de la mina por una escalera de madera subieron Scherbakov, el siempre callado ingeniero Orlov y el capataz Seytkalí.
Seytkalí era un viejo minero karagandino. Cuando la carbonería se cerró se fue a su aúl. Pero tras oír la noticia sobre la gente de Donbass enseguida volvió a la mina y empezó el trabajo como capataz.
Seytkalí es de pelo rubio, con una nariz carnosa y ancha y posee una voz de bajo profundo.
– Muchas pérdidas, demasiadas, – dijo Scherbakov moviendo la cabeza. – Casi la mitad del arranque se desparrama al subirlo arriba.
– Con los ingleses las pérdidas eran mayores, – contestó Seytkalí en voz alta.
– Los ingleses aquí no pintan nada. Tenemos que aprender a extraer el carbón puro, sin roca, y sin pérdidas, – repitió Sergio Petrovich encendiendo la pipa y observando a los trabajadores cerca del tromel.
Los jóvenes con esfuerzo giran el eje y de vez en cuando se limpian el sudor de la frente.
– ¿Es difícil, Akym? ¿Te has cansado? – pregunta Scherbakov a través de Seytkali.
– Es pesado, pero no estoy cansado aún.
– Se nota que no eres de los que se queja… Y ¿qué te parece si tendrás que trabajar con el pico?
– Pues, ¡con muchas ganas! ¿Me enseña?
– Claro está. Ya te acordarás de estas palabras: llegará el tiempo cuando picarás el carbón con una máquina. – Sergio Petrovich le dio unas palmadas en el hombro y se dirigió a Seytkalí: – Ponle a trabajar con Yermek para que aprenda.
Durante toda la conversación el ingeniero Orlov estaba callado limpiando con un pañuelo sus lentes. Luego se lo puso y se acercó a los demás.
Sergio Petrovich indicó con la cabeza a los jóvenes girando el tromel:
– Esto no podemos admitir.
Orlov levantó los hombros y entre abrió los brazos:
– Y ¿qué podemos hacer en estas condiciones?
– Podemos poner caballos para girar el tromel.
– Ah, un tromel hipomóvil… ¡Buena idea!
– Exacto. Liberaremos la gente de un trabajo duro y lograremos extraer más carbón. Lo diré al mecánico Kozlov y Usted le ayuda.
– Y ¿de dónde sacamos madera en la estepa?
– Kozlov se encargará, él sabe.
De la pila de carbón de hoy Steykalí cogió las más grandes piezas, las colocó en la madera y empezó a enclavar la tapa.
Akym estaba observando lo que hacía y como no lograba entender el objetivo de eso, le preguntó:
– ¿Para qué metes tantos clavos? ¿Para qué lo haces?
– Lo enviaremos a Ural y a Donbass.
– Cómo si no tuvieran su carbón allí…
– Van a analizar el nuestro.
Alrededor hay sólo la vasta estepa cubierta por hierba marchita. En lo alto, reforzada por recios tirantes alámbricos, se alza una vieja chimenea de hierro, de color marrón debido al herrín. Ya hace mucho que el humo no sale de ella. Junto a la chimenea hay cinco o seis barracas bajas. La antigua mampostería está a punto de derrumbarse, las paredes siguen sosteniéndose allí sólo gracias a los soportes colocados en ellas.
Detrás de las barracas se ven infinitos acopios de cenizas. Cuando hace calor hasta un pequeño soplo de viento puede hacer el pueblo cubierto por neblina negra. Pero ahora, en la primavera temprana, mientras la tierra y las cenizas se mantienen húmedas, no hay polvo.
Este pueblecito de la zona de Karagandá en medio de la estepa desierta parece un lunar en la cara humana.
En pleno día primaveral en el horizonte aparece una caravana solitaria. Pero no es la caravana ordinaria de los nómadas kazajos.
Uno detrás de otro van todo tipo de carros: carretelas y carretas cubiertas con lona. En ellas van entre quince o veinte personas. Todos son rusos. El único autóctono, el kazajo Kanabek, está sentado en la primera carretela. Es de baja altura, propenso a la obesidad, su cabello negro está manchado con canas.
A la altura del viejo cementerio ya abandonado, junto al arcén, la caravana se para. Los viajantes miran a su alrededor, pero ahí no hay gente, el pueblo parece muerto.
Kanabek se levanta en la carretilla y grita:
– ¿Hay alguien allí?
Entonces sale de la barraca una persona alta, de hombros anchos y con bigote negro y largo. Un minuto miró en silencio a los recién llegados intentando adivinar quiénes eran. Luego, lentamente, moviendo con dificultad sus pies, se dirigió hacia la caravana.
Kanabek estaba ardiendo de impaciencia:
– ¿Ni que el cielo te pese? ¡Anda, muévete ya!
El de bigote se acercó y dijo en voz baja:
– Buenos días.
Y se paró sin estrechar la mano a nadie.
Kanabek saltó de la carreta, se le acercó y le estrechó la mano.
– ¡Mucho gusto, amigo! Soy Kanabek, el Jefe del Comité Ejecutivo de Telmanovo. ¿Habrás oído, no?
– Sí, – tras una pausa respondió el de bigote. – Y yo soy Yermek, un obrero. Estoy aquí custodiando la Karagandá.
– Pues a ti te necesitamos. ¿Sabes quién viene? Son gente de Donbass y algunos incluso desde Moscú. Quieren dar otra vida a la Karagandá muerta. ¡Junto con nosotros van a construir una Karagandá nueva, soviética! – se apresura a decir Kanabek. – Aquí te presento a nuestro amigo Sergio Petrovich Schebakov, es como tú, un minero experimentado, encabezará el cartel. – Dijo él indicando a su vecino de la carreta. – Aquí está el mecánico, camarada Kozlov. Y allí está cerrajero Lapshin. Y este es el ingeniero Orlov.
Yermek a todos les estrechó la mano. Su rostro moreno se enrojeció y los ojos empezaron a brillar. Pero seguía guardando la compostura y no abrió la boca, aunque la alegría se podía ver en su rostro animado.
Mientras duraba esta corta conversación, el pequeño pueblo se llenó de vida. Corrían los niños. De las barracas salieron hombres y mujeres. Aparecieron los carreteros que venían de los koljoses vecinos a por el carbón. Detuvieron a sus caballos los jinetes que pasaban por el camino. De pronto los visitantes se vieron rodeados por la gente.
De todas las partes se oían muchas preguntas:
– ¿Que quieren cerrar la carbonería de Karagandá?
– ¡Dicen que han llegado los maestros desde Donbass!
– No lo tomes fácil a nuestro carbón. ¡Que funde el hierro!
Yermek sacó del bolsillo un manojo de llaves y las entregó a Scherbakov.
– Me comentó sobre vosotros Chaykov. Ya os esperaba. Y por fin, habéis llegado. Aquí están las llaves de la mina. ¡Adelante!
Scherbakov tomó las llaves y las sacudió en su palma ancha. Se quedó pensativo por un momento observando con sus ojos azules profundos la extensa estepa alrededor. Su vasto espacio, parecía, le emocionaba.
Alzando la mano con las llaves el hércules, ancho de espaldas, pronunció:
– ¡Camaradas! Hace ya cien años desde que el pastor Appak Baydjanov encontró en una lironera el carbón de Karagandá. Todos estos años los capitalistas rusos e ingleses mantenían encerrada, fuera del alcance del pueblo, la riqueza de la tierra kazaja. ¡Y nosotros ahora con estas llaves abriremos los candados y entregaremos los tesoros en las manos del pueblo! Nos envió el Partido Comunista para ayudar a nuestros hermanos kazajos a volver a la vida esta extensa estepa. Según la orden del Poder Soviético esta miserable carbonería ha de llegar a ser al final del quinquenio un importante centro industrial. No es una tarea fácil. Pero la fuerza del pueblo sabe enfrentarse a cualquier desafío. Necesitamos sólo organizarla conforme a los principios del Partido. Y no habrá fortaleza que no podamos tomar…
Scherbakov hablaba ruso. En esta zona todavía quedaban kazajos que no lo dominaban. Pero las palabras “Partido”, “Poder Soviético” las entendía todo el mundo. Kanabek traducía.
Una anciana kazaja al lado de Yeremek escuchaba con atención el discurso apoyada en un bastón. Los rizos canos por debajo del pañuelo parecían unos tulipanes blancos sobre sus sienes. La vieja era cerrada de oído, pero intentaba entender lo que se decía.
Cuando Kanabek terminó la traducción, la vieja se acercó a Scherbakov, le tomó de la mano y le llevó hacia la punta del antiguo cementerio. Luego haciendo gestos impacientes llamó a alguien. Se le acercó un joven alto, con rostro redondo y boquiancho. Él se sentía un poco molesto, se sonrojó y sonreía ampliamente.
La vieja señalaba a las tumbas y decía:
– Aquí está enterrado mi padre, murió por tuberculosis. Esta es la tumba de mi marido, murió en la mina. Aquí está mi hijo mayor. Era de sangre caliente, no se tragó los insultos y le pegó al técnico inglés. Vino a socorrerle al técnico el suboficial cosaco Kudria y le mató de un sablazo a mi pobre niño. Muchos enterrados aquí murieron por torturas o miseria. Varias veces oí hablar que padre nuestro Lenin siempre defendía a la gente trabajadora… Y ahora nos envía a tí, hijo, para que nos ayudes.
La vieja cogió de la mano al joven y le acercó a Scherbakov.
– Es mi único sobrino. Se llama Aktym. Es huérfano. Te lo entrego, hijo mío. Haz a él un hombre, minero, como fueron todos los hombres en nuestra familia.
Kanabek tradujó a la vieja y Scherbakov la contestó:
– ¡Gracias por la confianza, madre! Lo haré con mucho placer.
Manteniendo a la anciana del brazo la llevó fuera del cementerio.
Yermek acompañó a los visitantes hasta la barraca libre. La gente se dispersó. Los jinetes siguieron su camino trotando sobre sus caballos. Los koljosianos llenaron sus carros con carbón y se dirigieron camino a sus aúles.
Cuando cayó la tarde en toda la estepa se difundió la noticia como si fuera llevada por el viento: “Llegaron los maestros de Donbass y Moscú. Van a poner en marcha la Karagandá”.

Transcurrieron unos días. Los recién llegados se acomodaron en su nueva residencia. Y la pequeña carbonería empezó a reanimarse.
Cerca de las barracas sobre una colina yace una pequeña pila de carbón. Junto a ella Akym con otro obrero meneándose de un lado al otro giran a mano el tromel con un balde atado a él por una cuerda de alambre. El carbón extraído lo abaten en una pila nueva.
– Y ¿por qué no lo podemos poner en la misma pila? – pregunta Akym.
– ¡Quien sabe! – le contesta su compañero.
– Quería preguntárselo a Sergio Petrovich, pero no se hablar ruso y él no entiende el kazajo.
– Y ¿cómo lo arregló tu abuela para que te acepte como aprendiz?
– Estaba Kanabek, él tradujo.
Desde el pozo de la mina por una escalera de madera subieron Scherbakov, el siempre callado ingeniero Orlov y el capataz Seytkalí.
Seytkalí era un viejo minero karagandino. Cuando la carbonería se cerró se fue a su aúl. Pero tras oír la noticia sobre la gente de Donbass enseguida volvió a la mina y empezó el trabajo como capataz.
Seytkalí es de pelo rubio, con una nariz carnosa y ancha y posee una voz de bajo profundo.
– Muchas pérdidas, demasiadas, – dijo Scherbakov moviendo la cabeza. – Casi la mitad del arranque se desparrama al subirlo arriba.
– Con los ingleses las pérdidas eran mayores, – contestó Seytkalí en voz alta.
– Los ingleses aquí no pintan nada. Tenemos que aprender a extraer el carbón puro, sin roca, y sin pérdidas, – repitió Sergio Petrovich encendiendo la pipa y observando a los trabajadores cerca del tromel.
Los jóvenes con esfuerzo giran el eje y de vez en cuando se limpian el sudor de la frente.
– ¿Es difícil, Akym? ¿Te has cansado? – pregunta Scherbakov a través de Seytkali.
– Es pesado, pero no estoy cansado aún.
– Se nota que no eres de los que se queja… Y ¿qué te parece si tendrás que trabajar con el pico?
– Pues, ¡con muchas ganas! ¿Me enseña?
– Claro está. Ya te acordarás de estas palabras: llegará el tiempo cuando picarás el carbón con una máquina. – Sergio Petrovich le dio unas palmadas en el hombro y se dirigió a Seytkalí: – Ponle a trabajar con Yermek para que aprenda.
Durante toda la conversación el ingeniero Orlov estaba callado limpiando con un pañuelo sus lentes. Luego se lo puso y se acercó a los demás.
Sergio Petrovich indicó con la cabeza a los jóvenes girando el tromel:
– Esto no podemos admitir.
Orlov levantó los hombros y entre abrió los brazos:
– Y ¿qué podemos hacer en estas condiciones?
– Podemos poner caballos para girar el tromel.
– Ah, un tromel hipomóvil… ¡Buena idea!
– Exacto. Liberaremos la gente de un trabajo duro y lograremos extraer más carbón. Lo diré al mecánico Kozlov y Usted le ayuda.
– Y ¿de dónde sacamos madera en la estepa?
– Kozlov se encargará, él sabe.
De la pila de carbón de hoy Steykalí cogió las más grandes piezas, las colocó en la madera y empezó a enclavar la tapa.
Akym estaba observando lo que hacía y como no lograba entender el objetivo de eso, le preguntó:
– ¿Para qué metes tantos clavos? ¿Para qué lo haces?
– Lo enviaremos a Ural y a Donbass.
– Cómo si no tuvieran su carbón allí…
– Van a analizar el nuestro.
– ¿Analizarlo? ¿Para qué? ¿Lo van utilizar para sacar mantequilla? Carbón es carbón sea de donde sea.
Sergio Petrovich interesado por la conversación pidió a Seytkalí que la tradujera. Y se hecho a reír.
– Explícaselo. Cuando lo entienda, trabajará mejor. El carbón puede ser diferente. Del carbón se puede extraer el aceite y el coque que funde el hierro. Necesitamos saber si es posible con nuestro carbón. En Ural y en Donbass hay instalaciones especiales para hacer este análisis.
Akym escuchaba atento y asentía con la cabeza.
Orlov dijo a Akym que llevara la caja en la barraca de la administración del futuro cartel. Y se dirigió detrás de él.
Mientras tanto Scherbakov y Seytkalí lentamente se dirigieron hacia la mina “Gelbert”, abandonada desde la época de los concesionarios ingleses. Subieron a la colina. Schebakov con una sonrisa complacida observaba los alrededores.
A lo lejos en una altura cubierta por neblina blanquecina y más cerca, en lo bajo hay gente. Ellos están cavando, parecen unos cazadores que abren el nido de una presa grande. Por todas las partes están cimentando nuevas minas. Y de detrás del monte vienen una detrás de otra infinitas caravanas.
– Comenzó el trabajo. Ves, la gente también está llegando, – dijo Sergio Petrovich. – Cuando se firmen los contratos con los koljoses, aquí estaremos a tope con las caravanas.
– Sí, la gente ya conoce lo de Karagandá. Y sólo esperan que les llamemos.
– Y nosotros tenemos que estar preparados para recibirles. ¿Qué es lo que la gente necesita sobre todos? Que beber, que comer y donde vivir. Y es lo que nos falta.
– El mayor problema es el agua, – dice inquieto Seytkalí. – En toda Karagandá hay dos-tres pozos de agua potable que yace a gran profundidad. Abrir nuevos no es una tarea fácil.
– No, yo me preocupo más por la vivienda que por el agua. No tenemos material de construcción. Y el ferrocarril hasta aquí para traerlos no es algo que se puede montar rápido. ¿Y dónde van a vivir en invierno?
Seytkalí contestó:
– A unos kilómetros de aquí están los koljases “Kzyl-Kuduk”, “Ak-Kuduk”, “Ashyly-Airyk”, “Bukpa”. Podemos alojar allí algunos grupos. Y los otros, en caso extremo, pueden construir barracas de tierra. Para esto no se necesita mucho material. Lo más caro es el agua. No se puede traerla todo el tiempo desde los koljoses.
La conversación se cortó con el golpeteo del martillo que llegaba desde un desván de piedra cerca de una alta chimenea de metal. En su día este desván fue construido en el lugar para la primera piedra para la mina “Gelbert”.
En una de sus zonas, donde entraron Scherbakov y Seytkalí, estaba trabajando con el martillo el herrero Koktainsha, un bajito pero ágil anciano. En la época de los ingleses él gozaba de fama del mejor maestro en Karagandá. Cuando supo la noticia de que habían llegado los de Donbass y Moscú, Koktainsha volvió allí desde su aúl antes de los otros. El dio el primer martillazo contra el yunque e instaló un pequeño horno de forja. Ahora estaba haciendo la punta del pico. Sergio Petrovich se quedó admirando su destreza.
– Está modelando el hierro como si fuera barro.
Koktainsha, aunque hablaba mal el ruso, le contestó rápido:
– ¡Y si viera cómo trabajaba el herrero Karakyz!
– Y ¿dónde está? – se animó Scherbakov.
– Falleció.
– ¡Qué lástima!.. Necesitamos buenos maestros. De saber a todos los viejos mineros que pueden volver a la carbonería. Pero que se traigan sus picos: nos falta la herramienta.
– Ellos se traerán la suya sin ninguna necesidad de decírselo. Ponles aquí donde vivir y lo demás llegará.
Su pequeño taller está lleno de piezas de metal oxidado y picos viejos desafilados. En el patio del desván están tiradas vagonetas rotas, rieles finos. Dentro del desván el mecánico Kozlov junto con Lapshin y Koktainsha empezaron a organizar el futuro taller mecánico del cartel.
Delante del desván se paró una carretela. De allí salió un hombre obeso y de estatura baja, ya entrado en años y empezó a sacudir su gabardina polvorienta.
– Es Kozlov, – dijo Koktainsha.
– Boris Mikhailovich, ¿ya ha vuelto? – le llamó Scherbakov. – ¿Ha conseguido algo?
– No les queda nada que vale la pena, – explicaba Kozlov, mientras sacaba de la carretela unos viejos bulones, engranajes y retazos de cuerda alámbrica.
A treinta y cinco kilómetros de Karagandá se encontraba la semidestruida fábrica de fundición de cobre de Spas que antes era dominio de los ingleses. Kozlov fue allí pensando que podía encontrar materiales para el taller mecánico.
– ¿Es todo lo que queda?
– Bueno, quedan tres locomóviles rotos, restos de dos aparatos “Cameron” y unos tubos. Los trae Lapshin.
– Y ¿en el molino abandonado en el Bolshoye Mikhailovskoye?
– ¿Es que piensas que los ingleses y los kulakí  van a dejar algo? – Kozlov se echó a reír mostrando las raíces de los rotos dientes delanteros. – Allí todo ha quedado raso como la palma de la mano. Nada, solo dos motores gastados. No podemos quedarnos con las manos dobladas, esperando que llegue la ayuda de parte del ferrocarril.
– Vamos a pasar aquí, – Sergio Petrovich pasó con Kozlov, Koktainsha y Seytkalí a la vecina zona del desvén donde estaba la entrada a la mina “Gerbert”.
Scherbakov miró dentro del oscuro y profundo pozo vertical y preguntó pensativo a Seytkalí:
– ¿Cuántos metros?
– Unos cien.
– Yermek dice que en el fondo hay un lago pequeño.
– Puede ser. Antes también había mucha agua aquí.
– Tenemos que utilizarla para fines técnicos. El geólogo Chaikov me comentó que encontró fuentes subterráneas en dos sitios. Los vamos a utilizar también. Así solucionamos el problema de agua para algún tiempo.
Seytkalí sorprendido se quedó con la boca abierta. Solo pudo pronunciar:
֪– ¡No entiendo! – Él estaba seguro que el agua se puede sacar sólo de los pozos y ríos. – ¿Cómo vamos a sacar esta agua?
– Bombeando con una máquina.
– Y ¿dónde está la máquina?
– Boris Mijáilovich la hará.
Kozlov movío la cabeza y se echó a reír-
– ¿Con qué puedo hacer la máquina? ¿Con esta chatarra?
– Tú sabrás. ¡La gente necesita agua, agua y agua! Mientras tanto reemplaza ese carrusel manual por un tromel hipomóvil. Y ¡apresúrate! – le acordó Sergio Petrovich. Y luego dijo a Seytkalí. – Cada día vamos a profundizar nuestras galerías. Y no podremos hacer nada con los carros de mano. En el patio de “Gerbert” hay muchas vagonetas tiradas y rieles…
– Ya son viejas y no valen para nada.
– Boris Mijáilovich las puede necesitar. Prepárenlas para bajar al pozo… Y otra cosa más. Los nuevos trabajadores tienen que trabajar junto con los viejos. Ellos tienen bastante experiencia para compartir. Como Yermek, por ejemplo.
Este hombre esbelto y reservado hablaba tranquilamente, sin apresurarse. Sus palabras no parecían una orden sino una protección paternal.
Al dar las disposiciones a Seytkalí, Kozlov y Koktainsha, Sergio Petróvich se dirigió a la oficina. Iba despacio con las manos en los bolsillos de su pantalón ancho. Iba y pensaba. Los pensamientos se le juntaban encima:
¡Hay pocos mineros profesionales! Hasta faltaban peones. La mano de obra la buscamos en los koljoses. Y la gente quiere aprender. Hay que darles de comer, vestirles, alojarles y organizar espacios donde estudiar… La fábrica tiene que desarrollarse. Y con el tromel hipomóvil y unos picos no se puede lograr mucho. Necesitamos mecanización… Y hasta que a Karagandá no llegue el ferrocarril que la comunicará con el resto del país, ni pensar que se quitarán los problemas de encima… Y ahora mismo hay que crear los sindicatos, células del Partido y otras organizaciones soviéticas locales. ¿Quién me ayuda? Necesito gente que me eche la mano…
En la extensa estepa colinosa se esconde la pequeña carbonería karagandina… Se pueden observar grupos separados de gente… Lento, casi tímido, movimiento.
Recobrándose de los pensamientos Sergio Petróvich se paró, se sentó sobre una piedra grande, sacó su block de notas, lo colocó sobre la rodilla y se puso a escribir:
“Moscú. Jefe de VSNJ , camarada Kuibyshev.
Estudié la situación y comencé el trabajo. Empezamos a realizar los planes. Cimentamos tres minas nuevas. Para analizar la calidad del carbón enviamos las muestras a Donbass y Ural. En dos lugares hemos encontrado agua. Utilizamos el recurso local al máximo. Pero no es suficiente. Cuando llegue la ayuda, sobre todo el ferrocarril, podremos desarrollar las actividades al máximo. Los habitantes cercanos llegan a la carbonería. Y nosotros necesitamos a los profesionales que van a enseñar a los que hace poco eran nómadas. Hace falta fundar organizaciones públicas locales. Pido tomar medidas extraordinarias.
Scherbakov”.
Entregó el cable en el cartel y, sin detenerse, salió fuera a la estepa. Sergio Petróvich desabrochó su chaqueta. Él caminaba por la estepa inspirando el puro aire vernal.
A pocos pasos vio a unos obreros que cavaban la tierra para el cimento de la nueva mina. Sherbakov se dirigió hacia ellos.
Capítulo segundo
Un joven descarnado con rostro bronceado salió corriendo del edificio del Comité territorial del Partido. El corazón le saltaba. Echó un vistazo al documento que le acabó de entregar el secretario. Arriba de la hoja con mayúscula ponía: “Comité Territorial del Partido…” Esta pequeña hoja de papel era su principal mandato en la vida.
Hacía calor, pero el joven no retenía el paso. Iba por la calle Karl Marx llena de grandes rodados. Algunos de ellos eran como un camello tumbado, algunos alcanzaban el tamaño de una yurta . En primavera del año mil novecientos veintiuno cerca de Alma-Atá cayó un aguacero jamás visto antes por aquí. Desde las montañas venían raudales que traían piedras de lo más alto. Hasta hoy día en la ciudad se pueden ver testigos mudos de aquella tempestad.
Entre las piedras en la calle se adivinaba un sendero, estrecho como si fuera trazado por una liebre. El joven impaciente no siguió sus virajes entre las piedras e iba saltándolas en línea recta.
Él recordaba su larga conversación con el secretario y pensó que el camino que está siguiendo ahora Kazajistán parece esta calle. Adelante se puede ver un verde valle, pero para llegar hasta allí hay que atravesar barrancos profundos y altas montañas…
Por fin llegó a su apartamento.
La casa de madera que ahora estaba casi hundida en la tierra, antes tenía que ser una bella finca, pero la inundación torció sus paredes y cimiento. Nadie sabía a dónde se fue su antiguo amo en los días de la revolución. Ahora era una casa pública. Pero el ayuntamiento no tuvo tiempo para prestarla atención. El tiempo era así: tanto en el centro de la república como en los aúles en la provincia se celebraban estrenos de pisos, la gente empezaba a acondicionar su vida.
El joven salió de su casa con la misma rapidez con la que había entrado. En la mano llevaba una maleta, bajo el sobaco – una gabardina. Paró al primer coche de punto en la calle y ordenó al cochero:
– ¡A la estación!
El barbudo cochero dio un pencazo. Las ruedas levantaron el polvo de la carretera. El usado faetón cabeceaba por el camino lleno de baches y el pasajero daba saltos en el asiento. La distancia hasta la estación era unos doce kilómetros. En ambos sentidos por el camino avanzaban lentamente carros ligeros y de carga. Raramente aparecían autos. Los altos álamos que bordeaban el camino estaban cubiertos de polvo y sus cúspides parecían canosas. Daba la sensación que el calor y el intenso polvo ahogaban todo a su alrededor.
– Así que Alma-Atá es rica no solo en sol y vegetación sino y en polvo, – comentó el joven. Era lo único que había pronunciado durante todo el recorrido.
En la estación pagó al cochero, salió rápido al andén y subió en el tren que ya estaba a punto de arrancar.
Tanto nuestro protagonista, como otros pasajeros tomaban el tren sin adquirir pasajes. El ferrocarril Turkestán-Siberia funcionaba desde hacía poco. Los trenes de pasajeros no circulaban todavía, pero los “vagones rojos” de los trenes de carga aceptaban a todos y gozaban de gran demanda, aunque no había garantía de que llegaran a tiempo.
Un largo tren lleno de gente, cargos, ganado arrancó chirriando. El balido de las ovejas, los gemidos del acordeón popular, el hablar de la gente, todo esto parecía el abandono primaveral de un aúl grande.
Apoyado en el postigo de la puerta del vagón el joven miraba al horizonte. Y el tren corría rápido su camino, dejando por detrás el paisaje. Sólo el majestuoso blanco Alatau  le seguía. Las cumbres de las montañas formaban largas cadenas en el este.
A lo largo de las vías férreas por un camino vecinal iba gente: peones, ecuestres y sentados en los carros. Un niño moreno con nariz chata y la barriga al aire corría cerca de las vías intentando no quedarse atrás del tren. Al verle el joven se echó a reír. Por fin el chato se cansó y se paró. En seguida el joven vio como un anciano montando a un buey empezó a correr detrás de los vagones. Seguramente era de los jalayires . Solo ellos solían montar a los bueyes.
El carretero que estaba dormido en una arbá  se despertó espantado y dio dos patadas espontáneas. Y el burro levantando sus orejas largas volvió la cabeza hacia el tren pero no apretó el paso. Dos mujeres kazajas con cabezas cubiertas por unos pañuelos blancos montaban dos camellos que iban trotando por el camino. También se podía ver a los jinetes que iban a caballo a todo correr y el casqueteo de los caballos se disolvía en el ruido producido por las ruedas de los vagones…
El joven echó un vistazo al reloj en su mano y frunció enfadado el ceño. Todo el transporte que utilizaba el pueblo kazajo desde antaño perdía en velocidad al tren. La ferrocarril Turkestán-Siberia redujo el camino que antes se llevaba un mes hasta un día. Pero nuestro protagonista estaba impaciente. Su viaje era largo. Tenía que recorrer otros cien kilómetros y más a caballo. La ancha estepa kazaja parecía no tener límite.
– ¡Anda, hijo, vamos a comer! – oyó una voz que le llamaba.
El joven dio la vuelta. Un kazajo de barba negra y densa se sentó en un rincón del vagón en una manta de fieltro como si estuviera en su casa. En un dastarkhan , un mantel blanco colocado sobre el fieltro, habían tortas y carne de cordero grasa y fría, y en un borde se encontraba el torsuk de piel cruda ahumada, que servía como recipiente para kumis .
– Lávate las manos, niño, – le ofreció la esposa del kazajo barbudo una tetera con agua.
El joven se lavó las manos y la cara y se sentó al dastarkhán. Ahora podía echar un vistazo alrededor. En el vagón se juntó gente de diferentes naciones: uzbekos, uigures y dunganos. Todos sacaban sus provisiones y las colocaban según su gusto y costumbre. Un viejo ucraniano de bigote largo secó de una maleta de madera una barra de pan y un pedazo de tocino. El pasajero de nariz aguileña que estaba comiendo el queso de oveja venía, sin duda, del Cáucaso. Y el chico que tocaba en la armónica la “Haliabana”  era, por supuesto, tártaro.
– Hijo mío, – le habló al joven el kazajo de barba negra, – hay un dicho: “En vez de conocer a miles de cara, mejor conocer a uno por su nombre”.
– Me llamo Meyram.
– ¡Feliz sea tu viaje! ¿De dónde vienes y a dónde vas?
– Soy desde lejos y voy muy lejos, – contestó reservado Meyram mirando atentamente con sus ojos grises en la cara de su interlocutor. Y luego añadió: – Vengo de Moscú. Había estudiado allí. Y ahora, tras finalizar los estudios voy a trabajar en Karagandá. ¿Y cómo se llama Usted?
– Me llamo Mausymbay. Soy de la familia de Nayman. Nos dirigimos con mi vieja a Semipalatinsk a visitar a nuestra hija casada… ¿Ves lo rápido que va el tren? Ningún caballo puede ganarlo.
– ¿Participan en un koljoz? – preguntó Meyram.
– Todavía no, quiero entender primero. La gente se une a ellos. Y muchos campesinos medios ya toman parte en el koljoz.
– ¿Piensa que los otros se integran sin pensarlo?
– Cada uno tiene sus razones, – se enfadó el anciano.
Tratando de cambiar el tema desagradable empezó a hacer preguntas a su demasiado curioso interlocutor.
– Y ¿Por qué al terminar los estudios en Moscú no te has quedado allí o no te buscas trabajo en Alma-Atá? ¿Para qué te vas a los lugares tan lejanos?
Meyram sonrió. Primero el viejo se mostraba cariñoso con él y ahora intentaba pizcarle. Parecía que no estaba acostumbrado a sentirse incómodo y le quería demostrar que a pesar de sus estudios en Moscú tenía que aprender del viejo en lo que tocaba a usar palabritas. Meyram no quería enfrentarse con el viejo y por eso le respondió amistosamente:
– Sí, tiene razón. Yo he visitado las ciudades grandes, padre. Pero me parece que conozco la vida muy por encima. Quiero conocerla mejor.
Mausymbay echó una risita y empezó a comentarle la anécdota que le pasó a un conocido suyo que quería conocer la vida más profundamente:
– En nuestro aúl vive una persona llamada Turmán. Y quiso él hacerse akyn . Alguien le dijo: para ser un akyn sabio hay que escuchar la potente voz de la tempestad en la estepa. Entonces un día de invierno cuando hacía mal tiempo Turmán se adentró en la estepa para hablar con la tempestad a solas. Al día siguiente le encontraron medio muerto del frío. Así en vez de llegar a ser un sabio akyn se convirtió en un objeto de burlas de los vecinos. En la vida lo profundo y lo superficial van juntos. ¿Para qué necesitas buscar lo profundo tan lejos?
Esta vez el viejo dio en lo dolido. Pero Meyram no se enfadó y sólo rio sobre la anécdota.
– Sí, padre, tiene razón. En cualquier lugar se puede encontrar lo superficial y lo profundo de la vida. Yo nací y estudié en el colegio en Karagandá. Luego viví mucho tiempo en Alma-Atá y en Moscú. Pero siempre tenía ganas de volver a mi patria.
– No tengo nada que objetar, – dijo Mausymbay y respirando profundamente le contestó con unos versos:
En el mundo no habrá nunca
Lugar mejor del donde naciste
Donde sonaban contentos
Las voces de tus compañeros…
– Oh, ¿Usted también es akyn?
– Para eso no hay que tener mucha sabiduría. Cualquier mujer cuando se despide de sus seres queridos canta una canción. El don de akyn se declara cuando el alma de la persona se rellena de sentimientos y necesita desahogarse. Y quizás ¿puede salir algo de un barril vacío?
La conversación con el anciano le interesaba cada vez más a Meyram. El viejo era ácido y de mente sana, conocía la obra de los antiguos akynes kazajos. Los últimos años la única fuente de conocimientos para Meyram eran los libros y ahora podía conocer la rica arca de la sabiduría popular. Pero Mausymbay no siempre sabía de lo que estaba hablando y no entendía que algunos aforismos ya no valían para la vida nueva.
–…Un acopio de arena nunca llegará a ser una montaña. Una muchedumbre no puede ser guion. Un hidalgo no puede parir un endino que no se merece la taza de sopa. El humilde puede parir un decente, pero esto ocurre muy raras veces, – sentenciaba el viejo.
– Ahora Usted está contradiciendo a los tiempos de hoy, – replicó Meyram. – Estas frases son inventadas en los tiempos remotos por los representantes de la clase gobernante.
– No pienso que en aquella época la gente sabía algo de las clases.
– Puede ser que no se daba cuenta, pero las frases demuestran que la lucha entre los ricos y los pobres tiene una larga historia. Y ahora nosotros estamos resolviendo esta eterna disputa de las clases, – le contestó Meyram.
Mausymbay de vez en cuando le miraba como si quería decir: “El joven parece ser muy sensato”.
Hablando no se dieron cuenta que ya había llegado la noche. El tren estaba parado en una estación.
– Y ¿Por qué estamos parados, hijo? ¿Se habrá cansado la locomotora?
– Puede ser que tienen asuntos aquí para resolver.
Pero Mausymay no parecía satisfecho con esta respuesta.
– ¿Y no pueden hacer sus asuntos ya de vuelta? Tienen que llevar a la gente a su lugar de destino.
– No viajamos en un tren de pasajeros. Éste es de carga. Si no quedaría lugar para la mercancía, no nos hubieran dejado subir al tren.
– Sólo si eso, – consintió el viejo.
Meyram bajó del vagón para andar un poco. El sol ya se había escondido detrás de la cordillera, sus rayos jugueteaban sólo en las rocosas cumbres de las montañas. El bochorno del día ya se cambió en frescor de la noche. La estación se alojaba al pie de una montaña. Por delante estaba la extensa estepa y por detrás y por los lados se hallaban las desnudas crestas. Por sus lomos bajaban como serpientes los riachuelos y arroyos. En sus orillas verdes se veían las yurtas. Aunque todavía no se fundó un pueblo cerca la estación, los habitantes locales ya empezaron a llevar una vida sedentaria aquí. Antes en los aúles vecinos el kumís y airan  no valía nada, y ahora gozaban de gran demanda y se convertían en dinero. A lo largo de las vías siempre había mujeres que iban con cubos entre los vagones ofreciendo la leche, nata y kumís. Se oía el balido de las ovejas que traían a vender. Un grupo de pasajeros ya estaba carneando un cordero que habían comprado juntos. Más allá, en el valle, se veían manadas de ganado y los corrales de un nuevo koljoz.
Meyram se paró observando los aúles, la estación y la estepa con el tren y la gente alrededor. “La estepa ha despertado para la vida”, – pensó.
Lentamente subió una pequeña roca. Se quedó observando un rápido riachuelo debajo de sus pies y no se dio cuenta de que había allí abajo un hombre cincelando la roca. Pero llegó primero el sonido metálico, luego vio una chispa producida por el golpe del mallo contra la piedra. Meyram bajó cuesta abajo y se acercó al obrero. Era un kazajo vestido de uniforme azul. Él echó una mirada rápida a Meyram y siguió su jornada. En la superficie de la roca una tras otra aparecían hoyos que parecían los nidos de los venceros.
– ¿De dónde eres, colega? ¿Por qué trabajas solo?
– De aquí soy. Y no necesito ayudantes para esto.
– No parece que lo haces por hacer. Los nidos están bien ordenados. ¿Quién te lo enseño?
– El técnico-minador Vasily Petrovich.
– ¿Y con qué fin lo haces?
– A volarlo. Necesitamos piedra para el ferrocarril. En todas las partes hay obras.
El obrero no parecía tener muchas ganas para hablar, contestaba muy reservado las preguntas. Estaba entregado en su trabajo. Meyram se sintió molesto como si le robaba el tiempo.
Se oyó la campana desde la estación.
– ¡Adiós, coetano! – se despido y corrió hasta el tren.
Tuvo que subir al vagón cuando el tren ya estaba en marcha. No había luz. El interior del vagón estaba sumergido en semioscuridad. Meyram se acostó, apoyó la cabeza en la maleta y cerró los ojos.
Desde que había abandonado Moscú pasó mucho tiempo. Y le faltaban otros diez días de viaje. En el camino le esperaban valles montañosos fríos, vasta y cálida estepa, pastos con yerba…
Sobre todo pensaba Meyram en su Karagandá. ¿Cuánto tiempo se necesitaría para hacer llegar hasta allí atravesando la árida estepa las vías del ferrocarril? ¿Cómo se podía organizar la logística para traer lo que se necesitaba en las fábricas y para el pueblo? Y la más difícil tarea era formar un ejército laboral, la joven clase obrera kazaja. Todo esto para Meyram, que hacía poco abandonó su alma mater, son terra incognita, y por eso lo emociona y lo turba. Se acordaba las palabras de despedida que le dijo el secretario del comité territorial: “El Partido les ayudará y Scherbakov, el jefe del cartel, es una persona con mucha experiencia. Y lo que es más importante, les ayudará todo el país”.
Meyram se durmió. Entre sueños, al cambiar la postura, pronunció en voz alta:
– Lo haremos… lo superaremos…
Mausymbay levantó la cabeza:
– ¿Qué dices, hijo mío?
…Cinco días llevaba viajando Meyram a caballo por la inmensa estepa. Su maleta la llevaba la veloz yegua del guía. El guía, un joven kazajo, era muy hábil. No se cansaba en contarle historias sobre la vida de los vecinos, sobre la zona. Los jinetes iban a campo traviesa sin seguir el camino.
– Pasamos esa barranca, atravesamos la cordillera y allí todo recto llegamos a Karagandá, – le dijo el guía.
Entre las colinas verdes se veían unas torres de madera y por encima de ellas remolinaba el humo. Se oían sonidos tronantes, se veían grupos de gente que iba y venía en todas las partes.
– ¿Quiénes son? – preguntó Meyram.
El guía contesto enseguida:
– Geólogos. Están buscando carbón. Parece que no conocen cansancio, todo el tiempo están cavando la tierra. Ya llevan aquí tres años…
– Y ¿han logrado algo?
– Una vez pregunté a uno y me dijo que si en Karagandá se pusieron mano a la obra todas las tribus y familias de Kazajistán, sus hijos y nietos, ni los nietos serían capaces de extraer todo carbón de la tierra. Bueno, ha sido un poco exagerado, pero hay aquí carbón y bastante.
– No, pienso que había atenuado, – le respondió Meyram. – Había leído que carbón en Karagandá hay para los hijos, nietos y para los biznietos de todo el pueblo soviético.
Subieron la colina. A lo lejos en lo alto se veía una solitaria chimenea sin humo.
– ¡Esa es Karagandá! – indicó allí el guía.
Entre los atezados aúles y manadas que pastaban alrededor miraba al cielo la chimenea de la futura tercera carbonera de la Unión Soviética.
Al pie de la colina de la que bajaban los viajantes, debajo de la chimenea funcionaba un motor petrolero que impulsaba un taladro de acero sumergido debajo de la tierra. La máquina producía ese ruido tronante que acompañaba a Meyram a lo largo de su viaje. Un humo gris salía de una chimenea estrecha y se difuminaba en la estepa. Cerca de la chimenea había una tienda de campaña blanca y un todoterreno GAZ  que la gente llamaba con amor “Gazik”.
De la tienda salieron dos personas y se dirigieron hacia la torre. Uno de ellos era ruso de segunda edad, de baja estatura y vestía una gabardina guardapolvo, el otro era un joven kazajo con cara morena muy viva.
Meyram saltó del caballo que retrocedía espantado por la máquina, y se acercó a ellos.
Tras saludar uno a otro entablaron la conversación como si se conocían antes. El ruso comentaba:
– Somos geólogos. Me llamo Anatoly Fiodorovich Chaikov. Soy jefe del grupo explorador. Y él es Ashirbek Kalkamanov, es estudiante del Instituto de Minería, ahora hace prácticas.
Su discurso era lento, los ojos azules miraban atentamente y los movimientos eran ágiles y rápidos.
– Y Usted, ¿a dónde va?
– A Karagandá. Como veo han avanzado bastante. Y yo sólo voy a empezar la labor.
– Y ¿en qué se especializará?
– ¡Uf! Es difícil definirlo en una sola palabra… Pienso ocuparme del trabajo de organización. No tengo una profesión de producción, no había estudiado ciencias técnicas. Temo que nuestro pueblo tarde en aprender a manejar maquinaria.
Chaikov sonrió.
– Según se desarrollan nuestros trabajos de exploración, lo más lejos pronto resultará cercano. Hace tres años que llegamos de Leningrado y ya hemos descubierto tantas riquezas, cuantas los más hábiles exploradores de los capitalistas rusos e ingleses no encontraron durante todo el tiempo durante el cual controlaban estas tierras.
Meyram movió la cabeza y sonrió. Chaikov conmovido le preguntó:
– ¿De qué se ríe? ¿Piensa que estoy mintiendo?
– Es muy bueno que avanzamos tan rápido. Pero pienso que para Kazajistán esto es poco. Si en el pasado Rusia estaba retrasada del resto del mundo a unas décadas, pues Kazajistán lo está a centenarios. Hay que tenerlo en cuenta.
– ¿Quiere decir que necesitamos acelerar más? Sí, ¡tiene razón! – asintió Chaikov. Su rostro se animó. – Pero por mucho que estaba el pueblo kazajo atrasado, ahora va avanzar rápido. ¿Conocía a geólogo Kair Amanberkov en Moscú?
– Me habían comentado sobre él, pero no le conozco en persona.
– ¡Es una gran persona, de mente lúcida! Mi buen amigo. Peleamos juntos con los conservadores en nuestra dirección principal. Y no sólo por los ritmos de trabajo. Ellos intentan demostrar que el carbón karagandino no se coquefica y por eso no es rentable extraerlo. ¡Y hemos salido con la nuestra!
– Sí, oí hablar sobre eso.
– Hemos ganado la batalla. Y no podía ser de otra manera. ¿Cuántas riquezas guardará todavía la tierra de Kazajistán? Carbón, hierro, oro, cobre, petróleo. Nosotros competimos con Amanbekov en encontrar todo ese tesoro. Y Amanbekov me ganó. Él demostró que Kazajistán es uno de los líderes mundiales en el volumen de algunos minerales. Y yo sólo que Karagandá es el tercer por importancia yacimiento de carbón en la Unión Soviética. Y mientras tanto pude explorar sólo este, – dijo Chaikov contorneando con la mano alrededor suyo.
Delante de ellos se extendían las onduladas colinas cubiertas con estipa densa y depresiones cubiertas de yerba. Y no tenía la estepa ni bordes ni límites. En las cumbres de las colinas se veían las torres negras con humo que salía de sus motores.
Meyram le preguntó:
– ¿Y cuántos millares toneladas encontró?
Chaikov se sonrío.
– No nos metamos en el bolsillo del estado.
– Perdone si me meto donde no tengo que meterme.
– Su trabajo consiste en saber extraer el carbón, y nosotros nos ocuparemos en explorar los yacimientos. Y cuando en el lugar de estos motores se alcen en la estepa kazaja las chimeneas de las grandes fábricas, entonces tendrán los kazajos sus propios científicos e ingenieros. Los camaradas como Ashirbek ya tienen la llave al conocimiento de la naturaleza y la saben manejarla.
Ashirbek no intervenía. Parecía ser muy reservado. El estaba encorvado y miraba las muestras de los minerales extraídos. Cilindros de arcilla de diferentes colores estaban en una línea. Y en cada uno de ellos hacía una marca correspondiente.
Chaikov indicaba las muestras y explicaba sin mirar en las marcas:
– Carbón lignitoso, antracita…
– ¿Y cuál es la diferencia?
– La principal diferencia es el contenido de carbono. Cuanto más carbono hay, mayor es la calidad del carbón. El carbón karagandino es de alta calidad, coquificable
De pronto la conversación fue interrumpida por un accidente. El guía de Meyram estaba dando vueltas al gazik. Le estaba observando y tocando y sin darse cuenta apretó el botón de la bocina. El caballo de Meyram soltó un bufido, dio un salto aparte, rompió el asa y salió a la estepa. El guía le siguió. Pero no era fácil captar al caballo espantado.
– ¡Maldita sea! Ahora tendré que ir a pie. – Se enfadó Meyram.
Chaikov le tranquilizó:
– No pasa nada, ya lo cobrará… En estos lugares los coches de motor son raros. Pero ya verá. Dentro de unos años este chico estará conduciendo un coche con la misma destreza que hoy domina un caballo. Y ahora, siéntese, yo le llevaré.
– Vale, gracias. Tendré que buscar un carro en su aúl. ¡Hasta la vista, camarada Ashirbek!
Ashirbek levantó la cabeza, asintió silencioso y de nuevo se agachó a las muestras de la roca. En todo ese tiempo no pronunció ni una palabra.
Chaikov y Meyram se sentaron en el gazik y comenzaron su viaje manteniendo su conversación.
En la estepa se veían los verdes arbustos de caragana , en todas las partes se adivinaban las entradas a las madrigueras de marmotas. Las marmotas se unen en grupos. Son roedores muy cautelosos: desde lejos se dan cuenta del automóvil y corren dando unos saltitos de risa. Meyram se dio cuenta de una hembra gorda con cría que se acercó a la madriguera y se levantó en las patas traseras chillando como si se ofreciera: “¡Aquí estoy, anda!”
Mientras tanto Chaikov seguía su relato sobre Karagandá:
– Ya sabrá que en el año mil ochocientos treinta y tres en una de esas madrigueras de las marmotas el joven pastor Apak Baidjanov encontró el carbón karagandino. El pastor no sabía que era y lo trajo a su aúl, pero los ancianos tampoco lo conocían…
– No pienso que fue así, – replicó Meyram. – En la lengua kazaja hay la palabra “komir” que significa “carbón”. Las palabras en la lengua no aparecen sin sentido. Además, desde ataño hay el dicho “No tomes el carbón por tontería, es capaz de fundir el hierro”. Si el joven Apak no sabía que era, los ancianos debían saberlo.
– Puede ser, puede ser… Sin embargo, el jefe territorial Tatí, el propietario de aquellas tierras donde fue encontrado el carbón, las vendió al emprendedor ruso Ushakov tan sólo por doscientos cincuenta rublos.
– Sí, un precio demasiado alto, – soltó una sonrisa burlona Meyram.
– ¿Piensa que Tatí había barateado? Pues Ushakov en el año mil novecientos cuatro vendió sus terrenos al capitalista francés, hijo del presidente Carnot ya por setecientos sesenta y seis mil rublos. Dentro de dos-tres años Carnot, a su tiempo, las vendió a los capitalistas ingleses. Así durante un siglo pasaban de mano en mano las tierras carboníferas kazajas. – Chaikov indicó la chimenea que se alzaba solitaria en un otero : – Eso es todo lo que queda aquí después de los ingleses. La Revolución les echó fuera de las tierras kazajas…
Muchas cosas que comentaba Chaikov Meyram ya conocía de los libros, de las conversaciones con los administrativos de Alma-Atá, pero le gustaba escuchar al geólogo. Chaikov no se cansaba en hablar sobre Karagandá.
– En el año veinte a estas tierras vino la expedición de Alexander Alexandrovich Gapeyev. Fue él quien descubrió los inmensos yacimientos del carbón karagandino y demostró sus cualidades coquificables. Ni los capitalistas rusos, ni los ingleses supieron explorar las capas profundas de la tierra. Extraían el carbón de una manera negligente, diría como salvajes… Gapeev, al volver de la expedición, en el informe final explicó que la cuenca de Karagandá es de importancia mundial. Y nosotros, yo y Kair Amanbekov y muchos más, nos consideramos discípulos de Gapeev, – añadió él con orgullo.
– Pienso que ya están fuera de la edad de aprendizaje, – dijo Meyram.
Chaikov se echó a reír.
– Pues, seríamos unos torpes discípulos, si todavía fuésemos sus alumnos. Ya hemos explorado el área que supera cinco veces el territorio explorado por Gapeev. Y hemos encontrado el doble del carbón. Ya nadie cuestiona del volumen de los yacimientos en la cuenca de Karagandá. Pero todavía quedan “sabios” que cuestionan las calidades coquificables del carbón local. ¡Es raro todo eso, Meyram Omarovich! Y aún más raro es que algunos funcionarios de la Dirección Principal no quieren reconocer los resultados de nuestros cálculos y hallazgos.
– Pues que no se lo crean. ¡El pueblo los reconoce, esto es lo que importa! – le dijo Meyram.
– ¡Claro está! – asintió Chaikov. Él indicó con la mano izquierda adelante. – Mire, esta gente que se instaló en las cercanías del pozo no estaría aquí sin creer en esto.
– Y ahora la tarea principal es hacer que la gente no se decepcione. Ellos han llegado aquí, pero no saben extraer el carbón ni tienen los conocimientos técnicos básicos… Sólo el pueblo ruso nos puede echar la mano.
Los ojos de Chaikov irradiaban alegría, él escuchaba a Meyram con gran interés. A veces le interrumpía impaciente.
– No todos los obreros lugareños piensan lo mismo. Por ejemplo, hablé con Zhappar Sultanov. No parece ser tonto… Pero no cree que los kazajos son capaces de aprender los procesos de la industria.
Meyram frunció el ceño.
– Es un mal ejemplo. Me habían comentado sobre este Zhappar. Una época era funcionario administrativo, pero se convirtió un nacionalista. Le han pasado a Akmolinsk. Ya veremos cómo le irá ahí.
Por delante en el camino apareció un grande carro con caballo. Detrás de él atada con cuerda iba una vaca. De repente el carro se inclinó, se le había escapado una rueda. La pareja que iba en el carro se bajó para levantarla. Les alcanzó una carroza ligera. De ella salió un hombre fuerte. Él sin esfuerzo levantó el carro, puso la rueda sobre el eje, subió en su carroza y siguió su camino.
– Es el jefe del cartel, camarada Scherbakov, – dijo Chaikin. – ¿Le seguimos o le presento más tarde?
– Quizás tiene prisa. No le vamos a molestar.
– Es una persona enérgica, inteligente y muy emprendedor. Vino desde Donbass con un grupo de ayudantes. ¡Y es cuando empezó a volver a la vida la Karagandá! Esos puntos negros en las colinas son los nuevos pozos…
En el camino se les atravesaban caravanas de carros, en la estepa pastaba el ganado. Se veían yurtas separadas. Por ahí y por allá se levantaban en túmulos negros las antiguas escombreras de la roca y carbonilla.
El coche avanzaba hacia el pueblo. Chaikov preguntó:
– ¿Ya sabe dónde se alojará?
– Aquí vive el obrero Seitkalí. Nos conocemos desde infancia.
– Sí, le conozco. Es capataz. Vive en esa barraca.
El coche se paró. Junto a una de las barracas bajitas estaba sentado un hombre de tez amarilla. Estaba haciéndose un cigarrillo de majorka. Al ver a los recién llegados se levantó y exclamó:
– ¿No será Meyram? ¡Anda, dichosos los ojos que te ven! ¡Cuántos años sin vernos!
Después le abrazó a Meyram y le besó. Entre los abrazos los dos hombres hacían comentarios sobre la vida de los dos. Pero Chaikov tenía prisa.
– Perdone, Meyram Omarovich, tengo que despedirme… Me espera la estepa.
– ¡Gracias, Anatoly Fiodorovich! Gracias por sus comentarios. Aunque soy de aquí, Usted conoce más sobre esta tierra que yo. ¿Me promete reunirnos de nuevo?
– Sí, espero volver a verle con muchas ganas.
Chaikov se fue. Seitkalí le llevó a Meyram dentro de la casa.

Capítulo tercero
Al día siguiente, apenas amaneció, Meyram acompañado de Seitkalí se dirigieron a Scherbakov.
El cielo estaba limpio y no soplaba nada de viento. El día parecía ser bochornoso y cálido. Se sentía el fuerte olor a carbón. Desde el taller mecánico se oían los martillazos. Junto al primer pozo trabajaba un grupo: unos levantaban el carbón con un cubo, los otros lo cargaban en carritos de mano, lo llevaban y lo echaban en acopios al lado. Cerca en la colina paseaban las vacas.
Meyram acostumbrado a la concurrida y agitada vida en Moscú se sentía desatinado ante lo que vio por aquí. Un pequeño pueblecito, un pozo artesanal. En los costados de las colinas trepaban caminos que estaban cubiertas con hierba por el poco tráfico que había. Ahora estos caminos les llena el polvo levantado por las caravanas. En la llanura vecina llena de pastos se hallaban los aúles que rodeaban la Karagandá.
– ¡Hay que ver como resucita la estepa! – dijo Meyram. Iba despacio, fijándose en todos los detalles alrededor.
– Apretemos el paso, para que no se nos escape, – apresuró Seitkali. El siguió la conversación iniciada en casa: – Scherbakov es muy experimentado en nuestra labor. Él conoce muy bien la mina.
Ellos se acercaron a una pequeña casa de piedra con recién renovado tejado.
Enfrente de la entrada estaba un carro con caballo albazano. En el carro estaba acostado un joven carruajero kazajo y cantaba.
– Ves, Scherbakov está a punto de salir, – dijo Seitkalí.
Quería entrar, pero Meyram le detuvo la mano y tocó en la puerta.
– ¡Pase, pase! – se oyó una voz baja.
Scherbakov estaba sentado a la mesa mal ensamblada sin mantel. Vestido sólo con camisa se afeitaba. Se levantó para saludar a los visitantes:
– ¡Hola! ¡Buenos días!
Meyram le tendió la mano y se presentó:
– Meyram Omarovich Omarov.
– ¡Mucho gusto! Soy Sergio Petrovich Scherbakov. Siéntense. Me permiten un momento. Voy a terminar.
Tenía jabón en la cara, las mangas de la camisa estaban arremangadas y el cuello – desabrochado. Era de frente ancha, abombada y con barbilla esculpida. Sus fuertes manos musculosas estaban cubiertas de vello negro. Parecía ser persona viva y acogedora.
En la mesa junto a un pequeño espejo en un marco acristalado se encontraba una foto de una mujer de cuarenta años con ojos alegres e inteligentes. Miraba de modo que parecía iba a saludar.
En la foto estaba acostado un sobre sin abrir. Meyram vio la dirección: “Moscú… Antonina Fiodorovna Scherbakova”. La mujer era su esposa. En la pequeña habitación con techo túmido y bajo como en la yurta había pocas cosas: una cama simple metálica, mesa y una maleta grande. En la jamba de la puerta colgaba una lamparilla de minero. Meyram pensó: “Seguramente es de los primeros bolcheviques, militante clandestino. Está acostumbrado a llevar una vida simple, de campaña”.

No estaba equivocado. Sergio Petrovich se unió al Partido Comunista en el lejano 1914. Su pelo tenía canas, aunque apenas había cumplido los cuarenta y cinco años. Hace treinta y dos años atrás su padre Petr Alekseevich que era minero durante una huelga de los trabajadores de una mina de Donbas recibió un sablazo de un policía. El hombre fuerte y grande con una barba grande sin prestar atención de la sangre que le salía del hombro izquierdo, alzó el puño y grito:
– ¡Nuestra sangre se pagará con la vuestra!
En ese momento el pequeño Sergio volvía de las clases. Junto con los libros llevaba por debajo del sobaco un tiragoma. El niño sintió una aguda lástima por su padre y fuerte odio a ese policía con bigote largo montando un caballo jaro que gritaba “¡fuera!” y cimbreaba su sable. Sergio levantó el tiragoma y apuntó. La tuerca soltada por su mano dio en la cara del policía. Él se agarró de la melena del caballo y calló sobre el arzón.
Dentro de un año Petr Alekseevich falleció. Quedaban dos hijos y una hija. El mayor, Sergio, apenas cumplió catorce años. La familia entró en una época difícil. ¡Cuántas veces entreluces en el cuarto frío estaban sentados en silencio los ambientes niños junto a su madre! No les llegaba ni para comprar pan para el día siguiente. El ojimoreno Nikolás antes travieso estaba triste, zollipaba Svetlana de seis años y ya no era tan viva y charladora.
Una vez Anna Nikiforovna, una mujer morena y con carácter tranquilo y fuerte (Sergio se parecía a ella tanto en físico como de comportamiento) le dijo:
– Tendrás que, Sergio, dejar los estudios. Eres el mayor en la familia y tendrás que hacerte con todo.
Quedaba al difunto Petr Alekseevish un fiel amigo que era menor de él, el cerrajero Boris Mikhailovich Kozlov. Él le ayudó a Sergio entrar a trabajar en la mina.
El serio, un poco lento y callado chaval empezó a tirar la carga minera. Comenzó trabajando como portalámparas, luego hizo de caballista. Era lugero, llevando en la baja y sucia galería en cuclillas las rastras cargadas de carbón. A los dieciocho Sergio cogió el pico y se hizo picador.
El trabajo forzado y la penosa vida de su familia le ayudaron a entender la vida. Ya sabía que no tenía posibilidad de escaparse de la oscura galería y ver la luz del sol mientras que la mina y la vida de los obreros están en las manos de los capitalistas. Sólo luchando contra los dueños los mineros lograrán una vida mejor. Y cuando Boris Mikhailovich por primera vez invitó a Sergio a la reunión de la célula clandestina, el joven asistió de buenas ganas.
Cuando empezó la guerra del 1914 Sergio ya era bolchevique. En el frente él difundía volantes antimilitaristas, era propagandista activo del partido.
Cuando empezó la guerra civil Sergio Scherbakov se incorporó a las filas del Ejercito Rojo.

Así era Sergio Petrovich Scherbakov al que acaba de conocer Meyram. Así era su vida.
Al terminar de afeitarse Sergio Petrovich se puso la chaqueta y se unió con sus visitantes.
– Bueno, ya podemos hablar.
– Aquí, – Meyram le pasó el documento que le entregaron en el comité territorial del partido.
Scherbakov se puso las gafas y leyó el documento. Se quitó las gafas, sus ojos azules sonreían.
– ¡Bien! ¡Muy bien! Necesitamos muchas cosas… Pero lo más urgente es la organización local del partido. No la hemos organizado todavía. ¡Ya es hora! Hacemos un gran trabajo y sin el soporte del partido será difícil llevarlo al cabo.
– ¿Cuántos comunistas tienen? – preguntó Meyram.
– Somos diez. Pero todo el tiempo está llegando gente.
– ¿Y cómo llegan? ¿Por su cuenta u orgnizados?
– En general van organizados. Las organizaciones regionales tienen una orden de búsqueda de mano de obra. A los koljoses enviaron modelos de contratos. Los responsables regionales ya se fueron a los aúles. El jefe de nuestro comité ejecutivo regional de Telmanovo comarada Kanabek nos ayuda mucho.
– ¿Cuánta gente hay aquí ahora?
– Unos trescientos. Y eso que cuando hemos llegado, eramos apenas unos treinta-cuarenta.
– Trescientas personas… ¿Cuándo era?
– Son datos de hace tres días.
– Según lo que he visto, ahora hay más gente.
– Puede ser. La gente está llegando de día y de noche, – contestó Sergio Petrovich. – Ha llegado ayer, ¿no?
– Sí, ayer.
– ¿Dónde se ha alojado? Vivimos apretados aquí, poco atrayente…
– Me acogió Seitkalí, pero tiene una familia numerosa y me propuso compartir el piso con Yermek.
– Con razón. En el piso de Yermek viven sólo dos personas. ¿Viene sólo o con su esposa?
– Soy soltero.
Scherbakov sonrío.
– Este estado cambia. Pero primero hay que construirse un piso. Sin vivienda es difícil vivir aquí a los que tienen familia. Mi esposa todavía está en Moscú… ¿Por dónde va empezar aquí?
– Con su permiso quisiera bajar a la mina, jamás estuve bajo la tierra. Luego voy a recorrer los aúles e iré al centro de la región.
– Y en esto tiene razón. Primero habitúese y acostúmbrese con el ambiente… – Sergio Petrovich se calló. No quería cortar la conversación, pero tenía prisa.
Meyram lo entendió perfectamente y dijo:
– Tiene que irse Usted a las nuevas minas. No tiene que detenerse por mí. Seitkalí me enseñará aquí todo…
– Muy bien. De verdad, tengo prisa.
Los tres salieron de la habitación y se dirigieron a la primera mina. Los obreros que sacaban con el cubo el carbón comentaban entre sí:
– ¿Quién va con Scherbakov?
– Dicen que llegó ayer del centro.
– Ya vienen no sólo desde el centro de la región, sino desde mismísima Moscú.
Scherbakov se paró junto al cabrestante. Encendió la recia y encorvada pipa, soltó el humo y pronunció:
– Yermek junto con otros obreros pusieron en marcha esta mina antes de que llegáramos nosotros. Cambiaban el carbón por el pan y la carne en los aúles. Así vivían sin abandonar las minas. Soñaban con que se reanimase la industria. Y aquí está… Mire, este cabrestante era de los ingleses… Muy primitivo, una birria… Y toda esta chatarra necesitamos reemplazar, mecanizar todo. Hablaremos sobre esto mañana, en la oficina del cartel.
Scherbakov se dirigió con prisa hacia su carreta.
Los obreros negros del carbón continuaban girando la palanca del cabrestante. Otros cargaban el carbón sobre los carros aparejados con camellos.
– ¡Cojan por los lados, no pisen el carbón, no es ajeno! – dijo el capataz Seitkalí.
Parecía una persona dura y seria, pero los obreros le querían y le llamaban “nuestro Seitkalí”.
El capataz llevó a Meyram consigo. El carretero barbudo les acompañó con los ojos refunfuñando:
– Anda buscando tres patas al gato… ¡Ya le da lástima del carbón!
Un kazajo grácil frunció el ceño mirándole. Luego metió en la boca una pizca de tabaco picado, el nasvay, lo detuvo un momento, escupió y le contestó:
– Es difícil extraer el carbón. ¿Ves la profundidad de la que se saca con cubos? Lo conseguimos luchando.
– Si fuese ese carbón oro, ni vendría hasta aquí. La forja de nuestro aúl necesita carbón.
– ¿Piensas que toda esa gente viene aquí sólo porque las forjas necesitan carbón? – preguntó el kazajo indicando con la mano los aúles cercanos.
En la depresión y en los verdes costados de las colinas, por todos los lados, se podía ver viejas hollinadas yurtas. Los aúles vivían una vida bulliciosa, había gran movimiento por ahí. Descargaban todo tipo de trastos de los carros recién llegados. Levantaban los marcos de madera para las yurtas.
El barbudo se quedó mirando un rato alrededor apoyado sobre su pala. Entrecerrando los ojos pronunció:
– Es difícil iniciar la explotación, pero construir los koljoses tampoco es una tarea fácil. No sé, ¿para qué la gente se busca dificultades? Podían vivir a lo antiguo.
El grácil obrero escupió entre los dientes y miró enojado a su interlocutor:
– ¡Anda, Isáh! No viviste en miseria como la vive un pobre. No has probado la dulzura de la vida de un rico. Por eso estás atrapado entre lo antiguo y lo nuevo y no encuentras el sentido en nada. Y sin embargo, vienes aquí junto con los otros. Y lo haces bien. ¿Apenas, lo que está haciendo aquí la gente no parece ser el Gran toy ?
– Bueno, pues sí, es así… Pero si todos nos vamos de los koljoses y nos ponemos a trabajar como mineros, ¿qué vamos a comer?
– Y si todos nos vamos a los koljoses, ¿quién va a extraer el carbón? ¿Y se puede vivir sin carbón? Cada tiene que hacer su trabajo.
– No sé. La vida cambia con una velocidad tremenda, – dijo Isah arreando su carro.
Seitkalí y Meyram estaban en la entrada a la mina. El capataz comentaba entusiasmado que cada día aumentaba el volumen de la extracción del carbón. Meyram le escuchaba con desconfianza. No compartía la alegría de Seitkalí.
– No es hora para celebrar.
Seitkalí se enojó:
– Acabas de llegar y no sabes nada. La explotación aquí ya estaba muertta. Y ahora mira, todo se ha reanimado y se extrae el carbón. ¡Acabamos de sacar cien cubos!
Meyram no discutía. Apoyado sobre la cerca miró dentro del pozo, un agujero vertical tenía las paredes revestidas de travesías. No se podía alcanzar con la vista su fondo. De vez en cuando desde la profundidad se oía:
– ¡Anda-a-a!
Y enseguida los toneleros se ponían a girar el cabestrante.
– ¿Quién grita? – preguntó Meyram.
Seitkalí abrió la tapa de la escala junto al pozo.
– Vamos. Ahora verás todo con tus propios ojos.
Meyram pusó el pie sobre la escalera en la que apenas podían estar dos personas a la vez, la cual llevaba dentro del pozo de la mina. La poca luz de la lámpara minera no permitía ver casi nada alrededor. Pero Seitkalí bajaba la escalera tan ágil, como si se tratase de tierra firme. Meyram sentía debilidad en las piernas, en todos sus miembros. Bajaba los escalones agachado como si alguien detrás le empujara. La lámpara que llevaba en la mano se apagó. El sudor cubrió la frente, el corazón le latía. Él intentó recuperar el aliento, pero era difícil.
– Espera, necesito descansar, – pidió.
De pronto la oscuridad cubrió todo, ya no veía ni a Seitkalí, ni la luz de su lámpara.
“¿Dónde se habrá metido?”
Meyram alarmado miraba abajo. Ahí se veían puntos claros que parecían centellas de una hoguera apagada. Entonces miro arriba. Ahí muy lejos se veía una pequeña lumbre como una estrella en el cielo nocturno. Alrededor dominaba la oscuridad absoluta, no se veían ni los dedos de la mano.
– Seitkalí, me mareo. ¿Dónde estás? ¿Te has caído?
– Anda, ¿que me he caído? – oyó la voz de Seitkalí muy cerca. Y enseguida vio la luz de su lámpara.
– ¿De dónde has salido?
– Estaba aquí, tres escalones más abajo. Tapé la lámpara con el faldón. ¿A que te has desconcertado?
– Siempre te gustaba gastar bromas. ¡No cambias!
– Como si es fácil cambiar el carácter.
– Todo se puede cambiar.
– ¿Todo? A ver, haz cambiar a Baitén.
– ¿Quién es Baitén?
– Un viejo minero. Pero es un vago de los primeros. Está celoso con los novatos en Karagandá, y lo único que hace es hablar hasta por los codos.
– En Karagandá hay sitio para todos: y para Baitén y kazajos, y para otros pueblos, – dijo Meyram. Aquí abajo en tinieblas no tenía muchas ganas para hablar. Y sólo preguntó: – ¿Qué es eso, ahí abajo?
– Las lámparas de los mineros.
Descansaron un poco y siguieron su largo camino. Y cuanto más bajaban, más se acercaban las luces, se oían unos sonidos sordos. Cuando bajaron nueve escaleras y se acercaron a la décima por debajo se oyó un grito:
– ¡Ahí va-a-a!
Seitkalí dijo:
– Es el viejo Iskhak. Está alzando el carbón arriba. Se le oye desde arriba.
Al final llegaron al fondo del pozo. Meyram se sentía en un mundo desconocido. En el hoyo había espacio como en una yurta. Arriba relumbraba el cielo en un círculo que también parecía el cono de la yurta. La poca luz que penetraba por el cono de vez en cuando se tapaba por las cubetas. A la derecha se entreabría la galería de tamaño de una persona. Las paredes de la galería eran de carbón que brillaba en la luz de las lámparas. El techo estaba cubierto con traviesas apoyadas en los ambos lados por unos soportes de madera. La atmósfera fantasmagórica del lugar se completaba por las voces de los chanchulleros que zanqueaban en el pasillo negro, el chirrío y rechinido de las carretillas y la carbonilla en el aire.
Meyram acostumbrándose a la oscuridad dijo:
– ¡Este pozo habrá costado una pasta! ¡Cuántas fuerzas, tiempo y saludo se habrá llevado! No es fácil trabajar aquí…
Iskhak le escuchaba y movía la cabeza. Pero no estaba de acuerdo.
– ¿Quién eres? No te conozco, – preguntó él mirando a Meyram.
– Soy nuevo aquí, acabo de llegar.
– Joven y acabas de llegar… Bueno… Es que no sabes de eso nada. Antes los obreros doblaban la espalda por los ingleses y contratistas. Tirábamos las narrias en cuclillas metidos en el barro hasta las orejas, y por arriba nos mojaba el agua sucia. Los dueños nos robaban nuestros sueldos que ganábamos con tanto esfuerzo. Y ahora trabajamos para nosotros mismos, nadie nos engaña. Si no ganas nada, es tu propia culpa.
Meyram miraba fijamente a Iskhak. El hombre tenía una barba escasa, la cara delgada estaba surcada de arrugas. Él solo enviaba todo el carbón que traían los chanchulleros. Al llenar la cubeta Iskhak daba un grito. Nadie era capaz de dar una voz tan aflautada. Cada su movimiento demostraba una gran fuerza interior. Parecía que podía mover la gran cordillera It-Zhon  que guardaba grandes reservas de carbón en su interior.
– Agay , – se dirigió Meyram al minero, – muchas gracias por su comentario. Su corazón ilumina mucho más que esta lámpara.
Lo que vio desde ayer en la mina no le alegraba. Las palabras de Iskhak cambiaron el estado de ánimo de Meyram, le alentaron. Meyram habló sinceramente a Seitkali:
– Tenemos muchas dificultades por delante. Pero con las personas como Iskhak no nos perdemos. ¿Oíste lo que me dijo?
– Dijo lo que tenía que decir. ¿Piensas que acaba de venir desde un aúl? Te equivocas, es un minero experimentado. Y el minero de pura raza no puede hablar de otra manera.
– ¿Hay muchos mineros?
– Unos treinta.
– ¿Y cuántos tienen experiencia?
– Quince.
– Y cuando habrá junto a ellos un mil de personas ¡saldremos adelante! ¡Este pozo será un lago! ¿Oíste lo que comentaba Scherbakov sobre el futuro de Karagandá?
Seitkalí no le contestó. Meyram no podía entender si está de acuerdo con él o no, o simplemente no hizo caso de lo que hablaba.
Pasaron callados unos cien metros. De pronto Seitkalí empezó a hablar cambiando el tema.
– Ahora vamos por la galería principal. El carbón se entrega arriba por esta entrada. ¿Ves estos desvíos a la derecha y a la izquierda? Los mineros los llaman “hornos”.
Meyram miró sorprendido a Seitkalí como si preguntando “¿Acaso te hablaba de los hornos?” Pero el capataz continuó:
– El carbón está en filones. No se puede hacer el adelanto como te dan las ganas. Olvídate de esta palabra “pozo”. Este no es un pozo, ni una cata, es toda una mina. ¿No lo ves?
Meyram entendió que la palabra “pozo” ofendía el orgullo minero de Seitkalí.
– No te enfades, podías haberlo explicado antes.
– Hay que llamar a las cosas por sus nombres. Te dio por ese “pozo”.
– Bueno, ya voy a decir siempre “mina”.
Seitkalí se animó y apretó el paso. Torcieron a la derecha. Por delante se veían luces de las lámparas y se oían golpes sordos.
– ¿Adónde vamos? – preguntó Meyram.
– A donde los piqueros.
Pronto se acercaron a dos chanchulleros. Se adormilaron arrimados a sus carretillas. Dos piqueros medio desnudos estaban golpeando la pared sentados en las rodillas. La prensada negra roca brillaba. Cada golpe sacaba un pedazo de carbón no superior a la rótula. Sobre los desnudos cuerpos de los obreros bajaban negros chorros de sudor. Meyram veía el esfuerzo de los hombres. Pero Seitkaí frunció las cejas y empezó a reñir:
– ¿Cómo os queda la pared? Es igual a la torcida pared en el patio. ¡Hay que alinearla! ¿Y el suelo? Aquí se rompe la nariz hasta el diablo. ¿Cómo se puede llevar por aquí la carretilla? El carbón está mezclado con la roca. ¿Acaso la arcilla se quema? Los chanchulleros están sentados sin hacer nada. Hoy no han sacado ni una carretilla de aquí. ¿Esto es un buen trabajo?
Los piqueros guardaban silencio. Uno de ellos bebía con ansia el agua de un frasco. En la poca luz de la lámpara tras la neblina de la carbonilla apenas se podía ver su figura grande.
– Esta maldita roca es más dura que la piedra. Y yo puedo ganar a cualquier atleta, – dijo el piquero habiendo calmado la sed.
Ahora Seitkalí le miraba con una sonrisa suave, pasándose la mano por su escaso bigote.
– ¡Ah! ¿Es difícil, verdad? ¿Acaso no te decía que es temprano trabajar de piquero para ti? Y no me hiciste caso. Tienes bastante fuerza, pero te falta listeza, práctica. El carbón es más fuerte que tú. Con tranquilidad y práctica podrás con él.
Seitkalí se calló y llevo a Meyram adelante.

Capítulo cuarto
El piquero Khutjan con el que habló Seitkalí gozaba de fama de un hércules. En grandes torneos no tenía igual. Seguro de sí Khutjan en cuanto vino a Karagandá pidió que le pongan de piquero. Entre los carboneros el trabajo de piquero goza de gran prestigio. Si el piquero supera el plan, crece su sueldo y su autoridad. Pero no todos son capaces trabajar con el pico. Y Khutjan logró su trabajo sólo por su gran fuerza. Los obreros que trabajaban en su equipo estaban contentos al principio. Pero de día a día su alegría reducía. Hoy estaban bien enfadados. En cuanto Seitkalí y Meyram se fueron, ellos cayeron en el suelo agotados.
– Eh, un novato es como antes un ajeno en la tribu, – dijo uno de los chanchulleros.
Era un hombre alto, negro como si fuera hollinado, de pómulos salientes de unos cuarenta y cinco años. Puede ser que las encías le picaban, o era una mala costumbre, el hombre masticaba todo el tiempo y le rechinaban los dientes. Sus pequeños hundidos ojos siempre estaban inquietos y se movían de un lado para otro. Cuando le hablaban le decían respetuosamente “otgasy”, y de espaldas “Kusu Kara” . Los tres trabajaban en una frente, pero no se conocían bien todavía. Acaban de llegar a la mina.
– Y ¿porqué quejarnos? Venimos aquí nosotros mismos para trabajar, no para tomar té, – dijo uno de los piqueros.
Pero Kuseu Kara le cortó bruscamente:
– Sí, como si bailar en la sartén, ¡pero no para pasar deshonra! Este capataz Seitkalí con sus reproches me toma el pelo.
El joven obrero preocupado miraba a sus compañeros con sus ojos castaños salientes. El chico tartamudeaba y no se atrevía a interrumpir a los mayores. Por fin dijo:
– S-s-s-omos m-m-ismos culpables. Lo único que hacemos es regañar al capataz. Si trabajásemos todos como Yermek, entonces el capataz estaría arrastrándose por el suelo delante de nosotros.
Kuseu Kara se encrespó:
– ¿Qué dices, tartamudo? Mira, lo que suelta sin pensar. Yermek es un obrero experimentado. Siempre será elogiado y nosotros – detractados.
El joven saltó. Se enrojó y sus ojos casi le saltaban de la cara. Enojado tartamudeaba aún más y pronunció con dificultad:
– ¿S-s-s-erás k-k-ulak-k ?
– ¡Basta ya! – gritó Khutjan. Su voz alta resonaba en la galería. – ¡Ni kulak, ni nada! Basta charlar ya. Cojan los instrumentos y a trabajar. ¡A sacar el carbón!
Todos se pusieron a trabajar guardando el silencio. El turno ya estaba por terminar, pero Khutjan no logró el corte de la roca superior a cuarenta centímetros de profundidad. Era poco. Y Khutjan se quejaba de que a pesar de todo el esfuerzo el equipo hizo sólo la mitad del volumen previsto. Sería por la vergüenza que le ahogaba, o se sentía mal de verdad, pero finalizando el rebaje, Khutjan dijo:
– Abrid el banco solos. Yo me voy. En una competición me dañaron la cadera y ahora me duele.
Socavar el banco es más difícil que abrirlo. Kuseu Kara lo hizo tranquilamente. Los dos chanchulleros llevaban a toda prisa el carbón hasta la cubeta. Khutjan no habría llegado a su casa cuando todo el carbón de la pobre zafra ya estaba en la cubeta.
Kuseu Kara dijo al joven:
– ¡Vete, chaval! Estás cansado. Los entibados los pondremos con Jumbay entre los dos. Esperaremos al capataz y mediremos el laboreo.
El joven se fue. Entre los dos los hombres empezaron a colocar los entibados. De pronto Kuseu Kara preguntó a su compañero:
– ¿Jumabay, te interesa el sueldo?
Jumabay no respondió a la vez. Primero desató la cuerda, se subió el pantalón de corderillo y apretó el nudo para que el pantalón no se le cayese más. Y sólo luego dijo:
– Claro, cada viene aquí para ganar dinero para la familia.
– ¡Buen sueldo será por los cuarenta centímetros!
– ¿Y qué haces? En lo que toca a mí, trabajé a brazo partido.
– Y eso que se puede apalear el dinero.
– Y eso ¿cómo? ¿Puedes enseñar?
– ¿Sabes controlar la lengua?
– De no saberlo no mantendría el secreto de nuestro khazret .
– ¿Qué secreto?
– Ni me lo preguntes. Lo tengo muy bien guardado.
– Pues no me preguntes sobre cómo ganar el dinero.
Estas palabras perturbaron a Jumabay. Siempre humilde como una oveja, el hombre sabía guardar los secretos. “El secreto del khazret”, una simple chulada del molá le parecía a Jumabay un gran caso. Y contarlo le parecía una cosa imposible, un perjurio. Pero no quería perderse la posibilidad de ganar dinero fácilmente. ¿Qué se podía hacer? Azotado por las contradicciones internas el apacible Jumabay no sabía qué hacer. Por la emoción le salió hasta el sudor en la frente. Él se regañaba a sí mismo porque se le fue la boca. Kuseu Kara entendió perfectamente de lo que pasaba al hombre y dijo:
– Como quieras. Luego a te echaras la culpa.
Y entonces Jumabay le preguntó:
– Amigo, y tú ¿puedes dominar tu lengua?
– Mis entrañas pueden guardar un camello y nadie se daría cuenta. Anda, suelta ya.
– Vale. ¡Y que acepte la madre tierra mis palabras! – comenzó Jumabay su narración con palabras místicas. – Escucha.
Vivía en nuestro aúl un kulak. Su nombre era Amantek. Ahora le deportaron…
Gracias a Dios Todopoderoso, cuando el hombre se puso las botas tomó a su segunda mujer. Ella era muy joven. La llamaban Bibidjamal. Esta mujer era el mal en carne. Si algo no le gustaba fingía estar enferma y le exigía: “Llévame al khazret, que me cure con la oración”. Era de aquellos lugares donde vivía el khazret y no sería la primera vez que acudía a su ayuda.
Una vez Amantek me contrató para llevar a su esposa a ver al khazret que vivía a distancia de un día de viaje. Como pago para el khazret le llevaba una buena yegua.
Llegamos… La yurta que servía de vivienda para khazret estaba en el aúl, y la yurta oracional estaba a parte. Nadie entraba en ella sin realizar la ablución. Había mucha gente ahí: unos venían para pasar aquí la noche pensando que les traerá salud gracias por estar cerca del khazret, otros venían para curarse con la oración, terceros buscaban consejo. Cuando llegó nuestro turno, entramos donde khazret.
Ese khazret era un hombre de segunda edad, obeso, llevaba un turbante grande en la cabeza. Hablaba poco, pero si abría la boca, siempre hablaba de Alá. Siempre estaba sentado cabizbajo. Con el amor de Dios, cuando entramos, nos preguntó: “¿Quién es su guía espiritual? Amantek se perdió y dijo: “Llegamos para pedirle el favor ser nuestro guía”. El khazret enseguida nos puso en los cuellos su faja, como es de costumbre, y nos proclamó su muridas . Amandek le contestó con su nuevo shapán . Bibidjamal se quitó un anillo de oro y lo colocó delante del clérico, y yo le entregué una navaja, no tenía otra cosa. Después el khazret le midió el pulso a la mujer y dijo que necesita todo un mes para curarla.
Amantek, claro está, no podía dejar su hacienda para un plazo tan largo y quedarse junto a su esposa. Al día siguiente se fue a casa. Yo me quedé para servirle al khazret y a Bibdjamal. El khazret la asistía en una yurta separada. Varias veces al día les servía la comida.
Una vez hacía mucho calor. El tundik  de la yurta estaba cerrado. Yo estaba sentado junto a la yurta pensando en mi hacienda abandonada, en mis familiares…
El Dios es Todopoderoso… De repente se levantó un viento que volcó la yurta. Todo lo que se hacía allí dentro se abrió ante mis ojos. El khazret desnudo se levantó rápido repitiendo: “¿Y mi turbante, mi turbante?” Bibidjamal estaba en la cama. Yo me apresuré a ayudar al santo. Gracias a Dios encontramos el turbante en la cama de Bibidjamal…
Desde aquellos días pasaron varios años. Al khazret le deportaron por ser kulak, Bibidjamal murió… ¡Y que las tome mis palabras la madre tierra! Tú eres el único a quien lo relato.
Kuseu Kara no estaba tan sorprendido por esa noticia que parecía algo extraordinario a Jumabay. Se sonrío y dijo:
– Como veo tú eres de boca cerrada. Pues ahora te enseñaré lo que prometí.
Kuseu Kara se levantó y se acercó a uno de los soportes. Quitó con la manga una señal poco visible marcada con un lápiz y en la otra trazó una línea similar.
– Ahora nuestra excavación aumentó de cuarenta centímetros a un metro, – echó una risita Kuseu Kara.
Jumabay tardó en entender el fraude que le ofrecía su compañero.
En esa época no solían pesar el carbón extraído: no había personas para eso, ni básculas, ni vagonetas regladas. En la mina simplemente se limitaban con medir la frente. El capataz Seitkalí por su confianza excesiva y por falta de tiempo solía hacerlo de siguiente modo: en el soporte desde el cual el equipo empezaba su trabajo, ponía una marca con lápiz. Y al final del turno medía la longitud del adelanto. Kuseu Kara se dio cuenta de esto. Y ahora puso la marca a unos sesenta centímetros atrás.
Por fin Jumabay entendió lo que pretendía Kuseu Kara. Sorprendido se puso la mano en el corazón.
– ¿Cómo puedo? ¡Jamás en mi vida hice una trampa!
– ¡Calla, tonto! ¿Quizás eres más santo que aquel khazret?
– Cometió una fechoría, – suplicaba Jumabay. – Y acaso eso ¿no es un robo?
– ¿Qué va? – echo a reír Kuseu Kara. – El carbón es gracia de Dios y el dinero es de Estado. Y ¿quién es el Estado? Nosotros, los trabajadores. Y ¿ puede uno robar lo que le pertnece?
– ¿Y si se da cuenta el capataz? Nos declararan kulak.
– Eres tonto de verdad, – se enojó Kuseu Kara. – Me fie de ti porque vivimos en la misma yurta y compartimos la misma taza. No quieres arrullar la guita que te viene en las manos. ¡Y con eso pretendes ganar bien! ¿Y de dónde te salió lo de kulakí? No puede un obrero ser kulak.
Jumabay no sabía qué hacer y se quedó pensativo un rato. Por fin se decidió.
– Bueno, ¡todo está en la mano de Dios! Que salga a la tuya. Pero si pasa algo, el responsable serás tú…
Vino Seytkalí. Echó una mirada a la marca y calculó aproximadamente el adelanto.
– ¿Cuánto habéis pasado?
– Yo que sé, tú sabrás, – contestó Kuseu Kara.
– ¿Es aquí donde empezasteis?

Capítulo quinto

Lo visto en la galería de Jutdjan hizo pensar a Meyram por primera vez sobre la producción. Resultaba que para extraer el carbón se necesitaba no solo la fuerza física, eran importantes también el ingenio y la destreza. Si el reconocido hércules Jutdjan había fracasado, ¿qué se podía esperar de los obreros novatos con menos fuerza?
Cuando se alejaron de la galería, Meyram entabló la conversación con Seytkalí:
– Has regañado a la gente de Jutdjan. A veces esto es necesario. Y ¿ayudarles? ¿Cómo les ayudas?
– ¿Ayuda? Con tiempo ellos aprenderán solos.
– ¿Y no se puede enseñarles?
Seytkalí pensó y contestó:
– Sergio Petrovich propuso poner a los novatos a trabajar junto con los experimentados, pero estos no quieren. Yermek cogió a unos nuevos, pero los demás eluden hacerlo.
– Y ¿porqué?
– Los novatos frenan el trabajo y así reduce el sueldo de los viejos obreros.
“Sí, esto es razonable, – pensaba Meyram. – Convenciendo no se puede hacer nada aquí. Hay que consultarlo con Scherbakov. Él sabrá cómo lograrlo. Y el Estado nos podría ayudar al principio.”
No muy convencido preguntó a Seitkalí:
– ¿Y no se puede mantener el sueldo de los obreros con experiencia que tienen aprendices?
Seytkalí se enojó.
– Y ¿el rendimiento? ¿Dónde estamos: en una escuela o en la mina?
– ¿No habías pensado que la mina no es simplemente la fuente de carbón, sino una academia de trabajo?
Seytkalí frunció el ceño e hinchó el labio inferior. Esto significaba que no le gustaban las palabras de su compañero y no quería seguir el tema.
Meyram pensó que mejor era callar. No se puede exigir nada a Seytkalí. El capataz no gozaba de dotes especiales, ni de mucha inteligencia. Pero era una persona con voluntad férrea, honrada y muy trabajador. Aunque demasiado colérico. “Hay que hablar con Scherbakov, nadie más lo soluciona…”
Mientras tanto se acercaron a otra galería. Seytkalí estaba callado y no explicaba nada a su compañero. El suelo en la galería era plano, no había ni un pedazo de carbón o roca debajo de los pies. Las paredes eran rasas como si talladas por una máquina. Los puntales hacían una línea recta como si fuesen postes telegráficos. Las brechas entre los travesaños y el techo estaban rellenadas por unos tacos. A pesar de que Meyram estaba por primera vez en la mina, entendía que aquí trabajaba gente experimentada que conocía su trabajo muy bien.
– Aquí es diferente, – dijo.
– Es la galería de Yermek, – explicó Seytkalí.
Y ahí estaba Yermek de rodillas. El viejo minero parecía estar hecho de acero. Su pico de doble filo con cada movimiento relumbraba en la luz de la lámpara. La punta del instrumento daba exactamente en el lugar donde miraban los ojos de Yermek. Sus dedos cortos andaban por la manija del pico como si trasteaban una dombra . El cuerpo del minero estaba cubierto por la carbonilla, pero estaba seco. No se veía ni una gota de sudor. Yermek tenía una amplitud del golpe especial, no muy ancha y tranquila. Asestaba con ritmo golpe tras golpe. El joven piquero que trabajaba junto con él ya estaba sofocado pero no le podía alcanzar. Los chanchulleros y los botaderos enseguida se llevaban la roca extraída. Los entibadores instalaban rápido los soportes. No se sentía ningún apuro, ni trajín. El trabajo avanzaba siguiendo un ritmo muy tranquilo. A primera vista incluso parecía lento. Pero en realidad era seguro y empeñado. El adelanto roía la milenaria roca.
Meyram y Seitkalí se acercaron desapercibidos y estaban un rato viendo el trabajo. Los dos pensaban lo mismo: “¡Ojalá todos trabajasen así!” Yermek volvió la cabeza y al ver a los visitantes se levantó. Los obreros también se dieron cuenta de Meyram y Seytkalí, pero siguieron trabajando.
– ¡Yermek! – exclamó emocionado Seitkalí. – ¡Muy bien!
Yermek se volvió con el cuerpo hacia ellos, pero no les dijo ni una palabra, se limitó saludarles con la cabeza. No le gustaba hablar.
Seytkalí estaba muy contento con el trabajo. Le dijo a Yermek:
– Me voy a las galerías. Y vosotros al terminar el trabajo subid con Meyram.
Meyram se quedó con Yermek. Intentaba entablar una conversación con el minero, preguntaba sobre las condiciones del trabajo, sobre la mina.
Yermek le contestaba lacónicamente. Era difícil sacarle una palabra. Poco a poco sintió interés por su interlocutor y le preguntó:
– ¿En qué trabajará aquí? – siempre solía conocer algo sobre la persona, quién era, y luego ya empezar la conversación con él.
Meyram francamente le comentó sus planes que todavía había compartido sólo con Scherbakov.
– Pienso trabajar en el partido.
– ¿Secretario?
– Si me votarán, sí.
– Pueden votar, – respondió Yermek callándose su idea: “Pueden votar. Parece ser apto para eso.”
– ¿Cuánto tiempo trabaja en la mina? – preguntó Meyram.
– Desde que cumplí diez años.
– ¿Y en qué cuencas estuvo?
– Nunca abandoné Karagandá.
– Pero los últimos años estaba parado aquí todo.
– Hacía de vigilante.
Meyram quería saber sobre la técnica de trabajo, sobre la extracción del carbón y otras cosas importantes, pero el viejo minero no quiso comentar nada al respecto: o no quería revelar secretos, o pensaba que esta conversación era desacertada.
De pronto Yermek sonrió y señaló con la barba a la galería:
– Como se afana intentando alcanzarme.
El joven de la boca grande y ojos intranquilos miraba alrededor y manejaba el pico. Una hora atrás quedaba por detrás de Yermek a medio metro, pero ahora se acercaba. Sus miradas intranquilas expresaban un pensamiento oculto: “Si Yermek deja el trabajo y se queda hablando, le alcanzaré”.
– ¿Quién es?
– Ya lo ve, un joven minero. Se llama Akym. Pienso, será un buen piquero.
– ¿Un novato?
– Sí. Primero giraba el tambor arriba. Luego Scherbakov me dijo: “Pruébalo con el pico”. Le puse a trabajar aquí. Y ahora veo que está en su sitio.
“Eso es. Tenía que haber empezado a hablar con el tema de picos”, – pensó Meyram.
Entonces Yermek se acercó a su compañero, le cogió el pico, lo revisó y frunció el ceño.
– ¿Es una herramienta? Ya está embotado. Toma el mío. Será más fácil. Y yo trabajaré con el tuyo.
Akym tomó el pico de Yermek, chascó la lengua con admiración y empezó a extraer el carbón con más afán.
– ¿Es que el pico es una cosa tan especial? – preguntó Meyram intentando tocar a lo vivo a Yermek.
El minero negó con la cabeza. Y primero con palabras cortadas, luego más fluido empezó a explicar. Mucho depende del afilado y del temple del pico, de la manera de dar golpes – con fuerza o cortos. Yermek hablaba sobre las galerías, pozos, capas de carbón… Meyram entendía poca cosa, pero le escuchaba al minero con mucho interés.
– ¿Qué ha cursado? – le preguntó asombrado.
– Sabré firmar.
– Pero los conocimientos suyos son no menos de un ingeniero.
Yermak frunció el ceño, dio la vuelta e hizo un gesto con la mano.
– ¡Que va! Estamos lejos de un ingeniero. Jamás estudié en la escuela.
De nuevo se puso de rodillas y siguió su labor.
Con ruido se desprendió la capa del carbón. Se levantó un polvo negro y todo quedó cubierto con una neblina espesa. En ella iluminados por la débil luz de las lámparas se divisaban las siluetas de los trabajadores. Con mayor ritmo golpeaban las hachas de los entibadores, sonaban las palas de los amontonadores de carbón.
Se oía la voz de Yermek que alababa a Akym:
– ¡Muy bien, mi niño, muy bien!
El joven le contestaba:
– Vaya a descansar, se terminó el turno. Nosotros aquí ya terminaremos solos.
Yermek salió de la neblina y con una sonrisa contenta se acercó a Meyram.
– ¡Este niño será un buen piquero! Podemos contar con él. Vámonos.

Capítulo sexto

Cuando subieron a la superficie Meyram se sentía como si se le quitara un peso de encima. ¡Cuánto echaba de menos el espacio y la luz! Admiraba los alrededores y respiraba con ansia el aire puro. Yermek iba a su lado. Parecía que el sol del día vernal también alegraba al viejo minero que pronunció a media voz:
– Tempranito es para ir a casa.
Ellos se dirigieron en sentido contrario del pueblo, subieron el monte It-Jon. Desde aquí se veían los alrededores a distancia de un día de viaje. Todo el invierno en las vacías colinas de It-Jon envueltas en el blanco manto de nieve gobernaban las tempestades. Ahora sus lomas estaban cubiertas con el verde tapiz vegetal. En el horizonte los campesinos tejían encaje de surcos sobre los fértiles campos de trigo. En el cielo las alondras cantaban sus cantos de alabanza. En el aire caliente aparecían espejeos. De vez en cuanto soplaba la brisa acariciando la piel como la seda. El verde de la hierba diluían las primeras flores.
Meyram miraba y no podía apartar la mirada En algunos barrancos todavía quedaban restos de nieve. En la bruma azul se divisaban los picos Semiz-Kyz, Kos-Agash. Se podían ver hasta las lejanas montañas Ku-Shoki y Nar-Shokken. Y entre los lomos de It-Jon y Koktal-Zharyk se tendía el ancho valle. Antes en este valle pastaban las numerosas caballadas del síndico regional, bai Tati. Ahora allí se encontraban las ganaderías y los campos koljosianos. En el norte trazaba una línea clara el río Nura. Sus orillas acogieron las aldeas rusas y aúles kazajos. Y hacía poco los rusos peleaban con los kazajos por cualquier parcela junto al agua. La cosa cambió y el río Nura se convirtió en el símbolo de la amistad de los pueblos con los montes Zhaur y Kozhir como las torres de unión.
Meyram había abandonado estas tierras cuando era joven, pero siempre se acordaba de su patria. Y ahora como si llevara una conversación con cada valle, con cada colina. Los recuerdos le invadían y dijo a Yermek:
– ¡Qué bien se está en los lugares natales!
– Si no fuese así yo no me quedaría aquí vigilando esta chimenea de hierro, – respondió Yermek. – Mi padre vino a Karagandá cuando yo tenía cinco años. Y desde entonces jamás había salido de aquí. Y la primera vez bajé a la mina con sólo diez años.
– ¿Trabajaba para los fabricantes rusos?
– Pase pena con los rusos y con los ingleses. Los ingleses contrataban a los trabajadores mediante los contratistas locales. Los unos como los otros nos chupaban la sangre mejor que lo hace una ventosa. Nos liberó sólo la revolución, el poder soviético. Cuando los ingleses se largaron yo me quedé para vigilar la explotación.
– ¡Fíjese cuantos aúles hay ahora por aquí! – mostró con la mano Meyram. – Cada día llegan caravanas y traen cargas… Para el otoño Karagandá crecerá, los aúles se convertirán en grandes poblaciones. En invierno podemos pasar por una mal racha.
– Eso sí, – asintió Yermek.
A Karagandá venía gente de todas las partes. Todos querían trabajar. Y en la mina faltaba no sólo maquinaria nueva, no había picos para todos. Los recién llegados nómadas incluso no siempre encontraban lugar para vivir. La vía férrea llegaba sólo hasta Akmolinsk. ¿Se podrá organizar que los materiales, alimentación y los instrumentos lleguen desde ahí a tiempo con los camellos y bueyes?
– El gobierno debe ayudarnos, – dijo Yermek.
– Sí, tiene razón, – asintió Yermek, – pero y nosotros tendremos que responder por eso.
Ensimismados en pensamientos volvían sin prisa al pueblo.
En un poste cerca a la chimenea colgaba un trozo de raíl. Alguien con fuerza paloteaba el raíl. El agudo sonido llegaba a los más lejanos rincones de los vastos espacios de la estepa. Yermek frunció el ceño.
– ¡Menuda travesura, original!
– ¿Para qué está tocando el raíl?
– Nos sirve de campana. Ya es hora de dar fin al trabajo, son las cinco. Y el pillo Baiten ya está con lo suyo.
Ese nombre sonaba a Meyram, Seytkalí le había mencionado en la conversación con él.
– ¿A ese Baiten le gusta gastar bromas?
– Tiene de todo, – contestó Yermek.
La bien cuidada barraca resaltaba entre las casas acostadas por su recién pintado tejado y paredes blanqueadas.
– Al llegar la gente de Donbass lo primero que hizo es renovar la casa antes de alojarse en ella. Y yo dije a Baiten: “Es muy importante poner las manos a la obra a tiempo. Tenemos que aprender de los de Donbass, son mineros experimentados”. Pero nuestro desordenado Baiten tuerce las narices: “Señoritos… Piensan sólo en mantener limpia la casa…”
Meyram no pudo contener la risa.
– Entonces, ¿los que pensaron en poner en orden la casa son señoritos y los que viven en males condiciones son verdaderos trabajadores?
– Pues le sale así. Por otra parte no se puede reírse de él. Durante toda su vida en Karagandá jamás había visto que los trabajadores vivieran en buenas condiciones.
Conversando se acercaron a la barraca. Aquí había gente descansando tras la dura jornada.
– Pase y lávese, – ofreció Yermek a Meyram.
– Primero Usted y yo me quedo aquí.
Yermek entró en el piso. Meyram se sentó en el banco delante de la barraca. Era nuevo aquí y le interesaba observar la vida de los vecinos del pueblo.
Se acercó un viejo obrero con pelo desordenado. Vestía una camisa de satén con cuello de trilla desabrochado. Se paró junto a la puerta y se puso en jarras. Así estaba mirando a los demás. Era Baiten. Era porque estaba de mal humor o porque tenía una costumbre, se tiraba enfadoso el bigote, la nariz ancha se esponjaba, los ojos se movían de un lado para otro-
– Baiten-jan, zúrrale la bandana, – dijo una anciana que salió de la barraca indicando al viejo aguatero y se metió dentro.
El grácil viejo sentado en un barril enorme que tiraba un camello, llevaba el agua a las barracas. En cuanto aparecía junto a la barraca se armaba allí un jaleo.
– ¡Anda, viejo! – gritó Baiten. – ¿Cuánto podemos esperarte? Siempre estás detrás de esos pinches de camisa blanca.
– Falta agua en el pozo, hijo.
– Antes había bastante y ¿ahora no?
– Mira cuanta gente hay. Beben ellos y dan de beber al ganado.
– Anda, acaban de llegar y ya se hacen los amos de la vida. Si quieren agua que se hagan el pozo. Diles eso. Y este pozo es nuestro, de los antiguos habitantes del pueblo.
– Pero ellos también vienen a trabajar.
– Lo sé, siempre estás con los quien vienen de los aúles. Son como tú. Basta con ver tu camello para saber qué pájaro eres.
La voz chillona de Baiten atrajo la atención de las mujeres que se apresuraron a coger los cubos y salir de la barraca. Junto al barril se armó un escándalo.
A la calle salió Yermek.
– Entre, refrésquese.
– Me quedo un poco más, quiero ver.
– ¡Oye! – gritó Baiten al aguatero cuando aquel tocó a su camello. – ¡Si vuelves a tardar en traer el agua, en Karagandá se queda a vivir sólo uno de nosotros!
– Pues bien dice el refrán que en su aúl el perro es valiente, – dijo el viejo en voz baja siguiendo su camino.
“Sí, no hay orden aquí, – pensaba Meyram. – Todavía queda mucho de la vieja Karagandá. He aquí el grosero Baiten intenta llevar las riendas”.
La gente confluía a la barraca, Yermek le decía a Meyram el nombre de casi cada nuevo visitante. Aquel joven con un acordeón viejo de doce teclas es Shaiken. El otro que se le acercó, de pelo largo y bajito, es el cantor Zholtay.
Shaiken empezó a tocar y Zholtay entonó su canción. Alrededor se juntó la juventud. Salieron de la barraca y los piqueros viejos: Span con su calva a descubierto, Aubakir de barba negra, Baitiken con la cara picada de viruelas. Los viejos mineros estaban un poco junto a la puerta y luego uno a uno con seriedad se acercaron al lugar donde se entablaba la fiesta. Y sólo Baiten con las manos detrás se paseaba aparte.
Volvió del trabajo Seitkalí y se sentó junto con Meyram y Yermek.
Anochecía, las sombras se alargaban. En el aire calmoso de la tarde vernal se esparcía el timbre del acordeón. Zholtay cantó la canción kazaja “Yelimay” , coplas rusas y tártaras.
Cuando empezó a cantar:
Aperé el arado con par de caballos,
Donde no pueden ni cuatro…–
Baiten que estaba aparte no pudo contenerse:
– ¡Olé! ¡Aprieta!
Unos jóvenes se lanzaron a bailar. Ellos se daban golpes con las palmas contra las rodillas siguiendo el ritmo de la canción.
– ¡Olé! ¡Olé! – les gritaban. No se contuvo hasta el canoso Span.
Esa era la única opción para descansar en cuerpo y alma después del duro trabajo. En el pueblo no había todavía ni club, ni radio. El periódico kazajo entre los dos lo encargaron Seitkalí y Zholtay. Así lo leían por turno. El periódico llegaba por correo una vez a la semana.
Meyram estaba ensimismado en pensamientos tristes.
“Aquí, junto a la barraca, la gente se divierte de algún modo. Y cerca en el altillo está el antiguo cementerio. Los infelices que yacen ahí toda su vida sin conocer ni luz del día ni descanso trabajaban para los fabricantes de aquí”. Pero cuando se imaginaba cual será el futuro de Karagandá el alma se alegraba.

Capítulo séptimo

En la pequeña barraca con las paredes apoyadas por unos troncos para que no se desvaneciesen durante el dominio de los ingleses se encontraba la única tienda en Karagandá. Ahora aquí se encontraba la dirección del nuevo cartel de extracción de carbón.
Sergio Petrovich Scherbakov estaba sentado en la mesa pensando en algo y golpeteaba sobre la madera con el lápiz. Su rostro y frente estaban surcados de arrugas, pero los ojos seguían siendo jóvenes. Todos sus movimientos demostraban que él era una persona reservada. Scherbakov miró en el reloj y se encogió los hombros.
Alguien tocó en la puerta. Sergio Petrovich con una inesperada agilidad levantó de la silla su cuerpo recio, se acercó a la puerta y la abrió. En la habitación entró Meyram.
– Pase, pase. ¡Contento de verle! – dijo Sergio Petrovich y cogiendo del brazo a Meyram le llevo a la mesa.
– Perdone, me he retrasado un poco, me acosté tarde ayer, – explicó Meyram.
Sergio Petrovich le contestó en broma.
– Los jóvenes por la noche no duermen.
Meyram se sentía a gusto con él: Scherbakov le caía bien desde el primer encuentro por su tranquilidad de una persona con gran experiencia de la vida.
– Bueno, vamos a lo nuestro, – dijo Sergio Petrovich. – Tenemos poco tiempo y mucho trabajo. ¿Quién empieza? Aunque tengo muchas canas soy un director novato como Usted.
– Empiece quien empiece, no vamos a pedir concesiones por edad.
– Bien dicho, Meyram Omarovich. Si nos tomasen por mocosos no nos nombrarían como gerentes. Y en lo que toca a la edad vamos juntos, aunque yo nací antes.
– No llego a entenderle, – dijo Meyram.
Sergio Petrovich relató en pocas palabras sobre su vida antes. Los últimos cuatro años estudió en la Academia Industrial. Al finalizar el curso le mandaron a Karagandá como promoción.
– Antes no trabajaba como gerente, pero he visto muchos, buenos y malos, – explicó.
– Bueno, primero Usted, – ofreció Meyram. – Usted ya conoce muchas cosas de aquí y tiene más experiencia.
Sergio Petrovich lentamente cargando el tabaco en la pipa empezó a hablar:
– Si logramos antes de que finalice el quinquenio fundamentar la “tercera carbonera” y la unimos con Ural, podremos decir que hemos cumplido con la tarea planteada ante nosotros…
Colocó la pipa en el borde de la mesa, cogió de la alfeiza un trozo de carbón y lo sacudió en la palma:
– ¡Aquí está el oro! Nuestras esperanzas se justificaron… Acabamos de recibir los resultados de los análisis en Donbass y Ural. Es carbón coquificable válido. Hemos rebatido las dudas de los escépticos y puede ser de los lacayos de los capitalistas ingleses. ¡Es coquificable! Ahora desde Moscú nos enviarán mucha ayuda.
Tras una breve pausa siguió hablando:
– Pero para eso necesitamos personal, ferrocarril y electricidad…
– Todo esto llegará, – interrumpió Meyram. – Pero, ¿qué se necesita ahora mismo?
– Espere. Empecé por el futuro porque nuestro día de hoy está bajo las órdenes del mañana. Hoy hasta que no conduzcamos el agua del río Nura, necesitamos más pozos y levantar desde la mina “Gelbert” el agua para necesidades hacenderas. Ya lo estamos preparando. Mientras no tengamos electricidad utilizaremos el vapor. Ya hemos empezado con ello. En las semidestruidas fábricas de Spask y Ekibastuz, en Karagandá y en los molinos abandonados de los latifundistas pequeños hemos encontrado algunos locomóviles, pequeñas calderas y kamerones. Los remendaremos un poco y los utilizaremos. Pero no podemos permitir que las cubetas con carbón se suban arriba a mano antes de que pongamos en marcha las instalaciones de vapor.
– Si, ya lo vi, el carbón ahora se consigue con el trabajo hazañoso de los obreros.
– Tenemos que aprovechar la hazaña de modo razonable. Y las cubetas sacarlas con caballos. Ya di la orden al mecánico Kozlov para que dentro de una semana lo más tardar instalar el tambor con tracción a caballo, – dijo enérgicamente Sergio Petrovich. – Lo principal ahora es desarrollar las minas antiguas y abrir nuevas. Ahora trabaja sólo una. Fue puesta en marcha por los obreros antes de nuestra llegada. Los próximos días abrimos tres minas nuevas. Para el otoño tienen que trabajar no menos de quince. Eso quiere decir que para ese tiempo aquí habrá unos quince mil obreros.
– ¿Y dónde los alojamos y les proporcionamos todo lo necesario?
– Sí, esta es una pregunta difícil. Cerca están los pueblos Ak-Kuduk, Kzyl-Kuduk, Ashyly-Airak, Bukba. Menos mal que hay koljoses ahí. Estoy seguro que no nos nieguen en alojar a nuestros trabajadores por algún tiempo. Pero ahí no hay sitio para todos. A los demás les ofreceremos construir barracas de tierra y casas de adobe. Les suministraremos el material. Para el año que viene construiremos también casas grandes del complejo residencial.
– ¿Y qué hacen ahora nuestros constructores?
– Necesitamos complejos de instrucción para capacitación de los nuevos obreros, para recapacitación de los viejos. Necesitamos escuelas para los niños. Necesitamos saunas, panaderías, tiendas y comedores. Y por fin, ¿quizá la oficina puede trabajar bien en este edificio? Los equipos de los constructores estarán ocupados sobre todo en la construcción de los edificios públicos. No podemos abarcar todo. En futuro, – tras una pausa siguió Scherbakov, – yo pienso que la nueva construcción va empezar por la edificación de los edificios residenciales e infraestructura. Y nosotros tendremos que aguantar, no podemos hacer nada. Los obreros lo entenderán.
Por la manera de escuchar atentamente, por las cortas preguntas y comentarios de Meyram, Sergio Petrovich veía que el futuro secretario de la organización del Partido es una persona consecuente e inteligente. Y Meyram reconoció la inteligencia y diligencia de Scherbakov. La extracción del agua de la mina “Gerbert”, lo que Meyram escuchó por primera vez, el ensamblado de los viejos locomóviles, calderas, kamerones, utilización de tambores con tracción a caballo, todas esas pequeñas a primera vista cosas en realidad tenían gran importancia para la fundación de la Karagandá Soviética. Y estaba muy bien que Scherbakov no pasaba de lado las pequeñeces y sabía aprovechar los medios locales.
Meyram dijo:
– Nuestra primera tarea, me parece, consiste en eso, en aprovechar todas las posibilidades locales, ser ahorrativos en todo.
– Bien dicho, muy bien, – asintió Sergio Petrovich, aunque entendía que Meyram no sólo llegó a esta conclusión.
Y Meyram seguía no tan seguro:
– Habló sobre los complejos de instrucción. Sin ellos no podemos. Pero cuánto tiempo tardaremos en tenerlos… Y bajé a las minas y vi como los nuevos obreros poseen el pico…
– ¿Mal?
– Según entendí, muy mal. De eso también habla Seitkalí… ¿No se puede acelerar la capacitación de los novatos?
Sergio Petrovich se puso muy atento.
– Y ¿cómo piensa hacerlo?
– Ni idea, a decir verdad. Pregunté a Seitkalí si se podía poner a trabajar a los novatos con los mineros experimentados.
– Seitkalí se asustó, ¿no?
– Dice que esto reducirá el sueldo de los obreros calificados.
Sergió Petrovich empezó a reír echándose con su cuerpo recio atrás en la silla.
– Y Yermek no tiene miedo, porque es un verdadero maestro.
Scherbakov entornó los ojos y miraba atentamente a Meyram. Son sus propios pensamientos… Este joven va por buen camino.
Le dijo seriamente:
– Tenemos que pensarlo bien. No se puede tomar una decisión rápida. Necesitamos poner la cosa de tal modo que el experimentado picador pueda enseñar al novato y no pierda en salario. Pero su idea es muy buena.
Tuvieron que cortar la conversación. Entró un hombre alto y delgado con lentes. Estrecho la mano a Scherbakov y saludo reservadamente a Meyram, se sentó a su mesa y se metió en sus cálculos.
Sergio Petrovich miró el reloj, se levantó y ofreció a Meyram;
– Vamos, seguiremos la conversación andando.
Detrás de la puerta le dijo:
– Es nuestro Jefe de Ingeniería, Orlov. No quería hablar delante de él. Todavía no le conozco. Es de los antiguos saboteadores. Fue procesado. Y le enviaron aquí poniéndole a prueba. Es una persona laboriosa pero hay que verlo.
A Scherbakov junto a la barraca le esperaba el carro. Subiendo en él Scherbakov dijo alegre:
– ¡Qué bien estaremos cuando cambiemos el carro a caballo por uno automóvil y nos mudaremos de la barraca acostada en un edificio de varios pisos! Todo llegará, Meyram Omarovich, todo lograremos. Sólo apresúrese con el trabajo de organizaciones públicas. Mire estos aúles: la gente está esperando con impaciencia cuando pueden empezar a estudiar. A verdad decir, incluso los viejos obreros como Baiten tienen la mente roñosa. ¡Estamos en una situación penosa! Es difícil, incluso imposible, planteas un asunto tan importante sin la ayuda de las organizaciones públicas.
– Espere, – contestó Meyram. – Usted mismo lo dijo, todo llegará.
– ¿A dónde va ahora?
– Iré a los aúles vecinos, veré como vive la gente.
– Buena idea, – dijo Sergio Petrovich apretando la mano de Meyram. – Y yo iré a ver que tal están las nuevas minas. Luego nos reunimos y compartimos la impresión.

Capítulo octavo

En todos los lados se veían chabolas dobladas, yurtas fuliginosas o simplemente refugios de estopa tendida sobre las lanzas de los carros. Eran los nuevos pueblos de los obreros. Era imposible encontrar aquí grandes manadas de ovejas, ni largos postes para potrillos. No pastaban caballadas en los campos. De veras, esos pueblos todavía parecían a los aúles. En las calles paseaban vacas, ovejas con corderos, cabras con cabritos, detrás de las cercas junto a algunas casas había caballos o bueyes. A pesar de la poca cantidad de ganado casi no quedaba pasto ahí.
No había orden en el pueblo. Había viviendas enfiladas en largas calles y también agrupaciones de ellas. Todo el tiempo llegaban nuevos carros. Corrían carretelas, carros grandes y pequeños apareados por caballos y bueyes, iban camellos cargados, caballos y vacas. La gente llegaba para trabajar en las minas, pero por la costumbre de ganaderos, antes de llegar paraban sus carros, ojeaban los alrededores y preguntaban si estaba bien el pasto. Resultaba que todo el pasto en los alrededores estaba pisado y en adelante no había agua. Rascándose el cogote los nuevos habitantes empezaban a descargar sus pertinencias ya que no había otra opción.
Meyram bajó la colina y fijándose en los detalles se acercaba a los aúles. Se paró delante de la primera choza cubierta con fieltro ahumado. Pidió permiso para entrar.
Dentro había tres personas. El amo, un hombre de cuarenta años con barba redonda, estaba sentado en el suelo y hacía unos sharke  de cuero crudo sobre unas plantas de madera. Su esposa tenía un poco más de veinte años. Era de rostro moreno con mejillas redondas. Estaba tejiendo unas medias de la tela sacada de un saco viejo. Un bebé que no sabía ni andar gateaba junto a los pies de sus padres.
Meyram les saludo y como huésped pasó adelante hacia el sitial donde había un pequeño retal de fieltro de tamaño de un sudadero. El ama de casa se apresuró a limpiarla, pero Meyram la detuvo:
– No se preocupe.
Los amos de la choza estaban confundidos por el inesperado visitante vestido como un habitante de la ciudad. Para quitar la incomodidad Meyram dijo:
– ¡Que sean buenos sus sharke, agay! ¿Los llevará con esas medias?
– Sí, eso es, voy a bajar debajo de la tierra.
– ¿Había trabajado antes en la mina?
– Nunca, pero estoy decidido. El dios no me privó de la salud. Pagan bien. Voy a trabajar de piquero.
– ¿Y le darán el pico?
– Que no me lo den, – dijo el amo, sacó del bolsillo un paquete y lo entrego a Meyram. – ¡Nosotros no somos cualquiera!
Meyram revisó los papeles que con tanto orgullo le ofreció el amo. Los documentos decían que el amo de la choza, Bokay Tuleubayev y sus antecedentes de siete generaciones eran peones. El año pasado Bokay ingresó en el koljoz. Ahora según el contrato con el koljoz se trasladó a Karagandá desde la lejana provincia de Kuvsk.
– Dicen que los piqueros aquí ganan una cabeza de ganado al mes, y nosotros trabajábamos para el bay todo el año para ganar lo mismo, – comentaba Bokay contento por el futuro sueldo.
– Tiene buenos documentos, Boke, – dijo Meyram devolviéndole los papeles.
Bokay humeó complacido. Meyram con amargura observaba el miserable interior de la choza. Bokay le preguntó:
– ¿Cómo te llamas, hermano?
– Meyram.
– ¿Dónde trabajas?
– Acabo de llegar, como vosotros.
– Dicen que una vez dos bromistas iban de noche por la estepa. De pronto relampagueó. Los caminantes exclamaron: “Brilla no brilla, no verás a nadie más, somos sólo dos”. Y yo te voy a decir: por más que observes nuestra vivienda, no habrá más riqueza aquí. Perdona no haberte ofrecido nada, hermano.
– ¡No tienes que dar explicaciones!
– No te lo diría si en la caldera tuviera algo. Pero la pobreza mantiene atadas las manos de la hospitalidad.
– Antes de hablar sobre necesidades deberías ir a cobrar lo que nos toca según el dagaúr  – se enfadó la esposa.
– Hay muchos dagaúres ahora, no habrá para pagarlos todos. Pienso a los jefes de aquí ya se les va la cabeza de tantas trochas que tienen. Hay que darles respirar.
– Por tu carácter torpe estabas doblando la espalda como peón treinta años. Y si no hubieran deportado a Kaltay, seguirías con la mano estirada junto a su puerta, – le reprendía la esposa.
– ¿Quién de los dos tiene razón? – preguntó Bokay a Meyram. – Esta mujer dice: “Ve y reclama lo que te corresponde según el dagaúr”. Y yo digo: “Pienso que en la explotación todavía no están arregladas todas las cosas como en nuestro koljoz. Lo que nos corresponde lo recibiremos. Esperábamos años para que el bay nos pagase lo nuestro. Y nosotros todavía no hemos hecho nada para la mina. Para reclamar hay que trabajar.”
– ¡Dios mío! Tuviera que yo ser el hombre en esta casa, – exclamó la joven. – No puede recibir ni lo que le están obligados a dar.
Meyram con sonrisa escuchaba la riña de aquellas dos personas tan diferentes. Pensaba que los dos tenían razón. ¿Hay que ponerse de lado de uno para ofender al otro? Y dijo:
– ¿Para qué esperar? Vayan y reciban lo que les corresponde. Tenemos en los almacenes ropa de trabajo y alimentos. Y si falta algo, pronto llegará. Tendremos de todo.
Luego no pudo contenerse y preguntó:
– No se enfaden, porfa… Me parece que tenéis una gran diferencia entre los dos. Pero parece sois esposos. No llego a entender…
La joven como si pasando palabra le miró a Bokay. El amo primero cogió agua en la boca, roció los sharke y respirando profundo empezó a hablar:
– Trabajé para ese Kaltay treinta años. Y la recompensa por mi labor es este refugio y esta mujer. Ella era hija de un pobre. Kaltay arregló el matrimonio entre nosotros cuando ella tenía cinco años. Al cumplir los quince Kaltay pagó la redención por mí y nos casamos. Así es el fruto de mi largo trabajo para él.
“La gente ha pasado tiempos difíciles, – pensó Meyram. – Pero la vida cambia. Bokay y otros trabajadores ya se sienten mejor, muchas cosas las ven de otro punto.”
Se levantó.
– ¿Viene por algo o como si nada? – le preguntó Bokay levantándose también.
– Nada, gracias. Quise simplemente charlar un poco. Ya nos vemos. Hasta la vista.
Lentamente iba por el aúl. En cada yurta en el fogón quemaban carbón y no la maloliente turba. Casi en ninguna de las viviendas no había la obligatoria herramienta del ganadero, kuruk , habían picos, palas, layas. Los niños también cambiaron sus juegos. Antes solían montar los palos como si fuesen caballos. Y ahora clavando en la tierra palitos tendían cuerdas entre ellos o corrían con anillos metálicos imitando los carritos.
Pasando al lado de una yurta Meyram escuchaba la voz femenina que regañaba a alguien:
– ¿Esto es combustible? ¡Maldito sea! ¿Dónde está mi turba con su llama brillante?
¿Qué se podía contestar a esa mujer que no sabía encender el carbón? Pronto aprenderá. Sin detenerse Meyram siguió su camino. Junto al pozo había ganado ovino. Se oía ruido y riña de los dueños que se peleaban por el agua.
– ¿Qué clase de orden es esta? Nos llamaron a venir aquí y no hay agua para todos.
– Excávate un pozo y tendrás agua. Y encima te pagarán por eso. Un sobresueldo no rompe el bolsillo, – se oyó una voz enderezadora.
“Hay que ver las cosas que se puede oír cuando estás entre la gente…Ellos mismos se quejan y se buscan soluciones”, – pensaba Meyram.
A trasmano del aúl, en la escasa hierba había dos personas. Mientras Meyram se acercó a ellos, ya se habían reunido diez. Ellos hablaban emocionados. Meyram se sentó aparte. Un joven con el pelo liso y ojos negros brillantes parecía estar más emocionado que los demás. No podía estar tranquilo. Iba de un lado al otro, se metía en la conversación, aleaba con las manos y taconeaba impaciente con sus pies descalzos. La manera de portarse era de Baiten, pero era razonable y las bromas que gastaba no eran tan brutas. Mediando por uno, discutiendo con otro, él sin darse cuenta llevaba la conversación.
– ¡Zhanabyl! ¡Oye, Zhanabyl! – sin levantar la cabeza le llamó el hombre con barba en manojos que estaba tumbado en la tierra. – ¿Y tú dónde piensas trabajar?
– ¿Dónde? ¡En la tierra soviética!
– Que vivas en paz. ¿Puedes concretizar?
– Concretizando, voy a trabajar en el taller mecánico.
– ¿Y dónde está ese taller?
– Junto a aquella chimenea. Allí trabaja el grosero Baiten. Voy a competir con él.
– Deja tus costumbres buscarruidos, hijo, – le dijo el tumbado levantando la cabeza. – No te metas con los viejos obreros, gánate tu pan y calla.
– Sí te bajas, la vida termina contigo, – dijo Zhanabyl. – No se puede dejar de ser vivo ni en la vida ni en el trabajo. Ese Baiten siempre se jacta de que tiene 18 años de experiencia laboral y no sabe cómo manejar el escarpelo. Y yo sólo dos años hacía de peón. Y si me preguntas cómo pastar las ovejas, te lo digo. Dentro de dos años en el taller le demostraré a Baiten lo que puedo.
El joven Zhanabyl de sangre caliente no parecía nada a un peón perdido del pasado. Se veía que es uno de los jóvenes de aúles templados en la lucha contra los bayes y fueron los primeros en entrar en los koljoces.
Otro joven de bigote que antes estaba callado moviendo en los dedos una paja le dijo:
– Zhanabyl, todo el tiempo en el aúl estabas siempre proclamando “¡Lucha de clases!” Sí, todo bien. Esto te ayudó a combatir al kulak Kurzhik. Pero aquí ya es diferente. Aquí no es lucha con el enemigo de clase, es competición con un compañero de trabajo. Me parece que para ganar a Baiten necesitar coger en las manos el pico, no el escarpelo. El pico es una herramienta mucho más aparente.
Zhanabyl cortó al de bigote:
– Usted, camarada Duisen, lo que hace es vender consejos mientras Usted mismo prefiere estar aparte y acariciar el bigote. Lo mismo hacía en el aúl mientras que yo luchaba contra Kurzhik. No, todavía no estoy preparado para trabajar con el pico. El escarpelo también es un instrumento, Don Bigote Bonito. Me dará la profesión. Piensa cuando hablas. Y te diré: hay aquí una guapa, uno ya va detrás de ella. Y cómo caerá a la guapetona el bigote de nuestro hábil jinete, no se sabe.
Todos se echaron a reír. Zhanabyl pavoneando paseó por la césped y se paró enfrente de Meyram.
– ¿También viene a trabajar?
– ¿Hay algo sorprendente en eso?
Zhanabyl movió la cabeza como si no le había creído y se fue.
Cuando se calmó el jaleo un viejo que estaba sentado junto al de bigote suspiró:
– Pronto llegará el invierno y levantará su espada sobre nuestras cabezas.
Estas palabras sirvieron para entablar nueva conversación. Se oyeron voces:
– ¡Tanta gente ha llegado! ¿Dónde encontrar tanta vivienda para todos?
– A los que vienen según el dagaúr ya les alojarán. ¿Pero qué hacer con los que vienen sin documentos?
– A la gente se puede alojar de algún modo. Pero ¿el ganado? ¿De dónde sacar el heno? ¿Dónde está el corral?
– Parece que tardarán en pagar el adelanto y repartir la ropa de trabajo.
– Ganad más y todo tendréis. Y el gran dinero está donde está el pico.
– No todos pueden manejar el pico.
– Voy a esperar un poco. Si no me gusta, dejaré todo y me iré.
Otra vez empezó a hablar Zhanabyl superando con la voz a los otros:
– ¿Qué piensan? La mantequilla es más sabrosa que los pensamientos. Pero si comes más de la cuenta vomitarás. Ayer hablé con Scherbakov. Dijo que tendremos como secretario del Partido a un joven kazajo Meyram. Hablaré con él. Entonces se sabrá algo. Tenemos que aguantar un poco. Todo saldrá bien. Los directores están pensando en nuestras necesidades.
– ¿Quién es ese Scherbakov?
– El principal por aquí.
– ¡Ya! Bueno, suelta ya, danos buenas noticias.
– ¡Basta! – puso fin Zhanabyl. – Es todo lo que pude averiguar. El ruso no lo domino bien para hacer muchas preguntas. Y Scherbakov no habla kazajo. Hablaré con ese secretario y ya os comentaré algo.
Estas palabras animaron a la gente.
– ¡Lo mucho que significa hablar ruso!
– ¡Este Zhanabyl alcanzará mucho.
– Recién llegado ya conoce a los jefes.
– Zhanabyl tiene razón: si no habría lugar no hubieran llamado aquí a tanta gente.
Meyram no iba a seguir la conversación y se levantó sin que nadie se diera cuenta. Seguía su camino pensando sobre lo que presenció.
De repente se paró.
Delante de él había una yurta. En la entrada estaba una chica joven. Con la mano se apoyaba contra la jamba superior, su cuerpo parecía una rama fina. En su rostro blanco y en los ojos negros se veía una mezcla de tristeza y alegría: la penumbra atravesaba el rostro y enseguida la cara volvía a resplandecer. ¿Qué pensamientos paseaban por su cabecita?
Ella apareció entre las grises yurtas como la luna en las nubes. Y enseguida se metió dentro como un armiño en su madriguera.
A Meyram le pareció un sueño. Sin darse cuenta se acercó a la yurta. 
Le salió al encuentro un hombre bajito vestido con pantalón de piel de oveja. Su cara le pareció conocida a Meyram. El hombre le estrechó la mano y sonrió abiertamente.
– ¡Pase, pase!
Intentando recordar dónde podía ver a ese hombre Meyram entró dentro. La preciosa joven estaba sentada a la mesa. Como por descuido miró a Meyram y de nuevo se inclinó a sus cuadernos, estaba estudiando con su amiga que estaba sentada a su lado.
En la cabecera estaba un señor con barba. Sin levantar la cabeza se movió abriendo paso al visitante.
A la izquierda en la yurta, en la parte que de costumbre se consideraba femenina y servía de cocina estaba acostada una mujer anciana. Junto al tabique de estipa había una negra como asa bota y en el keregue  colgaban un pico y una pala. Todo esto vio Meyrma antes de saludar y sentarse al lado del hombre de barba.
El conocido que había recibido a Meyram delante de la yurta se quedó en la entrada. Tendría las caderas estrechas o el pantalón estaba mal atado. El hombre siempre lo subía y miraba con inquietud a la mujer acostada y a las chicas.
– ¡Ardak-jan, Maypa-jan! Poned el samovar, – sin levantar la cabeza dijo la señora. – No puedo levantarme por la cintura.
Las chicas se apresuraron a recoger los cuadernos.
– Si es por mí, no hace falta, – dijo Meyram.
Vio en la mesa el libro. “Anna Karenina”, leyó el nombre y se alegró de que en la yurta de un kazajo que venía de la estepa se podía ver la obra del gran Tolstoy. Sabía que el libro estaba leyendo la chica que le pactó por su belleza, pero todavía no sabía su nombre. Tampoco sabía quiénes son esos dos hombres y la esposa de quién es la señora enferma.
– Dios lo quiere, – dijo el hombre que recibió a Meyram, – mi esposa se puso enferma.
La chica que estaba sentada al lado de la bella se parecía con sus ojos grandes a la anciana y con su figura un poco encorvada a su marido. El hombre de barba con mejillas hundidas que hasta el momento estaba guardando el silencio dijo:
– Ardak-jan, nuestro visitante no quiere el té, sírvele kumys.
Ahora Meyram sabía el nombre de la bella y quién era su padre.
Ardak se levantó. Llevaba un vestido gastado de reps azul con un corte urbano. El cuello libre dejaba ver su blanco cuello un poco tocado por el sol. Según la moda urbana de aquel tiempo tenía pelo corto peinado atrás. La chica se mantenía con una gracia libre, pero cuando se acercó a Meyram para ofrecerle el kumys en una taza china sus labios rojos temblaron y el rostro se ruborizó. Meyram quería oír su voz. Paro Ardak estaba callada, puede ser por que no se atrevía hablar en presencia de los mayores. Meyram decidió hacerla participar en la conversación.
– ¿De quién es este pico? – preguntó él mostrando con la cabeza el instrumento.
– Yo. Nos vimos en la mina, – contestó el hombre. – Venimos con la gracia de Dios para ganar dinero y resulta no es muy fácil. No se puede dominar el pico de una vez.
Meyram se acordó: era uno de los obreros del equipo de Khutjan.
– No pregunté su nombre…
– Me llamo Zhumabai.
– ¿A Usted también le vi en la mina? – preguntó Meyram a su vecino.
– Sí, lo vio, – contestó Zhumabai. – Trabaja en el botadero. Gracias a Dios nos encontramos de repente y ahora compartimos el hogar.
– ¿Viene de lejos?
Zhumabai no sabía que decir y miró al barbudo. El hombre tras una pausa sin mirar a nadie dijo:
– De lejos, de la región de Semipalatinsk.
No parecía un hombre muy charlador. Meyram no quiso molestarle más y preguntó a la joven:
– ¿Es Usted quien lee este libro, hermana?
Ardak le contesto:
– Sí.
– ¿Estudia con su amiga?
– Aquí no hay escuelas, – dijo en voz baja Ardak. – La ayudo aprender a leer y escribir.
– Buena cosa. Muchos son analfabetos todavía…
Parece que el padre no quería que los jóvenes sigan hablando y les cortó:
– Es hora de ordeñar a la yegua.
Las chicas cogieron el cubo y salieron de la yurta. Meyram las acompañó con la vista. Por la entrada abierta se veía como de lejos pastaba una yegua baya, a su bozal estaba atado un potrillo.
Meyram se sintió aburrido, la conversación languidecía. Agradeció a los dueños y salió.
Hace poco el cielo estaba cubierto con copos de nubes pero ahora estaba limpio. El sol resplandecía en lo alto. Era hora de comer. El humo azul claro levantándose en el aire calmado de los tundikes de las yurtas estaba colgado sobre los aúles. Desde la colina donde estaba la mina se oían los golpes en el raíl. Por la carretera en ambos sentidos iban los obreros y corrían los carros. El ganado que por la mañana andaba junto a los aúles y los pozos, ahora pastaba al lado.
Meyram no podía deshacerse de la imagen de la joven y todo el tiempo volvía la vista para verla. Ardak también dos veces miró a su lado. Meyram no logró entender si ella le miraba a él o había algo más que le interesaba.
Las chicas empezaron a cantar en voz alta la antigua canción “Akkum”.
¡Ay, esas voces de las jovene, esa preciosa Ardak, esa floreciente estepa alrededor! Meyram andaba casi borracho de la emoción. Y sólo un pensamiento le preocupaba: ¿había manera a conocer de cerca a Ardak? Y ¿qué clase de gente era su padre?

Capítulo noveno

Años atrás… Una yurta grande y blanca. Trozos de fieltro con el que está cubierta por fuera y por dentro hasta el mismísimo tundik están bordados con lazos de tela roja y fijados con cintas tapizadas de color con anchura de una cuarta. Estas cuarenta y dos cintas que adornaban la yurta tres años las tejía la anciana de ojos rojos que estaba sentada bajo el caliente sol junto a la hoguera de tierra y preparaba el kurt, una especie de queso agrio. Llevaba un beshmet usado que había recibido por su duro trabajo de tres años.
Detrás del aúl estaban atados al zheli  unos potrillos. Junto a ellos se encontraban unas yeguas. Eran tantas que mientras los ordeñadores llegaban al final ya era hora del nuevo ordeño. Jóvenes descalzos con mediodelantal de cuero con pantalón arremangado llevaban la leche en cubos. A los ordeñadores les controlaba un anciano delgado con barba escasa. Era el esposo de la vieja que estaba a la hoguera. Una vez pidió al dueño de la yurta un caballo para arreglar sus asuntos. Se lo robaron. Para pagar la deuda el viejo dos años estaba trabajando sobre la rica pintada de varios colores carcasa de la yurta y no pudo deshacerse de empeño.
A la derecha de la vivienda del dueño estaba una pequeña yurta gris y a la izquierda otra, muy pequeña, casi negra por el humo. Entre ellas tendía una cuerda de la que ataban a los caballos ambladores y corceles que podía montar sólo el myrza. . En la sombra de la yurta blanca había un carro cubierto de lona con timones levantados. Debajo del carro junto a un perro negro-pio roncaba el pastor tapado por una mantilla y con el fuste como almohada. El constante ladrar del perro y las voces altas de la gente en la yurta emborrachada por mucho kumys que se habían bebido, molestaban al pastor que todo el tiempo se daba la vuelta.
Una niña de dos-tres años con ojos negros brillantes y flequillo que le llegaba hasta las cejas, se acercó al carro, se metió debajo y se acomodó entre el perro y el pastor. Con el ceño fruncido y mejillas pomposas ella miraba sorprendida en el rostro del dormido que roncaba desagradablemente y chasqueaba los labios. Se sintió segura, se acercó a él, le toco el bigote negro que se movía con la respiración y enseguida quitó la mano. El hombre no se movió. Entonces la niña se recostó en el pecho del pastor y empezó a jugar con su bigote.
El pastor se despertó y abrió los ojos. Abrazando a la niña la besó y le indicó a la entrada en la yurta.
– Corre al papá.
La niña corrió a la entrada, pero al mirar dentro de la yurta se quedó parada.
Un hombre de treinta años con el pelo liso en un traje blanco de tusor chino con las manos detrás de la espalda daba vueltas por la yurta.
En la cama varsoviana con respaldo metálico curvado retumbado en la almohada y jugando con canelones estaba tumbado un militar esbelto. Era ruso, tenía bigote frondoso y ojos grises profundos. En el suelo junto a la mesa bajita redonda estaba sentado un traductor con barba y chirriaba con la pluma.
En el sitial estaban sentados con solemnidad dos hombres. Uno era muy grueso con el cuello carnoso, con piel que le colgaba por debajo de la barbilla y una barriga grande. Cuando él levantando el dedo empezaba a hablar, la voz le sonaba ronca. A su lado con los ojos cerrados estaba el molá en un shapan  con bigote erizado. De vez en cuando pronunciaba: “¡Ya-jakk!”  y temblaba como si estaba con fiebre. También dentro había otras tantas personas que trajinaban sin fin, se levantaban y se sentaban cambiando de lugar. Cada uno de ellos tenía en el cinturón una bolsa de fieltro colgada de un cordón de crin. En el umbral había dos guardianes que llevaban en el pecho unas medallas de cobre casi de tamaño de la palma. Los dos servidores como un perro seguían atentamente cada movimiento de los músculos en la cara de los importantes hombres en el sitial.
Así vio la niña a los cabecillas y dueños de la estepa reunidos en la yurta blanca con el keregue pintado en varios colores y cubierto con pleitas de estipa y bordada con fieltro. El comportamiento de estas personas despertaba la curiosidad de la niña, la espantaba y la asombraba. Ella no podía apartar la mirada de ellos…
De pronto fuera se oyó casqueteo que estremecía la tierra. Todos se levantaron de un salto de sus sitios y comenzaron a moverse como una manada espantada: unos se lanzaron a la puerta, otros se metieron debajo de la cama y terceros se escondieron detrás de los tabiques. Voces roncas y chillonas llenaron la yurta.
En el camino como si se tratase de un temporal subían nubes de polvo. Pronto al aúl se acercó un cúmulo ruidoso polifónico de jinetes y rodearon la yurta blanca.
– ¡Sacar a Alibek! ¡Sangrarle! ¡Atarle el uriadnik  a la cola del caballo salvaje! – gritaban fuera.
Uno de los que entraron en la yurta dio una puñalada al dueño, otro puso en el cuello del uriadnik el lazo de crin y le sacó fuera, alguien tiró al suelo al traductor y cogió los papeles de la mesa…
Al disipar la reunión de los cabecillas los jinetes se fueron. En la yurta quedaba sólo el dueño sangrando. A su lado lloraban dos mujeres que eran sus esposas. Lloraba espantada la niña.
El dueño de la yurta, el intendente regional Alibek, el que sufrió la puñalada, mucho tiempo explotaba a los habitantes de los aúles vecino. La gente estaba desconsolada…
La niña no entendió lo que había pasado en la yurta, pero mucho tiempo después se despertaba por la noche, gritaba y lloraba cuando oía un pequeño ruido. Cuando creció le habían explicado lo que ocurrió delante de sus ojos aquel día.
Esta chiquita era Ardak. El hombre callado de barba negra al que vió Meyram en la yurta del Zhumbai era su padre. Le llamaban Alibek.
…Era un día soleado de verano. El sol subía en el cielo, las sombras disminuían. De costumbre a estas horas el viejo-chaban  paticojo montando un buey rojo pastaba la manada de ovejas lejos del aúl. Hoy se quedó cerca del pueblo y montaba un potro morcillo. En la silla tenía un largo kuruk. El buey rojo pastaba libre con los otros y le miraba al pastor como si no llegaba a entender porque no le ensillaban. Antes de lo acostumbrado trajeron al aúl la caballada.
Junto a la alta yurta que estaba en el centro del aúl semicircular se reunieron mucha gente. Todos traían bridones o bozos o cuerdas. Desde los pueblos vecinos solos y en grupo llegaba más gente y se reunían con los otros. El relinche de los caballos, el balido de las ovejas, el rebufe de las bacas y camellos, las voces de la gente se juntaban en un rumor desordenado que cubría el aúl.
Junto a la puerta de la yurta que servía de cocina a la izquierda de la vivienda estaban los guardias. Dentro estaban dos personas, el marido y su mujer. Los ojos de la mujer estaban llenas de lágrimas, ella suspiraba dolorosamente. El hombre bamboleándose daba vueltas a la yurta como un lobo atrapado. En su rostro de pómulos salientes con ojos recelosos se leía desconsolación. De vez en cuando miraba fuera de la yurta a través de los agujeros en el fieltro y se ensombrecía aún más.
En la pequeña yurta vecina también estaban dos, la madre con la hija. Aquí no había guardias. Pero las mujeres no pensaban irse. La madre consumida por la enfermedad con dificultad levantaba la cabeza de la almohada y triste contaba a la niña de ojos negros que estaba sentada a su lado:
– Nuestra familia no era igual a la suya, pero se dejó llevar por mi belleza de la que hablaba la gente. Entonces no tenía ya en la cara estas manchas marcadas por la viruela. Dentro de seis meses después de la boda, cuando todavía llevaba zhelek , caí enferma. Mientras estaba en la cama se buscó otra esposa. Y lo demás ya sabes.
Vas a cumplir quince años. Hasta ahora me consentían sólo por ti, sino ya me hubiera echado fuera. ¿Y qué más da? Era viuda con un marido vivo, me convirtió en esclava. Tiene grandes manadas de ganado y yo no tenía ni un cabrito roñoso. Los azotes y la humillación convirtieron en hielo mi corazón. Yo he marchitado con ello…
Tu padre buscaba riqueza y poder, hija mía. Pero “el agua encuentra su presa” dice el refrán. La vida dos veces le había castigado, pero no aprendió nada. La primera vez cuando eras pequeña. El pueblo se sublevó y uno de los rebeldes le clavó un puñal. Luego más tarde cuando vinieron aquí los rojos y querían arrestarle le salvo su compañero de clase. Ahora es la tercera vez y ya no evitará su castigo.
¿De qué puedo lamentar? No tenía ni propiedad, ni marido. ¿Cómo puedo yo abandonar mi lugar natal, mis próximos con los que crecí? Quédate conmigo, no tienes por qué irte con el padre… Dicen: a los catorce la muchacha es dueña de la yurta de recién casados. Sabes llevar la comida a la boca. Tienes los ojos abiertos, sabes leer en ruso y en kazajo. Ardak, querida mía, corazón de mi vida, tengo un solo sueño de llevarte al feliz lugar de la ama de la yurta y compartir tu té. Si la tierra fría me llevará antes de tiempo, recuerda mis palabras: vive como lo dice la sabiduría popular, busca tu lugar entre los iguales, no te encamines sola, sino siempre acompañada, pero no cuentes con otros, se tu misma coserte un abrigo. ¿Entiendes, hija mía?
Ardak no levantó la cabeza, se quedó inmóvil. De sus ojos saltaron las lágrimas y dijo:
– Entiendo, mamá…
En la calle el jaleo no se calmaba. Todos estaban contentos. Ahí cabestrando al potro morcillo y aguijando una decena de ovejas y cabras salió del círculo el cojo chabán Shostojak. Los peones Zhantak, Asambay y Balgabek repartían la caballada. El pastor de camellos Ishak llevaba una blanca camella. La ordeñadora Undekey abrazaba una vaca roja.
Se oían voces:
– ¡Felicidades por las pertinencias!
– Igualmente. Es nuestro ganado, lo hemos criado nosotros.
– Ahora hasta el miserable tiene lo suyo y podrá comer bien.
Por fin el repartido llegó al final. De la yurta grande quitaron el fieltro, desmontaron la carcasa y cargaron todo sobre los carros.
Al dueño y la dueña les sentaron sobre un carro de dos ruedas emparejado por un camello amarillo. El equipaje se puso en marcha. Le esperaba un largo viaje. La gente les acompañaba con la mirada. El camello lentamente se movía y chillaba constantemente. El carro saltaba en los terrones y chirría. Los dueños ocultaban sus caras de la gente y no levantaban la cabeza.
El responsable por el repartido del ganado subió en una tarima y proclamó:
– ¡A partir de hoy el feroz explotador Alibek Myrzabekov es deportado de nuestra región! Y vosotros, gente trabajadora, sois los amos de los pastos en los alrededores, criad vuestro ganado.
La gente empezó a irse. De la grande yurta en la tierra quedaba sólo una mancha redonda.
Era el año 1928, período de expropiación de la propiedad de los bayes-feudales.

Pasaron otros tres años. Era una noche de verano.
En el koljoz “Voroshilov” en pocas casas no dormían. Pero los jóvenes paseaban por la calle, se oía la música del acordeón y canciones rusas. Los habitantes aquí eran rusos.
Alibek iba por el pueblo. Detrás de la espalda tenía una alforja y en la mano un bastón. Se apresuraba para salir por las calles lejanas sin hacer caso al pequeño perrito que ladrando se lanzó detrás de él. Cuando Alibek se acercó a los jóvenes se calló la música y el cantar.
– Chicos, ¿quién es ese?
– Un mendigo.
Alibek despertaba sospechas. En la cabeza llevaba un casco viejo, en los pies unas botas usadas, en los hombros – la bata kazaja. En la barbílla le salía un pedazo de la barba como mata de estipa. Alibek tenía miedo de que los chicos le llevaran al consejo de la aldea y les preguntó apresurado:
– ¿Dónde vive el kazajo pastor?
– ¿Y de qué le conoces?
– Es mi familiar.
– El pastor es buena persona.
Los chicos le enseñaron el camino y le seguían con la mirada hasta que entró en la casa del kazajo.
En la casa había sólo dos personas: una vieja que dormía en la estufa y Ardak que leía un libro.
Al oír los golpes en la puerta Ardak cogió la lámpara y salió en el zaguán.
– ¿Quién es?
– Abre, querida, soy de la familia.
– ¿Y en concreto?
– No te espantes, hija mía, soy tu padre.
– ¿Qué? ¿Quién es? – se perdió Ardak.
Salió a la puerta la mediodormida vieja.
– ¿Quién es?
– Soy yo, sheshe .
– ¡Dios mío! ¡No pueden resucitar los muertos! – exclamó la vieja cogiéndose del pecho y retrocediendo.
– No grite. Soy yo, como puede ver, en carne y hueso. Yo he vuelto.
– ¡Padre! – una fuerza empujó a Ardak. Ella se lanzó a la puerta. La lámpara se apagó.
Alibek entró en la habitación y lo primero que hizo es cerrar la puerta con el picaporte. Luego empezó a hablar con la hija y la vieja que estaban llorando.
– Por favor, no armad escándalo. Que no se de nadie en cuenta. Yo no quiero que me vean por aquí.
Encendieron la lámpara. Ardak y la vieja calladas estaban mirando a su visitante.
Alibek dijo tranquilo:
– ¿Qué os asusta? Yo no lo pasé mal. Lo único que el Dios se llevó a mi segunda esposa que me acompañaba en el destierro. Y yo, como veis estoy sano y salvo. ¡Cuánto te echaba de menos, hija mía! No puedo vivir solo. Vengo pedirte que me acompañes…
Ardak no tuvo tiempo para decir ni una sola palabra. La cortó la vieja:
– Lo principal es que estás vivo, querido. Dicen, quien cayó en desgracia pierde la cabeza…
– Eso era antes, sheshe-
Ardak suspiró:
– Ha cambiado mucho, koke. .
– Esto tiene arreglo, mi cielo, – la calmó Alibek. – Estoy cansado tras el largo camino.
Y siguió su relato:
– No me he desanimado. Doquier me llevaba la vida, cualquier cosa que hacía, en todas las partes trabajaba bien. Por eso me pusieron en libertad antes de cumplir la condena. Aquí está el documento. – Les mostró los papeles. – Y el trabajo cambió mi carácter. Entendí, hija mía, que no se puede recuperar lo pasado…
– ¿Y qué va a hacer ahora? – le preguntó Ardak.
– Acostumbrarme a la nueva vida. No quiero vivir aquí. Me da vergüenza de la gente. En unos cuantos días de aquí fundaron una gran construcción, de una ciudad nueva. Ahí se necesita la gente… Me buscaré la suerte ahí. Y vengo para ofrecerte acompañarme. ¿Qué vas hacer en el aúl? Tienes que salir adelante.
La vieja se puso a cocinar. Ardak escuchaba a su padre con un interés escrutador. Luego le enseñó sus cuadernos, había terminado la escuela local. El padre al ojear los cuadernos quedó contento con los resultados.
– Ves que bien. Ahora no se puede vivir analfabeto. Y ¿dónde puedes aplicar tus conocimientos aquí? Otra cosa es una ciudad grande. Ahí alcanzarás otro nivel.
Ardak vacilaba. Por una parte la oferta del padre le gustaba: nuevos lugares, nueva gente… Todo esto seducía a la joven.
– Hay que esperar a que vuelva nagashi , hablar con él, despedirme, – dudaba la muchacha.
– ¿Cuánto va a tardar para volver? ¿No me habías dicho que se fue a un congreso? Tardará no menos de una semana. Vamos a escribirle una carta. Yo quiero irme lo más pronto posible. ¡Coge tus cosas, hija, y nos vamos!
La vieja estaba en la habitación delantera con el samovar. Ardak entró, se paró en la puerta observando triste a su abuela.
– ¿Qué hago, azhe?
– No sé qué decirte, mi corazón. Tu decides.
– Papá no quiere esperar a que vuelva nagashi…
– Sólo tú me quedas tras la muerte de mi pobre hija Sholpan… Pero es tu padre, al fin y al cabo. Y aunque me cueste separarme de ti… – La vieja se tragó el llanto, sus hojos se llenaron de lágrimas. – Tú decides. ¡Sólo quiero que seas feliz! Si quieres irte, mejor que lo hagas antes de que vuelva nagashi. Alibek piensa lo mismo. Es la primera vez que entra en nuestra casa tras la boda con mi hija. Nunca nos consideraba igual a él. Por eso el viejo está enfadado con él…
– Es verdad, nagashi no quiere a mi padre. Y mi pobre madre también se quejaba de él. Pero me parece que ha cambiado, ya es otra persona. En aquel entonces ni yo, ni mi madre no fuimos con él. Pero ahora me parece que tengo que ayudarle a llevar una vida diferente. Dime, azhe: ¿qué tengo que hacer?
– ¿Os vais lejos?
– Lejos.
– Ya es hora de que te hagas dueña de la yurta.
El samovar empezó a bullir. Mientras tomaban el té los tres guardaban silencio. De pronto a la vieja se le escapó la taza. La señora lamentó:
– Me tiembla la mano.
Ardak levantó la taza y dijo:
– Ya tiene muchos años, azhe.
La vieja suspiró:
– ¿Qué vas hacer? Lo principal que tú, joven, vivas bien.
Alibek sacó del bolsillo una faja de dinero. Lo contó y lo colocó sobre la mesa.
– Aquí hay quinientos rublos, sheshe. Perdona a mí y mi hija que la estamos amargando. No la quitaría de su lado, pero también puede entenderme. Estoy muy sólo en este mundo.
– Quédate con el dinero, querido. Gracias. Nosotros vivimos del sueldo del viejo, aquí goza de estima. Pero no puede parar. Si hay por ahí un congreso o reunión – no le dejan en paz. Dicen, es buen trabajador… Me acostumbré a la nieta, la quiero como a mi pobre Sholpan. Pero ¿qué vas a hacer? – La vieja se quitó las lágrimas. – Y encima el viejo está fuera. N se que le digo. Es de sangre ardiente.
Alibek temiendo que la conversación se alargue dijo unas cuantas palabras de consuelo a la vieja y sin esperar que quitaran la mesa empezó a prepararse para el camino.
Ardak estaba inmóvil esperando si la abuela iba a decir algo más. La vieja se acercó, la beso en las mejillas, en la frente y dijo:
– Bien, doy mi consentimiento. ¡Que seas feliz, mi cielo!

Cápitulo décimo

Antiguo bai, ahora trabajador, Alibek entró en la mina y se perdió entre el público abigarrado que venía a Karagandá de todas las partes de la inmensa estepa. ¿Para qué se traía a la hija? No sabía la respuesta. Podía ser por la soledad que sentía, le oprimía estar separado con la única persona que era su sangre. O simplemente a razón de que su hija era una joven instruida, avanzada y con su ayuda podía ganar la confianza entre la gente.
Ardak no sabía lo que pensaba su padre. Sentía lástima y quería ayudarle a encontrar su puesto en la nueva vida. Ella creía que su padre aceptó el nuevo ordenamiento y quería ser una persona honrada. Eso era inherente a ella. Los últimos años ella vivía entre la gente sencilla e ingenua con corazón abierto.
En Karagandá Alibek y Ardak encontraron refugio en la yurta del hospitalario Zhumabai. Aquí Ardak por primera vez vio a Meyram y desde aquel día su vida estaba iluminada con una luz nueva. Sólo una vez entró Meyram en su yurta, pero su imagen quedó grabada en el corazón de la muchacha. A veces Ardak se daba cuenta de que quería que Meyram de nuevo entrara en su refugio, se sentara en el sitial, entablara la conversación mirando de reojo a ella. Aquella mirada la hacía latir el corazón con más fuerza.
Ardak estaba en la yurta sola. Los últimos días se le cruzaban los pensamientos y ya se le había hecho un lío en la cabeza. No podía resolverlo. Lo más difícil era entender a su padre. Parecía ser sincero, abierto, pero ¿era capaz de empezar una vida nueva? Luego, su propia vida. ¿Tendría la posibilidad de seguir estudiando? ¿Por qué estaba tan emocionada por el Meyram? ¿Quién era aquel joven? ¿Cuál sería el lugar de Ardak en este nuevo tan difícil mundo? ¡Cuántas esperanzas e inquietudes! Las inquietudes perturbaban y las esperanzas alentaban. El mar de la vida se le presentaba como lleno de calma, pero de vez en cuando se levantaba y se agitaba.
Sometida en sus pensamientos Ardak cerró el libro pero seguía teniéndolo en las manos. En ese momento entro Maypa, la hija de Zhumabai.
– ¿No es la hora de llevar la comida a los padres? – Preguntó la viva Maypa.
Ardak la sonrió y se levantó de la mesa.
– Vamos.
Las chicas tomaron las alforjas con la comida y se dirigieron a la mina. Sus caras lucían de alegría. Y porque estaban contentas las chicas no podrían explicarlo. Era la primera vez que iban a la mina. Les parecía que allí trabajaban los mejores.
Lo primero que vieron las muchachas cerca de la mina eran diez trabajadores. Habían tendido entre los caballetes largos de cientos metros haces de alambre, las así llamadas “lenguas” y con unos palos de hierro colchaban un cable nuevo.
Las chicas se sentaron cerca en un montecillo y con curiosidad observaban el trabajo de los hombres intercambiando las opiniones:
– Igual como se hace una cuerda de crin.
– Nosotras también lo podríamos hacerlo…
En aquel momento un cabo de la “lengua” se salió del poste y el alambre cerdeando y ondulando enredó los pies y los vestidos de las muchachas.
Zhanabyl se echó a reir.
– ¡Oye, Baiten! No les dejes escapar, que han caído en la red.
Este cabo de la “lengua” estaba colchando Baiten. Siempre Baiten se ponía las manos a la obra con vehemencia, como un potro de dos años cuando le dejan correr. Pero se cansaba muy rápido. Eso le había pasado ahora, al cabo de una hora perdió fuelle, no podía trenzar el cable con la misma fuerza y bostezaba. El palo metálico se cayó de sus brazos y le dio en la cara. Los labios se le hincharon. Estaba enredado en el alambre como las chicas y daba vueltas intentando liberarse.
– ¡Aquí está el obrero con dieciocho años de experiencia! – decía Zhanabyl ayudándole. – De lengua eres muy diestro.
– ¡Déjame en paz! – refunfuñaba Baiten. Ya no se leía tanto aplomo en su rostro, los ojos miraban con confusión. – Tendré que ir al médico.
– ¿Por esa tontería? – se asombró Zhanabyl.
– De todas las formas me pondrán un día laboral completo.
– ¿Sin terminar la tarea?
– Los arcos tienen un cuello muy gordo, no te preocupes.
– ¿Eso es todo lo que aprendiste en dieciocho años? – se enojó Zhanabyl. – Para esas tonterías jamás abandonábamos incluso el ganado del bay. ¡Eres un zorro! Mal ejemplo para los jóvenes.
Y Zhanabyl se dirigió a las muchachas para ayudarlas liberarse de los alambres.
Baiten dio unos pasos para irse, pero se dio la vuelta y regresó refunfuñando:
– ¡Vaya maestro! ¿Si el trabajo formal es para un día? ¡Vaya!
Y se puso a trabajar a regañadientes.
Antes el trabajo en la mina lo llamaban trabajo para los bayes. Y era así. Los ingleses por cualquier excusa intentaban quitarles el miserable sueldo a los mineros. Los obreros como Baiten intentaban hacer lo mismo con los dueños cuando tenían posibilidad. Aquella costumbre todavía quedaba grabada en Baiten. Ahora volvió a su puesto sólo porque tenía miedo que le iban a censurar sus compañeros. Seguía trabajando sin muchas ganas. En este lugar todavía no tenían normas diarias. Los resultados se contabilizaban por acuerdo y la ganancia se dividía en partes iguales. Por eso Baiten no solía entregarse mucho al trabajo.
Por mucho que intenten las chicas liberar sus vestidos, no lo pudieron hacer sin Zhanabyl. El alambre metálico les enredó sin que pudieran hacer un paso.
– ¡Así son nuestras redes! – reía Zhanabyl.
Primero liberó a Ardak. Y cuando tocaba a Maypa, empezó con condiciones:
– Pídeme bien, te ayudó.
– Por favor, hermano.
– ¿Me pides bien?
– Muy bien.
– Bien, luego no te escampes. Usted es testiga, – la dijo a Ardak. Liberando a Maypa Zhanabyl elogiaba el cable. – De acero puro, válido para bajar en la mina y para cazar a las muchachas.
Ardak callada hasta el momento dijo:
– ¿Suele cazar a las chicas con redes de acero?
– No, también tenemos de seda, son más resistentes.
– Pero no son bastante resistentes para cazar corazones.
– Veremos que corazón tiene, – contestó Zhanabyl. – Habrán redes capaces de cazarlo.
– ¿Y quién las tiene?
– Uno ya está haciéndolas.
– ¿Quién será? – insistía Ardak. Maypa ya le había comentado que Zhanabyl conocía a Meyram y se ven a menudo. Ardak pensaba: “Quizás habían confesado algo entre ellos”.
Zhanabyl seguía gastando bromas:
– Mire cuántos chicos jóvenes hay por aquí. ¿Piensa que sólo saben hacer cables? Se equivoca, son maestros en hacer redes para los corazones de las chicas.
– ¡Para ya! – se enfadó Maypa. – Mejor nos cuentes algo bueno. ¿Qué tal va la vida en la mina?
Zhanabyl dejó de bromear:
– ¡Muy bien va la vida! Hay muchísimas noticias, chicas.
Y les comentó como una semana atrás se celebraron las elecciones del buró de la organización del Partido. Como secretario por unanimidad nombraron a Meyram. Después de las elecciones Meyram dio una charla en la reunión del Partido sobre el tema “Tareas productivas inmediatas de los comunistas y komsomol”. Zhanabyl dijo que era una charla fenomenal, era la primera vez cuando escuchaba un relato tan interesante.
También estaba muy entusiasmado con Scherbakov.
– Sergio Petrovich fue conmigo al taller mecánico para que me den de alta. Y dijo al cerrajero Lapshin que me enseñe lo que sabe…
El hablador Zhanabyk hablaba sin parar alabando a todos y a sí mismo:
– ¿Conocen a Lapshin? Es una persona de las que quedan pocos. Es comunista. Viene de Donbass. Es un verdadero profesional. Este cable viejo lo encontró en uno de los rincones de la mina y ofreció hacer de él uno nuevo. Para esto creó un equipo de diez personas y unos días trabajaba con nosotros. Luego me puso en la cabeza del equipo…
En este momento vino Lapshin. Tenía unos treinta años. Delgado, reservado no atraía a la gente de primera viste. Esto se debía a la fría y atenta mirada de Lapshin.
El hombre saludó a las chicas y se dirigió a Zhanabyl:
– El cable se necesita ya. ¿Cuándo termináis?
– Antes de comer.
Zhanabyl hablaba el ruso con dificultad y cuando le faltaban las palabras utilizaba los gestos.
Lapshin revisó el cable. En un sitio encontró una irregularidad y sin decir nada la enseñó a Zhanabyl. Este amenazó con el puño a Baiten.
– ¡Es tu trabajo!
– Aquí hay que deshacerlo y volver a colchar, – ordenó Lapshin. – El cable mal hecho no puede cargar con pesos grandes y se desgasta más rápido. Estas son las leyes de la mecánica.
– ¿Y quién las impone?
Lapshin sonrió reservadamente.
– La ciencia. Ya lo entenderás.
– ¿Ciencia? – preguntó Zhanabyl. – Eso tengo que aprender. – Sacó un lápiz, colocó una hoja de papel en la rodilla.
– No es “mekanika”, es “mecánica”. Deja que te lo corrijo.
– Sí, por favor.
– En cuanto terminéis llevad el cable a la mina “Gerbert” que lo necesitan urgente. ¡Dense prisa, camaradas!
Lapshin se fue.
Zhanabyl le acompañó con la mirada, chasqueó la lengua y guiñó el ojo a las muchachas:
– ¿Ven que persona? Nosotros aquí tenemos a verdaderos dziguites. Sólo que Baiten...
– Y ¿en qué consiste vuestra habilidad? ¿En trenzar cables? – sonrió Ardak.
– Sin el cable no se puede sacar el carbón de la mina, y sin carbón no hay vida. Esto hay que entender. ¿Quizá es una pequeña tarea trenzar un cable de un alambre oxidado? ¿Si es fácil hacer un profesional del reciente peón como yo? Y Scherbakov dijo: hay que hacerlo. Y Meyram también… Ellos dos tienen un espíritu muy profundo. Yo todavía no los conozco bien. Dirá – es poco. Intente Usted a meterse en su alma, puede ser que encontrará algo muy valioso.
– Si fuese agua me metería, – dijo Ardak. – Y entrar en el alma de una persona no es una tarea fácil.
– Lo fácil puede hacer cada cual. Y mucho más honor se merece el quien alcanza lo difícil. Son palabras de Meyram. Y Usted ¿cómo piensa?
– Pienso que lo difícil cuesta alcanzar. Y no cada está dispuesto a sufrir.
– No, Usted no ha entendido bien, – replicó Zhanabyl. – Meyram no quiere que la gente sufre. Es una buena persona.
– ¿Y yo que se? ¿Por qué me elogia tanto a ese Meyram? – enrojeció Ardak.
– ¿Porqué? ¡Me parece que ustedes caen bien uno a otro! – soltó Zhanabyl.
Los tres se echaron a reír. Las chicas se dieron cuenta que el tiempo se les iba y se levantaron. Cuando se alejaron Maypa animadamente empezó a comentar a su amiga:
– Este Zhanabyl es muy revoltoso. Cuando se me cruza en el camino no me deja en paz, siempre se mete. Una vez nos paramos junto al pozo, apenas pude escapar, se quedó con mi anillo.
– ¿Cómo? Tú misma se lo diste, ¿no?
– De verdad me lo quitó. Casi me quedo sin el dedo.
– Entonces, ¿estáis de monos?
– No es causa para regañar. Me regaló un perfume.
Ardak suspiró. Ella intentó que Maypa no se diera cuenta del suspiro, pero se descubrió en la conversación.
– ¿Estás feliz con Zhanabyl, Maypa?
– ¿Y tú?
– ¿Yo? Si no tengo a nadie.
– ¿Y Meyram?
– ¡Y dale con Meyram! No lo conozco, ni él a mí me conoce.
Ardak pensó que estaría bien si le pudiera verlo. Debía estar por aquí. Pero no, no estaba. Todo en la mina era nuevo para Ardak, jamás visto. Un chico arreaba a los caballos que giraban el tambor. Las grandes cubetas bajaban por turno dentro del pozo y subían cargadas de carbón. Los obreros llenaban los carritos y amontonaban el carbón aparte.
– ¿Esto es la mina? – preguntó Ardak.
Los obreros se echaron a reír.
– ¿Acaba de nacer?
– Y ustedes vinieron a este mundo cuando se formó, ¿no?
Los bromistas se callarón. Junto al tambor apoyado en un poste estaba un viejo de hombros anchos con bigote cano. Parecía ser muy comunicativo. Estrechó la mano a Ardak.
– ¡Hola, chicas! ¿Buscan a alguien? Yo soy el mecánico Kozlov.
– Y yo Ardak Myrzabekova. Traigo de comer al padre.
– Por primera vez veo una chica kazaja tan valiente. Se ve que estudiaste. ¿De dónde vienes, hija?
– De un aúl.
– ¿No me mientes?
– ¿Y no se lo cree?
– Simplemente estoy concretando, – dijo Kozlov.
Tenía ganas de hablar, de compartir su alegría. Y de veras tenía la razón para estar contento: dos días antes del plazo definido por Scherbakov el viejo terminó la instalación del tambor con tracción a caballo. Quedaba en la historia el trabajo de subir las cubetas a mano. Ahora esta tarea la realizaba un solo joven. Y las cubetas eran cinco veces mayores de las antiguas. El carbón extraído se amontonaba ya en morenas, no en garberas. Pero este invento Kozlov lo veía como un remedio provisional, técnica atrasada. Pronto tenía previsto desmontar el tambor con tracción a caballo e instalar un mecanismo a vapor. Pero según él, el vapor tampoco podría satisfacer las crecientes necesidades de la producción. En futuro todo el trabajo se realizaría con equipos eléctricos. Se necesitará el ferrocarril. Kozlov resumió con entusiasmo:
– Cuando veo a los mineros kazajos tan experimentados como Yermek, jóvenes despiertos como Zhanabyl o tan valientes muchachas como vosotras me canta el corazón, hija. Con personas como vosotros todo podemos.
– Somos sólo chispas de una hoguera, padre.
– ¡Lo sé! Pero chispas salen sólo de un fuego potente…
El sonido del rail dio entender que llegó la hora de comer.
Alibek y Zhumabay subieron arriba. Las muchachas se dirigieron hacia ellos. Kozlov estrechando la mano de Alibek preguntó:
– ¿Es su hija? Es Usted un hombre bendecido.
– No hablo ruso, – dijo Alibek en kazajo ocultando que dominaba bien el ruso.
Ardak se sintió molesta tras ese comportamiento de su padre pero lo tomó como un capricho suyo. Seguía creyendo en sus palabras: “He cambiado mi punto de vista. Ya ves, tomé la pala y baje en la mina”. Siempre hablaba con muchas ganas sobre el trabajo. Ardak se fiaba de su padre, pero esos caprichos suyos le daban mucha pena. Y lo mismo sintió ahora.
Kozlov seguía hablando:
– Mira, hija. Debajo de esta chimenea hay un lago grande. Vamos a sacar el agua arriba. Aquí, junto a la chimenea, se encuentra el taller mecánico. Cuando termina el descanso, te llevaré ahí. Vas a aprender mucho. Si no acumulas conocimientos de joven, ni en la vejez serás sabia.
– Gracias, padre, lo voy a ver.
Kozlov se fue. 
Alibek y Zhumabay se apartaron, se sentaron en el campo cubierto de escasa hierba. Las chicas les sirvieron la comida. Zhumabai cortaba la carne de cordero y ofrecía:
– ¡Que lo aprovechéis!
– Las galerías de las minas serán más largas cada día, – dijo Alibek. – No tendremos tiempo para subir arriba a comer. ¿Oh, santos espacios de la estepa, dónde estáis?
Las palabras del padre molestaron a Ardak. “No puede soltar su pasado. O ¿es que está cansado?” – pensaba ella mirando al padre. Pero su rostro severo no reflejaba ningún sentimiento.
Metiéndose la carne en la boca Zhumabai se demostró totalmente indiferente a la queja de Alibek.
– Bueno, nos llevaremos la comida abajo.
– Debajo de la tierra el estómago no puede digerir bien la comida, – dijo Alibek.
– Gracias a Dios, mi estómago es capaz de digerir la comida en cualquier lugar, – le contestó Zhumabai. – Yo mismo estoy sorprendido. Cuando visitaba a mi novia todos me llamaban glotón.
Ardak se echó a reír. Alibek sonrió y asintió:
– Claro, hay trabajo y las ganas se abren. Lo principal es tener trabajo.
Cuando los padres terminaron de comer, las muchachas se dirigieron a la chimenea. Allí les esperaba Kozlov.
El pequeño edificio ahora tenía un nombre enfático – taller mecánico. Pero era más para el futuro. En el taller todavía no había ningún equipo en estado de trabajo. En los rincones se amontonaban ruedas metálicas, pedazos de engranajes, vagonetas oxidadas, algunos locomóviles defectuosos y otros cacharros. Todo esto quedaba de los ingleses.
Fuera junto a la puerta había tres locomóviles. El cerrajero, tío Ivan Popov, todo el día estaba con ellos, golpeando con el martillo. No tenía costumbre de darse prisa ni ajetrearse. Era callado. Sólo cuando le hablaban sobre el locomóvil empezaba a hablar y se olvidaba de su martillo.
A su lado las llevó a las muchachas el mecánico Kozlov, explicando al viejo que hacía falta enseñarlas el locomóvil. Y se fue.
Antes de empezar a hablar el tío Ivan encendió su pitillo que era igual al dedo gordo y se quedó fumando con una mano cerca de la boca y la otra por debajo del sobaco, observando el aparato. Era su manera de empezar la conversación.
Las chicas le seguían con mucho interés y le miraban en el rostro observando su barba blanca tocada con el amarillo de la nicotina.
Tío Ivan dijo algo en kazajo. Hablaba bien pero las primeras frases era difícil de entender sin acostumbrarse. Al viejo le faltaban dientes y por eso cecereaba. Ardak le costaba entenderle, pero no se atrevía preguntarle para que no se enfadara con ella.
– Este locomóvil era del Ojotorcido, – dijo claramente el viejo cerrajero.
El Ojotorcido era un kulak, propietario del molino de vapor en la aldea Bukbe, fue deportado. El tío Ivan conocía bien al Ojotorcido y pensaba que le conocía todo el mundo, por eso no explicó nada a las muchachas.
– Quince años trabajábamos juntos para el Ojotorcido, – explicaba tío Ivan indicando al locomóvil.
Luego pasó al otro.
– Y este fue del Riazanov, – dijo apagando bien la colilla, tampoco explico que Riazanov era propietario de otro molino. – Conozco este aparato treinta años, – añadió. – Y pienso que lo reparé unas treinta veces. – Por fin apagó la colilla y dobló las manos ásperas en la barriga.
El tercer locomóvil estaba cubierto por parches, hasta en las ruedas. Al acercarse a éste el tío Ivan se echó a reír.
– Este viejo tendrá la misma edad que yo. ¡Anda, sinvergüenza, lo que dura! Ya debería estar en la chatarra, – dijo escupiendo al suelo.
En el taller las muchachas conocieron a otro obrero viejo, Antón Levchenko. De carácter y de apariencia era totalmente diferente al tío Ivan: en movimientos – rápido, como un azor, de palabra – muy afable. Cuando las chicas se le acercaron estaba buscando algo en la chatarra como si había perdido algo muy valioso. En la mano izquierda tenía unas tuercas enhebradas en un alambre.
– ¿Qué busca, seños? – le preguntó Ardak.
Levchenko negó con la cabeza y se metió en la chatarra con más agilidad.
– Todo el tiempo se me va en encontrar algo necesario, hila. Una tuerca o un perno. ¡Anda, ni el diablo es capaz de encontrar aquí algo!
En aquel momento se reunieron Kozlov, Lapshin, Zhanabyl y otros obreros junto al hoyo profundo que era la entrada en la mina “Gerbert”. Les tocaba bajar dentro con la ayuda del cable confeccionado por el equipo de Zhanabyl e inspeccionar el pozo. Nadie se atrevía a hacerlo. La profundidad de la mina abandonada llegaba a noventa metros.
– Bajo yo, – escucharon las chicas la voz de Lapshin.
Ellas corrieron a él. Lapshin se secó con la manga el sudor de la frente y entro en la jaula de madera colgada sobre el cable.
– ¿Quién baja conmigo? – preguntó a los obreros.
– ¡Yo! – constestó Zhanabyl y entró a la jaula.
La jaula empezó a balancear encima del foso sin fondo. A Maypa le dio miedo de que el fino cable estaba a punto de romperse y la jaula caería junto con los hombres en el pozo.
– ¡No bajes, Zhanabyl! – le salió el grito del corazón.
Zhanabyl le contestó con orgullo.
– ¿Qué piensas? ¿Qué mi corazón es de una chica?
Lapshin empezó a dar órdenes. Dos obreros se cogieron de la palanca del tambor y se prepararon.
– ¡Baja! ¡Para! ¡Baja! – se oía desde el interior del pozo la voz de Lapshin.
Poco a poco la voz iba alejándose hasta que dejo de oír.
Kozlov estaba inquieto.
– ¿Por qué están callados? ¿Será por gases dento?
Sólo ahora Ardak entendió el riesgo que corrían los hombres. Le empezó a latir el corazón.
– ¿Por qué les dejaron bajar si es peligroso?
– La voluntad del hombre puede con cualquier peligro, muchacha. El obrero no se rinde ante ningún peligro.
Tras larga pausa desde abajo se oyó:
– ¡Tiraaa!
Todos respiraron con alivio y sus caras resplandecieron.
Lapshin y Zhanabyl salieron de la jaula sanos y salvos. Les miraban todos impacientes.
– Hay mucha agua abajo. La pértiga no llega al fondo, – explicaba Lapshin. – Pero es muy peligroso instalar el kamerón allí. Las paredes están podridas en algunos lugares.
Era una noticia mala. Para bombear se necesitaba instalar sobre el nivel del agua unos andamios donde se colocaría el kamerón. Junto al kamerón tenía que estar siempre un operador. En el caso de desprendimiento del revestimiento de las paredes los andamios se caerían. Los obreros estaban preocupados. Cada proponía una solución para que el trabajo sea seguro. Las opiniones descordaban. El peligro parecía más real que la posible ventaja. En este momento se acercó el Jefe de Ingeniería Orlov. Era un hombre alto y un poco encorvado, llevaba anteojos en la nariz aguda y tenía una barba cana en forma de perilla. Él se paró sin mirar a nadie con las manos en los bolsillos y escuchaba callado al mecánico Kozlov.
Cuando éste terminó a explicar la situación Orlov dijo sólo una frase:
– ¡No permito a emprender ninguna cosa! – y se alejó.
Estas palabras los obreros las entendieron cada a su modo.
– Serio. ¡Es imposible abordarle! – dijo Zhanabyl que sabía qué cargo ocupaba Orlov.
– Le da miedo. Si pasa algo será el responsable.
– ¡Quien sabe! Puede ser que el peligro es solo pretexto y en realidad quiere dejar la producción sin agua.
– Voy a dar parte a Scherbakov, – decidió Kozlov. Ya había pensado todas las dificultades y encontró la solución. – El kamerón se puede instalar sin ningún riesgo. Sobre el agua tenderemos travesaños metálicos y los colocaremos directamente en la pared del pozo, detrás del revestimiento. Sobre ellos colocaremos los andamios. Y para mayor seguridad fijaremos el kamerón con un cable metálico que se fijará aquí arriba. ¿Qué puede pasar entonces con el kamerón? ¡Así, amigos míos, sólo así!
La propuesta de Kozlov cayó bien a todos. Los obreros la discutían entre sí mientras se iban.
Ardak y Maypa también se fueron a casa.
Todo lo que vio Ardak hoy daba que pensar. La gente es tan diferente, con carácter distinto, pero hacen un trabajo y tienen el mismo objetivo. Y ellos están dispuestos a arriesgarse para lograr el objetivo. “Y tú, ¿qué haces aquí entre esta gente?” – se preguntaba Ardak y no sabía la respuesta.
Esta pregunta la perseguía en casa, incluso cuando se acostó y guardó la cara en la almohada.

Capítulo onceno

El jefe del comité ejecutivo regional Kanabek tenía más de cuarenta años. Era un hombre bajito, robusto con cara picada de viruelas y una barba escasa. Siempre hablaba sonriendo y decía a su interlocutor “querido”. Su manera de hablar era viva, el lenguaje estaba saciado de refranes, dichos y bromas.
– ¡La juventud es fuego! – hablaba Kanabek a Meyram que vino a verle en la oficina. – Mira, mi vieja ahora tiene viruelas como yo. Pero yo soy bajito y ella alta. Cuando se enfada siempre me amenaza con el espetón. Y antes estaba dispuesto pasar el fuego y el agua por ella. Es una broma, a propósito lo digo. Pero hablando en serio… Parece que estás enamorado de la Karagandá, por eso estás preocupado por ella, aunque hace poco has llegado. Esta noche en la reunión del buró del comité tenías razón al acusarnos. Sí, querido, Karagandá tiene mucha importancia no sólo para nuestra región, sino para todo Kazajistán. Será la tercera carbonera del país soviético, proporcionará la industria socialista al Kazajistán que está atrasado unos cien años. Transformará a los nómadas en trabajadores de primera clase. Todo esto entiendo. Pero no te adelantes. No se puede abarcar todo. Scherbakov es un jefe experimentado y lo entiende perfectamente.
– Vamos a pedir ayuda a la región.
– ¿De qué estamos hablando? De la ayuda.
– ¿Y cuándo nos la prestarán?
– ¡Mírale como espolea! – exclamó Kanabek. – ¿Qué quieren? Primero hay que formar el gobierno local. Mañana mismo a Karagandá sale mi asistente Karimbay. Va a formar el consejo del pueblo. Otra tarea importante es formar una organización sindical. Junto con Karimbay irá el jefe del consejo sindical de la región Zhumaniaz. Es de los obreros de la carbonera de Ekibastuz. Puede ser que los dos se quedan ahí. ¿Estás contento?
– Se lo agradezco. ¿Y la mano de obra prometida?
– Hay un dicho que dice: “No dejes entrar en la casa a un barbilampiño, no le sientes en el sitial”, – habló preocupado Kanabek. – Vale. Esta semana irán quinientas personas. De los koljoces. Con contratos. Pero tienen que cumplirlos. Si hay una queja, nos despedimos.
– En general viene gente analfabeta, – comentó Meyram, – y no tenemos maestros. El trabajo en la producción impone una calificación.
Kanabek se puso a pensar. Enseñar a la gente es una tarea tan difícil como construir una nueva fábrica grande. En los aúles kazajos quedaban muchos analfabetos y la formación no era tan rápida como se presumía.
Buscando una solución Meyram propuso:
– ¿Y si les enseñamos con la letra cirílica? En este caso no tendremos insuficiencia en maestros.
– ¡Corres mucho, querido, te apresuras! Para eso se necesita pasar toda la imprenta kazaja a la letra cirílica. Y no es una tarea fácil.
– Entonces denos maestros.
– Eh, joven, y ahora estás con los maestros. Y eso que en los aúles no hay bastantes, – dijo Kanabek en voz baja. Luego añadió más alto: – No podemos dar maestros. Hay decisión del comité territorial de enviar a Karagandá un equipo grande de empleados de educación política. Esperen a que lleguen. Y de momento aprovechen a la gente instruida de aquí. Recuerda que Karagandá es no sólo la fuente de carbón, sino también es el foco de la cultura. Desde Karagandá la cultura se difundirá hasta los aúles. ¡A la obra!
Meyram entendía que la pequeña región de Telmanove no puede satisfacer las necesidades de la cultura de Karagandá y dejó de discutir.
– Lo que nos prometió es mucho. Nos quedamos a la espera.
– Os deseo éxito en el trabajo. Un saludo a Scherbakov. Hazle caso en todo.
Meyram salió contento aunque no pudo resolver todos los problemas con Kanabek. Por la noche en la reunión del buró regional del partido se discutían cosas mucho más generales, hablaban sobre el suministro de alimentos para la creciente población de Karagandá. Según el plan general de la construcción jundo a las minas estaba previsto fundar sovjoses y haciendas auxiliares. Los campos de siembra y pastos de Karagandá tenían que extenderse a decenas kilómetros. Los koljoses vecinos, Dolinski, Kompaneiski, Samarkandski, recibirían nuevas tierras y su territorio pasarían a los sovjoses de Karagandá. En comparación con estos espacios la región de Telmanove parecía un islote, una pequeña estrella en la frente de un caballo.
Meyram entendía que en cinco años planeados Karagandá haría un paso grande en su desarrollo. La prosperidad de los lugares natales, el bienestar de su pueblo le alegraban el corazón. ¿Y cuál era el pasado? Tenía muchas ganas ver los lugares de su infancia. Al salir de la oficina de Kanabek Meyram se sentó en el caballo. Vadeó el poco profundo río Kokozek, que dividía en dos partes un pueblo grande.
Antes en la orilla occidental del río vivían negociantes, vendedores, carniceros. Aquí concurrían al mercadillo los habitantes de seis provincias. Todavía queda intacta la casa de tejado verde donde se encontraba antes la oficina del jefe de campesinos que administraba aquellos lugares. Al jefe le echaron, la casa envejecía. En su portería había un cartel “Oficina de reciclaje regional”. Meyram sonrió.
El lugar central en la orilla oriental del riachuelo ocupaban los edificios que antes pertenecían a la dirección de la fábrica de fundición de cobre de Spassk, sus propietarios eran los ingleses. En las casas de ladrillo tostado y piedra vivían en aquella época el comisario de policía, los suboficiales, oficinistas y contramaestres. Detrás se encontraban las chabolas y barracas de los trabajadores. Ahora de ellas quedaban sólo montecillos y hoyos como en un cementerio abandonado. Meyram observaba los alrededores fijándose en los cambios. Su vista se detuvo en el edificio de la antigua escuela ruso-kazaja. Meyram paró el caballo. Ante su mirada surgió el pasado.
Tenía en aquel entonces unos diez-once años. Era otoño, un día frío. Su difunto padre le trajo desde aúl y le dejó en esa casa. Luego venía a visitarle una vez a la semana, le traía escasa comida, le comentaba las tristes noticias de la vida en el aúl: “Estamos mal. Estudia, así lograrás una vida mejor”. Pero pudo estudiar solo dos inviernos. Vino la revolución. Los ingleses escaparon, la fábrica y la escuela se cerraron. ¡Escuela!... En aquella época el feo edificio bajito parecía un palacio al pequeño Meyram.
Meyram tuvo que volver al aúl natal. En el dieciocho los padres cogieron el tifus y murieron. Trabajaba para el bay. Eran años muy difíciles. Le ayudó el komsomol . Volvió a estudiar ya en una ciudad grande. Y de ahí se fue a Moscú donde ingresó en un instituto.
Y aquí estaba de nuevo en los lugares de la infancia.
Meyram arreó al caballo.
Lejos del pueblo se hallaba la fábrica de Spassk. Ya no estaba en su portería el cartel antiguo con grandes letras. Parecía desierto, sus naves estaban destruyéndose. La abandonada fábrica parecía un aúl despoblado cuyos habitantes se fueron a los pastos veraniegos. Bueno, Karagandá está creciendo. ¡Dará vida a todo alrededor!
Le salió al encuentro un viejo vigilante.
– ¿Buscas a alguien, hijo?
– Quiero ver la fábrica.
– No hay nada aquí. Se llevaron todo lo que tenía algún valor a la fábrica en Karsarpay, incluso las chimeneas. Y lo que quedaba – a Karagandá.
Meyram lo sabía. Vino para otro: quería recordar su infancia. En los años de escuela solía venir a la fábrica.
Meyram bajó y entró en el territorio. Ese era “la casa de fuego”, siempre miraba a su interior desde las puertas sin atreverse a entrar dentro. En los hornos siempre borboteaba el cobre como si fuese el queso en la caldera. El kazajo obrero en un delantal de fieltro con tagany  atadas al calzado, armado de un cazo con la manga metálica larga sacaba el cobre fundido y lo echaba en los moldes de hierro triangulares. El cazo era muy pesado y al obrero le caía el sudor a chorros. Parecía que el hombre más fuerte se iba a desvanecer de tanto esfuerzo. Y este trabajo tenía que hacer las diez largas horas cada día. Una lengüeta de cobre les costaba a los propietarios un kopek y medio incluyendo todos los costos de la producción. Cuanto recibía el obrero por su calvario Meyram no sabía calcular.
Recordaba una historia. Al obrero que echaba el cobre en los moldes se le acercó corriendo muy enfadado el mayoral Hall. Tenía fama de ser un hombre muy bruto. Si los demás ingleses simplemente regañaban o pegaban a puñetazos, este utilizaba sus largos pies y lo hacía tan bien como si pegaba a garrotazos. Sin decir ninguna palabra le dio una patada al pobre hombre y le hizo desplomarse. El desgraciado intentaba levantarse, pero Hall le pegó de nuevo y a trompazos le echó por la puerta.
Esta vez no quedó impune de su crueldad. Inesperadamente fuera del horario sonó la sirena. De todas partes venían los obreros tableteando contra el suelo con sus tagany. Dos chavales fuertes tiraron al Hall atado en un carrito metálico y aplaudidos por los demás le tiraron cuesta abajo en un barranco donde se echaba la escoria. Hall dando vueltas cayó.
Meyram pasó mucho tiempo andando por el patio de la fábrica. El caballo relinchó como si diciendo que era hora de irse. Meyram se subió a la silla y puso al bayo a todo correr.
La rápida trocha despejó los pesados pensamientos. Se sintió aliviado. Dejando detrás los montes de Saransk Meyram bajo a la depresión y salió a la estepa. La estrecha llanura se extendía desde el este al oeste. En las regiones montañosas el sol sale por detrás de la cordillera y se esconde detrás de la cordillera. Aquí en la llanura parecía que el astro aparece directamente de la tierra y ahí se va.
Aquí no había bosques, sólo se encontraban impenetrables arbustos de karagán. Y por todas las partes crecía la densa estipa plumosa tan alta como cañavera, el refugio de los conejos.
Ahora los aúles se trasladaron más cerca a Karagandá. En los pastos no había ganado, y la hierba se levantaba como un mar floreciente. Las panojas de la estipa parecían plumas del búho con las que las chicas adornaban sus prendas de cabeza. La férula mecía sus verdes brochas sedosas. Los tulipanes rojos y amarillos daban un toque especial al paisaje.
Meyram iba en el rápido caballo por la perfumada estepa como por un tapiz grande. Tenía ganas de cantar. Sumergido en la música no se dio cuenta de los numerosos caros que iban por el camino que dividía en dos partes la ancha estepa. Olvidándose de todo alrededor cantaba en voz alta:
Besa el sol al cisne blanco
Que va sólo por el lago
Aletea el cisne el agua
Admira los alrededores
No tapes la belleza blanca,
Ligera neblina sedosa.
Ante sus ojos surgió la imagen de Ardak. Meyram no dejaba pensar en la muchacha que le causó tanta impresión en el primer encuentro. ¿Y si es bella sólo en el físico? ¿Acaso da alegría la belleza con corazón vacío y frío? La verdadera hermosura está en el carácter, la inteligencia, en la actuación. Y el físico puede engañar. No, Ardak no puede ser una veleta. Pensando en la muchacha Meyram pensaba en su padre, en Alibek. “¿Quién será ese callado hombre ensimismado?”
Meyram echó un vistazo a la derecha, a la carretera. Sus pensamientos se cortaron. El camino estaba lleno de caravanas. No eran equipajes y cabalgadores separados, era un torrente. Los primeros equipajes ya estaban detrás de la cordillera y detrás, en la depresión, de la caragana salían nuevos. Los trajes, carros, marcas en el ganado eran muy variados. Eran las caravanas de las numerosas familias kazajas.
– Sí, ¡es el gran cambio! – dijo Meyram en voz alta.
Condujo al caballo a la carretera. Sabía que las caravanas se dirigían a Karagandá pero se paró y preguntó:
– ¿A dónde van?
– A Karagandá.
– Y ¿de dónde vienen?
– Del koljoz.
– ¿Vienen con contratos?
– Sí.
Todos contestaban lo mismo. Una caravana se paró junto al Pozo de piedra. En el monte pastaban los camellos, caballos, vacas, ovejas y cabras. Meyram se dirigió a ellos.
La entrada en la cabaña de fieltro separada estaba abierta. Dentro medioencorvados estaba sentada en koshma una pareja, parecían esposos. Al oír el caballo levantaron las cabezas.
Meyram bajó, se acercó a la cabaña y saludó a los dueños. Eran ancianos con ropa cubierta de polvo y caras cansadas.
– ¿A dónde van, otagasy? – preguntó Meyram.
Otagasy se limpió con el puño los ojos rojos y contestó:
– A Karagandá, como todos.
– ¿Y de dónde viene?
– Desde la región de Karkaralin.
– Lejos.
– Sí, lejos. Vimos que todos se van a Karagandá, y también decidimos irnos. Sólo hay un problema: no hemos entrado en el koljoz y viajams sin dagaur. Será difícil. Bueno, si nos dan algún trabajo, nos apañamos. Viviremos tranquilos, trabajaremos en la mina, pastaremos el ganado.
Meyram sonrió. El hombre no encontró dónde pastar su ganado en la estepa y se iba a Karagandá donde no había pastos buenos. Es difícil combatir el hábito de ir detrás de toda la gente. Otagasy no sabía porque sonreía Meyram y seguía su discurso metiéndose los dedos en su barba escasa. En su tranquilidad se sentía el buen carácter del hombre y la cortedad de aspiraciones. “La gente así, – pensaba Meyram, – consideran buen despojo una hebilla encontrada en el camino, pero no duelen por un camello o caballo perdido”. Le preguntó al hombre como se llamaba.
– Soy Zhaylaubai, – contestó otagasy y le preguntó a su vez: – ¿Y cómo te llamas tú?
– Meyram. Mi padre se llamaba Omar.
El otagasy y su esposa intercambiaron las miradas.
– ¿Y de qué familia?
– Yo no sé mucho. Mi padre vino aquí cuando era joven y se quedó hasta la muerte. Cuando ellos murieron yo era un adolescente y me fui a estudiar.
– ¿Y conoces el nombre de tu madre, cielo? – le preguntó la mujer.
– Sí. Se llamaba Malike.
La mujer se lanzó a Meyram, le abrazó y se puso a llorar:
– ¡Mi único descendiente de mi hermano Omar! Tengo la suerte de verte. ¡Ya puedo morir yo, si el cielo me acepta!
Meyram no podía entender la razón del llanto. Nunca conoció a sus parientes ni por la línea paterna, ni por la materna, ni sabía nada sobre su existencia. Por fin pudo entender que la mujer era la única hermana de su padre. Después de que nació Meyram ella vino a visitar s us padres sólo una vez. Luego le habían comentado que el hermano y la cuñada murieron y su hijo había desaparecido.
Meyram estaba muy contento de conocer a su tía. La mujer se parecía a su padre sobre todo por los ojos.
– ¡He recuperado mi pérdida! Vuelve arder mi estrella apagada. Anda, viejo, vamos a sacrificar una oveja, – decía la mujer y cogió el cubo.
Meyram le paró:
– Comeremos cordero en Karagandá y ahora basta con que nos hemos conocido.
Les aconsejó donde pueden alojarse en Karagandá, era el pueblo de Ardak.
– Se hizo realidad el dicho: “Quien se puso la mortaja no volverá, y el quien se puso el abrigo volverá”, – dijo Zhaylaubai. – Gracias, hijo, por la ayuda y consejos.
Al despedirse de ellos Meyram de nuevo subió al caballo. Ahora iba por el terraplén del ferrocarril. Era la abandonada vía Spassk-Karagandá, cubierta de hierba y en algunos tramos –derrubiada. Meyram paró el caballo junto a la tirada casilla del guardavía. Desde aquí se podía ver todos los aúles en la depresión cerca de Karagandá. Ya eran más que antes.
Meyram buscó con la mirada el aúl de Ardak y se dirigió allí.
Ahí estaba la conocida yurta gris. Ardak estaba en la entrada. A su lado se encontraba un joven hombre de pelo rizado con traje urbano. Estaban hablando y no se dieron cuenta del cabalgador que se acercó por detrás de la yurta.
– ¡Buenos días! – dijo Meyram acercándose a ellos.
Los dos dieron la vuelta. Ardak inclinó ligeramente la cabeza, sus mejillas se ruborizaron.
El de pelo rizado se mostraba altivo. Él empezó a andar de un lado para otro y bisbisaba de vez en cuando: “Sí, sí”. Apenas había cumplido treinta años pero ya tenía una cara carnosa y la barriga redonda. Tratando de parecer una persona importante se cuneaba al andar.
– Usted podría ser una buena dependiente, – dijo a Ardak mirándola con ojos aceitosos.
Meyram entendió que era un funcionario de comercio. Fiel a su ocupación ahora intentaba comprarla a la muchacha para el trabajo.
Para suavizar el desaire Ardak le dijo:
– Pensaba que Ustedes se conocen y ahora veo que se mantienen aparte. Les presento. Es jefe de la cooperativa en el centro regional. Vino aquí para abrir una tienda en la mina. Si no me equivoco se llama Makhmet. Y este joven, – le indicó a Meyram, – trabaja aquí. Si no me equivoco se llama Meyram.
– Gracias, – le agradeció Meyram. – Dos veces dijo “si no me equivoco”. Pienso no habrá más.
– ¿Quiere decir: “Bayatur  pone a prueba la fuerza tres veces”?
– ¿Piensa en sí?
– No hace falta ser un bayatur para no equivocarse.
– Con los errores aprendemos. Eso no es algo malo.
– Parece, a este hombre le gusta sermonear, – dijo Makhmet sonriendo.
No pasando de su risita Meyram contestó a Ardak:
– Si se equivocó en algo, aquí tiene un defensor. Y no de los delgados.
Makhmet empezó a perder el compás.
– ¡Oye, tú! ¡No pierdas los estribos”. Puede ser que aquí eres el principal. Pero hablando conmigo piénsatelo bien. Yo no me quedo detrás si se trata de defender una muchacha.
Meyram sonrió.
Ardak se sentía molesta. Por suerte ahí regresaba del trabajo su padre. Entrando en la yurta ella dijo sobre la marcha:
– Mientras tanto no necesito defensores. ¡Dejen esa pelea en vano!
Meyram arreó al caballo sintiendo celos.

Capítulo doceno

Aliber al ver a Ardak en compañía de dos jóvenes entendió que tenían una conversación complicada. “Parece están poniendo redes para mi hija, – pensaba Alibek. – Hay que pensar cual de las dos será más segura. Meyram es férreo. Makhmet es más dúctil. Hará lo que quiero, irá donde digo”.
El taimado Alibek sabía reconocer a la gente de primera vista. Él entendió el carácter de Meyram, recopiló información sobre él. Y a Makhmet que se quedó un día en su yurta le conocía como sus dedos. “Aunque es una persona del partido, es fácil manipularlo. Utilizaré su autoridad y me aprovecharé del dinero de la arca”.
Pensando así entró en la yurta. Ardak le ayudó a quitar la ropa de trabajo, le sirvió el agua caliente y salió para calentar la comida.
Junto al fogón de tierra cazcaleaba Makhmet, Intentaba parecer expedito pero cada su movimiento era desproporcionado. Quiso quitar la tetera hirviendo y se quemó la mano. La mano le dolía, pero Makhmet fingía que no le pasaba nada y reía a carcajadas cuando veía una sonrisa en la cara de Ardak.
La risa burda, destreza fingida del regordete enamorado que se movía como una pelota a su lado no encontraban respuesta en el corazón de Ardak. Makhmet le parecía deplorable. Pero no quería ofender al joven y se mostraba amistosa y tranquila. Makhmet se sentía en la cumbre de la gloria.
Cuando Alibek se cambió la ropa los dos entraron en la yurta. Además de ellos en la yurta. Dentro estaban sólo ellos. Zhumabai con la esposa y su hija Maypa se fueron a la tercera mina y volverían al día siguiente.
Alibek estaba sentado en la cabecera. En su cara delgada resaltaban los pómulos aguzados. En el pelo negro como carbón y en la barba redonda se veían canas. Los ojos metidos se fijaban con atención en todo lo que pasaba alrededor. Con su posición Alibek se parecía a un alferraz que esperaba a la rata junto a la ratonera. Y Makhmet le veía como un águila real.
De nuevo cazcaleando sacó de su maleta una botella de coñac de cinco estrellas. En aquella época era imposible comprarlo incluso para un enfermo. Colocó sobre el dastarkhan una caja de chocolatines y un paquete de galletas con crema. Luego repartió en los tazones el coñac.
– ¡Que aproveche! – dijo el ofreciendo un tazón al padre y el otro a la muchacha. – El invitado es invitado sólo el primer día. En adelante yo no me permitiré abrumarles. Le diré más, otagasy, me duele verle en este negro trabajo.
– Gracias, querido, – dijo Alibek y vació el tazón, pero no permitió llenarlo de nuevo.
Ardak probó un poco y colocó el tazón sobre el dastarkhan. Le contestó a Makhmet que insistía en que se tomara más:
– Con probar es suficiente. ¿O quiere que me emborrache?
Alibek entendió que su hija le trata con frialdad a Makhmet. Le gustaba que Ardak fuera reservada, pero le preocupaba que Meyram le cayera bien. Y para aclararlo la dijo:
– El trabajo debajo de la tierra es honorable, Ardak-jan. Pero ya me siento un poco cansado. ¿No quieres entrar a algún trabajo?
– Bien, – asintió la muchacha. – Descanse, padre, y yo voy a trabajar.
– Mientras no te acostumbres voy a trabajar. Y mejor si tú te busques algo en comercio. Querido Makhmet, te entrego a mi hija. Primero a Allah y luego a ti.
– ¡Perfecto! Ya te lo había dicho ayer, – se agarró a la conversación Makhmet. – Primero abrimos aquí cinco puestos. Y que Ardak decida en el cual quiere trabajar. Mientras se acostumbre podemos le designaremos a alguien experimentado. Karagandá pronto llegará a ser una ciudad grande. Ya estoy pensando en venirme a vivir aquí. Y Usted deje el trabajo debajo de la tierra, otgasy. Le aseguro, ¡no pasará necesidades!
Ardak sintió escalofríos. “¿Por qué el padre consintió la oferta sin consultarme? ¿Por qué Makhmet está tan empeñado en arreglar todo rápido? ¿No querrán enrredarme en dos redes para que no tenga posibilidad de protestar? ¿Qué hago?” – pensaba Ardak. Se quedó callada hasta el fin de la cena.
– ¡La noche es corta! Es hora de preparar la cama, – dijo Alibek fijando su mirada penetrante en la hija.
Estaba observando cómo se portaría Ardak. Pero la muchacha sabía guardar sus pensamientos secretos mejor que su parte. Con cara de un camellito ingenuo y confiado dispuesto a responder a la primera llamada de su amo, ella se levantó de su sitio.
Alibek siempre dormía en el sitio delantero. Pero hoy aduciendo al bochorno dijo que se acostaría al aire libre. Llevando el carro a la sombra de la yurta ordenó que le haga la cama en el interior del carro. 
Makhmet se acostó en el sitio delantero. Una chica guapa, yurta recoleta, noche oscura… Por mucho que cerrase los ojos la agitación no le abandonaba. El corazón latía…
Al hacer la cama al padre y al huésped Ardak pasó mucho tiempo arreglando la yurta. Luego puso la lámpara en la mesa y abrió el libro. Era “La madre” de Gorki.
Esperando que la muchacha apagara la lámpara y se acostara Makhmet daba vueltas en la cama sin pegar un ojo hasta el amanecer. Pero Ardak seguía leyendo.

Capítulo trece

Llegaron unos días intensos. Meyram estaba organizando el consejo del pueblo y las organizaciones del partido, komsomol  y sindicatos. Las numerosas reuniones y consultas, discusiones tensas ayudaban a crecer al joven, afilaban su ingenio.
Meyram estaba sentado a la mesa y moviendo las cejas escribía. Líneas regulares como hilos de corales corrían en la hoja de papel.
Intercambiando bromas en la habitación entraron Scherbakov, el jefe del comité profesional Zhumaniyaz, Yermek, Zhanabyl y el mecánico Kozlov. Vinieron a la sesión ampliada del buró de la organización del Partido. En la agenda del día sólo una pregunta: la situación en la producción. Todos querían ver cómo se portaría el nuevo secretario en su puesto.
Meyram anunció el orden del día, pasó la palabra a Scherbakov y dijo:
– No perdamos tiempo, camaradas.
Estaba muy azogado dentro. Era la primera vez que llevaba la sesión del buró. Sólo parecía que fuese una tarea fácil. Pero podían surgir debates, contradicciones… Se necesitaba recalcar propuestas buenas, rechazar las malas, no perder en los detalles lo importante. Él se había preparado escrupulosamente para este primer examen suyo. Incluso había pensado sus posibles réplicas. Pero no era posible prever todo. Esperaba que Scherbakov le ayudara.
Sergio Petrovich se levantó, colocó las manos detrás de la espalda y empezó su discurso. Hablaba sin apoyarse en los apuntes. Entre los reunidos era el mayor de edad. Este hombre entrado en años con pelo tocado por canas abarcaba con su mirada escrutadora no sólo la actualidad de Karagandá, sino también el futuro. Hablando de la producción parecía que estaba leyendo un mapa. Hablaba poco de los éxitos y se fijaba en los fallos. Pero lo hacía con cuidado, como un padre, y su discurso no ofendía.
– Todavía trabaja sólo una mina. La pusieron en marcha los obreros antes de nuestra llegada. No tenían de que vivir. Y sacaban el carbón con cubetas para cambiarlo por alimentos en los aúles. Y ahora la cosa ha cambiado… Estamos terminando la preparación para la puesta en marcha de tres minas nuevas. Pero hay un problema: nos faltan materiales, sobre todo la madera. No hay bastante agua, los alimentos no llegan a tiempo. No hay vivienda para los trabajadores que están llegando todo el tiempo. Hay muchas necesidades, camaradas. Todo se reduce a la vía férrea. ¿Podremos abastecer a la gente mientras no llegue aquí el ferrocarril? No. ¿Dónde está la solución? Necesitamos aprovechas lo que tenemos. Y primero los comunistas deben reunir sus fuerzas en un solo puño y ser ejemplo en todo… – decía Scherbakov.
Meyram echó una mirada a Sergio Petrovich. “Ser ejemplo…”
Sergio Petrovich seguía:
– Hoy subiremos el agua desde la mina “Gelbert”. Será para la producción. Y el agua de los pozos se utilizará sólo para beber. Pero esto no soluciona el problema de suministro de agua. ¿Qué podemos hacer? A dos kilómetros de aquí hay una fuente grande, May-Kuduk, y a treinta y cinco kilómetros el ría Nura. Debemos hacer todo lo posible para conducir sus aguas hasta Karagandá. No podemos decir concretamente cuándo el ferrocarril traerá los tubos para la tubería. Pero necesitamos preparar ya los canales para el conducto. Si lo dejamos para el invierno será difícil cavar la tierra. ¿Dónde encontrar gente para eso? Todos están ocupados en la mina. Los comunitas tenemos que encontrar alguna solución. Pensamos y en otra cosa… Ya ha pasado la mitad del verano. Pronto llegará el otoño y luego el invierno. Noventa y nueve de cada cien obreros no tienen vivienda digna. Y tenemos que preocuparnos de esto también. Tenemos que organizar a los obreros, suministrarles los materiales para que cada pueda construirse una vivienda provisional. También hemos firmado contratos con cinco koljoses. Nos prestaran pisos. Ahora lo que toca a los alimentos. Otra vez se necesita el ferrocarril. El gobierno nos asignó recursos necesarios. Pero los productos tardan en llegar. Nosotros contamos con los carros de los koljoses locales. Al fin y al cabo nosotros dependemos no del kulak...
El orador habló sobre los planes de extracción del carbón, sobre las brigadas delanteras y retrasadas en la mina. Y resumió:
– Así es la situación, camaradas. No oculté nada ni adorné nada. Tenemos que alcanzar grandes tareas estatales, resolver de momento con los escasos recursos que disponemos y en una situación muy difícil. Pero para eso somos comunistas, para no ceder ante ninguna dificultad.
Se estableció el silencio. Parecía, estaban claros los primeros logros y fallos de la producción. ¿De qué más hablar? Y Meyam también pensaba: “¿Qué puedo añadir al discurso? Es Scherbakov quien habla, persona con gran experiencia en la producción y en el partido”.
– Sergio Petrovich, tengo una pregunta. Usted dijo que la principal tarea es hacer la vía férrea y transportar las cargas. ¿Cuándo se podría esperar el primer convoy?
Scherbakov contestó tranquilo:
– No estamos haciendo el ferrocarril de momento. Es difícil prever un plazo concreto de la llegada del primer convoy. Ahora hay vía hasta Osakarovka. Para el enero ya se llegaría a Karagandá.
Se levantó el viejo minero Yermek.
– Sí, es así, no somos nosotros quien construye el ferrocarril. ¿Y si les metemos prisa? No podemos esperar hasta enero. Que lo hagan antes de que llegue el diciembre. ¿Les envió un cable? Dígales que los mineros estamos esperando. Y pregúnteles, si les podemos ayudar en algo. Les ayudaremos. La necesitamos lo más pronto posible.
Sergio Petrovich colocó sobre la mesa la pipa sin encender, miró a Meyram, luego a Yermek y en sus ojos se podía leer un ardor juvenil.
– No, camarada Yermek. No les envié ningún cable. Y hace falta hacerlo. Lo enviaré mañana mismo. Necesitamos este camino. El primer convoy de Donbass nos será de gran ayuda.
– ¿Qué clase de ayuda? – preguntó Meyram.
– Nos traerán el generador a vapor, dos calderas a vapor, el motor de gasolina y los nuevos cables para la máquina dinamoeléctrica. ¡Tanta riqueza! Dentro de dos-tres años para nosotros esto será nada, pero hoy las calderas a vapor son una cosa muy importante. El país, el gobierno no se olvidan de nosotros. Antes de la reunión recibí un cable de camarada Ordzhonikidze. Puedo darles una sorpresa: nos enviaron cinco tractores, el primer fruto del quinquenio. El camarada Ordzhonikidze se ocupa mismo de la dirección y control de la construcción de la Karagandá…
– ¡Sergó Ordzhonikidze dirige la construcción de Karagandá! ¡Ahora será más fácil!
– Camaradas, yo lo que quiero decir, – intervino Zhumaniyaz. – Lenin decía que los sindictos son la escuela del comunismo. Fue Lenin quien introdujo los subótnik . Y yo del nombre de los sindicatos presento una propuesta: organizamos varios subótnik y haremos los canales para la tubería desde la fuente de Maykuduk y el río Nura.
– ¡Esto será una ayuda verdadera! – exclamó Sergio Petrovich. – Tenemos que apoyar la propuesta de Zhumaniyaz. Así nos quitamos una necesidad de encima.
– El proletariado no cede ante dificultades, – contestó Zhumaniyaz. – Los trabajdores sabemos que Karagandá necesita agua, vivienda. Vamos a construirlas, sólo ayúdennos con materiales y dinero. Todo lo haremos. Karagandá es nuestra creación… Y otra cosa que quiero recordar: ya es tiempo, camarada Scherbakov, de firmar con los obreros contratos colectivos. Y quien infrinja las condiciones será castigado.
Era la primera vez desde que vino de Donbass cuando Sergio Petrovich escuchaba la voz de los sindicatos. Ya la echaba de menos y quería incitar a Zhumaniyaz.
– Siempre empiezan por los contractos. ¡Una antigua costumbre sindical!
– Sí, vieja costumbre, – saltó Zhumaniyaz. – Y no la vamos a dejar. El socialismo tiene previstos el ordenamiento y la ley, camarada Scherbakov. No se olvide que somos con Usted también miembros del sindicato.
La reunión se reanimó. Ahora cada quería tomar la palabra. Meyram se calmó. Ya no tenía miedo de que los debates tuvieran un carácter poco funcional.
Se levantó el mecánico Kozlov:
– Voy hablar sobre la mano de obra, – empezó. – Sobre el pueblo kazajo antes conocía poca cosa y no sabía cómo son. Ahora en mi taller mecánico hay veinte y cinco trabajadores kazajos. De ellos diez son entrados en edad y quince – jóvenes. Los novatos primero no sabían ni como sujetar un escarpelo. Pero en pocos días los chicos como Zhanabyl ya entendían el lenguaje de los mecanismos. Y me agrada informarles, camaradas, que nuestra labor de educación de los cuadros jóvenes ya da su fruto como las semillas en la tierra virgen. Hay que sembrar más. No creo ni una pizca a los cuentos que los kazajos saben sólo ir detrás del ganado. Tenemos que con mayor firmeza asignar a los novatos a los trabajadores experimentados. La base de la nueva Karagandá la fundamenta el pueblo kazajo con la ayuda de los obreros rusos. Lo que estudiábamos años en la antigua Rusia la juventud de aquí en la nueva época soviética es capaz de aprender en pocos meses. ¡Y lo lograremos, compañeros! Tenemos que con paciencia y meticulosidad enseñar a los nuevos cuadros. ¿Se acuerdan cómo era Karagandá cuando hemos llegado? ¿Y cómo es ahora? ¡Y avanzará más día tras día!
Después de Kozlov tomó la palabra Zhanabyl. El antiguo peón este joven rápido perdía los nervios y en cada pequeño fallo en la producción veía tretas del enemigo de clase. A todos quien trabajaba mal enseguida imputaba como saboteador.
– Un holgazán y negligente no son mejor de un kulak, – decía. – Esta gente tenemos que liquidar.
Meyram notó:
– A los holgazanes y negligentes debemos reeducar.
– Eso digo. Nosotros, komsomol, ya trabajamos con Baiten. Le afilamos con un escarpelo doble. Vamos a luchar con la gente como él sin reparo, ninguna condescendencia.
El tacaño de palabra minero Yermek sólo sonreía reservado y asentía con la cabeza mirándole a Zhanabyl. Siempre hacía así cuando estaba contento o afligido. Ahora sentía alegría y amargura a la vez. Le gustaba el vivo muchacho que exponía abiertamente sus pensamientos, pero le disgustaba su manera de llegar a los extremos. Yermek no pensaba hablar, pero no se contuvo y pidió la palabra.
– Primero quiero contestar a Zhanabyl. Eres un chico franco y de sangre ardiente. Pero tienes que entender que Baiten no es un kulak, no es de la gente contra que luchabas en tu aúl. Baiten no tiene nada que se puede confiscar. Es un hombre que dieciocho años trabajaba en la vieja Karagandá. Trabajando para los contratistas ingleses estaba acostumbrado a no esforzarse mucho. Y ahora tenemos que explicarle que la producción pertenece al pueblo. Y entonces cambiará y trabajara de otra manera. Y una cosa más. No uno de los oradores no habló sobre los trabajos subterráneos. ¿Por qué? Karagandá es carbón. Y el carbón está debajo de la tierra. Si no encuentras el modo de abordarlo, no lo sacas. Y el único camino hacia el carbón es la galería. Mientras no tengamos bastantes galerías, capas y excavaciones no podremos aumentar el volumen de explotación. Y si no queremos meternos en un callejón sin salida, necesitamos ampliar los trabajos subterráneos preparatorios. Sin preparación los nuevos equipos que nos envíen estarán parados. Y camarada Scherbakov lo sabe mejor que yo.
Sergio Petrovich tomó una nota y comento:
– Es una buena observación.
Los oradores presentaban grandes y pequeñas propuestas. Alguien tomó palabra dos veces. Y sólo el jefe del consejo del pueblo Karimabay guardaba un persistente silencio. A Meyram esto no le caía bien y su discurso empezó por Karimabay.
– O es que el camarada Karimabay Alibayev, el jefe del poder local, no tiene que decir, o es que prefiere callar sus pensamientos. Ni lo uno, ni lo otro no corresponde a su puesto. No le habíamos escuchado hoy. ¿O es que el problema de la vivienda para los trabajadores no le preocupa al camarada Alibabayev? ¿Ni le preocupa el abastecimiento del pueblo con agua? Estoy lejos de acusarle al camarada Alibabayev de ser indiferente, sólo quiero decir que cada uno de nosotros debe aportar en la gran labor de todo el pueblo de la construcción de Karagandá.
Karimbay tenía una cara oscura, sin barba. Al oír las palabras de Meyram se oscureció aún más. Pero seguía guardando el silencio.
– Y yo aún más no puedo estar callado en nuestra reunión, – seguía Meyram. – Pero hablando francamente y como Ustedes mismos lo saben: yo vine hace poco, no logré conocer todos los tramos de trabajo y no tengo mucha experiencia laboral ni de vida… Hablaré sobre lo que conozco, lo que vi con mis propios ojos. La grande Karagandá es uno de los importantes tramos en la construcción del socialismo. Y entra en contradicción el socialismo con ignorancia, el socialismo con toda clase de prejuicio. Ayer presenté una discusión de dos obreros. Uno dice: “¡No mandes en mí, que no eres de aquí!” Y el otro le contesta: “Tú en el aúl lo que conociste son los corderos. No lograrás ser un minero verdadero.” Había otro camarada ahí y está presente aquí. No voy a descubrir su nombre. Estaba escuchando la riña y no explicó a los obreros que los dos no tenían razón, no les reconcilió. ¿Cómo se puede pasar de eso? Eso es propio a los kulakes. ¡Es un intento de sembrar cizaña con motivo de nacionalidad! Si estos obreros fueran políticamente desarrollados, no estarían insultando uno al otro. Y si el tercer camarada que no nombré aquí fuera una persona con principios, no habría pasado de eso. Yo vi como el conocido Baiten en vez de una pequeña lima utilizaba un escarpelo enorme. En uno de los aúles escuché la queja de una mujer que no sabía utilizar carbón y echaba de menos la turba hedionda. Todo esto parece ser nada. ¿Pero de que nos sirven? Nos indican que todavía falta la cultura de trabajo y cultura en casa. Y sin cultura y sobre todo de la enseñanza política de las masas no podremos realizar el gran trabajo que nos habían encargado. Entonces nuestra tarea primordial es organizar la educación política de los trabajadores, luchar por la introducción de la cultura de conducta en casa y en la producción. ¡Necesitamos utilizar todos los medios locales en nuestra disposición! El consejo del pueblo, el comité de los sindicatos a partir de mañana deben comenzar el censo de los analfabetos. Tenemos que saber cuántas personas cultas pueden trabajar en la liquidación de analfabetismo de la población. A los educadores les vamos a premiar. Y los burós de la organización del Partido y de komsomol han de organizar la educación política según el programa.
– En lo que toca a la producción, – continuaba Meyram, – de momento casi no tengo nada que decir. Aquí me corresponde escuchar. Y yo con mucha atención escuchaba el discurso de Sergio Petrovich, aprendí mucho. Y me profundizaré sólo en dos cuestiones, una ya había hablado con Sergio Petrovich. Tenemos a muchos trabajadores novatos y pocos mineros profesionales. No podemos esperar mientras se abren los centros de educación profesional. Los obreros experimentados están obligados a compartir sus conocimientos con los novatos. Por ejemplo, camarada Yermek enseñaba al trabajador Akym…
– ¡Mi Akym llegó a ser un buen piquero! – exclamó Yermek.
– ¿Ven? Y otros mineros con experiencia evitan aceptar en sus equipos a los nuevos, dicen que eso reducirá su sueldo. Entonces hay que motivarlos. ¿Qué piensa Sergio Petrovich?
– Estoy preparando ya la orden, – contestó Scherbakov.
– Todavía me es difícil entender la propuesta del camarada Yermek sobre la ampliación de los trabajos preparatorios debajo de la tierra. Pero me parece una idea válida. ¿Qué piensan?
– ¡Muy válida! – confirmó Sergio Petrovich. – El Jefe de Ingeniería Orlov ya está preparando el proyecto de la ampliación.
– Bueno, es todo, camaradas, – resumió Meyram. – Zhumaniyaz hizo una propuesta muy buena, de organizar los subbotnik para cavar los canales, desarrollar la construcción de casas individuales para los obreros. Pero no podemos dejar este asunto a merced de las olas. El consejo del pueblo y los sindicatos han de encabezar la iniciativa de los obreros y el buró les apoyará en esto. ¡Manos a la obra, camaradas!
El proyecto de la resolución de la sesión del buró propuesto por Meyram fue aprobado unánimamente. Todos se fueron.
Scherbakov se quedó con Meyram. Estaba en buen estado de humor.
– ¡Olé! ¿Ve? – dijo entusiasmado. – ¡A partir de esta tarde nuestra organización del Partido empezó su propia vida!
– ¿Piensa que empezamos bien? – preguntó Meyram todavía inseguro en sus fuerzas.
– ¿Y en qué ha sido mal? Podemos decir, se reunió el cuartel… Somos treinta comunistas. Una fuerza potente. Yermek, Zhumabaniyaz, Zhanabyl son gente de alma pura. Podemos contar con ellos.
– ¿Y Kozlov?
– ¡Oh, es una persona probada! Si dice algo cumple con lo prometido.
– Sólo no me gustó la actitud de Karimbay, – se excitó Meyram. – O es que no tiene su punto de vista, o no quiere exponerlo. Y las dos cosas están mal. Ayer fue él quien presenció la discusión de los obreros. ¡No dijo ni esta boca es mía! Y es comunista y, encima, jefe del consejo del pueblo. Los kulakes enturbian a la gente y él está sin decir ni mu. ¡Simplón, Don Calzonazos!
Sergio Petrovich movió la cabeza y sonrió ligeramente.
– Está perdiendo nervios en vano. Obsérvele un tiempo. Es fácil reprochar por un desperfecto. Más trabajo cuesta reeducar a la persona. Aprende a reeducar a la gente, Meyram Omarovich. Según entiendo, esta es su tarea principal. Y Usted mismo lo había dicho hoy.
Meyram estaba callado. Y era difícil entender el porqué: se calló por su amor propio o por qué estaba pensando sobre las palabras de Sergio Petrovich. Shcerbakov le colocó la mano en el hombre y dijo:
– Una cosa importante que se nos había pasado hoy. Hablábamos mucho sobre la educación y nos hemos olvidado sobre la diversión. A veces no es mal que la gente se divierta.
– No sé qué podemos hacer, – dijo Meyram con incertidumbre. – No tenemos ni teatro, ni cine todavía.
– ¿Y teatro de aficionados? Sólo basta con decirlo a Zhanabyl y él va a organizar a la juventud.
Meyram se ruborizó.
– Tiene razón, no lo había pensado. ¡Muchas gracias por sus comentarios!
– Sí, comentarios. Yo no sé dar lecciones, pero aconsejar algo siempre puedo. Si necesita algo, puede contar conmigo.
El reloj marcaba una hora tarde cuando salían de la habitación. Meyram una vez más reconvencerse en que tenía cosas a aprender de Sergio Petrovich.

Capítulo catorce

Hacía un tiempo ventoso. Sobre Karagandá se tendía una bruma negra de carbón. De lejos parecía una nube negra. De vez en cuando el viento dispersaba la niebla y aparecía una alta chimenea como si diciendo: “¡Miren, aquí estoy! En mi sitio”. En el promontorio de Karagandá en invierno siempre se desencadenaban fuertes borrascos de nieve y en verano reinaban los vientos con polvo.
Hoy la franja de polvo se tendía lejos hacia el río Nura. A lo largo del camino trazado por las caravanas se extendía un canal y junto a éste tapando la hierba – la cresta amarillenta de recién sacada tierra.
De Karagandá hasta el río Nura había una distancia de treinta y cinco kilómetros. Según el plan general de construcción de Karagandá estaba previsto que el río Nura suministraría el agua y la electricidad a la producción y la población. En el río sería construida una presa para formar un lago con reserva de agua en varios millones de metros cúbicos y construir una estación eléctrica…
Primero los habitantes de Karagandá comenzaron con lo más necesario: excavación de canales para colocar la tubería desde Nura y la fuente May-Kuduk hasta las minas. Los numerosos cavadores que salieron a trabajar el sábado levantaron el polvo que se extendió en una ancha franja en dirección del río. A lo largo de la franja brillaban los picos, azadas, palas. La gente abría un nuevo camino para el agua que durante siglos mantenía su cauce habitual.
Estaban aquí rusos, ucranianos, tártaros. Trajes diferentes: chaquetas, shapanes, camisas multicolores. Diferentes prendas de cabeza: gorros, viseras y gorros con orejas. En el aire tremolaban banderas rojas como símbolo del único objetivo que había unido a miles de personas de diferentes nacionalidades. La potente fuerza de esas personas abría el antiguo manto de la vasta estepa.
Zhailaubay trajo aquí su pequeña yurta y la instaló lejos del polvo en la cuesta de un verde montecillo. Unas vacas y terneros y una decena de ovejas pastaban junto a la yurta en la jugosa hierba del campo. Cavando el canal Zhailaubay echaba miradas a su pequeño rebaño. Y vio como las ovejas se acercaron al canal.
– ¡Shait! – gritó él echándolas fuera, volvió a su lugar de trabajo y cogió su azada. Con cada ademán Zhailaubay intentaba desprender un trozo de tierra grande, pero el duro terreno no cedía. Zhailaubay no avanzaba mucho. Incluso la azada la tenía de un modo raro, no como un hombre. Se veía que no estaba acostumbrado a los trabajos de excavación. Las ovejas otra vez se acercaron al canal. Y de nuevo gritó Zhailaubay “¡Shait!” y las echó hacia el montecillo.
Meyram con Scherbakov iban en un coche ligero a lo largo del canal. Desde lejos vieron los movimientos alborotados de Zhailaubay.
– El pobre Zhaileke está bailando el agua delante. No sabe si ir detrás de las ovejas o mover la azada, – notó irónico Meyram.
Pero en la cara del campechano Zhailaubay no se veía ni un signo de confusión. Recibió a Meyram y Scherbacov cordialmente, con desenvoltura.
– ¡Qué bien! Cuando viene buena gente llega la buena racha en los trabajos. Vamos a la yurta.
– ¿Para qué a la yurta?
La pregunta sorprendió a Zhailaubay.
– ¿Cómo que para qué? Sacrificaré una oveja. Son bienvenidos. Ha llegado mi familiar y con él una persona respetable.
Meyram tradujo sus palabras a Scherbakov que se echó a reir.
– Tanto trabajo hay y Zhailaubay quiere invitar a la gente.
– Anda, Zhaileke, – con reproche dijo Meyram. – ¿Y el trabajo?
– ¡Tonterías! ¿Acaso tanto trabajo hay? Miren cuanta gente hay. No hay nada más importante que una buena convidada.
Scherbakov y Meyram se negaron del cordero, pero aceptaron la invitación de tomar el kumys: todo el día lo han pasado bajo el sol caliente, tragaron bastante polvo.
En la entrada de la yurta les recibió la tía de Meyram Sheker con una cinta blanca ancha kunduk sobre el pañuelo, con zargüelles en los que estaba remetido la falda de su vestido. Parecía una fuerte templada en trabajos dueña de casa. Los visitantes todavía no se sentaron a la mesa y ella ya colocando sobre el fogón en el centro de la yurta un trespies colgó sobre él una grande caldera de hierro.
– No arrastres bayetas. ¿Acaso zhien  es un familiar próximo? – bromeaba Zhaylaubai. – Quiere irse ahora. Sirve kumys.
– No tendrá tiempo, – dijo Sheker. – Y zhien es familiar si tiene ganado, y el cuello es sabroso si tiene bastante grasa, dice el refrán.
– Tiene el cuello tan estropajoso que el cuchillo hay que afilarlo. ¿De dónde tendrá grasa? Alrededor del campamento no hay ni una hierbecita, la tierra parece chupada. ¿De dónde nuestro zhien tiene el ganado?
– Todo lo tiene en la cabeza. ¡Ojalá yo fuera víctima de tu frente clara! – hablaba Sheker orgullosa de su sobrino.
El kumys de la única yegua de Zhaylaubai era sabroso y fuerte. Los huéspedes lo elogiaban mientras estaban bebiendo.
Meyram preguntaba a su tía qué tal vivían ellos. Resulta que Zhaylaubai todavía no se colocó en el nuevo lugar e incluso al subbotnik salió con su yurta y ganado.
– Usted, Zhaileke, vino aquí antes de todos y todavía no trabaja, – dijo Meyram.
– No puedo encontrar un trabajo correspondiente. Y no hay que dar de comer al ganado, todos los pastos y praderas están pisadas. Con la tía hemos reunido algunas garberas de heno y ese se nos han llevado.
– ¿Y qué piensa hacer? ¿O quiere regresar a casa?
– ¡Oye! Ya habrá alguna solución…
Se aproximaba el invierno. Y Zhaylaubai no tenía ni casa, ni patio, ni comida para el ganado. Pero no lamentaba y se portaba descuidadamente.
– ¿En qué piensa? – se asombró Meyram. – Según veo, ¡Usted ni se preocupa!
Zhaylaubai contestó tranquilo peinándose la barba con los dedos como de costumbre:
– ¿Y de qué preocuparnos? No estamos solos aquí. Mira cuanta gente hay aquí. Viviremos como todos.
– ¿Ve que tío tengo? – se volvió Meyram hacia Scherbakov. – Me parece demasiado despreocupado. ¿Servirá de algo en la producción?
– A mí me parece una persona afanosa, – replicó Scherbakov, – sólo que no encontró todavía su lugar en la nueva vida. Tenemos que, Meyram Omarovich, ayudar a la gente a encontrar este lugar. Pienso si le encargamos el cuidado del ganado en el sovjoz o en la hacienda auxiliar, demostrará sus grandes habilidades. Y mientras que no tenemos haciendas que entre tu tío a trabajar en nuestra cuadra…
Meyram tradujo su conversación con Scherbakov y añadió:
– Parece hay un buen puesto para Usted.
Otagasy se puso contento y dijo a la esposa:
– Tienes razón, nuestro zhien es una grande persona.
Zhaylaubai no curioseaba, no hizo ni una sola pregunta sobre las condiciones de trabajo. Era muy modesto.
Cuando los visitantes acompañados de los dueños abandonaron la yurta, Sheker le llevó a parte a Meyram y le dijo en voz baja:
– Me gusta nuestra vecina. Es una chica guapa. Es cariñosa con nosotros, amistosa… ¿En qué piensas? Fíjate en ella bien. Me parece una novia muy buena para ti.
Zhaylaubai y Sheker se acomodaron en el mismo aúl grande donde vivía Ardak. Visitando a sus familiares Meyram dos veces vio a Ardak pero no tuvo la posibilidad de hablar con ella a solas. Desde entonces la muchacha saludaba amistosamente a sus nuevos vecinos y les trataban como a unos buenos conocidos.
– Corresponde a su nombre, Ardak , – elogiaba a su vecina la tía. – Honesta, razonable, no hace en vano ni un paso. “El hijo educado por un buen padre sabe afilar la flecha y la hija educada por una cuidadosa madre es capaz de hacer un abrigo”, así dice el refrán. Y se nota que es una muchacha perfecta. No te la pierdes, querido.
Al oír el nombre de Ardak el corazón de Meyram empezó a latir. Pero él supo contenerse y como si en broma preguntó:
– ¿Y sabe lo que piensa la chica?
– Anda, cielo… No estará en contra.
– Apenas ha llegado y ya está buscándome una novia, – bromeaba Meyram subiendo en el coche. – Es temprano todavía hablar de eso, tía.
El recto como una flecha canal desde lejos parecía un sedero de hormigas. Por todas las partes bullía el trabajo. Muchos hombres metidos hasta la cintura en el canal movían azadas y palas. En el aire se oía un ruido incesante. En los altillos ondeaban las rojas banderas y en una cola larga desaparecían detrás de la cordillera Keralat. Lejos donde se unían el cielo y la tierra se veían nubes negras. Tenían una vista amenazante. De vez en cuando esta masa negra como si dividida por un latiguillo ardiente resplandecía con un relámpago y llegaba un trueno.
Meyram y Scherbakov iban a lo largo del canal. Entre los hombres vieron dos mujeres trabajando.
– Mira, las mujeres también han salido, – dijo Scherbakov.
– ¿Quién son? – estaba sorprendido Meyram. – Mira, parecen dos golondrinas cuidadosas trabajando...
Al acercarse Meyram con sorpresa reconoció a las muchachas. Eran Ardak y Maypa. Ellas se vendaban una a otra las palmas frotadas con las azadas.
– ¡Buenos días! ¿Cómo es que están Ustedes aquí?
– ¿Cómo no? El camarada Lenin también trabajaba en los subbotnik, – respondió Ardak.
– ¡Bravo! Son buen ejemplo a sus amigas.
– ¡Que va! Nosotras mismas necesitamos un ejemplo.
Ardak estaba de media vuelta hacia Meyram, no levantaba los ojos tímida, pero contestaba rápido y tranquilo. Había enrojecido por el trabajo y parecía aún más guapa. Y Meyram sonreía sin saber la causa. Sólo sentía que el corazón estaba cantando alegre. Los dos hablaban ruso en presencia de Scherbakov y Meyram estaba contento de que Ardak dominara bien el ruso.
– Está vendando mal, – dijo él en voz baja y con cuidado cogió a la muchacha de la mano.
Las palmas de la chica estaban hinchadas y estaban llenas de raspaduras. La ternura y compasión invadieron a Meyram. Se sentía bien sobre todo porque Ardak le confiaba y no quitaba la mano.
– Así hay que vendar, – dijo él. – No pasa nada, ya se curará. De todas las formas descansen, no hace falta trabajar ahora. Lástima que no hay por aquí un puesto de asistencia médica. Hay que decirlo a Zhumaniyaz.
– ¿Por qué están parados? ¡Ya les apuntaremos en la lista negra! – se oyó la voz de Zhanabyl que se acercaba a ellos con el torax desnudo, el pelo desarreglado. En la cara amarillenta resaltaba la nariz corta.
Las chicas habiendo descansado mientras les vendaban las manos de nuevo cogieron las azadas.
En un lugar concurrido estaban dos tablas, roja y negra. En la roja arriba estaba dibujado un avión, tren y caballo. En la negra, camello, buey y tortuga. Antes estas tablas se encontraban enfrente del taller mecánico. Zhanabyl las trajo aquí. Fiel a sí mismo el muchacho caliente se había pasado una vez más. La gente salió al subbotnik a su libre voluntad. ¿Iban a escatimar los esfuerzos? Y si la persona se entregaba al trabajo, ¿para qué deshonrarle, ponerle en la lista negra, aunque se quedara por detrás de los demás? Y encima Zhanabyl impuso en su tramo una norma de laboreo.
Las chicas se sentían mal. Dando con la azada una vez más Ardak sintió un fuerte dolor en las palmas pero no dio a entender nada. Maypa tampoco se rendía y seguía cavando.
Meyram no quiso reprender públicamente a Zhanabyl por su exagerado nivel de exigencia, pensando que sería mejor hablar con él a solas. Propuso a Ardak:
– ¡Deje que le ayude!
La chica sin pronunciar ni una palabra le cedió el puesto. Scherbakov le cogió la azada a Maypa. Los dos con nuevas fuerzas se pusieron a trabajar con entusiasmo. Pero sin costumbre se cansaron rápido y con menos frecuencia levantaban la herramienta. Las palmas de Meyram enrojecieron.
– ¡Ceden el paso, camaradas jefes! – dijo Zhanabyl y saltó al canal. – Tienen las manos desgarbadas, muy rápido les salen las ampollas. ¿Sois señoritas o qué? ¿Ya los cuatro están cansados? Y en palabra son vivos, ganan cualquier batalla.
Estaba cavando aumentando la velocidad. En sus movimientos se sentía la costumbre y ritmo: el cuerpo joven fuerte encorvaba con ritmo, jugaban los músculos, ondeaba el pelo. No se apresuraba, no se excitaba, y la tierra bajo los golpes de su herramienta se desprendía con ligereza. Trabajando no dejaba de gastar bromas a las chicas:
– Tan jóvenes y se cansan rápido… ¿Qué será en adelante?
– ¡Y dale! – dijo Ardak. – Y en el aúl no dejaba en paz hasta que no se llevó a todos al subbotnik. 
– No a todos. Su otgasy no salió. Es más pesado que una piedra. No le pude levantar.
Las palabras de Zhanabyl le hirieron a Ardak. Como siempre pensando en su padre se sentía intranquila. Con la hija está bien: hablador, elogiaba el trabajo en la mina, pero con la gente no levantaba la cabeza, se mostraba malhumorado. Pero Ardak esperaba que su padre fuera a cambiar. Y no dejó a Zhanabyl sin réplica:
– No vino el padre, vino la hija. Piensas que es poco, pues dame otra norma más.
– Pues eso es cuando digo que no se puede ganarte la batalla en palabra. ¡Hay que ver como hace alarde de su fuerza y no se mira las palmas destrozadas! – dijo Zhanabyl.
Meyram y Scherbakov se acercaron a las tablas. El ritmo de trabajo en este tramo del canal era muy alto. La gente se marcaba una norma elevada y rivalizaban uno con otro. Delante de todos iba Zhanabyl. Su nombre estaba el primero debajo del avión. Los apellidos de las chicas no aparecían ni en la tabla roja, ni en la negra.
– Aunque regaña a las chicas pero las cuida, no las pone en la lista negra, – notó Meyram.
Scherbakov no se perdió la oportunidad de pincharle a Meyram:
– Usted también estaba a punto de llorar cuando vio las ampollas en las palmas de la ojinegra Ardak.
– Y Usted no se quedó parado, Sergio Petrovich, quitó la azada a Maypa.
– ¡Eh! Es otra cosa. Yo las trato con cariño paterno. Hablando sinceramente, no tenemos que perder de la vista a Ardak. La muchacha parece ser muy avanzada.
– El padre es extraño, – dijo Meyram en voz baja.
Scherbakov replicó:
– No repita los errores de Zhanabyl. No se meta con cualquier tontería. No se olvide que la escuela soviética dio a la muchacha más que la familia. Y si el padre de verdad resulta ser una persona sospechosa, entonces tendremos que actuar con más precaución para quitarla de su parte. – Vació un poco y agregó: – Sí, todavía existe un entorno capitalista. Y mientras exista el enemigo interno, con el que no hemos acabado aún, no dejará sus planes infames. Desde fuera no dejarán los intentos de integrarnos a los bandidos de todo pelaje. – Scherbakov miró con ojos escrutadores a Meyram. – ¿Qué piensa de eso, Meyram Omarovich?
– Diré que tiene razón, – contestó Meyram. – No podemos permitirnos bajar la guardia…
Cortó la conversación y llamó a Zhanabyl. El muchacho rápidamente acudió a la llamada.
– ¡Ya sé! ¿Quiere dar algún encargo? – preguntó, todavía articulando mal las palabras en ruso.
– ¡Cierto! – contestó Meyram. – El trabajo en tu tramo va muy bien. ¿Y qué tal con el arte de aficionados? Durante el descanso no está mal divertir a la gente.
– Tenemos un grupo juvenil de tres personas.
– ¿Quiénes son?
– Los mismos: Ardak, Maypa y yo mismo.
– Es poco. Hay que buscar más.
– No se puede reclutar a tal cual, camarada secretario. Esto afectará el prestigio del grupo.
Sergio Petrovich sonrió.
– ¿Acaso exiges que todos los aspirantes a integrar el grupo responden cuestionarios, escriban la autobiografía y estudias su origen?
Zhanabyl preocupadamente se rascó el cogote. No sabía si tomar en serio estas palabras o no.
– El origen de ellas yo conozco. Y no les hice contestar ningún cuestionario. Veo que son buena gente. Ardak se decidió a enseñar a los analfabetos.
– ¡Qué bien! – animó al muchacho Sergio Petrovich. – Actívalas para que se interesen por el komsomol, – empujó con el codo a Meyram. – ¿Entiende cómo hay que tratar a la gente?
Ellos se encaminaron a lo largo del canal. A la derecha se encontraba un camino grande como siempre cargado de carros. En el lugar donde el camino atravesaba la línea del canal se encontraba tendido una telera roja con un letrero grande que decía: “¡Todos al subbotnik!”
Los carros se paraban aquí, cada uno de los viajantes consideraba su deber cavar por lo menos un metro del canal.
Se acercó otro carro con ocho chavales y un viejo con pelo cano encima. Junto al carro iba una pareja. Los niños leyeron el letrero en la telera y saltaron a la tierra. El viejo pensó, se bajó lentamente del carro y se dirigió cojeando detrás de los demás. A penas moviendo los pies se acercó al borde del canal y levantó las dos manos.
– ¡Oh, cielo! – dijo. – Cumplimos el deseo de los trabajadores. ¡Que sea esta tierra el feliz patrimonio de mis nietos y bisnietos!
Pronunciando esto el viejo se agachó con dificultad, levantó del fondo del canal un pedazo de arcilla y lo echó fuera.
El trabajo iba con un buen ritmo. Pero faltaban palas, azadas, picos y zapas. Las herramientas se rompían y se embotaban rápido. El mecánico Kozlov llevó al canal a todos sus cerrajeros y herreros que trabajaban en el taller. Se oía el son de metal, golpes de martillos. Junto al hornillo móvil fumando un pitillo estaba Kozlov. Scherbakov se acercó a él.
– ¿En qué estás pensando, Boris Mikhailovich?
– ¿Acaso se puede dejar de pensar? – contestó el mecánico. – Una máquina podría reemplazar a cien personas…
– Tienes razón. Pero la voluntad humana es mayor a la fuerza de la maquinaria. Y la maquinaria la cree el hombre. – Se puso recto, extendió la vista sobre el camino lleno de carros. – ¿Ve? De todas las partes están llegando aquí caravanas. Y eso es gente de los aúles cercanos. Y cuando tengamos aquí el ferrocarril se vendrán aquí los trabajadores de todo el Kazajistán, de otras repúblicas. Donbass se compromete enviarnos otros cuatrocientos mineros calificados. Tendremos también maquinaria de primer nivel. El camarada Ordzhonikidze está en contacto con nosotros por la línea directa. Ya está informado sobre nuestro subbotnik de hoy…
El espaldudo herrero del taller mecánico Koktainsha estaba junto al hornillo y afilaba las azadas y zapas. Al escuchar las palabras de Scherbakov empezó a moverse más rápido y exclamó:
– ¡Moveros, chicos, moveros!
Sentado con los pies colgando en el coche venía Orlov. Iba atravesando el campo fuera del camino.
Scherbakov le vio y preguntó a Kozlov:
– ¿Cómo trabaja?
– Con desgana. Tardará en deshelarse.
– ¿Puede ser que no pone los pies en el plomo porque no puede olvidar su pasado? Tenemos que recalentarlo, le necesitamos.
El coche se paró aparte. Orlov bajando sacudió la gabardina y limpió bien sus anteojos. Se acercó lentamente y saludó con cortesía.
– ¿Cómo va la cosa, Andrei Andreyevich? – le preguntó Scherbakov.
– Manteniendo el ritmo terminamos en una semana.
– ¿Si no me equivoco Usted programaba dos semanas?
– El ritmo es más acelerado de lo que calculaba.
– Entonces lo del agua ya lo tendremos más fácil. Falta que nos traigan lo más próximo posible la tubería. Pero es poco. La estación hidroeléctrica de Karagandá. Ella nos suministrará bastante agua y electricidad. Según los cálculos del geólogo Chaikov el río Nura tiene más agua de lo que pensábamos. Tiene un cauce subterráneo. En el río Nura va a aparecer un lago artificial.
– Y hasta ello tenemos que utilizar de modo razonable el agua disponible, – indeciso dijo Orlov.
Scherbakov se animó:
– ¡Hable, hable, que le sigo!
El ingeniero habló con más seguridad:
– Tenemos que utilizar el agua de la fuente Mai-Kuduk para las calderas. Esa agua tiene pocas sales lo que es bueno para las calderas.
– Bien dicho.
– Pero en su estado actual la Mai-Kuduk no puede abastecer las necesidades. Hay dos opciones: o cortar la fuente, o excavar un foso y crear ahí una reserva de agua.
– ¡Y otra vez un buen consejo! Y Ustedes, ¿qué piensan? – preguntó Scherbakov a los demás.
Kozlov respaldó la moción de Orlov. Meyram no tenía nada que decir. Todavía no conocía la producción y no entendía nada de las calderas. Sólo pasaba la mirada de un colocutor al otro.
– Vamos a la fuente y miramos bien allí, – ofreció Scherbakov y se dirigió al coche.
El sol estaba en el zenit. Los obreros clavaban las palas en la tierra y se dirigían a comer y descansar. Pero Zhanabyl no tenía tiempo para descansar.
– ¡Canción! ¡Vamos a escuchar la canción! – gritaba agitando los brazos.
La gente se reunió muy rápido. Zhanabyl acercó una carretela y ayudó a Ardak a subir en ella.
– ¡Silencio! Ahora Ardak nos cantará una canción.
La muchacha que nunca había intervenido en público estaba muy emocionada y le temblaba su voz melódica.
Scherbakov paró los caballos. La canción se difundía por la estepa, ondeaba en la hierba.
– ¡El pueblo de la estepa tiene talento musical! – dijo Sergio Petrovich no dejando de escuchar a la muchacha. – ¡Que bien canta la chica!
Se oyeron aplausos y voces:
– ¡Viva! ¡Olé!
– ¡Repita!
Entusiasmada con el éxito Ardak cantó más segura y libre. La voz recobró fuerza. Ella cantaba sobre la labor de los hérculeses fuertes, incansables. La gente le escuchaba rodeando la carretela.

Capítulo quince

Cuando el pueblo pone las manos a la obra, es capaz de hacer milagros. El canal desde el río Nura y la fuente Mai-Kuduk hasta Karagandá fue cavado en una semana. Y los trabajadores empezaron otra labor de la misma importancia…
Karagandá está situada en el declive suave de una cordillera alta. Desde aquí empezaban los aúles que se extendían hasta los más lejanos pueblos de Kompaneisk y Ak-Kuduk. El valle en el lado meridional de la cordillera desde Karagandá hasta Mai-Kuduk también estaba muy poblado. Las numerosas yurtas se situaban también en el occidente alrededor del montecillo Marianovka y en el oriente en los montes. Karagandá estaba rodeada por todas las partes de numerosos aúles de los trabajadores.
Ahora se podía observar una situación interesante. En todas las partes la gente estaba excavando el duro terreno. Si antes se podían ver las nuevas minas y galerías, ahora estaban escondidas entre los montes de la tierra. La superficie hoyosa parecía un copo de nieve pisoteado por los caballos. Unos estaban planeando sus futuras viviendas, en otra parte excavaban la tierra, en tercera ya se levantaban terraplenes encima de los tejados. Ya habían muchas chabolas excavadas, pero sin recubrimiento. Faltaba la madera. Y la madera tenía que venir por el ferrocarril. Cada uno estaba impaciente: “¡Cuánto se necesita el ferrocarril! ¡Ojalá puedan hacerlo pronto!” Las frías noches de septiembre decían que pronto llegará el frío invernal. La gente tenía prisa.
Hacía un tiempo sin viento. El polvo levantado por los cavadores no sube y rápidamente baja a la tierra. Era un día soleado, pero el sol ya no calentaba.
Meyram iba por la perífería de los aúles, se paraba enfrente de los hombres que cavaban las chabolas y hablaba con ellos. Ya le conocían muchos. Casi todos se quejaban de alguna carrencia. Había un grupo de trabajadores y entre ellos una joven de cara blanca y ojos negros.
– ¡Suerte en su trabajo! – dijo Meyram acercándose a ellos.
La joven de primeras palabras le echó reproches encima:
– ¿Qué pasa, kainym ? ¿Es posible que no puedan traer siquiera sal para nosotros? ¿Dónde está ese gordo señor? ¡Simplemente mañaneó y se escapó!
Hablando del “señor gordo” decía de Makhmet quien abrió unas cuantas tiendas en Karagandá y regresó al centro regional. Meyram se vio obligado a responder por Makhmet.
– Es muy difícil traer aquí mercancías. El señor gordo estará organizando la logística.
– No, la gente dice que está preocupado ahora de arreglarse el matrimonio. – con aire de burla dijo la joven.
Estas palabras sobresaltaron a Meyram. Y la joven seguía sus reproches.
– Todos se refieren a la ausencia del ferrocarril. Y ya está en Shokay. Y el Shokay no está lejos. ¿Es difícil traer la mercancía desde ahí?
– La traemos. Pero carecemos de fuerza animal.
– La mitad de la población de aquí tienen caballos, bueyes. Si reunimos a la gente, les explicamos claramente, todo el mundo irá con pequeña remuneración. ¿Es que no ve cuantos animales hay aquí pastando?
La joven, como se dice, dejo pegado a Meyram a la pared.
Su esposo era una persona diferente.
– ¡Para ya! Es una labor nueva, es difícil traer todo de una vez, – persuadía a su esposa.
Pero la joven no quería oír nada y exclamó:
– ¡No me tapes la boca! Mejor decirlo aquí lo que se me acumuló en vez de estar quejándome en casa. ¡Voy a exponer todo! ¿Dónde está la madera para las viviendas que nos prometieron? En vez de perder el tiempo ahí en la oficina y responder “no” a todas las preguntas tienen que ponerse a buscarlo. ¿Acaso no estamos esforzándonos en nuestro trabajo?
– ¡Ya vendrá todo! – intentaba calmar a la guerrera Meyram. – Encontramos los carros…
– Yo sola las busco. En mi caballo traeré todo lo que se necesita para construir la casa. Simplemente deme el papel para que nos despachen la madera.
– No sólo daremos el papel, sino le pagaremos el transporte.
– De ser así, todos irán.
Meyram tomó nota: “Hay carros en la población. Consultar con Scherbakov”.
El abastecimiento de la gente con vivienda para invierno seguía siendo la principal tarea de la dirección del cartel. Pero no tenían transporte libre. Tras hablar con la joven Meyram ya no veía tan imposible la tarea. Él agradeció a la mujer:
– Gracias por su comentario. ¿Puedo saber su nombre?
– Me llamo Baljan. Toma nota también de eso.
Aunque severa en palabras los ojos de la mujer rodeadas de largas pestañas negras sonreían bondadosamente. Parecía decir con la mirada: “¿Qué tal? ¿Te dí caña?”
– Balzhan dice cosas correctas, – la apoyaron los obreros. – Los dueños que tienen carros traerán madera no sólo para sus necesidades. También ayudarán a los que no tienen caballos, si, claro está, el cartel les paga por el transporte.
– Pagaremos, – prometió seguro Meyram. – El cartel está buscando ahora los carros en los koljoses. No hay por qué perder la posibilidad de utilizar las que tenemos aquí. Es una propuesta muy buena. Explique a los que tienen caballos y que estén listos. Si los carros están rotos, los podemos reparar en los talleres del cartel.
Se oyeron voces:
– ¡Muy a propósito! Se me desinflado las ruedas.
Desde luego no todos se esforzaban en ayudar a la labor común conscientemente. Había gente que intentaba sacar provecho de las dificultades que surgían en la construcción. A esta gente en Karagandá con aire de burla les llamaban “arbakesha”: un pie ya lo tenían en la mina y el otro no podían sacar del aúl. Les resultaba ventajoso vivir junto a la producción en desarrollo. Aquí no tenían que pagar el impuesto agrario sobre el ganado, la leche la vendían con un precio elevado, y hacían de transportistas con sus caballos. Junto con otros llevaban el honorifico nombre de obrero. Según iba levantándose la producción y sus ganancias reducían algunos de estos “obreros” se iban de la construcción nueva.
“Tienen la mente llena de tizne. Bueno, poco a poco la limpiamos, les reeducaremos”, – pensaba sobre ellos Meyram regresando a la oficina. En camino entró a la torre de agua central.
El agua de la mina “Gerbert” ya subían a la superficie con la ayuda de un kameron instalado dentro. Pero esta agua era válido para el ganado, lavar la ropa y necesidades técnicas de la producción. El agua potable se conseguía en los pozos. Y el problema de abastecimiento con agua no era tan agudo. Pero Meyram se fijaba varias veces que alrededor de los tres grifos de la torre de agua se juntaba mucha gente, carros con barriles y ganado. Muchos intentaban colarse y había mucho jaleo.
Al encuentro de Meyram salió el jefe de la organización sindical Zhumaniyaz. Estaba emocionado y regañaba a alguien.
– ¿Qué le provocó el enfado? – preguntó Meyram.
– No llego a entender, ¿son obreros o ganaderos? Todo el día sólo veo que llevan el ganado al bebedero. Y nosotros necesitamos obreros.
– Y los obreros necesitan ganado.
– Si necesitan ganado que busquen el agua para él a su cuenta.
– ¿Y dónde lo pueden encontrar?
– Allá ellos.
– No tiene razón, Zhumeke, – le calmaba Meyram. – Para los obreros el ganado es un apoyo importante. Nosotros nos demoramos mucho con el suministro de alimentos. Y gracias al ganado los obreros no sufren gran necesidad en productos. Tenemos que cuidar el ganado. Y sería bien si nos preocupemos de que su ganado no enflaquezca… Hay que aumentar la cantidad de grifos en la torre, entonces abra menos cola en el bebedero.
Zhumaniyaz era un viejo obrero de la carbonera de Ekibastuz. Era entibador. En los asuntos económicos se distinguía por su listeza y ahorro. Cuando iban cerca de las barracas donde vivían los ingenieros y técnicos a Zhumaniyaz de nuevo se le subió la sangre en la cabeza.
– ¡Mire! Dicen que les falta madera. Podían haber construido los aseos de ladrillo en vez de gastar madera con la cual cubrirían el tejado de una pequeña casa. ¡Orlov! ¡Orlov lo hizo! ¿Acaso no le duele el corazón por la gente?
– Puede ser, pero fueron construidos con la orden de Scherbakov, – Meyram no quería discusiones por nada.
Pero Zhuaniyaz se emocionó aún más:
– ¡La madera no es de Scherbakov, es del Estado! ¿Qué razón tiene para dar esas disposiciones? Y los trajes de trabajo tampoco llegan a tiempo. Si Scherbakov sigue actuando de mismo modo, tendremos que hacerle recordar que los obreros tenemos sindicatos y existen leyes laborales. No podemos conformarnos con tales infracciones.
Como siempre, Zhumaniyaz se calmó rápido y se fue a la mina.
Meyram se dirigió a la oficina. Allí estaban Scherbakov y el presidente del comité ejecutivo regional Kanabek.
– A tiempo ha llegado, Meyram Omarovich, – le salió al encuentro Scherbakov. – Le estábamos buscando. Aquí están las autoridades regionales. Aunque no frecuenta pero nos trae ricos regalos.
– Así tiene que ser, el mayor tiene mayor amplitud.
– ¡Que va! ¡No me engrandezcan tanto, pícaros! – contestó Kanabeñ y se puso a reír como de costumbre. – Es cierto que venimos poco a verles, pero y lejos no olvidamos de sus necesidades. Vengo desde Akmolinsk, estuve en Alma-Atá también. Ahora todas las conversaciones en la región comienzan por el tema de Karagandá. El centro territorial ya les envío a siete médicos y cinco maestros. Y esto además de los quinientos trabajadores de diferentes profesiones que nos asigna la provincia… Se tomaron medidas extraordinarias para agilizar la construcción de la vía férrea. ¿Qué quieren más?
– ¡Sigan a este tenor!
– ¡Necesitamos más!
– ¡Anda que picos tan anchos tienen! – exclamó Kanabek. – Comiencen con la organización de las haciendas auxiliares. De momento les dan trescientas cabezas de ganado y quinientas hectáreas de la tierra virgen. ¿Bastante de momento?
– Si nos dan un poco de tierra para unos cuantos sovjoses estaremos contentos, – dijo Scherbakov y guiñó el ojo a Meyram.
Kanabek afligido movió la cabeza:
– En estos casos dicen: “La azada que me entregó mi padre con cada movimiento sube más”. En el próximo futuro Karagandá será una ciudad independiente. Temo que dirán entonces sobre la región de Telmanove: “El hogar paterno es mi casa hasta que me case”.
Pasaron mucho tiempo hablando: marcaron lugares para futuros sovjoses y haciendas auxiliares, discutieron una serie de problemas relacionados con su organización… Cuando Meyram dijo que muchos obreros están dispuestos a prestar animales para transportar los materiales para la obra Scherbakov se puso contento como un niño y saltó de la silla.
– ¡Como si fuera un regalo desde el cielo! ¡Hay que apresurar! Mírenle a nuestro Meyram Omarovich. Viene con una noticia tan importante y estaba callado tanto tiempo, ¿eh?
Sergio Petrovich era una persona viva, apasionado. Sus sentimientos los demostraba abiertamente y fuerte. El alma suya era como un lago limpio, transparente con fondo arenoso, todo se podía ver en la profundidad. Para no seguir perdiendo tiempo decidió enseguida enviar los carros a por la madera.
– ¿No sería mejor preparar bien la tarea? – ofreció con precaución Kanabek. – Entre los carreteros hay a quien gusta meter la mano en las arcas. El consejo del pueblo tiene que, a mi punto de vista, dictar una disposición especial para que en las transportaciones estén obligados a participar todos quien tiene fuerza animal. Y el cartel debe fijar los precios por los viajes…
– ¡Sí, tiene Usted toda la razón! – aceptó Sergio Petrovich.
Meyram hizo otra observación:
– Tenemos que ayudar a los obreros a cuidar el ganado en invierno. El cartel no tiene de momento esta posibilidad. ¿Hay mucho pienso en la región? ¿No podrán ayudarnos?
Kanabek se puso a pensar. Karagandá crecía cada día y cada día más exponía sus necesidades a la región, a veces inesperadas y urgentes. No se podía pasar de ellas, era un asunto común, estatal. Pero estas necesidades eran imposible de satisfacer a una sola región.
– Nosotros miramos a Ustedes y Ustedes bajan la mirada al suelo. ¿Es así? – preguntó Meyram.
– ¿No tenía razón? Me traen a una montaña alta y dicen que la saque. Bueno, lo intentaremos… Yo pienso que hay dos soluciones: los obreros con fuerza animal se traen el heno de los koljoses y los que no tienen caballos entregan el ganado a la ceba en los koljoses. Claro, deberían pagar por eso. Y los koljoses no se niegarán, tienen reserva de pienso. Un invierno sobreviviremos.
Así lo decidieron. Pero la conversación no finalizó en eso. Una palabra sacaba otra, un problema solucionado traía otro. Cuanto más duraba la conversación más claro tenían los tres la escala del desarrollo de Karagandá.

Capítulo dieciséis

Al volver del trabajo Andrei Andreyevich Orlov tiró la gorda cartera en la mesa y empezó a dar vueltas por la habitación. Su largo, delgado y un poco encorvado cuerpo todavía era fuerte. Estaba perdiendo pelo pero todavía no tenía calva. Andando Orlov se quitaba y limpiaba los anteojos, se tiraba de la barba puntiaguda. Cada movimiento del Jefe de Ingeniería demostraba su gran preocupación: él respiraba rápido y profundo como si le faltara aire.
Su emoción se debía a un asunto desagradable. Hubo un desprendimiento en el cual quedó herido un obrero. Los mineros novatos se alarmaron, el trabajo en la galería quedó parado algún tiempo.
– ¡Maldita mina! ¡Salimos fuera de aquí! – se oían voces preocupadas.
El accidentado fue rodeado por los vecinos suyos, algunos exclamaban “¡Pobre mío!”
Orlov estaba abrumado por el accidente. Pero también se acordaba de la mirada celosa de Zhumaniyaz y de sus palabras:
– ¿De quién es la culpa? ¡Lo someteremos a enjuiciamiento sin reproches!
El ingeniero tenía bastantes razones para estar preocupado. Acababa de cumplir la condena y ahora estaba en un período de prueba. Orlov hacía lo que podía para borrar su falta anterior, pero los compañeros de trabajo y los obreros le miraban de reojo. Estaba a borde de un ataque de pánico. “¡Haga lo que haga, no se fían de mí!”
Inesperadamente tocaron a la puerta.
– ¡Entre! – dijo Orlov temblando. Le latía el corazón y el rostro se puso pálido.
Entro Alibek y le habló como si fuera su antiguo compañero:
– ¡Buenas tardes, Andrei Andreyevich! – y le estrechó la mano. – Soy Alibek Myrzabekov.
Sin esperar que le invitaran se sentó en la silla y echó una mirada a la habitación.
– Vive humilde, no corresponde a su cargo. Podría vivir mejor.
No dejando a que Orlov se recuperara siguió imponente:
– Tenemos poco tiempo. Así que no voy a dar vueltas. ¿Estará pensando quién viene a su casa tan fresco? Yo también soy una persona con la misma herida abierta como la de Usted. ¿Habrá remedio para curarla?... Hubo época cuando yo estaba como un árbol eterno en la estepa. Pero llegó la tempestad y me venció. ¿Podré levantarme?... – Hizo una pausa. – No soy muy hábil en andar con rodeos. Voy a ser sincero. Pero no piense que vengo buscando consuelo.
Orlov con perplejo y temor miraba a Alibek que empezó por aquellas confesiones. Estaba sorprendido por la certitud, el habla ruso sin acento, por los giros de habla que revelaban en su colocutor a una persona culta. Esto preocupaba. Orlov padecía un enfermizo recelo. Miraba con precaución incluso a los viejos ingenieros que vinieron aquí con él. En cada su paso esperaba una trampa. “El desprendimiento de Shakhtinsk” le aplastó, le frustró su concepción y creencias, hizo revisar de nuevo todo su pasado. Temía acercarse con los viejos profesionales, llevaba una vida aislada, cerrada.
– ¿De qué me conoce? – tras una pausa larga preguntó Orlov.
– Sé que fue imputado sobre la causa de Shakhtinsk. Y aquí muchas veces le vi debajo de la tierra. Usted es una persona notable, – sonrió Alibek.
– Y Usted resulta ¿trabaja en la mina?
– Sí. Ahora todo el pico decide. Y yo también cogí esta arma.
Andrei Andreyevich echó otra mirada fija a su visitante. El aspecto severo e imponente de Alibek le hizo sentirse incómodo: “Si estas manos que sabían tiempos mejores cogieron el pico, entonces esta persona es capaz de todo. Su habla hoy es melosa y mañana puede derramar veneno. ¡Es miuy peligroso!” – pensaba Orlov.
– Usted sabe sobre mi pasado, pero no conoce la actualidad, – dijo él intentando dominarse y sacó del bolsillo el paquete de tabaco.
Alibek negó el ofrecimiento. El ingeniero dio unas chupadas al cigarrillo y siguió hablando:
– Ahora sigo el camino de los constructores de la nueva vida. Y no hay otro. Los anteriores devastadores están en ruinas mismos. No sé, que puede hacer con un pico contra miles picos. Debajo de esta tierra yacen miles millones de toneladas de carbón. Y decenas miles de personas se decidieron por extraer el carbón de las profundas entrañas para el bien común. Y no tengo ni la menor duda de que alcanzarán su objetivo. La gente trabajaba en los subbotnik a su propia voluntad, sin remuneración, sin recursos técnicos e hicieron realidad un milagro. ¿Qué fuerza podrá contrarrestarles cuando tengan maquinaria y aprendan a manejarla?
– Me gusta su precaución, – dijo Alibek y una ancha sonrisa en su rostro demostró sus dientes grandes. – Yo le entiendo perfectamente. A mí también me quitaron todo lo que tenía y me queda sólo mi única hija. Pero no me fío ni de ella. No puedo perder cuidado. El pueblo nos da la espalda. Bien dicho: miles picos son más fuertes de uno. Pero no se olvide: lo que hicieron mil picos se puede destruir con uno solo. Para demostrarle que soy sincero le digo una cosa: sé quién provocó el desprendimiento. ¿Me cree?...
Andrei Andreyevich empezó a hablar rápido y confuso:
– No es la mina que se desprendió, no… es Usted quien se desprendió… Sí… e intenta aplastar a otros… ¡Es una locura! Con una bala de madera quiere abrir un blindaje.
– ¡Espere! – con sangre fría le cortó Alibek. – O no se fía de mí, o está muy asustado. Sea lo que sea, yo no voy a rendirme. El quien se quitó la ropa no teme al agua… No ande de danza y no grite tanto.
– ¡Yo digo la verdad! ¡La verdad!
– No. La verdad es su pasado. No se puede nacer dos veces ni tampoco morir. Tenemos sólo una verdad. Yo he sido sincero con Usted y no quiero que me engañe. Dijo que estoy loco. No es así. La loba que perdió a su lobito se lanza audaz contra la manada en el centro del aúl. Y el ladrón atado tiene que comer acostado. Si no se salvan ellos mismos, ni el lobo, ni el ladrón no pueden esperar perdón. Nosotros somos así. Pero por mucho que nos opriman el mundo es más amplio. En él conviven y la cobarde liebre, y el escorpión venenoso. Si hubiera perdido la última esperanza, me hubiera picado yo solo como lo hace el escorpión. Pero todavía tengo esperanza. No vamos a perder ánimo. No haga caso a la conducta de mis compatriotas. Les conozco mejor que Usted. Mire más amplio. Los habitantes de los aúles que se reunieron aquí con sus yurtas de fieltro no sólo escuchan las consignas sobre la unidad, sino también se acuerdan de las costumbres de la familia, son ignorantes y supersticiosos. Esta multitud en realidad es una gentuza. ¿Acaso no lo ve? ¡Aquí se puede prender fuego si le queda una pequeña piedra de cilicio! Claro está, con eso no se pondrá recta nuestro lomo roto. Nuestro médico está en el extranjero. Sus ojos vigilantes nos siguen. Aguante, llegará. En vez de rendirse ante la primera herida mejor haga un último esfuerzo. Si logramos sacudir la labor emprendida aquí, ya se puede considerar como victoria.
Andrei Andereyevich seguía callado- Se sentía como si había cogido la mona: la cabeza embotada, los pensamientos se mezclaban. Ahora estaba seguro que Alibek estaba dispuesto a derramar el veneno sobre todos quien construye la nueva vida. Orlov en su tiempo compartía estos pensamientos. ¿Y a dónde había llegado?... En su alma se desató una lucha difícil y ganó el sentido común.
– No necesito ninguna clase de propaganda, – dijo él sombrío y le dio la espalda. – Los medios de los curanderos extranjeros en los que cree Usted los conozco perfectamente. No son médicos, son herbolarios. Y la “gentuza”, como los trata Usted, es gente, una fuerza potente. Y les ayuda todo el país. Donbass envió aquí a sus mejores trabajadores y enviará más. Intentado volver lo que había perdido Usted casi pierdo yo a mí mismo. Y ahora lo tengo bien claro: aunque cojeando iré junto con el pueblo. Voy a vendar fuertemente mi dañado lomo. Es mi única decisión. Así que no cuente conmigo.
Alibek empezó a entender que no lograría nada con Orlov. Sus profundos y pequeños ojos miraban fijos al ingeniero, su rostro se puso rojo. Y las palabras sonaban con ira:
– Claro está, si a un galgo hacer correr a la fuerza, jamás cogerá al zorro. ¡Cómo quiere! Pero no piensa que podrá ganarse los favores. Si alguien otro arregló lo del desprendimiento, lo había organizado Usted. Y esto se podrá justificar. ¿Entendido? – Alibek se levantó, la banqueta debajo de él rechinó. – ¡Y ahora anda, intente a denunciarme!
Salió cerrando la puerta con un fuerte golpe.
Estaba lleno de ira. Hacía poco delante de él miles inclinaban la cabeza y trabajaban para él. Esta gente le había derrocado, le quitó el poder, las tierras y empezaron una labor incomprensible, detestable para Alibek, la cual la llaman “construcción del socialismo”. Cada palabra de estas personas le hiere el corazón a Alibek, cada grano de polvo levantado por su trabajo le quema como una chispa. Pero no perdía su convicción en su “verdad” cuando se dirigía a Orlov. Había calculado bien todo y al salir de su casa estaba seguro que no había cometido ningún error. Estaba seguro que el ingeniero no se atreviese ni a decir “pío”.
Alibek se encaminó hacia la torre de agua. Ya entraba la noche pero había bastante movimiento ahí. Se oían las voces:
– ¿Quién fue herido hoy?
– ¿Conoces a ese hombre manso, el esposo de aquella joven despabilada? Pues a ese desgraciado.
 – ¿Qué joven despabilada?
– ¿Te acuerdas de la mujer que metió caña al secretario del Partido? ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Baljan!
– Aunque se gana bastante en la mina, es un trabajo peligroso. Mejor voy a pedir que me den algo arriba.
– Sí, en eso muchos están pensando ahora…
Alibek escuchaba la conversación tratando de entender qué impresión causó entre los obreros el accidente. Y pensaba si se podía “probar” algo también en la “Gerbert” que suministraba el agua. Pero la entrada a esa mina se encontraba dentro del edificio de piedra y las puertas del mismo el cerrajero Lapshin siempre las cerraba bien.
– ¡Eh, paso! – se oyó una voz borracha.
Era el bruto Bondarenko, un cagapuestos que iba de una construcción a otra. Ahora iba guapeando, buscaba como un toro bravo a quién dar una cornadura y gritaba cosas ofensivas a la gente.
Desde la torre de agua llevaba de las riendas a su yegua baya iba Zhumabay. Alibek le reconoció y gritó:
– ¡Qué hora tan tarde para dar de beber a la yegua!
– Me demoré. En cuanto salió Usted de la galería vino el capataz Seytkali y nos llevó a reparar los deterioros tras el desprendimiento.
– ¿Arreglaron todo?
– Gracias a Dios, en estos casos la persona encuentra una fuerza especial. Hicimos todo rápido, aunque el trabajo era muy difícil. Dirigía los trabajos Zhumaniyaz, se nota que es obrero. Y domina bien tanto el pico, como el hacha.
– ¿Regañaba como siempre?
– Bueno, regañó un poco a ese ingeniero de cabza blanca. Decía que él no ve nada y no enseña a otros. Zhumaniyaz nos enseñó cómo se pone el entibado, cómo averiguar si está fijo el techo. ¿Y por qué antes no lo sabíamos? Ya no se repetirá…
– ¿Qué se puede exigir de nosotros? Somos obreros nuevos. Y podemos cometer errores.
Bondarenko no logró armar escándalo junto a la torre y ahora se dirigía directamente a Alibek y Zhumabay. Se notaba que sería mejor no hacerle caso, mejor cederle paso. Pero Alibek dijo en ruso en voz alta de tal manera que le oyera Bondarenko:
– ¡Ya se ha amonado!
Bondarenko buscaba exactamente eso y contestó soltando un taco.
– Lástima que tenga yo tantos años, – dijo Alibek – Me da vergüenza ante la gente, sino… Bueno, hay que tragarlo…
Siempre sereno como una oveja Zhumabai se acercó de un salto a Bondarenko:
– ¿Eh, por qué insultas? ¿Qué clase de palabrotas son esas?
Bondarenko le pegó un puñetazo a Zhumabai y se echó a correr.
Alibek estaba junto a su compañero y le reprendía:
– ¿Para qué te acercaste a ese? ¿Para qué te metiste en el jaleo?
– Yo mismo no puedo explicármelo, – hablaba confuso Zhumabai.

Capítulo diecisiete

Zhumabai no llegó a entender que la pelea con Bondarenko fue provocada por Alibek. Y Bondarenko tampoco podía prever qué efectos tendrá aquel escándalo. Al día siguiente de lo sucedido hablaba toda la gente. Cuando Zhumabai se lo había contado, Zhumabai la misma tarde lo comentó a Meyram. Aquel llamó a Zhumaniyaz.
El día laboral en el taller mecánico había terminado, pero nadie se iba. Se convocó el tribunal de camaradas .
El taller se encontraba en la antigua sala de maquinaria de la mina. Ahora a lo largo de las paredes estaban las bancadas de cerrajeros hechas de tablones recios. En los bordes estaban instaladas varias mordazas. En el centro de la sala en desorden se encontraban amontonados distintos camerones, dinamos, taladradoras, partes de mecanismos. Los obreros estaban sentados en estas máquinas y en las bancadas. Todos vestían el traje de trabajo, no dio tiempo ni para lavarse. En la luz débil de la lámpara de queroseno en las caras cubiertas de tizna brillaba el blanco de los ojos.
En la mesa cubierta con una tela roja estaban sentados tres: en el centro el cerrajero Lapshin como presidente del tribunal de camaradas, a su mano derecha Zhanabyl y a la izquierda el viejo Antón Levchenko, los miembros del tribunal.
Bondarenko con la cabeza descubierta estaba delante de la mesa. Se llevó un proceso muy detallado. El acusado de vez en cuando limpiaba con la manga el sudor que le salía en la frente.
– Camarada Bondarenko, – le preguntó Lapshin, – ayer pegó al camarada Zhumabai. ¡Explíquenos los motivos!
– El mismo me quería pegar, – refunfuñó Bondarenko.
– ¡Que Dios me proteja! – exclamó Zhumabai saltando de su sitio. – Es pura mentira. Jamás en mi vida levanté la mano a una persona. Incluso a mi esposa jamás la amenace con un látigo.
En la sala se rieron. En estas palabras estaba todo Zhumabai. El único testigo Alibek bajo el pretexto de estar enfermo no vino a la sesión, pero los reunidos sentían que la razón la tenía Zhumabai. En cuanto empezó a hablar Bondarenko de todas las partes se oyeron preguntas.
Zhumabai no esperaba que un caso tan insignificante para él llegase a ser objeto de tan serio y amplio estudio. No quería venir a la sesión, sólo que le persuadió Zhanabyl. Y ahora entendió: el caso no es fútil, la gente está a su lado y se sintió orgulloso. Y el pendenciero Bondarenko al contrario estaba abrumado por lo del tribunal. Sobre todo le apretaba el presidente del tribunal Lapshin:
– Camarada Bondarenko, ¿cuántos años de experiencia laboral tiene Usted?
– Siete.
– Y yo diecisiete, pero jamás pegué a ningún compañero de trabajo. ¿En qué fábricas trabajó?
– Estuve en siete-ocho ciudades.
– Y yo todo el tiempo trabajé en el mismo lugar, en Donbass. Bebe mucho, ¿cuánto gana?
– Pues hasta seiscientos – setecientos.
– Y yo cobro más de mil rublos pero nunca me había emborrachado hasta perder la memoria y jamás me peleé con nadie. ¿Cómo entiende la conducta proletaria?
Bondarenko no sabía que contestar. ¿Dónde estaba su audacia? Lapshin hablaba suave pero cada su palabra pegaba como un martillo.
Desde los sitios se oyeron voces:
– ¡Es un vago ese Bondarenko! ¡Un cagapuestos!
– ¡Borracho!
Estas palabras que salían desde el local oscurecido recobraban fuerza y parecían el alboroto que causa un río primaveral en una noche ventosa. Lapshin subió su pesada mano para calmar a la gente.
Alguien en el rincón lejano del taller interpretó a Lapshin a su manera:
– De veras, ¿Por qué tanto jaleo? Al fin y al cabo no le quitó un ojo.
– ¿A quién es que le tocó eso a lo vivo? – duro preguntó Lapshin levantándose de su puesto y mirando al rincón. – Si quieres tomar palabra, sal a la mesa, vamos a verte.
El defensor de Bondarenko no se decidió salir. Todos con enemistad se volvieron buscando con los ojos al dicente.
Se levantó el cerrajero, tío Iván Potapov, cano, lleno de arrugas, con la barba amarillenta por el humo. El viejo acudía raras veces a las reuniones, tampoco le gustaba intervenir. Pero ahora se acercaba lentamente a la mesa.
Mirando con sus ojos seniles a Bondarenko levantó el dedo índice.
– ¡Cuidado, hombre!... ¿Para qué le tocaste a Zhumabai? Toda mi vida pasé aquí, en Karagandá, entre los kazajos. Jamás me amenazaron incluso con el menique… Trabajé para Nemkov, para Riazanov, para los ingleses, pasaba hambre. Cuando me sentía en apuro, me iba al aúl, dónde retomaba las carnes hasta hartarme. Aquí vive gente generosa y compasiva. Kalzhan, mi difunto tamyr, que quiere decir amigo eterno, cuando nació su hijo me invitó a su casa y me regalo una ternera. Cuantos años han pasado y no me lo puedo olvidar. Los descendientes de aquella ternera todavía me quedan. El heno también me daban los kazajos… Y en el trabajo no son peores de ti, amigo. ¿Acaso los piqueros Karimjan, Smail, Zharmagambet, Yermek, Span no son iguales a los mejores mineros de Donbass? Tienen un puño más fuerte que el tuyo. A su tiempo pegaron al inglés Hall y el suboficial Kudrin. No toques el honor del pueblo. Nuestra amistad es el honor del pueblo. No escupes el pan que te ofrecen, te condenarán. La antigua oscuridad hay que vencerla. Aquí, en Karagandá, habían muchas peleas. Los ingleses, los contratistas, los comerciantes, los kulakis solían emborrachar a los chulos como tú, los azuzaban y lo observan frescos, se divertían. Este tiempo no volverá… ¿Quién te provocó, Bondarenko? Nos dices la verdad, puede ser que Zhumabai te perdonará. Y nosotros también te perdonaremos.
El tío Iván agitó la mano y se sentó en su sitio.
– ¿Alguien quiere decir más? – preguntó el presidente.
Este tribunal no tenía ni al fiscal ni al defensor. Era el tribunal de camaradas, tribunal de trabajadores. El asunto se estudiaba en común. El tribunal se apoyaba en la consciencia de clase de los trabajadores, en las tradiciones del colectivo. A Bondarenko esto le causó mayor impresión de la que sentiría en un tribunal regular. Primero buscaba apoyo en los intervenientes. Pero nadie defendió. Todos le reprobaban. La última esperanza era el miembro del tribunal, el cerrajero Antón Levchenko con el cual compartía la vivienda. Y ahí tomaba la palabra Antón. Bondarenko se reanimó.
– Sólo ahora yo de verdad conozco a mi vecino, – comenzó Antón y de costumbre cerrando los ojos movió el cuello. – ¡Me da asco mirarle! ¿De dónde le han salido esos insultos? Pienso, son los kulakis quien le había enseñado. Son ellos quien intenta a atizar el odio interétnico. Y el chaval les siguió. ¡Oye, Bondarenko! Ahora tú decides si te quedas con nosotros, con los suyos, o te unes con los desgraciados kulakis. No, no me mires así. Trabajamos juntos, pareces ser mi compañero, pero esta golfería tuya pone fin a nuestra amistad…
Cada palabra de Antón penetraba en Bondarenko como una aguja. Estaba de pie cabizbajo y con los hombros encogidos. Pero todavía estaba lejos de decir: “Cometí un error, perdónenme”. Y esas palabras tanto esperaban los trabajadores.
Intervino el mecánico Kozlov. El inteligente anciano hasta cierto momento estaba callado y con atención seguía el proceso. Ahora explicaba sin prisa al enjuiciad y al juzgado el verdadero tenor de lo ocurrido.
– Esta reunión es el juzgado de conciencia y asunto de los trabajadores. Nadie otro puede intervenir. Yo también soy de los trabajadores. Pero ahora quiero exponer mi opinión como uno de los gerentes de la producción. El tribunal de camaradas no se acoge a los Códigos, pero tenemos que contar con su opinión. Es la opinión del colectivo de trabajadores. La decisión de nuestro tribunal será aceptado no sólo por los directores de la fábrica, sino el tribunal normal. ¿Qué dirá el tribunal de camaradas? Le degradará, le amonestará o le suspenderá y pasará la causa al fiscal, aceptaré cualquier resolución. Y en el caso de que Bondarenko rinda una confesión sincera y el tribunal teniendo en cuenta su situación familiar considere bastante este debate, también lo aceptaré.
– El acusado sigue manteniendo su posición. Tendríamos que ser más severos con él, – dijo Lapshin.
Él se dirigió a Bondarenko:
– ¿Diganos, puede ser, alguien de verdad le incitó?
Bondarenko miró alrededor como si buscando a quien indicar. Pero no nombró a nadie. De repente se echó a llorar.
– ¿Qué más me exigen? ¿Acaso es poco hacer pasar este estigma? Si me vuelve a pasar, castíguenme más duro. Tengo tres niños pequeños. ¡Piedad! Perdóname, Zhumabai. ¡Pégame! – él se acercó a Zhumabai y bajó la cabeza.
Zhumabai se puso de pie de un salto, sus ojos también estaban humedecidos. Empezó a hablar rápido:
– ¡Pase, te perdono! Estoy satisfecho con la sesión. ¿Anda, porqué está llorando? ¡Ay, Dios, me penetró hasta los huesos! ¡Perdónenle!
Pero Lapshin resguardando sus sentimientos seguía con lo suyo:
– Demasiada apacibilidad no servirá para nada. Todos entienden que Zhumabai sólo no se hubiera metido con Bondarenko. Y el mismo Bondarenko no le pegaría, aunque le gusta armar jaleo cuando está borracho. Mejor digan la verdad, ¿les provocó algún kulak?
– ¡En mi vida me liaba con bayes y kulakis! – se emocionó Zhumabai. – ¡No digas eso, querido, no digas! – todavía no llegaba a entender que el principal culpable era Alibek.
Lapshin consultó con los miembros del tribunal, se levantó y dictó la sentencia:
– El Juzgado no puede hacer caso omiso a la conducta reprobable de Bondarenko. Y la opinión del Juzgado es la opinión de todo el colectivo. Venimos a Karagandá no para pelear, sino para realizar una gran labor en común. El Juzgado habiendo tomado en consideración la solicitud del actor y arrepentimiento del acusado decidió solicitar ante la dirección de la mina increpar duramente a Bondarenko y degradarle al plazo mientras que él en el trabajo no demuestre la sinceridad de sus palabras. La sentencia entra en vigor desde el día siguiente a la sesión.
La gente se iba intercambiando opiniones en voz alta. Todos aceptaban la resolución del tribunal de camaradas.

Capítulo dieciocho

Montones de arcilla amarilla, hoyos para futuras chabolas se veían por todas las partes. Había más barracas de tierra y yurtas grises. Los aúles crecían. Ya no se veían como antes caballos, camellos y bueyes pastando libremente: toda la fuerza animal se utilizaba en el trabajo. Los carros que traían material de construcción desde Shokai formaban un arroyo inacabable en el camino.
Estos días Karagandá vestía de gala. En todas las partes saltaban a la vista coloridos carteles con consignas. En las yurtas, en las bajas paredes de las chavolas, en las casas de piedra habían letreros: “¡Fuera analfabetismo!”, “¡El socialismo e incultura son incompatibles!” En todas las partes había grupos de jóvenes, hombres y mujeres que iban con un libro debajo del sobaco. La gente de trabajo decididamente comenzó a estudiar. Pasaban todo su tiempo libre en las clases. Los mineros, incluso bajando debajo de la tierra, leían sus apuntes. El aguacero sentado en la delantera de su barril aparejado por un camello también tenía en las rodillas un cuadreno abierto.
Las clases para los analfabetos pasaban en la “Mina blanca”. Los ingleses la dejaron inundada. Para cegarla los obreros se reunieron en dos subbotniks. Toda la basura fue tirada abajo. Pero no pudieron llenar el pozo completamente. Entonces la entrada en la mina fue cubierta con tablas y el local encima del pozo fue destinado para la escuela. Por la mañana aquí estudiaban los niños y por la tarde después del trabajo venían los adultos.
… Hoy en la escuela había clases. Mirando a los alumnos se podía quedar boquiabierto: los mayores tenían más de cincuenta años, los promedios – más de treinta, y los menores eran casi chicos, eran pocos. ¡Y ellos empezaron a estudiar! Sus dedos apeonados acostumbrados a los picos ahora sujetaban torpemente y temerosamente el fino lápiz, lo movían con dificultad sobre el papel. Trazando la curva de una letra lo hacían con tan esfuerzo como si doblaban hierro.
A la pizarra estaba Ardak. Ella escribía con la tiza las letras, demostrando su grafía. Las preguntas que la hacían los ancianos que con tanta dificultad concebían la ciencia la provocaban sonrisa en los labios.
– Dime, guapa, ¿Qué es eso que sale como el rabo de la cabra?
– Otra vez me olvidé esa, la de cabezal de martillo.
– ¿Cómo se llama la que se parece al pico?
Esas eran las preguntas sobre las letras. Las comparaban con los objetos conocidos a ellos. El aprendizaje hacía sudar, pero los alumnos y la maestra lo superaban divertidamente.
Ardak estaba contenta que no hizo caso a su padre, no se puso a trabajar como dependiente y se fue de maestra a la escuela. Gracias a eso estaba entre los trabajadores. Enseñando a ellos también aprendía. Su grupo avanzaba mejor que los otros.
Y sólo Baiten estudiaba con pies en plomo, aunque visitaba todas las clases. En diez tardes no aprendió ni una sola letra. Los alumnos asediaban a preguntas a su maestra y Baiten con aire de sabelotodo estaba sentado altivo detrás de todos callado y cabeceaba.
Hoy era igual. Revisando los cuadernos de sus alumnos Ardak se acercó a Baiten y perpleja se paró a su lado: estaba durmiendo, el cuaderno y el lápiz estaban tirados en el suelo. ¿Qué hacer?... Le tocó del hombro.
– ¡Baiteke! ¡Baiteke!
– ¿Eh? – Baiten se despertó y abriendo ampliamente los ojos levanto su cara con bigote erizado.
– No puede estudiar así. Si tiene sueño, váyase a casa.
– La escuela fue construida no por los señoritos como tú, sino por nosotros, los obreros. No tienes derecho a eliminarme, camarada. ¡Si te caigo mal, vete tú!
Estas palabras dejaron perpleja a Ardak como si había recibido un golpe en la cara. Sin pronunciar ni una palabra salió corriendo de la escuela. En la calle no pudo contenerse y las lágrimas salieron de sus ojos. El corazón la dolía.
“¡Señorita!... No, ¡mejor ir al más negro trabajo en vez de escuchar ese tipo de reproches!” Cuando el corazón se hace un grumo, todo el amplio mundo también se reduce y parece tan pequeño que se puede colocar en la palma de la mano… ¿A dónde ir? Ardak se sentía de non en el mundo, la más desgraciada de la gente.
Y en la clase se desarrollaba una escena agitada. Los obreros rodearon a Baiten.
El viejo herrero Koktainsha gritaba:
– ¡Fuera tú, maldito! ¿Por qué ofendiste a la joven? ¡Me abrió los ojos a estas alturas!
– ¡Y me voy! – se levantó Baiten. – Hay bastantes escuelas ahora. No será esta, entraré en otra.
– Te expulsamos de la otra también. ¡Ve y pide perdón a nuestra maestra!
– ¿Pedir perdón? ¿A una chica? – Baiten se volvió y con aire de ofendido se dirigió a la puerta.
Reprimida y abatida Ardak con los pies pesados entró en el patio del taller mecánico. Esperaba encontrar a Zhanabyl.
El muchacho estaba ocupado. Cuando su equipo al finalizar el trabajo se fue, él se quedó en el patio. Hizo dos hoyos hasta la cintura y puso dos postes. Luego colocó sobre ellos un transversal y echó una cuerda gorda. En su fin ató un lingote de dos pudes . Después trajo a esta estructura una cinta metálica de un dedo de grosor.
Zhanabyl sudaba pero no estaba cansado. Se dio cuenta de Ardak sólo cuando ella estaba delante de él.
– ¡Éxito en la labor! – dijo Ardyk. La voz suya era débil y la cara parecía muy enfermiza.
Pero Zhanabyl no se dio cuenta de eso.
– ¡Que así sea! – contestó. – Mira que he inventado. Quiero hacer más fácil el trabajo de los martilladores.
Los últimos días la tarea de los martilladores era muy difícil, estaban haciendo de las gruesas láminas metálicas partes para los locomóviles que estaban reparando. Desde la mañana hasta la tarde ellos manejaban los muy pesados martillos llenando el taller con un ruido inacabable. Y Zhanabyl decidió hacer una bancada para ellos. El mecánico Kozlov y el cerrajero Lapshin eran muy ingenisos. Y Zhanabyl seguía sus pasos.
Colocando por debajo del transversal una lámina quiso probar su invento. Ardak enseguida se dio cuenta de que esa herramienta era una idea inútil.
– No te saldrá nada, – dijo. – ¿Quieres dar golpes con ayuda de un brazo? Pero a pesar de que tu lingote es más pesado que el martillo, el golpe será más débil.
– ¿De qué lo sabes?
– Así son las leyes físicas. El golpe será a una distancia corta, sin amplitud. Y no se consegirá un golpe fuerte.
Zhanabyl no hizo caso. Subió con la cuerda el lingote y la soltó. La lámina de hierro no sólo no se dobló, sino no se quedó ni rastro del golpe en ella.
Zhanabyl abatido se sentó en la tierra.
– La vez pasada Lapshin hablaba de la mecánica. Ahora vienes tú con Física. Enséñame esa física. Veo que eres una buena maestra. Ahora después del trabajo asistiré a tus clases.
– No volveré a dar clases. Quiero entrar en el taller de peón, – dijo tristemente Ardak.
Zhanabyl miró sorprendido a la muchacha. Sólo ahora se dio cuenta de que estaba triste y desolada.
– ¿Qué te pasa, por qué estás tan desconsolada? ¿Te has puesto enferma o te ofendió alguien?
– Estoy sana.
– ¡Oye! Es una costumbre mala no soltar todo de una vez. ¿Por qué no explicas claramente?
– Baiten dijo que me vaya de la escuela. Y eso hice.
– ¡Te fuiste porque lo dijo Baiten? – exclamo indignado Zhanabyl. – ¿Cómo puedes hacer caso de ese pájaro de pantano? ¿Y los otros obreros cómo te tratan?
– Me tratan bien. Pero Baiten me dijo delante de todos: “¡Señorita, fuera!”. No podía quedarme. Mejor haré el trabajo no especializado. Si te ensucias la cara, puedes lavártela con el agua, pero si te manchan el honor, ¿hay remedio para limpiarlo?
– ¡Vamos! – decididamente dijo Zhanabyl. – Algún día a ese célebre Baiten le quemarán su lengua suelta con hierro caliente y se va a callar de una vez. ¡Vamos! Se va a sentir como si volvió a nacer a este mundo.
– ¿A dónde vamos?
– Al comité de Partido, al comité de la mina y a tus alumnos.
– No. ¡No me llames, yo no me muevo! – se negó rotundamente Ardak. – No quiero hablar más con Baiten. Mejor búscame un trabajo correspondiente en el taller. Vamos a trabajar juntos, aprenderemos el lenguaje de las máquinas. Vamos a estudiar juntos. Quien sabe, podemos llegar a ser inventores, diseñadores…
A Zhanabyl le gustaba que la chica quisiera trabajar en el taller. Pero la reprochó:
– En balde te pierdes los nervios. Como maestra vales más… Mejor sería si entraras en komsomol, entonces se te abrirán todas las puertas.
– Para entrar en komsomol tengo que demostrar lo que valgo en el trabajo.
– Pues eso, ¡enseña a la gente!
Salieron fuera. Se oyó un ruido tremendo. Miraron al cielo con preocupación. Pero el cielo estaba desnublado. A lo lejos apareció una muchedumbre. El ruido se acercaba y acrecentaba. Zhanabyl y Ardyk se lanzaron a la gente.
Alarmando a la población de Karagandá avanzaban lentamente cinco tractores. Subían al monte en dirección del taller mecánico. Los tractores iban en fila uno detrás de otro. Cada tractor llevaba un remolque. Algunos remolques eran tan grandes que dejaban huella de la rueda de medio metro de anchura y la distancia entre ellos era tan grande que podía pasar entre las ruedas una caravana. En uno de los remolques descansaba una pesada caldera roja, era tan grande que parecía una colina. La gente exclamaba emocionada:
– ¡Pá-pá! ¡Suena como un trueno!
– ¡Qué grande!
– ¡No me digas! Parece todo un gigante. Y uno remolca todo una montaña.
– ¡No es un tractor! ¡Es un portamontañas!
Era la primera vez que Karagandá escuchaba el ruido de los motores de tractores. Las máquinas nunca vistas, la grandísima caldera, remolques largos, todo eso causó gran impresión a la gente. Remolinando y atropellándose ellos querían acercarse a los tractores, verlos de cerca, tocarlos con sus propias manos.
Zhanabyl llegó tarde pero enérgicamente se abrió el camino y salió adelante. Las alas de su corta nariz se abrían, los ojos ardían con excitación. Aleando con los brazos no dejaba que la gente se acerque a los remolques.
– ¡Fuera! ¡No cierren el camino! ¿A dónde vas?
– ¿Quién es ese chato?
– ¿Es que piensa que nos vamos a comer esas máquinas?
– ¡El chato sabe lo que dice! – gritaba Zhanabyl. – ¡Apartaos! ¿O es que quieren morir debajo de las ruedas? ¡Tira, tira, camarada carruajero!
Junto con los demás iban Meyram, Zhumaniyaz y Scherbakov observando con atención el comportamiento de la gente. La mirada de Meyram se paró en Ardak. La muchacha estaba aparte con la carpeta debajo del sobaco. Su mirada era lastimosa. No sonreía, los ojos estaban tristes. Al ver a Meyram y Scherbakov se dirigió a ellos.
– ¿Qué tal, hija, te gusta nuestro utillaje nuevo? – preguntó Scherbakov.
– Me gusta, Sergio Petrovich. Jamás habíamos imaginado una fuerza tan maravillosa.
– La maravilla está por delante. Y esto es su comienzo, – dijo Scherbakov. – La labor se desarrollará como se debe, cuando se extenderá hasta aquí el ferrocarril. Cada cuarenta minutos llegarán y partirán trenes. Ya con eso se puede imaginar la futura Karagandá.
– ¿Y cuándo llegará el primer tren?
– La vía ya llegó hasta Shokai. Pienso antes de que caiga la primera nieve llegará a nosotros. El gobierno tiene priorizado el proceso de extensión del ferrocarril.
– ¿Y de dónde vienen estas máquinas?
– Es el regalo del camarada Ordzonikidze. Nos son de gran ayuda estas máquinas. ¿Ves esa caldera a vapor? Después de la electricidad el vapor es la fuerza más potente.
– Vapor, electricidad, motor – todas estas cosas exigen conocimiento, Sergio Petrovich, – dijo Ardak. – ¿Cómo podrá manejarlos un obrero? Si no tiene ni idea ni de física ni de matemáticas. Estaba aquí pensando en eso.
– ¡Muy bien piensas, hija, muy bien! – se puso contento Sergio Petrovich. – Para dotar a la gente de conocimientos estamos enseñando no sólo a los niños, también a los adultos. Y tú nos tienes que ayudar en eso. ¡Necesitamos acabar con el analfabetismo!
– ¿No les contó nada? Baiten la echó de la escuela, – se oyó la voz de Zhanabyl.
El joven se bañaba en sudor y estaba sofocado. Avanzando junto con los trabajadores observaba atentamente las máquinas. Un solo ardor le llevaba: quería ver todo, saber todo, participar en todo. No pudo contenerse e intervino en la conversación de Sergio Petrovich y Ardak.
Meyram al oír las palabras de Zhanabyl frunció el ceño:
– ¿Qué dices?
– ¿Es que no les contó nada ella misma? Baiten la echó y la dijo que es una “señorita”. Ardak quiere entrar en nuestro taller mecánico de peón.
– ¿Es verdad? – preguntó Meyram a la muchacha.
– Sí, es verdad, – dijo Ardak bajando la mirada al suelo.
Meyram no podía quitar la mirada de la triste muchacha. Tenía ganas de cogerla de la barbilla con cariño, mirarla en los ojos y decirla: “No te pongas triste, no te rindas”. Pero se abstuvo. Las tradiciones kazajas dictaban ocultar sus sentimientos en público. Y además no se podía olvidar como Ardak apoyada a la carreta estaba muy cerca de Makhmet y hablaba con él. “¿Para qué sale con ese frívolo? ¿Por qué le consiente en su casa?” Pero el celo se fue tan rápido como apareció. Le daba lástima de Ardak. E incluso si ella tiene culpa de algo, Meyram estaba dispuesto a olvidar todo y perdonarla.
Y dijo con enojo, enfadado con Baiten:
– ¡El enemigo daña a escondites y el amigo torpe al descubierto! Tiene que tomar medidas severas, camarada Zhumaniyaz. ¡Ese Baiten es miembro de los sindicatos!
– El diablo es de los viejos obreros, – farfulló Zhumaniyaz.
Meyram empezó a perder los nervios:
– Nosotros nos apoyamos no en todos los obreros viejos, sino sólo en los avanzados, en los que son capaces de conducir a los miles de nuevos. ¿Acaso todo lo negro es carbón? Tenemos que saber distinguir la roca del carbón. Y a Usted, Ardak, le rogamos: vuelva a la escuela. Abrir los ojos a miles es más importante que hacer el trabajo de una persona en el taller. Yo le entiendo. Baiten le ofendió y es una ofensa muy grave. Pero los verdaderos obreros tienen otras palabras para sus maestros.
– Y yo digo lo mismo, hija, – añadió Scherbakov. – Cada vez tenemos más trabajadores, y tenemos gran necesidad en los maestros.
El rostro de Ardak se despejaba. Querían decir que la gente necesita su labor. Recobrando la respiración, tan fuerte que le latía el corazón, dijo en voz baja:
– Bien. Gracias a Ustedes. Ahora yo también lo entiendo que me puse excitada. Zhanabyl me decía lo mismo.
Junto con estos hombres que ya eran próximos a ella, queridos, Ardak volvía al pueblo. El sol ya se ponía y en el horizonte el crepúsculo vespertino arrebolaba las nubes. En la luz de la tarde la columna de los tractores se acercaba al taller mecánico.

Capítulo diecinueve

Para el otoño cambiaron no solo los alrededores de Karagandá poblados por los aúles. También cambiaba paso a paso el centro de la producción. Se trazaban zanjas de cimentación para los edificios públicos, traían y apilaban los materiales de construcción. Sin esperar a que hasta Karagandá llegara la vía férrea, los constructores traían la maquinaria y ladrillo desde la estación Shokai. Lo traían en los carros los obreros temporales, lo traían con tractores. Todo esto costaba una pasta, pero los días buenos que quedaban hasta el invierno valían más.
Sobre todo Scherbakov apresuraba la construcción de la sala de calderas. La caldera de vapor tenía que dar nueva vida a la producción. Con la ayuda de vapor darían más rendimiento los numerosos kamerones. Y lo principal era que con el vapor se podría subir el carbón no en las cubetas colgadas del tambor de caballo, sino con vagonetas. Los potentes mecanismos harán que las vagonetas corran de ida y vuelta por los raíles colocados en la pendiente de la entrada en la mina.
El espacioso edificio de ladrillo de la sala de calderas se construía junto con la pequeña estructura sobre la mina “Gerbert”. Ya se había preparado el cimiento para ello, pero las paredes todavía no se levantaron, faltaba material de construcción que tardaban en llegar.
Los cerrajeros del taller mecánico sin esperar a que finalice la construcción ya metieron dentro de la sala la enorme caldera roja traída por los tractores. La caldera la instalaron sobre una resistente base de piedra.
Encabezado por Constantino Lapshin el equipo trabajaba unánime, bien organizado.
Aquí también se revolvía Bokay que no dejaba en paz a nadie haciendo numerosas preguntas. Se acercó corriendo a Lapshin que estaba apoyado en la caldera y estudiaba atentamente el plano.
– ¿Y aquí que es? – escrutaba Bokay y metió la cabeza en el quemador de la caldera.
– Aquí habrá fuego. ¿Ves esos tubos largos? Por ellos pasará el fuego. Los tubos pasarán por el agua. El agua se calentará y va a hervir…
– Así pues, ¿cómo en un samovar?
– Sí, más o menos así.
– ¿Y para qué hay que hervir el agua? ¿Es que los obreros van a beber tanto té?
La pregunta hizo reír a Lapshin. La sonrisa reveló la recta hilera de sus dientes blancos.
– No necesitamos el agua hervida, necesitamos el vapor. El vapor provocará el movimiento de las máquinas.
– ¿Cómo que provocará el movimiento? ¿Dónde se moverán?
– Eh, amigo, a ti hace falta explicar todo. ¿Quieres te formaré de fogonero? Entonces entenderás todo y las máquinas van a obedecer.
Bokay contento empezó a revolverse aún más.
– ¡Claro que quiero! Te agradezco de todo mi corazón… Ven a mi casa hoy. Serás el más esperado invitado y el más querido amigo, – emocionado Bokay se olvidó que su chabola todavía no estaba terminada y no tenía donde recibir a su invitado.
– No, – contestó Lapshin, – hoy no vengo. Vendré cuando haré un buen fogonero de ti. Y entonces me agradecerás.
– Eh, eso está lejos todavía…
– No tan lejos como piensas… Tienes muchas ganas, como veo. Aprenderás en dos, tres meses.
En la sala entraron Kozlov y Scherbakov. El director iba sin prisa con las manos detrás de la espalda y observaba atentamente el edificio. Dio con los dedos en la pared de la caldera.
– Ahora el éxito de nuestra labor depende de este samovar. ¿Cuándo tiene previsto terminar con la instalación?
– A ver, Kostia, cuéntenos cómo va la cosa, – pidió Kozlov.
Lapshin se quejó.
– Es un plazo demasiado corto. Y gente, Boris Mikhailovich, me asignaste poca. La mayoría no tiene ni idea de la producción…
– Hace falta instruirlos mejor… – frunció el ceño Scherbakov.
– Los instruimos, pero avanzamos lentos. No sabemos el kazajo.
– Ya tenían que haber empezado a aprenderlo. Yo, por ejemplo, ya conozco unas cien palabras en kazajo. Puedo explicarme un poco. Y Usted lo tiene más fácil, cada día trabaja codo con codo con los kazajos.
– Es difícil, Sergio Petrovich, ellos mismos intentan lo máximo posible hablar ruso.
– ¿Y qué? Así más rápido aprendéis a entenderos entre vosotros.
Cerca de la caldera estaban amontonados tubos, un grifo y diferentes piezas. Bokay las miraba con curiosidad, palpando cada objeto y moviendo con asombro la cabeza. Él tomaba parte en la transportación desde la estación y ahora quería entender la destinación de cada cosa.
– Mire lo interesado que está, – dijo Sergio Petrovich, – ¡se olvidó de este mundo! Con tanta curiosidad el hombre aprende más rápido.
– Y de todas las formas, se necesitará bastante tiempo, – contestó Lapshin. – Y mientras tanto, necesita un cerrajero, siquiera uno.
Kozlov le miró asombrado.
– ¿De qué hablas, Kostia? Como si no supieras tú mismo. ¿De dónde te lo saco? Antón Levchenko se fue a por las partes del generador de vapor. En cuanto vuelva se ocupará del ensamblaje del generador. Ivan Potapov está montando los kamerones. Y si quitamos de la forja a Kokyainsha, allí el trabajo se quedará atrancado. Bondarenko está reparando las vagonetas… Toda la gente está ocupada. Y si no terminamos esas tareas antes de la puesta en marcha de la caldera, la caldera estará parada por nada.
Cada día más necesitaba Karagandá la necesidad en mano de obra calificada. Llegaban equipos mecanizados y cueste lo que cueste se necesitaban más profesionales capaces de manejar esos equipos.
En Karagandá funcionaban unas escuelas vespertinas de formación profesional, cursos acelerados. Los trabajadores, sobre todo la juventud, estudiaban con muchas ganas. Y esto ya daba su fruto: la gente que hace poco abandonó sus aúles con más habilidad manipulaban la maquinaria. Pero de todas las formas la formación de los cuadros avanzaba lentamente. Se venía encima la amenaza de inactividad de los mecanismos que llegaban constantemente. Había que aprovechar cada día.
Chupando la pipa Sergio Petrovich reflexionaba en voz alta:
– Cuando vuelva Antón le ponemos en el equipo de Lapshin. Primero ponemos en marcha la caldera y luego ya vamos a ensamblar el generador de vapor. No podemos desparramar las energías, así estancaremos toda la labor. Las máquinas las ponemos en marcha una por una.
Pasó al rincón del local donde estaba trabajando el tío Iván Potapov con sus ayudantes. Estaba torneando con una lima el tornillo sujetado en las mordazas. Y estaba tan sumergido en su trabajo que no se daba cuenta de nada. A su lado se encontraba un nuevo kamerón casi ensamblado. Aquí mismo trabajaban con las piezas de las máquinas Zhanabyl, Baiten y la ágil Baljan.
– Buenos días, tío Iván.
Potapov levantó la cabeza, miró por encima de las gafas y dijo algo ininteligible.
– ¿Qué tal? ¿Pronto estará listo el kamerón? – preguntó Scherbakov.
– Sí, ¡la demora se debe a este maldito tornillo! Y con una máquina-herramienta es un trabajo de un minuto.
– Pondremos en marcha la caldera a vapor, se pondrá en marcha y la máquina-herramienta.
– ¿Y por qué esperar a que se ponga en marcha la caldera? ¿Por qué no utilizamos el motor de aceite pesado?
– Vale, vamos a ver el motor, – dijo Sergio Petrovich.
Con el motor brujeaba Zhanabyl. Limpió con un trapo empapado de queroseno el fino tubo de cobre, lo sopló y empezó a observarla en la luz admirando su brillo.
– ¿Qué tal, joven ingeniero? – preguntó Sergio Petrovich.
– No van mal, – dijo Zhanabyl y metió el tubo en las dobladuras de su gabardina que estaba a su lada.
– ¿Para qué lo escondes?
– No es de Ustedes, es para protegerlo del polvo.
Tenía el don de la palabra igual como el de trabajo. Con cariño, como si se tratase de un potrillo, acarició con la mano el bajo y pequeño motor que brillaba con su laqueado negro. Luego, rojo del esfuerzo, levantó el cabezal de hierro fundido de la máquina.
– ¡Carajo! ¿De plomo será?
– Sí, más pesada del tío Iván, y eso que cada su palabra pesa un kilo.
– Te gusta cuidar de la máquina, – dijo Scherbakov. – ¿Y sabrás operar con ella?
– Todavía no lo sé, acabo de entender su estructura.
– ¡A ver, explícalo!
El tío Iván se puso intranquilo. Mirando fijamente a su discípulo se volvió todo oído, movía los labios como si quería soplarle.
Zhanabyl mirando al motor hablaba sin parar:
– El cabezal de hierro fundido lo fijamos aquí y por abajo lo calentamos con el hornillo. En el cabezal calentado por los tubos de cobre se lleva el petróleo. Aquí se genera el gas, el gas presiona el pistón, y el pistón se mueve…
– ¿Y el pistón tiene movimiento reverso?
– ¡Claro que sí! Está unido con el árbol acodado. En el tope del árbol se pone esa rueda grande. La rueda moverá el pistón en reverso. ¿Entiende? El pistón se mueve de ida y vuelta. Así funciona la máquina.
– ¡Bravo! ¡Eres un obrero de choque de verdad! – exclamó el tío Iván. Hizo un porro de tabaco casero y ofreció la petaca a Zhanabyl: – ¡Toma, fúmate uno!
Kozlov dijo en broma:
– Habrán hecho amistades, y por eso les va todo tan rápido.
– Vamos a ver a los demás, – dijo Sergio Petrovich.
Zhanabyl comentaba:
– Son Baiten y Baljan. Están limpiando las partes de la máquina de vapor. Tres obreros de nuestro equipo trabajan en el taller mecánico, preparan el lugar para este motor. Somos seis kazajos en el equipo del tío Iván.
– Aquí seis, con Lapshin trabajan otros siete, con Levchenko – cinco. ¡Mira cuantos sois! – con alegría contaba Scherbakov. – Si los dieciocho se familiaricen con los mecanismos tan rápido como tú, formaríamos los cuadros rápido.
– Y más rápido sería, pero Boris Mikhailovich en cuanto finalizamos la tarea nos dice que nos vayamos a descansar.
– ¿Y qué puedo hacer con Zhumaniyaz? – explicaba Kozlov. – Este me dice lo contrario: ¡no se puede abusar de trabajos extraordinarios! ¿A quién le hago caso?
– Los sindicatos también considera que hace falta tener prisa con la formación de los obreros. ¿Para qué nos paran?
Sergio Petrovich les concilió:
– Al bridón también hay que pararlo, sino se cansará en la mitad del camino. Zhumaniyaz tiene razón: los trabajos extraordinarios son sólo para los casos urgentes.
Acampañados de Zhanabyl se acercaron a Baiten y Baljan. Fiel a sí mismo Baiten no se calentaba: con el shapan en los hombros sentado con los pies encogidos él bosteceando de vez en cuando distraídamente pasaba el trapo por un cojinete. Baljan trabajaba con agilidad. El vestido tenía metido en los zarangüelles, en la cabeza llevaba una toquilla. La joven chuleaba a su compañero:
– Está muy abrigado hoy, tiene dificultad para moverse y por eso le entran ganas de dormir.
– ¡Vaya! ¿Es que no sabes que a través de la ropa gorda pasa menos calor?
– ¡Eh, es que no tendrá a quien le eche la mano! Su esposa debe de ser mansa.
– Como si una rebelde puede hacer algo.
– ¡Le habría puesto en orden a un marido tan holgazán!
– ¡Eh, kelinshek ! ¿A quién le llamas marido holgazán?
– ¡Anda, muévese! Ve, ellos van en nuestra dirección…
Baiten sacó un frasco con nasway, lo sacudió dando un golpe con la palma y metió una pizca en la boca. Luego limpió aplicadamente el cojinete y tomó una postura altiva. Pero los visitantes se pararon delante de Baljan.
– Mire, Sergio Petrovich, – dijo Zhanabyl. – Aquí le presento a nuestra atronadora Baljan.
– ¿Y cuándo fue que yo armaba jaleo? – protestaba Baljan.
– ¡Déjalo! Yo no soy secretario del partido. Pocas cosas puedo.
– ¿Quién eres para decir así sobre mí?
– ¡Cómo si no lo sabes! El futuro primer maquinista en Karagandá, Zhanabyl.
– ¡Mírale que lejos va! Anda, acércate, – dijo Baljan e indicó a una pieza de la máquina. – Le pregunto a Baiten: “¿Cómo se llama esta pieza?” Y me contesta: “Es una pieza muy importante”. – “¿Y esa?” Y me contesta: “Esta también es muy importante”. Y más no puede decir nada. A ver, cuéntame, ya que eres maquinista.
Zhanabyl había aprendido el motor de aceite pesado y todavía no sabía las partes de la máquina de vapor. Pero el amor propio no le dejó declararlo. En vez de eso contestó:
– Baiteke tiene razón: todas las piezas son necesarias.
Baljan en broma le dio una suave bofetada.
– ¡Y encima dice que es maquinista! Está claro que cada pieza es importante. Tú explícame, ¿para qué?
Zhanabyl le dio la otra mejilla:
– ¡Anda, pégame otra vez! Esta por Baiteke.
– ¡Vale, tienes bastante!
A Sergio Petrovich le cayó bien esta delgada y viva mujer con los ardientes ojos oscuros con pestañas largas. Él decidió salvar a Zhanabyl:
– En ruso se llama “distribuidor”, es el corazón de la máquina de vapor.
– Anda, ¿la máquina también tiene corazón?
– Cada mecanismo tiene su propio corazón. El que aprenda las leyes que lo explican logrará ser un verdadero artífice.
Sergio Petrovich se dirigió a Kozlov:
– Si Zhanabyl será el primer maquinista entre los hombres kazajos, Baljan tiene que ser la primera entre las mujeres.
– Vamos a intentarlo, – se comprometió Boris Mikhailovich. – Entonces hacemos lo siguiente. Retrasamos un poco la instalación del generador de vapor y priorizamos la puesta en marcha de la caldera. Yo pienso, el tío Iván tiene razón. ¿Por qué no ponemos en marcha el motor mientras que la caldera no este lista?
– Es buena propuesta, – contestó Scherbakov. – El motor pondrá en marcha no sólo las máquinas herramientas, sino encenderá las lamparillas de Ilyich . Nuestra gente en general no conoce la luz eléctrica. Vamos paso por paso con esta labor. Pienso que ya llegó la hora de empezar la construcción del taller de fundición. No podemos todo el tiempo traer las piezas pequeñas desde Donbass, Leningrado y Moscú…
Se oyó el ruido del tractor y la sonora voz de Levchenko:
– ¡Gira aquí! ¡Cuidado!
– ¡Nuestro Antón ha regresado! – se animó Kozlov.
Todos corrieron al patio. Los remolques de tres tractores y varios carros estaban cargados de herramientas mecánicas, máquinas dinamoeléctricas, partes del generador de vapor. A Antón le asediaron de preguntas:
– ¿No te olvidaste del minio para empastar los manguitos?
– ¿Y la junta de amianto?
– ¡Traigo de todo! Y basta ya. ¡Toda la estación está llena de maquinaria! – decía Anton cerrando los ojos y cabeceando. – Es cierto, todo el país está pensando en nosotros. Los almacenes del cartel van a explotar pronto. Hay que moverse para tener tiempo a trae todo…
Sergio Petrovich observó como descargaban los mecanismos y se dirigió a la mina número uno.
En la cumbre de la colina cerca de la mina estaba parado el ingeniero Orlov. Como siempre se levantó antes de que salga el sol y desde ese tiempo no paró ni un minuto. Visitó las minas lejanas, recorrió andando toda la producción. La producción crecía cada día, estaba apasionado por ello y ya no sufría tanto su soledad.
Sergio Petrovich se sentó al lado de Orlov sobre la espesa hierba.
– Siéntese, Andrei Andreyevich, vamos a descansar un poco. – Se desabrochó el cuello de la camisa, expuso el pecho a la ligera brisa y sacó la pipa. – Tenemos muchos quehaceres… Estoy pensando ahora: hemos puesto a Osipov de director de la primera mina. Bueno, en Donbass era capataz. Pero no me acuerdo que sea buen administrador y espabilado. Muy lento, demasiado tranquilo, aunque conoce bien el asunto. ¿Será buen jefe de la mina?
– Me preocupa lo mismo, – vacilando dijo Orlov.
– Por otra parte, tenemos pocos trabajadores como Osipov. Tendremos que arriesgar. Claro, no le quitamos el ojo de encima, le ayudaremos en todo. ¿Qué piensa, ya es hora para empezar la primera excavación del socavón a la mina? Ya está finalizando el montaje de la elevadora, tenemos vagonetas y raíles… ¿No sería bien encargar a Yermek la realización de la bajada?
– Más no hay a quién… Pero Usted, Sergio Petrovich, avísele. A veces no hace caso de las órdenes del ingeniero.
– Todavía le queda en la cabeza la antigua imagen de un ingeniero. Hablaré con él.
Desde la colina echó una mirada a los alrededores, con gusto respiró el aire que perdió el calor del día.
– Hay mucho carbón aquí…
– Y de los buenos, – añadió Orlov. – Tiene poco contenido de azufre y fósforo. Y cuanto menos hay en el carbón estas impurezas mejor se funde el hierro, más barato cuesta la fundición.
– Pero algunas capas de carbón aquí tienen bastante ceniza.
– Eso sí, hay ceniza. Pero esto se evita fácil. El carbón de Karagandá es fácil en someterle a la preparación. Y tiene otra cualidad buena: aguanta el almacenamiento continuo… No puedo reñir el carbón de aquí. Y cuanto más profundas son las capas, de más calidad son. Nuestra tarea es llegar lo más próximo posible a ellas.
– Vamos a poner en eso a los mejores trabajadores, – resumió Scherbakov. – Pienso que el equipo de Yermek hay que nombrarles el equipo de choque y en su ejemplo formar a los demás.
– ¿Cómo es de choque? – Orlov no tenía ni idea de la organización del trabajo de choque.
– Escogemos a los más experimentados. Hay que reconocerlo, a veces a los piqueros los pasamos a trabajar con la pala. Y también es su culpa.
– Lo reconozcó, – asintió Orlov.
La conversación seguía. Scherbakov miró el reloj. Ya se acercaban las seis de la tarde. Se levantó.
Orlov miró a la mina y tocó el hombro de Sergio Petrovich.
– ¿Ve? ¿Qué es eso?
Junto a la mina se reunía la gente. En una campa montaban una mesa grande. Una mujer la cubrió con tela roja.
– ¿No lo sabía? – quedó sorprendido Scherbakov. – ¡Eh! Andrei Andreyevich, no está integrado en nuestra vida social. Los obreros decidieron reunirse en un míting y preparar una carta de saludo a los obreros de Donbass… ¡De mí Donbass! – dijo con fuerza. – Vamos lo vemos…
Alrededor de la mesa se reunió toda la Karagandá: vinieron los habitantes de los aúles vecinos, mineros, trabajadores del taller mecánico. Muchos de ellos pocos días atrás se quitaron la ropa que solían llevar en el aúl y se pusieron los trajes de trabajo. Había muchas mujeres en zhaulyk . La reunión numerosa la empezó Zhumaniyaz. Sonriendo con sus alegres ojos estrechos y acariciando su elegante bigote negro esperaba a que se calmara el rumor. Pero la gente no se callaba: La voz de Zhumaniyaz era débil, y cuando pidió silencio pocos le habían oído. Entonces dio dos palmadas contra la mesa.
– ¡Atención, camaradas! Empezamos nuestro mitin... Antes de seleccionar el presidio quería decirles una cosa. Al comienzo éramos pocos aquí, y habíamos emprendido una labor muy grande, una labor a nivel estatal: empezamos a construir la tercera carbonera de la Unión Soviética. No pudiéramos con la carga si no contáramos con la ayuda fraternal del gran pueblo ruso y sobre todo de la gente de Donbass. Y en adelante no podemos nada sin esta ayuda. Y por eso nuestros viejos mineros, a los camaradas Yermek Barantayev e Isjak Kemelov se les ocurrió escribir la carta al proletariado de Donbass. En esta carta agradecemos el apoyo y pedimos ayuda en futuro…
Cuando se formó el presidio Zhumaniyaz dio la palabra a Iskak. El viejo minero se acercó a la mesa. Se levantó en las puntas y estiró el cuello buscando a alguien entre la gente.
– ¿Dónde está la maestra? ¿Dónde está Ardak? –preguntaba preocupado.
Ardak respondió y el minero la invitó a salir a la mesa.
– Ponte aquí a mi lado… Bueno, camaradas. Hemos pensado con Yermek lo que queremos decir a los mineros de Donbass y pedimos a la maestra que apunte estas palabras. No estoy acostumbrado a hablar mucho. Lee, querida, lo que nos ha salido. Que lo escuche la gente.
Ardak emocionada empezó a leer:
– “Al proletariado de nuestro hermano mayor Donbass. ¡Queridos amigos, amigos! Gracias a la atención del Partido Comunista y el gobierno soviético el pueblo kazajo hace poco iba vagando por la estepa se hizo sedentario. Comenzó a crear la industria, a formar los cuadros nacionales de obreros profesionales. Pero todavía nos falta la experiencia. Necesitamos su ayuda. Gracias a Ustedes por todo lo que hace para nosotros y pedimos que nos sigan ayudando en adelante. Les invitamos a sus profesionales, mineros avanzados venir a nuestra tierra, compartir la experiencia de Donbass, enseñarnos a dominar la nueva maquinaria”.
En cuanto Ardak terminó de leer de todas las partes se oyeron voces:
– ¡Hay que concretar: necesitamos sobre todo a los piqueros, ingenieros, técnicos!
– ¿Y acaso no necesitamos a los maquinistas, montadores, torneadores?
– Dicen que en el Donbass hay una máquina que pica el carbón. ¿No pueden enviarnos una máquina igual y enseñarnos a trabajar con ella?
– ¡Y que nos envíen otra caldera grande! – gritó Bokay desde el gallinero.
Isjak repetía:
– Apunta, maestra, apunta.
El lápiz de Ardak volaba en el papel.
Abriendo la plaza a la mesa se acercó Akym y pidió:
– Ardak-jan, escriba, por favor, que me envíen la máquina que sabe picar el carbón. Yo la montaré como un caballo. Estoy harto ya de manejar el pico.
Si Ardak tomara nota de todos los deseos y pedidos saldría una carta infinita. Meyram se levantó de su asiento y propuso:
– ¡Camaradas, no se puede tomar nota de todo! No hay papel para eso. Tenemos que centrarnos en lo principal. Y ampliar la carta lo delegamos al presidio.
– ¡Bien dicho! – apoyó Isjak. – Así terminamos pronto. De mi parte quiero proponer: que el presidio lo amplie después y nosotros ahora vamos a firmar la carta.
La gente se acercó a la mesa.
¡Había que ver qué clase de firmas aparecía! Unos hacía poco aprendieron a escribir y todavía no podían tener bien la pluma en la mano. Aplicadamente trazaban sus garrapatas, se miraban uno a otro y se sonreían avergonzados. Se acercó Zhumabai subiéndose de costumbre el pantalón de piel de oveja. Le seguía el jefe de brigada, el hércules Khutjan. Firmando Khutjan manchó la hoja con polvo de carbón.
– ¡Uy! – se asustó Ardak. – Tendremos que escribir todo de nuevo.
– ¡No lo toques! ¡Déjalo así! – dijo Isjak. – Los mineros no tienen miedo a la carbonilla.

Capítulo veinte

Toda la noche caía nieve espesa. Por la mañana las grises nubes se dispersaron, el cielo se abrió y salió el pálido sol invernal. ¡Cuánto ha cambiado todo! Ya no había aúles alrededor. La gente se trasladó a vivir en las chabolas. Canales excavados, lomos sobre las chabolas, todo estaba cubierto con el blanco manto de nieve. Los rayos del sol jugueteaban en los granos de agua helada. Y sólo el humo que salía de las chimeneas y se disipaba lentamente en el aire calmoso evidenciaba que aquí vivía alguien.
Empezaba un día más. Se oyó el fino chiflato del pequeño locomóvil señalando que se terminó el turno. Aparecían grupos de trabajadores: unos volvían de las minas y otros se dirigían hacia allá. Arbakeshi llevaban agua a las barracas, los dueños llevaban el ganado a los bebederos. Cada minuto había más movimiento en los pueblos.
Lejos en el horizonte en la zona del antiguo pueblo Kompaneiski avanzaba lentamente una línea oscura, era el primer tren tan esperado en Karagandá. Fumaradas de humo emitidas por la locomotora ocultaban los vagones. Junto con el primer convoy se esperaba que llegara también de ayuda a Karagandá un nuevo grupo de trabajadores de Donbass.
De las chabolas salía gente. Los hombres y mujeres se reunían formando largas columnas sobre las cuales ondeaban las banderas rojas. Estas columnas se dirigían al centro del pueblo.
Mientras tanto Meyram y Zhanabyl estaban en la casa de Yermek tomando el té mañanero. El viejo minero sacó su cuaderno escolar y lo demostraba a Meyram. Zhanabyl a ejemplo de él sacó de la caña de la bota el suyo.
– Espera, no te metas, – dijo Yermek.
– ¿Por qué no me mete? Quiere galopar a solas y ganarse el premio, – contestó Zhanabyl
Los dos estaban estudiando el ruso. Sabían mal la ortografía rusa pero se empeñaban en los estudios. Estaban seguros de que lo primero era aprender a leer y escribir y entonces lo demás sería más fácil.
– ¡Anda, ya sabe escribir solo! – quedó sorprendido Meyram. – Le sale bien, muy bien.
Zhanabyl fijándose en lo que estaba escrito en el cuaderno de Yermek se echó a reír.
– “El pica viene”… ¿Acaso el pico es un carro? Hay que decir “Traen los picos”.
– ¡Mírale al chulito! Claro, es vecino de la maestra, puede chulear, – le reprochaba Yermek.
– Y Usted vive en la misma casa con el maestro, – pagó con la misma moneda Zhanabyl.
– Es que Meyram no tiene tiempo para atenderme y Ardak te imparte clases individuales, seguro.
– No diría, – sonrió Meyram. – De ser así no habría escrito Zhanabyl “comer té”.
Ahora se reía Yermek. Reía a carcajadas con tanta fuerza que se le cayó la taza de la mano. No solía reír mucho, pero cuando lo hacía su risa era estrepitosa de todo el corazón.
Respirando profundo dijo:
– Niñato de ti, ¿dónde se ha visto que se coma el té?
– Cometen errores porque llevan poco tiempo aprendiendo ruso, – conciliaba a los amigos Meyram. – ¿Se dio cuenta, Yermek, de que Zhanabyl me tiene por su maestro? Bueno, estoy de acuerdo. Y si Ardak va a ayudar a Zhanabyl, estoy dispuesto a ayudarle a Usted. Y tú, Zhanabyl, traspasa mi desafío a Ardak.
– No tengo que decirla nada. Ella ya está dándome lecciones individuales. Ahora todo depende de Usted.
Zhanabyl era un frecuente visitante de esta casa. A pesar de su edad se permitía gastar bromas a Yermek, a veces le tomaba el pelo. El carácter del viejo minero era pesado pero cuando venía Zhanabyl en el rostro de Yermek aparecía una sonrisa y él mismo buscaba sus bromas. Meyram también llevaba conversaciones con ellos. Y otra cosa les unía. Zhanabyl sin darse cuenta contribuyó en el acercamiento de Meyram con Ardak. Entre ellos todavía no hubo explicaciones, se veían de vez en cuando, y Zhanabyl como si les ayudara a comunicarse a distancia. Todo lo que le comentaba Ardak al día siguiente lo contaba a Meyram.
Aniya, la esposa de Yermek, les servía el té. Hablaba libremente:
– ¡Oigan, hijos! Entre nosotros no hay ajenos y os diré sinceramente. ¿En qué pensáis? ¿Toda la vida queréis pasarla solos? A mí y mi viejo nos gustaría veros casados. Y estaríais vosotros con vuestras familias a nuestro lado como alrededor de una yurta grande. ¿Tengo razón?
No pudieron contestarla, entraron Scherbakov y Kozlov.
– Meyram Omarovicch, – dijo Scherbakov tras saludar a los dueños, – la gente está reuniéndose, vamos a recibir a los huéspedes.
– Enseguida voy.
Meyram se fue a su habitación para cambiarse. Scherbakov con interés observaba el interior de la casa. Era la primera vez que venía aquí. Pegado a la pared estaba un baúl desgastado de color negro, sobre él se encontraban dos cojines. En el sitial había una koshma de dibujos también usada. En el centro de la habitación se hallaba una mesa bajita. Y era todo. La habitación delantera estaba dividida por un tabique de madera. Una parte servía de cocina, en la otra vivía Meyram. Sergio Petrovich buscó con los ojos algún taburete. No había. No sabía sentar en el suelo a lo kazajo. A decir verdad, no se imaginaba que el más conocido en Karagandá viejo minero y el secretario del Partido vivían en tales condiciones.
– ¿Cómo se puede? – dijo a Yermek. – ¿Por qué no nos dice nada? Tenemos pocas cosas en el depósito, pero siempre se puede encontrar alguna solución.
– Jamás lo hice, – dijo Yermek y empezó a vestirse.
Zhanabyl no pudo contenerse:
– Como Meyram no se decide abrirse a la muchacha querida, tanto Yermek siempre espera lo que le diga la esposa. Esta gente piensa que todo se resolverá por si mismo.
Los cinco salieron a la calle. Las columnas con banderas se reunieron cerca de la oficina del cartel. La gente runruneaba y se agitaba. Entre los obreros había carcamales y viejas con bastones, venían niños pegados a las faldas de sus madres. Todos repetían las mismas palabras:
– Vía férrea, tren…
Había aquí mucha gente que jamás había visto la ciudad e incluso jamás había abandonado su aúl. Ellos habían crecido y vivían en la vasta estepa lejos de los caminos trillados de la vida y sabían sobre “ot arbe”  a oídas. Y ahora tenían la posibilidad de verlo con sus propios ojos. Estas pocas horas de espera que les quedaban les parecían más largas que los años transcurridos.
– ¿Está cerca?
– Está llegando.
– ¿Por qué se retrasa? – sonaban las preguntas.
Por fin las columnas se pusieron en marcha.
Del tren les separaban unos cuatro-cinco kilómetros. El tren iba lento, muy lento. Las desordenadas columnas atarantadas empezaron a andar. Parecía que la esponjosa nieve que cubría la vasta estepa hervía. Los más ágiles chiquillos ya se acercaban al tren. Los ferrocarrileros ya podían distinguir la abigarrada muchedumbre que bajaba a la desbandada la colina.
Los constructores de las vías empezaron a meter prisa unos a otros:
– ¡Ahí vienen! ¡Espabila!
El largo tren tiraban dos locomotoras. En las delanteras plataformas abiertas se encontraban las turbinas con dimensiones de un shanrak , gruesos árboles cigüeñales y tubos capaces de encajar a una persona.
Los constructores del ferrocarril tenían prisa. Unos traían y colocaban en la vía las traviesas. Otros traían raíles. Cuatro muchachos fuertes en pares fijaban los raíles hincando los grapones en las traviesas. Y detrás de ellos lentamente reptaba el pesado tren.
Gritando proclamaciones y deseos de éxito se acercaron los primeros grupos de los obreros de Karagandá. Enseguida se lanzaron a ayudar a los ferrocarrileros. El trabajo se animó. Con más velocidad se colocaban los raíles en las traviesas, aceleraba su paso el tren.
Detrás de todos llegaron los viejos con las viejas y niños. La gente se agolpaba junto al terraplén. En el aire se expandían voces emocionadas.
– ¡Pah-pah! ¡Este gigante es más que el tractor!
– ¡Menuda voz! Es capaz de dejar sordo a cualquiera.
– ¿Y el vapor? Parece una borrasca.
– Flamea como un aidakhar .
En él puede trasladarse toda la tribu.
Entre estas emocionadas y sorprendidas personas andaba el piquero de Karagandá Span. Agitando las manos recordaba el reciente pasado de Karagandá:
– En aquella época los ingleses construyeron el ferrocarril entre la fábrica de fundición de cobre de Spassk y Karagandá. Era una distancia de tan sólo cuarenta kilómetros y tardaron en construirla tres años. Los raíles eran finos como una subida y el ancho del carril no más de la lengua. Una vez llevaba yo desde el aúl Papana el heno. Veo desde Spassk viene el tren. El camino iba subiendo. La locomotora aporreaba y gemía pero no podía superar la subida. Salió gente de los vagones, empezó a empujar los vagones, echar arena en los raíles… Apenas lo sacaron…
 Ahora del antiguo ferrocarril de vía estrecha entre la fábrica de Spassk y Karagandá quedaban solo restos del terraplén. Los jóvenes no se acordaban de esa vía y los que la vieron quedaron sorprendidos por las gigantescas dimensiones del tren nuevo.
– ¿De qué hablar? ¡Aquel tren era como un potro en comparación con este corcel morcillo!
– Aquel tren descarrilaba varias veces.
– Y los vagones eran un poco mayor de nuestras vagonetas.
Se armó un jaleo entre la gente: unos empezaban a hablar y otros intervenían. Estaba aquí Alibek también. A su lado estaba Zhumabai. Ardak y Maypa que les acompañaban hasta aquí se entremezclaron con la gente.
Alibek estaba más agrio que nunca. Las mejillas se hundieron, los pequeños ojos casi desaparecieron de la cara, la lengua se le pegó a la garganta. Parecía que las chispas de alegría y regocijo que envolvían a la gente a él le quemaban. Estaba encorvado y se miraba a los pies. Apenas podía mantener la ira que le llenaba.
El ingenuo Zhumabai no podía penetrar en los pensamientos ocultos de su compañero y seguía entusiasmado:
– ¡Dios mío, estas máquinas parecen verdaderos gigantes! Seguro que la fuerza de ellas es la de un hércules!
– Dicen, no cada gigante es fuerte, – cortado habló Alibek.
– ¿Qué dice? – se excitó Zhumabai. – ¿Acaso en este cuerpo puede haber poca fuerza? ¡No me lo creo!
Alibek no se metió en la discusión y se apartó.
El largo convoy ferroviario remolcado por dos locomotoras se paró enfrente de la tribuna.
– ¿Dónde? ¿En qué vagones vienen nuestros huéspedes? – preguntaba la gente rodeando el tren.
– ¡Aquí estarán! – gritó Yermek. – ¡Vengan acá, camaradas!
Al final del convoy estaban unos vagones de viajeros. La gente se lanzó hacia la cola del tren.
El primero apareció en la plataforma del vagón un hombre de estatura mediana de hombros y torax anchos con bigote rubio corto.
– ¡Kolia! ¡Ovchrenko! – al unísono gritaron Yermek y Seitkalí lanzándose al encuentro del huésped.
Ovcharenko con ligereza saltó del estribo del vagón. Los tres empezaron a besar uno a otro y asediar a preguntas: “¿Qué tal el viaje?” – “¿Cómo va la cosa por aquí?”
Nicolás Ovcharenko era un viejo minero de Karagandá. Cuando las minas en Karagandá se pararon se fue a Donbass y ahora regresó. Yermek le presentó a Scherbakov, Zhumaniyaz y Meyram.
– ¿Qué tal, fugitivo, no te reteniste? ¿Vuelves? – bromeaba Yermek.
– ¿Acaso se puede escapar de los viejos amigos? – respondía bromeando Ovcharenko. – Gracias que os acordáis de mí. La carta que enviasteis a Donbass provocó tanta emoción que muchos quisieron venir a Karagandá. Me iba yo sólo y vuelvo con doscientos mineros. ¡Y las máquinas! ¡Hay que ver las máquinas que os traemos! Aquí os presento a nuevos compañeros… 
Y Ovcharenko empezó a nombrar a todos recién llegados. Yasha Voronov, de Gorlovka, el integrante de komsomol, un chico delgado de ojos azules era un artífice reconocido del martillo picador. El técnico Osin de Grishino era un joven vivo de pelo blanco. El torneador Fiodor Kovaliuk de Stalino era un hombre alto un poco encorvado de tez morena. Y muchos más había nombrado Ovcharenko. Con el venía el verdadero oro de la industria: técnicos, picadores, cerrajeros, torneadores, montaderos… ¡Cuánto los necesitaba ahora Karagandá! Scherbakov les miraba y sonreía.
Ovcharenko hablaba emocionado tocándose cada minuto el bigote.
– Es uno entre todos los equipos destinados a ayudar a Karagandá. Ahora aquí vendrá gente de todas las partes del país: de Moscú, de Leningrado. Ahora abrimos los vagones y verán cuantos bienes os traemos. ¿Saben cómo nos trataban en el camino? En las estaciones, en los apartaderos los ferrocarrileros escribían con tiza en nuestros vagones: “No detener. Convoy para Karagandá”.
– ¡Gracias, amigos! ¡Ahora sí que daremos caña! – hablaba Scherbakov en voz alta dirigiéndose con los huéspedes a la tribuna.
De paso Meyram le dijo:
– Mire, toda Karagandá vino al mitin. Salga, la gente está esperando.
– No, – dijo Sergio Petrovich, – son huéspedes en su región, vienen a ayudar a sus compatriotas. Tiene que intervenir Usted.
Y cuando Zhumaniyaz empezó el mitin Meyram acompañado de Scherbakov, un representante de los huéspedes, delegados de la provincia y la república subió a la tribuna. Era la primera vez cuando Meyram intervenía delante de tan numeroso público. Primero estaba emocionado, pero recobró la voz.
– ¡Camaradas! – hablaba en voz alta. – El gran Octubre  nos trajo a estas dormidas tierras de la estepa el crepúsculo matutino, y ¡hoy sale el sol! ¿Cómo podemos llamar esta vía que se extiende a través de la estepa kazaja? Sólo hay un nombre para ello. Y es ¡camino del socialismo! El pito de la locomotora que despertó hoy los anchos espacios nos llama a ejercer el gran trabajo, a la roturación de las riquezas de Karagandá. ¡Trabajemos juntos, montemos los potentes tulpares  de la industria socialista!...
Meyram hablaba sobre la importancia del ferrocarril en la construcción de la Gran Karagandá, sobre la importancia de Karagandá para todo el Estado Soviético. Hablaba sobre la ayuda que le presta el pueblo-hermano ruso a Kazajistán.
Sergio Petrovich se acercó a Ardak y le dijo en voz baja no pudiendo ocultar su alegría:
– ¿Oyes, hija, cómo habla? ¡Es una gran persona! ¡Así enseña el estado soviético!
– Sí, habla bien, – asintió con ganas Ardak.
Quería decir más pero temiendo de revelar sus sentimientos se redujo a soltar un suspiro.
Meyram terminaba su charla:
– … Los restos de los enemigos de clase con los que todavía no hemos acabado y se esconden en los rincones, la herencia del capitalismo en nuestra conciencia, falta de cultura, desorden e indisciplina en el trabajo nos molestan avanzar. Pero estos obstáculos no son capaces estancar nuestro movimiento. Comenzó el gran avance socialista. El vencedor partido de bolcheviques está al mando de este avance. La consigna de nuestro pueblo, de nuestro partido es la alta consciencia política y trabajo de alto rendimiento. Esto es lo que nos ayudará a vencer la lucha. Quien sigue esta consigna en la vida es quien va junto con el tren del socialismo. Quien se queda a parte se opone a la labor unánime del pueblo. ¡Adelante, camaradas, a la nueva vida, a la felicidad de nuestra patria libre y floreciente!
Capítulo primero

Muchos años miraba sin vida al cielo la roja chimenea. Y ahora de ella sale el humo. En el nuevo edificio de la sala de calderas está la caldera y arde el quemador. Una bocina retumbante se divulga por la estepa llamando a los mineros al trabajo.
En Karagandá han ocurrido muchos cambios. En el centro de la producción se hallan casas nuevas. Las aguas de la fuente Mai-Kuduk y del río Nura corren por la tubería y llenan los grandes depósitos junto a la sala de calderas. Los tubos de agua con el diámetro de un barril yacen en los canales excavados en los subbotniks. La producción ya no sufre de la escasez del agua.
Cada día los trenes traen a Karagandá nuevos equipos, materiales de construcción, alimentos, obreros de diferentes partes del país.
Han cambiado también los alrededores. Pocos cerros quedan intactos. De vez en cuando el aire estremece la dinamita explotada: sube la tierra, el polvo, trozos de rocas. Los majestuosos martinetes de las minas crecen hacia arriba. En la depresión empiezan a construir el edificio de la estación eléctrica. Pronto se necesitara mucha energía. Crece la cantidad de las minas, las agrupan en empresas de extracción. Los contornos de una futura grande ciudad industrial se ven cada vez mejor.
Cambia también la gente. ¿Cuánto tiempo atrás Bokai recién llegado de un aúl con la curiosidad de una persona que pocas cosas vio en su vida observaba la caldera de vapor y preguntaba sobre su composición y destinación? Y ahora él mismo es operador de la caldera.
Está mirando con preocupación en la manecilla del manómetro. Esta manecilla indica el nivel de la ocultada en la caldera fuerza del vapor, silbante incesante, amenazante como un vendaval. Ahora la manecilla está bajando. Bokai se pone unas gafas azules, rápidamente se acerca a la caldera, abre el quemador. Sin hacer mucho caso al calor abrasante y el cantar del fuego comienza a echar dentro el carbón. El quemador se atraganta con el humo de oscuro amarillo. Bokai mete dentro de la boca el hurgador y comienza a revolver el carbón abriendo paso para el aire. Su cuerpo está cubierto por el abundante sudor, pero el fogonero no siente cansancio. Sólo cuando la manecilla comienza a subir se permite un descanso. Se sienta respirando con dificultad pero contento con si mismo.
– ¡Toma, inquieta! Saltas como la cabra en el campo veraniego.
Continuamente subiendo arriba la manecilla pasa la marca doce.
– ¡Anda! – exclamó Bokai.
Esta vez actuaba con más agilidad. Se acercó corriendo a la caldera, tiró de la palanca. La carbonera se llenó de vapor. Bokai no quitaba los ojos de la manecilla. Si bajara demasiado significaba que bajó la presión de vapor, en este caso pararían las máquinas. Si subiese demasiado, podía explotar la caldera.
– ¡Zhaibasar, oye, Zhaibasar!  – se oyó la voz de su esposa.
Junto con la mujer en la sala de calderas entró un hombre. Bokai salió de la neblina de vapor, le miró atentamente y contento corrió hacia el hombre.
– ¿No será Zhamantyk? ¿Qué tal en el aúl, todos vivos y salvos? ¿De dónde vienes?
– Directamente del aúl. Llevo tres días buscándote.
– Es difícil encontrar aquí a la persona. Somos muchos.
– ¡Bendecido sea tu puesto! Tienes un cargo muy especial. Seguro que tienes en las manos toda la producción.
– No me quejo. Es un buen puesto. En la producción se está bien. No te das cuenta como corre el tiempo. Antes ibas detrás del ganado y esperas con impaciencia la puesta del sol.
– Yo a cambio estoy abrumado, – se quejó Zhamantyk y comenzó su narración.
La cara la tenía triste, los hombros encogidos. Se veía que había sufrido bastante.
– Seis días de camino hasta Karagandá… Encontré aquí a un paisano. Y llevamos tres días en su casa. Mi camello no puede entrar en el patio, la puerta es demasiado estrecha. Y así está bajo el cielo en la nieve fría. Menos mal que los niños y la esposa viven en la chabola. Sin cartilla no nos dan pan. El bolsillo está vacío. No me aceptan al trabajo. Por eso vengo a verte.
– ¿Y qué trabajo quieres?
– Siquiera de fogonero.
– ¡Ay, es verdad! – se acordó Bokai. – Trabajaste tres años en el molino a vapor para Andreyev…
– Tres años y dos meses, – le corrigió Zhamantyk.
– ¿Y por qué no te aceptan?
– Estuve hablando con vuestro jefe de recursos humanos. Me exige presentar un comprobante que trabajé de fogonero. ¿Y de dónde lo sacó? ¿Solicitarlo al kulak Andreyev? Le expropiaron todo y le echaron. Y ahora vuestro jefe me quiere enviar a trabajar como peón. Y yo pido trabajo en el taller mecánico. No sé qué hacer. ¿Me puedes echar la mano, amigo?
Bokai estaba callado cabizbajo.
Su joven y alegre esposa no se pudo contener y empezó a hablar rápido:
– ¿Qué te pasa? No es una desgracia para que el cielo se reduzca a una palma y la tierra a un sudadero. Ve a ver a Scherbakov. Que le de trabajo. En Karagandá todo el mundo cabe.
– El absceso no se abre sin cuchillo, – le contestó Bokai, sin levantar la cabeza. – ¿Qué se puede hacer si no hay ningún comprobante?
– Si tuviera el certificado no te necesitaría para entrar a trabajar. Nuestro Zhamantyk no es un bay, ni holgazán. Nosotros lo conocemos. Sal de fiador suyo. Eres un obrero de la vanguardia, a ti te confían.
– No sé a quién ir, – vacilaba Bokai. – Scherbakov está fuera. Los demás directores están muy ocupados, no quisiera molestarles.
– ¡Qué vergüenza! ¿Te da miedo ir al comité metropolitano? ¿Qué nos dicen de día a día? Nos dicen: no se sienten molestos, venid para solucionar cualquier problema.
– Vale, voy e intentaré, – por fin asintió Bokai y levantó la cabeza.
Le era muy difícil superar la resistencia interna, violando su regla de siempre: no molestar con sus necesidades a los jefes. Y ahora pensó que era conveniente advertir:
– Resulta, Zhamantyk, que yo doy la cara por ti. Bueno, hasta ahora no había nada malo que yo conociera de ti. Pero aquí a la gente la juzgan según su trabajo. ¡No me hagas pasar vergüenza! Trabaja honradamente, sin estimar esfuerzos. Y si luego me dicen: “Tu amigo no es una persona válida”, – ¿qué hago? Me mataras sin apuñalarme. Más no te puedo decir nada.
Zhamantyk juraba y agradecía.
– Trabajaré no peor de los demás. Simplemente ayúdame. Jamás olvidaré lo que haces por mí.
Del local vecino dónde estaba el motor de óleo pesado salió Zhababyl limpiándose con cazumbre las manos manchadas en gasoil. Trabajaba de maquinista del motor. Era igual a Bokai aprendiz de Konstantin Lapshin.
– ¡Oye, Boke! – bromeaba Zhanabyl. – Mi máquina me parecía interesante mientras que la iba conociendo y ahora estoy aburrido.
Bokai movió la cabeza con desaprobación.
– No tienes razón diciéndolo. Si pones las manos a la obra, tienes que controlarlo bien. Y si andas de uno a otro no saldrá nada bueno de ti.
– ¿Y qué hay de bueno estar toda la vida con la misma máquina pequeñita?
– ¿Es que quieres trabajar con diez máquinas a la vez? No te pases, amigo. Te habían enseñado, te habían encomendado la máquina. ¿Cómo puedes dejarlo así? Eso no se hace.
– No, Boke, a paso de camello no se puede avanzar mucho. – se echó a reír Zhanabyl dejando ver sus bonitos dientes pequeños como los de corderito. – ¡No está bien eso, Boke! Mira a Baiten, trabajaba dieciocho años y no obtuvo ninguna profesión. Y yo enseñaré en un mes a Maypa, la pongo a trabajar en mi lugar y voy a aprender la tornería. ¡Es muy buen trabajo! Un torneador es capaz de anudar el hierro.
– ¿Y cuánto cobran?
– Un aprendiz no cobra mucho. Y los torneadores cobran a destajo. Si te esfuerzas, puedes cobrar no menos de un ingeniero. ¡Déjalo, como si se tratara sólo del dinero!
– Sí, verdad, – asintió Bokai. – Yo tampoco voy mucho detrás del dinero. Los alimentos y la manufactura lo recibo junto con los obreros subterráneos. Con mi sueldo puedo mantener la familia. Hay que ser comedido…
Hablando Bokai no quitaba los ojos de la manecilla.
El reloj marcó las cinco. Cortando las últimas palabras como el cuchillo corta la carne, Bokai arrancó la palanca. Empezó a zumbar la ensordecedora bocina estremeciendo la tierra por debajo de los pies. Zhamantyk se puso en cuclillas y tapó con las manos los oídos. Y la mujer a su lado se echó a reír.
Entró un joven alto. Era el compañero de turno de Bokai.
– Mitri – gritó Bokai bajando la escalera. – Toma, todo está bien.
– ¿Y la bomba?
– Trabaja como un reloj. Lapshin la ajustó con sus propias manos.
Al pasar el turno Bokai sin cambiarse la ropa se encaminó al comité metropolitano del partido. Zhamantyk fue detrás de él.
El comité metropolitano del Partido se encontraba en el piso superior del recién construido edificio de serie de dos pisos. En el piso inferior estaba la oficina del cartel. Según iba creciendo la ciudad nueva e iba aumentando la población incrementaba también el volumen de trabajo de las organizaciones públicas y del partido. En vez del anterior comité de Partido en Karagandá fue organizado el comité metropolitano. Delante del edificio de dos pisos siempre habían carros, se reunía la gente. Unos entraban dentro con aspecto inquieto y salían alegres. Otros al revés entraban con seguridad y salían abrumados. Antes solía venir aquí gente de los aúles, con gorros con orejas, shapany. Y ahora venían trabajadores en traje de trabajo y papalinas y empleados.
En la recepción del despacho del secretario del comité metropolitano había mucha gente. Las puertas del despacho estaban cerradas. De vez en cuando sonaba una campana. Una mujer alta de media edad entraba en el despacho cuando oía la campana y salía con unos papeles en las manos.
Bokai vino aquí por primera vez. Era una habitación grande donde tanta atención se prestaba al orden que se puso a reflexionar tristemente. Resultaba que Meyram era accesible para una conversación cuando estaba en la producción y aquí era imposible abordarle. “¡Torpe de mí!” – pensó Bokai.
– ¡Guapa mía! – se dirigió tímido a la mujer. – Dígale, por favor, a Meyram que vine yo, Bokai.
– Tendrá que esperar. El camarada Meyram está reunido con los secretarios de las organizaciones de base.
– ¿Y cuánto hay que esperar?
– Es difícil decirlo, – respondió la mujer y otra vez entró en el despacho.
Poco a poco la gente empezó a irse. Seguramente, también vinieron aquí sin tener cita y estaban hartos de esperar. Pero Bokai y Zhamantyk se quedaron. La puerta del despacho no estaba cerrada del todo y Bokai miró tras el resquicio. Dentro había mucha gente: todas las sillas colocadas en filas estaban ocupadas. Meyram estaba sentado a la mesa.
De pie a su lado estaba Yermek y hablaba:
– El nuevo grupo de los camaradas de Donbass nos da ejemplo en el trabajo. El minero Voronov en la mina número uno sistemáticamente cumple la norma de laboreo a ciento cincuenta – doscientos porcientos. El torneador del taller mecánico Kovaliuk, también comunista, demuestra verdadera maestría. La organización base de nuestra mina luchamos por la integración en la producción de la experiencia de los vanguardistas de Donbass. Y eso ya está dando frutos, camaradas. Mi aprendiz, el joven minero Akym decidió competir en una emulación socialista con el minero Voronov…
Bokai no quería perder ni una sola palabra. Sin darse cuenta metía la cabeza más en la puerta. Y ya todos en el despacho podían ver sus ojos ardientes y barba apuntada. Pero todos estaban ocupados y nadie miraba a la puerta. Cuando se levantó y tomó la palabra Lapshin Bokai se dio cuenta y con precaución retrocedió. Todavía tenía miedo a su maestro que le había explicado el misterio de la caldera de vapor.
– Las organizaciones de Partido, incluyendo la nuestra, del taller mecánico, – hablaba Lapshin, – consideran la formación de los nuevos obreros un asunto vital. Es una tarea de misma importancia como realizar las cotidianas tareas de producción. Ahora manejar los mecanismos saben no sólo los jóvenes obreros como Zhanabyl y Baljan que terminaron los cursos de capacitación profesional, sino adquieren nuevos conocimientos con éxito también los trabajadores entrados en edad, por ejemplo, Bokai…
En estas palabras Bokai cerró la puerta y despacio se apartó. En su rostro enrojecido brillaba una sonrisa feliz.
– ¿De qué están hablando? – preguntó Zhamantyk.
– De la producción, de los obreros… – Bokai no quería relatar lo que pudo escuchar, pero no podía mantener la alegría que se apoderó de él. – De mí están hablando… Dicen que logré ser un buen fogonero, obrero de choque. En cada reunión me mencionan. ¡Sí, así! Eso me enseñaron los obreros de Donbass…
– Oye, Bokai, pídeles que me acepten al trabajo. ¿Me aceptarán?
– ¿Y por qué no? No niegan a nadie. Así son nuestros principios. Sergio Petrovich mismo se preocupa por nosotros. Y con Kozlov y Kostia Lapshin somos buenos amigos, como parientes. Ellos luchaban contra el zar y contra Kolchak. En el diecisiete vieron a Lenin. ¡Así son ellos!
– Y la producción, ¿son ellos quien la puso en marcha?
– Claro. Primero aquí vino Scherbakov, con él otras veinte personas. Y luego empezó a llegar la gente. Hace poco de Donbass vinieron otros doscientos profesionales. Y con ellos, Kovakliuk. Trabaja en el taller mecánico. ¡Es un gran torneador! En sus manos el trabajo se hace solo. Zhanabyl se refería a él cuando decía que quiere aprender la tornería…
De repente se abrió la puerta del despacho. De allí deprisa empezó a salir la gente.
Lapshin vio a Bokai.
– ¿Qué haces aquí?
– Vine a ver a Meyram. Traigo a un compañero mío. No puede encontrar trabajo.
– Tenéis que ir a Rymbek, a los recursos humanos.
– No le aceptó Rymbek al trabajo.
– ¿Cómo puede ser eso? Hay que comentarlo a Scherbakov.
– Dicen, Scherbakov está fuera. Y Zhamantyk no puede esperar más. Así que decidimos venir aquí.
– Bien hecho, – asintió Lapshin.
Bokai dio un paso al despacho trayendo consigo a Zhamantyk. “¿Por dónde empezar?” Confuso se paró en la entrada.
Meyram les sacó del apuro:
– ¡Pasen, pasen! Siéntense.
– ¡Querido camarada Meyram! – rápido empezó Bokai. – Es mi vecino de aúl Zhamantyk. Un pobre. Hijo de un pobre. Y a su bisabuelo el célebre bay Kaltai le trajo a nuestro aúl como a un esclavo entre los bienes dotales de su esposa. Vino con Kaltabai sentado sobre el shanrak de la yurta, y la yurta estaba albardada sobre un camello…
– Se mete muy lejos, Boke, – le paró Meyram. – ¿Qué es lo que necesita su amigo?
– Vino aquí a trabajar. Quiere entrar en el taller mecánico. Y no le aceptan. Le piden presentar un comprobante de que trabajaba para el kulak Andreyev en el molino. ¿Y de dónde lo saca? Está en la miseria Zhamantyk. Tres días deambula con la esposa y sus hijos entre la buena gente. Ayúdele encontrar trabajo. Para eso venimos a verte.
Meyram miraba con atención a Zhamantyk. Le parecía una persona humilde y conciente.
– ¿Y el consejo del aúl no le podía expedir el certificado de que trabajó en el molino?
Zhamantyk desconcertado se rascó el cogote.
– A decir verdad, no lo había pensado.
Otra vez habló Bokai.
– Él conoce la máquina… Yo puedo responder por él. El bisabuelo de Zhamantyk era…
– Le creo, – le paró Meyram viendo que Bokai otra vez se metía en la historia de la familia de su vecino. – Si Usted responde por él entonces tómele bajo su observación: ayúdele si no sabrá hacer algo. Es su obligación. Usted es un obrero de choque.
– No ocultaré de Zhamantyk lo que me enseñaron a hacer aquí, – aseguró calurosamente Bokai.
– Entonces, trato hecho. Llévele a Zhamantyk mañana a ver a Kozlov. El mecánico debe admitirle al trabajo. Y mi cosa es aconsejarlo… Bueno, ¿qué tal su esposa y la niña? Tengo ganas de visitarles, pero no tengo tiempo.
– Todo bien, querido, muy bien. A Bokai como si le salieran alas. Del despacho salió sin sentir los pies en la tierra y todo el tiempo comentaba con alabanza el orden en la producción.
Y Meyram se quedó pensando en la conversación. Unos minutos después llamó por teléfono al jefe del departamento de recursos humanos del cartel Rymbek.
En el despacho entró un hombre esbelto, fuerte de estatura mediana. En sus alegres ojos negros se veía un aire de alarma. Cada vez que le veía Meyram sentía algo inconcientemente desagradable. Meyram solo no sabía explicar su aversión que sentía a ese hombre.
Antes de entrar a trabajar en el cartel Rymbek había trabajado en diferentes cargos de responsabilidad, en general, en las grandes ciudades. Pero no duraba mucho en ningún puesto. Y ahora se mudó a Karagandá. El documento que estaba en su expediente decía que era un obrero de origen y antes de la revolución trabajaba en la fábrica de fundición de cobre de Spassk.
Sosteniendo el conocido aspecto relajado Rymbel al entrar en el despacho empezó a hablar:
– Cuando me llaman los jefes del partido el corazón me late con más fuerza. Órdéne, camarada jefe, le sigo.
– Quisiera saber yo, – dijo Meyram sin mirar en la cara de Rymbek, – ¿de dónde nos salen desempleados, si en la ciudad nos faltan obreros? Ayer en la calle vi a tres, hoy vino aquí uno más. ¿Qué pasa?
– A veces la gente viene sin formalizar bien los documentos. Y no podemos admitir al trabajo sin documentos, como sabe.
– Oiga, – dijo Meyram fijando su mirada escrutadora en Rymbek. – Hoy vino a su departamento el camarada Zhamantyk, sabe manejar la máquina, tiene fiadores. Y Usted le quiere meter a trabajar como peón. ¿Cómo se puede entender eso?
– Peones también nos faltan.
– Sí, también es cierto, la gente nos falta en todos los lados. Cuanto más, tenemos que utilizar a cada persona según su profesión. A veces viene la gente aspirando a trabajar en la mina y Usted les manda a trabajar en la caballeriza. Pregunto: ¿qué es lo que ocurre?
– Así de fácil: a algunos les gusta quejarse por nada.
– Sin ofender a la gente no hay quejas.
– ¿Y qué hago? ¿Voy a admitir a todo el mundo así a montón? – preguntó Rymbek.
– No altere mis palabras, – dijo con voz dura Meyram. Bajo su mirada fija Rymbek se sentía incómodo. – Claro está que tenemos que admitir al trabajo con cuidado, pero no podemos crear aquí burocracia. Se puede encontrar insuficiencia en cualquier documento, más difícil es comprobar el documento y rectificarlo con la ayuda de los órganos de administración local. Me parece que el departamento de los recursos humanos hace un trabajo distinto.
– Si nos metemos en la comprobación de los documentos no podremos hacer nada más.
– No hay tantos con papeles incorrectos. Ahora hay más orden. Y en casos extraordinarios hay que ayudar a la gente, no se puede hacer que vagabunden sin vivienda ni trabajo. El más fiable documento es la persona en sí. Tiene que aprender a distinguir a la persona. Porque detrás de unos papeles limpios aparece mala gente…
A Rymbek empezaron a moverse rápidamente los ojos, las alas de la nariz temblaba. Intentaba a recuperarse pero temía que puede revelar su inquietud. Las palabras de Meyram entraban en él como los dardos. Rebatir el ataque y responder los reproches directamente era arriesgado, podía recibir reproches más peligrosos. Evadir el ataque le parecía mejor que una lucha abierta. Rymbek retomando su estado de ánimo empezó a expresar su ofenda:
– Bien o mal pero yo varios años de buena fe y con empeño cumplía todos los encargos del partido. No me reservaba ni esfuerzos ni mi tiempo. Claro está, no soy una persona perfecta. Y Usted ahora está buscando mis desperfectos y quiere decir que no se nada, o peor, que no se puede fiarse de mí. En tal caso, ¿Por qué me admitió en este cargo? Si me pone delante de mí el plato con la comida y está vigilando que no coma de ella, acaso ¿me atrevo a coger la cuchara?
– Lo bueno y lo malo en el pasado se mide con la regleta de hoy, – dijo Meyram frunciendo ligeramente el ceño. – Estoy hablando de cómo trabaja ahora. Si un kazajo que jamás en su vida había abandonado su aúl, hoy viniendo a la ciudad se pierde, aquí estamos nosotros para indicarle el camino. Y Usted, según me parece, les trata con sonrisa malévola o indiferente… Bueno, vamos al grano. Yo aconsejé a Zhamantyk que viene aquí a trabajar que se presente mañana en la oficina de Kozlov. Sería bien que Usted se haga cargo de que le admiten al trabajo.
Meyram hablaba severo, no quedó ni rastro de su apacibilidad habitual. Rymbek entendió que no era buena idea agravar la conversación. Sonrió sin ganas y dijo:
– Bien, lo haré. Tengo una costumbre de no estar de plantón y Usted me dio más caña.
Rymbek siempre andaba rápido, esta vez bajó corriendo la escalera y entró rápido en el despaho de Zhappar Sultanov.
Con las manos detrás de la espalda Zhappar andaba por la habitación reflexionando. Era un hombre de estatura mediana de unos cuarenta años. Tenía los pómulos salientes, los labios gordos, debajo de la nariz le salía un estrecho bigotillo negro. Era una persona con carácter reservado, sin ganas entablaba conversaciones y evitaba conversaciones sinceras. En el pasado Zhappar ocupaba un puesto importante en Alma-Atá. Fue expulsado por perversiones imperialistas durante la colectivación. Ahora Zhappar era el suplente del jefe de cartel en aprovisionamiento. Con Rymbek eran viejos amigos. Sultanov de una mirada entendió que su amigo estaba preocupado por algo y le preguntó:
– ¿Qué pasa?
– Parece que vienen tiempos aún más difíciles, – se quejaba Rymbek. – Parece que ese muchacho que se apoderó del asiento principal en el comité del Partido considera muy alto para nosotros estos humildes cargos que ocupamos ahora. Acaba de llamarme. Me regañaba. Y sólo porque un tal Zhamantyk no fue admitido al trabajo. Apenas metes la pata, este chaval no lo perdonará. ¿Cómo podemos resistir?
– Bueno, bueno, – con aire significativo pronunció Zhappar.
Entrecerrando los ojos miraba en la ventana. Pensó un poco y empezó despacio, como siempre, de lejos:
– El patrimonio de los kazajos desde antaños estaba en la tierra y en el ganado. Y ahora viene la época, cuando del ganado y de la tierra se apoderan los koljoses. ¿Qué les queda a los que antes dominaba toda la estepa? Sólo desiertos y montañas rocosas… En nuestra estepa crecen sovjoses, ciudades, fábricas. 
El mundo anterior se está desplomando. ¿Qué nos queda de la costumbre nacional? ¡Incluso el gorro de orejas lo están abandonando! Nosotros lo presentíamos, intentamos tomar medidas para oponernos a ellos. Pero la masa nos repudió, echaron de los aúles a la gente respetable, la que era la base de todo. Pues deseo que estos pastores y peones experimenten todo lo que les ofrece esta nueva vida… ¿Cómo podemos resistir me preguntas? ¡Pásate! Si te dicen: quita el pelo, tu – quita la cabeza. ¡Échales, a toda esa gentuza, al desierto! No les des ni una gota de agua y cuando verás a ellos morir, pasa de lado y diles: “Es tu cara merecida”. Y que las moscas se posen en sus ojos…
Así con rencor hablaba Zhappar. Su rencor era el rencor de un kulak enfurecido.
Y Rymbek… pues de las personas como él la sabiduría popular llama “gallina del dueño que tiene el mijo madurado. Antes adulaba ante los propietarios de la fábrica de fundición de cobre de Spassk. En los primeros años del poder soviético Rymbek con agilidad ocultó su pasado y entró a trabajar. Pero sobre todo lo que hacía era pillaje y no un trabajo. Por las fechorías le descendieron. Él se pegó a la gente como Zhappar. Les unía el odio al poder soviético y el temor. Sobre todo Rymbek temía que será descubierto su pasado.
Al escuchar a Zhappar Rymbek le preguntó:
– ¿Entonces tenemos que apostar por las exageraciones?
– ¡Sí, por las exageraciones! – afirmó Zhappar. – Cuando fuimos abiertamente por la derecha nos quitaron el velo. Ahora tenemos que escudarnos con los lemas de izquierda: ¡siempre adelante! ¡Y en realidad, qué se vaya todo al diablo! Si te piden mil obreros, diles que habrá dos mil, si te piden mil toneladas de carbón, promételes dos mil toneladas. Y no es todo. Sobrecargar la espalda y quebrantar el lomo es uno de los métodos. Y aquí tienes otro: frenar donde sea posible… ¡Sabotaje, deterioro, todo lo que sea, hasta los ataques terroristas! Intentamos que el carbón karagandino era malo, no coquificable, y no había sentido extraerle. Pero Chaikov y sus amiguitos pudieron demostrar lo opuesto. Entones hay que frustrar la explotación, desmoronar la producción… El quinquenio atrae la atención de todo el mundo. Tenemos que frustrarla. Es hora de movilizar todas nuestras fuerzas. Si ahora no logramos nuestro objetivo, en futuro no se presentará esta oportunidad.
– ¿Quién es nuestro organizador? ¿Quién dirige? – preguntó con impaciencia Rymbek.
La respuesta vino tras un rato. Zhappar estaba callado. En su cara se podía leer que estaba vacilando. Él aflojó sus labios gordos, las arrugas en la frente se marcaron más. Por fin respirando profundo Zhappar empezó a hablar:
– No puedo decir todo ni se necesita. Recuerda: tienes que andar con precaución no sólo en las reuniones, sino cuando estás solo en la habitación. El pueblo nos trata con hostilidad. El tiempo cuando intentamos consolidar alrededor de nosotros las masas cayó en olvido. No lo habíamos alcanzado. Desaparecieron sin dejar huella los tiempos cuando podíamos intercambiar sin recelo cuánta gente está con nosotros y quiénes son… Ahora no es así… Tienes que conocer sólo a mí y a ti también tiene que conocer sólo uno. Yo puedo saber lo máximo dos-tres.
– Entiendo, – dijo Rymbek. – Resulta que cada uno de nosotros tiene que encontrar una sola persona de confianza… Tengo uno. Y ya está actuando.
– ¿Quién es?
– Un tal Alibek. De los grandes bayes. Varias veces fue condecorado por el zar.
– ¿Está aquí?
– Aquí. Trabaja en la mina. Acaso, tiene una hija muy guapa. Meyram quiere casarse con ella.
Zhappar dio unas fumadas al cigarrillo y sólo después contestó:
– Sí, conozco a Alibek. No tiene causas para amar el poder soviético. Utilízale. Apártela a la hija de Meyram. Haz lo que puedes para eso. Por ejemplo, chismear, provocar entre ellos celos…
– ¿Y Orlov no nos vale? – le interrumpió Rymbek.
Zhappar negó con la cabeza.
– Espera con él. Una vez ya se pilló los dedos.
Rymbek cambió de cara.
– ¿Qué te pasa? – se alarmó Zhappar.
– Alibek fue a ver a Orlov, habló con él… No resultó nada… Y si Orlov le denuncia…
Les interrumpió el teléfono. Zhappar cogió el auricular. 
– Enseguida, – dijo y se levantó. – Llegó Scherbakov. Nos llama a los dos.
– ¿Qué piensas sobre él?
– Oh, es una persona peligrosa. Y además hicieron amistades con Meyram.

Capítulo segundo

Sergio Petrovich retumbado en la mesa con el cuerpo miraba delante. En la pared había dos mapas. Uno representaba la Karagandá de la superficie y el otro la subterránea, los yacimientos de carbón, las minas. Sobro los mapas se encontraba el diagrama de cumplimiento del plan de extracción del carbón. Un zigzag rojo que nacía en el ángulo inferior de la grande hoja de papel subía en diagonal hacia arriba.
– Crecemos, subimos arriba, pero las dificultades nos lastran, – dijo Scehrbakov en voz alta y respiro el aire por la nariz produciendo ruido. Este suspiro tenía de todo: satisfacción y preocupación. Sacó la pipa y dio unos golpes contra la mesa quedándose reflexionando.
Así le vieron Zhappar y Rymbek. Sergio Petrovich les indicó con la mano los mapas y diagrama:
– ¿Ven? Aquí hay que ver…
Mientras ellos miraban los mapas Scherbakov con las manos en los bolsillos de su ancho pantalón daba vueltas por la habitación y comentaba sus pensamientos:
– Estamos superando la falta de vivienda y agua. Viene bastante gente. Karagandá está comunicada con el resto del país por el ferrocarril. Las minas comenzaron a suministrar el carbón a la industria. Pero eso son sólo los primeros pasos. Sólo los primeros… En el camino de creación de una Gran Karagandá nos esperan grandes dificultades. Tenemos que extraer al año tanto carbón cuanto habían extraído en cincuenta-sesenta años los capitalistas. ¡Imagínense el volumen de trabajo!
– Lo grande que le parece el plan de extracción del carbón, yo le digo con anterioridad que es insuficiente, – se enganchó Zhappar. – Yo no hablo del viejo Donbass, eso lo tengo claro. ¿Pero por qué planeamos la extracción inferior de la de Kuzbass?
Sergio Petrovich replicó:
– No corra tanto. Claro, por más grande que sea nuestro plan, está por debajo de las necesidades del país. Y las necesidades son tantas que nosotros ni en quince, ni en veinte años no podremos satisfacerlas. Tenemos que tener en cuenta las posibilidades con las que disponemos. Kuzbass es joven, pero diría que es el hermano mayor de Karagandá. Es la segunda carbonera del país. Kuzbass es no sólo un gigante de carbón, sino todo un hércules de la metalurgia ferrosa que está estrechamente unido al Ural…
Tratando de apoyar a Zhappar a la conversación se unió Rymbek:
– Nosotros aquí tenemos no sólo el carbón. ¿Y las vecinas Balkhash y Djezkazgán? ¿Acaso nosotros no estamos unidos con Ural?
– Sí, sí, sí, – le interrumpió Sergio Petrovich, – Todo está calculado… Les digo que no se adelanten. Los bolchevíkes somos gente de planes reales. Dejemos esta discusión. Os llamé por otra razón.
Zhappar y Rymbek se quedaron callados esperando que les iba a decir el director. Empezó despacio:
– Se trata de cómo vamos a realizar los planes acordados. Es cierto, los obreros vienen aquí continuamente. Pero una cosa es admitir a la gente a la producción, y otra es enseñarles, proporcionarles una cualificación. Es una tares conocida, pero hasta ahora no lo hemos solucionado debidamente. Aquí también tenemos que elaborar un plan detallado a largo plazo, un plan de formación sistemática del personal. Lo que hacemos nosotros ahora son simplemente un esbozo del plan y ahora tenemos que trabajar sobre este tema detalladamente. A partir de hoy Usted, Rymbek Kedyrbayevich, se pone a elaborar este plan.
– En cinco días lo tengo finalizado, – dijo Rymbek.
– Impartimos clases en los complejos de enseñanza, con la ayuda de aprendizaje en fábrica y poniendo a los nuevos trabajadores a trabajar con los viejos. Todo esto son métodos buenos, probados en práctica. Pero los utilizábamos sin alma. Pienso que el departamento de los recursos humanos debe desarrollar esta labor ampliamente. Controlar la formación.
– Bien, – asentía con ganas Rymbek y tomaba nota. Apuntando subía los ojos a Scherbakov y pescaba cada su palabra. De verdad, esta persona era un gran actor. Escuchando a Scerbakov él con aspecto inquieto propuso: – ¿Y si hacemos obligatorio pasar los cursos vespertinos? Los trabajadores de jornada reducida tienen mucho tiempo libre, bastante para estudiar. El Estado no ahorra recursos para esto.
– No, no. No se pase la raya, – negó rotundamente Sergio Petrovich. – No se puede enseñar a la fuerza. Debemos actuar con la convicción, apostando por la conciencia de los trabajadores. Aquí se necesitan paciencia y firmeza…
Zhappar y Rymbek intercambiaron las miradas, como si diciendo: “No se deja llevar el vejarrón”.
Y Scherbakov andando por la habitación hablaba ya de otras cosas:
– Zhappar Sultanovich, Usted como mi suplente en aprovisionamiento deberá enfrentarse a otro trabajo nuevo. Yo hablo sobre el abastecimiento de nuestros carboneros de alimentación. ¿Recuerda la última decisión del buró del comité metropolitano del partido? Se necesita un control escrupuloso y ahorratividad excepcional. Nuestros koljoses todavía no tienen grandes reservas de alimentos. También están pasando el período de fomentación organizativa como nosotros. Tenemos que lograr que cada cartilla sea utilizada como es debido y que se reparte íntegramente la norma establecida de productos. Tenga en cuenta que dentro de dos-tres meses la nieve se derrite, vendrá la temporada de malos caminos, lo que empeorará la transportación. ¿Qué reserva de alimentos tenemos, cuánta gente debemos abastecer, cuánta gente viene cada día? Todo esto tenemos que tener en cuenta. Si nosotros informaremos un número elevado de los trabajadores y recibiremos un volumen excesivo de productos, seremos imputados. Si indicamos un número subestimado, los trabajadores pasarán por la necesidad extrema en alimentos. Y también estaremos responsabilizados a punta de lanza. Pienso que lo más difícil ahora es el aprovisionamiento. Le advierto, Zhappar Sultanovich, somos los dos responsables ante el partido por este sector de trabajo.
Una sonrisa fina iluminó el rostro de Zhappar con una expresión de apareció una sonrisa fina y parecía más malicia que seria. Él se salvó con una broma.
– Por todas las partes tendremos que responder, Sergio Petrovich. Resulta que una cartilla alimenticia vale más que nosotros dos, Sergio Petrovich.
– El precio de la cartilla está en su destinación a servir a la persona. Y nosotros tenemos que cuidar sobre todo de la persona.
Entró la secretaria. Era una muchacha con pecas en la cara. Mirando en un pequeño papel que traía en la mano dijo a Rymbek:
– Allí le está esperando un camarada, se llama Makhmet Torsykbayev.
– Ya voy, – contestó Rymbek y se dirigió a Scherbakov: – Pienso que es un buen empleado para el departamento de abastecimiento de obreros. Y aún más ya que como dice Usted el departamento tendrá que realizar un gran trabajo. ¿No quiere hablar con él?
– Sí, es verdad, el departamento necesita personal juicioso. Pero para este trabajo se necesita el mandato del comité metropolitano.
– No se decide presentarse en el comité hasta que Usted lo solicite. Parece que está torcido con Meyram. – Y dijo en voz baja: – Corren rumores que son asuntos amorosos.
– ¿Qué tienen que ver los amores aquí? – preguntó Scherbakov riéndose. – ¡Ay, la juventud! Que entre, vamos a verle.
Entró el corpulento con el pelo rizado Makhmet vestido de punta en blanco. Se portaba acentuadamente honesto. Al entrar saludó respetuosamente a los presentes y durante toda la conversación se portaba sereno como un cordero satisfecho.
– ¿Dónde trabajó antes? – le preguntó Sergio Petrovich.
– Aquí, en la región de Telmanove. Era jefe de la asociación de consumidores regional.
– ¿Y por qué se retiró?
– Me fui a estudiar a Alma-Atá en los cursos de empleados comerciales. Al finalizar los estudios, he vuelto.
– No podemos sonsacar a los empleados regionales. Y Usted mismo ¿acaso no se siente incómodo abandonar la organización que le dio la posibilidad de capacitarse e invirtió en ello?
Makhmet tardó en salir de la situación. Le ayudó Rymbek.
– El centro territorial le envió a Karaganda. ¿Por qué no le admitimos?
– Y Usted, ¿qué piensa? – preguntó Scherbakov a Zhappar.
– Le conozco a este muchacho a través de Rymbek. Tiene enseñanza media y buena experiencia. Y encima terminó la capacitación. Hay poca gente así.
– ¡Pues bien! – Asintió Scherbakov, – intentaré a solicitar en el comité. Pero Usted, joven, tiene que entender lo responsable que es su trabajo. El abastecimiento de los trabajadores es tan importante como la explotación del carbón. Y ahora nos calentamos la cabeza de cómo organizarlo de la mejor manera.
Makhet escuchaba, rápido asentía con la cabeza y más rápido repetía: “Claro”. Si Scherbakov le dice “Ampolla inchada eres”, Makhmet también diría “Claro”. Rymbek por algo contaba con él. Ahora intentaba elevar la autoridad de Makhmet en los ojos de Scherbakov:
– Es un nuevo especialista, joven, creciente. Cumplirá la tarea.
Makhmet de nuevo asintió con la cabeza. Y luego salió de la habitación dejando en la mente de Scherbakov grabada esta imagen suya: asintiendo con la cabeza y esta palabrita suya “Claro”.

Capítulo tercero
Ardak jamás había experimentado tanta alegría. Rápido iba a casa para compartir con el padre la noticia. Sus pasos a duras penas seguían el vuelo de sus pensamientos. Parecía que la casa, que estaba a penas unos cien pasos de ella, no se aproximaba sino se alejaba de ella. Entonces se echó a correr. El pelo ondulaba y los negros como grosella ojos brillaban.
– ¡Koke! – gritó ella jadeando apenas entró en la casa.
El padre lentamente volvió la cabeza. Estaba de lado a la puerta abrazando las rodillas con los brazos.
Ardak escuchó como él sin mirarle en la cara dijo a Rymbek sentado a su lado:
– Entendido. Basta ya de palabras, hay que actuar.
Ya habrían terminado la conversación.
Rymbek enseguida salió saludando de paso a Ardak.
La chica no lograba entender que hacía en su casa aquella alta figura del cartel que nunca antes les había visitado. Pero no tenía tiempo para hacer preguntas. Ella rápidamente dejó en la mesa los tomos de obras de Lenin y arriba el reloj que se quitó de la mano.
– ¡Son los primeros alcances de su hija, koke! ¡Cuando se pusieron a alabarme en la reunión no pude escucharlo hasta el final por la emoción que me envolvía!
El inmóvil como una estatua Alibek miró de reojo a los libros, extendió de mala gana el brazo y tomó el reloj. Leyó el grabado en el costado membrete que decía “A Ardak Myrzabekova por su acentuado trabajo en el frente cultural” y preguntó:
– ¿Quién lo ha grabado?
– El cerrajero Lapshin.
Alibek colocó el reloj en la mesa, volvió a abrazarse las rodillas y sin quitar la expresión severa de su rostro la preguntó:
– ¿Te lo dieron por engañar o por vender la conciencia?
De la cara de la joven lentamente desaparecía el sonrojo, los labios la temblaban, la respiración se entrecortaba. No sabiendo que decir se sentó detrás de su padre.
Ella vio la antigua cicatriz en el cuello de Alibek, era la memoria de aquella puñalada. Esto le hizo recordar a Ardak aquel lejano aúl, aquel terrible día… Recuperándose Ardak contestó:
– No sé ni vender, ni mentir. Es un premio por el trabajo honrado. ¿Pensó bien, koke, en sus palabras? ¡Son más pesadas que una piedra!
No pudiendo hablar más se echó a llorar. Nunca antes Alibek la habló tan bronco y hostil. Ella le creía, se compadecía de él. Y ahora el padre cortaba su sentimiento crédulo.
– No me quedan lágrimas para llorar como tú, – dijo Alibek, volviendo la cara hacia su hija. – Vamos a ver quién sufre más. Me caí del caballo herido en un combate encarnizado, y tú en vez de darme la rienda te vas con los ajenos. Para mí es más doloroso que la herida recibida de un enemigo.
– ¿Quién es su enemigo?
Alibek guardaba silencio. Su cara se hizo de un color gris oscuro. En la chabola hacía un calor sofocante por el carbón que ardía en la cocina. Ardak se ahogaba.
– ¿Cambió de opinión? – le preguntó preocupada tras una pausa. – Usted me dijo aquel día que decidió con un trabajo honrado ganar la confianza del pueblo, que había acabado con el pasado para siempre.
Alibek seguía callado.
– No llego a entender, – continuaba Ardak, – ¿o es que me mentía entonces?
Dejando su pregunta sin respuesta Alibek cambió el tema:
– Te enseñé, te eduqué… Incluso ahora, cuando sobre mi cabeza se acumulan nubes negras, yo como un oso llevo a cuestas las preocupaciones paternas.
– Esto todo lo hacía para sí mismo, para su propia compasión. Así resulta. Ahora cuando su vida se va marchitando, Usted está dispuesto a arrancar los rejos verdes de la nueva vida.
– ¿De qué vida estás hablando? ¡Esto no es vida, es una tortura!
Ardak le replico emocionada:
– El pueblo que veo a mí alrededor, los libros que leo me enseñan que la vida es trabajo. En mi corta vida yo encontraba la verdadera alegría sólo trabajando. ¡Es así! ¡De contrario la gente no estaría trabajando en las minas con tanto ímpetu!
Alibek negó con la mano.
– ¡No es nada, hija mía! Si a uno le queda vivir sólo hasta la comida, si uno pierde todas sus riquezzas, ¡hablar de que el trabajo anima es pura éxtasis! ¡La éxtasis que es más peligrosa de todas las pasiones de la juventud! ¡Despiértate o te envenenas!
– ¡No estoy extasiada ni apasionada por la juventud! – exclamó Ardak. – Y no quiero llorar su pasado. Mayor precio tienen para mí estos tres libros, este reloj y estas líneas grabadas en él. Yo escuché buenas palabras de la gente, sentí su cariño. A decir verdad, no me había regalado Usted nada de eso, koke. ¡Pero yo no le había abandonado!.. – Ella se calló y remató: ¿Y ahora no llegó la hora de despedirnos?
Alibek grave se levantó de su sitio.
– Entonces, ¿no nos queda nada más que despedirnos?
Sin pronunciar una palabra echó en el hombro su traje de trabajo, cogió la pala y salió.
Altos copos de nieve. Noche oscura sin luna. Por todas partes chabolas cubiertas de nieve. Por un estrecho sendero que parecía el sendero de liebre Alibek se dirigía a la mina escuchando el crujido de la nieve debajo de los pies.
Ahora ya lo tenía claro: no podía retener más a su lado a su hija, se vuelve ajena. No esperaba que Ardak mostrara tanta firmeza. Ayer temía solo que la niña sintiera cariño a Meyram. Pero resultaba que el peligro era mayor. Y encima ese Orlov con el cual no podía contar. Rymbek tenía razón: si el ingeniero no se deja rendir, podía denunciarles.
Con estos graves pensamientos Alibek se acercó a la mina. Aquí había luz, sobre los postes colgaban lámparas eléctricas. Desde la rampa llegaba el ruido de las vagonetas. A él se unía el silbido de la caldera de vapor en el taller mecánico a la derecha de la mina y el cantar del elevador. Todos estos sonidos heterogéneos se unían en un bullicio común que no cesaba nunca y por la noche aumentaba.
La entrada en la mina también era diferente. El cañón vertical parecido a un pozo servía sólo para la ventilación. En la cuesta meridional del lomo fue abierta una bajada nueva. Era una inclinación que llevaba a las entrañas de la tierra, se parecía a la vivera de marmota. Cada día se profundizaba más. Ya se había colocado aquí el ferrocarril de vía estrecha. Junto a ella estaban excavando una bajada a la mina destinada a la gente. Como todavía no estaba finalizada, los obreros bajaban por la inclinación.
Todavía no habían organizado bien la producción y los trabajadores podían entrar en la mina sin presentar boletas de acceso. A Alibek no le detuvo nadie y entró sin problemas a la inclinación. Era un hombre alto, pero no necesitaba agacharse. El techo de la inclinación lo permitía. El techo estaba asegurado por troncos colocados en fila que iban sostenidos por las espesas filas de postes en los ambos lados del acceso.
Entre los raíles de la vía estaba tendido un cable de acero que de vez en cuando se ponía tenso y se movía. Su punta superior estaba fijada a la elevadora y la inferior a las vagonetas. Ahora las vagonetas estaban allí, en la profundidad, donde se veían las luces de las lámparas.
El cable se puso tenso y dando un golpe contra los transversales rápidamente empezó a subir. Se oyó un ruido parecido a un trueno.
Alibek de un salto se arrimó a la pared. Se agarró del caliente conducto de vapor y tuvo que apartar la mano quemada. Delante de él con ruido y rechinido pasaron cuatro vagonetas cargadas de carbón.
Alibek siguió su camino acariciándose la mano dolida. Pero no pensaba en la quemadura, sino en los cambios que veía. El respiraba entrecortadamente, su alma estaba oscurecida como este acceso. Aturdido se dio un golpe con la frente contra una repunta del techo y estaba largo tiempo con las manos en la cabeza.
En el final de la inclinación trabajaba el equipo de Yermek. El agua que goteaba desde arriba hizó un charco en el suelo. Debajo de los pies se formaba fango. Pero los obreros no tenían miedo a la humedad. Vestían trajes impermeables, botas de goma con cañas por encima de las rodillas, en la cabeza – cascos de cobre. El kamerón con ansiedad chupaba el agua acumulado, lo sacaba por el tubo arriba y lo decantaba en la tierra.
En esta galería ahora se jugaba el desafío si cumpliría la mina el plan. Por esta razón Yermek pidío que le pongan a trabajar aquí. Él mismo determinó quién iba a trabajar en su equipo de vanguardia. A su equipo solicitó unirse Alibek. Y Yermek sabiendo que era padre de Ardak le admitió.
En el fondo trabajaban dos picadores, uno de ellos era Yermek. Ya no utilizaba el pico como antes. Trabajaba ahora con el martillo picador apuntando con su broca contra la capa de carbón. El martillo retronaba y se estremecía, se estremecía la fuerte figura de Yermek. Pero él con firmeza sujetaba el instrumento metiendo más y más el pico de acero en el bloque de carbón.
A su lado estaba Akym. Con ojos ardientes observaba el cada movimiento del viejo minero y repetía:
– ¡Y ahora déjeme probarlo!
Pero Yermek como si no le oía y comentaba:
– ¡Buena herramienta! Con ella uno puede sacar tanto carbón como lo sacan diez con picos.
– ¿Dicen que la cortadora de carbón trabaja aún más rápido? – preguntó Akym.
– Es así, chaval. Una cortadora reemplaza treinta – cuarenta picadores.
– ¿Y Voronov sabe trabajar con ella?
– No. Estas máquinas son raras incluso en Donbass.
– ¡Quisiera yo una máquina de esas! – exclamó Akym.
Yermek le miró de reojo.
– ¡Qué listo! Ya no le basta con el martillo. Y yo que estuve diez años levantando el pico.
– Anda, déjeme probar el martillo, – pedía Akym. – No lo haré peor de Usted. Ya verá, sacaré no menos.
Yermek cedió entregando al joven la herramienta. Akym con acaloramiento y agilidad se puso a trabajar cometando:
– ¡Picaré más que Usted! ¡No seré yo Akym, le pisaré los talones!
– ¡No hables trabajando! – le cortó Yermek. – Te cansarás antes.
Y Akym acalorado seguía picando.
– Debe de haberse cansado Usted mismo. Ya se le vienen los años encima.
– ¡Mírale baladroneando con su juventud!
– ¡Desde luego! Si yo me canso, tardaré seis horas en recuperarme y a Usted con seis días no será bastante.
Yermek sonrió bondadosamente y se acercó a los entibadores.
La inclinación servía no solo para extraer el carbón fuera, por ella bajaban debajo de la tierra todo el material necesario. Para el correcto adelanto de este acceso importante, para instalar entibados se necesitaba mucha maestría. Todo tenía que estar asegurado.
Yermek controlaba el trabajo de los entibadores dando golpes con el pico contra cada poste. Dos-tres golpes y ya sabía el estado no sólo de los entibados, sino de todo el techo.
Durante una de las inspecciones se le acercó por una parte el ingeniero Orlov y por otra – Alibek.
– En vano le molesté, puede ir a casa, – dijo el minero a Alibek. – Ayer le dije que viniera porque Zholtay se sentía enfermo. Y hoy ha venido.
Pero Alibek no se apresuró en irse. Orlov junto con Yermek inspeccionó el entibado. El ingeniero quedó satisfecho con los resultados.
– Los entibados los tienen bien colocados. Que sigan los entibadores haciendo lo mismo… El kamerón también está funcionando bien…
De repente miró con atención a uno de los postes y dijo a Yermek:
– A ver, compruebe este.
Yermek sin decir una palabra tomó de las manos de un obrero la pesada maceta y con un golpe sacó fuera el poste.
Orlov sonrió.
– Me apresuré en aplaudir el trabajo.
Yermek confuso cogió el hacha, aguzó los cabos del poste y lo instaló de nuevo. Luego dio la maceta al entibador y dijo:
– ¡Anda, trata de sacarlo ahora!
El entibador con toda la fuerza dio unos golpes pero el poste resistió.
– Trabajan bien, pero estos lapsos… – dijo enfadado Yermek. – No es entarimado de un corral… Si hacer bien el cabo del poste y colocarlo bien en dirección opuesta del yacimiento de la capa, no se podrá sacarlo de ninguna manera. Un poste defectuoso es como dientes podridos entre los sanos, aflojan los postes bien colocados. El fajado en las galerías, sobre todo en las inclinaciones está destinado para largo plazo y debe de ser firme.
– Tiene razón, conoce lo que dice, – aprobó Orlov. – Pienso Usted puede ser jefe del sector. Podrá con ello. Vamos a dividir las minas en sectores.
– Aquí se necesita una persona instruida.
– Y Usted lo es. Ayer en el examen me puse sinceramente contento viendo a Usted, a Akym, a Zhanabyl. En seis meses aprendieron no sólo ortografía, sino las fracciones también.
– Eso hay que agradecer a nuestros maestros. ¿Cómo no se mete la ortografía en la cabeza si la están metiendo en la cabeza constantemente, como con un pico?
En estos seis meses Yermek entendió con todo su alma lo necesario que era para él la sabiduría. No dejaba los manuales ni por la noche guardándolos debajo de la almohada. Y ahora en su bolsillo de pecho del traje de trabajo traía un grueso cuaderno con forro negro. Este cuaderno se servía como un diario. Apuntaba allí todo lo que quería retener bien grabado en la memoria. Su pasión por los estudios le ayudaba en las clases. Pero los elogios no le corrompían: una parte de su gloria minera les rendía a sus compañeros y los éxitos en los estudios atribuía a los profesores.
– Entre la gente instruida hay jóvenes, pero cuando hablas con ellos, parecen un viejo sabio. Saben mucho sobre el día de hoy y sobre el antaño. Aunque pase toda mi vida en Karagandá y no sabía cuánto carbón hay aquí. Por ejemplo, Usted, camarada Orlov… Trabajaba en Donbass y sabía de las riquezas que están en estas tierras. Un hombre sin ciencia hasta la muerte es un niño. Esto aprendí yo bien en seis meses de mis estudios.
Orlov se limpió bien los anteojos y miró con atención a Yermek.
– ¡Tiene la mente de oro! – Luego se volvió a Alibek. – Si no tiene prisa, salimos de la mina juntos.
– Bien, – le contestó Alibek.
Ellos cargaron sus lámparas. Ya no eran las antiguas candilejas humeantes, eran unas linternas sin humo con cristal y rejilla de protección.
– Pronto nos llegan las lámparas eléctricas, nos olvidaremos de estas, – dijo con alegría Orlov.
Antes de irse dio instrucciones a Yermek:
– Hoy no profundizamos más la inclinación. A partir de mañana su equipo se trasladará a otro lugar.
– ¿Dónde?
– Hay una capa rica. La habían analizado los ingleses, pero no supieron exlotarla.
– Sí, conozco. Es la segunda capa. ¿Y el gas por ahí?
– No hay mucho. Lo evacuamos. Esta capa nos permitirá a cumplir el plan. Su equipo es de choque. Sin reservas. Pues a Ustedes y les encomendaremos los más importantes y urgentes trabajos.
Diciendo esto Orlov se dirigió arriba haciendo una señal con la mano a Alibek.
En el camino se fue a una losa que servía de una estación de transmisión. El carbón extraído en las capas y chimeneas se entregaba por las galerías a las losas y desde aquí era transportado a la supercicie.
Ahora en la losa bullía el trabajo. Arriba y abajo se movían los operadores de las vagonetas que traían carbón de los estratos y chimeneas lejanas en caballos y de las cercanas empujando las vagonetas a mano. No había ya más carretillas. Pero todavía se necesitaba fuerza viva para mover las vagonetas.
– Pronto haremos a trabajar en todas las partes la corriente eléctrica, – comentaba Orlov. – Entonces el trabajo será más animado.
Alibek no dijo nada como si estuviera escuchando a la gente que trabajaba junto a la losa.
– ¡Trae aquí las vacías!
– ¡Ceder paso, no os paréis!
– ¿Cuántos vagones hemos sacado?
– ¡Sube!
– ¡Pumpa!
– ¿Se dio Usted cuenta? – de nuevo se dirigió Orlov a Alibek. – Toda esta gente vino hace poco desde los aúles. Y ya poco a poco comienzan a mandar en la mina. Se sienten los dueños de aquí. Claro, hay fallos todavía. Pero los nuevos mineros no van a quedarse por camino. Su entusiasmo laboral es la llave a la dominación de la vida. Ya creo en eso.
Parecía que Orlov lo decía por algo. Como si comprobando la reacción que causaban sus palabras le echaba rápidas miradas a Alibek. Pero Alibek otra vez no dijo nada. Y en su cara huraña no se podía entender qué piensa sobre las palabras del ingeniero.
Orlov se acercó a la losa para averiguar qué era lo que causó tanto jaleo. Resulto que en el recodo se volcó una vagoneta y se formó un atasco. El operario regañaba a los instaladores del carril:
– ¡Qué no aprovechen su sueldo! ¡Si aparecieran ahora ante mis ojos les metería caña por la manera de trabajar!
Orlov inspecciono el carril y la vagoneta, sacó el bloque de notas y apuntó en él: “El carril tiene un viraje demasiado agudo. Los raíles no están fijados bien. La vagoneta no está lubricada. Enviar urgentemente a la gente para reparar la vía”.
Sonó la bocina avisando de que había partido el tren. Junto a la losa se reunieron los obreros. Orlov corrió hacia ellos y les empezó a apartar a empujones.
– ¡No se amontonen en la vía, es peligroso!
Y pensó que tenía que tomar nota: “Los obreros no saben bien las reglas de seguridad en el trabajo. Instruirles preceptivamente”.
Últimamente Orlov al recorrer la mina más que antes tomaba nota de todos los fallos que veía. Pero por su carácter insociable o por la vergüenza que sentía por su pasado casi no hablaba con los obreros. Reparaba, anotaba y las instrucciones necesarias las transmitía a través de Scherbakov.
El tren se acercó más rápido que era programado. Orlov también tomo nota de ello. Al obrero que estaba junto a la losa le hizo una sola pregunta:
– ¿Cuántos habían enviado arriba?
– Ochenta y tres vagones.
– Bien, – se limitó a decir el ingeniero y siguió su camino.
Él se dirigía a las viejas galerías para revisar otra vez la capa sobre la cual habló a Yermek. Cuando se alejaron bastante, Orlov reanudó la dura conversación que tuvieron aquella tarde inolvidable en la casa del ingeniero.
– ¿Qué es lo que quería hablar con Usted?... Los pensamientos que están ahogándole ahora, me estaban ahogando a su tiempo. El mundo soviético me parecía pequeño. Me parecían diferentes cosas… Pero al final mis esperanzas, mis ideas resultaron ser un miraje. Yo también pensaba que se acabó todo, que la vida se sumergió en una total oscuridad. Pero yo me equivoqué y en eso. Y cuando yo, como un borracho después de dormir la zorra me quité la borrachera, lamenté los años perdidos en vano. De nuevo sentí ganas de vivir y trabajar. Y yo por primera vez entendí lo bonita y amplia que es la nueva vida, cuánta felicidad hay por delante. Siga Usted mi camino y todo alrededor se iluminará. Ya es hora de entender: ¡este camino sigue todo el pueblo multimillonario!
Esperando la respuesta Orlov se quedó callado. Alibek sonrió escarnecedoramente:
– Ya se convirtió en un auténtico propagandista. Siga Usted.
– La vez pasada Usted me intentaba convencer a su modo, ahora escuché mi propaganda, – contestó Orlov. – Usted me dijo entonces que sabe quién provocó el desprendimiento en la mina. Bueno, la deshonra me llevé yo, y las pérdidas, sin mencionar al obrero herido, las llevó la mina. Pero ahora no se quedará impune tan fácil. ¡Déjelo! Tiene una hija muy buena. Piense en ella. Y Usted mismo puede rehabilitarse si va a trabajar honradamente.
– El pájaro de la suerte se escapó de mi hombro, – dijo Alibek con amargura y rencor.
Orlov enfureció:
– ¡No me instigue a la penuria! ¿O es que piensa que yo seguiré callado sobre su crimen?
La conversación se cortó. Se hizo el silencio. El ruido del trabajo no llegaba hasta aquí. Alibek y Orlov iban por las galerías y estratos en las que todo el carbón ya fue extraído. Ellos se acercaron a la conexión subterránea con la vecina mina “Gerbert”. Cuidándose de la acumulación de gases Orlov echaba miradas a la linterna.
Alibek se echó a reír. Luego articulo con excitación:
– ¡Vale! Lo que fue asignado ya está vivido, lo que fue concedido ya está comido. Nos queda vivir no más de una oveja vieja. Y soñamos en lo imposible. ¡Si lo ha dejado Usted, lo dejo yo!..
Orlov se paró, le cogió de la mano a Alibek y la apretó fuertemente. Y no la soltaba varios minutos. En su seca pálida cara apareció sonrojo. Cuando empezó a hablar, la voz se le entrecortaba.
– ¡Y voy a confesar! Varias veces estaba a punto de desenmascararle. Pero me paraba, esperaba a que se arrepintiera. ¡Estoy contento! ¡Muy contento, Alibek Taimanovich! Y aunque tiene razón, nos queda vivir no más que a una oveja vieja, vamos a intentar a integrarnos en la unánime corriente del pueblo. Me emocionan los nuevos pensamientos. Y quero con una explosión abrir la capa de carbón sobre la cual estaba hablando. Esto aumentará el volumen de explotación.
Orlov parecía rejuvenecer. Con una voz flexible y retumbante hablaba sobre el futuro: sobre las máquinas subterráneas, electrolocomotora, transportador y picadora de carbón, hablaba sobre la iluminación eléctrica, sobre las inagotables, todavía desconocidas, reservas del carbón karagandino, sobre su calidad, sobre los métodos de aumento de la explotación… Y Alibek pudo convencerse personalmente de que Orlov era un verdadero profesional y que de verdad quiere su trabajo.
Se acercaron a las abandonadas galerías inglesas. Allí estaba el estrato en el cual pararon el adelanto. En la gruesa pared que separaba la primera mina de “Gerbert” estaba abierto una cavidad. En la entrada había carbón que se había desprendido del techo.
– El carbón decidió caer solo como si sabía que vendríamos a por él, – dijo en broma Orlov. Él dio un golpe con el dedo contra la pared. – Y ahora la vamos a derrumbar a explosiones y extraer el carbón arriba.
– ¿Y qué va hacer con el gas y el lago en la mina “Gerbert”? El gas tanto como el agua inundarán aquí todo en cuanto se abre la pared.
– El lago yace mucho más debajo de esta capa y el gas no es fuerte. Suministraremos aire a presión para evacuar el gas.
Al inspeccionar la capa Orlov se sentó en el carbón amontonado, sacó su bloc de notas, lo apoyó en la rodilla y empezó a escribir. Estaba tan entregado a sus pensamientos que no se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor.
Alibek levantó un pedazo grande de carbón como si quería ponerlo al lado de Orlov y sentarse, se acercó al ingeniero y con fuerza frenética lo estampó contra su cabeza inclinada.
Orlov no lanzó ni un grito, se cayó boca abajo, el abierto bloc de notas le cayó de las manos.
Alibek quedó parado un poco apoyado en la pared, luego se inclinó a Orlov, le palpó asegurándose de que el corazón no le latía y se dijo: “Bueno, pues parece ahora es más fácil respirar”. Luego arrastró el cuerpo del ingeniero a un lado, le tapó con carbón y se dirigió a la salida.

Capítulo cuarto

Las ventanas de la chabola de dos habitaciones estaban trazadas en la parte superior de la pared, casi debajo del techo. Por la ventana se podía ver qué frío hacía fuera, y en la chabola hacía calor que producía el ardiente carbón en la cocina de hierro. Los cristales trasudaban.
Ardak estaba sentada dentro de la chabola en un vestido de verano. La puerta estaba abierta pero le faltaba aire. Su corazón ardía más que el carbón en el fogón. Cuando el padre se fue ella enterró todas sus esperanzas. Todo era evidente. El pasado estaba muy grabado en el alma del padre. El negro alma como la piel negra por mucho que se lavara no se podía limpiar. La quedaba sólo una cosa, ¡irse! Pero no era fácil. ¿A dónde ir, dónde buscar apoyo? Hay que consultar. Pero, ¿a quién? Hay que comentar todo a Meyram. Seguro que ayudaría. ¿Pero cómo encontrarle?
Ella estaba sentada a la bajita mesa cerca de la lámpara de queroseno, encogida con la cara apoyada en la mano. Por la demarcada cara pálida bajaron dos lágrimas calientes. Como si la felicidad y el duelo jugaban a quien llega el primero.
Sin tocar a la puerta entró Zhanabyl. Ardak levantó la cabeza. Con la respiración cortada tras la carrera Zhanabyl empezó a expresar su alegría. 
– ¡Te felicito por el premio, Ardak-jan! ¡Sigue en la vanguardia! Tú tienes el premio y yo las felicitaciones. Organizamos toy . ¡Y qué este tu toy se une con otro toy y tu corazón se una con otro corazón!
– Que sea así. Vienes a tiempo, Zhanabyl: llegas a tiempo, hay alegría y pena.
– ¿Qué pena? ¿Dónde está otgasy, está sano?
– Sí, sano, trabajando.
– Entonces, ¿qué pena?
– No me preguntas, no te diré todavía… Quiero pedirte: arréglame hoy el encuentro con Meyram.
Zhanabyl se quedó con los ojos e incluso la boca abiertos por la sorpresa. Ante él estaba una Ardak desconocida. Ayer estaba alegre y apasionada como un cabrito jugueteando por el campo. Y hoy el cabrito estaba empapado bajo la lluvia y se hizo un ovio.
– ¿Qué pasa?
– Ya te he dicho, ni me lo preguntes. Ve, ve…
Zhanabyl dos veces se tiraba hacia la puerta, pero Ardak cada vez le paraba. Pero no le confesó nada. En su frente lisa se trazó una dolorida arruga. Por fin, meneo con la punta del dedo indicando a la puerta y con voz que apenas se entendía susurró:
– ¡Ve, ve!
Al salir de la chabola Zhanabyl salió corriendo hacia la casa de Meyram.

Era bastante tarde. En su pequeña habitación organizada en la antesala del piso de Yermek Meyram acababa de tomarse el té y se preparaba para dormir. Y en ese momento entró Zhanabyl. Estaba agitado.
– Me enviaron decir…
– ¿Qué pasa? ¿Quién? – quedó asombrado Meyram.
– Ardak me mandó. Tienes que enseguida ir a verla.
– ¿Qué ocurre?
– Pregúntaselo tú. Yo no sé nada.
– No entiendo, – pronunció Meyram encogiéndose los hombros. – No puedo ir a verla hoy.
– ¡No! ¡De es ni hablar! – le contestó decididamente Zhanabyl. – Qué secretos tenéis entre los dos no me importa. Pero yo tengo que llevarte a la casa de Ardak ahora mismo. No tienes derecho a ofender a la muchacha, camarada.
Meyram vacilaba. Últimamente tenía la sensación que Ardak y él estaban hechos el uno para otro. Y de repente este su reencuentro con el gordito Makhmet. Aparecieron los amantes de echar leña al fuego. Empezaron chismorrerías, rumores, ¡quién sabe de dónde salían! Meyram lo pasaba mal pero fingía que no le importaba. Y ahora decidió a confesar a Zhanabyl en quien se fiaba.
– Oye, el antiguo refrán kazajo dice: “Las palabras soltadas por los treinta dientes se difunden por treinta familias”. Por eso a veces incluso con el mejor amigo hay que hablar con precaución. Tú eres mi íntimo amigo. Lo que te voy a decir guárdalo en su alma como lo guardo yo. Y tú a tu vez confiésame todo lo que sabes. No ocultes nada, no pienses que provocarás conflicto entre nosotros. Más de todo en la vida yo valoro la verdad…
 – ¡No machaques, no adviertas con exceso! – exclamó Zhanabyl y le brillaban los ojos. Yo no sólo soy amigo de los dos, yo os considero mis hermanos mayores. Y si decido ocultar algo, ¿acaso no me saldrá sin querer?
– Y a mí ya me sale, – confesó Meyram y empezó a exponer todo lo que guardaba hasta el momento en el alma: – Cuando vi por primera vez a Ardak allí, entre las grises yurtas, me pareció que vi la luna que resplandeció entre las negras nubes. Pero lo que ocurrió en adelante era eso. En la yurta de Ardak se hospedó un joven trucho. Por la noche su padre salía a dormir en pleno aire dejándolos solos. La gente decía incluso que ese joven era el yerno de Alibek. Pero yo no me lo creía. Yo no tuve entonces la posibilidad de intercambiar siquiera una sola palabra con ella. ¿Qué pasó en adelante?... Te lo cuento sinceramente... Resulta que el “yerno” se va detrás de otra. Puede ser que la engañada Ardak ahora está desconsolada y yo tengo que ir a consolarla…
– ¡Vaya idea! – se echó a reír Zhanabyl. – Si el secreto se guarda mucho tiempo al final se oxida o se corta… Ardak no regaló ni siquiera una sola sonrisa a ese Makhmet. ¡Vaya, no entiendes nada de las chicas!
– Y a mí me parece, Zhanabyl, que eres demasiado sincero y confiado. ¡Das la cara por un joven y una joven quienes se quedaban solos en la yurta toda la noche!
– Y seguiré haciéndolo. Ella es más limpia que la leche. Y si yo la conozco en el trabajo, Maypa conoce su alma. Sí, su padre la había dejado a solas en la yurta con ese Makhmet. Sí, ese Makhmet quería casarse con ella. Todo eso es cierto. Él incluso trataba de convencer a su padre. Pero Ardak les tomó el pelo a los dos… ¿Y sabes por qué? ¡Ella quiere sólo a ti!
– ¿Ella te lo confesó?
– No, no me dijo nada, pero no me lo tiene que decir, yo lo sé. ¿Acaso, se habla tanto de la persona que no quieren, se le menciona tanto? Y ella habla y te menciona. Y ahora también me mandó a que venga por ti… Si no oíste salir de su boca “te quiero”, hoy oirás. Y encima te besará.
– Puede ser así, – dijo Meyram. – ¿Pero será sincera? – Sacó de bolsillo un papel y lo entregó a Zhanabyl. – Ya sabes las letras, léelo tú mismo.
Zhanabyl abrió la carta.
– “¡Meyram! La gente dice que quieres casarte con Ardak. A nosotros, tus amigos, nos duele verte casado en la mujer abandonada por Mkhmet”.
– Esta carta anónima la escribió un kulak, – exclamó Zhanabyl e hizo pedazos el papel. – ¿Acaso mi palabra vale menos para ti que esta esquelita? Si es así, el ex-peón Zhanabyl te dirá sinceramente: ¡no tienes derecho a deshonrar a la intachable, sincera muchacha! ¡Yo conozco bien a Maypa, y Maypa aún mejor la conoce a Ardak!..
Ahora era Meyram quien tenía que calmar al demasiado emocionado Zhanabyl. Cada palabra en pro de Ardak era para Meyram como un grano de oro. Ahora acababa de derramar toda su resentimiento contra la chica, pero en el corazón quería que Zhanabyl desmintiera sus palabra.
– No pierdes los nervios. En realidad yo quiero que todo esto sea mentira y no se justifique. ¡Y que importa si sea verdad!... Donde quiera y como quiera que viva Ardak la deseo lo mejor. No tengo otros ser tan querido como esta muchacha. Eh, Zhanabyl, si lo supieras… – Meyram levantó y dejo caer su brazo. – Terminemos esta conversación y que se quede entre nosotros… Corre y dile: en media hora estaré esperándola en la plaza.
Zhanabyl sin dejar que se le perdiera un solo minuto salió corriendo de la casa. El perro a la puerta le ladraba detrás.
Mientras tanto Alibek volvió a casa. Ardak le sirvió el té. Alibek siempre era poco comunicativo, pero ahora estaba enfurruñado como el cielo tormentoso. El cerraba y abría sus dedos largos y despacio crujía con sus grandes, todavía fuertes, dientes. Los ojos estaban clavados en la pared.
Parecía a Ardak más tenebroso que la roca en la noche oscura. Si supiera qué acababa de hacer su padre, se iría de la casa a toda prisa. Pero ahora estaba sentada de medio perfil a él temiendo mirarle. Sobre el dastarkhan gobernaba una atmósfera angustiada y abrumadora. Alibek se tomó el té y dejó el tazón aparte. Le miró a la hija. Y de repente abrió los brazos para abrazarla y dijo:
– ¡Ven aquí, mi cielo! Tu inquieto padre vejarrón no sabía que decía en un arranque de cólera. Te deseo lo mejor en el camino por el cual has decidido seguir. Vive como dicte tu voluntad. ¡Pongo en ti todas mis esperanzas!
Sin esperar a que Ardak se le acercara se levantó, tocó con los labios la frente de la hija y le acarició el hombro. Ella estaba callada cabizbaja. Alibek se fue hacia la cama y sin desnudarse se acostó con la cara a la pared.
Ardak quedo perpleja. ¿Creerle o no? ¿Sería posible que el padre se destemplara montando espectáculos? ¿Y si era cincero y de verdad no sabía que decía en aquella conversación? No; sea como fuera, hay que relatar todo a Meyram.
En ese momento entró Zhanabyl. Vio a Alibek en la cama y se tragó las palabras que tenía preparadas para Ardak. En vez de eso dijo:
– Nosotros con Maypa vamos al cine, ¿vienes con nosotros?
E hizo una señal con los ojos a Ardak.
– Bien, – asintió la muchacha.
Zhanabyl le ayudó a ponerse el abrigo y salieron juntos.
– Te va a esperar en aquella plaza, – se apresuró a decir Zhanabyl. – ¡Y qué sean vuestros corazones tan abiertos como la plaza!... No entiendo, ¿Por qué os mostráis tan fríos como el hielo mientras que dentro arde un fuego?... Eh, desvalidos los dos, no sabéis meter en la boca la comida que tenéis delante de vosotros. Ve, no le hagas esperarte.
Ardak le sonrió débilmente y fue con pasos lentos. Sería una conversación difícil. ¿Qué era más difícil: hablarle en seco a su padre o abrir su corazón ante Meyram? ¿Por dónde empezar? ¿Quejarse del mal carácter del padre? Con eso lograría solo demostrar su propia debilidad. ¿Ocultar todo, callarse? No, no se puede ocultar el mal. ¿Confesar su amor? ¿Pero qué chica era capaz de hacerlo primera?
Era una tranquila tarde helada. Ardak aplastada por los graves pensamientos iba lentamente por la ancha plaza cubierta con nieve.
Meyram la vio de lejos. Esperaba una conversación sobre el amor, sólo amor. Su corazón inquieto le empujaba en dirección a la muchacha. Cada su suspiro demostraba la felicidad que le llenaba y cada paso le acercaba a esta felicidad. En la oscuridad su corazón brillaba de la alegría, el cuerpo no sentía frío. Al salir de la casa el joven se preparó al encuentro: qué hacer, qué hablar. Pero todas las preparaciones volaron en cuanto vio a Ardak. Meyram dijo lo primero que le vino a la cabeza.
– ¡Estoy muy contento, Ardak, volver a verla! – empezó él al acercarse a la muchacha y la cogio de la mano. – En la reunión no me dio tiempo a felicitarla por el premio. ¿Por qué se fue tan rápido?
– Sí, salí rápido. Y no agradecí a los camaradas. La cara arde cuando todos te miran. No pude contenterme…
– No parece que ahora tenga frío. La mano quema.
– Es otro tipo de calor, – dijo Ardak liberando lentamente la mano y soltando un suspiro. Su voz temblaba. – Yo le quiero pedir un favor… Sea mi hermano mayor. Vengo a pedirle consejo… No tengo motivos para estar contenta hoy. Esta oscura noche me aplasta…
Meyram tembló. ¿Tenía razón él?
– Si me considera apto para ser su hermano mayor y consejero, le agradezco su confianza. Hable, – intentando parecer tranquilo dijo.
– Conoce muchas cosas de la vida y a mí no tuvo tiempo de conocerme, – hablaba Ardak. – Y sin saber a la persona, es difícil entenderla. Yo como si tuviera dos caras. Una está limpia y la otra tiene manchas desde haber nacido. Y las manchas congénitas se revelan antes o después. ¿Qué haré yo entonces? Por eso quiero confesarle. Pero me faltan palabras y valentía…
– ¿Quiere hablar de su padre? – le ayudó Meyram. Se sentía aliviado. – Si es así, siga, no se corte. Pocas cosas sé de él.
– Puede ser que conozca cosas de su pasado. Y yo quiero hablar lo de día de hoy…
– ¡Hable, ánimo! Usted puede fiarse de mí.
Ardak le relató como su padre en vez de compartir la alegría por el premio, expresó un inentendible resentimiento, incluso irritación. No ocultó ni un detalle de lo ocurrido hoy en casa. Decía que tenía miedo a Alibek. Antes pensaba que el viejo iba a cambiar. Y ahora estaba perdiendo las esperanzas.
– Antes de venir yo hasta aquí de repente se hizo el bueno y le dio por acariciarme, y esto le sucedía raras veces. No llego a entender por qué cambió tan rápido. Temo que está fingiendo. Todo el tiempo está fingiendo. Y yo ya estoy dispuesta abandonarle. Nuestros caminos son distintos…
Meyram la escuchaba con atención. ¿Qué podía aconsejarla? La muchacha estaba preparada para hacer un paso importante. Esta clase de conducta ponía en cuestión muchas cosas en la vida. Pero la alegría que le llenaba el pecho no le dejaba pensar sensatamente. Apenas recobrándose la contestó:
– Tendrá que irse si está decidida. Pero antes examine más de cerca al padre, estudie su comportamiento. Puede ser que la causa está simplemente en su desconfianza. Su padre muchas cosas vio en su vida. Ya le queda poco. A menudo comentan cosas sobre todo tipo de caprichitos y disparates de los viejos. A veces se arrepienten del pasado. Pero hay que saber distinguir, si de verdad se arrepienten o fingen arrepentirse y se oponen decididamente. El viejo podía enfadarse con algo. Toda su fuerza ahora está en la lengua. En casa puede armar un vendaval, y cuando sale al aire libre, expone la espalda al sol se aplaca, se tranquiliza. Dicen, su padre es abismado, huye a la gente, pero trabaja de buena fe. Cuando la próxima vez con Usted a solas pierda los nervios, le bullan las entrañas, tranquilícele y observe. Observe bien para no equivocarse. Y ya lo veremos. El tiempo está a favor de nosotros, y la fuerza está en nuestras manos. Un padre bueno aun no es la fama de los hijos, y el malo no es la desonra.
– Lo entiendo, – dijo Ardak. – Ahora leo mucho. En las clases hablo con los obreros no solo de los estudios. Los libros, la gente me ayudan a entender mejor la vida. Leo la obra de Lenin. Y me doy cuenta de lo que antes se me escapaba. La gente no solo vive y trabaja. Está luchando por sus intereses. Por los intereses de clase… A propósito, me olvidé comentarle otra cosa. Cuando recibí el premio y no cabiendo en sí del gozo vine corriendo a casa, vi allí como junto al padre estaba Rymbek. Antes no le vi en mi casa. Y no podía entender ¿para qué vino? ¿Qué quería de nosotros? Ese Makhmet de pelo rizado al que Usted vio en mi casa también hizo amistades con mi padre.
– Ese Makhmet, parece, no esquivaba y a Usted, – no se contuvo Meyram.
– ¡Pero lo hago yo! ¡Me parece una persona falsa! Y lo juraría: es capaz de entregar por un kalym  toda su cooperativa. No sé por qué, pero el padre me dio a entender que ese muchacho le caía bien… Y lo que quiero decir: tanto Makhmet, como Rymbek, los dos son miembros del partido, pero hay algo sospechoso en su conducta…
Dentro de Meyram crecía una sospecha considerable: “Lo de Makhmet está claro, va a por Ardak. ¿Y Rymbek? ¿Qué puede hacer en la casa de Alibek?... Hay que pensarlo bien, analízalo”. La muchacha acababa de comunicarle algo importante. Y si antes Meyram estaba atraído por su belleza, inteligencia, erudición, ahora parecía haber madurado políticamente. Se le notaban el espíritu escudriñador, ganas de entender mejor la vida, a la gente… ¿Querrá desear una amiga de vida mejor para sí? ¿Cómo podía relacionar su nombre con ese Makhmet? ¡Si el gordo no se la merece! Pero dio un comentario evasivo sobre lo de Makhmet y Rymbek:
– Tiene razón. Los miembros del partido deben tener convicciones firmes en la vida también. Si piensa que Makhmet es falso y duda de Rymbek, eso demuestra su nivel de exigencia a la gente… Resulta que de verdad yo la desconocía. Esta conversación nos acerca más. Para mí se han descubierto los más íntimos rincones de su alma. Ábrese, yo estoy mirando y no puedo dejar de admirarla.
– ¿Y su corazón quedará cerrado para mí? – por primera vez esta tarde Ardak se echó a reír. En la oscuridad su risa parecía aún más resonante.
– ¿Acaso me puede caracterizar como reservado?
– No solo reservado, diría, frío. ¿O sería tímido? ¡No sé!
– Entonces, Zhanabyl tenía razón, es un chaval observador, – dijo Meyram y también empezó a reírse. La abrazó.
Pero la muchacha se retiró.
– No mezcle la valentía con desenfreno. Tenga paciencia. Me dijo que me conocía poco. Y yo tampoco le conozco a Usted.
– ¿Acaso hay límites para reconocimiento?
– Sí y no.
– ¿Y a qué me acojo?
– A lo que más le guste… Conocía a la gente que se encienden rápido y más rápido se apagan. Y yo busco un sentimiento que perdure hasta la muerte. Si ahora me dice que no se apagará, no se lo creo. Le creeré sólo cuando con mis propios ojos veré que es fiel a su sentimiento. Y esto necesita tiempo y paciencia.
– ¡La paciencia rápido pasa a ser tortura!
– Esto no ocurre si no confunde el amor con una simple atracción!
Era la primera vez cuando hablaban sinceramente. Y Meyram respondía sin disimulos:
– Esta noche jamás la olvido. ¡Es una de las más felices noches de mi vida! Antes me daba cuenta sólo de su belleza y ahora conocí y me enamoré de su corazón. Si quiere, sométame a la prueba. ¡Y yo no puedo ya seguir escrudiñando ni esperando! – Se inclinó rápido a la muchacha y la dio un beso.
La muchacha iba mirando al suelo. Ella no tuvo tiempo ni apartarse, ni aceptar el beso. No se espantó ni se enfadó, un temblor atravesó todo su cuerpo.
Se le escaparon las palabras:
– ¡No, no se puede, no!
Ella se resbaló de las manos de Meyra y salió corriendo a casa para no descubrir sus lágrimas. En ellas estaba su alegría y su inquietud.

Capítulo quinto

La borrasca cobraba fuerza tapando con la polvareda de nieve el promontorio donde se hallaba Karagandá. Y tan fuerte era la ira de la ventisca que apenas se podía divisar algo debajo de los pies. La nieve selló las puertas y las ventanas de las chabolas de tierra, los pozos y las canteras de piedra. La comunicación entre las minas se cortó, se rompieron los cables telefónicos.
La borrasca se desató a media noche y por la mañana recobró la mayor fuerza, silbaba, bramaba, tiraba a los transeúntes a la tierra. En las minas sonaban las bocinas para ayudar a los perdidos encontrar el camino. El sonido no se expandía como siempre por los alrededores, el viento lo llevaba a un lado. En la ciudad por todos los lados crecieron colinas de nieve. La furiosa nevasca tenía en un abraza sofocante la nueva recién nacida ciudad.
La chabola en el costado del montecillo donde vivía Zhanabyl con Maypa y sus padres también estaba cubierta de nieve. Las pequeñas ventanas de la chabola cegadas, y no se podía entender si era de noche o de día.
Zhumabai como siempre se despertó antes de todos, salió fuera pero enseguida volvió.
– Oye, mujer, levántate y enciende la lámpara. Hay vendaval fuera. La puerta está atascada por la nieve.
– ¿Ya amaneció?
– Parece amanecer. ¿Oyes a nuestra vaca negra?
Zhanabyl que todavía estaba acostado se echó a reír.
– ¿Qué dice, o es que comunica que ha llegado el día?
– Pide de comer. El ganado bovino nunca pide de comer de noche.
Encendieron la lámpara. Zhumabai empezó a retorcer y arrugar su pantalón de piel de oveja.
– Padre, Usted cada día está arrugando ese pantalón. ¿Qué culpa tiene? – no paraba de bromear Zhanabyl.
– A las cosas de cuero les gusta cuando les manoseen, hijo mío.
– El pantalón ya estará harto de tanto cariño. Tírelo ya a la basura. Le compro uno nuevo, de algodón.
– Nunca lo voy a tirar. Como dice el refrán: “La piel de la oveja vale más que la seda”.
Zhumabai se metió las solapas de la chaqueta en el pantalón y salió al pasillo de la chabola que servía de establo. La vaca negra estaba masticando algo. Su boca se arrugaba de un lado para otro. Zhumabai le entró miedo de que la negrita se hubiera atragantado. Puso la lámpara en la tierra y corrió a ella, la metió la mano en la boca y sacó un trozo de hueso. Revisándolo Zhumbai agitó la cabeza y se preguntaba en voz alta:
– ¡Ay, Dios mío! ¿Para qué come este hueso?... Luego devolvió el hueso a la vaca. – Toma, come, mi vaca. Será para algo. Ahora te doy el heno. Cómelo con la nieve.
En un hueco excavado en el rincón del pasillo había una pequeña reserva de heno. Temiendo a los amantes de bienes ajenos Zhumabai guardaba el heno en un baúl. Sacó de su depósito un fagote pequeño, lo colocó delante de la vaca, se dirigió dentro de la chabola, pero volvió la cabeza. Vio en la tierra unas hojas y tallas y las levantó. De nuevo se acercó a la vaca y acariciándole la teta reanudó la conversación:
– ¿Estabas cómoda? ¿Cuándo ya nos darás leche, mi animalito?
Zhanabyl disfrutaba observar la conducta de su suegro. Y ahora también: entreabriendo la puerta a esconditas escuchaba su balbuceo. Y Zhumabai cambiando la cama a la vaca no paraba:
– Y el estiércol tuyo es puro oro…
Aquí Zhanabyl no pudo contenerse:
– ¿Para qué lo necesita? ¿O es que quiere utilizar la turba? ¡Si sobra carbón aquí!
– Los bienes nunca sobran, hijo. La turba vale para prender fuego al carbón.
– Si tratara la producción como trata su hacienda habría mucho provecho para todos, – le dijo Zhanabyl y abrió la puerta exterior.
La salida de la chabola estaba sellada por la nieve. Zhanabyl empezó a meterla dentro del pasillo y con mucho esfuerzo logró abrir el paso. Salió fuera pero enseguida se metió dentro.
– ¡Vaya! El vendaval sopla con tanta fuerza que es difícil mantenerse en los pies… ¡Pero hay que ir al trabajo!
– Cuidado, hijo, la borrasca es un enemigo muy peligroso.
No dando importancia a las palabras del suegro Zhanabyl se vistió bien, metió hatillo la comida y se dirigió al taller. Tenía que superar dos kilómetros de distancia atravesando la abierta plaza baja. Iba contra el viento por la profunda nieve. No se podía abrir los ojos, tuvo que adivinar el camino según la dirección del viento. En el centro del vendaval no se veía nada ni a distancia de dos pasos. La nieve punzante azotaba la cara, el viento tenso pegaba en el pecho intentando tirar al suelo, cubrirle con la cabeza, ahogar. El ruido que producía el viento taponaba los oídos. El frío abrasaba la cara. Parecía que el viento arremolinando en el aire la pólvora de nieve aullaba: “¡Muerte! ¡Desastre!”
Pero el fuerte y valiente chaval no pensaba en volver. Con la cabeza inclinada seguía aferrado su camino contra el viento. “Hay que llegar lo más pronto posible, ver todo con mis ojos, si no causó algún daño la tempestad a la producción, si no se paró el trabajo. Quizá no todos lleguen al trabajo, puede ser que alguno se perdió en camino, otro se congeló, ¿Y acaso si se puede ahora cuidarse de sí mismo y estar tumbado en casa al calor? Puede ser que sea necesario organizar un equipo de choque para combatir la tempestad…” – pensaba él con empeño siguiendo su camino. Pero iba con precaución, temiendo caer en algún hoyo, los había muchos por ahí. De vez en cuando se paraba, aguzaba el oído intentando ubicarse. Pero el oído no captaba nada, solo el aullar el viento, y los ojos no veían nada en la espesa neblina de nieve.
De repente sintió olor a humo, pero enseguida se desvaneció. Pensando que cerca había una chabola Zhanabyl hizo unos pasos atrás. No, no había ni rastro de humo. “¿Por qué no se oye la bocina? ¿Sería que me alejara tanto del taller?” – pensó Zhanabyl y se paró.
Su bufanda que le tapaba la boca y la nariz, los guantes, todo estaba helado. En el cuerpo estaba entrando el frío. Pero a Zhanabyl ni se le atravesaba el pensamiento que corría riesgo de congelarse. Desde niñez trabajaba de peón, había visto distintas tempestades, conocía muchísimas historias sobre los caminantes sorprendidos en la estepa por el ventisco y sabía que en casos extremos se podía esconderse bajo la nieve. Y ahora él de diferentes maneras se avergonzaba por perder la orientación y perderse entre las chabolas.
 Sintió un pinchazo en la mejilla.
– ¡Vaya tú! – exclamó él con cólera, se cogió de la mejilla y empezó a restregarla. No sentía nada. Restregaba con energía, pero incluso en estos minutos no podía no recordar con sonrisa a su suegro: “Cuando Zhumake restriega y arruga la piel de corderillo, esta se hace blanda… ¿Y tú qué? ¡Eh, mejilla, revive rápido!”
Por fin sintió dolor en la mejilla y se tapó la cara con la bufanda hasta los ojos. Zhanabyl giró a la derecha dejando el viento de lado. Aunque quedaba una larga caminata pero en esta dirección quedaba la vía férrea. “Por lo menos, salgo al carril y ya no me pierdo”; – pensó el muchacho.
De sorpresa delante de él aparecieron los contornos del locomóvil debajo de la nieve. A su lado se divisaban las vagonetas.
“¡Anda, son nuestras! – se puso contento Zhanabyl. – Salí directamente al taller”.
En el taller mecánico se convocó una reunión extraordinaria. Llegaron noticias que la cuarta mina se paró y en la primera falló el kamerón poniendo la mina bajo el peligro de inundación. En las minas no había propios talleres mecánicos equipados debidamente. Allí trabajaban por separado los cerrajeros y maquinistas. Los mecanismos de todas las minas eran competencia y responsabilidad del taller mecánico central. Ahora se organizaban dos brigadas de choque para organizar ayuda a las ambas minas accidentadas. Si se demora mucho, el peligro aumentaba.
El mecánico Kozlov estaba alarmado. Scherbakov le ordenó que las ambas brigadas estuvieran en el sitio exactamente dentro de una hora. ¿Y cómo podían llegar? La borrasca no se calmaba. Jamás en Donbass vivió Kozlov una tempestad así. ¿Se puede enviar a la gente a una muerte si bien no cierta pero muy verosímil? Pero si no mandase a la gente, las minas se pararían para unos días. Kozlov no podía permitir que estuvieran paradas ni una hora. Comenzó por el equipo de cerrajeros. Algunos de los cerrajeros vivían lejos de taller y hoy no salieron al trabajo. Para llamarles se necesitaba tiempo. ¿Y sabría llegar a sus casas el mensajero? Si aprovechar a los que salieron al trabajo se pararía el trabajo en el taller. Por eso demoraba no sabiendo qué hacer.
Se abrió el postigo de la puerta y alguien bien abrigado y demasiado gordo intentó entrar y quedó atrancado. Le abrieron el otro postigo. La voz pertenecía a Baiten. Parecía que no había dejado en casa ni una sola ropa caliente. En la cabeza llevaba y la bufanda y un pañuelo femenino. Quitándose todo esto pronunció:
– ¡Hombre! Si no fuese yo un obrero viejo nunca habría llegado.
– Y los demás, ¿cómo han llegado?
– ¿Qué me vas a decir? Ellos llegaron antes. Y ahora el vendaval está en su pleno ímpetu. No se ve ni la punta de la nariz. ¡No se puede incluso respirar!
La barraca donde vivía Baiten se encontraba apenas a unos cien metros del taller. Por eso la “valentía” de Baiten no dejó sorprendido a nadie. Pero todos estaban contentos de que vino. 
Mientras Baiten fanfarreaba entró Zhanabyl. Empezó como siempre a gastar bromas y todos se animaron. Primero contó todos los trapos que llevaba en la cabeza Baiten.
– Aquí falta sólo una cosa. Hay que pensar que en casa es imprescindible, sino Baiten también se la pone, – dijo él seriamente provocando la rise entre sus compañeros.
Con Zhanabyl y Baiten ya eran dos más. Kozlov sintió alivio. Acercándose a Zhanabyl le tocó las mejillas heladas y dijo:
– Ya sabía que no te quedas en casa a calentar los huesos. Sólo que las mejillas te has helado…
– Tontería. Se curará. ¿Qué vamos a hacer? Ordene.
– Serás el principal. Hay que ayudar a la cuarta mina. ¿Podrás llevar hasta allí el equipo?
– Llegaremos, – dijo Zhanabyl. – Sólo que necesito unos cien metros de alambre.
– Mire… Hasta la mina llegan los postes del telégrafo. Vamos parar del poste al poste y el alambre no nos dejará perdernos entre ellos.
– ¡Es sensato! – le aplaudió Kozlov. – Bueno, prepárense. Y el alambre aquí no falta.
Mientras los hombres se preparaban para el camino, Zhanabyl echó una mirada a la carbonera y saludó a Bokai. De allí pasó a la sala de máquinas, donde ahora trabajaba Maypa.
Ella no se dio cuenta de cómo había llegado Zhanabyl: de espaldas a la puerta controlaba el medidor de voltaje. Vestía un mono azul, la cabeza estaba cubierta con un pañuelo rojo. La había enseñado a trabajar con la máquina Zhanabyl como la había ofrecido. Maypa era la hija de un pobre y nunca demostraba mucha listeza ni viveza. Pero ahora, sobre todo después de casarse, su carácter cambió mucho. Sus ahora vivos ojos grises siempre sonreían. Y en casa y en el trabajo vestía ropa limpia y arreglada. Tenía mejor aspecto, parecía más guapa. El mono de trabajo le quedaba bien.
Zhanabyl se acercó despacio por detrás y le cerró los ojos con las manos.
– ¡Ya sé quién eres! – exclamó Maypa. – El callo en la palma te vende.
Zhanabyl echó hacia atrás su cabeza y la besó en la boca.
– Sólo ahora me doy cuenta lo mucho que has perdido tardando en decirme “sí”. ¡Ahora eres mucho más interesante!
– ¿Y antes no era interesante?
– Es diferente…
– ¿Cómo has llegado? ¿Se calma la borrasca?
– Incluso si se tratara de una borrasca de fuego y no de nieve, hubiera venido hacia ti. Todavía hay vendaval. Vamos a la cuarta mina… ¿Y qué tal tu máquina? ¿Te hace caso?
– Funciona sin fallos. Pero los torneadores quieren que aumente las revoluciones. Y cuando lo hago se queman las bujías.
Zhanabyl escuchó el trabajo de la máquina. No se presentaba ningún ruido extraño, la marcha era rítmica. Todo iba bien. Su mirada se paró en la polea que accionaba la transmisión.
– ¡Aquí, mira! Se ha aflojado la polea. Por eso y la transmisión y las máquinas herramientas van lentas.
– ¿Y qué hago entonces?
– En el descanso cambia o un poco reduce la polea.
Con estas palabras entregó a Maypa la mitad de la comida que traía de casa y se dirigió a la puerta.
– ¡Espera! – le llamó Maypa. Sus alegres ojos se apagaron. – Está demasiado fuerte el vendaval, ¿y si no vas a la mina?
– ¿Tienes un saco?
– ¿Para qué?
– Méteme en el saco, átalo bien y tenme al lado.
Maypa se echó a reír. Zhanabyl se fue.
Todas las preparaciones habían finalizado. A la cuarta mina se dirigieron doce personas, entre ellos en viejo cerrajero Tío Iván y el lento Baiten.
La gente vestía chaquetones y pantalones acolchados, zamarras, encima de las zamarras se pusieron gabardinas de lona con bashlyk . Los instrumentos cada uno llevaba en la espalda en barjuletas.
En cuanto salieron fuera les atacó una ráfaga de viento, se levantó un espeso remolino de nieve. Se les cortó la respiración. Los hombres se juntaron. Estaban un tiempo pisando en un sitio, pero al final emprendieron su camino.
En la vanguardia iba Zhanabyl con la punta del cable en la mano. Los obreros iban detrás de su jefe sujetándose al cable. Hasta la mina quedaban unos cuatro kilómetros. Iban de un poste de telégrafo hasta el otro sin temer perderse: si el delantero entre dos postes se apartaba del camino los traseros que estaban cerca del poste a gritos le corregían.
– ¿No hemos perdido a Baiten? – de vez en cuando gritaba en broma Zhanabyl.
– ¡Calla! – sin rencor contestaba Baiten.
El viento soplaba de lado. Esto aliviaba significantemente el camino. Las bromas y la risa también ayudaban a los hombres en esta difícil caminata. El sentido de compañerismo, su común acero llevar a cabo su tarea incitaban a moverse y al viejo Iván y al cabezón Baiten. Este sentimiento era mayor que el furioso huracán.
Incluso el lento y desmanotado Baiten andaba a pies juntillos tratando no quedarse por detrás. Varias veces se cayó en el montón de nieve. Viendo que su compañero perdía las fuerzas sus vecinos le tomaron de los brazos. Pronto la mejilla derecha de Baiten se hizo pálida, pero él no se dio cuenta de eso. Ya se imaginaba como todo el mundo iba a aplaudirles la hazaña y comentar: “¡El equipo de choque salvó la mina!” Y avanzaba sin darse cuenta del frío que se le metía hasta los huesos.
Por fin llegaron a la cuarta mina. La máquina elevadora que estaba fuera no funcionaba. El acceso a la inclinación estaba cerrado con la nieve. Un grupo de obreros abría la obstrucción.
La incesante nieve tapaba la entrada a la inclinación parecida a la cama de un lobo. Y los obreros con el mismo empeño la retiraban con palas. Las vagonetas que ayer corrían por las vías en la mina hoy estaban amontonadas en la rampa. Todos los mecanismos estaban parados. Pero el trabajo bullía. Los obreros en par o en grupos traían troncos grandes y tubos de hierro luchando contra el cruel viento.
En la inclinación dejaban su carga en las carretillas y las llevaban al fondo de la mina. Siguiendo a un grupo de obreros en la mina entró el grupo de Zhanabyl. En todas las partes: en las chimeneas, galerías, estratos estaba el agua y chango. La tierra empapada de agua se levantó dejando curvas en las vías.
El más difícil trabajo les esperaba en el fondo de la mina, junto al kamerón. El agua que chorreaba desde el techo llenó el foso y salía de allí inundando la mina. El kamerón se paró porque se reventaron los conductos de vapor.
El Tío Iván y Zhanabyl sin perder un minuto más empezaron a inspeccionar los deterioros. El viejo cerrajero fumando con ansiedad su cigarrillo sin prisa comentaba la situación:
– No había revestimiento bastante en la tubería, por eso el frío karagandino las reventó. Y el foso para el agua está excavado mal. Es estrecho y de poca profundidad. Por eso se ha rellenado… Todo esto tiene su solución. Temo sólo una cosa: si reventaron los tubos exteriores enterrados, no se podrá arreglarlo antes de que se calme la tempestad…
Zhanabyl calculaba mentalmente por donde empezar. Al fin y al cabo tenía poca experiencia y en muchas cosas ponía a duda sus decisiones. Le daba vergüenza decir “no sé y se lo impedía el amor propio de un joven. Se dirigió a la oficina para informar a sus maestros, Kozlov y Lapshin, sobre la situación en la mina y pedirles consejo. Pero la línea telefónica estaba rota.
Al volver a su equipo Zhanabyl dijo al Tío Iván:
؎ ¡Aksakal! ¡Emprendamos la labor! Si ha reventado la tubería exterior lo veremos en el proceso. Y ahora vamos a reparar lo que tenemos a la vista. Una persona se va a la elevadora, dos – a la caldera de vapor y los demás bajarán a la mina. Primero hay que reparar la tubería para lanzar el kamerón. Sino el agua inundará toda la mina.
– ¡Tienes razón! – gruñó el Tío Iván.
Zhanabyl explicó a cada uno la tarea y añadió:
– ¡Tengan en cuenta, vamos a competir! El quien se ahorre las fuerzas que se cargué luego la culpa. A nosotros nos tocó un gran desafío. Y hasta que no terminemos no habrá descanso. Si sentís hambre, comed sin dejar el trabajo.
El equipo se puso primero a reparar los conductos de vapor. Con la ayuda de una llave especial Zhanabyl sacó el tubo reventado.
– ¿Baiten, estás vivo? Trae un tubo nuevo. ¿Dónde está el minio? ¡Muévete!
Apresurándose Baiten cayó en un charco junto con el tubo. Se oyó el chapoteo.
– ¡Aquí está!
– ¡Muévete!
– ¡Caramba! Está resbaladizo.
Zhanabyl ayudó a Baiten levantarse del charco y juntos empezaron a instalar el tubo. Baiten se limitó a cumplir las órdenes de Zhanabyl: “sujeta aquí”, “trae”, “dame”. Pero incluso eso lo hacía despacio y con torpeza. Si se apresuraba topaba contra algo. Lubricando los cortes en los tubos y las uniones de las bridas con le minio se untó del lubricante de cabeza hasta los pies. Incluso las puntas de su bigote negro estaban rojas.
Zhanabyl con agilidad unió los cabos de los tubos y se puso a fijar el manguito y las bridas. Al mirar a Baiten no se pudo contener y gritó:
– ¡Tío Iván! ¡Mírele a quién se parece nuestro Baiten!
El viejo estaba trabajando con el kamerón comprobando el estado del distribuidor.
– Quería decir que parece un carnicero, pero es un poco incómodo, y no me viene nada más a la cabeza.
Baiten también se reía de sí. El Tío Iván que no era amante de demasiadas conversaciones también se reía de él. Pero lo hacía sin malicia, más con compasión. Baiten estaba muy cansado, apenas se le movían los pies. Una mano le sangraba, la habría herido con algo. Pero incluso en este su estado lastimoso era sediento de elogios.
– Pero nuestro Baiten es todo un verdadero djiguit, ¡Lo que valen sólo su bigote y cejas! – le daba vivas Zhanabyl.
Baiten tomando la broma por oro de ley empezó a fanfarrear:
– Soy el retrato de mi madre. De joven era muy guapa, más guapa que mi padre.
Encendió la lámpara de soldar, se agachó sobre el tubo para derretir el hielo.
– Algunos no saben cómo se enciende el soldador. ¡Así se hace!...
Acariciándose el bigote con el puño el Tío Iván se levantó despacio de su sitio. Sacó del bolsillo la petaca con el tabaco sin apartar la vista del kamerón. Arrancó un trozo de periódico y lo empezó a arrugarlo con los dedos.
Baiten le gritó:
– ¡En la mina no se fuma!
– Si se puede encender la lámpara de soldar, quiere decir que se puede fumar. Aquí no hay gas, – le contestó el viejo.
– ¡Listo! – anunció en voz alta Zhanabyl. – Voy a ver qué tal están los demás. ¿Y Usted qué, Tío Iván?
– También listo. El distribuidor está bien. Revisé las válvulas y la caja de estopas. Todo está bien. Podemos arrancar el kamerón.
– Entonces, ayude a los de la caldera. Tenemos que poner en marcha el kamerón lo más pronto posible. Sino el agua nos traerá problemas. Baiten, quédate aquí. Los tubos helados los marqué con yeso. Calientalos.
– ¿Me vais a dejar aquí solo?
– ¿Tienes miedo que te coma el lobo?
– Dicen que en algunas minas hay duendes.
Y de nuevo hizo reírse a los demás. Y se quedó para no confesar que tenía miedo.

Capítulo sexto

Día y noche dominaba el vendaval y por la mañana del día siguiente se debilitó. Las cargadas nubes grises disipándose como el hielo primaveral en el río se iban hacia el este. El cielo se despejó. Pero en la tierra todavía se expandía la ventisca. El viento perdió su fuerza pero el frío aumentaba. Los montones de nieve junto a las casas y en la depresión endurecieron. Las canteras de cal y de piedra, los pozos de sondeo y las zanjas de las nuevas minas estaban cubiertas de nieve. Karagandá parecía estas enterrada bajo su pesada capa. Y vino el frío, tan crudo que se cortaba la respiración.
En cuanto la tempestad se calmó los directores de la cuenca se reunieron en el despacho de Scherbakov para discutir la situación en la cual se encontraba la industria. Los informes que llegaban de las minas eran poco calmantes. Se desarrollaban los trabajos de eliminación de los siniestros. Y otra noticia mala: murió Orlov. Primero se suponía que se perdió en el primer día del vendaval. Pero luego encontraron su cuerpo en la mina. A nadie se le ocurrió que la muerte del ingeniero es obra de las manos de Alibek. Pensaron que un bloque de atierre le hirió de muerte al ingeniero.
– Era un hombre perito, – dijo Scherbakov con una sincera condolencia en la voz. – Trabajaba con gran entusiasmo últimamente. Será difícil sin él.
En la grande hacienda de la creada de cero Karagandá faltaban profesionales.
En estas condiciones los siniestros causados por el vendaval y la pérdida del experimentado jefe de ingeniería Orlov eran un difícil examen para toda Karagandá.
Scherbakov, Meyram, Zhumaniyaz y otros comunistas entendían la gravedad de la situación y no perdían la cabeza. A la reunión cada uno vino con sus consideraciones. Había que superar todos los obstáculos que les salieron en el camino lo más pronto posible. Ante ellos se plantaban unas tareas difíciles y urgentes: arreglar la maquinaria, restablecer el suministro de los equipos. Y claro está: no perder ánimo, consolidar las fuerzas y trabajar, trabajar.
Zhappar y Rymbek entre tanto elaboraban su propio plan de actividades. Decidieron aprovecharse de la situación complicada.
– La situación está peor que nunca. ¡La pueden salvar sólo el heroísmo, sólo una hazaña abnegada! El comité del partido metropolitano, el consejo metropolitano y los sindicatos tienen que tomar las más enérgicas medidas. Hay que movilizar a toda la población en edad de trabajar, anunciar el zafarrancho en la producción y olvidarse del tiempo y del descanso. Estas medidas extraordinarias nos ayudarán a liquidar todos los siniestros causados por la tempestad.
La propuesta de Zhappar fue respaldada con gran entusiasmo por Rymbek.
– El departamento de recursos humanos del cartel, – dijo él, – con la ayuda del consejo metropolitano organizará la movilización del pueblo.
– Lo aseguramos, – prometió enseguida el presidente del consejo metropolitano Karimbay que no estaba acostumbrado a analizar.
El honrado y ardiente Zhumaniyaz también cayó en la trampa de Zhappar.
– La clase obrera está lista para sacrificarse. En la guerra civil nosotros luchábamos hambrientos, descalzos y desnudos y vencimos. ¿Acaso vamos a rendirnos ante la catástrofe natural?
Scherbakov escuchó con paciencia estas alocuciones y miró a Meyram. El jefe de la organización del partido estaba con una cara impenetrable y era imposible entender qué pensaba sobre los discursos de Zhappar y Rymbek.
– ¿Qué piensa, Meyram Omarovich? – le preguntó Scherbakov.
Meyram se levantó. Hablaba en voz baja pero segura:
– Escuché con atención todo lo que aquí nos ofrecían nuestros camaradas. Y diré sinceramente: no puedo respaldas las propuestas. Unos están nerviosos y otros se dejan llevar a su onda. Piensen un poco, por delante nos esperan muchos otros vendavales. Si con cada tempestad vamos a entrar en pánico, movilizar a la gente, nuestro trabajo se convertirá en una larga jornada de zafarranchos. No, este método no es el modo de trabajar de un comunista.
– ¡Entonces, convocamos un subbotnik! – intervino Zhumaniyaz.
Meyram con la misma tranquilidad le contestó.
– No se trata de cómo nombrarlo, camarada Zhumaniyaz, sino en el sentido de la cuestión. Y diré abiertamente: parece que Usted no valora el entusiasmo de los obreros. Y el entusiasmo de los obreros es la más valiosa riqueza de nuestro país. Y nosotros hemos de encauzarlo con cuidado y beneficio. Los obreros siempre responderán a la llamada del partido. Pero las continuas escaladas pueden apagar la energía de los trabajadores. Menudos directores somos si no sabemos prever el futuro, no aprendemos de antemano eliminar las causas de las posibles averías y catástrofes. ¿Acaso, en particular, tenemos organizado el orden en la producción? ¿Está normalizada la organización del trabajo? ¿Aprendemos la tecnología de producción? ¿Conocemos las particularidades de la naturaleza, el clima local?... No, todo esto dejamos de lado. De contrario, el vendaval no nos habría dejado sorprendidos, no habría causado tantos daños. No tenemos que pensar en la movilización y zafarranchos, y sí en la razonable organización del trabajo. Esta es mi opinión.
Se estableció el silencio. El discurso de Meyram abrió los ojos a los presentes y ellos entendieron que la propuesta de Zhappar no favorecía al desarrollo de la producción y en definitiva socavara la confianza de los obreros a sus directores.
Zhappar se incorporó y deprisa pronunció:
– Tiene razón Meyram Omarovich. Retiro mi propuesta.
Scherbakov le echó una rápida mirada, frunció el ceño y apenas se sonrió.
– Bueno, – comenzó su discurso Sergio Petrovich, – ha llegado la hora de expresar mis pensamientos. Estamos pasando tiempos tristes. Y no nos serán de gran ayuda las propuestas que rápido se promueven y con la misma rapidez se retiran… ¡Tiene razón Meyram Omarovich! ¿En verdad, tenemos nosotros derecho a endosar a los obreros el peso mayor del que cargamos nosotros? Pasa algo, acudimos a la población: ¡Ayúdennos! Los obreros no nos dejarán. Teníamos que colocar los tubos de agua, los trabajadores nos ayudaron. Tuvo lugar una demora en la construcción residencial, los obreros otra vez nos respaldaron. ¿Hasta qué punto seguiremos cargando todas las dificultades en la clase obrera? ¿Dónde está la célebre habilidad administrativa de los jefes? ¿Dónde está la preocupación por la gente de los funcionarios del partido y de los sindicatos?... Si en cada ocasión perezosa vamos a convocar zafarranchos, el partido y el pueblo con razón nos dirán: “¡Fuera, gritones patéticos!”
Sergio Petrovich se calló, respiró profundamente, le era difícil decir estas pesadas palabras, sacó su pipa pero la volvió a meterla en el bolsillo.
– Yo lo que quiero decir, camaradas… Todos nosotros tenemos que de verdad, como deben hacerlo los verdaderos bolcheviques, poner las manos a la obra. Propongo: ahora mismo, sin perder más tiempo irnos a los sectores de la producción. Estudiemos la situación in situ. Volvemos ya con propuestas concretas. Luego nos reunimos de nuevo y discutiremos las medidas a adoptar. ¡Así lo digo!
Scherbakov hablaba mandando. Pero todos entendían que en esta situación era el tono adecuado.
– Y a Usted le pido, – se volvió a Meyram, – llévese al ingeniero Ashirbek. Inspeccionen todo. Mire a la situación con la mirada firme del partido. Y en lo que toca a las cuestiones de producción ya le asistirá Ashirbek. ¡A actuar, camaradas!
Meyram se abrigó bien y acompañado de Ashirbek empezó la inspección de la producción.
Ashirbek Kalkamanov, el nuevo empleado del cartel, recientemente entró a trabajar en el equipo de desarrollo como suplente del geólogo Chaikov. Meyram le conoció en la estepa cuando se dirigía a la producción karagandina. Recordaba bien a este delgado, callado y cumplidor ayudante de Chaikov. Ashirbek mismo pidió que le admitieran al trabajo en las minas: quería en realidad participar en la exploración del carbón cuyos ricos yacimientos localizaba antes en las entrañas de la tierra karagandina. En su nuevo puesto el joven ingeniero no traicionó a su costumbre: en el trabajo era lo mismo callado y lo mismo puntual.
Hasta la mismísima rampa de la recién abierta segunda mina Meyram y Ashirbek arreaban al trote a sus caballos sin darse cuenta del frío y penetrante viento que azotaba la cara.
– No parece que haga mucho frío, y decían que hacía cuarenta y dos bajo cero, – dijo Meyram bajando del caballo.
De la rampa se oía el ruido de las vagonetas y las voces humanas. Aquí ya había crecido un gran montón de la roca. En el fuerte frío el carbón humeaba sin fuego. En su cima estaba un obrero cargando la roca en las vagonetas.
De la mina anadeando salió el jefe Nikolai Ovcharenko, un hombre de espalda y pecho anchos. Al ver atrancada en la vía una pesada carretilla la quitó al lado con una mano. Luego siguió su camino revisando como un verdadero amo los fallos.
– Es una persona interesante y buen trabajador, – dijo Meyram a Ashirbek. – Mantiene firme su palabra, no le gusta adornar la cosa…
Ovcharenko se dio cuenta de ellos. Desde lejos antes de saludarles empezó a hablar en voz alta:
– Nuestros queridos jefes empiezan a preocupase de las minas sólo cuando se calmó el vendaval.
– ¿A quién reprochas? Eres uno de los jefes, – le contestó Meyram. – ¡Ojo! ¿No tienes miedo de que te pegue la azada si pisas el extremo inferior?
– A mí no, – contestó Ovcharenko estrechando la mano a los visitantes. – Aunque soy ucraniano, pero la azada kazaja no es ajena para mí. Conozco estos lugares. Pienso que cuando se unen las experiencias de Donbass y de Karagandá, ni la nieve, ni el fuego nos podrán espantar.
Hablaba mezclando el ruso y el ucraniano, a veces se le escapaban y las palabras kazajas. Ovcharenko supo preparar la mina para el invierno mejor que otros. Desde la inclinación hasta la rampa construyó un pasillo de tablas, protegiendo el acceso a la mina de la lluvia y ventiscos.
– Las viviendas de los obreros están cerca, debajo de la tierra hace calor, ¿en qué nos puede amenazar la borrasca? – hablaba Ovcharenko. – Durante la tempestad lo único que tuvimos que hacer, es hacer más corto el trabajo de la gente en la rampa. Todo lo que puede ser necesario en estas situaciones lo tenemos preparado de antemano.
Hablando bajaron a la mina. En una pizarra roja grande delante de la oficina estaba el informe de cumplimiento de la norma por cada equipo de trabajo. En la vitrina acristalada se encontraban los retratos de los trabajadores de vanguardia.
Meyram se paró enfrente de la pizarra:
– Y de verdad, camarada Ovcharenko, el vendaval no les afectó: no redujeron el adelanto. – Se dirigió a la elevadora. – ¿Qué tal trabaja Baljan?
– ¡Es una mujer emprendedora! Y trabaja con firmeza. En todo el tiempo ni un paro.
– De verdad, combativa…
En el local hacía calor. Ahí vestida en un traje ligero trabajaba Baijan, la joven de ojos claros. Una mano estaba en la palanca de mando de la elevadora. Con un apena perceptible movimiento Baljan hacía girar como un huso, el grande volante. El grueso cable de acero se enrollaba en el rodillo y se desenrollaba, la mirada no alcanzaba seguir sus rápidos movimientos. Baljan operaba las vagonetas que se movían por la vía férrea y en el fondo de la mina y en la alta rampa donde descargaban la roca. Poco tiempo atrás esta joven sabía solo andar detrás de ganado y tenía miedo siquiera acercarse a la máquina, y ahora llegó a dominarlas como un maquinista profesional. Comunicándose con la mina por el teléfono ella aceleraba o ralentizaba la marcha del mecanismo y cantaba.
– ¿Cómo entenderlo: Usted trabaja o canta? – la preguntó Meyram.
– Y trabajo y canto, – le contestó relajada Baljan. – ¿O se permite saber sólo una cosa como Usted?
– ¿Por qué? Si llegará a ser maestra en todo, aún mejor. Y yo no puedo lograrlo por mucho que me esfuerce.
– ¡Anda, no lo puede lograr! Mientras “no puede” lo puede lograr alguien otro.
Los dos se echaron a reír. Meyram recordaba el primer día cuando conoció a Baljan cerca de las barrancas y ella le echó una bronca. El sereno esposo de Baljan quedó discapacitado tras aquel desprendimiento en la mina y la joven entró a trabajar en la producción.
En su broma sintió Meyram una referencia de que en la casa de Ardak Makhmet era un visitante frecuente. Baljan sabía que Meyram se interesaba por Ardak y le simpatizaba, pero no se perdía la posibilidad de gastarle una broma cuando le veía.
Cada vez cuando se mencionaba a Ardak en la conversación a Meyram le latía el corazón. Y ahora la broma de Baljan le invocó una inquietud.
– ¿Usted me sigue provocando o habla en serio?
– ¿Quizás hay cosas serias en la vida? – riéndose le contestaba Baljan.
Era difícil competir en las bromas con esta mujer ácida. Y a Meyram le quedaba en silencio aceptar su fracaso. Poniéndose serio se dirigió a Ovcharenko:
– ¿En qué estado se encuentra la maquinaria de vapor?
– Todo bien. La tubería de elevación yace en gran profundidad y las que están en la superficie están bien aisladas y no temen el frío. La sala de equipos de vapor está protegida contra el frío. Yo conozco bien el invierno caragandino…
Ellos inspeccionaron la carbonera, herrería y el ventilador. En todo reinaba el orden. Luego entraron en el pequeño taller mecánico. Aquí había una máquina herramienta, banco de torno y un pequeño motor. Era un local de techo bajo, las ventanas estaban selladas por la nieve. La gente estaba trabajando con la luz eléctrica. En cada equipo trabajaban dos personas: un ruso y un joven kazajo.
Meyram se paró enfrente de la máquina herramienta. Un chico muy joven con la nariz chata estaba torneando una placa de metal. La viruta se enroscaba brillando alegremente en la luz de la lámpara eléctrica. También brillaban y sonreían los ojos del chaval. El viejo torneador ruso le cedió el puesto al chico y ahora vigilaba su trabajo para en la primera necesidad retomar la palanca del mando. A cada rato le ayudaba a su aprendiz:
– Para ahora. Ahora mide.
– Un poco más de doce milímetros y medio.
– El exceso quita con la lima.
– ¿Con qué lima?
– Con la fina, la gruesa lo va echar a perder. Levanta los codos, que te cortarás las manos si queda alguna muesca.
Sumergidos en su trabajo ellos no se dieron cuenta de los visitantes. Meyram les observaba complacido. La formación de cuadros seguía siendo en Karagandá una de las más difíciles tareas. Los kazajos que venían unánimes a las minas de los aúles, no estaban acostumbrados a la producción. La enseñanza de ellos, formación de trabajadores cualificados de los antiguos nómadas era una tarea complicada que necesitaba mucha paciencia y acierto. De todas las formas el trabajo sobre este tema iba avanzando. La curiosidad congénita de los habitantes de los aúles, el empeño en obtener una profesión todo lo superaban. Familiarizándose con la producción la gente crecía en plan cultural y político. Y este chico trabajando con la máquina herramienta, y Baljan operando el complejo mecanismo de la elevadora, y los mineros socavando la capa de carbón en las minas, – todos ellos ya se integraron en las filas de los constructores del socialismo. Y en las escuelas profesionales y en la producción junto a los obreros cualificados aprendían trabajando cientos jóvenes kazajos.
La mina produjo a Meyram una impresión muy buena. Se veía que su gerente era cuidadoso y sabía bien su trabajo. Meyram tomó nota de sus impresiones para luego comentarlo a Scherbakov. Al final se paró enfrente de la máquina dinamoeléctrica. Dijo a Ovcharenko:
– Se ve que pudiste amaestrar la fuerza del vapor. ¿Y cómo utilizas esta máquina? ¿No será nuestro futuro?
– No domino bien el tema de electricidad, – confesó Ovcharenko.
– Sólo con el vapor no se puede construir el socialismo, – seguía Meyram. – Acuérdate de las palabras de Lenin sobre la electrificación.
– No me las olvido. Pero no soy profesional en el tema de electricidad, – repitió Ovcharenko.
– ¿Cómo piensas entonces operar la parte eléctrica en futuro? Y a ti no solo te corresponde aprenderlo, sino formar a los demás. ¿Quién tiene que servir de ejemplo?
– Resulta, a mí me toca, – asintió Ovcharenko. – Alguien otro no, pero yo no puedo quedarme por detrás. Eh, – respiró él, – toda la vida estoy estudiando y no se ve fin al aprendizaje.
– Y no lo habrá, – intervino callado hasta ahora Ashirbek. – Donde se pone fin al aprendizaje, ahí se pone fin a la persona.
Ashirbek y Meyram salieron del taller. El viento no se calmaba y levantaba el rastrero de nieve. Por todas las partes había montones de nieve. El tren que se esperaba día antes acababa de llegar. Un grupo de obreros cargaban el carbón.
Cargar el carbón con palas en el convoy largo era un trabajo duro y largo. Pero había bastante mano de obra y el trabajo iba bien.
– Con la ayuda de la electricidad los obreros realizarán este trabajo mucho más rápido, – entrecortado dijo Ashirbek. Estaba claro que el tema de electrificación de los trabajos en la mina se le clavó en la mente.
Meyram estaba de acuerdo:
– Claro. Tenemos que ir interesando ya a la gente con la electricidad. Organice los cursos nocturnos, todo el mundova a inscribirse.
Ellos montaron en los caballos. Iban por un campo de nieve abierto a todos vientos. Los caballos no podían correr: la nieve formó una capa de hielo por arriba que se rompía con cada pisada de los pesuños.
En su camino estaban las estaciones del ferrocarril: Nueva Karagandá y Sortirovochnaya (estación de clasificación). Estas estaciones no pertenecían al sistema administrativo del cartel, pero el trabajo de las organizaciones del partido lo controlaba el comité metropolitano. Meyram decidió visitar a los ferrocarrileros.
Por el monte que empezaba en la Nueva Karagandá se extendían las vías férreas. El ferrocarril atravesaba el sur-oeste de la Karagandá y se tendía lejos atravesando las mesetas y desiertos hacia las incesantes riquezas de Balkhash y Jezkazgan. La longitud de toda la línea, desde el Petropavlovsk hasta Balkhash, era mil y medio kilómetros.
Meyram intentaba imaginarse esta grande distancia dónde el más rápido caballo perdería sus pies y cualquier pájaro pasajero sus alas.
“Sí, este camino unió a Karagandá con todo el país”, – pensaba.
En la línea no había gente. Lo que era lógico con el frío que hacía. Sólo ya en el camino de acceso desde la estación a la segunda mina trabajaban dos obreros. Uno de ellos levantaba los tableros caídos y el otro, un kazajo de barba escasa, en un gorro típico de conejo, limpiaba los raíles de la nieve: empujaba con fuerza una tabla pesada colocada de canto y con una manilla larga.
– ¡Es todo un hércules! – susurró Meyram a Ashirbek. – ¡Assalamaleykum, otgasy!
– Aliksalem , – le contestó el hombre interrumpiendo su trabajo y apoyándose en la manilla de su simple artificio.
Las orejas de su gorro de conejo sólo a la mitad le tapaban sus anchas mejillas. El cuello estaba destapado. Parecía que el hombre no sentía el quemante frío. Su cara ardía. El hércules irradiaba un calor interno. El kazajo se quitó el hielo de la barba y el bigote y dijo:
– ¡Buen viaje!
– Así sea. Tápese la garganta, hace frío, – dijo Meyram.
El obrero empezó a reír demostrando sus grandes dientes blancos.
– Si el ternero se cría en casa, jamás será un buen buey de trabajo en la estepa. Yo veo que sus labios se ponen morados y yo estoy acostumbrado al frío. Crecí en la estepa y tenía que dormir sobre la nieve y enfrentarme a los vendavales.
¿Pastaba caballos?
– Y pastaba caballos y trabaje como carretero. A veces por un pedazo de pan traíamos aquí el bosque desde Karkaralá. ¡Y son doscientas cincuenta versta ´s! A menudo tuve que trasnochar en la estepa y con ventisca y con fríos abrasantes. Ahora todo esto quedó en el pasado. Ahora sólo basta con quitar la nieve de un tramo de camino como la palma de la mano y el pan correrá deprisa a tu casa sólo.
– ¿Y el tren se demoró un día por el tramo como la palma de la mano?
– ¡Que va! ¿Qué yo permita que el tren se demore por la nieve? ¿Eso es frío, eso son montones de nieve? No somos nosotros, es Batpak donde se paran los trenes. Allí los vendavales apenas permiten entreabrir los ojos.
La conversación se hizo larga. El sensible a la exposición del frío Ashirbek impaciente se agitaba en la silla. Los labios ya estaban morados.
– Así no nos llega el día para recorrer todo, – mugió él apenas moviendo la lengua.
Meyram también sentía como su mano derecha que sujetaba las bridas empezó a helarse a pesar de que llevaba guantes de piel. Y el otagasy estaba delante de él sin guantes.
– ¿Puedo saber su nombre? – preguntó Meyram.
– Me llamo Zhetpisbay . ¡Nací cuando mi padre tenía setenta años!
“¡Vaya hércules!” – pensó Meyram y arreó el caballo.
Ahora soltando a los caballos a carrera abierta ellos iban contra el viento por el ancho campo que se encontraba al norte de la ciudad. El cielo se despejó pero todavía remolinaba la nieve levantada por el viento. Ashirbek no sabía cómo proteger la cara del frío: miraba hacia adelante, el viento pinchaba agujas en las mejillas, volvía la cara – abrasaba el cuello. A Meyram también se le congelaron las manos. Puso la brida en la manga. Volviendo a Ashirbek:
– ¡Pues no menos de cincuenta bajo cero!
Ashirbek galopaba con la cabeza agachada y la brida suelta.
– ¡Se-sen-ta! – le contestó con voz sufriente.
De camino a la cuarta mina pasaron por la estación eléctrica en construcción.
Desde lejos saltaba a la vista la no acabada chimenea de ladrillo rojo rodeada de andamios. Adelante se divisaba la ancha torre de agua de hormigón también vestida de andamios. El duro invierno karagandino paró la mayoría de las obras. Pero el edificio de la sala de máquinas de la estación estaba acabado antes de que viniera el frío. Meyram y Ashirbek entraron dentro. No una sola alma viva, reinaba el silencio. Un volante grande, tubos gordos, preparados para el montaje las partes de la máquina, todo estaba cubierto con espesa escarcha. En el local sin vida el frío penetraba aún más que fuera. Meyram dijo con una sonrisa escarnecedora:
– El jefe de la construcción Guitelman, pienso, tendrá una excusa y para este desastre. De haber protegido el edificio contra el frío estarían ahora con las obras internas.
– ¿Quiere llamar a Guitelman?
– ¿Para qué? ¿Qué puede hacer ahora? Vamos.
Desde aquí quedaba poco hasta la cuarta mina. Meyram se olvidó incluso del hambre que sentía.
Sus pensamientos rondaban alrededor de la figura de Guitelman. Parecía una persona seria y era un pregonero: prometía oro y no cumplía. Meyram prefería a personas abiertas, francas. Y les trataba bien incluso si se confundían. Pero nunca perdonaba a los embusteros. ¿Y cómo podía influir en Guitelman si aquel era subordinado directamente al cento? Meyram sentía que se le agotaba la paciencia. “Tengo que hablar con Guitelman y hablar bien serio”.
El jefe de la cuarta mina más de todas afectadas por el vendaval era Seitkali. Era promovido al puesto de capataces. La promoción de los viejos obreros para los cargos dirigentes ya se convirtió en buena tradición en Karagandá. Seitkali buscó capataces entre los ordinarios mineros viejos.
A la cuarta mina el cartel no podía todavía enviar a ningún ingeniero ni técnico. Toda la dirección de la mina estaba en las manos experimentadas de los prácticos.
Los dos días de vendaval tapó la entrada a la inclinación con un monte de nieve. Los obreros abrieron el camino en la acumulación formando un largo pasillo de nieve. En el fondo del pasillo abría su boca negra la entrada en la inclinación.
– Esta nieve traerá problemas cuando va a derretirse. El agua se ira dentro de la inclinación, – frunciendo el ceño dijo Ashirbek.
Él entró en calor y se hizo más hablador. En la mina se sentía más libre y más acostumbrado que en la tierra.
– ¡En vez de abrir pasillos en las acumulaciones mejor de antemano tapar los accesos a la mina como lo hizo Ovcharenko! – criticaba él duramente a Seitkali.
Meyram estaba callado. Ashirbek no reparaba en expresiones cuando encontraba faltas en la mina. No sabíaque Meyram a su tiempo insistió en promover a Seitkali y ahora le era desagradable ver los fallos y omisiones de su promovido.
Cuando se acercaron al kamerón Ashirbek se enfureció.
– ¿Tendrá cabeza este jefe? ¡No hay que ser ingeniero para entender que el foso para el desagüe tiene que ser más profundo! ¡Cuántas veces se lo dije!
Meyram escuchaba estas palabras llenas de ira y más fruncía el ceño. ¿Será que Seitkali no se mostraría digno de la confianza que en él se depositó? Era difícil desengañarse en la persona. “¿Quizás no todo está perdido? Seitkali es comunista. Tendré que hablar con él a fondo y seriamente. Sergio Petrovich de su parte también hablará con él”.
Ashirbek seguía regañando de diferentes maneras a Seitkali. Y tenía por qué. El foso era poco profundo. De contrario, el agua tras la rotura del kamerón no se derramaría tantos.
Meyram lo entendía. Pero no perdía la confianza en Seitkali e intentaba suavizar las palabras de Ashirbek.
– Pero encontraron una buena solución. En un día eliminaron los defectos.
– No lo cuestiono. Pero calcule qué pérdidas ha sufrido la mina por esta imperdonable omisión.
A la derecha se oyó una carcajada. Ellos volvieron hacia las voces. En el oscuro hueco relumbraban las lámparas de los mineros, pero no se veía a la gente. Meyram y Ashirbek los vieron sólo cuando se acercaron a ellos a la distancia de un brazo.
– ¿De qué se ríen? – preguntó Meyram.
– A Baiten le tocó un huevo misterioso: con cáscara entera pero dentro no hay nada, – contestó alegre Zhanabyl.
Los obreros estaban tumbados en la tierra apoyándose en los codos. Al ver a los visitantes levantaron las cabezas sin dejar de comer. En la luz de las lámparas se veía el cansancio en las caras de los mineros, ellos luchaban contra el sueño. Baiten ni se movió. Lentamente masticando la comida dijo:
– ¡Bastantes huevos me había comido en mi vida y jamás me había ocurrido una cosa así! Era absolutamente entero, ni una raja y dentro vacío.
– Tú mismo decías que en la mina hay duendes. Uno de ellos te lo sustituyó, – comentó Zhanabyl.
Baiten le miró de reojo. No se le ocurría que era Zhanabyl quién le gastó la broma: abrió con una aguja la cáscara y chupo el contenido del huevo.
Meyram se sentó al lado de Baiten. Parecía no haber quedado del tan acostumbrado aspecto audaz de Baiten. Su ropa e incluso su cara estaban manchadas de minio. Estaba más cansado que los demás tras trabajar día y noche en el equipo de choque sin dormir ni apenas descansar. Pero Baiten y en eso no se perdió la posibilidad de presumir.
– ¡Cogimos el trabajo por el cuello! – dijo él refiriéndose al equipo, pero no se olvidó de destacar a sí mismo: – ¡De dónde salieron las fuerzas? ¡Estoy asombrado con mi mismo!
– Camarada Meyram, la tarea fue solucionada honradamente, – dio parte Zhanabyl.
El informo detalladamente de todo lo que se vio obligado a enfrentar el equipo. Estaba agarbado a pesar del cansancio.
– Están reparados los kamerones y la elevadora y los tubos reventados. Es verdad, Baiten no se sentó ni un momento en veinticuatro horas. Pero mejor trabajemos en la creación de lo nuevo en vez de reparar lo dañado. Dígale eso al camarada Seitkali, – pidió él a Ashirmbek.
Estas palabras ofendieron a Baiten, él incluso se incorporó. ¡Zhanabyl que recién vino desde aúl estaba critiquizando a Seitkali, al viejo obrero! ¿Podía admitirlo? Y se lanzó contra Zhanabyl:
– ¡Desde que el mundo es mundo las minas no se libraban de las avería! ¿Y qué podía hacer aquí Seitkali? Siempre sales de ti hablando de los viejos obreros.
Zhanabyl no le contestó, sólo agitó el brazo. Meyram también se quedó callado y echó una mirada interrogatoria a Ashirbek.
– Hablaremos con Seitkali aparte, – dijo el ingeniero levantándose. – Suban, chicos, arriba, descansen. Y Usted, Baiten, ¿qué piensa si le ofrecemos un trabajo más fácil?
– Si el sueldo será igual o más, lo admitiría.
– Trabajará bien, no perderá en el sueldo.
…El agua extendida en la gran parte de la galería raíz todavía no se infiltró en el terreno. Debajo de los pies había chango. Los puntales de madera se metieron más en la tierra ablandada. El techo se asentó en algunas partes. La vía férrea en los lugares donde el suelo se hinchó se levantó como una joroba, en otros se dobló. En el caso de salir fuera de servicio la galería principal quedará cortado la vía de extracción del carbón que se traía de los ramales subterráneos que iban en distintas direcciones. Y la mina no cumpliría el plan de producción.
Los mineros lo entendían. En todas las partes se desarrollaban trabajos. Los obreros encabezados por Seitkali trabajaban rápido y coordinadamente. Unos colocaban sobre los cabos superiores de los puntales unas vigas gruesas, las ajustaban por debajo del techo, con otras vigas colocaban entablado debajo de los puntales intentando evitar el desprendimiento del techado. Otros obreros allanaban el suelo en las vías y reinstalaban los raíles.
– ¡Suerte! – dijo Meyram acercándose a ellos.
Los trabajadores se volvieron a él  le respondieron.
– ¡No se distraigan! – gritó Seitkali. Estaba cubierto de barro y anhelando se quitaba el sudor de la cara. – ¡Hay que ver lo que hizo el vendaval!
– El vendaval sabía a quién atacar, – le contestó con aire sombrío Meyram. – A Ovcharenko no supo abordarle.
– Ese Ovcharenko es un pícaro, siempre se alaba.
– No, lo vimos con nuestros propios ojos. Y tú, según veo, te diste cuenta ya después del vendaval. No es apto para un comunista.
Seitkali se quedó callado intentando mantener la dignidad. Parecía decir: “Si trabajo a brazo partido para eliminar los siniestros, lo ven solos”.
Meyram no siguió reprochándole delante de los obreros. Él preguntó a Ashirbek:
– ¿Qué dirá, ingeniero?
– Pienso, que las medidas tomadas son correctas, – contestó Ashirbek. – Pero no cabe duda que mejor es prevenir las averías. Ahora todas las fuerzas hay que destinar a la recolección del carbón. La vida de esta galería es corta.
– Consideramos lo mismo… – empezó a hablar Seitkali, pero Ashirbek le cortó:
– Antes de todo intenten sacar el carbón de las frentes lejanas.
– ¿No es lo mismo?
– No, no es lo mismo. Mientras que van a sacar el carbón cercano, la vía puede estropearse en definitiva, y el carbón de las frentes lejanas se queda en la mina. El camarada Scherbakov siempre presta gran atención a que se respete la correcta sucesión de la recolección.
Llevándose a Seitkali Meyram y Ashirbek recorrieron la mina. Ashirbek hablaba:
– Algunos jefes de las minas se preocupan sólo por ir hoy día en la vanguardia y no piensan en la preparación del trabajo en futuro, se olvidan de que la mina está destinada para servir años. ¡Buscando gangas pierden tanto tiempo y carbón en vano! Y nosotros en el cartel no lo habíamos pensado todavía, sería por falta de carácter o por carencia de reflexión, no logro entender.
– Debido y a uno y a lo otro, – dijo Meyram. – También confunde un enfoque campechano, amistoso en el asunto, – añadió duro refiriéndose a su relación con Seitkali.
Echó una mirada rápida al jefe de la mina. Su cara le pareció a Meyram casi oronda. Parecía que aquel estaba satisfecho con que lograron eliminar los siniestros en la mina y no pensaba en el futuro. “Tal vez tendremos que quitarle del cargo, – decidió Meyram. – Lo comentaré a Scherbakov”.
Dijo a Ashirbek:
– Tiene que hablar con más libertad sobre nuestros errores, ser más valiente, como lo hace ahora. Entonces las deficiencias se eliminarán antes.
Ashirbek le gustaba cada vez más. Se veía que valora la labor de los obreros que extraen el carbón. Bueno, Ashirbek Kalkamanov todavía no tuvo la ocasión de demostrar todos sus conocimientos. Pero su cuidado por el futuro valía mucho. “Buen empleado, – pensaba Meyram. – Acertamos si le promovemos para un trabajo de mayor responsabilidad. Claro, es un ingeniero principiante, pero aprenderá rápido. Tengo fe en eso. Y Scherbakov le ayudará”.
Cuando salieron de la mina el viento se calmaba, las nubes se dispersaron y el sol inundaba con una luz brillante las colinas de nieve.
– Parece se ha establecido el tiempo, – dijo con alivio Meyram montando en el caballo. – Y no nos dimos cuenta cómo llegó la tarde.
Después de la oscura mina el mundo exterior parecía en especial luminoso y espacioso. Los jinetes iban a todo trote. Ellos sentían que tras estas conversaciones directas y sinceras sus almas eran más lúcidas que la vasta estepa cubierta de nieve blanca que brillaba y relucía en los rayos del sol poniente.

Capítulo séptimo

Era una tarde avanzada. En la oficina del comité metropolitano del partido Meyram trabajaba en su habitación sentado sobre una silla maciza con la espalda recta. Delante de él en la abierta carpeta azul se encontraban los informes de los sectores. Unos los pasaba rápido y otros los estudiaba detalladamente.
Leyendo los documentos tenía la sensación de que hablaba con miles de personas. Sonreía u oscurecía, o empezaba a reflexionar. El cambio del humor se reflejaba en su cara curtida por el viento, en los profundos ojos grises. De vez en cuando miraba al reloj. En el bloque de notas que tenía a la derecha estaba anotado en rojo: “A las once – Schebakov, a las doce – Guitelman, a la una – Kanabek”.
Cuando quedaban quince minutos hasta las once cerró la carpeta y empezó a andar por la habitación para entrar en calor y distraerse. Luego enchufó la radio y puso música baja.
Entró Sergio Petrovich cubierto de nueve. Mientras se quitaba el abrigo, recobraba el aliento y crujiendo con los nudillos restregaba las manos heladas, Meyram se mantenía de pie. Luego con pasos lentos y cara preocupada se acercó a la mesa.
Sergio Petrovich levantó las cejas.
– ¿Qué le pasa, por qué está preocupado? ¿Pasó algo?
– Este vendaval me afectó a mí también.
– Sí, el vendaval nos reveló los puntos vulnerables, – confirmó Scherbakov.
– Y yo quisiera, Sergio Petrovich, hablar sin testigos, sinceramente sobre nuestros puntos débiles. Hay muchas omisiones, algunos de nosotros presentan signos de autosatisfacción, pérdida del sentido de responsabilidad…
Meyram hablaba rápido apresurándose expresar todo lo que se le acumuló dentro.
Scherbakov arregló sus espesas sienes canosas.
– Eso sí, tiene razón Usted. Mejor hablarlo a tiempo sin dejar que la enfermedad se desarrolle en el interior. Criticar los errores y corregirlos es una cosa buena. Pero sabe, no hay que a la vez darse golpes en el pecho y arañarse la cara.
Las tranquilas palabras de Sergio Petrovich enfriaron un poco el ardor del impaciente Meyram.
Empezó a hablar más tranquilo:
– Le comenté algo sobre mis impresiones. Ovchernko estaba preparado para el vendaval. Y la cuarta mina quedó parada por dos días enteros.
– Lo sé. Podía quedar parada por dos semanas, si no fuese por el heroísmo de los trabajadores y la energía de Seitkali.
Meyram frunció el ceño.
– Pero Usted mismo hace poco dijo que el heroísmo de la gente se debería conducir de modo razonable a la creación de lo nuevo. ¿Y nosotros?... No hemos previsto los caprichos de la naturaleza karagandina, no hemos protegido contra el frío la tubería. Esta es la razón de quedarse coja la cuarta mina.
– Lo que es cierto, es cierto, – afirmó Scherbakov. – El difunto Orlov y nosotros junto con él no hemos previsto los caprichos del invierno local. Es una lección para el futuro.
– ¿Y Seitkali, dónde estaba? – se emocionó Meyram. – Es nativo de aquí Tenía que saberlo. Vamos a confesar: no hemos acertado con el jefe de la cuarta mina. Seitkali es un compañero antiguo mío, pero voy a ser sincero: fue una decisión apresurada. Ahora tendremos que descenderle. ¿Qué piensa?
Sergio Petrovich agitó con energía el brazo.
– Pienso, sería una medida demasiado apresurada. Le hemos promovido y no hemos sabido ayudarle. En particular aquí está mi culpa también. No, no estoy de acuerdo desparramar de este modo a la gente. Vamos a darle otra oportunidad. No se puede por un error mosquear a la persona. Nuestros cuadros son bisoñas, tenemos que educar y cuidar a la gente.
– En últimos tres meses en la mina de Seitkali se produjeron varias averías. Me parece, esto no se puede soportar más, – no se rendía Meyram.
Sergio Petrovich de nuevo hizo un gesto negativo. Su cara tomó color. Parecía que también estaba perdiendo los nervios. Pero luego se sobrepuso a sí mismo y sonrío. Su sonrisa como si decía: “Eres un chaval joven, precipitado, golpea con toda fuerza”.
– Querido Meyram Omarovich, no estoy acostumbrado a juzgar a la gente por tres meses de su trabajo bueno o malo. Acuérdese qué camino han superado nuestros hombres… Cuando venimos aquí, había una pequeña mina y ahora… ¡son treinta y una! ¡Y de qué nivel! Antes sacábamos el carbón a la superficie con cubos, y ahora con vagonetas. ¿Y se acuerda de las piojosas barracas? Y ahora hay una nueva ciudad grande. ¿Quizás pueden las desgracias temporales reducir a la nada todos nuestros logros? Y estos logros los debemos a la gente como Seitkali. ¿Cómo no podemos depositar nuestras esperanzas en ellos?
– ¿Y no había pensado que Seitkali ya agotó sus posibilidades, se extenuó y le queda ahora sólo volver la vista al camino superado? El futuro está con los que aspiran avanzar. Tenemos que promover a estas personas. Y no se puede vivir con los méritos anteriores. Lo que hicimos es inferior de unos granos de polvo en comparación con lo que está por delante.
Sergio Petrovich se echó hacia atrás en el grande sillón, entrelazó los dedos y dijo con autoridad:
– En sus palabras hay una migaja de verdad. Pero yo aconsejaría esta cosa a la gente que aspira avanzar y desarrollarse: osad pero no perded el sentido de la perspectiva real y no desparramad la experiencia acumulada. El camino hacia lo nuevo está abierto a todos, pero no se puede tachar el pasado.
Meyram entendía que había provocado él mismo a Sergio Petrovich a decir estas palabras, pero no se rendía.
– Hay que más decididamente ceder el camino a lo nuevo. ¿Qué es lo que hace el departamento de recursos humanos del cartel? ¿Por qué no han organizado hasta ahora los cursos de formación de los electricistas? Ahora en la escuela profesional estudian unas cuarenta personas, otras doscientas en la escuela técnica de minería… En los institutos  de Moscú, Leningrado, Dniepropetrovsk estudian decenas de nuestros jóvenes profesionales. Ellos son nuestro fundamento, nuestros nuevos cuadros. Y nosotros aquí confiamos una tarea de gran responsabilidad a la gente como Zhappar y Rymbek, y en el sector de suministro de alimentación a Makhmet. No estoy seguro en la lealtad política de los primeros dos y no creo en las capacidades emprendedoras del último.
Era una observación muy seria y Sergio Petrovich aplicó el oído. Delante de él estaba otro Meyram. En el anterior él veía a un hábil pero inexperto joven y le trataba con indulgencia como a su hijo. Ahora delante de él estaba todo un secretario del comité de partido. A muchos trabajadores lugareños él conocía mejor que Sergio Petrovich. En esto no se le podía negar.
– ¿Y qué razones tiene para sospechar en Zhappar y Rymbek?
– Usted no conoce su biografía. En su pasado eran nacionalistas. Y además lo intuyo.
– Es verdad, a veces la intuición no se equivoca, – reflexionaba Sergio Petrovich. – Tenemos tanta necesidad de trabajadores expertos lugareños que apenas me he fijado en ellos… Bueno, gracias por habérmelo recordado. – Lo dijo sinceramente sin ninguna ofensa.
A Meyram se le quitó de encima un peso. La sombra que había surgido entre ellos se desvaneció. Con la misma sinceridad dijo a Sergio Petrovich:
– Pasé por la estación eléctrica. Todo está muy mal. Nos engaña Guitelman. Le he llamado. Decidí hablar con el bien claro. ¿Qué opina?
Scherbakov empezó a llenar de tabaco su pipa.
– Pues, lo hace bien. Este aprovechado no es mi subordinado, siempre se tapa con el centro. Sería bien que hable con él en el comité metropolitano. – Miró al reloj. – Ya es tarde. ¿No será bastante para hoy?
– Sí, – confirmó Meyram.
Se acercó a la percha, quitó el abrigo y lo dio a Sergio Petrovich.
– Gracias, hemos conversado muy bien.
En la sala de recepción al encuentro a Sergio Petrovich se levantó de la mesa una mujer de cuarenta años con cara joven y ojos azules con una chispa cariñosa. Era Antonina Fiodorovna, la esposa de Scherbakov. Cuando se vino desde Moscú a Karagandá entró a trabajar como instructora en el comité del partido.
– ¿De qué estás tan contento? – le preguntó a su costilla.
– ¡Como si tengo razones para estar triste! – Él indicó con la cabeza hacia la habitación de Meyram. – Crece nuestro joven. Se convierte en un verdadero secretario de partido.
Pronto Meyram llamó a la secretaria:
– Por favor, llame a Guitelman,
Entró un hombre recio de edad media con pecas en la cara y nariz aguileña. Sus movimientos eran alborotados, hablaba rápido, comiéndose las palabras.
– Siéntese, camarada Guitelman, – le invitó Meyram.
Guitelman mientras se sentaba dos veces entre sus palabras introducir “Meyram Omarovich”. Sin duda entendía que le llamaron por algún motivo al comité metropolitano en tan fría medianoche. Con preocupación esperaba él que comenzara la conversación. Esto se veía en su mirada inquieta que echaba de un lado a otro. Meyram no se apresuraba. Abrió el cajón de la mesa, sacó la carpeta con los documentos, su bloque de notas y el lápiz. Colocándolos delante de sí empezó la conversación:
– Quiero hablar con Usted sobre la construcción. En esta carpeta están archivados todos los informes y cartas suyas que a su tiempo envió Usted al comité del partido. Están formuladas muy bien. Y ahora quiero saber cómo todo esto se realiza en realidad.
– Si hablar en plan general, no va mal, Meyram Omarovich, – con rapidez contestó Guitelman.
Parecía que se lo había aprendido de memoria, hablaba sin repelón. Sus brazos tampoco no conocían el reposo: de vez en cuando aleteaba con ellos o subía el dedo índice. Siendo un perro viejo, un toro corrido, a Guitelman en cualquier oportunidad le gustaba como si por descuido hacer alusión a su firme crédito y recordar sus anteriores méritos.
– Los constructores están creando con éxito del pueblo Karagandá todo una ciudad Karagandá, – farfullaba Guitelman. – Y eso sin recordar otros objetos, en la producción la cantidad de chimeneas ha llegado a doce, de pilones de mina a dieciocho. Y la fábrica de pan, la escuela…
Meyram le cortó:
– Todo esto lo contó ya tras meses atrás. ¿Qué han hecho después de eso?
– El invierno nos dejó con las manos atadas. Las canteras de piedra y de cal están paradas. Las minas número veinte y treinta y uno están terminadas sólo al veinte y cinco por cientos. Enviamos la plantilla principal a la estación eléctrica central, pero allí también el invierno impide realizar los trabajos exteriores.
– ¿Y los interiores?
– Avanzan poco a poco, – contestó Guitelman que no sabía que Meyram estuvo hoy en la estación. Unas palabras generalizados empezaron a llover de su boca.
Meyram le cortó de nuevo:
– Hablando sinceramente, ¿siguen los trabajos de acomodamiento interior de la estación o todo está estancado?
– Siguen. Pero debido a los últimos fríos un poco se ralentizaron.
– ¿Y qué tiene que ver el frío con los trabajos interiores en el local que puede ser protegido contra el frío?
Las empeñadas preguntas de Meyram alertaron a Guitelman. Pero siempre tenía la respuesta a punto:
– El local no es muy caliente, Meyram Omarovich. Las fuerzas principales ahora otra vez fueron enviadas a la construcción de las minas.
– ¿Y el comité de partido a dónde le recomendó enviar las principales fuerzas?
Guitelman se quedó hecho una pieza:
– Soy un simple contratista, Meyram Omarovich, hago lo que me dicen los dueños. El comité me recomienda una cosa y los suplentes de Scherbakov disponen otra.
– Usted no es un contratista, Usted es uno de los dueños y creadores de Karagandá. ¿Quién le dio otra orden?
– Zhappar Sultanovich. No me dejaba en paz ni de día ni de noche.
Las últimas palabras de Guitelman Meyram las apuntó en su bloque de notas. Sin preguntar más se puso a reflexionar. La energía eléctrica subirá el rendimiento de las minas, aliviará el trabajo de miles de obreros, mejorará su vida cotidiana. Karagandá necesita la estación eléctrica. Y Zhappar dicta una orden que va en contra de los intereses de la producción.
El silencio de Meyram Guitelman lo interpretó como una buena señal.
– ¿De qué más quiere que le informe? – interrumpió las reflexiones del secretario.
– Ahora voy a hablar yo, – contestó Meyram, – y Usted escuche. Tiene bajo su mando a unos tres mil trabajadores de construcción. Entre ellos no menos de trescientos kazajos. Y el número de obreros kazajos cualificados, albañiles, carpinteros, encaladores, no llega ni a treinta. ¿Acaso se olvidó de la política nacional del partido, de la preocupación por formar cuadros nacionales?
Guitelman saltó en la silla.
– ¡No se pegan, se van! Y obreros cualificados entre ellos ni con linterna en pleno día es imposible encontrar. ¿Qué puedo hacer? A un ganadero secular es difícil convertir en un obrero cualificado. De esto había comunicado y al centro…
– Espere, – le cortó Meyram. – Escribir informes no es una cosa difícil. Cuesta más retener en los trabajos de construcción a los antiguos nómadas. Para esto se necesita una formación en sistema y una decidida promoción de todos los que demuestran sus capacidades. Usted espera a que lleguen los obreros cualificados desde las escuelas. Y en las escuelas en general estudian los adolescentes. Mientras que terminen sus estudios pasará mucho tiempo. Y ahora la gran parte de los trabajos se realiza por los obreros adultos sin formación. Ellos, está claro, están interesados en su sueldo, y el volumen del sueldo depende del nivel profesional. Y Usted no piensa en eso. Usted prefiere la mistificación.
– ¿De qué habla, a qué me provoca, Meyram Omarovich? – exclamó Guitelman dando otro salto en la silla. Móvil y ardiente no podía estar tranquilo en el ancho sillón.
– Usted mismo se provoca, y en mal sentido va.
Meyram abrió la carpeta.
– A los bolcheviques la palabra coincide con la labor. ¿Y Usted?... Aquí están sus palabras… Usted escribió. “De acuerdo con la resolución del buró del comité del partido metropolitano, se tomaron las medidas para que la construcción de la estación eléctrica no quedara estancada en invierno… El riesgo de inmovilismo está eliminado…” ¿Y en realidad? Los trabajos en la estación están parados. Que le digo, camarada Guitelman: si en una semana no cumplirá su promesa, no aislará el interior de la estación eléctrica y no toma medidas concretas para formar los cuadros nacionales de constructores, su figura será discutida en la sesión del buró. Scherbakov piensa lo mismo. En esto terminamos con la primera cuestión.
Otra cuestión se refiere a su vida personal. En algunas minas no tenemos saunas para los obreros. Muchos ingenieros y técnicos viven en unas condiciones insoportables, algunos incluso trasnochan en las residencias y en las oficinas. El jefe del cartel Scherbakov se alberga en dos pequeñas habitaciones. Y Usted se ha construido un piso de seis habitaciones. En la familia son sólo dos. ¿Acaso sólo Usted tiene derecho a la vida cómoda? Yo, como buenos camaradas, le quería recomendar ceder cuatro habitaciones a las familias de dos nuestros jefes. Piense bien en estas palabras.
– ¡Es puro autoritarismo! ¡Voy a dar parte a las organizaciones territoriales y hasta las centrales! – gritó Guitelman, perdiendo los nervios y saltando en la silla.
– Puede quejarse lo que quiera. Yo le recordé la resolución del comité de partido metropolitano y de mi nombre le dije lo que está dictado por el tiempo en que vivimos, – contestó tranquilamente Meyram y tocó el timbre.
La secretaria al entrar con asombro miraba a Meyram y a Guitelman. Cuando éste se fue ella preguntó a Meyram:
– ¿Qué es lo que hizo perder los nervios?
– Debe de ser porque le toqué en lo vivo. ¿Kanabek ha llegado?
– Está aquí.
– Dígale que pase, por favor.
El bajito Kanabek, el ex-jefe del comité ejecutivo de la región, como siempre estaba alegre y hablador. Meyram se levantó de la mesa y le saludo. Empezaron intercambiando bromas.
– Karagandá era un planetícola en nuestra región, y ahora la región está agregada a Karagandá. ¿Para qué me llamas, jefe? ¿Vas a meterme caña? Dicen, la mano tuya es fuerte. Guitelman rojo como cangrejo salió corriendo del despacho. Y yo tengo miedo cuando me regañan.
– Para tener miedo tienen que haber razones.
– Razones siempre se puede encontrar. Mi vieja cuando me río me regaña: “¿De qué te alegras?” Si me pongo triste, de nuevo me mete caña: “¿Por qué dejas caer el alma a los pies?” Y tú, querido, no empieces como mi vieja.
Era difícil no ponerse alegre hablando con Kanabek. Hablaba de modo pintoresco, entretejiendo su habla con dichos y mostrando los hábitos de su “vieja”. En cuanto Kanabek abría su boca carnosa la gente empezaba a sonreír. Y con todo eso era honrado y sincero, pero antojadizo: si se encaprichaba era difícil persuadirle. Y si se dejaba persuadir no calmaba su intranquila lengua.
Ahora Kanabek se trasladaba a trabajar desde la región de Telmanove a Karagandá de jefe del consejo metropolitano.
Intercambiaron bromas, se rieron. Entonces Meyram fue al grano:
– Usted, Kaneke, sabrá que le trasladaron aquí tras nuestras numerosas solicitudes. Su antecedente, primero en el consejo del pueblo, luego en el consejo metropolitano, trabajaba Karimbay. Se fue y no hay por qué recordarle con palabras buenas. La gente no toma el consejo metropolitano por una entidad competente. Si les pasa algo se dirige al comité del partido, al cuartel, a los sindicatos. Usted tiene que hacer que ellos se dirijan también al consejo metropolitano. Cómo hacerlo Usted lo sabrá mejor que yo. Crecen las necesidades de la población y todavía hacemos pocas cosas. Cuando pienso en eso no puedo dormir. La nueva vida en la ciudad todavía no está arreglada. ¡Ya es hora de hacerlo!
– ¡Hablas bien, querido, tienes razón! – confirmaba Kanabek. – Hay en el cartel unos empleados de los que no entienden las nuevas demandas de la vida. Pero le advierto de antemano: yo nunca sabía llevarme bien con esos vuestros Zhappar y Rymbek. No es para mi genio tener asuntos con ellos. No son personas de confianza. Y tengo el presentimiento de que de nuevo tendré que enfrentarme a ellos, ¡se acordará entonces de mis palabras!..
– En especial sobre Zhappar y Rymbek quería hablar con Usted, pedirle consejo, – dijo Meyram. – Les conoce mucho tiempo… Acomódese. No tenemos prisa, hablamos…

Capítulo octavo

Era una noche fría. La luna como si teniendo miedo al creciente frío apareció en el cielo sólo antes de la madrugada. El cielo se despejo y se veía lejos. El movimiento en la ciudad no cesaba toda la noche: camino al trabajo y del trabajo iban los grupos de obreros, recorrían las calles numerosos carros, crujía la capa de nieve helada. El incesante ruido de las vagonetas en las rampas se difundía en el aire frío. En algunas partes se encendían las chispas de la roca inflamada, resplandecían los faroles eléctricos en los postes, las lámparas en las manos de los mineros. Desde lejos parecía que las luces estaban flotando en la azul neblina como las estrellas en el cielo.
En corto tiempo la estepa desierta recobró la vida y florecía con las luces. Pero el alma de las personas como Zhappar y Rymbek, sombríos y enfadados, viendo eso oscurecía aún más. Zhappar salió para dar un paseo por la noche. Iba con el ceño fruncido mirando a los lados. Hasta la noche trabajaba con los informes y cálculos. Y desde cualquier punto de vista resultaba que las cifras demostraban el crecimiento de la ciudad y el avance de la producción. Y aquí en la calle la cabeza se partía del ruido, se hacían chiribitas en los ojos por el centelleo de las luces. Un agobio le oprimía el pecho de Zhappar y le ahorgaba. No puede olvidar la antigua “vasta y silenciosa estepa”, los aúles nómadas en los que vivían los rendidos a los bayes pastores y ganaderos.
Lentamente subió a la colina y de nuevo miró alrededor. Abajo se veía la estación del ferrocarril. Las bocinas de las locomotoras y el resplandor de las luces eléctricas como si respondían al ruido y luces de la ciudad resaltando la majestad de Karagandá. De día la ciudad parecía deslucida, pero de noche su resplandor era de verdad majestuoso.
Zhappar rondaba por la cubierta de nieve colina. Poco tiempo atrás aquí, en el cementerio abandonado, podía dar un descanso al alma. Pero ahora incluso aquí no había reposo. La nueva Karagandá crecía con un ritmo acelerado. En el lugar del antiguo cementerio se decidió plantar un parque. En otoño los tractores labraron la tierra y se llevaron a cabo las preparaciones para los árboles.
Con la esperanza de levantar protestas en la población Zhappar intentó concebir una chispa en los creyentes. Pero no dio fuego: había un poco de humo y se apagó. Los obreros convocaron un subbotnik, mulleron la tierra labrada, contornearon la colina con un canal. En vez del descampado tenía que aparecer un parque floresciente.
Zhappar otra vez se dio cuenta de cómo cambió el pueblo. Ya no quería volver al pasado. Toda la esperanza estaba en la intervención de las fuerzas exteriores. Zhappar reflexionaba: “Si desde el occidente atacará Alemania, desde el oriente – Japón, y nosotros les ayudaremos aquí, haremos fosfatina del poder soviético”. Ahora poniendo al servicio toda su imaginación intentaba prever ese día cuando se estallara la tempestad.
Ocupado de estos pensamientos Zhappar no se dio cuenta como detrás de la espalda se le acercó Rymbek.
– Hace frío aquí, y es incómodo hablar. Vamos a la habitación y allí charlamos un rato, – le propuso Rymbek. Estaba alegre y campechano.
En la habitación de Zhappar el alertado, astucioso como un galgo Rymbek bajó las cortinas en las ventanas y cerró la puerta con el pasador. Sólo después se sentó y comenzó la conversación:
– ¿Leíste en el periódico lo que ocurre en Alemania? Se posan sobre ella los nubarrones de tormenta. Ojalá no estalle la guerra. Y en la guerra de hoy lo que decide es el motor y el combustible. A propósito, ¿estarán los bolcheviques preparados para la guerra?
– Parece que no se prepararon bien, – contestó breve Zhappar.
Él seguía todavía con sus pensamientos abrumadores. Lentamente se sentó en la silla, permaneció un rato callado. Luego siguió:
– El pertrechamiento de la antigua Rusia es universalmente conocido. En la guerra contra Japón pusieron contra los cañones sus iconos, en la guerra alemana – en contra las ametralladoras los rifles. En el quinquenio el equipamiento retrasado de la Rusia puede ser modernizado considerablemente. Pero esta su maquinaria puede ser aplastada simplemente por el ruido de los motores alemanes. Tenemos que actuar con mayor rapidez mientras que no se puso más fuerte el país. Y ellos allí están demorando la cosa. Pero por mucho que alcen el gallo los bolcheviques, no podrán alcanzar el nivel del occidente en tan solo cinco años: los países occidentales les llevan ya cincuenta…
– Si en el exterior van a estar de plantón como ahora pues los bolcheviques tienen la posibilidad de alcanzarles… El Occidente tiene comercio con los Soviets, envía aquí a sus especialistas… ¿Estarán locos? – dijo irritado Rymbek.
Zhappar ya se recobró de su melancolía y sonrió maliciosamente:
– ¡Quién sabe! Y la cosa está no sólo en las discordias entre los capitalistas y su ardor comercial. Tienen que estudiar la situación interna de aquí. Y además, preparándose para destruir, es provechoso proclamar: “No nos oponemos a la construcción”. ¿Quizás nosotros contigo no actuamos de la misma manera?
Así en la oscura noche en una habitación aislada los enemigos del pueblo daban vivas uno a otro.
– Pongo toda la esperanza en ellos, sino ya me hubiera eliminado con el aguijón como un escorpión, – respondió Rymbek.
Fortaleciendo las esperanzas en la agresión extranjera Zhappar exponía delante de su amigo sus consideraciones.
– No tenemos que quedarnos dormidos aquí. En el funcionamiento de la nueva producción hay muchas dificultades. Y cada problema es como una mampara para nosotros. Vamos a actuar y a la vez verter miles de quejas contra las organizaciones dirigentes. Meyram y Scherbakov querrán analizar todo, van a investigar y ya no tendrán tiempo para dirigir la producción. Y entonces podremos echarles la culpa encima.
Rymbek escuchaba con atención. Sabía meter cizañas. Y ahora se le presentaba una nueva inesperada posibilidad. De nuevo volvió al problema que tanto le interesaba:
– ¿Podemos enemistar a Meyram y Scherbalov?
– Hay que ayudarles en eso.
– Hay que poner una trampa contra Kanabek.
– Este perro viejo en su tiempo nos causó bastante daño, – apuntó agriamente Zhappar.
Al mencionar a Kanabek a los dos se les abrieron las viejas heridas. Durante la colectivización Kanabek desenmascaró al padre de Zappar y el hermano de Rymbek como malévolos kulaki y consiguió que les deporten de la república. Zhappar y Rymbek le consideraban más peligroso que una serpiente. Zhappar advirtió:
– Es un zorro ingenuo. Pero los viejos materiales no son peligrosos para nosotros. Ahora tenemos que cuidar que no le vengan a las manos los nuevos.
– Y le vamos a pescar en cada su falta.
Los dos no se decidían enfrentarse abiertamente al pueblo. Con más energía se vengaban y perjudicaban disimulando. Primero actuaban con precaución como serpientes. Mas tarde cuando de buena se habían librado por la muerte de Orlov, los saboteadores se hicieron más insolentes. Les entraban ganas de actuar más arriesgado.
– Las dificultades internas y los obstáculos artificiales no podrán frustrar los planes para el quinquenio, – reconocía Zhappar. – Pero nos sirven de ayuda porque hasta que haya intervención armada desde el exterior ellos detienen, atascan el desarrollo del país. Ahora el punto débil en la economía está en el abastecimiento de alimentos. Los aún débiles koljoses tardarán en recobrar fuerza para satisfacer las necesidades en productos de las ciudades industriales. La aniquilación de una carilla alimenticia ahora equivale a un homicidio… Tú no aprovechas del todo a tu Makhmet.
– No es Alibek y no es capaz de hacer algo significante, – se justificaba Rymbek.
Pero Zhappar no le daba la razón.
– ¡Oblígale! Hay que ser más decidido y despilfarrar los productos destinados para las raciones de los obreros, malbaratar los alimentos. Que quite a unos y temple gaitas a otros… Se levantarán quejas en las masas.
– ¿Querrá hacerlo Makhmet?
– ¡Oblígale! – con seguridad repitió Zhappar. – No te olvides: para nosotros la gente torpe es mejor que la inteligente… Ahora en Karagandá hay reserva de alimentación para tres meses. Son cien mil cartillas. Y el Makhmet tiene que barajar el sistema de otorgamiento y abastecimiento de las cartillas. Si lo descubren, no lo considerarán como causa política, pasará como un delito de función. Y ya habrá defensores, le ayudarán.
– Pero si lo descubren de todos los modos le enjuiciarán, – dijo Rymbek.
Zhappar se echó a reír como un ratero.
– Y que le juzguen, no es una gran pérdida para nosotros.
Pero sobre Alibek tenía otra opinión.
– Este hombre es capaz de todo. En una ocasión extraordinaria acabará con sí mismo.
– Es verdad, – asintió con la cabeza Rymbek. – Ofrece organizar otra avería.
– ¿De qué tipo?
– Quiere derrumbar el tramo lejano de la inclinación. Esto será más importante que las anteriores.
Zhappar sacó de la cartera el mapa subterráneo. Se quedó pensando sobre ella y meneó la cabeza.
– ¿Qué vamos a lograr con ello? Será averiado por un plazo corto un solo kamerón. La mina no quedará inundada por eso. Lo solucionarán rápido. Y además hay otras salidas de la mina. Esto no estancará la extracción del carbón a la superficie. Pero un desprendimiento en la parte superior o central de la inclinación es de igual fuerza como cortarle la vena a la persona.
– Allí es más difícil. Hay muchos guardias…
La luz del día estaba penetrando en las ventanas cuando terminaron discutir sus planes criminales.

Capítulo noveno

Karagandá crecía cada día. Aparecían nuevas minas, galerías, torres de exploración, canteras de piedra y de cal, fábricas de ladrillo. Junto con ellos crecía y ampliaba la ciudad. Ahora ya ocupaba varias colinas en los alrededores. Se necesitaba llevar a la periferia conductos de agua y vapor, tender líneas eléctricas y telefónicas.
El mantenimiento técnico de las nuevas producciones seguía realizando el único bien equipado taller mecánico.
Los obreros de costumbre le llamaban “taller”. Pero en realidad el pequeño taller se transformó a una grande fábrica mecánica. En él funcionaban talleres de forja, de torneo, de calderas, de cerrajeros y de fundición, la sala de máquinas y la carbonera. El viejo edificio acostado estaba rodeado por nuevas edificaciones.
Pero el mecánico Kozlov estaba fiel a sus viejas costumbres. Su despacho de trabajo seguía en el mismo edificio donde entró el primer día de trabajo en Karagandá. Estaba sentado en la misma banqueta de antes, en la misma mesa mal hecha. Los ojos dotados de gafas, entre los dientes la misma boquilla de madera con un cigarrillo encendido hecho de un trozo de periódico. A Kozlov le faltaba el dedo índice en la mano derecha. Escribía sujetando el lápiz entre el dedo corazón y el anular.
Rápidamente llenó la mitad de la hoja y de pronto Kozlov se quedó pensando rascándose con el lápiz su crecida barba cana. Su mesa estaba llena de hojas de papel con manchas de aceite y tizne que eran huellas de los dedos de los obreros. Eran pedidos de las minas. Los papeles tenían cifras, estaban trazadas con líneas que indicaban la importancia del pedido. Como un chabán experimentado que sabía distinguir a sus cabras entre cienes semejantes, Kozlov echando un solo vistazo al documento sabía que parte del mecanismo se solicitaba. De vez en cuando Kozlov levantaba el auricular del teléfono, contestaba a las preguntas, hacía preguntas, discutía sin dejar de barajar los papeles delante de sí.
Entró el cerrajero Lapshin.
– Vienes a tiempo, Kostia, – dijo Kozlov dejando aparte el lápiz y las gafas. – ¿Oíste? La competencia entre las brigadas de los montadores del Tío Iván Petrovich y de Antón Levchenko se acalora de verdad. La gente lo ha tomado de cerca. Hace poco vino el Tío Iván y se llevó cien bridas. Ahora Antón no me deja en paz, exige lo mismo. Tenemos que preparar para los dos equipos cuatrocientas bridas más. Hay que meter prisa a los talleres de forja y de torneo. Ellos también compiten. 
– Los chicos se han puesto a trabajar unánimemente. Acabo de venir de los talleres. Pienso que cumplirán con los compromisos.
– Si los dos equipos de montadores acaben para el veinte el ensamblaje de la elevadora, será un verdadero triunfo. ¿Sabes, Kostia, qué significa eso? Se pondrán en marcha dos minas más. ¡Varias miles toneladas más de carbón! – estaba emocionado Kozlov. – En algunas minas por la falta de tornillos los kamerones están parados varias horas. Pienso que los fallos pequeños han de ser solucionados en las minas con sus propias fuerzas, y nosotros tenemos que pensar más profundo, tenemos que intentar recibir encargos grandes. ¿Qué piensas?
– Tendremos que abrir en cada mina su propio taller mecánico bien equipado.
– ¿Por qué no? Ya lo podemos abarcar.
– ¿Y la gente? Cada obrero capacitado todavía es como oro. Exactamente ayer Sergio Petrovich nos regañó por no formar los cuadros.
– No tenía razón. ¿Quién está al mando de la elevadora en la segunda mina? Baljan. ¿Quién es operario del kamerón en la primera mina? Zholtai. Maypa es maquinista, Zhanabyl es torneador, Bokai es carbonero. Zhamantyk pronto será otro carbonero y Shaiken será otro cerrajero… ¿Quién les enseño? Nosotros. O ¿es que Sergio Petrovich pretende que seamos nosotros únicos responsables por la formación de los cuadros para las minas? Nosotros no somos una escuela de formación profesional. ¡Qué apriete más su departamento de recursos humanos!
Ayer a la fábrica mecánica vino Scherbakov y convocó la reunión de los obreros de Donbass. Les reprochaba por la lenta formación de obreros cualificados en la población lugareña, criticaba a los cerrajeros, incluyendo a Kozlov. Kozlov pagó con la misma moneda, criticó el trabajo del departamento de recursos humanos del cartel.
Y ahora estaba haciendo lo mismo. Pero al ver que Lapshin no le acompaña en las consideraciones le preguntó.
– ¿No es así?
– Es así. Pero nuestros logros se ven incluso teniendo los ojos cerrados. Y tenemos que hablar sobre nuestras deficiencias.
Lapshin recientemente fue promovido para secretario de la organización del partido en la fábrica. Y con razón le seleccionaron. Era de carácter firme, instruido y desarrollado en las cuestiones políticas. Hablaba con espesa voz baja mirando fijamente en la cara de su colocutor con sus ojos metidos. De primera vista causaba impresión de ser una persona enfadada. Pero se enfadaba y se descomponía Lapshin muy raras veces.
– Pienso que Scherbakov con razón indicó nuestros fallos. ¿Acaso no es verdad que tenemos pocos obreros cualificados lugareños? No vamos a buscarnos indulgencias: trabajamos mucho, pero formamos a pocos. El departamento de los recursos humanos responde por lo suyo y nosotros por lo nuestro.
– Pero nosotros, Kostia, a nadie le cerramos el camino a máquinas herramientas.
– ¿Y yo de qué hablo? No les echamos de las máquinas. Pero hay que saber interesar a la gente por la máquina herramienta, motivarla. Tenemos que desarrollar un continuo trabajo en la formación de la gente a la vez de trabajar en los problemas cómo aliviar su trabajo difícil. Mire, hemos mecanizado el horno del taller de forja. Y tenemos un buen resultado. Tenemos que igual aliviar el trabajo de los martilleros. Yo pienso que ya es hora de instalar un martillo eléctrico.
Kozlov se quedó pensando apoyado con la barbilla contra la mano.
– Sí, es posible, – por fin pronunció él. – Gracias por habérmelo recordado. Voy a consultar con el ingeniero. Bueno, y sin el ingeniero está claro que se necesitaría sólo un motor adicional.
– Podemos aprovechar el motor horizontal, el que está en el patio.
– Sí, de verdad. Sólo hay que reemplazarle los anillos de pistón.
Entró Yermek en el mono de trabajo con una lamparilla portable en el casco. Apenas saludó a los presentes y se lanzó con reproches contra Lapshin:
– ¿Secretario, te duele el corazón por lo de la producción?
– Pues, sí que me duele.
– ¿Entonces, por qué no controlas la atención de los pedidos?
– Pero exactamente ayer te repararon cinco vagonetas.
– Para Ovcharenko también le repararon cinco vagonetas. ¿Y acaso son iguales nuestras minas? ¿Qué clase de igualación estáis aquí promoviendo?
– Y si no son iguales, ¿por qué compites con Ovcharenko?
– Pirado serás, – sonrió Yermek. – ¿Acaso Karagandá compite con Donbass y Donbass compite con Karagandá porque son iguales? Cada mina tiene su compromiso con el plan. Y competimos en el mejor cumplimiento de nuestros propios compromisos. Mi mina es mayor, entonces tienen que prestarme mayor abastecimiento.
– ¿Menuda paliza, no, Kostia? – se echó a reír Kozlov. – Vale, Yermek Barantayevich, para mañana tendrás cinco más vagonetas. El pícaro Ovcharenko tenía que haber recibido menos pero supo conseguir lo mismo.
– Trato hecho. También pido revisar la elevadora en la mina, anda mal y demora el trabajo.
– Kostia, vete con él, – ordenó Kozlov. – Están en plena faena de las competiciones. Sería vergonzoso que un mecanismo de la mina que tenemos al lado se parara siquiera por un minuto. Sabe mal eso.
Yermek cogió a Lapshin por el codo y juntos salieron. Uno era secretario de la organización del partido de la mina, y el otro – secretario de la fábrica mecánica. También eran de la misma edad y de misma estatura. En el camino empezaron una lucha para medirse las fuerzas. Kozlov quien salió detrás de ellos al patio sonrió.
– Parecen unos ositos. Y las bromas son de ositos.
El patio de la fábrica había crecido últimamente. Por todas las partes se oían golpes de los martillos, rechinido del metal, centellaban las chispas de los hornos móviles y de las máquinas de soldadura eléctrica. Cada día aquí había más vida. Las minas competían entre sí exigiendo rápida satisfacción de sus pedidos. Y esto motivaba los talleres rivales de la fábrica. 
A la activación laboral favorecía también el sistema de pago a destajo introducido recientemente. El que antes trabajaba sin ánimo ocultándose detrás de las espaldas de los vanguardistas, ya no quería quedarse detrás y recibir un sueldo inferior a sus compañeros.
Kozlov se acercó al motor que había mencionado Lapshin y se puso a revisarlo detalladamente. La pintura había descolorido y se descascaraba bajo el sol y la máquina presentaba signos de oxidación. Cerca arrodillado trabajaba con el martillo Bondarenko reparando las vagonetas.
– ¡Ven acá! – le llamó Kozlov.
Bondarenko se acercó rápido. El tribunal de camaradas y todo relacionado con él dejaron huella en su conducta: supo domar su carácter de buscarruidos, empezó a trabajar con más aplicación. Pero Kozlov no era indulgente con él: seguía siendo frío y duro con él. Ahora también, le miró con aire sombrío a Bondarenko y le preguntó:
– ¿Cuándo terminaras con las vagonetas?
– Pasado mañana.
– Y lo necesitan mañana. El pasado mañana te pones con este motor. Lo reparas y lo instalas. Te doy una semana para esto. Si lo haces te restableceremos en la categoría.
– Pero Boris Mikhailovich, ¿si se puede hacerlo? Si lo ve Usted mismo…
– Se puede. Se requiere maestría y lo principal – el deseo hacerlo.
Bondarenko sin decir nada se puso a revisar el motor mirándole de un y de otro lado. A la misma vez echaba mirada a las vagonetas. Realizar las ambas tareas en una semana era difícil, pero no realizarlas quedaba prohibido. Bondarenko era cerrajero de categoría media y tras el tribunal le habían degradado. El escándalo con Zhumabai había perjudicado a Bondarenko no sólo en el trabajo, la gente también se apartó de él. Esto era lo más perezoso. Y Bondarenko tomó la decisión que jamás antes habría aceptado:
– Vale, lo haré.
– De ser así yo también cumpliré mi palabra. Te respaldaré ante el comité profesional, – dijo Kozlov y siguió su camino.
El mecánico entró en el taller de torneo. Aquí en diez máquinas herramientas se producían las bridas para los tubos. Junto a cada obrero como en otros talleres trabajaban aprendices, jóvenes kazajos. En el taller todavía había pocos kazajos-torneadores, en general trabajaban rusos y ucranianos.
Echando la mirada a las máquinas herramientas Kozlov se paró cerca de una de ellas. Junto al torneador estaba un chaval aplicado. Sin apartar la mirada de la cuchilla él, como un niño, se alegraba por su marcha rápida. Y estaba tan entretenido con ello que sin darse cuenta topó con la cabeza del torneador.
– Kovaliuk, – dijo Kozlov, – tú le enseñes no sólo demostrando. Ponle a trabajar también.
Kovaliuk paró la máquina y se volvió a Kozlov. La camisa en su ancho pecho estaba abierta. De costumbre sonriendo con toda su cara redonda empezó a explicar su método de enseñanza:
– La elaboración de una brida en la máquina herramienta vale cincuenta kopeks, por el trabajo de los herreros otros cincuenta, y otros cincuenta vale el material. Salen…
– Sí, sale que la brida vale un poco más de un rublo y medio. Pero un alumno competente vale más que el oro. A veces eres demasiado económico.
– Antes de todo hay que enseñar la ahorratividad para que el aprendiz no estropea el material. Si no echamos cuentas a las pérdidas pequeñas, se transformarán en grandes, – razonaba Kovaliuk.
Este torneador era el maestro de Zhanabyl, Shaiken y otros kazajos. Un verdadero experto, perito en su oficio, el orgullo de todo el taller, le daba tiempo a formar a los novatos y cumplir dos normas. Jamás le habían visto ajetreado ni irritado. Trabajaba sin prisa pero con agilidad. No permitía ni un pequeño estropeo de las piezas.
Esta vez Kozlov no hizo caso de este rasgo de carácter del torneador. Se acercó a la máquina y le pasó al chaval la palanca del soporte y le dijo:
– Toma, pruébalo tú.
El chiquillo se perdió. Él con inseguridad condujo la punta de la cuchilla a la brida y sin comprobar el grado de precisión puso la máquina en marcha. La cuchilla cortó el hilo de la brida. Al futuro torneador le salió el sudor en la frente.
– ¡Eh, lo estropeé!
– ¿Y entiendes por qué?
– Lo entiendo.
– Si lo entiendes ya no volverás a equivocarte en eso, – dijo Kozlov dándole unas palmadas en el hombro. Luego se volvió a Kozlov: – Perdimos un rublo y medio pero el provecho es de mil y medio. En estos trabajos baratos tenemos que a enseñar a los novatos con práctica. Y la práctica es lo más valioso.
Kovaliuk sin decir ni una sola palabra cogió la brida estropeada, la giró en las manos, meneó con la cabeza y la tiró.
Desde la vecina máquina herramienta se oyó la voz de Zhanabyl:
– ¡Si les das riendas sueltas, los rechazos se comerán todo nuestro empeño!
Kozlov se acercó a Zhanabyl. En la punta de la nariz del joven torneador brillaban gotas de sudor.
– ¿Ves, Boris Mikhailovich? – preguntó él al mecánico en ucraniano.
Kozlov se reía.
– ¿Es que aprendiste el ucraniano?
– La proximidad del Tío Kovaliuk me obliga.
– Bien. Antes vais a entenderos. Bueno, ¿qué es lo que querías demostrarme?
– Mire.
Zhanabyl paró la máquina y sacó una brida. Un bordo era de mayor grosor que el otro: era un defecto de los herreros.
Al inspeccionar la brida Kozlov confirmó:
– Sí, es un rechazo.
– Eso lo sé, pero ¿de quién es la culpa?
– De los herreros.
– ¿Y de quién en concreto?
– Lo encontramos.
– Será difícil. Pienso que ni Usted ni ellos mismos no sabrán determinar quién es el culpable.
Kozlov preocupado se rascó la barbilla. Se daba cuenta de que la creciente producción requería nuevo ordenamiento. Antes sabía de memoria que pieza quien la hizo. Y ahora el número de los obreros y el volumen de elaboración aumentaron varias veces. ¿Sería posible de retener todo en la memoria? Se necesitaba introducir un control riguroso.
Kozlov enhebró en un alambre dos bridas rechazadas por Zhanabyl y le preguntó:
– ¿Y qué ofrecen tu komsomol?
– Si cada torneador, herrero y cerrajero graben una marca personal en la brida, siempre sabremos quién la hizo.
– ¿Y cuántas marcas entonces habrá en una sola pieza?
– Tiene razón, muchas. Entonces, ¿qué se puede hacer?
– En definitiva, este método no vale. Pienso, hay que designar a un obrero cualificado en la recepción de piezas pequeñas y las grandes tiene que inspeccionar una comisión.
– ¡Buena idea, Boris Mikhailovich, – dijo Zhanabyl alegrándose. – Los obreros intentan hacer más para ganar más. Pues que se ganen el dinero, pero nadie les permite reducir la calidad del producto. El komsomol queremos poner esto bajo un control riguroso.
Recientemente a Zhanabyl le promovieron como secretario de la organización de komsomol de la fábrica. La juventud le apreciaba por sus discursos apasionados, llenos de entusiasmo en las reuniones de la organización y en las consultas de producción. Los retrasados en el trabajo tenían miedo de su ácida lengua, pero los vanguardistas le querían. Todo el mundo sabía que Zhanabyl no era indulgente. Fuera de la fábrica también estaba a la vista: siempre sensible, iniciador y alegre. El comité de komsomol metropolitano quería llevárselo al trabajo de komsomol. Pero Kozlov se oponía diciendo que Zhanabyl está destinado a ser un buen jefe-productor.
Y ahora Kozlov de nuevo preguntó a Zhanabyl:
– Chaval, dilo sinceramente: ¿qué te atrae más? ¡No nos hagas discutir por ti!
– Donde puedo conocer más cosas nuevas por allí me voy, – contestó Zhanabyl.
En las puertas apareció un grupo de trabajadores: iban a instalar en el taller una grande máquina herramienta nueva. La colocaron sobre una plataforma de madera en la cual lo arrastraban por los troncos y tubos. Los torneadores, cerrajeros y maquinistas, todos los que estaban en el taller, levantaron las cabezas observando esta máquina gigante de fabricación nacional. El equipo que instalaba la máquina era numeroso: rusos y ucranianos, tártaros y armenios y, como no, kazajos. En su conversación se intercalaban palabras en diferentes idiomas. Y todos se entendían perfectamente. Y lo principal era que cada uno sabía qué tenía que hacer.
– ¡Otra vez, juntos!
– ¡Ahí va!
Kozlov que estaba mirando ojiabierto lo que ocurría dijo a Zhanabyl:
– ¡En el próximo futuro cuando nuestro taller mecánico se convertirá en una fábrica grande, una potente grúa cogerá una similar máquina herramienta como el águila real coge su presa, y la colocará en su lugar! Piénsalo bien, ¿no sería mal ser comandante en una fábrica así? Bueno, tú decides.
– El partido sabe mejor que yo, Boris Mikhailovich, a quién y dónde enviarle, – dijo Zhanabyl con seriedad.
– El partido tendrá en cuenta y tu deseo, – contestó Kozlov y salió llevándose las bridas rechazadas.
Él se dirigió a los talleres de forja y de fundición para demostrar a los obreros los rechazos y averiguar de quién era la culpa.
Las puertas de los talleres estaban abiertas de par en par. De dentro se llegaba el sonoro golpeteo de los martillos y el susurrar del fuego que echaba chispas a todos los lados.

Capitulo décimo

En los días festivos Sergio Petrovich se permitía dormir más de lo habitual. Hoy no cambió la costumbre, eran las ocho y media, pero él permanecía en la cama. A cambio su esposa Antonina Fiodorova incluso los domingos solía madrugar. Y aquí, en Karagandá tenía más quehaceres. Al llegar aquí entró a trabajar de instructor en el comité metropolitano del partido. Tenía muchas preocupaciones: tenía que acostumbrarse a las nuevas condiciones, a la nueva gente y poner en orden el apartamento, Sergio Petrovich antes de que llegara ella apenas se preocupaba por sí.
El dormitorio era fresquito y todavía no amaneció del todo. Antonina Fiodorovna levantó y colocó sobre la mesita de noche que leía Sergio Petrovich por la noche y al dormirse la dejó caer en el suelo, le volvió a tapar con la manta que cayó a un lado mientras dormía y salió a la otra habitación. Aquí ella como de costumbre que tenía desde tiempos remotos comenzó a hacer la gimnasia.
Antonina Fiodorovna aunque había cumplido cuarenta años parecía tener sólo treinta. Era alta y esbelta, la cara conservaba la frescura de una mujer joven y los ojos no reflejaban ni una gota de cansancio.
En la cocina preparaba la comida la madre de Antonina Fiodorovna, una anciana afanosa y cuidada que vestía un delantal blanco. Antonina Fiodorovna con cariño la besó en la mejilla.
– ¡Buenos días, mamá!
– ¡Hola, mi corazón! ¡Hola, mi querida! – la contestó la viejita.
– Tú me tienes a mí, mamá, y yo no tengo a quien llamar “hijita”.
La anciana suspiró, la única desgracia de su hija era la esterelidad.
– Pienso que no puedo quejarme de mi vida, pero sin niños la vida no es tan completa, – seguía Antonina Fiodorovna.
– Bueno, es temprano hablar de eso. Mi prima dio a luz con cincuenta años. Y a ti no te pasa de lado la felicidad…
– Gracias por tus buenas palabras… ¿En qué puedo ayudarte?
– Tranquila, me apaño sola. Mejor sal a la calle y date un paseo. Hoy es una mañana maravillosa. Y si tienes ganas de trabajar puedes quitar la nieve en el patio.
Toda la noche estaba nevando con blandos copos. Todo se cubrió de una capa blanca brillante. En el invierno en Karagandá son pocos los días cuando el cielo está limpio y el viento no remolina la nieve. Al aire puro Antonina Fiodorovna se animó.
Ella volvió a casa con buen humor, enrojecida y despertó a Sergio Petrovich.
– ¡Levanta, tumbón! Hace un día precioso, ni una nube, ni viento. Nos vamos a esquiar fuera de la ciudad, visitaremos a Zhailaubai. Tantas veces que nos invitó.
– Buena idea, – asintió Sergio Petrovich. – ¿Hubo vendaval por la noche?
– Pero te digo, ni un movimiento de aire.
– Entonces no se taparon las huellas de los conejos. Me llevo la escopeta… Bueno, enséñame lo que pasa en la calle.
Sergio Petrovich se vistió rápido y salió fuera siguiendo a su esposa.
En la calle todo estaba tan limpio y blanco que daba miedo incluso pisarlo. El aire no se movía, las ramas de los jóvenes árboles plantados por Sergio Petrovich alrededor de la casa estaban adornadas con la nieve.
– ¡Ahí paso el conejo! – le enseño Antonina Fiodorovna una cadena fina de huellas.
Sergio Petrovich se rio:
– ¡Mejor dicho, una gata!
– ¿Y cómo sabes distinguir las huellas del conejo?
– Es difícil explicártelo…
Ellos respiraban el limpio y fresco aire a pleno pulmón y observaban con curiosidad los alrededores como si el lugar era nuevo para ellos.
– No me imaginaba lo bien que se estaba aquí, – notó Antonina Fiodorovna.
– ¿Y por qué no? Con el tiempo aquí se plantarán bosques y aparecerán grandes lagos… Y ahora ¿no es la hora de desayunar? Si vamos en esquís tenemos que salir lo más pronto posible.
En la mesa se entabló una alegre y chistosa. Scherbakov indicó a Antonina Fiodorovna el plato lleno de empanadillas fritas.
– Demasiado te está mimando tu madre, piensa que sigues una niña. Y tú, me parece, ya eres grande mucho tiempo.
– Será porque los hijos para una madre siempre son niños, – le contestó Antonina Fiodorovna.
A la viejita que estaba sirviendo el té le empezaron a temblar las manos y los ojos se empaparon.
– No lo digas, Tonia. Tengo sesenta años, y tu abuela, mi madre, ha cumplido ochenta y cinco. Y ella todavía me llama “nena”. Me echa de menos, me llama venir a Donbass. ¡Cuántas ganas tengo verla, por la noche sueño con ella!
– ¿Y qué le molesta? – sonrió Sergio Petrovich, – Cuando iré de comisión de servicios a Moscú, me llevo a Usted conmigo. Y de allí le mando con algún compañero de viaje. Y de vuelta voy a por Usted.
– ¿Y la casa? ¿Y Antonina se va a quedar sola? – se asustó la viejita. – No, yo no la dejo sola.
– ¡Mamita! – la abrazó Antonina Fiodorovna. – Iremos juntas en primavera. Yo también la echo de menos.
Sergio Petrovich revisó los esquís y su escopeta de dos cañones. Todo estaba en buen estado. Antonina Fiodorovna sacó del armario dos trajes de esquiar.
El deporte para Scherbakov y su esposa era una diversión preferida. Incluso se conocieron en la pista de hielo. El paseo que querían realizar ellos al sovjos que estaba a veinte kilómetros de Karagandá les prometía regalar un buen descanso. Y además en el sovjos el jefe de la granja ganadera era Zhaylaubai al que Scherbakov quería visitar mucho tiempo.
– Nos vamos no por el camino, por la tierra virgen atravesando las colinas, – le ofreció Sergio Petrovich, – Allí hay más posibilidad que se nos cruce algún conejito.
Las colinas empezaban enseguida detrás del ferrocarril. En una de las colinas los esquiadores se pararon. Sergio Petrovich encendió la pipa. Delante él en la manta blanca de la nieve se extendía Karagandá.
– ¡Cada día crece! – dijo Scherbakov echando el humo. – A lo largo del ferrocarril a Balkhash, en el sur y en el oeste de la ciudad plantaremos los bosques. Los bosques protegerán la ciudad. Nuestro nuevo jefe del consejo metropolitano Kanabek es un hombre enérgico, emprendedor. ¡Un verdadero amo de la ciudad!
– Sí, todo le sale bien, – confirmó Antonina Fiodorovna. – Tanto tiempo se había perdido con lo de club, y vino él y finalizaron todo. ¿Y viste lo bonito que queda el cine? Dicen que ya han colocado la cimentación para el estadio.
– Para la primavera lo inauguraremos…
La nieve infinita brillaba e irisaba en el sol. Las equis iban fácil dejando detrás una huella recta. Alrededor reinaba el silencio, no había nieve. Ni un solo animal, ni un solo pájaro, – las esperanzas a cazar de Sergio Petrovich se frustaban.
En el arroyadero entre dos colinas vieron a la persona que acaba de bajar del caballo. La persona se agachó y sacó del cepo a la zorra. La primera en acercarse a él fue Antonina Fiodorovna.
– ¡Buenos días, padre!
Delante de ella se encontraba un kazajo de barba canosa con la gorra de orejas de conejo envuelto en una bufanda de edredón. El viejo hablaba el ruso muy bien. Le miró atentamente a Scherbakov con sus estrechos ojos penetrantes.
– Si no me engaña la vista, ¿tú eres el jefe de la producción?
– En persona, – dijo Sergio Petrovich.
– ¿Y quién es esta mujer?
– Mi esposa.
El viejo se quedó pensando cabizbajo con la zorra en la mano y de nuevo habló:
– Es un buen encuentro. Soy de aquel koljoz. En kazajo se llama Ak-Kuduk y en ruso Tikhonovka. Me llamo Muzdybai, hijo de Aksholak. Por la edad me retiraron de los trabajos difíciles, dijeron que me dedicara a la caza. Pues eso lo hago. – Él sacudió a la zorra de un metro, le miró de nuevo a Scherbakov. – ¿Conoces la costumbre de los kazajos?... Al animal cobrado si no te dio tiempo atarlo a la silla regálalo a los que se te encuentren en el camino. Pero si el animal fue sacado del cepo, no es obligatorio seguir la tradición. Y yo estaba pensando, ¿qué hacer? Y he decidido: como se me ha cruzado una mujer, se lo regalo, que se haga un cuello.
– ¡No se moleste! ¡Gracias! – al unísono empezaron a hablar Scherbakov y Antonina Fiodorovna.
– No, no, – insistía Muzdybai, – quédense. Sé que no necesitan la piel del zorro. Pero si he decidido algo, no me ofendan. Tú eres emisario de un gran pueblo que está adornando mi tierra, construye en ella una ciudad grande. Tu pueblo enseñó a los kazajos a dominar las máquinas, extraer el carbón de las entrañas de la tierra. ¡Toma, no ofendas al viejo! – Y Muzdybai ató la zorra al cinturón de Scherbakov.
– Bueno, entonces tengo que responder, – salió del apuro Sergio Petrovich. Se quitó del hombro la escopeta y la entregó a Muzdybai. – Acéptela como un símbolo de amistad. Tira bien.
– ¡Anda! – exclamó el viejo cazador. – Es un regalo rico. ¿No le da pena?
– Quédesela, tengo una más. Venga con su vieja a visitarnos. Estaremos contentos.
Muzdybai entrecerró los ojos con picardía.
– Pues vendré. Pero pienso que te arrepentirás por la invitación. Vendré por algo. Voy hablarte de nuestro koljoz.
– Bien, hablaremos también sobre el koljoz. ¿Cómo les va la cosa por ahí?
– No va mal. Pero hay pocas máquinas. Y hay que levantar las tierras ricas…
– Ya sé por dónde va, – sonrió Scherbakov. – De máquinas incluso nosotros carecemos. Nos envían más tractores, les ayudaremos, seremos vuestros patrocinadores.
La mirada de Muzdybai irradiaba alegría, él varias veces estrechó las manos de Sergio Petrovich y Antonina Fiodorovna.
– ¡Muchas gracias! Voy y les daré la noticia a los míos. ¡Hasta la vista, queridos!
El viejo con agilidad subió a la silla y echó al caballo al galope.
Los esquiadores reanudaron su ruta. De detrás de la colina apareció una granja. Se podía ver como Sheker montando a caballo llevaba a las vacas al arroyadero para beber. Vestía traje de hombre con unos zaragüelles anchos y se mantenía en la silla firmemente. Zhailaubai abría agujeros para bebederos en los pequeños lagos. Las vacas mayores se dirigían a los bebederos con solemnidad en manada, y la novillada al salir de los establos estaba jugueteando. A Sheker le costaba dirigir a los novillos.
Zhailaubai levantó la cabeza y reconoció enseguida a los esquiadores.
– ¡Apyr-au! ¡Si ellos son Sergio y Antonina!
Se acercó sin prisa a los visitantes. Y antes de estrecharles la mano se arregló el bigote y la barba quitándose la escarcha. Se acercó en el caballo Sheker.
Ellos hablaban una mezcla del ruso y kazajo. Sergio Petrovich empezó a entender el kazajo y Zhailaubai el ruso. Entre tanto Sheker con Antonina Fiodorovna utilizaban más el lenguaje de gestos y mímica.
Sheker indicó a los esquís y luego dio una palmada por la grupa de su yegua. Quería preguntar: “¿Por qué no han venido a caballo?” Pero Antonina Fiodorovna entendió que la invitaban a subir al caballo y enseguida aceptó la invitación.
– Voy a probar. ¿Es serena? – le preguntó a Zhailaubai.
– ¡Como un corderito! – se reía el hombre.
Sheker ayudó a Antonina Fiodorovna sentarse en la silla y llevó a la yegua de las bridas. Los hombres iban detrás hablando sobre el trabajo.
– ¿Qué tal el ganado, está sano? – se preocupaba Scherbakov.
– Ahí lo ve. Los terneros enfermos no juguetean.
 – ¿Hay bastante pienso?
– No podemos quejarnos. Lo único que el bebedero queda lejos. Sobre todo cuando hace mucho frío o hay vendavales. Entonces no saco el ganado, les derrito la nieve y les doy de beber.
– ¿Y las caídas del ganado?
Zhailaubai le miró con reproche a Scherbakov.
؎ ¿Qué se le ocurre? Conmigo ni al ratón le saldrá sangre por la nariz.
– ¿Qué tiene que ver aquí el ratón, y por qué le tiene que salir sangre por la nariz? – no le entendió Sergio Petrovich.
– Es un dicho kazajo, – explicó Zhailaubai. – No sé cómo decirlo en ruso. Quería decir que no dejaré que el ganado pase tiempos malos…
– Nosotros decimos: no dejar caer ni un pelo de la cabeza.
– ¡Eso, eso! – se puso contento Zhailaubai. – Puede ser que sea así. Así aprendemos uno de otro.
La granja se encontraba en un kilómetro de la finca central y cuando los compañeros se acercaron a ella de la oficina salió un hombre. Él se bamboleaba y murmuraba una canción. Se veía que estaba bebido.
– ¿Quién es? – le preguntó Scherbakov.
Zhailaubai vaciló y dijo en voz baja:
– ¿No lo reconoce? Es el director del sovjoz.
– ¿El director?
Sergio Petrovich le miró con atención. De verdad, delante de él estaba Karimbai Alibayev, el ex-jefe del Consejo metropolitano de Karagandá, el cual fue retirado de su puesto por incapacidad administrativa.
– ¿Y está así a menudo?
– Cada fin de semana, – dijo triste Zhailaubai. – Y a veces entre semana.
Scherbakov movió la cabeza.
Ellos entraron en el corral. Las ordeñadoras llevaban a las vacas en los establos. El corral estaba caliente, seco, pero le faltaba aire fresco y espacio en los corrales.
Zhailaubai con aire de culpabilidad explicaba:
– Trato de hacer todo lo que puedo. ¡Pero no todo depende de mí! No se puede conseguir nada del director. Necesitamos instalar la ventilación, colocar los bebederos… Y entonces los koljoses vecinos nos tomarían por ejemplo…
Entró el borracho director Alibayev siguiendo cantando. Al ver a Sergio Petrovich se calló y se apresuró a estrecharle la mano.
– ¡Bienvenido! Sea mi invitado. La esposa sacrificó hoy a dos gansos.
– Gracias, – se negó rotundamente Scherbakov. – Tengo poco tiempo, quiero volver pronto a la ciudad.
– Entonces, le traeré un buen pedazo de carne aquí.
Scherbakov hizo una muesca.
– No es para tanto… A Usted, camarada Alibayev, le vendría bien dormirse la mona. Preparé para las cinco un caballo con los trineos.
– Su palabra es ley para mí, Sergio Petrovich. Me voy y me acuesto. Tendrá el caballo.
Se fue tamboleándose. Scherbakov le siguió con la mirada y pensó: “Este va cuesta abajo. Aquí tampoco frustró las esperanzas. Hay que sustituirle”.
Zhailaubai tenía una pequeña casa de adobo de tres habitaciones como las solían construir en los aúles. Pero esta casa se diferenciaba de la vivienda típica kazaja: por los techos altos, grandes ventanas de doble acristalamiento, el suelo no era de madera pero de ladrillo y revestido por arriba con arcilla y bien aplanado. La gran parte de su vida Zhailaubai la pasó vagando entre las vastas estepas y ahora, como parecía, decidió arraigarse en un sitio. Rodeó la casita con un cercado, lo contorneó con un canal, se organizó una pequeña huerta.
– Acuérdate, Zhaileke, – dijo Scherbakov, – como dos años atrás nos conocimos en Karagandá en el primer subbótnik. Habías traído la yurta consigo y las ovejas. Y ahora mire, empezó a vivir a lo nuevo. No reconocí a Karimbai, pero a Ustedes tampoco. Pero cada cambió a su manera.
– Sí, cada a su manera, – le contestó Zhailaubai.
Sheker y Antonina Fiodorovna prepararon la comida. Al ver la grande cazuela que sirvieron las mujeres a la mesa Scherbakov se animó:
– ¡Olé! ¿Qué hay aquí? Me entró hambre con el frío…
– Es comida humilde, – dijo Zhailaubai, – mi esposa preparó pavo para hoy.
– ¿Empezaron a criar pájaros?
– Sí, casi no tengo ovejas ahora. Es difícil cuidar del ganado en el sovjoz y tener propio. Pues decidimos comprar cachipollas. Necesitan poco y el provecho es grande. ¿Y qué sabíamos los nómadas de eso? Nunca a la cama te irás sin saber una cosa más.
La conversación en la mesa corría alegre y libremente. Los Scherbakov venían varias veces a ver a Zhailaubai. Y el ganadero tampoco se perdía la posibilidad de pasar por la casa de ellos junto con su esposa, cuando venía a la ciudad. Entre ellos ya se habían familiarizado.
– Mi Zhailaubai hace tanta gala de nuestros pavos y soy yo quien las compró y las crio. En todo el mundo no habrá otro esposo tan despreocupado como el mío.
– ¿Por qué siempre le reprocha? – defendía a Zhailaubai Antonina Fiodorovna. – Me parece un dueño muy diligente.
– ¡Déjalo, querida Antonina! – se reía Zhailaubai, – aquí hay que saber dónde va la cosa. Cuando mi esposa está disgustada por algo yo la tranquilizo. “Espera, todo se arregla…” Ella piensa que es despreocupación.
– ¡Y despreocupado, y despistado! – insistía Sheker. – Menos mal que entro al servicio se espabiló un poco. Aun así sin mí moriría.
El sol se ponía. En la ventana aparecieron los trineos apareados con dos moros. Los visitantes se despidieron y agradecían por la comida.
El frío cobró fuerza. Sheker envolvió a Antonina en un abrigo de piel de cordero y Zhailaubai le dio a Scherbakov un shapan kazajo negro.
El par de los fuertes caballos arrancaron en cuanto el carruajero tocó las riendas. El trineo corría remolinando el polvo de nieve. Anochecía. Antonina Fiodorovna empezó a cantar, tenía una voz fuerte, limpia. En la vasta estepa cubierta de nieve corría el trineo, resonaba la llena de libertan canción rusa…

Capítulo onceno

Delante del edificio del comité del partido metropolitano había mucha gente. Unos llegaban, otros se iban. El constante movimiento no cesaba. Venían aquí tanto los miembros del partido como los que no eran del partido. Los empleados del comité les recibían a todos, a nadie negaban.
La gente venía también personalmente a Meyram, pidiendo consejo y demandando o pidiendo algo.
Uno de los tres visitantes que estaban sentados delante de Meyram decía:
– Vengo aquí a trabajar. Soy de la familia de peones. Participé en la guerra civil. Luego era jefe del comité revolucionario de la provincia y director de la asociación rural de los consumidores. Y a mí me ofrecen en el cartel ser jefe de la caballeriza. ¡Es una burla o simplemente no me quieren aquí! Aquí están los documentos. Estúdialo bien, querido.
Era de edad media, de baja estatura, su cara estaba cubierta de espinillas. Le llamaban Asan. Colocó en la mesa una pila de documentos muy desgastados, rotos en las dobladuras.
– Los ha desgastado bastante, – dijo Meyram revisando los papeles.
– No pasa nada. Voy a sacar copias legalizadas.
– El original siempre tiene más valor. Guárdalo bien su riqueza.
Asan de verdad es su tiempo era un importante empelado. Pero ahora igual que sus documentos parecía desgastado y usado. Ponerse a la cabeza de una caballeriza Asan consideraba indigno, pero un cargo de más responsabilidad era superior a sus fuerzas. Pero este hombre presuntuoso hasta simplicidad estaba seguro de que le iban ofrecer un cargo directivo. Tendría que estudiar y en vez de eso se apoyaba a sus anteriores méritos y a cada objeción se repropiaba como un caballo obstinado.
Meyram le dijo sinceramente:
– Si Scherbakov le ofrece el puesto del jefe de la caballeriza, le aconsejo admitir el cargo. En su dependencia tendrá una grande hacienda. Y sus capacidades ya demostrará su trabajo.
Asan recogió sus papeles y se fue llevándose en el alma un ágrio resentimiento.
El segundo solicitante que estaba esperando su turno se llamaba Atalyk. A cada pregunta que se le hacía contestaba detalladamente. Hablaba sin prisa pero a destajo sin pausas. En su corta vida Atalyk trabajo de fotógrafo y director del círculo de baile, director de cine y dramaturgo. Al sentarse a la mesa él, como Asan, empezó a sacar del bolsillo sus documentos.
– No se preocupe, – contestó Meyram. – Yo me fío de lo que acaba de contarme. Uno puede poseer varias profesiones, pero mejor sería de verdad bien aprender una. Tiene que ir al consejo metropolitano, al camarada Kanabek.
– ¡No voy allí! – se emocionó Atalyk. – Este Kanabek es un hombre altivo y arrogante. Me dijo que soy un cagaoficios. ¿Es una manera buena para admitir nuevos cuadros?
– ¿Le conocía antes?
– Sí, antes.
Meyram sonrió. Parece, Kanabek no se equivocó en valorar a este hombre. La afluencia de los trabajadores a Karagandá era incesante. Entre ellos, claro, había diferente gente. Y los directivos habían de prestar atención cuando estudiaban el caso de cada uno de ellos.
Meyram con sonrisa en la cara contestó a Atalyk:
– Conozco a Usted menos que Kanabek. Y me es incómodo entrometerme en sus asuntos. Pero intentaré hablar con él. Y Usted vuelva a visitarle. Si es verdad lo que dice, no tiene que ofenderse, mejor intente estudiar bien una profesión. Si Kanabek se equivoca, ya cambiará de opinión.
Atalyk salió del despacho con la misma cara de pocos amigos como la de su antecedente.
La tercera era una mujer de unos treinta años. Sus ojos miraban con reflexión. Todo el tiempo estaba callada y una sonrisa atravesaba su rostro cuando escuchaba las exposiciones de Asan y Atalyk. Y ahora también estaba callada.
– Bueno, zhenguei , hable, – dijo Meyram. En los documentos constaba que a la mujer le promovía la organización del partido.
– Mis exigencias son mucho más humildes. Deme cualquier trabajo que se adapte a mis fuerzas. Lo único que le pido: no me mande al cartel.
– ¿Por qué no quiere ir al cartel?
La mujer tardaba en contestar. Meyram recalcó:
– Hay bastante trabajo. Y si tiene una razón importante le enviaremos a otro lugar.
– En el cartel trabaja mi ex-esposo.
– ¿Quién es?
– Sultanov Zhappar.
Meyram de nuevo miró en el documento en la mesa. Sí, era Mariyazh Sultanova… Le sonaba el nombre, le sonaba el apellido. Recordó que este nombre lo vio en el expediente del partido de Zhappar Sultanov que revisó recientemente.
– Me parece que Ustedes son de la misma edad y evolución. ¿Cómo ocurrió que se separaron?
– Nos separó no una ligereza, sino otra causa de mayor importancia. Ninguno no quería cambiar su camino en la vida. Así nos separamos.
– Y si sus caminos eran diferentes, ¿cómo pudo ser que se casaron?
Mariyash inclinó la cabeza y contestó:
– Entonces yo no sabía qué tipo de desviaciones se nos crucen en el largo camino de vida. Él terminó su carrera antes de la revolución y yo empecé a estudiar con el gobierno soviético, terminé la Facultad Obrera. Somos los dos comunistas. Yo trabajaba en el departamento femenino del comité del partido territorial. Y mi esposo trabajaba en alto mando. Luego le degradaron y le enviaron a la provincia. Las causas de lo ocurrido son conocidas. Era una persona hábil y enérgica pero no supo liberarse de los prejuicios feudales, de las costumbres que se absorbieron en la sangre. Al comienzo lo aguantaba. Pero cuando estos vestigios del pasado le condujeron hasta el nacionalismo, a la práctica oportunista de derecho me sublevé. Y él se mantenía en sus trece. Entonces nos divorciamos.
– ¿Y por qué se fue Usted del trabajo en el comité del partido?
– No podía vivir a su lado y me fui.
– ¿Puede ser que venga aquí porque no encuentra fuerzas terminar en definitiva con la relación? – le preguntó con cuidado Meyram.
– No, no es así, – contestó Mariyash. – Si antes no le abandonaba porque le quería, ahora he superado ese sentimiento. Estoy dispuesta a oponerme a esa persona. Él puede llegar a ser muy peligroso si no renuncia su punto de vista.
Lo decía tranquila. En sus palabras no se oía ni ofensa personal, ni el recelo de una mujer. Según parecía, Mariyash había pensado detalladamente todo lo vivido y tomó una decisión firme.
Tras la larga conversación Meyram llegó a la conclusión de que Mariyash era una mujer hábil, de voluntad y de una mente destacada.
La ofreció:
– Vamos a esperar un poco. Le buscaremos el trabajo dónde Usted será más útil.
– Bien, – dijo Mariyash, se despidió y se fue.
El despacho se quedó vacío. Meyram descansando andaba por la habitación.
Entró Antonina Fiodorovna. Colocó la carpeta con los documentos en la mesa y esperó expectante. Ella llevaba trabajando mucho tiempo en el comité del partido, ya sabía entenderle a Meyram y cuando venía con algún asunto a su despacho nunca empezaba la conversación.
A veces ocurría que Meyram y Scherbakov se desconformaban de opiniones, no se entendían uno a otro. Antonina Fiodorovna con cuidado suavizaba estas desavenencias temporales e imperceptiblemente fomentaba la amistad emprendedora de los dos dirigentes.
– ¿Qué me trae, Antonina Fiodorovna? – preguntó Meyram sentándose a la mesa.
– El anteproyecto de la última resolución del buró… ¿No ha comido hoy?
– No tuve tiempo.
– No es bueno eso. Tiene que aprovechar el tiempo de descanso y los días festivos para descansar.
– Tiene razón, – asintió Meyram abriendo la carpeta. – Voy a intentar seguir su consejo.
Meyram se entregó a la lectura. Esa resolución del buró tenía gran importancia. Con el desarrollo de la producción crecían las exigencias a los dirigentes. Lo que hacía poco era novedoso y justo hoy ya pasaba de ser actual y frenaba el desarrollo de la producción.
La resolución del buró debía reflejar en práctica la mayoría de los cambios inminentes. Se necesitaba redoblar el control obrero en la producción y en las entidades públicas, en particular se plantaba la cuestión de organización bajo el control del komsomól de la “caballería ligera”. El buró recomendaba también formar equipos ejemplares compuestos por los obreros de vanguardia, promover con mayor decisión a los cargos dirigentes a la gente nueva que habían demostrado sus capacidades y habían sido probados en el trabajo. A Zhumaniyaz le promovieron como jefe de los sindicatos metropolitanos, a Zhanabyl como primer suplente del secretario del comité del komsomol metropolitano. A los funcionarios que no cumplían su trabajo venía gente activa, emprendedora.
Los cambios se producían también en el cartel y en las minas. La avería del vendaval de poco sirvió a Seitkali, él admitió otros errores aunque se esforzaba en el trabajo servir de ejemplo. Le faltaban conocimientos técnicos, pero no quería estudiar. Con dolor en el corazón Sergio Petrovich firmó la orden sobre la reducción en cargo de Seitkali. En otra orden Ashirbek fue designado como el Jefe de Ingeniería de la primera mina, la mayor en el cartel.
Meyram leyendo la resolución se sentía como si recibió un trago de aire fresco. Ahora todo dependía de cómo se realizaría la resolución. ¡La fuerza popular iba en aumento! Las minas ganaban ritmo. Con todo su corazón Meyram estaba ahora allí, debajo de la tierra junto con los mineros. Por fin entregó el protocolo firmado a Antonina Fiodorovna y la preguntó:
– ¿Sergio Petrovich tardó en destituir a Seitkali, no?
– Era un difícil paso para él.
– ¿Y qué podemos hacer? Yo también quiero a Seitkalo. Pero cada uno tiene que estar en su lugar. En la primera conversación Sergio Petrovich me reprochó de actuar duramente. Me aconsejó fijarse bien en él, probarle, ayudarle. Lamentablemente, fue imposible.
– Sí, a veces Usted trata con dureza, – le dijo Antonina Fiodorovna. Y las palabras la salieron de una manera simple y natural.
– ¿Qué quiere decir? – se alertó Meyram. – ¿O es que se quejaban estos solicitantes de hoy?
– No, hablo de otras cosas… Perdone, puede ser que eso no es cosa mía. Pero nosotros con Sergio Petrovich le tratamos como a un familiar… Es que la persona no siempre se da cuenta de sus imperfecciones. Mírese Usted… Sergio Petrovich ya me zumbó los oídos sobre la muchacha Ardak y uno de estos días fui a su escuela. La vi en la sala de maestros, encontré un pretexto para hablarla. Y ¿sabe que le voy a decir? La vida hace regalos ricos a veces, pero que la inteligencia y la belleza, un buen carácter y don de gentes, conocimientos y aspiración por lo nuevo se acumule en una persona es una cosa muy, muy rara. Y todo eso veo en Ardak. Y me parece que Usted está demasiado severo con ella, exigente sin medida.
Antonina Fiodorovna otra vez echó una mirada expectativa a Meyram. Daba la sensación de que su mirada escrutadora penetraba en los más lejanos rincones de su alma.
Meyram se enrojeció.
Empezó hablar con gran emoción: 
– Es verdad, Antonina Fiodorovna, Usted y Sergio Petrovich son para mí como mis padres. Pero los sufrimientos espirituales de uno a veces no logran entender los más próximos. ¿Piensa que Ardak no es lo mismo exigente? Ahí está la cosa, ella es rigurosa y exigente sin excusas a la gente. Y yo todavía no sé qué siente ella por mí en su corazón. Francamente, es Ardak quién me hace sufrir y no yo.
Antonina Fiodorovna sonrió:
– ¿Eso es? Bueno, en la vida ocurre que un amigo te hace sufrir más que un ajeno y todo llega a un final bueno.
Era tarde, todos los empleados ya se habían ido a casa. Meyram y Antonina Fiodorovna también se preparaban para irse.

Capítulo doceno

Los días de invierno eran cortos. Pero ni un solo día pasaba como si nada, siempre traía algo a los mineros. Hoy en la primera mina se convocaba una reunión numerosa. Al rincón rojo  concurrieron unas doscientas personas. Sobre todo eran los picadores, entibadores y los operarios de las vagonetas. Los que venían después de la jornada vestían el traje de trabajo y se sentaron a parte detrás de todos.
En la mesa del presidio estaban el secretario de la organización del partido de base que era a la vez el jefe del equipo de choque Yermek, el suplente del secretario del comité metropolitano del komsomol Zhanabyk, el jefe del consejo metropolitano de los sindicatos Zhumaniyaz, el director del cartel Scherbakov, Constantino Lapshin y otros. Los jefes de la producción y de las entidades metropolitanos no frecuentaban las reuniones de un turno de la mina. Pero esta mina era el primogénito de Karagandá, tenía el mayor plan y muchos trabajadores. También era especial el objetivo de la reunión. Estaba dedicada a la realización práctica de la última resolución del comité del partido sobre la reestructuración del trabajo productivo y organizativo en las minas.
Intervenía el nuevo Jefe de Ingeniería de la mina Ashirbek. La gente sin moverse escuchaba al orador. Si alguien sin querer producía un ruido todos le miraban de reojo. Ashirbek criticaba las deficiencias en la primera mina.
– Camaradas, hemos bastante rápido renunciado utilizar en nuestro trabajo los tambores de tracción manual y a fuerza animal, de la herencia de los codiciosos ingleses. Y aunque es un hecho placentero no tenemos que tranquilizarnos ni engolondrinarnos, – decía Ashirbek aludiendo a los obreros y directivos que habían revalorizado los primeros éxitos en la producción. – Nuestra primera mina ahora en un día extrae el volumen de carbón que extraía el año pasado en un mes. Y todavía es poco. Si las fuerzas las hubiéramos repartido y utilizado de una manera más razonable, si hubiéramos encontrado unos métodos de trabajo más eficaces, entonces alcanzaríamos un volumen superior de la exploración de carbón…
– ¡Ahora tú nos cuentas sobre esos métodos! – se oyó una voz desde el fondo de la sala.
Ashirbek tenía fama de una persona cerrada, poco hablador. Pero cuando la persona como él empezaba hablar, terminaba expresando todo hasta el fin. Y Ashirbek estaba dispuesto hacerlo. Estaba emocionado, cambiaba los pies y se limpiaba con un pañuelo su humedecida frente.
– Nuestro desarrollo detienen los trabajos de preparación. Para que la mina trabaje a pleno espacio y no apretada como hoy necesitamos un camino subterráneo de mil metros, y ahora tenemos tan solo seiscientos. Mientras que no alarguemos el camino y no aumentemos el número de galerías, no llegaremos al núcleo del yacimiento. Si seguimos ratonando el carbón en los lados, no lograremos nada, sólo estropearemos los dientes. ¿Y nuestra práctica cómo es? En cuanto el jefe de la mina, camarada Osipov, sobrepasa la norma, el jefe del cartel, camarada Scherbakov, le da unas palmadas en el hombro diciendo: “¡Buen trabajo!” Y cuando Yermek dice “el campo para actuar se está estrechando, necesitamos ampliarlo, sino entraremos en un callejón sin salida”, Osipov se ríe y le llama “alarmador” por esa su preocupación. A un dirigente así le vendría bien si le den un capón y no palmadas en el hombro. Haciendo gala de la extracción diaria nosotros perdemos de la vista las perspectivas de un mes, de un año. Si no ampliaremos los trabajos de preparación la mina lo más tardar en dos meses estará encerrada en un callejón sin salida. Para salir de él se necesitaran meses, todo un año. ¡Y encima vamos a desperdiciar miles rublos estatales!
Ashirbek se volvió al jefe de la mina:
– ¿Acaso el camarada Osipov, un minero experimentado, no entiende eso? Voy hablar de una cosa más. En último mes doscientas setenta y cinco horas laborales hemos perdido en paradas y solución de fallos: ahí se estropeó la vía, en otro lugar se desplomó el techo, en otras ocasiones faltan materiales de fijación… ¿Quién es culpable en eso, si no los dirigentes? Todas nuestras desgracias las explicamos por la poca experiencia de los obreros y tranquilamente cubrimos las pérdidas por cuenta del estado. Tenemos que ser más severos y castigar a estos camaradas por sus pecados. A cambio el camarada Scherbakov no permite que sobre Osipov pase ni un pájaro, tiene miedo que le va a molestar. Que salga el jefe de la mina a la tribuna y que nos cuente, cómo piensa aumentar el volumen de la explotación de la mina…
Osipov preocupadamente se movía en la silla. Y cuando todos volvieron sus miradas a él se levantó confuso y se desmelenaba su espeso pelo negro.
Scherbakov le miraba entrecerrando los ojos con picardía: “¿Qué, amigo, es difícil? ¿Estás acostumbrado a escuchar solo mis elogios?”
– Pienso, – empezó Osipov, – que no podemos desatender la elaboración diaria. De ella se compone la producción de los planes mensuales y anuales. Lo que toca al futuro, yo pongo todas mis confianzas en el plan propuesto por el difunto Orlov…
Ashirbek le dijo desde el sitio:
– ¡Usted, camarada Orlov, está cavando el pozo teniendo todo el mar delante! Mientras que no alarguemos la inclinación y no aumentemos la cantidad de galerías, no podremos aumentar el volumen de la extracción. Y la capa descubierta por Orlov necesita ser estudiada.
– Ya está estudiada. Hay mucho carbón allí.
Se oyó la voz del viejo minero Span:
– Si está estudiado, dime, ¿a qué profundidad de la capa se encuentra el lago?
Osipov no sabía la respuesta. Dijo sólo que era la información que le dio Orlov. La exploración de la capa todavía no fue empezada. Había que realizar el sondeo de prueba. Y detrás de la capa se encontraba el grande lago de la mina “Gerbert”. Nadie sabía si se encontraba a gran profundidad o era adyacente a la capa. Sin esta información los obreros corrían riesgo de una grande avería.
En mayor confusión Osipov bajo de la tribuna. Nadie más tomó palabra. Los obreros nuevos les miraban a los “viejos” y ellos a su vez miraban al presidio.
– Bueno, parece que tendré que hablar yo, – dijo el presidente de la reunión Yermek y se levantó despacio de la mesa.
Le aplaudían. Nadie de los anteriores intervinientes no fue recibido de esta manera. La gente esperaba del viejo minero palabras rectas, esperaban, que él encontraría la correcta solución. Frunciendo el ceño Yermek empezó el discurso:
– Todos son testigos como en el lugar de las cinco barracas creció la grande ciudad industrial Karagandá. Las manos obreras la construyeron. Y por este logro tenemos que agradecer también a nuestros dirigentes, sobre todo al camarada Scherbakov. Él honrada y hábilmente cumple la tarea del partido y del gobierno. Hoy criticamos a Osipov, pero una parte de la crítica tiene que asumir Sergio Petrovich. Querrá o no querrá, tendrá que hacerlo.
– ¡Eso como siempre! – dijo Scherbakov en voz alta.
– Sí, como siempre, – repitió Yermek. – La crítica justa nos ayuda a llevar nuestra labor. Pues echemos un vistazo, camaradas obreros, a nosotros mismos…
Lo que otros decían con reservas, Yermek bautizaba de manera decidida. Había ganado la confianza no solo con su hábito de machacar con el pico, pero también con el hábito de machacar con la palabra sincera y franca. Le escuchaban con gran atención.
– Según la decisión del comité del partido metropolitano hemos formado la “caballería ligera”, – continuaba Yermek. – Ahora cualquier descuido, cualquier falta de responsabilidad es denunciada decididamente. Mientras no sean extirpadas a raíz estas postillas de la producción, no podremos desarrollar el trabajo ampliamente. La inspección de ayer nos demostró que solo en un turno junto con el carbón a la superficie fueron sacadas cinco vagonetas de roca. ¡Gracias a los militantes del komsomol del camarada Zhanabyl qien lo habían revelado!
– ¡El turno de Kaltay dio más roca que los demás! – gritó Akym sin levantarse de su sitio.
– ¡Ven! El joven picador, miembro de la “caballería ligera” Akym apunta el dedo en el viejo Kaltay. – subió la voz Yermek y echó una mirada ardiente a Kaltay. – Tenemos que luchar no solo por aumentar la producción del carbón, también por su pereza. Tenemos ese tipo de aficionados a dar al estado poco y recibir mucho. Sus intereses personales los posicionan por arriba de los estatales. A veces las vagonetas no las llenan del todo dejando cuatros dedos arriba. Y yo aquí lo digo firme: ¡seguiremos luchando hasta que saquemos a la luz a todos estos bribones! – y Yermek levantó su puño pesado.
Alibek se encogió los hombros sentado entre los minero. Le parecía que el puño de Yermek apuntaba a su cabeza. Y enseguida se reprochó por cobardía. Estaba seguro de que todavía no corría el riesgo de ser descubierto. “Si descubrís mis trucos, a mí no me encontraréis”, – se regodeaba él.
– Tenemos una palabra usual “águila” , – seguía Yermek. – Los cazadores en la estepa sueltan el águila para que atrape a la prese, y nuestros “cazadores” ocultos sueltan el “águila” para destruir la mina. Una vez se rompe el cable, otra vez se deteriora el acoplamiento de las vagonetas, o se deterioran las vías. Y la vagoneta sale volando cuesta abajo. Este “águila” puede traumatizar a la persona. Tenemos que decir sinceramente: la producción ahora tiene dos enemigos, uno es el enemigo de clase que muerde a escondite y con veneno como la serpiente, el otro es el que es despreocupado e irresponsable en el trabajo. La vigilancia revolucionaria debe llegar a ser una tradición proletaria. ¡Y no permitiremos a nadie quebrantar esta tradición!
Yermek empezó su discurso a sangre fría y termino con gran animación. Su emoción se transfirió a toda la reunión. Uno detrás de otro los mineros subían las manos y pedían palabra.
El rubio Isjak sin barba gritaba ardiente de su sitio:
– ¡Hay que hablar justo en el clavo! Este Kuseu Kara… – Isjak miró alrededor buscando a Alibek que se escondió detrás de las espaldas de los reunidos. – Siempre está “enfermo” si hay algún apuro en el trabajo, y nunca cuando todo va bien. Y ya dos veces jugó mala pasada a nuestro equipo. Si está enfermo que se vaya a trabajar a la superficie. Yo más no le dejo trabajar en mi equipo. Y tú, Taibek, no desencajes los ojos. Me miras o no me miras, voy a decir la verdad. Ayer bajaste borracho a la mina. Y si el capataz está “alegre”, no puede haber buen trabajo. Tienes otra costumbre: les das a tus compañeros de juerga un trabajo ligero y ganancial. La mina no es tu propiedad privada. Si no abandonas estas costumbres tuyas, vamos a luchar contra ti, camarada, con camisa arremangada.
Las ardientes palabras de Isjak afectaban a los holgazanes y descuidados, les hacían rubirizarse, pero nadie se atrevió a contradecirle. Todos conocían la generosidad del vanguardista Isjak quien era una persona sincera y de un gran corazón.
Después subió a la tribuna Akym. Todos pudieron apreciar lo alto que era. La valla de la tribuna llega a la persona de una estatura regular hasta el pecho y a Akym le llegaba hasta la cintura. Parecía descompuesto, hablaba con desorden pero todos le escuchaban.
 – ¿Quién fue el segundo en el mes pasado en el monto del sueldo? Yo. Y la mayor norma también la hice yo, – ¿Y ahora qué ocurre? No tengo una galería concreta. El capataz Taibek me pone a los entibados, luego me pone a trabajar con la pala. ¿Y quién va a extraer el carbón mientras que el picador está trabajando de peón? El camarada Taibek cada día me regaña: “Eres del komsomol y en cualquier trabajo has de estar en la vanguardia. ¿Qué te pasa?” Y es que a mí no me pasa nada y sí, pasa algo con el capataz.
– Los miembros del komsomol deben ser más decididos cuando critican a los dirigentes de esta clase, – dijo Zhanabyl. – ¿Por qué no le llaman a Taibek a la reunión?
– Pero él no es del kosomol, – se perdió Akym.
– ¿Y los sindicatos? – replicó Zhumaniyaz. – ¿Qué piensan los sindicatos de la mina? Discuten las disposiciones de Taibek en la reunión de producción.
– Pasa de nuestras reuniones, no las asiste. Nuestra “caballería ligera” tanto en las reuniones de producción y en el periódico mural había plantado ya trece problemas. Y se han solucionado sólo tres. Las demás quedaron en el papel…
Akym empezó a enumerar los problemas de memoria.
Pero más que a todos regañaban a Osipov. Él miraba a Scherbakov buscando apoyo en él, esperando que él le iba a tapar con su espalda ancha. Pero Sergio Petrovich no dijo ni una sola palabra para defenderle. Fumaba su pipa, escuchaba atentamente lo que decía la gente y hacía unos apuntes en su bloque de notas.
Criticaban a Osipov también los obreros de Donbass que vinieron a Karagandá junto con él. Primero tomo la palabra el miembro de komsomol Voronov. Su aguzada cara pecosa se enrojeció, hablaba rápido acompañándose de los brazos:
– Nuestro jefe de la mina es débil en lo que toca a la gestión financiera. Y sin eso la producción no puede avanzar. También existe falta de responsabilidad personal, incapacidad encontrar a cada obrero un lugar apropiado. En Donbass no tolerarían este desorden. Osipov mismo no lo toleraría. ¿Y qué es lo que le ocurre aquí? Se hizo presuntuoso, esa es la respuesta. Pero la culpa no es sólo de Osipov. ¡También es la culpa del comité del partido, es decir, de Yermek Baratayevich, y de los sindicatos, y del camarada Scherbakov!
Sergio Petrovich empujó ligeramente a Yermek:
– ¡Menuda caña de parte de komsomol!’
– Akym y Voronov están compitiendo, – contestó Yermek. – Hacían una y media – dos normas y últimamente están tropezando contra diferentes obstáculos. Es Zhanabyl quien les animó para que atacaran.
– Da igual quien les afiló la navaja con tal que afeitasen bien, – contestó Zhanabyl a su lado. – Parece a alguien le ha crecido demasiado la barba. Menos mal que aquí está el komsomol para cortarlas.
Al final de la calurosa reunión tomó la palabra Scherbakov. El viejo minero vio bastantes reuniones semejantes, sabía bien el precio de la palabra obrera y la respetaba. No hizo ninguna observación a nadie, no acuso de hablar demasiado a ninguno, incluso cuando hiperbolizaron los desperfectos. Sabía en los discursos criticadores encontrar el grano de la verdad y desechar todo lo que era fruto de pasión y alteración.
– La crítica y autocrítica refresca como el aire puro. Ella echa de las minas el gas nocible, – tranquilo y claro empezó a hablar Scherbakov. – Nuestra reunión ha descubierto muchísimos fallos importantes. El partido nos exige que no nos paremos. Y malo es el dirigente que se satisface con lo alcanzado. Se quedó satisfecho el camarada Osipov y con razón recibió lo suyo. Y junto con él yo… ¿Qué era lo principal en lo que escuchamos hoy? La indicación de que no nos preocupamos debidamente del futuro de la producción. Es verdad. Pero avanzar se puede de diferente manera. Unos saltan como una cabra salvaje, y otros van adelante con tranquilo sereno paso. El camarada Ashirbek nos llama saltar y exige continuar la colocación del camino de los mil metros. Yo entiendo su impaciencia. Pero cada cosa a su tiempo. Y si hoy damos un salto imprevisor, insensato, podemos mutilarnos. Los próximos dos-tres meses nuestra joven industria no puede suministrarnos el equipamiento necesario para la profundización hasta mil metros. Y no estoy dispuesto pegar saltos insensatos. Tendremos que esperar. Nos limitaremos con ochocientos metros. Aunque Zhappar Sultanovich está ansiando los dos mil metros.
Se oyeron risas en la sala y Scherbakov continuaba:
– Vamos a ampliar la producción de acuerdo con las capacidades. La resolución del buró del comité del partido metropolitano nos llama no a los sueños infructuosos sin al trabajo. ¿Qué cosa más concreta y valiosa escuché hoy? La necesidad de explorar la nueva capa descubierta por Orlov. Y hay que ponerse a trabajar en eso enseguida con toda la energía. Muchas otras propuestas sonaron hoy, camaradas. Unas son indiscutibles y otras necesitan ser especificadas. Ahora no podremos abarcar todo. Vamos a delegar a las personas competentes a elaborar la resolución. El cartel lo aprobará como el plan de trabajo para el futuro más próximo…
Y de verdad, como si sopló aire fresco en esta reunión.
Todos se fueron. Scherbakov se fue de la reunión el último, iba solo. Era una noche oscura. Crujiendo con las botas por la nieve helada iba despacio analizando sus abundantes impresiones que le causó la alborotada reunión. Cada vez tras los encuentros con el colectivo de mineros sentía afluencia de fuerzas, aunque en los primeros minutos le costaba tragarse la abierta y dura crítica. Entendía que le confiaron una hacienda grande, que los obreros cuentan con él y él permitió paradas en la mina motriz. ¡Pero qué bien que lo habían hablado tan francamente! Ya era medianoche pero no quería ir a casa. Sentía la necesidad de compartir sus impresiones con Meyram.
Él giró hacia la oficina del cartel. Las ventanas de la segunda planta donde se encontraba el comité del partido estaban iluminadas. Scheerbakov entró al despacho de su espose.
– ¡Buenas noches! – saludó él a Antonina Fiodorovna. – ¿Meyram está?
– Está. Tiene una conversación con Moscú, le llamó el camarada Ordzonikidze.
A la voz de Scherbakov salió Meyram. Los ojos lucían de alegría y se veía emoción en la cara.
– Un saludo de parte de Grigory Konstantinovich, – dijo él a Scherbakov. – El camarada Ordzonikidze le llamaba a Usted, pero le contesté que estaba en la mina. Pidió que le diga: todos los pedidos del cartel fueron aprobados. En el primer trimestre nos enviaran treinta rozadoras de carbón. Dos este mes para familiarizar a la gente.
– ¡Perfecto! – Scerbakov dio un paso rápido hacia Meyram. – Treinta máquinas nos darán más carbón que cientos picadores. ¡Ahorita armamos jaleo!
– Además, Grigory Konstantinovich nos prometió cincuenta camiones y cinco coches. También dijo que iban acelerar la construcción de la estación eléctrica de Karagandá.
– ¡Eso! ¡La electricidad significa todo para nosotros! – contento exclamó Scherbakov.
Se quitó rápidamente el abrigo, cogió del codo a Meyram y se dirigió con él al despacho comentando con animación:
– Ahora el suministro de la nueva maquinaria será continuo. La gente la espera. Acabo de venir directamente de la reunión de los obreros. Era calurosa pero muy buena. ¡Son maravillosos, emprendedores! Hablan de la producción como si fuera lo más valioso en su vida. ¡Ojalá les escuchara lo que decían! Exigen ampliación de los trabajos de preparación, profundización de los pozos. Piensan en lo futuro, y los directivos en algunas cosas nos quedamos detrás. La mayoría de las paradas y averías son provocadas por estas causas.
– Y el restante enemigo de clase aprovecha nuestros fallos.
– Como siempre. Quiero poner orden en la producción. Sobre todo introducir definitivamente el sistema de autogestión financiera. Esto enseñará a los dirigentes como buen amo utilizar la maquinaria buena. Algunos jefes de las minas cubren las pérdidas por cuenta del estado, cuando es fruto de su imprudencia. Tenemos que introducir un sistema cuando ellos no solo escuchan los elogios por sus éxitos sino también se hacen cargo de las pérdidas. Y, parece es justo, hay que ampliar los trabajos preparatorios. ¿Qué piensa? – Sin esperar la respuesta Sergio Petrovich llenó de expectaciones continuaba: – Más que a otros criticaban a Osipov. Y tenían razón. Se tranquilizó, dejo de mirar al futuro. Y yo le di soga en eso.
– Osipov no es como Seitkali, – denotó Meyram. – Para cambiar tiene fuerza.
– A decir verdad, le es difícil, – reflexionando habló Sergio Petrovich. – La mina es la más grande, es la mina motriz… ¿Por qué no le damos un suplente? ¿Podría ser Yermek? ¿Los dos podrán con la tarea?.. Y además tienen a Ashirbek.
– Buena idea, Sergio Petrovich, – aceptó enseguida Meyram. – Yermek tiene una gran experiencia por detrás. Es una persona hábil. En la primera mina habrá una buena administración…
Ya era tarde, pero Scherbakov todavía miraba en su bloque de notas rellenado con letra de abalorios y hablaba:
– Y ahora todo depende de nosotros, de la asimilación de la maquinaria nueva. Ya hemos comenzado a formar entre la población un ejército obrero. Ahora llega el tiempo cuando hemos de formar comandantes para este ejército. Las escuelas profesionales darán su fruto. Pero es poco. Y ¿sabes lo que pienso?... ¿Por qué no enviamos cien obreros a la práctica a Donbass y otros cincuenta a Kuzbass?
La idea le gustaba a Meyram.
– ¡Me parece muy buena idea! Envíen más jóvenes.
– De los viejos tampoco nos vamos a olvidar, – respondió con regocijo Sergio Petrovich.
Ya era muy tarde cuando entró Antonina Fiodorovna.
– ¡Se hace demasiado tarde! Vamos, le invito a comer con nosotros. Estoy segura que no ha picado nada en todo el día.

Capítulo trece

Es una noche avanzada. En casa todo el mundo está durmiendo. Solo Yermek está leyendo un libro en ruso bajo la luz de la lámpara eléctrica envuelta en un papel azul. Lleva mucho tiempo leyendo, está cansado. De vez en cuando se restriega los ojos con los dedos y de nuevo vuelve al libro. Delante de él se encuentra un cuaderno en una funda de plástico de color negro. Una que otra vez apunta algo en este. Su letra es grande y fea. Es difícil estudiar al viejo minero que aprendió a escribir al fin de su vida.
Empezó a ladrar el perro que dormía en el zaguán. Yermek ni caso la hizo. Pero pronto tocaron a la puerta.
– ¿Quién es?
– Soy yo, Baiten.
Baiten entró sofocándose por el pesado saco lleno que llevaba en la espalda. Lo dejó en el suelo y dijo:
– ¿Meyram está?
– No, todavía no ha vuelto.
– Vacía el saco, rápido que tengo prisa.
– ¿Y qué hay?
– Coge, es tuyo.
Al mirar dentro del saco Yermek levantó la ceja. Dentro de él encontró un paquete de mantequilla, queso, galletas, carne en lata. Un rato permanecía estupefacto de pie y luego le invitó a Baiten a entrar.
– ¡Siéntate! – le gritó. El bigote se le erizó, toda la cara demostraba lo furioso que estaba Yermek. – ¡Perro tú, no, eres peor que un perro! ¡Hasta mi perro no tocará la comida ajena, incluso si estará tirada debajo de los pies! ¿Acaso a ti, un obrero entrado en años, respetable te hemos designado a los productos estatales para que tú… estés rateando? ¿Dónde está tu conciencia? ¡Desvergonzado! Por algo la gente dice que te acostumbraste a frecuentar a las casas ajenas… ¡Ahora llegas aquí! ¡Anda, cuéntame! ¿A quién y cuántos sacos has llevado!
Se despertó Aniya, la esposa de Yermek. Ella se levantó de la cama y se acercó a los hombres.
Baiten se hizo el sordo. Ahora estaba trabajando como obrero auxiliar en el almacén de alimentos. El cargo nuevo le gustaba mucho. En corto plazo engordó, se vistió. Fastuoso y sediento de lisonjas solía presumir de lo buena y tranquila era su vida. Siendo torpe creía que le mandaron a Yermek para ayudarle en un momento difícil.
Por eso intentó persuadir a Yermek:
– Pero no son productos robados, son estatales. Tú eres una persona necesaria para la producción. Y la vida ahora es difícil. Por eso decidimos ayudarte. Cógelo y aprovecha.
– ¡Te voy a sacar los dientes! ¿Me dirás la verdad o no? – se puso encima de él Yermek.
Baiten empezó a rendirse.
– Déjalo, no me levantes las manos. Muchos sacos y cajas salen del almacén. ¿Qué se yo a quién los reparten? Yo lo hice solo por ti. Hice alusión al jefe…
– ¿Es a Makhmet, no?
– A Makhmet, claro. Sólo por ti. Voy yo a pedir para otros…
Sin que vea Baiten hizo una señal a Aniya: “¡Llevalo!” Pero ella negó con la cabeza.
No sabiendo que hacer con su compañero torpe Yermek un tiempo quedó callado pensando, pero luego le dijo con decisión:
– ¡Coge el saco y piérdete!
Baiten con el saco en los hombros salió fuera y se esfumó en la noche. Estaba sudando. No fue al almacén ni a su casa que estaba en el mismo edificio que la de Yermek, se presentó directamente en el apartamento de Makhmet.
Junto al edificio estaba el caballo bayo de Rymbek apareado en un trineo ligero. Baiten tocó a la puerta. Le salió al encuentro Makhmet.
– ¿Qué quieres?
– ¡Ay, qué pena! En cuanto vine Yermek me sometió a un interrogatorio como si fuese un instructor. No se quedó ni con una pizca, casi me saca los dientes…
– ¿Le dijiste que era un gesto de amistad tuyo?
– ¡Claro está! Ahora que se eche la culpa el mismo. No entiende, vaca torpe, que le hacen bien. Como si no habrá gente que se quedará con eso y encima agradecerá. Traigo todo enterito, no necesito nada. Y ahora me voy para que no me vea nadie.
Baiten salió con prisa.
Makhmet aterrorizado volvió a la habitación perdido en conjeturas. Su siempre sonrosada cara carnosa se había vuelto pálida.
– ¿Qué le pasó? – preguntó Rymbek.
– ¡No llego a entender a ese idiota Baiten! Llevó a Yermek un saco de alimentos y ahora vuelve con el saco.
– Cuidado, puede ser una trampa, – le advirtió Rymbek.
El gato escaldado huye del agua fría. Por mucho que fuesen capaces esas personas a una bajeza pero tenían miedo al castigo indefectible y ahora temblaban con todo su alma y volcaban al pobre Baiten injurias de todo tipo. Su simplicidad les parecía astucia.
– ¡Ten cuidado! Libérate de ese saco lo más pronto posible para que no aparezca en tu casa, – le ordenó Rymbek y se levantó para irse. – Si sale en alguna conversación, no cantes nada. Échale la culpa a Baiten.
– Voy a poner el saco en su trineo.
– No, yo tengo que ir a un cierto lugar.
– ¡Ah, ya sé! – exclamó Makhmet y se vistió. – Lo llevo a Alibek. Se lo tragará como la arena el agua. ¿Me puede llevar?
Ellos metieron el saco en el trineo y se fueron a la casa de Alibek. En el camino Rymbek empezó a motivar a Makhmet que fuese más decidido en sus galanteo con Ardak.
– Una muchacha al principio siempre vacila, no sabe a quién elegir. Entre dos rivales gana el que no pierde el ánimo. ¿Y tú qué esperas?.. Con una sola mirada eres capaz de seducir no solo una niñeta menguada, sino a una mujer casada.
– Me parece que ella se enredó con Meyram.
– Eres demasiado tímido, – sonrió Rymbek. – ¿En qué es mejor que tú? En los amores su cargo del partido no ayuda, sino molesta. Cada paso lo tiene programado. Y tú insiste. Mientras que él está observándola de lejos, acércate ras en ras. Y ella, ¿por lo menos habla con ganas contigo?
– ¡Eso sí! Pero es implacable, maldita sea-
– Eso no importa. No existe un material que no se funde con el fuego. No te pares en halagarla y aprovecha la ocasión…
Makhmet consideraba a Rymbek un sabio en los asuntos de amores y se fiaba de sus consejos.
Levantando la esperanza en Makhmet Rymbek le dejo junto a la vivienda de Alibek y siguió su camino.
Makhmet bajando las escaleras cubiertas de hielo de la barraca de tierra dos veces se resbaló y se cayó. Se hizo daño. El saco se cayó al lado. Makhmet se cogió del costado.
Al oír el ruido Ardak abrió la puerta.
– ¿Quién anda aquí?
– Soy yo, Makhmet.
– ¿A estas horas? Pase.
El desdichado galán se zampó a la chabola arrastrando el saco. Al caerse se manchó el abrigo. El costado le dolía con un dolor sordo. Por mucho que se esforzará Makhmet de aguantar el tipo, estaba hecho una lástima. Ardak le preguntó con una sonrisa:
– ¿Se habrá caído?
– Sí, me resbalé. El piso está resbaladizo aquí.
– El pie herrado no resbala.
– Estoy bien herrado, pero ocurren casualidades…
– Hay que precaverse de las casualidades. Por algo dicen: la precaución asegura contra desgracias.
– Gracias a mi confianza congénita me engaño muy a menudo, – se quejó Makhmet y suspiro tristemente. – Usted para mí se convirtió en un espejeo que se puede ver pero es imposible tocar. Me mira con sonrisa y me somete a una prueba cruel. ¿Llegarán los tiempos cuándo se apiade de mí?
Estas tristes súplicas Ardak escuchaba con tranquilidad bajando los ojos. Cuando terminó sus desahogos ella levantó la cabeza y retrocedió. Echó una mirada al saco que estaba en el umbral y a Makhmet. Parecía que sabía qué había dentro del saco y qué – en las entrañas de Makhmet. Con la misma tranquilidad se volvió a sentar. Últimamente Ardak había embellecido. En el esbelto cuello blanco hacía visos un collar de perlas menudas. El pelo no era tan corto como antes. Ella se hizo dos trenzas y las fijo en la nuca. Si antes saltaba a la vista su espontaneidad infantil, ahora tanto el carácter, como la figura se formaron. Parecía que su mente también había madurado. En la mesa había dos libros abiertos. Algunas líneas estaban subrayadas, en las márgenes había anotaciones.
Tras estar callada un largo rato Ardak contestó:
– Me dio lástima de Usted aún en el primer encuentro. Pero no se puede ordenar al corazón. Eso le dije entonces y lo vuelo a repetir. Si Usted se apiade de sí mismo dejará de martirizarse.
– ¡No quiero apiadarme! Yo tiré mi corazón a sus pies. ¡Písalo!
– Poco lo valora a su corazón. Por cualquier cosa lo tira bajo los pies. ¿Acaso puede haber respeto al corazón que con tanta facilidad se saca del pecho y con la misma facilidad se vuelve a colocar donde estaba? Colócalo en su sitio, sin corazón no puede vivir ni la rana.
Estas palabras tranquilas pronunciadas sin una señal de burla acabaron con la más pequeña esperanza en el alma de Makhmet. Su cara redonda siempre hinchada como un torsyk lleno, se deshinchó como el torsyk cuando le vacían. Ahora ya estaba preocupado sólo por deshacerse del saco.
– ¿Y otagasy?
– En el trabajo.
– ¿Cuándo vuelve?
– Por la mañana, a las seis.
– Este saco le traigo para él.
Sin mirar al saco Ardak dijo con enojo:
– Usted es miembro del partido y funcionario responsable. ¿Qué va a decir sobre Usted la gente, los jóvenes? ¿Qué clase de ejemplo les muestra? ¿O me quiere humillar? ¡Llévese este saco, lléveselo enseguida! – dijo ella con una voz preceptiva y se levantó.
– Bien, vendré a por él mañana y mientras tanto que se quede aquí.
– No, no se queda. Tenga en cuenta que esto le digo por compasión, sino…
Otra vez se cargó Makhmet el saco en el hombro y tropezando en la escalera salió de la chabola.
Si a una cosa es predestinada a romperse, va a tropezar con un objeto más fuerte. Y Makhmet tropezó con Yermek y Ardak. Pero le esperaban otras desgracias.
Al ver por la noche a una persona cargando un saco los perros empezaron a ladrar. Un perro negro y una perra pía se tiraron contra él como si le exigían “¡Devuelve tu ganga!” Los otros perros les sostuvieron. Makhmet echaba a los perros con copos de nieve helada. En cuanto se puso en camino, detrás de la esquina apareció Zhanabyl.
– ¿Quién es? – gritó él.
Makhmet le reconoció la voz, tiró el saco y se echó a correr. Zhanabyl empezó a perseguirle. Pero no corría de todas las fuerzas, le atacaba la risa. No podía contenerse más, se cayó en un montón de nieve cogiéndose de los costados.
Zhanabyl no reconoció a Makhmet. Cuando volvía de su turno vespertino pasó por la casa de Yermek que le contó lo ocurrido con Baiten. Y ahora pensaba que era Baiten con el saco rondaba las calles y persiguió simplemente para darle susto. Pero no entendía por qué Baiten llegó tan lejos de su barraca. Se levantó y vio que las huellas iban desde la chabola de Alibek.
Con el saco detrás de los hombros Zhanabyl entró en la chabola.
Ardak empezó a reír:
– ¡Qué maravilla! ¡Esta noche todos van con sacos!
– ¿Baiten vino aquí?
– A Baiten no le vi, pero Makhmet pasó por aquí.
– ¡Anda! ¡Resulta, yo tuve el honor ver al más gordo jefe! – de nuevo empezó a reír Zhanabyl. – ¡Qué lástima! De saber con quién me encontré en el camino le proporcionaría puñetazos y fingiría que no sé quién es.
– ¿Es que el secretario del komsomol puede pelear?
– ¡Eh, incluso el secretario no tiene las manos atadas!
Los jóvenes tenían la costumbre de bromeas tomándose el pelo uno a otro. El vivo y franco Zhanabyl siempre le caía bien a Ardak. Ella con mucho gusto le daba clases en la escuela, pasaban mucho tiempo hablando. Pero últimamente sus encuentros eran más raros. Acordándose de eso Ardak se puso triste.
– Desde que eres secretario no frecuentas a las clases, casi no vienes a verme. Temo que nuestra amistad se termine.
– No te olvides, – dijo en serio Zhanabyl, – que yo no soy un batyr de la leyenda, sino una persona normal. Antes les tomaba a los funcionarios por gorrones y sólo por no ver sudor en sus frentes. Era uno de mis mayores errores. ¡Y cuánto tiempo libre tenía! Termino mis seis horas de trabajo y me quedan las dieciocho a mi entera disposición. Si todos nuestros obreros supieran invertir ese tiempo para estudiar, ya llegarían a ser ingenieros. Para venir a verte no siempre tengo tiempo, aunque somos vecinos. Ahora son las dos de la noche. Tú estás leyendo el libro tranquilamente y nosotros volvemos de una reunión y debates. ¿De qué discutíamos?... Pues, de que enderezar a la gente contrahecha es más difícil que desencorvar el hierro. Cuando echamos al kulak Kurzhik del aúl pensaba que el pesado pasado se fue junto con él. Y otra vez me equivoqué. Queda demasiado de lo pasado. Los Makhet y Baiten, viejas costumbres y visiones, todo eso son los escombros del derrumbado mundo viejo. Y si no nos lo quitamos de encima, son capaces de estragar la cortesía. Y los enemigos de clase tratan de picar como un moscardón. Ellos me roban el tiempo y no solo a mí. Eres una chica inteligente, Ardak. Si vas a pensar bien, dejaras de reprocharme y vas a sentir lastima por mí. Y a mí me da lástima de Sergio Petrovich y Meyram. Más que de mí mismo. ¿Tendrán tiempo para dormir?
Ardak se puso apuesta y estaba sentada como el halcón en el tugyr  Con ojos ardientes escuchaba a Zhanabyl. Y era que el joven hacía poco vino desde su aúl. En aquel entonces las manos en el trabajo las tenía, como quien dice, cortas y el desarrollo aún más corto. Y ahora Zhanabyl hablaba con ella como un funcionario público experimentado e instruido. Ardak pensaba con orgullo: “Y yo también invertí en él parte de mi esfuerzo”.
A cada uno lo suyo. El campesino labra el campo, siembra el pan y su pequeña hija hace hoyos y planta flores. Cuando están floreciendo la niña es la más feliz en el mundo. Y Ardak se sentía ahora como esa niña.
– Entiendo, Zhanabyl, entiendo todo, – dijo ella… – Pero una cosa… Una vez la hija de Carlo Marx le preguntó: “¿Qué es la felicidad?” Y él contestó: “La lucha”. Toda la vida de las personas que creen la felicidad en el mundo pasa luchando. Sus obras que ellos escribieron luchando por nuestra felicidad y que nos heredaron no tuvimos tiempo para leer. Y ellos encontraban tiempo para estudiar, para la ciencia y para el amor y para reunirse con sus amigos. Si nos falta tiempo para todo eso, ¿quizás, nosotros mismos somos culpables? Pienso que es porque no sabemos organizarnos, es por nuestra unilateralidad. ¿No tendrás tú este desperfecto? ¿Y tu querido Meyram?
– ¡Yo sí que lo tengo! Y quiero acabar con él. Y por eso te doy mi palabra: tres veces a la semana voy a ir a las clases aplicadamente. Pase lo que pase, encontraré tiempo y para prepararme para las clases. – Tras una pausa dijo descuidado: – Pienso que Meyram también podría sin perjuicio a su trabajo encontrar tiempo para venir aquí.
Ardak enrojeció:
– ¡No saques la lengua a pasear! Nadie le pide que venga aquí.
Zhanabyl sin querer la abrió su herida. Después de aquel encuentro con Meyram cuando ella salió corriendo, ellos se veían raras veces, y aquellos encuentros eran en público. Meyram temía acercarse el primero, pensando que la muchacha evita hablar con él, y a ella no la dejaba hacerlo el amor propio. Cuantas veces se reprochaba Ardak por no haber alargado aquel encuentro. Y de todas las formas no podía con su orgullo y hablar primera.
– Él no tiene tiempo para venir a nuestra casa. ¡Pues bien! Con algunos amigos mejor estar lejos.
Zhanabyl no había dado mucha importancia a sus palabras.
– Vosotros sabréis a dónde ir y dónde encontrarse. Bueno, parece que es todo. Y ahora con tu permiso me voy a hablar con Maypa.
Zhanabyl cogió el saco.
– ¿Vuelves con preda, eh?
– Sí, por mucho tiempo se recordarán de este saco.
Ardak se quedó sola. Estaba pensando sobre las palabras descuidadas de Zhanabyl: “Meyram podría venir a esta casa más amenudo”.

Capítulo catorce

Después de la bulliciosa reunión en la primera mina Scherbacov firmó la orden que de una manera decidida acababa con el antiguo ordenamiento. La orden estaba expuesta en cada mina en un lugar visible, en los locales donde se repartían las tareas. Pasó una semana desde que Yermek fue aprobado al cargo de suplente del jefe de la primera mina. Su puesto de jefe del equipo de choque en el adelanto ocupó Akym.
Yermek junto con el jefe de la mina Osipov discutían las tareas corrientes en la oficina. Parecía que eran todo lo contrario uno a otro. Yermek era de estatura de un hércules, equilibrado, tranquilo como flema. Osipov era de baja estatura, delgado, de movimientos y habla rápidos, rápido en decidir. Pero esta diferencia no les impedía trabajar en coordinación al jefe y su suplente.
– Todas estas novedades son ventajosas, – con una sonrisa provocativa decía Orlov. – A mí, amigo mío, me sentó la cabeza tras aquella crítica en la reunión y cuando Scherbakov me amonestó.
– La crítica sacude a cualquiera, – estaba de acuerdo Yermek. – Cuando hubiéramos tardado en poner el tambor en el bremsberg . Y ahora está allí. Y estamos alargando la inclinación, ya está trabajando allí el equipo de Akym. De contrario, sería difícil cumplir el plan.
– Eso gracias a Usted y Ashirbek. – confesó Osipov. – No se cansaban en repetirlo. Sólo ahora llegué a entender que estaba a punto de perder lo principal ocupado con las tareas de día a día.
– ¡Déjalo! – contestó Yermek, – da igual de quién es el mérito si viene a bien.
Osipov echó una mirada a su reloj de bolsillo y se levantó.
– Es hora de ir a Sergio Petrovich. No le gusta cuando te demoras. ¿Usted se va a la mina?
– Sí, echaré un vistazo cómo va la cosa.
– Visite a Ashirbek.
– Obligatoriamente. Y Usted recuerde a Sergio Petrovich sobre el adelanto de la vía en la mina, esto frena el transporte del carbón.
Al salir de la oficina cada uno tomó su ruta. Yermek se fue a la mina. Sus cejas se acercaron. Como siempre, llevaba en la frente una lámpara de minero de baterías. Antes de bajar a la inclinación entró a la rampa. Subía lentamente, pesadamente llevaba su cuerpo mostrenco. ¡Y tenía de que pensar! Hacía poco era responsable sólo por su propio pico, luego por su equipo. Y ahora la responsabilidad era por el trabajo de toda la mina.
Al subir a la rampa Yermek un poco se distrajo. Con una mirada aguda observó la mina, miró a la bulliciosa ciudad abajo y recordó el reciente pasado de Karagandá. ¡Cómo ha cambiado todo! En el montecillo cercano estaba la mina “Mariam alta”. Al norte de ella se ven las minas octava, novena, doce, dieciocho y cuarta. Al sureste la treinta y uno y veinte. Parecía que ellas creciendo estaban deseando fusionarse. 
A lo ancho extendía sus alas la ciudad multinacional.
Delante de los ojos de Yermek pasaban las imágenes de la antigua y nueva Karagandá. Se oyó un ruido fuerte, desde el fondo de la mina subía el convoy. Los obreros con agilidad volcaban las estruendosas vagonetas. El carbón con ruido caía abajo. El espeso polvo negro cubría la nieve. Yermek hizo unas cuantas cortas observaciones a los operadores de las vagonetas:
– Échalo lejos. ¿Por qué no has lubricado la vagoneta?... ¡Cuidado con el remolque!
Debajo de la rampa entró el tren. Yermek desde arriba miraba con desaprobación a los obreros que cargaban el carbón. ¡Cuánta gente estaba ocupada en la carga! ¿Y si mecanizar esta operación? Los que se liberarían aquí podían bajar a la mina. Aún más extraerían carbón reduciendo su precio.
Ocupado con sus reflexiones Yermek no se dio cuenta como subió Seitkali que trabajaba ahora en los sindicatos de la mina.
– ¡Hola! – dijo a Yermek y gritó al obrero que cargaba con una pala el carbón: – ¿Dónde están los guantes?
– No me las dieron.
– ¡Es una birra! – exclamó Seitkali y se dirigió a Yermek. – ¡Entréguenselos enseguida! ¿O es que pasas de lado la ley de seguridad de trabajo?
– Se los daremos. Es nuevo. Y a él mismo ni se le habrá ocurrido pedírlos.
– Hay que repartir sin que lo pidan. Si se daña la mano saldrá más caro que un par de guantes.
– Sería bien si los sindicatos se preocupen cómo aliviar el trabajo de los obreros. Sería de gran ayuda a la dirección, – contestó Yermek. – ¡Mira cuanta gente está ocupada allí donde es bastante una máquina!
– La dirección lo sabe mejor que los sindicatos que Karagandá no produce maquinaria de carga. Tenemos que esperar a que nos envíen esas máquinas.
– Lo de “esperar” a nosotros se nos convierte en una enfermedad duradera, – dijo Yermek con rencor. – En vez de pedir y esperar mejor ponerse la pila.
– ¡Ponlas! Ahora tienes todos los derechos.
– Y yo quiero hacer una cosa. Mientras que llegan las máquinas montamos una canaleta de madera y por él vamos a bajar el carbón de la estacada directamente en los vagones. La carga será más fácil y rápida.
Seitkali le escuchaba con atención. Hablando sobre cómo tendría que ser la canaleta los dos se dirigieron a la mina. Fue instalado un acceso nuevo.
Cuando pasaron unos quinientos metros Yermek dijo:
– Hay que mejorar la ventilación. ¿Te das cuenta que hay menos aire aquí?
Yermak iba levantando del suelo pedazos de madera, carbón y roca y los tiraba al lado. Decía enfadado:
– Tendrían que explicar los sindicatos a los obreros que estos pequeños descuidos pueden provocar una avería.
A Seitkali la nariz empezó a abrirse y cerrarse. Era muy susceptivo. Y su ofensa declaraba en voz alta:
– ¿Qué pasa? Te convertiste en un jefe y ¿levantas la voz a los viejos compañeros? No me lo podía creer cuando me vino Baiten y casi llorando me dijo: “Ahora Yermek ya no es nuestro”. Ahora entiendo que es verdad. Todo lo echas a los sindicatos. Si te das cuenta de un desbarajuste, actúa tú.
– Todos tenemos que desarrollar la producción, – dijo Yermek. – ¿Piensas que si a los obreros se les da el traje de trabajo y no se infringe el tiempo de trabajo, es bastante? ¡Menudo jaleo armaste por un guante!
– ¿No te emociones? Dilo abiertamente que no es obligatorio cumplir las leyes de trabajo.
– ¿Acaso solo la seguridad de trabajo es la obligación de los sindicatos? “Los sindicatos son escuelas de comunismo”. Y comunismo sobre todo es la nueva percepción del trabajo, aumento del rendimiento…
– Si nosotros estaríamos por la limitación de la producción, Karagandá no se hubiera crecido tanto.
– Y sigues midiendo a lo antiguo. Y ahora hay que medir con nuevas regletas. Todos nosotros tenemos que crecer, aprender. Sin estudiar no se ve nada en la vida, como en la mina sin lámpara.
Seitkali se quedó callado. Con un aspecto descontento se acercó al primer ramal y entró en él. Se fue llevándose la ofensa en el corazón. Siempre se ofendía cuando le decían: “creces mal”.
Yermek sonriendo le acompaño con la mirada y torció hacia la cuadra. El caballo de gris oscuro no podía pisar con el pie derecho delantero. Le salió un hinchazón en la rodilla. Comía mal: la avena en el comedero no fue tocada. Yermek dio unas palmadas en la espalda.
– Será por un golpe contra el saliente en el viraje, no se fijó el otagasy Alibek, – dijo Yermek y siguió el camino. 
Ahora iba por la más larga galería. Nada se escapaba de su mirada atenta. Revisaba el techo y las paredes, golpeteaba verificando la estabilidad de los sostenes. Parecía que este hombre que iba debajo de la tierra por un camino estrecho centelleando en la oscuridad con la lámpara en la frente se sentía dueño del mundo subterráneo. Los operarios de las vagonetas le reconocían por la luz de la lámpara y su figura potente y al pasar a su lado siempre le saludaban: “¡Yermek! ¡Hola, Yermek!”
Se cruzó con Alibek. Éste llevaba al caballo bayo que tiraba tres vagonetas a la vez. El otagasy se sofocaba como si era él y no el caballo quien tiraba de las vagonetas.
– Yermek-jan, sufro del antiguo dolor en la cintura. Hoy me dio otro ataque.
– Si estás enfermo, vete al ambulatorio, – le contestó Yermek. Se dio cuenta de que en las vagonetas por arriba del carbón estaba la roca, y encima las vagonetas no estaban llenas. – ¿De qué galería es el carbón?
– De Isjak.
– ¿Qué le pasa? Y Usted también no esforzó mucho. Hay que llenar las vagonetas a lo máximo. Si cada operario se permite no cargar las vagonetas, al final del día será una tonelada de carbón que no fue cargado. Recuerde: en adelante no van a recibirle las vagonetas incompletas.
– Es mi culpa, maldita cintura.
– ¿Y qué pasa con Serkó?
– Tropezó y se cayó en los raíles.
– Cuando salga arriba pide que nos envíen a un veterinario enseguida.
Yermek fue adelante pensando sobre Kuseu Kara que siempre se ponía “enfermo” cuando había algún apuro en el trabajo. Ahora Alibek trabajaba de caballista. Ayer se le dañó el pie el caballo, hoy las vagonetas no están cargadas. Pero Yermek no se permitía pensar mal de Alibek. En la producción cada uno puede cometer una falta. Pero a Isjak no lo podía perdonar.
Yermek volvió a su galería.
Había una espesa neblina. Isjak acababa de socavar y explotar la capa. En la neblina apenas se veía la gente. Se podía oír el tintineo de las palas de acero, el rechinido de las vagonetas y el susurro del carbón. A veces el carbón se desprendía en pedazos grandes, no cabía en las palas y los operarios de las vagonetas lo cargaban a mano respirando el polvo. Isjak picaba con el pico los más grandes trozos. Se desprendió mucho carbón. El trabajo bullía. Sería por eso que Alibek “sufría el dolor en la cintura”.
– ¡Isjak! – llamó Yermek. – ¿Es que estás poniéndote viejo? ¿Por qué se te mezcla el carbón con la roca?
– ¿Con que roca?
– Vi las vagonetas de Alibek.
– Kuseu Kara no trabaja más conmigo, no respondo por él.
– Pero es tu galería.
– Si es mía, revisa tú.
Yermek miró todo el montón de carbón. Era puro carbón. Algunos pedazos brillaban en la luz de la lámpara. Midió la profundidad de la frente, un metro con diez centímetros, la altura, dos metros.
Isjak estaba parado semidesnudo. Observando atentamente a Yermek reía insonoro como si quería decirle: “¿Qué, encontraste roca?” En su cara manchada con tizne resaltaban los dientes blancos y los blancos de los ojos.
؎ Tú, viejo corcel, cuanto más corres más velocidad tomas, – le celebró Yermek.
– ¡Así es!
Ellos se apartaron un poco. Yermek contento con el trabajo de Isjak dijo una observación:
– El carbón se recoge sólo después de que se asienta el polvo y se difumine el humo de la explotación.
– ¿Y qué, estaremos esperando? No nos pasa nada. No es el primer año que respiramos la carbonilla.
؎ No se hace eso. Tómalo en consideración para el futuro. Y encima hay poco flujo de aire. Vamos a aumentarlo.
La mirada de Yermek se paró en los mineros que trabajaban con palas. La frente en esta parte se fue muy adelante y la vía férrea se quedó por detrás. Yermek se dio cuenta: un obrero tiraba el carbón con la pala tan lejos y tan rápido que a los dos otros no les daba tiempo a cargarlo en la vagoneta.
– ¿Quién es?
– Un nuevo. Dicen que trabajaba en el equipo del hércules Khutjan,
– Espera. ¿Es el chiquito tartamudo?
– Sí, tiene ese desperfecto.
– ¿Y por qué le pones a trabajar con la pala? ¡Vaya, Isjak! No sabes distinguir a los hombres de valía. Dale el pico en las manos y que se ponga a trabajar contigo en par.
– ¡No lo hago! Me quitarás a Diusembek.
– Espera, no armes jaleo. ¿Acaso Akym produce menos de los obreros viejos? Si yo algo entiendo en la gente, este chaval no cederá el paso a Akym. Y a Diusembek le daremos su frente, ya es hora de que también se ponga a enseñar a alguién.
Isjak miró con atención cómo trabajaba el tartamudo como se le veía por primera vez y dijo:
– Vale, lo acepto. Con una pareja así no perderé en el sueldo.
Yermek se encamino hacia el bremsberg. En este mundo subterráneo de dos kilómetros de largo y un kilómetro de ancho había muchos pasillos ramificados. De todas las partes se oía un rumor constante, repercusión del trabajo intenso. Al igual a las estrellas centelleaban las luces de las lámparas. Los mineros se sentían libremente aquí, en la profundidad que llegaba hasta ciento veinte metros, entre el agua, polvo y tizna. Ya no quedaba ni rastro de las carretillas rechinantes, largos cinceles, pesados martillos ni de las lámparas mineras que desprendían el acre hollín. De vez en cuando se oía el estruendo de la explosión, rechinaban incesantemente las vagonetas que iban por la vía férrea estrecha.
Yermek llegó hasta el bremsberg. Era el tercer más grande paso subterráneo después de la inclinación y galería principal. El carbón desde muchas chimeneas y estratos llegaba a través del bremsberg.
El puesto de Zhumabay se encontraba en el más alto punto del paso. En el punto de contacto con la línea férrea de dos carriles se encontraba el tambor. Las puntas del cable de alambre enrollado sobre él estaban atados a dos vagonetas. Cuando una cargada de carbón vagoneta bajo su peso iba cuesta abajo, la otra subía arriba. Zhumabai tenía que poner en marcha y parar el tambor. La cabeza la cubrió con un pañuelo como lo hacen los agosteros kazajos, las solapas del chaquetón acolchado las metió en el pantalón. Su ropa de calle cuidadosamente doblada estaba a su lado. Como si temiese que alguien la podía robar la sujetaba con la rodilla. Pero con toda su escrupulosidad incluso en los detalles no supo llegar a dominar su pantalón que de costumbre se le bajaba.
Cuando Zhumabai vio a Yermek se levantó y de costumbre alargó la mano hacia el ochkur. Zhumabai ni se dio cuenta de este gesto improviso. Hablador y alegre empezó a contar:
– ¡Dios mío, no dejo de sorprenderme a qué punto ha llegado la mente humana! Las vagonetas bajan solas y solas vuelven! ¡No es un trabajo, es todo un placer! Si no fuese por los maestros de Donbass nosotros nunca lo hubiéramos hecho.
– ¡Sí, Zhumeke! La grande Karagandá se está creando no sólo con las fuerzas de los kazajos, sino con el esfuerzo de toda la Unión Soviética. Sobre todo nos ayuda Moscú. Pronto vamos a recibir la máquina que se llama “electromotora”. Se siente en esa máquina una persona y llevará quince vagonetas a la vez.
– ¿Y se sientan en ella como en un caballo?
– Parece que sí. Y la embridan como a un caballo. Y nos envían la máquina que sola va a picar la frente. Una máquina de esas podrá producir no menos de lo que producen treinta-cuarenta picadores.
– ¡Vaya! ¿Y qué vamos a hacer? Si no nos dará tiempo a sacar el carbón. 
– Nos dará tiempo a todo. El carbón se encaminará por un canalete directamente a los vagones.
– ¡Sí, todo es posible ahora! – exclamó emocionado Zhumabai pasando con la mano su espesa barba. – Cuando llegamos aquí esta mina parecía un pozo. El carbón lo sacaban con cubos. ¡Y ahora mire que pasa!
La vida enseñó al ingenuo Zhumabai entender muchas cosas. Él se olvidó de las antiguas supersticiones que le hacían pensar que era el shaitan quien accionaba la máquina. Aunque solía decir esa frase suya “Dios mío” llegó a entender que en la vida todo se hace con las manos humanas. Sólo de uno lamentaba Zhumabai: aunque nació antes de muchos sus compañeros de trabajo se había quedado detrás.
– Si soy un obrero tengo que aprender a manejar por lo menos una máquina y no solo este tambor. Pero para eso se necesita al arte de leer y escribir, – se quejaba él a Yermek.
– ¿Y por qué no estudia? Si no es tan viejo.
– No me entra nada en la cabeza. Zhanabyl y Maypa intentaban enseñarme de diferentes maneras. Pero ni la mano, ni la lengua me hacen caso. Dios mío, en cuanto echó un vistazo al papel se me cierren los ojos.
Yermek se echó a reír. Hablando Zhumabai enviaba una vagoneta tras otra y cada vez colocaba a su lado un pedacito de carbón. Aguardando que Zhumabai se diera la vuelta Yermek le echó en la pila un puñado de carbón.
– ¿Qué es eso? – con rostro inocente le preguntó a Zhumabai indicando a la pila.
– Es el cálculo de los vagones enviados.
– ¿Cuántos había enviado? Cuéntalo.
Zhumabai se puso a contar pero todo el tiempo se confundía. Contaba y volvía a contar no creyéndose.
– ¿Qué es eso? Ayer a estas horas eran cuarenta y cinco y hoy ya son setenta y dos. ¡No, eso no puede ser! Demasiado.
– ¡Eh, amigo! – dijo Yermek. – Mal va tu cálculo.
Por débil que sea Zhumabai en el cálculo él sabía lo principal: cuantas más vagonetas enviaría, más cobraría. Bueno, se preocupaba en vano: el cálculo hacía una persona destinada a eso. Y Zhumabaio lo hacía por su propio interés. Quería saber de antemando cuántas vagonetas había enviado. 
– Si lograría enviar setenta y dos ya me hubieran subido a la cumbre. No, no pueden ser tantas. Tú, querido, regaña a los de abajo que detienen las vagonetas. Cuando ellos allí las detienen, a mi va mal la cosa.
– Cuente todas las demoras y luego me dice quien ha sido, – dijo Yermek y se levantó.
A todas las partes corrían los pasos ramificados. Era difícil distinguirlas, estaba negro como en la noche de otoño cuando el cielo estaba tapado por nubes espesas. La lámpara iluminaba poco, la luz bastaba solo para no tropezar contra algún saliente. Pero Yermek iba como por una calle ancha. De una cavidad pasaba a la otra como de una habitación a la otra en su casa. Y más se alejaba de las frentes en funcionamiento. De vez en cuando se encontraban las cavidades ciegas donde se había extraído todo el carbón. En algunos lugares el techo estaba tan bajo que tenía que agacharse. Empezaron las frentes abandonadas, en las cuales trabajaban en la época de los ingleses.
A lo lejos apareció el centellar de tres lámparas, se podía divisar contornos de tres personas. Uno de ellos era el Jefe de Ingeniería de la mina Ashirbek. Estaba sentado en el mismo pedazo de carbón en el cual un minuto antes de su muerte se sentó Orlov. Ashirbek ojeaba el bloque de notas de Orlov con sus antiguos apuntes. Dos obreros cambiándose perforaban la pared con un abocardo neumático.
– Mejor que se siente un poco de lado, – soltó Yermek involuntariamente. Se acordó como en este mismo sitio tropezó en la oscuridad con el cadáver de Orlov. – ¿Qué, no han terminado todavía? La pared será gruesa, ¿no?
– Parece ya nos aproximamos a nuestro fin. Hemos adelantado veinte y nueve metros. La suposición de Orlov se justifica. Queda una capa fina de la pared pero no hay ningún signo de agua. Sale, lo sabía sin el sondeo.
– Sí, era una persona competente, – confirmó Yermek. – Le miraba de reojo, le consideraba un ajeno. Y ahora pienso que si se justifica su suposición habrá que poner en su tumba un monumento.
Ellos continuaban hablando, los dos profesionales, uno se basaba en la ciencia y el otro – en la larga práctica. La hoja de papel en las manos de Alibek estaba trazada con numerosas líneas. Apuntando en el plano con su grueso dedo Yermek le preguntaba:
– ¿Y había pensado cómo podríamos reducir aquí el consumo de la madera de entibar?
– Lo pensaba pero no encontré solución.
– ¿Y si vamos a dejar pilones de carbón no sacado?
– Saldrá más caro que entibado de madera.
– Pero en Karagandá hay más carbón que madera.
– Es verdad. Pero también es verdad que carbón es más caro que la madera transportada.
Uno de ellos intentaba ahorrar las riquezas sobre la tierra y el otro – debajo de la tierra. Yermek se acordaba que con los ingleses cuando no había ferrocarril en Karagandá había gran necesidad de madera. Madera era muy cara. Y Yermek consideraba que su propuesta permitiría ahorrar.
Ashirmbek se oponía. Cada uno se obstinaba en lo suyo y lo defendía. Por fin decidieron discutir esto con Scherbakov.
– ¡Abierto! ¡Abierto! – empezaron a gritar los obreros.
Ellos miraron en la abertura. No había agua detrás.
– ¡Pues, Yerke, pueden empezar la corta de esta capa! – dijo Ashirbek. – Entonces el nivel del lago en “Gerbet” yace por debajo de nuestra frente. – Por la excitación su cara amarillenta se enrojeció. – Hay mucho carbón. Podemos ampliar el alcance de los trabajos preparativos sin reducir la extracción diaria.
– Así lo comunicamos a Scherbakov, – dijo Yermek.
– Así lo comunicamos, – se puso de acuerdo el Jefe de Ingeniería.
Todos estaban de buen humor. A la superficie volvían bromeando y riéndose. Sus voces resonantes se difundían por las galerías. Cuando llegaron a la inclinación Yermek se separó de sus compañeros.
Iba por el recto como una flecha amplio y alto pasillo cuyas paredes y techo estaban reafirmadas con gruesos troncos bien colocados. Cuanto más se extendía el paso más bajaba. La inclinación se sentía muy bien. Muchos pasos subterráneos tomaban su principio en este paso. De ellos el carbón se entregaba aquí. Este paso grande fue hecho por el equipo de Yermek. Yermek conocía aquí cada poste.
A lo lejos se vieron las luces de las lámparas. Se oía el sordo fragor del martillo picador. En el frente trabajaba el equipo de Akym al quien Yermek le había enseñado a dominar el martillo y al quien le entregó su herramienta. Ahora Akym con toda su fuerza empujaba el martillo manteniéndolo en sus fuertes manos. Y se iluminó el corazón de Yermek como si dentro de él se encendió la lámpara minera.
– ¡Pica, mi aguilucho! – gritó él acercándose a Akym.
A pesar de que Yermek era mucho más mayor de sus favoritos Akym y Zhanabyl solía bromear con ellos como con sus coetáneos.
Akym se profundizaba clavando el pico de acero en la dura pared. Al oír la voz de Yermek se dio despacio la vuelta. Su cara estaba manchada, era agua sucia o sudor. Respiraba entrecortado, el grueso labio inferior lo bajo. Vestía el mono impermeable, en la cabeza llevaba el casco de cobre y en los pies unas botas de goma. El pecho lo tenía destapado. Con su alta y potente figura, por los pies abiertos parecía a los batyres antiguos.
– Viene a tiempo, Yerke, – dijo Akym sonriendo. – El agua está arribando mucho. Y Usted es maestro en pararla.
– Cuando se agote, ya se parará. Y si no se agota, el kamerón la sacará.
El agua que llegaba desde arriba goteaba por el techo. Debajo de los pies chapoteaba el chango. Para la evacuación del agua había un canal de donde la chupaba el kamerón. El trabajo intenso no paraba ni un minuto. Los entibadores instalaban el entibado directamente detrás de los picadores. A su lado cargaban y enviaban arriba el carbón y la roca sacada. Todos, los picadores, los entibadores y los operadores de vagonetas, trabajaban en par. Sin pareja trabajaba sólo el operador del kamerón. Este equipo de choque en la mayoría se componía de los jóvenes vanguardistas. En el equipo no se permitía trabajar a media talla. Si uno se retrasa, jugara una mala pasada a sus compañeros, parará su trabajo. Nadie se permitía retrasarse. En seis horas de trabajo no había caso de seis minutos de tiempo de paralización. Ni uno de ellos se quejaba del cansancio, nadie se daba cuenta del paso de tiempo.
Yermek miraba con admiración a los chico.
– ¡Olé, komsomol! ¿Qué, daréis diez por cientos más de la norma?
Claro que no sólo los miembros del komsomol decidían en el equipo los logros en la extracción, pero Yermek quería a los jóvenes y siempre les destacaba.
– ¡Podemos y más de diez! – se oyeron las voces.
– Gracias, águilas, pero antes medid las fuerzas bien.
– ¡Entonces subimos!
– ¿Qué, o no cree en nosotros? – preguntó Akym. – Organice un equipo de los viejos mineros. Intentaremos competir con ellos también.
– No hay muchos viejos en la mina. En vez de formar un equipo de ellos mejor distribuirlos entre todos los equipos.
Yermek vestía una chaqueta de lienzo gordo. Y estaba ahora empapado del agua que chorreaba desde el techo. Yermek se encogió. Al darse cuenta Akym se puso a fastidiar a Yermek:
– ¿Qué, tiene miedo al agua? ¿Será que pronto no va a bajar a la mina? ¡Claro! ¡Es todo un jefe!
– Pienso que tú tampoco toda la vida trabajarás de picadero. De ser así, mal miembro de komsomol eres… ¿Leíste lo de la cortadora de carbón?
– Sí. Tráiganmela aquí hoy mismo. Si no aprenderé a trabajar con ella, ¡pueden decir que soy mala persona!
En Karagandá todavía no habían visto la cortadora de carbón, pero todo el mundo sabía que Ordzonikidze había prometido enviar en el primer trimestre treinta esas máquinas maravillosas.
– ¡Veo, eres un buen miembro de komsomol – Yermek le dio una palmada en el hombro de su favorito.
Llevándolo a parte dijó:
– Según la orden de Scherbakov enviamos a la práctica a Donbass a cinco mineros de nuesrta mina. Allí aprenderás rápido a manejar la máquina.
– Primero que vayan los viejos picadores.
– A un joven es más fácil familiarizarse con la maquinaria nueva. Te has demostrado bien en el trabajo con el pico y el martillo picador. Ahora llegó el tiempo a demonstrar los hábitos en la manipulación de una máquina.
Akym nunca había viajado tan lejos. Y expresó una excusa puramente infantil:
– Pienso que la tía no me dejará irme. Ella está como alma en pena en cuanto me demoro en volver del trabajo.
– ¡Mocoso de ti! Y gozas de fama de uno de los mejores picadores.
– Vale, voy. Y con la tía hablaré. ¿Y quién más va?
– Mucha gente. Más de cien personas.
Yermek sin detenerse más se fue a la plataforma.
Aquí de todas las partes venían y se iban a todas las partes las vagonetas cargadas de carbón, roca, madera llenando la plataforma con incesante ruido, estruendo y rechinido. Cada operario trataba lo más rápido posible dejar el carbón. Ya se calculaban no los metros extraídos, sino las sacadas a la superficie vagonetas. El viejo obrero de plataforma Ilya Grigoriyevich no tenía un momento de descanso.
– ¡Dejen pasar, dejen pasar! – chillaban los operarios de las vagonetas.
– ¿Cuántas vagonetas enviaste? – preguntó Yermek al obrero.
– Ciento veinte y cinco, – le contestó enseguida.
– ¿Y cuántas venían del bremsberg?
– Setenta y tres.
Un muchacho grande de hombros anchos trajo dos vagonetas a la vez. Empujándolas con esfuerzo a la plataforma no hizo caso de los gritos del viejo obrero:
– ¡Para, espérate!
Llegó otro obrero. Pero el impaciente operario no quería escuchar a nadie. De todas las partes le empezaron a echar la bronca:
– ¿Estarás sordo?
– ¿A dónde vas, estarás ciego?
– El capataz me dijo que no me demore, – se excusaba el muchacho.
– ¿Y el mío me habrá pedido no tener prisa?
El espaldudo chaval no discutía más y se puso en la cola. Cuando vació las vagonetas se dirigió de vuelta.
Yermek con complacencia le acompañó con la mirada.
– ¿Cuándo vino? ¡Este podrá mover una montaña!
– Es su segundo día, – contestó el obrero refunfuñando en kazajo contra el impaciente minero. – Cada vez va como un buey. Es capaz de dar una cornada a cualquiera si el capataz se lo dice.
– No está mal si él de buena fe cumple las disposiciones de su jefe.
– ¿Es eso buena manera de cumplir las órdenes? Aquí nos faltan vagones vacíos y él se los lleva sin preguntar.
– Hoy el taller mecánico nos da ocho vagonetas reparadas.
– ¿Ocho? Pues así el trabajo irá más rápido.
El obrero se tranquilizó y colocó detrás del labio una pizca de tabaco picado. En la mina no se podía fumar por eso Ilya Grigirievich adquirió el hábito de masticar el tabaco. Apenas colocó en el bolsillo su petaca en el bolsillo ahí estaban dos obreros con palmas alargadas.
– ¿Y vosotros qué? No me acuerdo que me habíais dejado en depósito su tabaco.
– ¡Déjalo, Ilyusha! ¿Sabes el dicho: “Lo amargo y lo agrio no escatiman a los amigos”?
Repartiendo el tabaco en sus palmas Ilya les gastaba bromas. Durante el largo tiempo que pasó entre los lugareños sabía hacer uso de las bromas kazajas.
– Si en casa lo agrio no goza de estima tráiganme un saco de kurt , – les dijo a los obreros y guiñó el ojo a Yermek.
No paraba el tráfico en la plataforma. Antes, cuando la mina era pequeña, Yermek conocía a todos los obreros en cara y por el nombre. Y ahora había mucha gente desconocida. Las caras de todos los obreros estaban cubiertas de la negra carbonilla. Pero por su habla, por la manera de portarse Yermek no se equivocaba cuando intentaba adivinar quién venía de Rusia, quién de Ucrania, quién de las vecinas regiones. Mirando a la gente Yermek decía al obrero en la plataforma:
– ¡Ilya Grigorievich! Nosotros somos viejos mineros y hace tiempo somos comunistas… Te das cuenta tú mismo que la mina se llena con gente nueva, joven. Para ti ya no es bastante operar sólo aquí.
Ilya Grigorievich se encogió los hombros, en sus ojos azules resplandecía la risa.
– Tú ya eres un jefe y no hay manera de darte gusto. Ya estoy viejo para otro trabajo.
– ¡No es una respuesta! Los tiempos ahora son jóvenes y el tiempo joven y a nosotros nos demanda a lo joven. 
– Explica, ¿cómo es eso, a lo joven?
– Dirige no solo el tráfico de las vagonetas, pero los pensamientos de la gente. En breve, cada día una hora destina a enseñarles la técnica.
– ¡Eso no, Yermek! En la vejez mal maestro llegaré a ser. Que lo hagan los ingeniero, los técnicos, los de Donbass.
– Tienes una grande experiencia práctica. Y vas a compartirla. No vamos a discutir. A partir de mañana comienza las clases. Esto es no sólo mi decisión, sino del comité del partido, – finalizó Yermek.
Era hora de subir a la superficie.
Este paso lo había hecho él mismo. Pero los últimos días ocupado con las nuevas tareas no lo revisaba. Ahora al volver decidió inspeccionar detalladamente. Una atención especial prestaba él al estado de cada entibado y travesaño. Cuando lejos aparecía el ruido del convoy Yermek se apretaba a la pared y dejaba paras las vagonetas. La longitud de este camino peligroso era más de un kilómetro. Yermek decididamente avanzaba comprobando el estado del paso.

Capítulo quince

El más grande edificio en Karagandá era el club obrero. Era un edificio nuevo. Aquí organizaban las reuniones de la ciudad y fiestas.
Hoy aquí se despedían de los obreros que se iban a Donbass y Kuzbass. La gente venía en grupos. Los obreros traían maletas, baúles, taquillas. Los viejos, las mujeres, muchachas y niños traían en las manos líos y cestas. La espaciosa antesala de forma alargada se llenó rápidamente. La gente estaba admirando la pintura mural. Aquí estaba la imagen de la futura Grande Karagandá: altas chimeneas humeantes, casas de varios pisos, calles con pavimento de asfalto, rodeadas de árboles. Por las calles llenas de gente alegre vestida de gala corrían tranvías, trolebuses, coches.
Un viejo encorvado de barba larga estudiaba atentamente el cuadro. Era el viejo que el día del primer subbotnik en un tramo de la futura tubería levanto del fondo del canal un pedazo de arcilla.
– ¿Eso es el Donbass a dónde nos van nuestros hijos? Pienso que incluso en el paraíso no hay tanta belleza como allí, – dijo él.
El niño con un pañuelo rojo en el cuello a su lado se echó a reír.
– Atá – le explicaba, – es nuestra futura Karagandá.
– ¡No puede ser! ¿Es nuestra Karagandá?
– No sólo nuestra, atá. Karagandá es la tercera carbonera de toda la Unión Soviética, – enseñaba el chico a su abuelo.
El canoso viejo suspiró profundamente.
– Pues así sale: el quien más sabe no es el quien más años vive, sino el quien más ha visto. Tú, mi cielo, lo sabrás todo esto de los libros. Pues que tu padre se vaya y vea el Donbass con sus propios ojos. Y yo noventa años estaba en casa, ¿qué podía ver?
Los antiguos habitantes de los aúles que jamás en su vida habían mandado a sus seres queridos en viaje tan largo hacían las preparaciones como si se tratará de enviar al novio al aúl de la novia. Una mujer joven de nariz chata sofocada se acercó a su esposo, le quitó de la cabeza el tymak de piel de oveja y le puso un moderno gorro de orejas. En casa le habría torrado el seso como el trigo en la sartén. Y ahora le miraba con un amor eterno.
– Este gorro le pedí a Bodaubek, es mejor. El amigo mira a la cabeza y el enemigo bajando los ojos a los pies, – resumió ella satisfecha por el efecto.
Con paso rápido en la antesala entró Kanabek.
– Fíjate bien, padre, muy bien, – dijo él acercándose al viejo.
Éste apartó la mirada del cuadro y atentamente miró al hombre.
– ¡Kanabek, dichosos los ojos que te ven!... Esta tu casa es un verdadero palacio de oro de los que narran los cuentos.
El viejo nació y toda su vida pasó en un tugurio hecho de tepe. Claro que exageraba. El club, el primero en Karagandá, recordaba muy remotamente un palacio. Pero era más grande de los otros edificios y su acabado en el exterior y el interior era más bonito.
– ¿Por qué es mía, padre? Esta casa es del pueblo.
– Pero la construyeron contigo. Y el pueblo vivía y en la época del viejo jefe, del Karimbai, y no tenía el club.
– ¿Qué hay en este club? ¡Mire los palacios que tendrán los obreros! ¡Mejor de los de cuentos! – dijo Kanabek apuntando en la pintura y entró en la sala.
Todos los viajeros estaban reunidos. En general eran kazajos. Les rodearon los obreros de Donbass. Y aunque tanto Kozlov, como Lapshin, Voronov, Kovaliuk y otros ya se consideraban obreros karagandinos, se despedían de ellos como de los huéspedes que se van a su casa. A Akym, a Baljan y a los demás les entregaban cartas de presentación, las direcciones de sus familiares y conocidos.
Los viejos Ivan Potapov, Antón Levchenko y el obrero de la plataforma Ilya Grigorievich vinieron a despedirse de Isjak. El emocionado Isjak a cada rato empezaba a razonar:
– ¿Qué había visto Iván antes aparte del pueblo Bukba y el molinero Krivoglas? ¡No había visto nada! Y a mí me mandan a Donbass. ¡A Donbass!...
– Sí, nos has batido, – confesó el Tío Ivan.
– Nos ha batido o no, lo sabremos cuando vuelva, – bromeaba Ilya.
– ¡Eh, dame la mano! ¡Al volver no sabré enseñaros a los tres en tres meses o no me llamo Isjak!
Se levantó el telón. El presidio lo formaban las personas conocidas a todos. De la mesa arreglándose su espeso bigote negro se levantó Zhumaniyaz. Mientras que en la sala se establecía el silencio Zhanabyl le echó un reproche a Kanabek:
– ¿Se ha demorado? ¡Esto significa dar buen ejemplo a los jóvenes?
– Los viejos tenemos muchas preocupaciones. Son sólo cinco minutos y ya me estás amonestando. ¿Y qué me dirías si me demore unos diez minutos?
– Le llamaría a la reunión de komsomol.
– De ti se puede esperar todo lo que quieras.
– ¡Camaradas! – comenzó Zhumaniyaz y se calló. Siempre encontraba palabras con facilidad y ahora estaba emocionado, le temblaba la voz. – Mucho antes, veinte años atrás siendo niño yo con una mochila en la espalda me iba de pie en pleno invierno de mi aúl natal en busca de trabajo. Hoy vosotros, hijos de Kazajistán, no a solas, todos juntos os vais en busca no del trabajo, no, en busca de conocimientos. Los obreros rusos, nuestros amigos rusos se reunieron aquí para despedir con distinción a los que se van. Y allí, en Donbass y en Kuzbass, os esperan con las puertas abiertas de par en par. Este viaje fue organizado para aliviar nuestro trabajo y sacarle más rendimiento. Y alcanzarlo se puede sólo familiarizándose con la nueva tecnología. No hablamos de los obreros jóvenes. Mírenle a Isjak. El experimentado picador no podrá sin nuevos conocimientos seguir el ritmo de Karagandá. Por eso os llamo a aprender la grande experiencia de Donbass y la nueva maquinaria socialista. Voy a decir francamente, como representante de los sindicatos: sólo aquél será considerado como un minero de vanguardia y de pleno valor, el quién logre operar la máquina.
– Bien dicho, – le apoyó Sergio Petrovich. – Minero es un rango alto.
Colocando su lío en las rodillas de su marido Baljan se levantó de su asiento.
– ¡Camarada Scherbakov! ¡Doy mi palabra que volveré siendo operaria de la electrolocomotora!
Se oyó la voz de Akym:
– ¡Y yo aprenderé a manejar la cortadora de carbón!
El joven tartamudo que había trabajado en el equipo de Khutjan pronunció con dificultad:
– ¡Y yo la g-g-gest-t-ión de salvamento en las m-minas!
De todas las partes se oían los gritos. La sala se llenó de ruido. Zhumaniyaz levantó la mano.
– ¡Lo sé perfectamente! Todos vosotros con ansia buscáis los conocimientos. Y vais a lograrlas. Pero hay que tener prisa. El tren se va pronto. El grupo que se va a Donbass lo encabezará el camarada Isjak. Y con los que se van a Kuzbass enviamos al camarada Seitkali. ¡Buen viaje, camaradas!
El último pidió palabra el mecánico Kozlov.
– Os aseguro, queridos amigos: vendréis a Donbass como a su casa natal. Toda la experiencia, todos los conocimientos que tienen los obreros allí, los compartirán con vosotros. Un saludo al potente Donbass de nuestra parte.
La gente se levantó y se dirigió a la salida. Se les unían los que estaban esperándoles en la antesala. La alborotada comparsa se dirigió hacia la estación. Kozlov iba junto con Akym y seguía hablando:
– Es mi viejo amigo. No solo un buen especialista pero también un buen maestro. Todo lo que sabe te lo pone directamente en el corazón. En la carta yo le explico todo. No te incomodes. Pregúntale todo los que será complicado.
Kovaliuk y Lapshin iban con Baljan.
– En el Donbass ahora está concentrada todo tipo de la maquinaria nueva, – decía Kovaliuk. – La electrolocomotora es una máquina complicada. Aprende la ingeniería eléctrica.
– Familiarízate con la cerrajería también, – preceptuaba Lapshin levantando el dedo índice. – Sin esto no podrás ser una buena maquinista.
Se oyó la señal. Los viajantes se fueron a los vagones. Baljan se paró, miró a su marido y le dijo: 
– ¡Oh, mi cabezón! – le tocó la barbilla con la mano y subió al vagón.
Unos se estrechaban las manos, otros intercambiaban besos. Akym se despidió de su tía a la que la salieron lágrimas en los ojos. El tren comenzó su ruta.
– ¡Buen viaje! – se oía en la estación.
Mar de brazos levantados, miles de ojos mirando en las ventanas de los vagones se despedían del tren que aumentaba la velocidad.

Capítulo dieciseis

La ordinaria reunión del buró del comité del partido metropolitano se desarrollaba en una atmósfera tensa. En la larga mesa estaban sentados Scherbakov, Zhumaniyaz, Yermek, Kozlov, Zhanbyl, Zhappar, Rymbek y Antonina Fiodorovna. A su lado la nueva empleada del comité Mariyash. Presidía la reunión Meyram. Se estudiaba el caso del desgraciado saco que llevaban de casa en casa Baiten y Makhmet y también todo lo que salió a la luz en relación con esta historia sucia.
Kanabek reportaba detalladamente:
– Por encargo del comité metropolitano nuestra brigada investigo los reclamos de los obreros sobre distracción y dispendio de los productos. También habíamos estudiado la noticia en el periódico “Obrero karagandino” que levantaba el mismo problema. Queda probado que sacos y cajas de productos fueron entregados a diferentes personas en varias ocasiones. Según las manifestaciones de Baiten algunos recados recibieron también los camaradas Zhappar y Rymbek. La inspección de tres días en tres tiendas demostró que la falta de peso en el pan llegó a ser doscientos cincuenta kilos. Y tenemos decenas de tiendas y quioscos que prestan servicio a miles de obreros. Los dependientes en las tiendas inspeccionadas son familiares de los jefes de las tiendas y estos amigos y próximos de Makhmet. A muchos obreros nuevos las cartillas se entregaban con demora y al pagarlas se les retenía una parte de la ración. Los estafadores encontraban el medio para recibir los productos con los cupones anulados. El desorden y caos en la distribución y el pago con mercancías de las cartillas necesitan un estudio especial. Se ha formado la impresión de que los ladrones actuaban en grupo organizado.
Uno de estos días nosotros con camarada Zhumaniyaz hemos visitado las barracas de los obreros. Dos apartamentos atrajeron nuestra atención en especial. En uno vive un tal Baijan, el tío materno de Makhmet. En la mano de Baijan – un reloj de oro, en la mano de su esposa – una pulsera de oro. Las paredes de la casa están revestidas con valiosos tapices, en el suelo también hay alfombras. El sueldo de Baijan no supera cuatrocientos rublos. Trabaja de dependiente en el quiosco de pan. La esposa no trabaja. Dicen que vinieron a Karagandá con un solo baúl desgastado. El otro apartamento es de Toktay que es cuñado del camarada Rymbek. Toktay trabaja en el almacén central de productos alimenticios. En su casa se celebraba toy por el nacimiento de su hijo. Faltaba solo bayga . En lo demás el festín se desarrollaba como en los tiempos remotos en las casas de los grandes bayes.
Los granujas se posan a montones en los departamentos de abastecimiento obrero como las moscas. Los empleados de estos departamentos están en relación familiar, étnica y de cualquier otra índole. Pienso que no hemos descubierto todo. ¿No será la mano del enemigo de clase quién lo dirige? Hay que profundizarse en eso…
Se instaló el silencio. El discurso de Kanabyk cada lo sentía a su modo. Makhmet que entre la gente se llamaba “bollo blanco” cambió de cara. Ahora su cara de mejillas rosadas tenía el color de una quemada corteza de pan ennegrecida. A cada rato él echaba la mirada a Rymbek. Y ya no era la siempre servicial expresión tenían sus ojos, ahora ahí reinaba confusión y miedo. Los ojos de Zhanabyl y Zhumaniyaz ardían con indignación. Meyram y Yermek estaban tranquilos, pero sus caras eran duras. Scherbakov hacía apuntes en su bloque de notas, de vez en cuando levantaba la cabeza y fruncía el ceño abstraído.Mariyash no apartaba sus grandes atentos ojos de Zhappar. Él estaba sentado flemático como petrificado. Sólo su mirada inmóvil fijada en un punto demostraba lo difícil que era para él guardar esa paciencia de piedra.
Después de Kanabek tomó la palabra Mariyash. Colocando una mano en el pecho y con la otra pegada al cuerpo se levantó bruscamente. Ella hablaba mirando ya a Zhappar, ya a Rymbek.
– El artículo en el periódico descubrió el desorden no sólo en el departamento de abastecimiento obrero, sino también en el departamento de los recursos humanos. Decenas de obreros que vienen aquí llevan semanas intentando entrar en el trabajo en las minas mientras que el departamento de los recursos humanos no cumple ni la mitad de la demanda de la mano de obra. Pero el camarada Rymbek demostraba una operatividad excepcional cuando se trataba de colocar a sus amigos y compatriotas. El setenta por ciento de los trabajadores que ocupan cargos de mayor o menor responsabilidad en la segunda, octava minas y en las doce y treinta son procedentes de la región de Karkaraly de donde es y Rymbek. En estos casos la gente se aceptaba no de acuerdo con sus hábitos y sí por la relación de amistades y procedencia. Y el resultado es lamentable: las minas nombradas no cumplen el plan de producción. Diez personas que trabajan en el cartel, incluido el presente aquí Makhmet, son de Karkaraly. El camarada Rymbek se olvidó por completo de la indicación del partido de admitir al trabajo se puede sólo a la gente honrada y emprendedora.
– ¿Se olvidó? ¿Y puede ser que Rymbek no se había olvidado y con intención hacía todo al revés? – hizo una observación Meyram.
– Puede ser que no se olvidaba. En cualquier caso a esta manera de seleccionar el personal no se puede llamar fortuita. Y aquí hay otros hechos. En la Grande Mikhailovka en las escuelas profesionales estudian centenares de jóvenes. Yo visité aquellas escuelas y revelé un desorden escandaloso. No hay adecuada limpieza en las residencias, la ropa la lavan muy raras veces, la comida es escasa y mala. El trabajo de educación no se desarrolla, hay casos cuando los chicos abandonaban la escuela. El departamento de recursos humanos no presta atención a los problemas de la juventud mientras que la juventud en especial para nosotros vale más que el oro. Cuando comentas estas deficiencias la camarada Rymbek, él toma un aspecto sumiso y contesta: “Yo soy un simple jefe del departamento. ¡Hay gente por arriba de mí!” De sus alusiones parece que el culpable es el camarada Scherbakov. ¡No, esto no quedará así! Todos sabemos bien que estas preguntas las solucionan Usted con Zhappar Sultanovich y a Sergio Petrovich le presentan datos falsos.
– ¡No ajuste aquí las cuentas personales! – le echó en cara Zhappar.
Meyram le corto dando golpecitos con el lápiz en la mesa.
Esta frase de Zhappar dio en el punto flaco de Mariyash, ella se confundió pero rápido supo dominarse.
– ¡Mentira! Yo expongo aquí esos desastres no por causas personales. Y su actitud, Zhappar, puedo decir que son muestras del antagonismo de clase.
– Gracias que no me bautizó contrarrevolucionario, – de nuevo respondió Zhappar.
Mariyash le miró enojada con sus ojos grandes y le contestó bruscamente:
– ¡Al quien se lo merece se puede llamarle así!... Para concluir quiero decir: la gente que causó tanto daño al estado han de ser castigados severamente.
– ¿Es todo, Mariyash? – preguntó Meyram. – Ahora es su turno, – indicó el a Rymbek.
El hablador Rymbek empezó su discurso con la sangre ardiente:
– Todo el mundo sabe que nosotros con Makhmet coincidimos tanto en la condición del partido como la administrativa. Y de ser así no se puede decir que hubo cualquiera presión de mi parte. Es bastante independiente en sus acciones. El comité del partido metropolitano y los directores del cartel saben perfectamente cómo fue admitido Makhmet al trabajo. El departamento de recursos humanos consultó con quien corresponde sobre su candidatura. Esto tienen que tener en cuenta los camaradas quien me acusan de paisanaje con Makhmet. Y en general, aquí se habló bastante, pero radicalmente injusto sobre las relaciones de distinta índole. ¿Y acaso existe cualquiera indicación de que no se puede admitir al trabajo a la gente que viene de tu zona natal? No existen ningunas indicaciones. Bien, había admitido a muchos lugareños. Algunos cometieron un delito. Pero cada uno es responsable por sus acciones. Y Mariyash junto con Kanabek existen que sea responsable yo. Entonces, ¿Quién de nosotros infringe las directrices del partido? ¿Quién se permite la división de la gente por razones de origen y procedencia? ¡Son Mariyash con Kanabek!
– ¿Y no quiere decir nada sobre sus propios errores? – le interrumpió Meyram. – ¿No? Pues, no hay de qué hablar. Todo está claro.
Rymbek se paró. Él podía seguir vertiendo sus venenosas palabras pero tras esta réplica se las guardo.
– Claro, tampoco soy perfecto y me equivoco. Pero no cometí ninguna contravención premeditadamente… Bueno, si no me dejan hablar, yo me callo. – Rymbek puso una cara de ofendido ahogándose con la cólera que no podía descargar.
Era la hora de hablar Makhet. Todo rato se quitaba el sudor que cubría su frente, su cuerpo obeso temblaba, los ojos se movían cobardemente. Su discurso era confuso, todo el tiempo cambiaba el tema. En su despacho sentado en un sillón cómodo él se hacía el pavo delante de los visitantes y ahora se sentía un gorrión miserable perseguido por un halcón. En cada frase se refería al partido en contexto y fuera de él. Pero no tuvo firmeza confesar sus delitos delante del partido. Y, como Rymbek, finalizó en términos medios:
– Confieso que cometí errores pero yo soy una persona honrada.
De todas las partes se oían preguntas:
– ¿Y lo del saco también es un caso honrado?
– Lo juro no había visto ningún saco. Sólo lo había escuchado comentar de ello.
– ¿Comentar? – le preguntó con rencor Zhanabyl. – ¿Y quién fue a ver al padre de una muchacha con un saco en la espalda? ¡Fue Usted! Y cuando su regalo fue rechazado, se lo llevó. Teniendo miedo a los perros tiró su carga y huyó. Le perseguía un hombre. ¿Era así o no?
– No, no era así. Me difamaron por las razones de vindicación personal.
– ¿Sabía que su pariente Baijan vendía por la trastienda los productos racionados? – le preguntó Zhumaniyaz.
– ¿Cómo lo voy a saber?
– ¿Estuvo en su casa?
– Pasé a verle un par de veces.
– No podía olvidarse de que Baijan vino aquí con un desgastado baúl negro. ¡Y de repente tanta riqueza! ¿Acaso tenía los ojos cerrados cuando estuvo en su casa? ¿No se daba cuenta de eso?
Makhemet iba a contestar, pero se atragantó. Las palabras se le han atravesado en la garganta.
– ¡Vaya, si ha perdido los pocos rastros de la vergüenza! – exclamó Zhanabyl. – ¡No tenemos que seguir escuchando sus mentiras! ¡Hay que darle una buena lección sin piedad ninguna!
Rymbek no pudo contenerse y echó una réplica escarnecedora:
– Una vez en el juzgado intervino un severo acusador público, un tal Baktybai. Exigía pena al acusado que sea más grave de la pena capital. Zhanabyl me hace recordar a ese acusador.
– ¡Dígalo sin reservas, que le duele el corazón por Makhmet! – le contestó Zhanabyl.
Sin levantarse de su sitio habló Scherbakov:
– Nuestro valioso tiempo se nos va en el análisis de estas bribonadas vergonzosas. Pero no podemos no analizarlas. Demasiado indignantes son. Engaños en el peso, manipulaciones de las cartillas, robos. Los principales culpables más o menos los conocemos. Y ya es cosa de los órganos de instrucción. Nosotros tenemos que aprendernos la lección de todo eso. ¿Cuál es? ¡Terminar con la despreocupación! De no ser despreocupados nosotros, los dirigentes del partido y de los órganos públicos, y, en particularidad de no ser yo mismo despreocupado, los estafadores jamás se hubieran acercado a los bienes estatales. Sí, no me quito la culpa. Y a cambio, Zhappar Sultanovich prefiere callar por alguna razón. Entre tanto es él quien está en la cabeza de la responsable labor de abastecimiento de la población. Y su silencio me parece extraño. Que nos diga el jefe del aprovisionamiento cómo piensa solucionar la situación. Y tenemos que terminar hablar tanto.
Zhappar tuvo que tomar la palabra aunque no pensaba rendirse. Su delgada cara morena no expresaba ninguna confusión. Los estrechos ojos negros miraban con aplomo. Cuando hablaba se le veían los dos salientes dientes delanteros.
– Crece la población de la ciudad, – comenzó Zhappar. – Este crecimiento está previsto en los planes de aprovisionamiento pero de todos los modos nos faltan productos. Y la causa está no solo en la defraudación y dispendios revelados por nosotros. Todos sabemos que en un incendio perdimos un almacén de productos alimenticios…
– Pero las pérdidas por el incendio nos reemplazó el estado, – recalcó Meyram.
– Es así, – continuaba Zhappar. – El estado no se había olvidado de nosotros. Pero ahora descubrimos que se han perdido muchísimo más productos de lo que se proponía al principio. Y estamos en una situación difícil. En estas condiciones no podemos perdonar los delitos de Makhmet y sus coautores. Hay que fuertemente castigar a los culpables y condenarles sin piedad. Pero es poco. Yo propongo realizar una inspección de cada empleado del comercio y por la mínima omisión castigarles.
Los participantes de la reunión se pusieron en alerta. A primera vista la propuesta de Zhappar parecía correcta pero tenía algo escondido por detrás, algo sospechoso.
Meyram finalizando escribir algo en el papel se dirigió a los presentes:
– ¿Quién quiere tomar la palabra? ¿Usted? – se dirigió él a Yermek.
– Estoy de acuerdo con Sergio Petrovich. Hemos hablado bastante. Ya podemos finalizar la reunión, – dijo él.
En la agenda quedaba sólo el discurso del secretario del comité metropolitano. Meyram comenzó con la propuesta de Zhappar.
– ¿Realizar la inspección del trabajo de los empleados de comercio? – movió la cabeza con duda. – Esto, camaradas miembros del buró, no me gusta. Armar escándalo, desviar la atención de la gente… En el total alboroto el verdadero enemigo tiene la posibilidad de escaparse. Nosotros tenemos bastante posibilidades para sacar a luz a los delincuentes de otra manera.
Y ahora vamos al grano. Está claro, hoy el punto débil es el aprovisionamiento de la población. El pueblo se esfuerza por el feliz porvenir y aguanta las dificultades de hoy. Pero cada paciencia tiene límites. Nadie va a soportar la complacencia a los defraudadores. Los que nos mete palos en las ruedas, los que impiden a la fomentación de Karagandá no merecen ningún tipo de benevolencia. Planteo mi propuesta: a Makhmet Torsykbayev excluir del partido, su expediente enviar a la fiscalía. ¿Y cómo podemos llamar la conducta en la sesión de hoy del camarada Karimbayev Rymbek? Intentó esconderse detrás de las espaldas de otras personas. Y eso teniendo en cuenta que yo varias veces le llamé a mi despacho, le indiqué que hay fallos en las tareas de selección del personal, de su formación. Yo le dije que su manera de trabajar es burocrática. Sé que el camarada Scherbakov le decía lo mismo. No le sirvieron de nada a Karimbayev Rymbek nuestras conversaciones… ¿Puede ser que nosotros no habíamos insistido? ¿O nosotros mismos tendríamos que aprobar alguna medida más decidida? Sí, en esto yo coincido con Sergio Petrovich: también tenemos culpa nosotros, tenemos que confesar con toda la rectitud bolchevique. Y con la misma rectitud tenemos que hablar sobre Karimayev Rymbek. Pienso que él se merece ser increpado duramente.
– ¿No será demasiado? – dio la voz Zhappar.
– ¿Y qué nos puede proponer Usted?
Pero Zhappar dejo la pregunta sin respuesta.
؎ Tengo otra propuesta. Hay que encomendar a la comisión encabezada por el camarada Kanabek una investigación especial sobre el papel de Zhappar Sultanovich en los hechos revelados. ¿Hay réplicas?
Todos los miembros del buró votaron unánimemente por la propuesta.

Capítulo diecisiete

Varios días soplaba un viento cálido desde el sur comiéndose la gruesa capa de nieve. Por las calles corrían turbias torrentes. Los habitantes de las barracas de tierra construidas en los lomos de las colinas salieron a la calle. En las manos llevaban palas y picos. La gente quitaba el hielo que se formó junto a las puertas de las viviendas para evacuar el agua. La primavera trajo muchas trochas, pero tanto la gente, como los animales y aves domésticas la recibieron con alegría. Y los niños no querían volver a casa hasta las últimas horas del día.
El carbonero Bokai ronceaba junto a su chabola. Pico el hielo en la entrada, desvió el arroyo que bajaba por la colina. Ahora estaba de pie apoyado en su pala y con asombro miraba a la llanura debajo de sus pies. La tierra en la depresión se asentó y se formó un hueco tan profundo que dentro podía caber un aúl. El agua había llenado el hoyo formando todo un lago en el cual ya estaban chapoteando los gansos y patos.
– ¡Así nuestras barracas corren riesgo de caer! – farfulló Bokai.
Y tenía razón. Las galerías de una de las minas llegaron hasta la colina donde se encontraba el pueblo. Bokai sabía que a veces ocurría eso: cuando se extraía el carbón en la galería la mina quedaba abandonada y en este lugar la tierra se asienta formando barrancas o fallas profundas. Y entonces había que trasladar no solo las chabolas, sino las casas construidas en ese lugar. A Bokai le dolía el corazón por la humilde vivienda que había construido con el sudor de su frente y sus propias manos.
– Hay que informar a Scherbakov, – dijo él subiendo al tejado de la chabola.
Las paredes de la vivienda subían sobre el terreno apenas a un metro. La tierra cubría el techo formando el tejado. En el tejado estaba una grande pieza de fieltro enrollada y atada cuidadosamente. Era la telaque anteriormente cubría la antigua yurta de Bokay. El fieltro era tan viejo que ya no podía servir ni de alar, ni siquiera alfombrilla. Bokai no se decidía que hacer con esta ahumada apolillada koshma. Le daba lástima tirarla, pero usarla era imposible.
– Bueno, que se quede así, – decidió Bokai vacilando un poco sobre el fieltro.
Bajo del tejado y entró dentro de la chabola.
Dentro de la chabola el techo era bastante alto para estar de pie.
La mujer de Bokai estaba trabajando, cosía algo en la recién comprada máquina de coser. Su vientre sobresalía y en la cara oscura aparecieron manchas amarillentas. Ya tenían un niño y otro más estaba por llegar. Cuando ellos vinieron a Karagandá, el chiquillo apenas sabía balbucear y ahora estaba hablando todo el día sin parar. Muchas cosas cambiaron en la vida de Bokai. La mantilla de pelo de camello y la piel cruda de ternero de color negro que antes adornaban el sitial ahora estaban en el tranco y servían de alfombrilla. Y su lugar ocupaba una alfombra usada cubierta con una manta acolchada. A la derecha junto a la pared se encuentra una cama metálica y sobre ella en la pared colgaba un despertador. En estas dos calientes bien arregladas habitaciones no quedaba nada de las cosas usuales de su vida anterior. Solo la mantilla y la piel de ternero. Todos los objetos nuevos en la casa fueron comprados aquí, en Karagandá.
Bokai se casó tarde. Su mujer era joven y era mimada como una niña. A su esposo y a Tuleujan les trataba con una manera imperiosa. De palabras era dura, de carácter – explosiva, pero el enfado se le pasaba rápidamente. Así a veces es la nube: se agruma, oscurece y luego de dispersa sin derramar una sola gota de agua. El tranquilo Bokai no hacía caso a los caprichos de la esposa.
– Oye, madre de mi hijo, voy a ver a Scherbakov y luego al trabajo, – dijo Bokai. No entraba a la casa para no manchar las alfombrillas. – Tuleujan, tráeme las gafas.
El niño tomó del alfeizar las grandes gafas azules que usaba Bokai en la carbonera, se las probó e intentó ponerlas en la nariz de su padre. Triscándose le pedía:
– Quiero ir contigo.
– No, hijo mío. En la carbonera puedes quemarte. Allí hay fuego y mucho vapor. Y el camino está en mal estado. Te atollarás.
– No, no me atollaré.
– ¡Siéntele en su sitio! ¡No le mimes! – gritó la esposa.
– Ves, mamá está regañando, – dijo Bokai al niño. – Mañana es festivo, nos vamos al cine, mi caballito.
El niño se calmó. La madre seguía con su labor. Antes ella tenía bastante dolor de cabeza cuando Bokai se iba al trabajo: tenía que prepararle el traje de trabajo, darle de comer, preparar la comida para llevar. Y cuando Bokai volvía – otro: ayúdale a lavarse, pon la mesa. Todo esto ya no se necesitaba. En la mina había sauna y comedor. Antes de ir a casa el marido podía lavarse y comer algo. La voluntariosa mujer sin otras preocupaciones desde la mañana hasta la tarde con entusiasmo giraba la manivela de la máquina con el meñique alargado y moviendo los labios en silencio.
Cuando Bokai se vistió y estaba a punto de salir, ella le paró:
– ¿A dónde vas? ¿Qué te molesta en casa?
– Quiero ir a ver a Scherbakov, hay que informarle. Los mineros parece hicieron una galería directamente debajo de nuestra casa, como si les faltara carbón en otros lugares. Hay riesgo de un desprendimiento.
– ¿Para qué por esa tontería molestar a Scherbakov? Se derrumba la chabola, nos darán un piso nuevo.
– ¡No es sólo por nuestra chabola, aunque me da lástima, la construí con mis manos! Un obrero de choque no puede estar callado. Voy a decir a Scherbakov: “Para el adelanto. No hay nuevas casas para todos. La gente sigue viniendo como el agua en el arroyo a Karagandá. ¿Para qué derrumbar las viviendas existentes?
– Es nadería, – hinchó los labios la mujer. – Mejor coméntele a Scherbakov que te den un premio por el buen trabajo. ¿Ves? El niño está creciendo. Llega la primavera, ¿cómo vamos a seguir sin la vaca? Mírale a Bodaubek, incluso él se compró una vaca.
– Madre de mi hijo, – le contestó severamente Bokai, – el premio no se pide, el premio se otorga según la orden a los que se lo merecen. Espérate, cada cosa a su tiempo. Vergüenza tenía que darte por ser tan tacaña.
– ¡Anda! Tiene casi cuarenta y cinco años y habla de la vergüenza como si fuera una muchachita. Oye, cena hoy en el comedor. Y yo con Tuleujan iremos de visita a la casa de Zhanabyl. Allí hoy habrá fiesta si Maypa tendrá un niño.
– Primero que pare felizmente. Y luego ya será claro, si es niño o niña, – dijo Bokai dirigiéndose a la salida.
Pero no pudo irse, en la puerta topó con Constantino Lapshin.
– ¡Vaya! – exclamó con alegría Bokai. – Mira quién viene. Por fin encontraste tiempo. ¡Hola, Kostya! ¡Buenos días, siéntate en el sitial!
Lapshin saludó de la mano al dueño y la dueña, luego al pequeño Tuleujan. Pero no se sentó en el sitial prefiriendo el taburete junto a la pared. Él observaba el interior con sus pequeños ojos rápidos, sonreía con satisfacción repitiendo:
– ¡Bien! ¡Mucho gusto! Como personas, mejor que en aquella yurta ahumada. ¿Te acuerdas cuándo te visité el otoño pasado?
– Y mi costilla no está satisfecha con eso, quiere más, – bromeaba Bokai.
– Kostya, no le crees, – dijo desde la cocina la dueña echando agua en el nuevo samovar de níquel. – Está escatimando, ahorra el dinero. Y ¿para qué se necesita el dinero si no es para comprarse buena ropa, arreglar la casa?…
– Eso sí, – asintió Lapshin. – ¡Eh, mujer! ¿Qué estás ahí haciendo con el samovar? Si es para mí no te molestes, yo me voy ahora.
– Y cuánto puede tardar en hervir el agua, – cotorreaba la joven, – quince minutos y ya está. Siempre tú, Kostya, tienes prisa. No entiendo yo eso, qué es “no tengo tiempo”.
Por mucho que se oponía Lapshin, no se quedó sin el té. En la cocina sonaba el samovar. El ama de casa sacó al centro de la habitación una mesa redonda y mientras que ella preparaba los entremeses, Bokai sacó del armario una botella y dos vasos. Él sacudió la botella delante de los ojos y sonrió:
– Con esta amiguita nos vemos raras veces, sólo cuando hay visitantes queridos. Sabes, Kostya, no vamos a perder tiempo mientras que mi costilla está en la cocina. Los entremeses ya están en la mesa. ¡Brindemos por nuestra amistad!
Pero Lapshin retiró el vaso.
– Espera, quiero hablar contigo sinceramente…
Lapshin sacó del bolsillo la petaca y sin prisa hizo el cigarrillo.
– Es que, Bokai. Ya eres una persona instruida, con profesión, te has convertido en un obrero de choque. Eres de la vanguardia. ¿Qué piensas que te falta?
– A decir verdad, no sé, Kostya, – se turbó Bokai. – Yo con todo estoy contento. Es mi costilla que siempre está enfadada.
– ¡Te falta lo principal, amigo!... Yo pienso que tienes que integrarte al partido, si quieres ser un verdadero vanguardista, – le dijo en serio Lapshin. – Y eso lo digo no sólo yo. Es la opinión de otros comunistas.
Bokai se quedó pensando con el ceño fruncido. Su cara parecía iluminada con una luz especial. Por fin dijo:
– Yo mismo lo estaba pensando, Kostya… Es una cosa importante. Ser un buen comunista es más difícil que aprender la producción.
– Y tienes razón, Bokai. Pero no estarás solo en este camino. Existe la organización del partido y ella es una madre cuidadosa y exigente para cada comunista. Te enseñará…
– Me enseñará, – repitió en voz baja Bokai. – Gracias, Kostya, por el honor y confianza. No cada tiene esta oportunidad… Y me mostraré digno…
– Y nosotros te ayudaremos en eso, – añadió Lapshin.
Los amigos callaron. La siempre habladora ama entendiendo la solemnidad del momento también se quedó muda. Incluso colocando las tazas para el té intentaba no hacer ruido.
Lapshin subió la cabeza.
– Bueno, pues ahora podemos brindar. ¡Por la amistad, Bokai!
Ellos chocaron los vasos. Bokai se limpió el escaso bigote y habló:
– El bay Kaltai, para el cual trabajé, siempre decía: “Si haces amistades con un ruso, siempre guardes una piedra en la manga”. ¡Maldito perro! ¡Oye, Kostya! Eres ruso y yo soy kazajo. Y nadie en mi vida me hizo tantas cosas buenas como las hiciste tú. ¿Y Kaltay qué?... ¡Maldito sea!
– Y entre los rusos había sus Kaltais, –añadió Lapshin, – pero no pudieron romper nuestra amistad.
La dueña puso en la mesa el samovar hirviendo y se unió a la conversación:
– Basta ya… Aunque soy una mujer lúgubre, pero incluso yo entiendo. Tú, Kostya, ven a vernos más amenudo. Y llama a tu regordeta. Aquí no perderá peso.
– Con tanta comida no puede adelgazar uno, – se echó a reír Lapshin. – Y yo tengo miedo que si va a frecuentar aquí, se olvidará de la casa. ¡Con tanto que le gusta hacer visitas, con tanto que le gusta comer!
Bokai también se echó a reír.
– Antes los kazajos decían: “Si el caballo come mucho, el Dios te bendice, y si la mujer come mucho, el Dios te castiga”. ¿Por qué estás castigado, Kostya?
Lapshin no se demoró con la respuesta:
– Me enseñaste otro dicho kazajo, ¿te acuerdas? “Cuando en casa la esposa es la única dueña, la casa se va a perder”. ¿Y quién es la cabeza en tu casa?
Bokai agitó la mano.
– Pienso que en nuestra época no sólo los bayes y kulakiquedaron olvidados, se quedan en nada y sus dichos y refranes.
Lapshin tenía prisa para ir a la producción y agradeciendo a la dueña se despidió.
Ya en la calle Bokai compartió con el su inquietud.
– Sabes, Kostya, la explotación ya ha llegado a nuestras barracas. Las chabolas pueden derrumbarse. Quiero advertir a Scherbakov.
Lapshin encogió los hombros.
– ¿Y qué? ¿Te da lástima de tu chabola? Que se derrumba. Te darán un piso en la casa del complejo residencial.
– No tienes razón, – se acaloraba Bokai. – No es por mí. Tendremos que derrumbar las barracas vecinas. Y no hay tanta vivienda nueva para todos. Tenemos mucho carbón pero nos faltan casas de piedra. Eso es… Tenemos que pensar como verdaderos amos. Tú mismo me enseñabas pensar en todo desde el punto de vista del partido.
Despidiéndose de su amigo Bokai se dirigió al cartel.
Pero no se encontró con Scherbakov. Pasando cerca del comedor vio junto a la pared a tres personas que se acomodaron entre cajas vacías. Tenían un aspecto cansadísimo, la ropa que vestían estaba desgastada. Parecían unos mendigos. Los tres estaban tumbados en la tierra apoyándose en los líos con trapos. Podía ser que venían desde lejos y estaban muy cansados. Contestando al saludo de Bokai el viejo con una larga barba canosa sólo movió los labios. Y el hombre y la joven ni levantaron los ojos. “¿Quiénes son? – pensó Bokai. – ¡No les queda fuerza ni para hablar!”
– ¿Están descansando, otgasy? – preguntó al viejo.
El viejo se quedó callado un rato y luego habló con voz débil:
– Conocí yo a un tal Mynbay. Cuando contrataba a los peones siempre prometía: “Si vais a trabajar conmigo, viviréis tumbados”. Había gente que le creía y pensaba que su trabajo sería fácil. Y en realidad ocurría que trabajaban los peones para Mynbay y se quedaban sin fuerzas incluso para comer, que se caían después del trabajo. Pues nos pasa así.
Bokai no entendía qué quería decir el viejo.
– ¿Les ofendió alguien? ¿De dónde son Ustedes?
– ¡Nadie me había ofendido! Y mis palabras puedes interpretarlas como quieres. Me preguntas, ¿de dónde eres? Soy un viejo miserable, un viajante. No tengo culpa de nada pero vagabundeo por el mundo como un desasosegado…
– No me saque el alma, dígame, ¿qué les pasa?
– Y a ti, ¿qué te importa? ¿Quién eres? Yo no quiero lamentarme al primero que llega.
– Soy carbonero del taller mecánico, – dijo orgullosamente Bokai. – Nuestro taller está ahí, debajo de aquella chimenea alta. Soy obrero de choque. Me llamo Bokai.
– ¡A-a-ah! – pronunció el viejo, en sus ojos se despertó el interés. – Dices, ¿de choque? Oí hablar a la gente que los obreros de choque son los dziguites que en el trabajo van delante de todos. En este caso puedo confiarte… Quería yo mi resentimiento llevarme a la tumba, pero a ti te lo cuento… En la sierra Alatau vive el numeroso linaje de naimanes. Junto con ellos ni mal ni bien vivía el viejo Mausymbai. Cuando se le murió la vieja se fue a Semipalatinsk donde vivía casada su única hija. El cuñado con la hija pensaba trasladarse a Karagandá. Y el viejo también se fue con ellos. Por fin habían llegado. La ciudad no la conocían, el dinero se acabó. Ellos llamaban a todas las puertas. Ocho días iban por las minas. Trabajo había mucho pero caprichos aún más. Unos dicen: “El sello en los documentos es ilegible”. Otros: “Los papeles no se pueden entender”. Vas allí, te dicen “No hay visiteo”. Los tres están agotados… Aquí nos tienes, a los tres desgraciados para los cuales no hay sitio en esta grande Karagandá. Nos decían: “En cuanto lleguéis a Karagandá, encontraréis sitio para sí”. Y este es el que nos hemos buscado, entre estas cajas.
– ¡Esperen, no se desesperen! – le pedía Bokai. – Es que no sabe Usted a dónde ir. ¿Habrán visitado al jefe de los recursos humanos?
– Allí nos dicen “No hay visiteo”, – le contestó Mausymabai enfadado.
– Entonces tiene que ir a ver a Scherbakov, a Sergio Petrovich. Es el más grande jefe de aquí. Él va por partes. ¡Vamos!
– No voy más a ninguna parte, no me llames, – negó el viejo con terquedad. – Estaré aquí tumbado hasta el final. – Pero tenía ganas de desahogarse y siguió su narración: – Yo contaba con una persona. Dos años atrás le conocí en un viaje, en el tren. Se llama Meyram. Pensaba que me podía ayudar…
– ¡Meyram! – exclamó Bokai. – Es nuestro secretario del comité del partido metropolitano.
– Eso lo sé. Le conocí antes que tú.
– ¿Fue a verle?
– Sí.
– ¿Y?
Mausymbai desesperado agitó la mano.
– Con este vuestro Meyram es más fácil cruzarse en la estepa y no en la ciudad. Dejó delante de la puerta una mujer guapa. Vengo allí y me contesta: “Se fue a la mina”.
Por lo visto el viejo era lleno de amor propio y demasiado susceptivo. Una vez fracasado no quiso volver a intentar.
Bokai rápidamente tomó una decisión.
– Espere, enseguida vuelvo, – dijo él y salió rápido al comité del partido.
“¿Qué es lo que ocurre? – pensaba él. – ¡En cada mina se necesita gente y estos no pueden adquirir trabajo!”
La secretaria de Meyram estaba ausente. Bokai no podía esperarla para no llegar tarde al trabajo. Él abrió la puerta del despacho de Meyram.
– Pase, pase, – le invitó el secretario. – ¿Cómo vive? ¿Y cómo está zhenguey y el peque?
– ¡Gracias, todos bien!
– ¿Cómo va la caldera en la carbonera?
– Funciona bien.
– ¿Y sus estudios?
– Vamos avanzando. Yo no sabía que existe la ciencia que se llama “cuatro acciones”. ¡Es difícil! “Si aprendes las cuatro acciones vas a estudiar para carbonero mayor”; – dice Kozlov. Ya aprendí tres, me falta la división.
– Entonces, ya está en la línea final. Y no se olvide de la práctica.
– Tiene razón. Un sabio escribió un libro de dos dedos de grosor. Los jóvenes no quitan el libro de las manos. Ayer pedí a uno que me lo lea. Dios mío, allí dicen todo lo que hago yo cada día.
Estas reflexiones de Bokai eran bastante ingenuas. Poco tiempo atrás había conocido la producción y la maquinaria y muchas cosas conocidas para otros para él eran todo un descubrimiento.
Meyram como si entre otras cosas le preguntó:
– ¿Dicen, Boke, que Usted teme que puede derrumbarse su chabola?
– ¡Api-iy!  ¿Quién te lo dijo?
– La palabra es como el pájaro, si la sueltas no la captas. Así ha llegado y a mi oído.
– Bien, tengo que controlar mejor mi lengua. ¿Será Zhanabyl, no?
– Uno de sus amigos.
– Y yo pensaba ir con esto a Scherbakov. Hay que tener más precaución al trazar las galerías. Se puede causar daño a toda la ciudad. Tú mismo viste cómo hacíamos las casas. Trabajábamos como las golondrinas construyendo su nido. Los recién llegados no lo saben y nosotros todo en nuestros hombros lo sacamos. Sería bien dar otra dirección a la galería. Hay bastante carbón en otros lugares…
Meyram empezó a explicar con paciencia que en la construcción de la Gran Karagandá podía haber pérdidas.
– El país necesita nuestro carbón tanto como el pan. Para conseguirlo nosotros revolvemos las montañas. Teniendo prisa construimos algunas casas en mal lugar, tendremos que trasladarlas. ¡No se preocupe! Todo se recobrará. Karagandá sigue creciendo. Y si hace poco estábamos soñando con un simple tejado sobre la cabeza, hoy pensamos sobre las grandes casas bien equipadas del complejo residencial. Hace poco Sergio Petrovich comunicó al comité del partido que Moscú aprobó nuestro plan de urbanismo. En esta orilla del río Gran Mikhailovka será fundada la Ciudad Nueva. Los obreros, y los de choque ante todo, van a recibir buenos apartamentos. Las chabolas de tierra ya nos tienen hasta la coronilla. Para más comodidad la Karagandá Carbonera y la Ciudad Nueva serán comunicadas con una línea de tranvía y otra de autobús.
– ¡Me callo, Meyram-jan, me callo! – exclamó Bokai levantando las manos. – Y a Scherbakov no le voy a molestar. Yo vengo con otra cosa… Allí cerca del comedor hay tres personas. Vienen desde lejos. Están enfadados con nuestra Karagandá. Y contigo también… No pueden encontrar trabajo…
– ¿Quiénes son? ¿Tenemos tanta necesidad en manos de obra y ellos no pueden encontrar trabajo?
– Yo tampoco entiendo. No parecen ser ni kulaki ni unos malandrines. Uno es viejo. ¡Y muy ácido! Las palabras hieren como una flecha.
– Acompáñeles a los recursos humanos, a Rymbek.
– Estuvieron allí. No les recibe. Y a tu despacho vinieron, no estabas. El viejo está tan enfadado que no quiere ir ni a Scherbakov. Dice que te conoce.
– ¿Me conoce? ¿Y cómo se llama?
– Mausymbay.
Meyram intentó recordar pero no pudo, aunque raras veces se olvidaba de la persona que se le cruzaba en la vida.
– Bueno, llámale aquí. Vamos hablar.
Bokai salió rápido. Desde lejos, aun acercándose al comedor gritó a Mausymbay:
– ¡Vamos, Meyram le espera!
Mausymbay acostado en la tierra ni se movió al oír su voz. La hija y el yerno le miraban esperando como si no se decidían molestar.
Bokai le apresuraba:
– ¡Vamos, vamos rápido!
Por fin el viejo levantó la cabeza.
– Yo me prometí que no voy a levantarme de ninguna manera. Pero tú eres un cabezudo, no me vas a dejar en paz. Pues, lo que digas.
Se levantó con dificultad y se dirigió lentamente detrás de Bokai. El hombre y la mujer iban detrás de ellos cargando los bultos. Cuando empezaron a subir la escalera, Bokai les cogió los líos y entró al despacho de Meyram.
Cuando entró el viejo Meyram se levantó de una vez.
– ¡Qué sorpresa! ¿Será Usted, Mauseke?
El viejo tenía un aspecto lastimoso: la barba canosa quedó apelotonada, los ojos se apagaron, la cara adquirió un insano color amarillento. El negro shapan con cuello vuelto estaba roto y sució, el viejo treukh cayó de costado. Y a pesar de eso el viejo mantenía una postura independiente.
– ¡Sí, soy el celebre Mausymbay! – dijo él con frialdad.
La ira y la vergüenza se apoderaron de Meyram. Su cara enrojeció. Tenía un carácter reservado, raras veces perdía los nervios, pero ahora no podía ocultar lo indignado que estaba. ¿Cómo podía ser que el viejo llegara a ese estado? Sobreponiéndose en sí mismo Meyram empezó a preguntarle a Mausymbay:
– ¿Cuánto tiempo hace desde que vinieron aquí?
– Salimos desde Semipalatinsk veinte y un día atrás y aquí llevamos ocho días pasando desdicheces.
– ¿Quiénes son esos jóvenes?
– Mi hija y el yerno.
– ¿Qué les pasó? Cuénteme en detalles.
– ¿Te acuerdas de aquella nuestra conversación en el tren? Te estaba dando una lección y resulta que yo mismo estaba a flote de la vida. Y ahora me bajé al más profundo fondo. No me quedaba nada más que escribir esto.
Mausymbay sacó del bolsillo un cuaderno y lo colocó sobre la mesa. Era un borrón de la carta dirigida a Moscú en kazajo. En diez páginas el viejo describía todo por lo que había pasado.
Leyendo el cuaderno Meyram de vez en cuando empuñaba la mano.
El viejo exponía:
“En nuestro país feliz jamás he visto a otra persona que viviendo cerca del río tenga sed y viviendo entre la gente se sentía solo. Y eso es lo que yo siento. Karagandá tiene tanto carbón como el mar tiene agua. Y yo quiero y no puedo adquirir trabajo. Hay mucha gente aquí y a mí me han dejado de lado. ¿Quién en Karagandá dirige todo? Rymbek parece un perro bribón que se esconde de todo el mundo. Zhappar tiene un corazón frío, viperino. Meyram dejó en la puerta de su despacho a una guapa mujer que siempre contesta: “No está, se fue a la mina”. Sobre los ocho días que llevo yo en Karagandá se puede escribir ocho largos cuentos. Mis fuerzas están agotadas, mis ojos están apagados. Y yo pienso que es humillante morir sin intentar gritar sobre mi desgracia por lo menos con la voz de un cabrito débil…”
Terminando de leer la carta Meyram devolvió el cuaderno al viejo. Se sentía abatido, nunca antes sobre sus hombros había caído tanta deshonra. Debajo de sus ventanas la gente estaba a punto de caer muerta y él no lo veía ni lo sabía.
– Somos enteramente culpables, otagasy, – dijo Meyram, – de que Usted está en esta situación. Enseguida vamos a revelar qué mano mala está entre nosotros. Pero también tengo que yo asumir la culpa… Dime, ¿qué necesitáis en primer lugar?
– Los tres necesitamos pan. Pero danos la pala y el pan lo ganaremos nosotros mismos.
– Hay mucho trabajo por aquí, otagasy, debajo y sobre la tierra, en la ciudad y en las cercanías, en los campos y en la estepa, en los pastos… Elijan lo que quieran.
– Nos gustaría en el campo o cuidar el ganado.
– Bien, – dijo Meyram y llamó por teléfono.
Entró la secretaria.
– Por favor, póngase en contacto de mi nombre con el cartel. Organice para estas personas una sesión en la sauna y la comida. También que les den ropa.
– Pueden quedarse en mi casa, – ofreció Bokai. – Serán mis invitados hasta que se arregle la cosa.
– Gracias, Boke. Mañana hablaré con Sergio Petrovich para que les lleven a nuestro sovjos. Puede ser que ahí se quedan a trabajar. Bueno, Mauseke, ya hablaremos después de que descansen.
Cuando los visitantes abandonaron el despacho Meyram cogió el teléfono.
Dentro de cinco minutos entró un hombre vestido de militar. Su cara era joven, la estatura deportiva y los movimientos exactos. Se quitó el capote, se sentó a la mesa y se preparó a escuchar.
– Camarada Ponomariov, le espera un trabajo serio, – comenzó Meyram. – En la producción cada día son más frecuentes las averías, en los comercios hemos revelado casos de defraudación… Tenemos gran necesidad en la mano de obra y por las calles andan desempleados… ¿Se había dado cuenta?
– Todo esto lo conocemos, – contestó Ponomariov. – También puedo añadir una cosa. Resulta que el incendio en el almacén se debe no al cortocircuito, sino a otra causa. Llegan señales que los departamentos de abastecimiento en las regiones de Shets y Zhanaarkin en vez de traer aquí el ganado, lo sacrificaron y mucha cantidad de carne fue estropeada y quemada durante el transporte. No pienso que es un accidente…
– Espero que Ustedes no se limitan a registrar los echos.
– Meyram Omarovich, el enemigo se ha emboscado bien. Nosotros todavía no podemos sacarlo.
– ¿Y quién son Rymbek y Zhappar? ¿Los ha estudiado?
– Su pasado lo conocemos. Algunas cosas sabemos sobre sus actuales acciones. Tanto Usted, como Scherbakov y Kanabek tenían razón en tener duda de ellos. Sus sospechas se justifican.
– ¡Gracias! – agradeció Meyram. – ¡Tenemos que acabar con todo el moho! Tenemos que entender esto como una orden del partido.
– Lo entiendo así.

Capitulo dieciocho

La primavera trajo sus dificultades. En vez de las crueles borrascas de nieve llegaron chaparrones. En el sur se derramaron los ríos Koktal y Sokur. En el norte se salió de sus orillas el río Nura. Karagandá quedó aislada de las regiones vecinas.
Los malos caminos afectaron el abastecimiento de la ciudad. Esto era consecuencia del sabotaje de Zhappar y Rymbek que habían ordenado: “Los productos en los almacenes dilapidar, el suministro desde fuera frenar”.
La historia de Mausymbay aún más había alertado a los dirigentes de la cuenca. Se editó una orden según la cual Rymbek fue retirado de su cargo y Zhappar fue increpado duramente por presentar datos falsos sobre las reservas de productos. A las regiones se enviaron empleados responsables para normalizar el suministro de los alimentos. Pero antes de la temporada de malos caminos llegaron solo dos caravanas de las regiones a donde se dirigieron Zhanabyl y Kanabek. Cada día quedaban menos productos en los almacenes.
La ciudad pasaba por los tiempos difíciles. Los productos se repartían para un día. En las tiendas y quioscos crecían colas. Entre los obreros se levantaban rumores. Tanto el comité del partido, como la dirección del cartel tomaban todas las medidas para suavizar la crisis alimenticia y liquidar las colas. Nunca antes Scherbakov y Meyram estaban en tan difícil situación. Ásperos y concentrados ellos no dormían por la noche, no aparecían en casa día y noche.
Y en estos días difíciles desde el centro llegó una comisión de investigación. Cuestionaban a los obreros y a los directores del cartel y a los empleados del comité del partido, visitaban las minas. En el despacho de Meyram estaba el jefe de la comisión, un hombre serio y razonable. Tenía los ojos tranquilos y la mirada escrutadora. Estaban hablando ya más de dos horas. El jefe no tenía prisa. Hablaba poco, escuchaba. Seguramente, antes de salir había estudiado bien la situación en Karagandá. A veces él abría su carpeta, revisaba los documentos y hacía preguntas cortas:
– Hay muchas quejas de Usted. No reconoce ninguna de ellas. Supongamos que las quejas no son justas. ¿Pero cómo puede explicar que hay tanta gente enfadada con Usted?
– Pienso que hay unos que denigran con intención y otros no. Me imputan lo que no había ocurrido.
– Y ¿con quién cuenta Usted en su trabajo?
– Con los obreros de vanguardia, camarada presidente. Y los quejosos en general son gente encallecida, hasta ahora se recuerdan de las antiguas estadías abandonadas por el pueblo muchos años atrás.
– ¿Y a Scherbakov le considera como una persona de vanguardia?
– Scherbakov es una persona que conoce bien su trabajo. Es de principios y es fiel al partido. Sergio Petrovich me ayudó en muchas cosas también como funcionario de partido.
– ¿Piensa que dirige el desarrollo de Karagandá correctamente?
– Pues, Usted lo verá. Cuando vino el primer grupo de obreros encabezados por Scherbakov, encontró aquí cinco-seis barracas viejas, una mina casi muerta y unos cincuenta obreros. No había bastante viviendas y agua. Y ahora la población de Karagandá ha llegado a doscientas mil habitantes, fueron construidos cientos edificios nuevos. Cada día nosotros entregamos al país varios trenes cargados de carbón. Karagandá se convierte en la tercera carbonera de nuestra Patria.
– ¿Y las colas en las tiendas también son un logro?
– No. Es nuestro estigma. Las colas son consecuencia del sabotaje de nuestros enemigos. Nosotros somos culpables de ser tan despreocupados. Yo estoy dispuesto a responder delante del partido por no saber adivinar sus planes.
– Últimamente se demoran con el cumplimiento de los planes. Tienen muchas averías donde no se esperaban… ¿Esto también es culpa de los enemigos de clase?
– Estoy lejos de explicar todas nuestras deficiencias como tretas de los enemigos. En nuestro trabajo todavía hay mucho descuido, desorden y fallos. Esto lleva el agua al molino enemigo.
– ¿Cómo piensa, en Karagandá se presenta el nacionalismo burgués?
– Los nacionalistas ahora son muy precavidos, no se manifiestan. El anterior jefe de los recursos humanos del cartel Rymbek Karimbayev y el subdirector del cartel Zhappar Sultanov habían entrometido en el trabajo las relaciones familiares y lugareñas. Y nosotros, aunque hemos tardado en descubrirlo, tomamos unas medidas decididas.
– ¿Y el escándalo entre Bondarenko y Zhumabay?
– Sí, era una historia desagradable. Alguien les había provocado. Sería para sembrar cizaña nacionalista. Pero no lo permitimos. En el juzgado público los dos mineros hicieron amistades. Bondarenko fue castigado y ahora se rectifica.
Durante toda la conversación el presidente de la comisión no dijo ni una sola palabra dura. Preguntaba tranquilamente pero exigente. A veces hacía preguntas inesperadas. Y no se podía entender si estaba satisfecho con las respuestas de Meyram. Y así de improviso preguntó con una ligera sonrisa:
– ¿No tuvo Usted pelea con Makhmet Torsykbayev por una muchacha?
Meyram enrojeció.
– ¡Vaya métodos que aplica Makhmet para borrar los rastros de sus delitos! La muchacha de la que habla es libre de los antiguos perjuicios y está por arriba de las bajas intrigas. Ella busca conocimientos y trabajo social. En este sentido no tenemos con Makhmet por qué pelear. Él no es digno de esta muchacha ni por su moralidad, ni por su desarrollo. Penetre en el asunto y lo verá Usted mismo.
– Dicen que Usted favorece a la promoción de sus próximos.
– Si consideramos a familiares como próximos pues no los tengo. Yo soy una persona señera.
– ¿Y quién son para Usted Zhaylaubay, Zhanabyl, Bokai, Yermek, Zhumaniyaz?
– Sólo Zhaylaubay es mi lejano familiar. Le encontré por casualidad en Karagandá. Pienso que incluso un familiar tiene derecho a un trabajo correspondiente a su profesión. Y lo que toca a los demás camaradas, nos acercamos durante el trabajo de partido y en la producción. Son hombres honrados y emprendedores. Y sería un error no promoverles.
Llegaba la tarde, la habitación se sumergía en crepúsculo. No había luz todavía. Por las ventanas llegaban las voces de la gente que estaba en la cola. El rumor aumentaba y se apagaba. El presidente de la comisión miró por la ventana y frunció el ceño.
– ¿Cuándo pondrán fin a estas colas?
Meyram bajó la cabeza.
– Hoy con Scherbakov hablamos con Alma-Atá y con Moscú. Los convoyes con los alimentos ya están de camino. Dentro de tres-cuatro días las interrupciones en el suministro se terminarán. La situación podía ser aún más difícil. Pero la mayoría de nuestros obreros tienen sus vacas, ovejas y cabras. Muchos de ellos tienen relaciones en los koljoses. Sobre todo la falta de alimentos están sufriendo los recién llegados. ¡Pero nosotros nos sentimos culpables delante del pueblo! – con esfuerzo pronunció Meyram. Se sentía como si se había caído en público. Le dominaban la ira, la vergüenza y descontento.
En ese momento se encendió la luz.
– ¡Sí, delante del pueblo se nos ponen las orejas coloradas! – confirmó el presidente.
Sacó de la carpeta la queja de Mausymbay.
– Y se ponen las orejas coloradas no sólo delante del partido y del pueblo, pero también delante de algunos ciudadanos en particular. Todo de lo que habíamos hablado lo saben en Moscú. Lea esta queja.
– La había leído.
– Entonces prepare para mañana una explicación por escrito. Y terminamos para hoy.
Meyram desolado y deprimido salió fuera y miró por la puerta en la habitación de Mariyash. Con ella hablaba uno de los miembros de la comisión. Sin entrar Meyram preguntó:
– ¿No les voy a molestar?
– Al contrario, será muy útil para Usted. Pase, – dijo el miembro de la comisión. Era un hombre alto y delgado con cara severa y ojos metidos. Escuchaba atentamente a Mariyash y de vez en cuando apuntaba sus palabras.
Mariyash parecía tranquila al hablar, su voz era inmutable, pero en sus grandes ojos negros de vez en cuando se encendía la ira.
– …Zhappar Sultanov a mi juicio se hizo un nacionalista ferviente no por ser inculto. Es una persona instruida y era uno de las cabezas convencidas de los nacionalistas burgueses en Kazajistán. Le gusta hablar sobre sus simpatías al pueblo, pero es una mentira. Dentro es falso y negro. Odia al pueblo, odia todo lo nuevo que se está construyendo en nuestro país. Yo sospecho que la historia con Mausymbay, el incendio en el almacén de alimentos, las emergencias en las minas y la defraudación de los productos no son casualidades, son delitos contrarrevolucionarios. Y pienso que los organizaron Zhappar con su cómplice Rymbek. Las quejas anónimas contra Meyram Omarovich también son su obra…
El miembro de la comisión le preguntó:
– ¿Y cómo supo que Zhappar Sultanov es falso y odia al pueblo?
– Ahora le cuento… Era en los principios de la colectivización. Todavía vivía con él. Una vez volvió de una reunión importante todo sobrio, irritado. Cuando entró en la habitación exclamó: “¿Qué está pasando? ¡Todo se derrumba! ¿A dónde va el pueblo kazajo?” Con estas palabras cayó en la cama. Y desde entonces intentaba de cualquier modo impedir a la colectivización.
– ¿Y cómo puede comprobar que Sultanov tenía relación con los dirigentes de Alash-Orda?
– Hay una foto, la he visto yo. Zhappar abraza al jefe de la Alash-Orda. Y hay una inscripción en la foto que dice: “En ti, hermano mío, pongo todas mis esperanzas”. Estoy segura de que la hizo el cabeza.
El miembro de la comisión calló un rato revisando sus anotaciones y luego dijo:
– Gracias por su ayuda en nuestro trabajo. Una pregunta más: ¿por qué antes no había comentado a nadie las cosas que me dice ahora?
Mariyash contestó con ardor:
– A decir verdad, esperaba que Zhappar mismo reconocería sus errores. Y discutía mucho con él. Pero estas discusiones sólo le irritaban más. Cuando entendí que la cosa no tenía arreglo le abandoné. Pero no sabía cuánto mal podía causar esta resentida persona. Aquí, en Karagandá, lo entendí y lo comenté a Meyram Omarovich y Sergio Petrovich.
– No sólo lo comentó, sino lo expuso en forma escrita, – añadió Meyram. – Y estos documentos fueron procesados debidamente. En lo que toca a las medidas tomadas por el partido, a Rymbek y Makhmet se les aplicó una sanción de partido y el caso de Sultanov fue separado y será estudiado en particular.
Los miembros de la comisión no tenían más preguntas y Meyram salió de la habitación. En el pasillo encontró a Zhanabyl. Con él también hablaron los miembros de la comisión. De sangre caliente Zhanabyl estaba demasiado enardecido y hablaba muy emocionado:
– ¡Cuántas trochas, cuántas palabras! ¿Qué están buscando? ¡No somos delincuentes!
– No somos delincuentes nosotros, pero tenemos muchos fallos.
– ¿Y qué? ¿Nos tienen que meter en la caldera ahora?
– No te emociones. La comisión viene no para castigar. Van a estudiar bien la situación y nos van a ayudar. Y nosotros tenemos que ayudarles y decir toda la verdad.
– ¡No iba a mentir! Ya corren rumores que te van a quitar del cargo. ¡Menuda verdad!... ¿Por qué no les arrestan a Zhappar y Rymbek? ¡No hay nada que hablar con ellos!
– ¡Tonto de ti! ¿Y por qué no hay que hablar con ellos?... Vete a casa, besa a tu Maypa y tranquilízate, – dijo Meyram y se fue.
Era una tarde fresca y clara. No había llegado todavía el calor, no había polvo. El transparente aire crepuscular refrescaba a Meyram. Él desabrochó su guerrera. La visera la tenía en las manos detrás de la espalda. Preocupado de sus pensamientos tristes Meyram sin darse cuenta salió a la plaza cubierta de hierba verde.
Se paró delante de la antigua entrada en la primera mina. Ahora servía como pozo ventilador para permitir la entrada del aire dentro. Aquí fue la primera vez donde Meyram bajó a la mina.
Los recuerdos le distrajeron. Él miró alrededor. Desde este punto en una tarde clara Karagandá se veía como la palma de la mano. Relumbrando se amontonaban montes de la roca, de las numerosas chimeneas salía humo, desde los altos castilletes salía carbón… Lejos en la depresión se veía el edificio de la estación eléctrica. Entre las minas circulaban largos trenes cargados de carbón. La luz viva de las lámparas eléctricas, los reflectores de los convoyes, todo esto creaba una imagen majestuosa.
¡Cuánto empeño invirtieron los hombres para despertar la muerta estepa, para crear en un espacio vacío una ciudad nueva! Meyram también había colaborado en eso. Estaba seguro de que también aportaba en la labor común y se mostraba digno de la confianza de los obreros. ¿Pero de verdad era así? ¿No había sobrevalorado sus conocimientos, experiencia, capacidades de trabajar?
De repente relucieron los faros de un automóvil. El coche descapotable conducía Scherbakov con la camisa arremangada. Alcanzando a Meyra Scherbakov frenó bruscamente. Salió del coche y empezó a subir el monte. Estaba fumando y se oía como respiraba al dar la fumada.
– ¿Qué está haciendo aquí? ¿Suministrando aire puro a la mina?
– Sí, el aire puro es lo que más necesitamos ahora, – contestó triste Meyram. – Tenemos bastantes rincones oscuros y ahogados.
– ¡No se mosquee! El partido llegará a comprender nuestro asunto. Nos regañará por lo malo y por lo bueno nos agradecerá. ¡Sí, amigo, no supimos descifrarles! No hay nada que añadir. Nos estaban engañando largo tiempo, nos chasqueaban presentando datos falsos, se la jugaban de codillo. Hasta que yo, un pez viejo, mordí el anzuelo…
– No sé qué hay más en mi corazón, enfado o vergüenza, – dijo abrumado Meyram. – Pensaba que soy un constructor de la vida nueva y no vi la ratería de los enemigos… ¡No puedo hacerme a la idea de esto!
– Y no lo haga. Exponga ante la comisión tal como es. Yo había declarado abiertamente que ya no me fío ni de Rymbek, ni de Zhappar. Son gente oscura, sospechosa. Vámonos, – le invitó Sergio Petrovich. – ¿Para qué estar aquí parado? Es difícil, pero tenemos que seguir trabajando. Y antes tampoco todo era un éxito en mi vida. Y sé exactamente, que en estas situaciones el mejor médico es trabajar. ¡Vámonos!
– Gracias, – contestó Meyram, – voy a pasear un poco.
Alejándose se volvió. Scherbakov estaba allí fumando la pipa apoyándose en el pilón de la ventilación. “Me llamaba irnos y se quedó. También lo parará mal”, – pensó Meyram.
En ese momento vio a Ardak. Estaría allí ocultada en la sombra esperando cuando Meyram se despidiese de Scherbakov. La muchacha hablaba emocionada:
– Es la segunda vez que nos vemos en esta plaza…
– Sí, la primera vez fue en invierno. Y ya estamos en plena primavera…
– Aquella vez Usted vino antes, y ahora yo. ¿Sabe por qué? – y sin esperar la respuesta dijo: – Tiene una losa en el corazón. Por eso vengo.
– ¿Lo dice sinceramente? – exclamó Meyram. – ¡Estas palabras iluminan mi alma!
– Vengo para decirle… Estoy decidida decírselo… El corazón se me había abierto tras nuestro primer encuentro. Pero yo no estaba segura de mi misma… Y no tenía ningún objetivo en la vida. Yo pensaba que no era digna de una gran persona como Usted. Y ahora encontré mi lugar en la sociedad. Enseño a los jóvenes y me preparo a distancia para entrar a estudiar en la universidad. Usted me ayudó a encontrar el objetivo de la vida y Sergio Petrovich también… Voy a dejar al padre. Esperaré hasta que se recupere. Está enfermo.
Ardak ya no se alejaba de Meyram como antes. Acercándose a él le miraba en la cara con sus brillantes ojos negros. Cuando Meyram la abrazó y la atrajo las finas manos de la muchacha le abrazaron el cuello.
Siempre reservada y cautelosa ahora estaba confiada y cariñosa.
– Dicen que pronto se va de aquí, – hablaba Ardak. – Antes de quejarme por la separación prefiero decirlo sinceramente: ¡mi sueño dorado es que estas manos en el cuello del querido no se abren nunca!
– ¿Y tanto tiempo me hiciste sufrir? ¿Esperaba que me vaya para abrir el corazón?
– ¡No, no lo esperaba! No quiero que te vayas. Mi alma estará vacía como en el zhaylau  abandonado tras la migración del aúl…
Ardak había creído en los rumores que rondaban por la ciudad y pensaba que a Meyram le iban a quitar del cargo. ¡Él se iría de aquí, la abandonaría! Este pensamiento le oprimía. La suave y triste voz de la muchacha, sus precavidas caricias consolaron el corazón de Meyram, quitándole la amargura de los últimos días.
– ¡No te afligies! No me voy a ninguna parte. ¿Quién sin que yo sepa ya me expulsa de Karagandá?
– Zhanabyl. Hoy viene y dice: “¿Con tanto orgullo, eh? Anda, vete a despedirte ahora”. Aquí vengo.
– Estoy contento de que has venido. Pero no pienso irme a ningún lado.
Y en ese momento Ardak entendió la trampa de Zhanabyl: la comentó aposta los rumores sobre Meyram.
– ¡Vaya, shaitan! – se echó a reír la muchacha. – ¡Tan triste estaba!
– Entonces, quedan todavía Tontayes  en nuestra época.
– ¿Y qué tienen que decir a Tontay? Dar las gracias. ¡Es él quien untó de miel vuestros labios secos! – se oyó una voz alta.
Era Zhanabyl que se escondía detrás de la esquina. Ardak y Meyram corrieron hacia él y empezaron a tirarle de las orejas y sacudirle.
– ¡Basta ya! – suplicaba Zhanabyl. – Me dejaréis sin orejas como premio por el favor que os hice.
Meyram cogió del codo a Ardak y Zhanabyl y les llevó fuera de la ciudad olvidándose de todas las tristezas, hablaba alegre.
– ¡Amigos míos! Esta tarde me parece que estoy en la cumbre de la felicidad. Había pasado bastantes desgracias. Y la gente está acostumbrada a temer los sufrimientos amorosos. Pero si al final conducen a la felicidad, hay que quererlos también.
– ¿Y puede hablar tranquilamente sin esas sus filosofías? – le reprochó Ardak.
– ¡No sabe! – le ayudó Zhanabyl. – Solo si tú le enseñes a besar sin filosofías.
Meyram se echó a reír lleno de felicidad y luego se puso a cantar:
Ay, Ardak, eres un conejo que corre en el campo
Y yo soy el águila que te persigue en el cielo…
Los tres cantando esta canción popular se alejaban de la ciudad. Delante de ellos se extendía la infinita estepa.
Capítulo diecinueve
Zhappar y Rymbek montaban en sus cuidados caballos por la orilla del mar. Los dos traían en los hombros dos escopetas de dos cañones. A las sillas estaban atados los patos. Era un día soleado. La tierra empezó a secarse. El riachuelo Sokur volvió en su cauce y se redució el nivel del agua en él. El derrame dejó en la estepa numerosos hoyos y cavidades en la tierra llenos de agua, eran de diferente forma, prolongados como un canal, redondos como un plato. Las orillas del riachuelo estaban cubiertas de cañavera y mimbre. Los pajaros no podían ver al cazador y dejaban que se les acercase a la distancia del tiro.
– Ha sido una maravillosa halconería, – dijo Zhappar.
– Estas tierras pertenecían a la familia de Ozhzheken de la casa de Sarmantay. Exactamente aquí en una lironera fue hallado el carbón por primera vez, – contaba Rymbek. – Allí, en la colina se encontraba el aúl Bapan. Y el carbón lo encontró un pastor de ahí.
– ¿Mucho tiempo atrás los de Ozhzheken pasaron a la vida sedentaria?
– Antes que otros. Los habitantes del aúl vivían de la artesanía y carreteo. Es lógico, en las cercanías están Karagandá y Spassk. El herrero Koktainsha que ahora trabaja en la fábrica mecánica también es del mismo aúl.
– Sigue siendo tan fuerte como un buey, hace nudos de hierro. Es difícil encontrar gente como él.
Así iban cambiando temas de conversación de una a otra. Pero no la cacería, ni el herrero Koktainsha era el principal objetivo de su paseo. Ellos buscaban la posibilidad de hablar tranquilamente en la estepa de sus cosas sin que nadie les sorprendiera.
Girando fuera del río los jinetes subieron en la colina. Allí bajaron de los caballos, los trabaron y se sentaron en el claro para matar el gusanillo. Tras unas copas de vodka su conversación recobró la vida. Rymbek se acordaba de los tiempos remotos:
– Aquellos dos montes se llaman Kulzhumyr-Suran. Detrás de ellos, desde aquí no se ve, se encuentra la montaña Baydavlet. Mucho tiempo atrás llegó aquí desde las orillas de Syrdaria Zhuman que tenía en propiedad una caballada de ¡diecisiete mil cabezas!Y los montes que se ven en el horizonte pertenecían a Iguilik. Tenía doce mil caballos. Los descendientes de Iguilik y Zhuman siguen viviendo en Karagandá. Pero han degradado y no saben nada de la vida actual…
Tenía ganas de hablar sobre su pasado. Rymbek no solía confiar los detalles de su vida ni a los agenos, ni a sus amigos. Pero estando a solas con Zhappar se explaía:
– El comisario de policía era el principal jefe en la fábrica de Spassk. Yo servía dos años junto a él como guardián. En el año diecisiete Akihan, Akhmet, Yeldes y otros  que huían hacia la frontera oriental pasaron por la fábrica de Spassk. En aquella época yo trabajaba en el consejo. Alikhan reunió a los obreros en un mitin y les dijo: “Los antiguos libros dicen que antes del fin del mundo aparecerán Yazhuzh y Mazhuzh . Ellos son los bolcheviques. Resisten hasta la última gota de sangre…
Durante el mitin los obreros rusos armaron ruido contra Alikan. Les siguieron los obreros kazajos. Tuvieron que cerrar la reunión. Acompañé de tapadillo a Alikhan hasta la frontera de la región de Karkaralinsk.
Era peligroso para mí quedarme en Spassk y me fui. Claro, sin dejar ninguna huella en los archivos, me respaldé con documentos seguros. Y ya quince años vivo con estos documentos. Aseguran que soy de una familia obrera y era obrero, luego estudié. Todo iba bien. Ocupaba puestos de responsabilidad, no daba a nadie motivos para sospecharme. Pero en últimos tiempos no me siento tranquilo. ¿Podían los órganos de fuerza descubrir algo? ¡Hay que huir de aquí lo más pronto posible!
Zhappar movió los hombros como si tuviera frío, sus ojos de rata, se movían rápidamente. Pero en un minuto su cara recuperó la expresión de póker: mirada fría, labios cerrados.
Zhappar sobresalía entre sus cómplices tanto en afluencia como en la vindicación aferrada de su punto de vista. Y empezó a hablar segura y duramente:
– No permites que tu prudencia se convierta en cobardía. No somos tan débiles para zurruscarnos. Sólo en Karagandá organizamos veinte y ocho averías. Prendimos fuego, estropeamos alrededor de doscientas toneladas de productos. La muerte de Orlov vale diez muertes. No sólo hemos causado pérdidas millonarias al estado, sino hemos desesperanzado a miles de personas. Y si Scherbakov y Meyram sospecharan algo, ¿nos dejarían en paz?
– ¡Puede ser así! – se reanimó Rymbek.
– ¡Es así! – seguía Zhappar. – Nos queda poco para esperar. La situación internacional está a nuestro favor. En Alemania goberna el régimen fascista. En Italia Mussolini está muerto por la guerra. Japón se prepara para crear el gran estado de Asia que incluirá también la Rusia Oriental. La política americana del dólar conducirá a la guerra. Ya empezó el ensayo de la guerra en Europa, en Asia e incluso en África. Para que estalle el alboroto mundial basta con una sola chispa. La guerra empecerá en momento, como el fuego en la yerba seca. El principal frente pasará en la tierra soviética. No excluyo que empezará el redropelo aquí, dentro del país. Y entonces saldremos abiertamente. Mientras tanto vamos a actuar con precaución y esperar…
Rymbek miró a media vista a los caballos pastando. El canelo caballo con la estrella en la frente empezó a bambalear en la tierra con la silla encima. Rymbek se acercó a él, le levantó y volviendo dijo:
– De todas las formas, esos hoyos que estamos haciendo no son muy profundos. Los saltan fácilmente. Podíamos esperar algo más grave esta primavera.
– Les salvó el ferrocarril, – dijo Zhappar. – Sino, habrían encallado muy fuerte. Y de todas las formas les hemos causado bastantes molestias. No sólo Karagandá, sino Alma-Atá y Moscú se pusieron en alerta. La comisión se va mañana con muchas cajas de materiales. A Meyram le llaman a Alma-Atá para que se presente con un informe. Pienso que ya no volverá de este viaje.
– ¿Y para qué vas a Moscú tú?
– Lo principal está ahí…
Rymbek habría dado mucho para saber que significa “lo principal”. Pero Zhappar no explicaba nada más. Dando entender a Rymbek que no todas las puertas están abiertas para él cambió el tema:
– Muy bien que te han liberado tan fácil del trabajo… Vete a otra parte. Borra las huellas. Pero no pierdes el contacto conmigo.
– Yo había pensado en este plan: irme a la provincia y allí entrar a trabajar a alguna obra nueva…
El sol declinaba hacia el horizonte. En el oeste sobre los montes rondaban las blancas nubes de primavera y en la parte oriental del cielo se veía una nube negra. Se oía un estruendo lejano pero no había relámpagos. Allí había lluvia, el cielo se partía por un arcoíris vivo.
Zhappar se quedó un rato contemplándola y dijo:
– Vámonos. Hay poca ave. Será porque ya se ha apareado y está en los nidos.
Ellos pasaron junto a un pequeño lago. Sobre el agua volaban chorlitos y otros pájaros de pantano. No se veía caza grande.
Por detrás de la colina delante de ellos apareció humo. Antes cuando la gente rica junto con su ganado se trasladaba a los zhaylau, los pobres y los artesanos se quedaban allí junto a los pozos. No se arriesgaban a moverse lejos. Las tierras de aquí servían de pasto y sólo una parte pequeña se utilizaba como arada. Ahora casi toda la tierra estaba labrada. El humo se levantaba sobre los campamentos de las brigadas de koljoses y sobre las ganaderías. Las tierras labradas y los pastos de los koljoses se extendían hasta las mesetas que se veían en el horizonte.
Habiendo tramontado el cercano lomo los viajeros encontraron una brigada de tractores. Junto a un pabellón blanco se reunieron cinco-seis pedestres y un cabalgador que era un viejo bajo y delgado. A cierta distancia estaban dos tractoristas. El viejo tenía en las manos una dombra y cantaba de vez en cuando agitando el instrumento. En el silencio de la tarde la voz del akyn se oía lejos. Los aradores escuchaban al cantor sin quitarle los ojos de encima.
Zhappar se fijó en la compañía y dijo a Rymbek:
– Es Token chapoteando con los labios allí. Solo sabe alabar los Soviets.
Al acercarse Zhappar exclamó:
– ¿Eres tú, cellenco Token?
En vez de responderle el akyn improvisó:
Por todas partes nace el ganado
Las semillas producen brotes,
Incluso a los pájaros el poder soviético
Dice: “Propáguense”.
Y vosotros ataron su caza a las sillas,
Como diciendo:
“No permitimos que las aves se propaguen”.
– ¡Son patos! – se reía Zhappar.
Quien coseche la espiga inmadura,
Comerá pan negro y bronco,
Y quien sacrifique un animal no cebado
Come carne dura y magra.
No tiene su res ni carne ni sangre.
¿Qué os preparan las cuñadas con ella?
– Las cazamos por curiosidad…
Akyn cantó:
Por curiosidad no matan a la madre
No dejan a sus hijos huérfanos.
En nuestra vida feliz
Hay muchas cosas buenas que hacer…
Si no tienen miedo a la sangre
No den cuartel a los lobos.
Por la noche atacan las manadas,
No dejan descansar a los pastores…
Zhappar no se quedó esperando el fin de la improvisación. Como si diciendo: “¡Déjalo, estoy harto!” – él levanto altivo la cabeza, frunció el ceño y espoleó al caballo.
Tengo cosas urgentes,
¡Salud, mis niños!
Sembrad y labrad. Vendrá la cosecha,
Llenen los sacos con grano.
¡Así os exhorta el akyn!
Finalizando la canción Token arreó a su caballo.
Al alejarse Zhappar se volvió.
– ¡Lástima! Si no fuese por ese baldío viejo podríamos hablar con los koljosianos, conocer su estado de ánimo.
– ¡No dejó ni decir esta boca es mía! ¡Mírale como corre! Y tiene ya ochenta años el viejo, ¿qué pretende? ¡Podría estar en la cama!
Ya al anochecer volvieron a la ciudad. Dejaron a los caballos en la cuadra. Mañana Zhappar se iba a Moscú. Para terminar la conversación le invitó a Rymbek a su casa. Zhappar vivía sólo. Su mujer estudiaba en Moscú y terminaba ese año el Instituto de Medicina. Y él se hizo con una bella muchacha-criada, hija de un kulak deportado.
– ¡Prepara, Masha, los patos y pon el samovar! – ordenó Zhappar y cansado se acostó en el sofá. Tenía un aspecto insano.
– ¿Estás cansado o qué? – le preguntó Rymbek.
– No sé qué me pasa. En cuanto dimos la vuelta para ir a casa me sentí mal.
– No has bebido agua cruda y el vodka no hace daño. Puede ser por el salchichón o conservas.
– El estómago lo tengo bien.
– Entonces lávate con agua fría. Se te pasa.
Rymbek también se lavó la cara. Pero Zhappar no sentía alivio. Para distraerse sacó su álbum de fotos y empezó a enseñarlas a su invitado. En el álbum estaban los retratos de los jefes de la Alash-Orda. Rymbek se fijó en la foto de Alikhan.
– Es un lobo feroz. Pienso que sigue siendo así de fuerte.
En este momento tocaron a la puerta.
Entraron dos militares con galones rojos. Ellos en silencio demostraron el auto de detención. Rymbek pálido se sentó en la silla. Zhappar ni se movió en el sofá, sólo las cejas se juntaron sobre el caballete.

Capítulo veinte

Era de noche. En el andén había mucha gente. Sonó la última campana. Meyram estaba en la zancadilla del vagón. Sus acompañantes ya se despidieron de él pero no se iban. Entre ellos estaba Ardak. Observando las reglas de decoro ella estaba de lejos pero unos minutos atrás aprovechó el momento y le pasó a Meyram un ramo de flores.
– Controlen que el trabajo en la construcción de la estación eléctrica no cese ni de día ni de noche, – gritó Meyram.
El tren se puso en marcha. Meyram agitó el ramo de flores. Hasta que el tren no pasó las luces de la estación Ardak sonreía, aunque le corrían las lágrimas en la cara.
Se le acercó Zhanabyl.
– No tuve tiempo para irse a un kilómetro y tú ya estás anonadada. Tendrás posibilidad de verle cada día. Ese momento llegará.
– ¡Ojalá todo vaya bien ahí!
– ¿Y por qué le puede ir algo mal?
– ¡Quién sabe! Tantas quejas de él había, pueden fiarse de ellas.
– Los principales calumniadores suyos mismos cayeron en la trampa que preparaban para otros. Y también alcanzaremos a sus cómplices. Y si la queja es razonable, le regañarán. ¡Eso sí! Nos vamos de aquí directamente a la estación eléctrica. ¿No tienes miedo volver sola?
– Mejor acompáñame. ¿Y por qué os vais de noche a la estación?
– Antes de que Meyram llegue a Alma-Atá ya la pondremos en marcha y le enviaremos un cable para que informe el buró del comité regional que la estación funciona.
– Entonces ve allí, llegaré sola a casa.
Desde la estación de trenes hasta el pueblo Zagorodny había un kilómetro de distancia. Ardak tenía mucho miedo atravesando las oscuras calles del pueblo pero llegó bien a su barraca.
Alibek llevaba dos días en la cama. Pero no podía entender si de verdad estaba enfermo o lo fingía. Sin quejarse de nada él pasaba todo el día acostado tapado con la cabeza. Ahora se levantó y estaba sentado en el taburete junto a la puerta.
– ¿Se siente mejor, koke? – le preguntó Ardak.
El padre no le contestó. Con ojos intranquilos miraba lejos estirando el cuello y murmuraba palabras inconcebibles.
– ¿Qué están buscando? – preguntó él de repente agachándose como si buscara refugio.
A trasmano de la ciudad se encontraba el alto edificio del elevador sobre el cual establecieron un reflector. El largo rayo de luz lentamente se movía por la tierra iluminando uno y otro barrio de la ciudad. Ahora cayó sobre el pueblo Zagorodny. Alibek se agachaba teniendo miedo de la luz.
Ardak se echó a reír.
– Es sólo un rayo de luz del reflector. Está instalado sobre el elevador…
– ¡Antes no había ningún reflector!
– Lo instalaron hace poco. Ahora cada día hay algo nuevo.
Alibek se tranquilizó un poco y entró en la barraca. Pero su cara y su acelerada respiración reflejaban lo intranquilo que estaba. Sus pequeños ojos de serpiente se llenaron de sangre y las pupilas dilataron. Él se estremecía con el mínimo ruido, sea el carbón en el horno, o la gota de agua que cayó de la tetera sobre la cocina caliente. Asustado miraba a todos los lados, se levantó, bajó la cortina en la ventana y la parte superior tapó con una manta. Luego cerró la puerta con el cerrojo.
Ardak sólo ahora se dio cuenta de la extraña conducta de su padre.
– Koke, ¿por qué está tan intranquilo hoy?
– Nada, querida. Simplemente por precaución.
Cuando Ardak puso la mesa y le sirvió té a su padre, él respiró profundamente y preguntó:
– ¿No te has dado cuenta de nada, hija mía?
– No, koke.
– Un tipazo sospechoso algún tiempo va detrás de mí constantemente.
– ¿Quién es? ¿Qué quiere?
– No sé. Desde lejos me sigue. Yo bajo a la mina, y él también. Regreso a casa, y él va detrás de mí. No se acerca nunca. Pero me di cuenta de él. Dos días llevo sin salir de la casa, espero que va a hacer. Y él todo el tiempo está rondando alrededor. Y cada vez se viste de otra manera. A veces se acerca a la puerta, a las ventanas y pega el oído.
– ¿Y por qué no le pregunta qué es lo que quiere?
– Puede disparar. ¡Mira! Otra vez… Y esta vez no está solo.
Ardak de salto se levantó del banco titiritando con todo el cuerpo. En su cara pálida vivían sólo los negros ojos llenos de miedo. Con las manos sujetaba fuertemente el barrilete de la puerta.
Alibek intentó meter su grueso cuerpo debajo de la cama.
– ¡Sujeta fuerte! ¡No le dejes entrar! – decía él con susurro silbante.
Pasaron largos minutos. Detrás de la puerta no se oía nada. Ardak se recobró.
– Se lo imaginó, koke.
– No, está ahí inmóvil, nos escucha.
Ardak se cansó sujetar la puerta. Su miedo se le iba.
– ¿No estará alucinando, koke?
– Estarás sorda, hija. Eran no menos de dos personas. Y yo oí los pasos y el susurro…
– ¿Y por qué no llamaron a la puerta y no entraron?
– Habla más bajo. Están aquí. Ellos se dieron cuenta que nos hemos encerrado.
– ¿Y si salgo por la ventana y miro ahí?
– ¡Ni hablar! ¡Te van a coger!
Ardak jamás pensaba que su valiente y emprendedor padre podía estar tan aterrorizado. Estaba espantable. Las alas de la nariz se movían y los ojos parecían desprender chispas. De vez en cuando su extraño murmullo se convertía en un delirio que sembraba sospecha en el alma de Ardak.
– …Cuando dormía vi un sueño… Y me desperté por el miedo. No, resulta que no me he despertado y sigo soñando… ¿Ahora no estoy durmiendo?
– No, koke. ¿Qué le pasa?
– Orlov… Desprendimiento… Avería… No sé, no sé, – susurraba él tapándose la cara con las manos y de repente gritó: – ¡Rymbek va a contar todo! ¡Nos traicionará! ¡Oh, menuda víbora! ¡Lo sabes todo, víbora! ¡Me has destruido! ¡Cortarle en pedazos y tirar al fuego! ¡Te hubiera ahogado con mis propias manos! ¡Dime la verdad, dime la verdad!...
Sus ojos miraban fijamente a Ardak y las nudosas manos se tendían hacia su cuello. Ella se apartó y se echó a correr hacia la puerta.
En la calle se oyeron pasos y voces. Alibek se lanzó a la cama y se tapó con la manta. Tragándose las lágrimas Ardak abrió la puerta. Entraron Sheker, la esposa de Zhaylaubay, y Maypa.
– ¡Hola, guapa! Tanto tiempo sin verte, ya te echaba de menos, – hablaba Sheker abrazando a Ardak y besándola en la cara.
Sheker parecía una mujer bastante joven. Sus ojos irradiaban la alegría. Cada su palabra daba a entender que ya toma a Ardak por su familia.
– ¿Por qué estás triste, mi cielo?
– No, nada…
– ¿Y no estará enfermo el koke?
– Sí, se siente indispuesto.
– Me llegó la noticia que Meyram-jan se iba a Alma-Atá, – no paraba Sheker. – Vine para despedirme de él y llegué tarde.
Ella advirtió que tenía poco tiempo y tiene que volver a casa. Pero se sentó, desató el cinturón y sacó de la pocha dos botellas.
– Pensaba que hay que traer un regalo. Traje para ti y para Meyram una botella de smetana azucarada para cada uno. Lástima que no llegué a tiempo. Y es por el viejo, no piensa nada. Sabía ayer que Meyram se iba y me lo dijo sólo hoy. Yo me alarmé y me fui a caballo… Esta noche tengo que volver a casa. Hay mucho trabajo. El viejo está en la siembra y yo cuido el ganado. Tanto un ternero, como un cordero piden cuidado como niños pequeñitos. Y si no veo a mis terneros no puedo pegar el ojo. Cuando me iba pedí que el viejo Mausymbai les cuide. Pero es igual de lerdo como mi marido Zhaylaubai. Ven a vernos algún día, Ardak-jan. La estepa está verde, nacen animalitos… En verano se está muy bien en la estepa…
La muchacha sumergida en sus pensamientos escuchaba distraída a Sheker. Luego pidió a Maypa:
– Pon el samovar, enseguida vuelvo.
Lo dijo y salió fuera.
En la puerta había un joven caballo zorruno en el que vino Sheker. Ardak con agilidad subió en él. El rápido corcel nunca había visto una ciudad y tenía miedo de todo que se le encontraba en el camino: bufaba y bruscamente saltaba a los costados. Ardak, la hija de un aúl, de niña estaba acostumbrada a montar. Encogiendo el asa de pelo con la mano izquierda ella no soltaba el caballo y de vez en cuando le metía prisa con el final del asa.
Saltando los baches y fosos, sobrevolando la vía férrea el corcel trajo rápidamente a Ardak hasta la estación eléctrica.
Ardak ató el caballo y entró en el edificio. Dentro había mucha gente. Entre ellos vio a Scherbakov, Kanabek, Zhumaniyaz y Guitelman. Con la ayuda de un caballete de troncos gordos y aparejo doble los obreros subían arriba un grande volante de hierro fundido. El cerrajero Lapshin ejercía el mando con voz alta:
– ¡Un, dos! ¡Agarra!
Tenía la camisa arremangada, la cara enrojecida y en la frente le salía el sudor. Zhanabyl y Zhumaniyaz se quitaron las chaquetas y también tomaron los extremos de los aparejos. Zhanabyl gritaba de vez en cuando:
– ¡Anda, komsomol, juntos!
Ardak miraba con curiosidad a la máquina espectacular.
Dentro de dos días esta rueda enorme girará con una velocidad que el ojo humano es imposible captar y arrancará la máquina que ocupaba casi todo el local. En un cabo estaba instalada la máquina dinamoeléctrica. De allí salían unos cables gordos. La corriente eléctrica pasando por los cables entrará en el armario de distribución y desde allí con la ayuda de unos interruptores en un panel de mármol fijada en la pared será conectado en la red y correrá a todas las partes de la ciudad.
Ardak entendía la importancia del trabajo que se desarrollaba aquí. La estación eléctrica para Karagandá es una necesidad urgente. La muchacha no se atrevía a arrancar a la gente del trabajo pero no podía contener su inquietud. Encontrando un momento llamó a Zhanabyl moviendo la cabeza. Zhanabyl enseguida se acercó a ella.
– ¿Ocurre algo?
– El padre está enfermo de una manera extraña. Temo quedarme sola con él… Por eso vengo...
– ¿Por qué no llamaste a Maypa?
– No solo a Maypa, a ti también te entraría miedo.
– ¿Qué clase de enfermedad es?
– No sé. Estoy más muerta que viva de miedo. Vamos conmigo si puedes.
Los dos subieron al caballo y se fueron. Zhanabyl la preguntaba en el camino:
– ¿Perdió la claveta o qué?
– Si es delirio, pues muy extraño. Alucina anormal.
– ¿Entendiste lo que dice?
– Todo el tiempo está hablando de Rymbek y de otra gente. Dice que soy su enemigo. Quería ahogarme…
– Esto, querida camarada, parece ser enfermedad con base política, – concluyó Zhanabyl. – Cuando desguazamos a Kurzhik también se puso rabioso. Y era como tu padre: callado, reservado, se guardaba su ira. Puede ser por eso se le cocieron los sesos.
– No sé.
– Tú tranquila. Yo soy huérfano desde los cinco años de edad y como ves, no me morí.
– Si el padre muriese como se debe...
– Y si se merece una muerte inoportuna no es culpa tuya.
– ¿Cómo voy a mirar en la cara a la gente?..
– Eh… Estás equivocada. Nadie te asocia ya con tu padre. No fue el padre quien te crio, ¡es la escuela soviética, la gente soviética! Todos lo saben.
– Querido Zhanabyl, dime la verdad: ¿no me van a despreciar por el padre?
– Si la gente podía despreciarte por algo, no estaría yo, Zhanabyl, montando el caballo contigo.
– ¿Por qué no he nacido tan valiente como tú?
– No me pongas colchón debajo que estoy acostumbrado a dormir en superficie dura. Si eres una muchacha tímida no quisiera yo atravesarme con la valiente.
Ardak bajó junto a su barraca y Zhanabyl se dirigió al ambulatorio. Cuando Ardak entró, vió a Alibek sentado con las manos atadas detrás de la espalda. Los ojos le ardían como a un lobo rabioso. En la habitación estaba Zhumabai y dos obreros vecinos más. Al ver a su hija Alibek enfureció:
– ¡Ah, aquí vuelves! ¡Ya te chivaste!¡Chupad mi sangre! Me voy de este mundo sin venganza. El Óder, Sena, Dunay, Volga, todos los ríos salieron de las orillas. Pero no agua traen, sangre… Hierben el Báltico, Pacífico, Atlántico. Por todas las partes hay olas sangrientas. Y yo siquiera tu sangre pude probar. ¡Me echaste la vida a perder! Ahora soy débil, soy miserable. ¡Desátame las manos! Mi boca está seca. ¡Dame de beber! Dame la última vez en mi vida saciarme con agua fría.
Ardak llenó con agua una grande piala y se puso a quitarle la cuerda de las manos. Todos gritaban:
– ¡No lo hagas, no!
Ella no obedeció, desató las manos del padre y le dijo en voz baja:
– Beba, koke.
Alibek agarró la piala y se arrimó con los labios a ella. Al saciarse se agarró la cabeza con las manos. Así estaba sentado meciéndose de un lado para otro.
Entraron Zhanabyl, médico y dos enfermeros. Alibek de un saltó se levantó.
– Estoy listo. ¡No oculten sus galones rojos debajo de las batas!
– Soy médico, no soy militar.
– ¿Médico? ¿Entonces estoy enfermo? – con susto gritó Alibek y con anchos pasos se dirigió a la puerta…
Parte tercera
Capítulo primero

Pasaron años. Era un tiempo crucial, crítico. El país de los Soviets con pasos seguros entró en el socialismo. La gente soviética bajo el mando del partido de bolcheviques creó una potente industria nacional. Ganó el régimen de koljoses. Apoyado por todo el pueblo el partido derrotó a todos los abiertos y ocultos enemigos de la nueva sociedad, terminó con la oposición de los kulaki. La vida del Estado Soviético la seguía todo el mundo, unos admirando y otros odiando. Unos no paraban amenazar con una guerra, y los otros estaban inspirados con la experiencia del pueblo soviético para la lucha con los opresores.
Junto con el país cambió su imagen Karagandá, la tercera carbonera del país. Se pusieron en marcha centenares de minas, todas eran mecanizadas. Los picos y las máquinas a vapor fueron reemplazados. Y la producción se alimentaba con la energía eléctrica. El carbón extraían con cortadoras de carbón y martillos neumáticos. Luego se transportaba por electromotoras y transportadores mecánicos. Más se adentraban en la estepa los grupos de prospección, instalaban los castilletes de exploración, exploraban las entrañas de la tierra.
La ciudad se dividía en dos partes: Nueva Karagandá y Karagandá Carbonera. Se convirtió en el centro de la provincia con la sede en la Nueva Karagandá.
La población crecía. Ante los dirigentes de Karagandá y el numeroso colectivo de los obreros se plantaban nuevas tareas. Ahora tenían que domar los mecanismos perfectos, ampliar las fuentes de la energía eléctrica, organizar el abastecimiento de agua a la ciudad y las minas. Cada día nuevas tareas. Pero eran desvelos agradables de las personas que crecían, que en pocos años con sus propias manos construyeron en el terreno vacío una grande ciudad industrial.
En uno de los días de verano Meyram estaba delante de la ventana de su despacho. Era una habitación amplia y luminosa en el nuevo edificio de tres pisos, donde se encontraba el comité del partido metropolitano.
Meyram ya había cumplido los treinta años. Se convirtió en todo un hombre, su figura era más robusta, el espeso pelo negro estaba tocado por la plata de las canas. Vestía una blanca guerrera de lienzo cuidadosamente planchada.
En el patio había una fuente rodeada de árboles. El césped distraía la vista con el verde de la yerba. El ojo descansaba en la mezcla de colores de las flores en las macetas. Bolas de cristal opaco se remontaban sobre el verde en unos postes metálicos.
– Sería bien organizar una plaza semejante delante de cada edificio e iluminarla por la noche, – se dijo en voz alta Meyram. – Pero para esto se necesita agua en abundancia y mucha energía eléctrica…
Entró Antonina Fiodorovna. Esta enérgica mujer emprendedora apenas había cambiado con los años. Sus pasos eran igual de ligeros, rápidos y silenciosos. Sólo cambió el peinado: antes se peinaba con raya recta y ahora se batía el pelo y lo colocaba en un moño en la nuca. Con este peinado su cara fresca y rosada parecía más abierta. Antonina Fiodorovna colocó delante de Meyram una carpeta gruesa.
– Aquí están todos los materiales de la hidroeléctrica de Karagandá que había solicitado Usted. El coche ya le está esperando. ¿Cuándo vuelve?
– Pienso, muy tarde.
– ¿Me necesitará por la tarde en el comité?
– Hoy puede descansar. Sólo pida, por favor, que a las siete venga Ashirbek.
En el patio le esperaba el chato chofer. Le abrió la puerta del “emka” .
Delante del edificio del consejo metropolitano el coche se paró y subió Kanabek.
Se dirigieron a la Karagandá Carbonera. Desde la Karagandá Nueva hasta ahí había veinte kilómetros de distancia. El sinuoso camino de carril se extendía por un suave declive. No se podía ir a alta velocidad: en el camino había muchos baches producidos por las ruedas de los camiones.
El coche lo conducía Meyram. El chofer estaba sentado en el asiento de copiloto atento para ayudar a su “discípulo” en cualquier momento.
Se acercaron a los alrededores de la Karagandá Carbonera. Aquí había más baches y eran más profundos. El coche saltaba como un carro en los terrones. Meyram pasó el volante al chofer y le dio un pinchazo a Kanabek:
– ¿Parece que el consejo metropolitano ha dejado la reparación del camino hasta el comunismo?
– No me pinches, querido. Tú mismo insistes que lo primero son las minas. Y en cuanto uno tropieza en el camino destrozado de nuevo recuerdas el consejo metropolitano. Y mi vieja tampoco me deja en paz. Hoy toda la mañana chinchaba por la rota tapa del contenedor de basura, el que está en el patio de nuestra casa. Me exige: “Toma medidas urgentes”. ¡Ay los pecados! Resulta que soy responsable hasta por una tapa.
A ambos lados del camino aparecían pequeños lagos de agua. Y a veces en el centro del lago se veía una vieja casita hundida hasta el tejado y abandonada por sus habitantes. Donde debajo de la tierra se había extraído todo el carbón, el terreno se aterraba y se formaban cavidades. Con el tiempo se llenaban de agua. Desde el agua se erizaban las ya no necesarias barracas semidestruidas. La Karagandá Carbonera crecía, rápidamente aparecían nuevos edificios y las construcciones viejas quedaban abandonadas.
Los hombres atravesaron la vía férrea y entraron en la parte norteña de la Karagandá Carbonera. Sobre la fábrica de enriquecimiento se tremolaba una nube de polvo. El viento la llevaba por los lados y el polvo se posaba en el camino metiéndose dentro del coche. Tras la neblina de polvo no se veía nada. El chofer avanzaba con dificultad.
Cruzaron la ciudad y subieron en la colina. Aquí se pararon. Salieron del coche para arreglarse. Agitando su guardapolvo Meyram dijo:
– Hay que trasladar los edificios residenciales lejos de la producción, a la Nueva Karagandá. Es imposible vivir aquí.
Cerca de ellos un grupo de obreros estaba instalando un alto trípode metálico: tres postes de hierro estaban unidos arriba y abajo se fijaban con cemento. Ya habían instalado varios trípodes semejantes en una línea…
Kanabek ocupado con sus pensamientos tardó en contestar. Se quitó la ropa de calle y sacudió la chaqueta y el pantalón. De estatura baja con una barriga él miraba subiendo la cabeza sobre la construcción longeva, movió irónicamente los labios y dijo:
– Hablaban de un pastor: “Silba tan alto que la tierra se estremece, y tan solo cuida solo a dos cabras”. Y aquí lo mismo… Instalan una cosa tan grande y ¿para qué? Sólo para colgar un cable de un dedo de grosor.
– Y ese alambre para Karagandá significa lo mismo que una artería para la persona. Por él correrá la energía eléctrica.
– Si yo fuera ingeniero, construiría entre Karagandá y la hidroeléctrica el tren aéreo. Estos postes son capaces de soportar cualquier carga.
El año pasado Meyram visitó Donbass y vio allí vagones que se movían en un teleférico. Ahora se imaginaba como semejantes vagones se movían en el aire entre Karagandá y la estación hidroeléctrica de Karagandá.
– ¡Buena idea! ¿Pero qué vamos a transportar por ese camino aéreo?
– Cualquier tipo de carga. Acuérdate de mis palabras, alrededor de la hidroeléctrica de Karagandá aparecerán grandes fábricas. Y habrá mucha necesidad en transportación.
– Cuando construimos esas fábricas, pensaremos en el teleférico, – contestó Meyram subiendo en el coche.
El camino ya era pedregoso, sin polvo. Soplaba una brisa fresca. El coche avanzaba suavemente. Hasta la hidroeléctrica de Karagandá quedaban unos treinta – treinta y cinco kilómetros. Atrás se quedaban las granjas de los sovjoses y koljoses. Parecía que no había colina que quedaba libre de una edificación, sea una casa, ganadería o cobertizo. Por los caminos vecinales corrían coches, tractores y carros.
Antes junto a esta carretera en la vacía estepa vivía solitario el piquetero Muzdybai. Provenía de una cuna no numerosa que bajo la presión de más fuertes castas se fue dentro de la estepa. Muzdybai se asentó en un pueblo ruso, donde vivió varios años. Luego construyó en la grande carretera una venta y se convirtió, como se decía aquí, en un “piquetero”. Los rusos y kazajos viajantes que pasaban por este camino se alojaban en su casa. Cobraba lo que le podían pagar y a veces ocurría que daba refugio y comida sin ninguna remuneración. Pero si la persona le caía mal no le dejaba ni atravesar la puerta. Ahora Muzdybai por su edad fue liberado de su trabajo duro, pero seguía cazando y vendía su presa al koljoz. Era él quien regalo unos años atrás a Scherbakov y Antonina Fiodorovna aquella zorra.
Meyram ofreció visitar a Muzdybai con el cual le gustaba charlar un rato.
El canoso viejo estaba trabajando en la huerta junto a la vieja casa. Al oír el ruido del coche Muzdybai se puso derecho con dificultad y se puso a mirar quién vino poniendo la mano de visera. Los años le hicieron más débil pero no se quedaba parado en la casa, ahora desmalezaba la patata. El alto follaje verde le llegaba hasta la rodilla. Él estaba con un puño de recién sacada hierba en la mano.
– ¿Quiénes son, hijos míos? ¿No será Meyram allí?..
– Sí, Muzdeke, no se ha equivocado. ¿Cómo está, todo bien?
– Ni me preguntes. La vejez se tira contra una persona como un lobo. No se puede quitársela de encima. Todavía no puede matar pero se agarra con los dientes en la espalda o en los costados.
– ¿Cuántos años tiene?
– Voy a cumplir ochenta y tres. Entren en la casa, charlaremos.
– ¿Y si nos sentamos aquí, al aire?
– Podemos aquí. Los habitantes de la estepa prefieren la ciudad y los de la ciudad aman la estepa. ¡Eh! ¿Dónde están? Traigan la kohma, la manta. Pongan el samovar…
Muzdybai no dejaba a los invitados decir ni una palabra. Les contaba sobre los tiempos remotos, alababa la nueva vida que tenía suerte de presenciar. Hablaba en ruso libremente.
Dijo todo lo que le oprimía el corazón e indicó con la cabeza a Kanabek:
– ¿Y quién es ese chico?
Él estiró su cuello largo y fijó la mirada en Kanabek.
– Ese “chico” tiene un poco menos de años que Usted, – contestó Meyram. – Se llama Kanabek. Es jefe del consejo metropolitano de Karagandá.
– Un cargo respetable. Deberá ser una persona sabia.
– Toda su vida estudia. Y antes estudiaba y hoy día sigue estudiando.
– ¡Entiendo! – alargaba las palabras con satisfacción Muzdybai. ¿Y no estaría estudiando antes en la ciudad de Troitsk al célebre mulah Zeymulla-khazret?
– Todo es posible, – dijo en broma Meyram.
El viejo se levantó en silencio y se fue a casa.
– Parece, has metido la pata, – dijo Kanabek a Meyram que estaba riéndose.
Muzdybai volvió con el grueso tomo de Corán y lo dio a Kanabek.
– Léelo, cielo, cantando, como lo solía hacer Zeinulla-khazret. Soy una persona analfabeta y lo quiero escuchar de la boca de una persona culta.
– Me olvidé este arte, estimado Muzdybai, todo el arte olvidé, – se negaba Kanabek. – Es imposible recordar de memoria todo lo que te enseñaron en la infancia.
Muzdybai reprochando meneó la cabeza:
– ¡Vaya! ¿Cómo pudiste olvidar lo que te enseñaron en la infancia? Y lo que aprendes en la edad avanzada se olvida mucho más rápido. ¡Muy mal! Así olvidarás todas las quejas y peticiones que te presentan en el consejo. Mal va la cosa. Nosotros en el koljoz regañamos a los dirigentes así sin cuartel.
Respiró con dolor.
– ¿Y qué vamos a hacer? Tendré que yo mismo divertir a los invitados. ¿Quieren que les cante algo? A mí me gusta una canción rusa.
Sin esperar que le pidieran Muzdybai empezó a cantar “Ojos negros”. Tanto se esforzaba que se le salieron las venas en el delgado cuello. Pero dominaba la respiración con habilidad, su alta y sonora voz aunque a veces le cencerreaba pero no perdió su resonancia.
– Es lástima que cuando era joven nadie valoró esta voz, – notó Meyram. – Sería un buen cantante, Muzdeke.
– Cuando era joven yo mismo no me valoraba, tales eran los tiempos… Gracias por haberme visitado y escuchado. Me desahogo con vosotros. Conocía bien a tu padre difunto, Meyram-jan. Cuando se iba en busca de trabajo no pasaba de lado mi estancia. No en vano dice la gente: “Tu padre se ha muerto, pero sigue viviendo la gente que le conocía”. Y yo todavía estoy vivo. Muchas cosas he visto, muchas cosas he experimentado. Puedo ayudarte con algún consejo. Pregunta lo que quieres.
– Muchas cosas había presenciado, Muzdeke. ¿Y qué le gustaría recibir más de la vida?
– Es una cuestión difícil, cielo mío, – contestó el viejo quedando pensativo. – Toda mi larga vida me parece ahora un día corto. Pero hay una cosa que siempre apoya a un hombre: es la esperanza. Me acuerdo como murió mi primer hijo. Me sentía como si me habían partido la cintura. Pero nunca me dejaba la esperanza de que iba a tener otro hijo. De pronto se murió mi esposa y la casa se quedó sin la ama. Me parecía que todo el mundo se quedó huérfano. Y seguía con la esperanza que me encuentro en la vida con una nueva amiga para siempre. Tres veces yo me quedaba enfermo de gravedad, miraba en la cara de la muerte, pero seguía con la esperanza de que me recuperaría y seguiría viviendo y trabajando. La gente a mi alrededor también vivía mal, les oprimía la miseria, les aplastaba la desgracia. Pero todos esperaban que llegarán tiempos mejores… Y llegaron por fin, nuestras esperanzas se convirtieron en realidad. Y yo pronto voy a cumplir ochenta y tres años. ¿Por qué no tengo veinte y cinco? Este mi deseo es imposible de cumplir…. Pero de todas las formas estoy contento de que al fin de mi vida pude ver mi pueblo feliz.
Muzdybai lentamente se levantó.
– Bueno, es imposible saciarse uno con palabras… ¿Quién hay ahí? ¡Tráigannos carne y té!
Pero los invitados no querían comer. Se tomaron rápidamente el té, agradecieron por la conversación al viejo y siguieron su camino.
Pronto apareció la alta chimenea de la estación hidroeléctrica de Karagandá. No echaba humo todavía. Estas tierras estaban habitadas desde los tiempos remotos. En las orillas del río Nura estaba el pueblo Samarkan. Cerca de él se encontraban los edificios de mismo tipo. Antes aquí había un hospital, el único para las seis provincias vecinas. Y ahora los hospitales estaban en cada región. Y estas barracas desgastadas serían derrumbadas pronto. Junto con el nuevo edificio del ferrocarril y los edificios de varios pisos del complejo residencial parecían unos enanos.
Los viajantes con atención miraban la ciudad que estaba surgiendo alrededor de la estación.
– El ingeniero de las obras Ibrash es un joven cuidadoso, – dijo Meyram indicando a una plaza grande con árboles entre las nuevas casas. – Aquí habrá un buen parque.
– Sí, – asintió Kanabek, – se ve bien que el consejo del pueblo aquí trabajo mucho para acondicionar el pueblo.
– Pero no se ve que los consejos locales presten mucha atención a la comodidad para la población.
– ¿Habrá algo que te pueda satisfacer? – refunfuñó Kanabek. – Haces poco, regañas, haces mucho, lo atribuyes a otros. Bueno, me callo. Saldrás con la tuya: todo lo que hay aquí, ¡es gracias a Ibrash!
Meyram solía tomarle el pelo a Kanabek. Se reía cuando veía como Kanabek se enfadaba e inchaba sus labios gordos, le gustaba escuchar sus contestaciones agrias.
– Siempre dice Usted que le gusta la autocrítica, – no paraba Meyram.
– ¡Una cosa es cuando criticas tú y otra cuando a ti te mancan las costillas! – respondía en broma Kanabek.
Salió del coche y se dirigió al consejo del pueblo. Meyram se fue a la presa que se estaba construyendo. Allí se desarrollaba el más intenso trabajo.
El río Nura fue cortado provisionalmente y el agua lo desviaron en un canal arqueado. Por debajo de la rebalsa el fondo del río quedo descubierto. Aquí habían excavado un profundo foso que ya estaba cimentado en algunas partes. Ahora los constructores levantaban el terraplén de la nueva presa y lo apisonaban. La anchura de la presa estaba proyectada de tal manera que en ella podían pasar cuatro camiones en una fila. En las obras se utilizaban los tractores, camiones, excavadoras, aplanadoras mecánicas, apisonadoras, incluso se trabajaba con palas, picos y azadas. En la orilla varios grupos de obreros preparaban la lechada y torcían la ferralla. Estaban construyendo cinco anchas exclusas de evacuación de agua que se cerraban con grandes compuertas metálicas.
En la orilla opuesta en un trozo de la montaña explotada estaba sentado sólo un hombre y estudiaba un gran mapa que tenía en las rodillas. A él se dirigió Meyram. El hombre dobló el mapa y le salió al encuentro.
– ¡Buenos días, Meyram Omarovich! Estoy contento de que venga.
– ¡Buenos días, querido ingeniero Ibrash! La esposa todavía no me ha acostumbrado a tratarle de nombre y patronímico, así que no le digo Zhakayevich, – bromeaba Meyram.
Ibrash vino desde Alma-Atá a la estación hidroeléctrica de Karagandá como el futuro jefe de la estación y ahora controlaba las obras. Meyram le veía por segunda vez.
Ellos se sentaron en la roca. El ingeniero de nuevo abrió el mapa. Meyram abrió su carpeta. Empezaron a hablar sobre el futuro de la hidroeléctrica.
– La hidroeléctrica no se limitará al suministro de la energía eléctrica a Karagandá, – decía Ibrash. – La presa permite hacer una reserva de doscientos cincuenta millones de metros cúbicos de agua. Se formará un grande lago de setenta y cinco kilómetros cuadrados. Subirá el nivel de agua y llegará hasta el centro de la región, la ciudad de Tokarevka a veinte kilómetros de aquí. Los poderes locales ya empezaron a realizar el plan de reasentamiento del koljoz que se encuentra en estas tierras. Todo lo valioso se traslada y lo demás lo queman y lo mordentan. ¡Bueno, eso no es un problema! Alrededor del cartel hay muchos koljoses y haciendas auxiliares. Las abasteceremos de energía eléctrica y agua. Y para comenzar abasteremos el agua para regar tres-cuatro mil hectáreas de siembra.
– ¿Hay tanta necesidad de gastar a estos volúmenes el agua? – preguntó Meyram que todavía no conocía bien el caso pero estaba preocupado por el abastecimiento de la ciudad y las minas.
Ibrash le explicó:
– Del lago a Karagandá no llegará ni una gota de agua. Nosotros hemos llegado hasta el segundo cauce de Nura, el subterráneo. ¿Ve, estamos instalando dos bombas potentes? Son las que extraerán el agua de la grande piscina natural debajo de la tierra. Este agua será más que bastante para las necesidades de Karagandá. El lago en la superficie será la reserva para las necesidades de la estación. Los campos de los koljoses y haciendas auxiliares vamos a regar con el agua residual. No se va a desperdiciar y el vapor. Le utilizaremos para dar calor a las viviendas, podremos ahorrar con eso centenares e incluso miles de toneladas de carbón…
Ibrash hablaba sobre el futuro de Karagandá con seguridad, dibujaba decididamente la imagen de su florecimiento. Sus ojos marrones resplandecían, su cara viva enrojeció. Casi cada su frase terminaba con las palabras “así haremos”, “así será”.
Meyram quedó contagiado por la seguridad y la pasión del ingeniero.
– Me es difícil comentar lo que me cuenta, no soy ingeniero. Pero creo que todo esto alcanzará pronto. La vez pasada habló de la posibilidad de utilización de la fuerza de viento en la estepa. ¡Es una idea interesante! Expóngala en el papel. Lo vamos a estudiar. Y luego, puede ser, analizaremos su informe en la sesión del buró del comité metropolitano.
– ¡Sería muy bien! – se animó más Ibrash.
Ellos comenzaron a bajar hacia la presa. Ibrash seguía:
– Estas compuertas y presas tienen un valor muy importante. En la primavera cuando aumenta el volumen de las aguas de nieve y lluvias, el lago va a rellenarse y habrá peligro de que se rompa la presa. Entonces abriremos las compuertas para evacuar el agua sobrante…
– ¿Qué necesitan? ¿En qué les podemos ayudarles para terminar la construcción lo más pronto posible?
– No nos falta nada, – sonrió Ibrash.
– Raras veces se puede oír estas palabras de un constructor.
– Claro, a veces nos falta algo, pero nosotros lo solucionamos con nuestras fuerzas.
– ¿Cuándo podrán poner en marcha la estación?
– Lo haremos dentro de los plazos establecidos por el gobierno.
– Y nosotros aquí, querido Ibrash Zhakayevich, estamos acostumbrados a realizar el plan quinquenal antes de los plazos establecidos.
El ingeniero echó una rápida mirada a Meyram.
– Me suscita a ser franco, tendré que responder. Hemos tomado la decisión, pero lo mantenemos en secreto de momento, que vamos a poner en marcha la estación tres meses antes.
– Y si se esfuercen en hacerlo cuatro meses antes, ¡mejor aún!
– Veremos… Es fácil prometer, pero es difícil cumplir con la promesa.
En la presa fue instalada la “Tabla de honor”. Sobre ella habían fijado un cartel de materia roja que decía: “¡Todos a participar en la competencia socialista!”
Meyram se fijó en los apellidos de dos obreros: uno de ellos cumplió cuatro normas y el otro – cinco.
– ¡Preséntenme a estos gallardos!
– Vamos a la excavadora.
Cercade la excavadora un obrero de constitución hercúlea explanaba con una herramienta especial el terraplén de la futura presa. Pasando junto a él Meyram le reconoció y no pudo contener la alegría:
– ¡Suerte en la labor, Zheteke! ¿Cómo es que está aquí? ¿Me parece que trabajaba en el ferrocarril?
El obrero miró con una mirada escrutadora a Meyram.
– No le reconozco, me olvidé quién es Usted.
– ¿Se acuerda de la fuerte borrasca en la línea férrea?Usted estaba quitando la nieve de las vías. Me llamo Meyram. Y Usted, si no me equivoco, es Zhetpisbai. ¿Es así? Me dijo entonces: “Nací cuando mi padre tenía setenta años”.
– ¡Es verdad, ahora me acuerdo, querido! ¡Dónde estoy yo y dónde mi padre! Una vez sacó sólo del pozo el caballo que se cayó dentro. Era pastor en aquella época. Y en la caballada del bay había trescientas cabezas. Los llevaba hasta un pozo profundo y dale a sacar el agua con kauga  para todos los trescienta caballos. Y no le pasaba nada, ni se le salía el sudor. ¡Y yo no superaré nunca a mi padre!..
– Bueno, según veo no tiene de que quejarse.
– ¡Nada de mí! Apenas me da tiempo exlanar la tierra después de ella, – indicó Zhetpisbai a la excavadora.
– ¿Quizá puede un ser humano competir con la máquina? Si saca de una vez tonelada de tierra.
– No es eso. Ya no me queda tanta fuerza. Parece que estoy envejeciendo. Y a cambio Baijan es un verdadero hércules. Cumple cinco normas.
Meyram quería conocer a un hombre que sea más fuerte que Zhetpisbai. Pero Baijan era de estatura mediana, aunque ancho de espalda. Estaba sentado orgullosamente en su máquina y no hacía caso de los dirigentes que observaban su trabajo.
– No le gusta cuando le desaferran del trabajo, – dijo Ibrash. – Es un buen trabajador. En el extranjero a los obreros de su nivel hacen construir las fortificaciones semejantes a las líneas “Mazhino”, “Zigfried” o “Mannerheim”. Y aquí ellos construyen las fortalezas de la economía nacional.
– Si se limitaran en el extranjero a construir fortificaciones… ¡Peor! La Alemania de Hitler quiere prender el fuego de la guerra. ¡Y nosotros tenemos que lo más pronto posible terminar con esta fortaleza de trabajo!
– ¿De dónde ha salido ese maldito Hitler? – dijo con rencor Zhetpisbai. Su cara desprendía la ira. – ¡Qué intente a competir conmigo! Mi madre me daba de comer mantequilla.
Zhetpisbai aunque tenía una pinta de un desventurado conocía bien la situación internacional, leía los periódicos y escuchaba las transmisiones por la radio. Pensaba no sólo de su trabajo en la presa, pero también le preocupaba cómo podía proteger la presa de las intentadas del enemigo contra esta presa creada con las manos del pueblo.
– Nuestros herculeses, – con orgullo decía Meyram, – no sólo son fuertes de músculos. Su moral es más alta que los picos de las montañas en las nubes. ¡Y estas montañas los aviones enemigos no sabrán sobrevolar!
Vino en coche Kanabek. Le acompañaba el ingeniero que era responsable por el levantamiento del pueblo de la estación hidroeléctrica de Karagandá. Era una persona humilde y reservada. Todo el tiempo echaba la mirada a Kanabek como si quería decir: “Mejor explica tú cómo nos va la construcción del pueblo”. Y Kanabek no escatimaba elogios:
– Muy bien trabaja el ingeniero. No es como Guitelman. En la estación hidroeléctrica de Karagandá la ciudad está creciendo a un ritmo veloz. ¡Ya seis edificios del complejo residencial tienen tejado!
– ¿Los seis ya están acabados?
– Ya han comenzado a construir el séptimo…
Los cuatros revisaron la sala de máquinas de la estación, las potentes bombas que van a extraer el agua desde las entrañas de la tierra para Karagandá, el nuevo parque y la sauna.
Entraron en el comedor. Después de comer Meyram dijo a Kanabek que ya era hora de volver. Ahora iban por la orilla de Nura. Cuando pasaron por Kozhir y tomaron la dirección hacia Zhalguiz-Tube Meyram le llamó a su compañero de viaje:
– ¡Kaneke!
– ¿Eh? – contestó Kanabek abriendo los ojos. Se había cansado de tando hablar y andar durante el día y se quedó dormido en el coche.
– Ibrash me enseñó un mapa detallado de esta localidad, cómo será en el próximo futuro. La colina Kozhir de tres partes será rodeada por el agua. Y el cerro Zhaltyz-Tube se convertirá en una pequeña isla. En plena estepa habrá un mar. ¿Quizá no es un milagro?
– ¿Y podremos ver este milagro en este año?
– Seguro que sí.
– ¿De dónde se formará el mar? El agua de nieve ya se fue.
– Ibrash dice que hay agua bastante en el río.
– Lo dudo… ¿Y cómo vivirá la gente en la cuenca inferior del río si lo cortará la presa? ¿Se quedarán sin agua?
– El lago se llenará en uno-dos meses. Y luego el río continuará su camino como siempre.
A la derecha de la carretera ardían las viejas barracas y cuadras. Iban grupos de gente. Aquí se desarrollaba la preparación del fondo del futuro lago: prendían fuego a la basura, la tierra la trataban con mordiente. La longitud del territorio tratado llegaba a treinta kilómetros y la anchura a cuatro-cinco. Las orillas del lago serían destinadas para los campos de siembra de la región de Telmanove y las haciendas auxiliares de Karagandá. Con el tiempo aquí habría huertas en las cuales se cultivaría todo tipo de legumbres. La hidroeléctrica de Karagandá daría el agua para regar los campos y las huertas y suministraría la energía eléctrica a los koljoses y haciendas auxiliares.
– ¡Ibrash es un ingeniero razonable! – no callaba Meyram. – No se puede desconfiarle. ¡En cuanto la estepa se saciará de agua y se iluminará por la electricidad, entre estos cerros se establecerá el verdadero paraíso! ¿Se acuerda, Kaneke, como la gente se alegraba cuando aprendieron a manejar el pico? Nosotros nos considerábamos vencedores cuando empezamos a bombear el agua de la mina “Gerbert”. Los zhappares y rymbekes que no saben nada de la maquinaria eran inteligentes para nosotros. ¡Y ahora cómo ha cambiado todo! Nosotros estamos embridando el río salvaje y lo hacemos trabajar para nosotros. E Ibrash sueña con someter el viento al ser soviético. Ashirbek estudia la posibilidad de modernizar las instalaciones. Para dirigir una empresa grande hoy día es poco terminar la carrera, hay que ser doctor de ciencias.
Kanabek triste respondió:
– Los jóvenes podéis hablar sobre la ciencia, conocimientos… Y nosotros, viejas carrozas, nos quedamos detrás…
– No se puede quedarse detrás, Kaneke, ni a los jóvenes se permite, ni a los viejos. La vida no lo perdona.
Era una noche tranquila. La estepa desprendía olores primaverales. Y entraban las ganas de ir sin parar por esta transcendente estepa…
Cerca de la vía férrea el coche giró en dirección de Karagandá. Cerca pasaban con ruido los trenes, por la carretera en la estepa corrían coches, iban carros y jinetes. En el horizonte en las crestas de las largas colinas como una nube de tormenta se hallaba la oscura Karagandá. Comenzaba a anochecer. En el cielo se encendían las estrellas. Karagandá también comenzó a centellar con diferentes luces.
– ¡Kaneke, mire! ¡El cielo y la tierra están llenos de estrellas! – exclamó Meyram. – ¡Son estrellas de nuestro futuro!
Ellos entraron en la ciudad ya de noche. Kanabek bajó en su portal. El coche paró junto a la puerta del edificio de tres pisos donde se encontraba el comité del partido metropolitano.
Capítulo segundo

Era tarde, se acercaba la una de la noche. Ardak en una vata de casa estaba sentada a la mesa. Delante de ella se encontraban los libros abiertos. Las líneas en las hojas estaban subrayadas y en las márgenes había muchas anotaciones. Sumergida en sus estudios ella no se daba cuenta de cómo corría el tiempo.
Ya varios años Ardak estaba casada. Tenía un niño. Ardak un poco engordó: ya había entrado en la edad cuando la belleza femenina está en su resplandor. Su cara blanca recibió una tonalidad rosada, los ojos negros estaban entrecerrados por las espesas pestañas. Levantaba los ojos, parecía que el sol iluminaba. No utilizaba polvos ni coloretes, no le gustaba la bisutería, ni pulseras, ni anillos. Pero nunca se quitaba el más querido reloj de mano que le regalaron por haber enseñado a los analfabetos. Este reloj era para ella la más grande joya del mundo.
Los quehaceres domésticos no dominaban a Ardak. Ella finalizó de forma no presencial los estudios en la facultad filológica del instituto y ahora estaba trabajando sobre las tesis sobre el folklore kazajo.
Desde la habitación vecina tras abrir con cuidado la puerta entro Sheker, la tía de Meyram. Ella había envejecido bastante, se encorvó. En los hombros tenía un shapan, en la cabeza un blanco pañuelo. Sheker no solía llevar el kunliuk . Se quedó parada un rato y se volvió para salir.
Ardak levantó la cabeza.
– ¿Es Usted, apa? ¿No está durmiendo todavía?
– Me abruman los pensamientos, no me dejan dormir.
– ¿Y en qué está pensando?
– ¿No te molestaré si te cuento?
– No, ya estoy harta de trabajar.
Sheker con paso menudo se acercó a la mesa y se sentó junto a Ardak.
– La juventud no es eterna, hija mía. La reemplaza la vejez. Y a veces los días difíciles llegan mucho más antes de la vejez. Por ejemplo, una enfermedad… ¿Habías pensado sobre esto algún día?
– ¡No me había ocurrido, apa! – sonrió ligeramente Ardak.
– Sí, ya lo veo que no se te había ocurrido en ningún momento. No tendrás tiempo para eso: enseñas a los niños y misma estás estudiando. Meyram-jan también está desde el amanecer hasta la noche trabajando. ¿Y mucho habéis ganado? Las paredes en las habitaciones están vacías. Sillas, mesas… bueno, unas camas. Y es todo. Y aquí viene la gente. Se me cae la cara de vergüenza. Mírale a Baiten, incluso él se compró un tapiz y lo puso en el sitial… En la vida, digo, todo puede ocurrir: uno puede caer enfermo. ¿Y qué os da vuestro trabajo? Es un fino pelo que puede romperse en cualquier momento. ¿Qué vais a hacer entonces? ¿Qué esperáis? ¡Tenéis que pensar en vosotros! Mi viejo Zhaylaubai cuida el ganado en el koljoz. Podéis poner unas cuantas ovejas en su manada. Que pasten. Si no pensáis en vosotros, pensad en el niño, en Bolat-jan. Piénsalo bien, mi cielo…
Ardak entendía por dónde iba la tía. Sheker tenía bastantes años y seguía pensando con las viejas matrices de que siempre hay que tener algo para “los tiempos malos”. Ardak intentó explicar a la anciana que no tenía razón.
– Gracias, apa, por sus consejos. Pero no valen ya. En nuestros tiempos el principal tesoro consiste no en la cantidad del ganado y otros bienes, sino en una profesión y buena enseñanza. Pienso que en eso nosotros con Meyram no somos unos miserables.
– De eso no podéis quejaros, guapa.
– Así que resulta que somos ricos. Comemos bien, nos vestimos como todos. Y lo demás es una carga pesada para una persona.
– ¡No, no! No lo pienses…
– Yo le entiendo, apa. Usted se recuerda de los malos tiempos por los que pasaba en la vida anterior. Ahora una persona que trabaja no tiene por qué temer que lleguen los días difíciles. Nosotros trabajamos para que el estado sea más rico. Y el estado a su tiempo cuida de nosotros. Nos enseña, ayuda a criar a los niños. Meyram ya está pensando que Bolat-jan en otoño entre en la guardería.
– ¡Qué vergüenza! – exclamó Sheker pellizcándose la mejilla, lo que significaba que estaba indignada. – ¿Cómo se puede hablar con ellos? ¡No quiero oír más estas palabras! Por ningún tesoro en el mundo permitiré que ajenos cuiden de nuestro Bolat-jan. ¡Voy a armar un escándalo!
Sheker estaba tan emocionada que se quedó sin palabras. Se fue al cuarto infantil donde dormía en la cuna el niño y le empezó a acariciarle sin despertarle. Para Sheker que jamás tuvo hijos Bolat-jan era la mayor alegría en la vida.
Ardak de puntillas se acercó a la puerta y escuchó como la viejita en media voz habla palabras cariñosas al niño. La siempre preocupada y regañona Sheker y el inocente Bolat-jan regocijaban a Ardal. Por la tarde le gustaba comentar las curiosas historias sobre Sheker y el hijo a Meyram.
Y hoy Ardak esperaba impaciente que regresara su marido atenta de cualquier ruido en el pasillo.
Por fin se oyó la puerta. Meyram entró acompañado de Yermek. Al entrar en la habitación Meyram la preguntó alegre:
– ¿Habrá vodka para Yermek en esta casa?
Ardak le miró con ligero reproche: “¿Es que se necesita preguntar?” – y empezó a poner la mesa.
Yermek había cambiado mucho. Ya no era el anterior reservado y tosco piquero que tenía poca simpatía a los “camisas blancas” y les llamaba “bayes”. Ahora a Yermek era muy hablador y amigable. Vestía un buen planchado traje de color azul oscuro con una corbata. En los pies llevaba zapatos nuevos. Los últimos años Yermek había estudiado en Sverdlovsk en la Academia Industrial. Poco tiempo atrás le hicieron jefe de la primera mina.
Fijándose en Meyram Yermek le dijo en broma:
– ¡Vaya, secretario! Tienes sólo un hijo y ya tienes canas en las sienes. Cuidado que cuando tengas al otro ya te quedarás sin pelo.
– Él ya está perdiendo el pelo, – también bromeaba Ardak.
– Sí, tanto el tiempo como la gente cambia, – contestaba alegre Meyram. – Mira, por ejemplo, a Ardak. Antes era una muchacha modesta y humilde y ahora no para en hablar. O Yereke. Parecía un camello lerdo y agrio. Y ahora es rápido e inteligente como un zorro.
Meyram primero levantó la copa.
– Cuando Yermek se iba brindamos por sus estudios exitosos. Y ahora brindemos para que su trabajo sea exitoso. ¡No dejemos ni una gota!
Todos levantaron las copas. Yermek graznó y se arregló el bigote.
– ¿Para qué recuerdas lo pasado? ¿Qué más da como era antes? Extraíamos el carbón a mano. ¡Y ahora mira cuantas cosas se han hecho mientras que estaba ausente! Por todas las partes hay máquinas, por todas las partes energía eléctrica. Nos olvidamos de los picos. Todo está mecanizado aquí… ¡Muy bien, no se puede agregar nada más!
La conversación se agilizó. Meyram hablaba con la misma emoción que Yermek:
– Con las nuevas instalaciones es más fácil trabajar, está claro. Y hay mayor rendimiento. Pero no es todo, Yerke. La maquinaria desarrolla las capacidades del ser humano. ¡Esto es lo que importa! La gente está parando los mientes. Mírale a Kozlov, ha diseñado una cabria eléctrica. ¿Es nada? La cabria en cada capa reemplaza a seis operarios de las vagonetas. Y en toda la cuenca de Karagandá ha liberado a centenares de obreros. ¿Y Lapshin? Éste inventó el método de carga del carbón desde los buzones directamente en los vagones. Antes cargaban con una excavadora. Para cargar un vagón tardaban más de una hora y ahora se necesita tan solo veinte minutos. Akym con sus chicos también hace milagros. ¡Y eso es solo por empezar, Yerke!
– ¿Y qué noticias hay sobre la propuesta de Ashirbek? – se interesó Yermek. – Es una buena idea. Minas abiertas, modo abierto de extracción de carbón… Aquí hay mucho que pensar…
Meyram frunció el ceño y contestó de mala gana:
– Scherbakov tarda en responder. Está calculando y analizando todavía.
– Muy bien que está calculando, – asintió Yermek. – Hay que analizarlo por todas las partes. No te olvides que en esta zona hay mucha nieve y bastantes tempestades. Y una mina abierta puede ser tapada por la nieve o inundada. Ashirbek promueve una cosa nueva e interesante. Pero yo estoy dudando si se puede un tren grande dirigir directamente en la mina y cargarle ahí de carbón. En Donbass las condiciones climáticas son más favorables de las nuestras, tienen muchísima experiencia y las minas son cerradas. En definitiva, Sergio Petrovich tiene razón. Hay que escucharle. No tenemos que apresurarnos…
Meyram arrugó el entrecejo con enojo.
– ¡Anda, ya cantas en unísono con Sergio Petrovich! Claro que tenemos que aprender de Donbass. Pero ahí tampoco han llegado al límite del desarrollo de la técnica de extracción de carbón. Y en general, ¿acaso existe el límite de desarrollo de la ciencia y tecnologías? ¡No existe tal límite!
Yermek le escuchaba moviendo la cabeza. Pensaba: “Tantos años han pasado y nuestro Meyram sigue el mismo. No se queda quieto ni un minuto, todo el tiempo está inquieto, se calienta, tironea, fastidia. Así es la juventud, siempre impaciente”.
Pero no se guardó sus dudas:
– ¿Te acuerdas de la colina negra detrás de la mina dieciocho? Antes la llamábamos la “galería negra”. Los ingleses querían hacer allí una mina abierta. Pero no les salió nada.
– ¡No tenemos nada que ver con los ingleses! – se emocionaba Meyram.
Él estaba enfadado con la prudencia de Scherbakov y Yermek.
– Chaykov y Ashirbek tienen otra opinión. Ellos piensan que hay que fundar de inmediato una mina abierta experimental. Estáis discutiendo, analizando… Y mientras tanto miles toneladas de carbón están debajo de la tierra a poca profundidad. Hay que sólo extraerlo de modo abierto. La precaución es una calidad buena, ¡pero no hay que tardar tanto!
Meyram seguía atacando a Yermek.
– Ovcharenko dice que no hace falta dejar los pilares en las galerías. ¿O aquí también dudas?
– No, en eso estoy de acuerdo, – contestó tranquilamente Yermek. – Scherbakiv tampoco está encontra de la propuesta de Ovcharenko. ¿Para qué te rescoldeas tanto? ¡Justo y cabal! Los pilones nos permiten ahorrar miles toneladas de carbón.
– ¿Y los nuevos sostenes diseñados por Ashirbek los conoces?
– Sí. Son buenos sostenes. Pueden ser alargados o reducidos según sea necesario. Y no pesan mucho. Si los cálculos de Ashirbek son correctos, estos sostenes nos harán un buen servicio. ¡Cuánto bosque salvaremos, cuanto tiempo laboral podremos ahorrar! Pero los cálculos hay que comprobar, mi querido. ¡Esto es importante!
Los estudios en la academia le habían dado muchos conocimientos a Yermek. Y si antes también se emocionaba, apretaba para introducir las novedades lo más pronto posible, ahora sabía muy bien que cada invento necesita un análisis científico, una detallada comprobación. Y Meyram a cambio no se tranquilizaba:
– ¿Qué piensas sobre la máquina multiuso de Kozlov?
– Todavía no tengo nada que decir. No se puede ver todo en el plano. Pero Akym se agarró con las dos manos de este proyecto, lo considera factible. Pero hay que comprobar todo.
Meyram hizo una muesca de pocos amigos.
– ¡Comprobar!... Sergio Petrovich también todavía está comprobando.
Ardak, hasta ahora callada, intervino en la conversación:
– Sergio Petrovich toma la decisión sólo cuando está seguro de que es una propuesta válida. Y pienso que hace bien.
– Pero mientras nosotros estamos comprobando todo detalladamente, el tiempo se nos va.
– ¿Es que piensas que cualquier invento se puede integrar sin comprobarlo bien ni realizar una validación científico-técnica?
– ¡Nada de eso! Yo quiero decir que no hay que temer lo nuevo, hay que ser más decidido al introducir lo nuevo.
– La precaución no significa cobardía, Meyram. Y lanzarse sin mirar nada en la incertidumbre no significa valentía. Son cosas muy diferentes, – justiciaba Ardak.
No era la primera vez que contenía a su impaciente esposo Meyram con sus razonamientos. Siempre demostraba tacto y encontraba palabras adecuadas. Meyram a menudo prestaba atención a lo que le decía Ardak.
Y ahora se tranquilizó y empezó a reflexionar. Ardak entendía la naturaleza de su coraje. Acaba de venir con Yermek de una reunión técnica. Scherbakov se oponía a algunas desaladas propuestas que todavía no fueron estudiadas a fondo. Y Meyram no quería discutir con él en público. Pero aquí, en casa, se dio la rienda suelta.
Ardak con una bondadosa sonrisa le dijo:
– A veces nuestro Meyram quiere a solas dirigir toda la Karagandá. Le parece que sólo a él la gente le debe todos los éxitos. Pero de ser Sergio Petrovich una persona tímida Karagandá jamás habría crecido de tal manera.
Yermek apoyó a la mujer:
– Conocemos a Scherbakov mucho tiempo. Pensará mucho sobre cosa alguna y la hará una. Le ofreces: “Vamos hacer esto”. Y él te contesta: “¿Y qué nos resulta?” Yo también pienso que no es una meticulosidad, sino se trata de una providencia sensata y razonable, deseo de evitar posibles errores.
– El tiempo no espera. Ahora todo decide el tiempo y el ritmo, – no se rendía Meyram.
Discutiendo no se dieron cuenta de que las copas estaban llenas y la comida se enfriaba.
Ardak les recordó:
– Yereke, se olvidó de la copa. ¡Brinden! Le dejas sólo y durmiendo estará con la mina.
– Nos olvidamos incluso de las copas y de la comida… ¡Muy mal! – se dio cuenta Meyram.
La conversación tomó un ritmo más tranquilo. Se acordaron de Zhanabyl. ¡Nunca se puede olvidar de los buenos amigos! Se acordaban a cual más de sus travesías, bromas y palabras. Todos le echaban de menos, esperaban con impaciencia a que regresara. Zhanabyl estaba estudiando en Moscú en la Escuela Superior del Partido.
– ¡Es un dziguit hábil! – dijo Ardak. – En su última carta dice: “A principios escribía “the comya” y ahora tengo notas sobresalientes incluso en el idioma ruso”. Usted, Yereke, también empezó con “piko yega” y acaba terminar la Academia Industrial. Y nuestro Meyram sigue con lo mismo “Tenemos que crecer”, mientras que él mismo no se apresura con el desarrollo.
Meyram se justificaba avergonzado:
– Si tuviese yo tanto tiempo libre como lo tienes tú, ya habría llegado a ser doctor de ciencias.
– ¿Y de quién son las palabras “Si una persona no se desarrolla, es que no sabe manejar su tiempo libre?” – le pinchaba Ardak. – Tanto tiempo tardas con las tesis de doctorado, pienso que te morirás antes de llegar a ser doctor.
– Sabes, – se volvió Meyram a Yermek. – ¡Esta maestra nuestra es muy pesada! No puede entender que yo a trompicones entre mis asuntos estoy trabajando sobre las tesis. Y está enfadada. ¿Ella qué? Vuelve de la escuela y ya está libre. Y yo cada tarde tengo una reunión.
– ¡No-o-o! No tienes razón, – replicó decididamente Yermek. Él levantó sobre la mesa su pesada mano y amenazó con el dedo a Meyram. – ¡Decididamente no tienes razón! Nosotros con Zhanabyl también pensábamos que no teníamos tiempo para estudiar. Y si Ardak no insistriera en que fuésemos a estudiar, no saldría nada bueno de nosotros. Zhanabyl ahora no estaría estudiando en Moscú e iría en las tardes libres al circo para ver a los payasos y mujeres-jinetes. Y yo seguiría siendo un piquero. Ardak es apasionada a la ciencia y enseña a los demás a quererla. Yo, querida mía, tengo una deuda eterna delante de ti. Zhanabyl ya la ha pagado, dice: “Ayudé a estos dos a casarse y con eso pagué mi deuda”.
Todos se echaron a reír. La conversación no paraba. Tenían mucho que hablar, tantas cosas habían vivido y superado juntos. Se conocieron cuando eran jóvenes, de edad o de desarrollo. Presenciaron el desarrollo de la Karagandá. Ellos participaron en su crecimiento. La historia viva siempre es más interesante de la que está expuesta en los libros…
Cuando el reloj indicó las tres de la noche Yermek se levantó de su sitio. Meyram salió para despedirse de él. En este momento sonó el teléfono. Ardak levantó el auricular.
Era Antonina Fiodorovna.
– Mi viejo estaba echando broncas. Acaba de acostarse. ¿Y qué tal vosotros?
– El nuestro también perdió los nervios. Nos costó trabajo con Yermek para calmarle.
– ¿Qué les habrá pasado en la reunión?
– No sé. Habrán discutido. Aunque Meyram dice que estaba callado todo el tiempo.
– Él puede ser que estaba callado. Pero los demás hablaban por él. ¡Y mi viejo no se permite engañar! Está enfadado, dice: “Aunque se calla, pero sé que Meyram no está de mi lado”.
– No se preocupe, Antonina Fiodorovna. Discutirán un poco y harán paces. ¡No es la primera vez!
Meyram había vuelto y Ardak colgó el teléfono. Meyram se paró junto a la puerta entreabierta del cuarto infantil donde dormían Borat-jan y Sheker.
Ardak se acercó a su esposo y le tiró ligeramente de la mano:
– Vamos, te comentaré sobre la conversación interesante que tuve con Sheker.
Ella miraba a Meyram con ojos sonrientes, negros como de un saiga. Ellos se cogieron de la mano y se fueron al dormitorio.

Capítulo tercero

En la oficina de la primera mina continuaba la reunión de producción. Entre los reunidos estaban Yermek, Akym, Seytkali e Isjak. Los cuatro eran antiguos amigos. Les unía el mismo deseo: fomentar y mejorar el trabajo de la mina. ¿Pero cómo hacerlo mejor? Y precisamente en eso ellos discordaban. La conversación cada vez era más intensa.
– ¡Tenemos nuevas instalaciones y equipos pero seguimos con la antigua organización del trabajo en las galerías! – exclamó Isjak emocionado tras la discusión y dio un puñetazo contra la mesa. – ¿Para qué, os pregunto, fuimos a aprender la experiencia de Donbass?
Isjak tenía más años de todos. Poco tiempo atrás le eligieron como secretario del comité del partido de la mina. Una hora atrás recordaba sobre su edad y el cargo en el partido y trataba de calmar a los más explosivos discutidores y ahora perdió los nervios él mismo.
– ¡No son correctos vuestros gráficos! ¡Elaboren otros! – gritaba él mirando con los ojos saltones a Yermek. – ¡No se hacen así los gráficos en Donbass!
Yermek callaba pero le salieron colores en la cara. Le daba pena escuchar esos reproches. El gráfico fue elaborado por él junto con Ashirbek.
Emocionado por las palabras de Isjak empezó a hablar el jefe del comité de las comisiones obreras de la mina Seytkali. Colocó sus anchas palmas en la mesa, sus dedos nudosos y gordos se movían impacientemente.
– El sindicato de la mina piensa igual. El gráfico hay que reelaborarlo. ¿Por qué cada ciclo dura dos días? ¡Es por el gráfico! En los últimos cinco días producíamos quince porcientos menos de la norma. Así en un mes la deuda ante el estado subirá a mil toneladas de carbón. ¿Es esto que pretendíamos cuando mecanizábamos la mina? ¿Para eso nuestro jefe Yermek se fue a estudiar? Nuestra mina jamás había estado en una situación tan grave. ¡Da vergüenza mirarles en los ojos a la gente!
Yermek seguía callado. Abrió la caja con cigarrillos que tenía delante. A su derecha en la pared pintada hasta la mitad con pintura amarillenta imitando el color del roble se encontraban dos enchufes. Yermek cogió de la mesa el encendedor eléctrico, lo conecto en uno de los enchufes y encendió el cigarrillo, en el otro enchufe metió el conector del ventilador eléctrico. Sobre la mesa se levantó una leve brisa, pero no pudo reducir el grado de la discusión.
Los jóvenes mineros en la reunión se mostraban reservados. Cada uno estaba preocupado por los fracasos de los últimos días pero querían ofender a su compañero Yermek que era mayor de edad y con más experiencia. Y aún más porque él a muchos de ellos había enseñado a trabajar.
Akym miró al joven mecánico Aktanov quien era el secretario del comité de komsomol de la mina y le animó:
– ¿Por qué estás callado?
El mecánico que tenía poca experiencia enrojeció y soltó sólo unas palabras:
– Me parece que Yermek tiene muy desconcentrado la maquinaria. Es más difícil manejarla…
Sus palabras apoyó el joven y atrevido minero Semionov; hasta ahora escuchaba con impaciencia a los intervinientes. El muchacho levantó la cabeza y dijo:
– ¡Yermek Barantayevich! Tenemos dificultades con el transporte. A veces no hay bastantes carros vacíos. Esto se debe a que Usted demasiado ha distribuido la producción… El transporte queda atrancado en los callejones. Piénsalo bien.
Yermek no contestó guardando un aspecto imperturbable. Pero su cara enrojeció, la penetrante mirada de sus pequeños ojos agudos decía que se le estaba agotando la paciencia. Y así era. Yermek bruscamente sacó el enchufe. El ventilador dejó de runrunear.
Yermek le gritó a Akym:
– ¡Eres tú, labios caídos, quien turba a la gente! – De costumbre le llamaba a Akym en broma “Labios caídos”. Pero esta vez su voz sonaba con rencor, los ojos miraban con enfado. – ¡Anda, dime! ¿Qué pretendes?
Acostumbrado a intervenir en las reuniones de pie Akym se levantó de su sitio. En los años que habían pasado creció aún más, envaronó, sus hombros se hicieron más anchos. Pero se cuidaba mal: la corbata le colgaba de lado y confundió los botones al abrochar la chaqueta.
No dejándole que abriera la boca Yermek exclamó en tono de una orden:
– ¡Arréglate la corbata! ¡Abróchate bien!
Akym se arregló. Ahora, cuando estaba bajo la luz en su cara se podía ver que muchos años llevaba picando con el pico el duro carbón: sus mejillas y la frente estaban llenas de apenas divisibles puntos, huellas de los granos de carbón salientes por debajo de la herramienta.
Akym empezó a hablar con ardor, y eso que tenía aspecto de ser somnolento.
– ¡Yereke, soy deudor suyo! Es Usted quien hizo de mí un buen piquero. Y yo intentaba ser digno de Usted. Sabe bien que desde el día que tomé de verdad en las manos el pico , estaba sobrepasando el plan. Y cuando pasé a la máquina, tampoco daba razones para que le de vergüenza. Estoy en la vanguardia… Y los últimos cinco días se me cae la cara de vergüenza.
– ¿Acaso soy yo el culpable?
– No es Usted, ¡es su plan!
– ¿Y quieres trabajar sin el plan?
– No, quiero tener un plan. Pero hay que garantizarlo. Según el plan cada galería ha de dar un ciclo al día. ¿Y tenemos siquiera una galería que lo cumpla?
– ¡Entonces, esforzaos para cumplir el plan!
– Nos gustaría… Pero la madera de entibar no se entrega a tiempo. No se cumplen los plazos de mantenimiento. Nos faltan vagonetas vacías… ¡Hay un montón de fallos! ¿Cómo se puede cumplir el plan en estas condiciones? Acuérdese: en aquellos días cuando entregaba un ciclo al día y producía las normas récord todo se hacía para eliminar los fallos.
– ¡Tonto! – sonrió Yermek. – Sabes perfectamente que entonces te prestaron unas condiciones especiales. Y el nuevo plan prevé las mismas condiciones en cada galería. ¿Cómo podemos crearlas? Se necesita inteligencia y rapidez de cada obrero. Necesitamos que cada uno de los obreros en su tramo no se quede detrás de los demás.
– ¡No conoce nuestras condiciones, Yereke! – se lamentaba Akym.
Escuchando estas palabras de la boca de su discípulo Yermek no se fio de sus oídos. Le miro perdido y le contestó fuera de lugar:
– ¡Si no las conozco, cuéntame!
– Cuando trabajábamos con el pico lo principal era desplomar la capa. Y ahora lo principal es extraer el carbón desprendido. Antes de que el carbón se entrega en las vagonetas tiene que pasar muchos mecanismos. Falla uno y se detienen los demás. Y estas paradas no las había previsto en el nuevo plan. Su plan será bueno cuando eliminemos todas las pausas en el proceso.
– ¡Pues hazlo, si lo sabes!
– ¿Y yo qué estoy diciendo? – quedó asombrado Akym. – Hay que organizar bien la parte ferroviaria. Instalar unas cabrías más potentes. Hacer las galerías rectas, el carril de la vía férrea ha de ser plano. Así lograremos que el ciclo de las vagonetas sea más rápido. Entonces dejaremos de reclamar “¡Necesito vagonetas vacías!” Hay que lograr que para el principio del trabajo de cada turno a cada galería se entregue veinte – veinte y cinco vagonetas listas para enviar y se preparen dos – tres metros de carbón. Hay que suministrar la madera para entibar a tiempo. Así evitaremos las pausas en el envío del carbón. ¿Qué hay que hacer para lograrlo? Pienso que uno de tres turnos tiene que trabajar en los trabajos de preparación y mantenimiento y dos en la extracción del carbón…
Yermek le preguntó mordaz:
– ¿Y sabes cuantas centenas de toneladas de carbón produce cada turno?
– Lo sé, Yereke. Y no me pone en ningún aprieto. Si organizamos bien los trabajos preparatorios, dos turnos extraerán más carbón que ahora producen los tres.
– ¡Menudo pregonero! – se irritó Yermek. Dio un salto de su sitio e igual como antes lo hizo Isjak dio un puñetazo contra la mesa. El lápiz se le escapó de la mano y cayó de la mesa al suelo.
Yermek empezó a dar vueltaspor la habitación hablando y echando miradas enfadadas a Akym.
– ¡Vaya! Le importa un carajo que la mina no extraiga cien toneladas por turno. Y encima tiene la cara dura para reprocharme de no saber algo. ¡Cuándo bajé por primera vez a la mina, tú, labios caídos, estabas chupando la leche a tu madre!
Akym se calló, sólo una sonrisa forzada aparecía en su rostro enrojecido. Él le sentía mucho respeto a Yermek quien le ayudó a ser uno de los mejores maestros de carbón en Karagandá y ya se arrepentía de haber soltado de la boca las injuriosas palabras “no sabe”. Pero en lo principal no se rendía el joven.
– ¡Usted sabrá mucho, pero la razón la tengo yo! – dijo con firmeza.
– ¿Desde cuándo te permites hablar de esta manera? – le gritó Yermek acercándose a Akym.
– ¡No hay manera de darle gusto! Primero exige que sea sincero con Usted, y si le digo la verdad, se pone furioso.
– ¡Basta, Yermek! – exclamó Isjak. Le temblaban las manos y los labios. – Mi sangre tampoco es de una serpiente. ¡Puede rebullir!..
Pero no tuvo tiempo explicar qué podía pasar si le rebullera la sangre. De repente todos miraron a la ventana. La calurosa discusión se apagó como el fuego al que le echaron agua. Por la ventana se podía ver llegar a la puerta de la oficina el coche de Ashirbek. El jefe de ingeniería bajó del coche. Tenía su rostro con la nariz aguileña y su cabeza rapada llenos de sudor. Era un día caluroso. El calor insoportable reinaba alrededor de la mina. Ashirbek entró en la oficina limpiándose la cara, el cuello y la cabeza con un pañuelo y comentaba:
– ¡Qué calor! Me sofocó… – Entregó a Yermek un papel envuelto en tubo: – Toma. Scherbakov aprobó.
Todos se acercaron a la mesa y se inclinaron sobre el plano. Era el esquema de un entibado metálico. Y debajo con la mano de Scherbakov estaba escrito: “Aprobado a fabricar cincuenta piezas”.
Se oyeron las voces:
– ¡Es poco! ¿Cuántos metros de entibado podremos hacer?
– ¡Tacaño ha sido, tacaño!
Ashirbek sonrió y guiñó el ojo a los descontentos.
– Basta para la primera vez. Cuando verá los resultados tras utilizar los primeros cincuenta entibados, va a permitir la fabricación de mil. Nuestro Sergio Petrovich es un soldado viejo. Sin preparar todo bien no se levantará para atacar… ¡Bueno, no perdamos tiempo! Tenemos que entregar enseguida el encargo a nuestra fábrica mecánica. Estoy seguro que estos entibados se instalarán en todas las minas y ahorrarán al estado miles de metros de bosque.
– Entonces, ¡te van a premiar! Y tu invento lo merece…
– ¿Y qué hay con la mina abierta?
– Todavía no se atreve. Está empeñado que hay que estudiar todo detalladamente. Y no es sólo Scherbakov. Yermek y otros mineros viejos también están vacilando… ¡Y, amigos, yo saldré con lo mío!..
Las caras de los hombres en la oficina se despejaron y se hicieron más buenas. La gente siempre aplaudía a todo lo nuevo en la mina. Yermek también recuperó el estado de ánimo. Y dijo al ingeniero pacíficamente:
– Los viejos mineros no están encontra de tu propuesta. Nosotros miramos por que no se equivoquen los jóvenes.
Se acercó al desenfadado Akym, le rozó con el dedo su labio inferior y le dio unas palmadas en el hombro.
– ¿Te enfadaste? Bueno, vamos a hablar sobre tu propuesta. En una parte es bastante interesante…
Resonó el teléfono. Yermek cogió el auricular y cambió de cara.
– ¿Dónde? ¡Enseguida comuniquen a todos los puntos subterráneos! – gritó al teléfono y se echó a correr sin poner los pies en el suelo fuera de la habitación explicando de paso: – ¡Incendio en el cuarto tramo! ¡Llamen a los bomberos y al equipo de rescate!

Capítulo cuarto

En los tiempos pasados en tales casos sobre la mina sonaba una sirena. Y la gente acudía al escucharla. Se tardaba mucho tiempo para bajar a la mina el equipo de bomberos y el de rescate. Ahora todo había cambiado. En dos minutos la celda elevadora bajó a Yermek abajo. Él rápida y hábilmente se puso la máscara antigás, se sentó en la electromotora y se fue hacia el lugar del incendio. El tramo donde ocurrió la emergencia era el más lejano. La electromotora acompañando su ruta con la señal de la campana y brillando con una lámpara potente, sacando chispas azules de los cables corría adelante por la vía principal sin perderse en las varias bifurcaciones laterales.
La máquina era dirigida por Baljan. Ella también llevaba una máscara. La electromotora dejaba por detrás a los obreros que corrían con las linternas en las manos. Funcionaban sólo la ventilación y la celda elevadora. Sobre la mina se cernía un gran peligro. Un incendio subterráneo es muy grave, es difícil apagarlo. Pueden ocurrir muertes y grandes paradas en la producción.
Era difícil actuar en las condiciones del espeso humo acre que se difundía por toda la mina. La gente salía del horno tropezando y se caían. A los más débiles les llevaban de la mano.
Yermek llegó al lugar de incendio entre los primeros. Rápidamente bajo de la electromotora. ¿Pero qué podía hacer solo? La ardiente capa gruesa de carbón desprendía humo. En la mina se difundía una oscuridad espesa, por todas las partes se relampagueaba el fuego, se desprendía con ruido el techo. Parecía todo un infierno… Era imposible dar un paso.
Pero ahí venía ya el equipo de rescate un destacamento auxiliar de voluntarios. Todos llevaban cascos de cobre, en las caras tenían máscaras especiales con reserva de oxígeno para varias horas. En las manos traían herramienta contra incendios. La gente actuaba rápida y ágilmente.
Dirigía el trabajo una persona alta, no soltaba ni una palabra en vano, indicaba todo con las manos. Era el primero en acercarse al fuego y empezó a apartar el carbón ardiente intentando aislar el lugar del incendio e impedir que el fuego se difundiera. Debajo de su pala por el carbón ardiente corría la pelusilla de fuego. La cortina de humo impedía ver el trabajo abnegado de los equipos. Sólo el son de las palas, picos y barras y el rechinido del fuego demostraban la lucha llena de abnegación que llevaba el hombre contra el elemento desencadenado.
Pero el fuego se alborotaba con la misma fuerza. Yermek, un minero experimentado, sabía que era importante aislar lo más pronto posible el incendio tapando bien con una pared de ladrillo el pasillo por ambos lados. Impidiendo la entrada del aire se podría ahogar el fuego y apagar el incendio. Pero no había ni barro ni ladrillo por ahí. Había que traerlos lo más pronto posible ordenándolo por teléfono. El teléfono estaba en el lugar de rescate de la mina, hacía falta ir hasta allí. Yermek sofocándose se echó a correr al lugar de rescate. Allí se quitó la máscara y recobró la respiración. Dentro había dos accidentados. Uno de ellos estaba tumbado de espalda con la cabeza hacia atrás. Su barbilla punzante sobresalía arriba y de vez en cuando se movía. ¡Vivo! La doctora con seguridad en la voz repetía:
– Todo bien, se recuperará.
– ¡Es Zhumabay! – exclamó Yermek mirando con atención en la cara del hombre. – ¿Cómo se siente, Zhumeke?
– Así así, gracias a dios. Solo que me duele la cabeza.
El otro obrero ya había cobrado el aliento. Él se sirvió del bidón el agua y se la bebió.
El refugio estaba bien equipado: ni el humo ni el gas no llegaban dentro. Siempre había un médico dentro, tanto de día como de noche. En este ambulatorio subterráneo bien equipado los obreros siempre podían acudir para la primera ayuda médica.
Junto al teléfono estaba sentado Scherbakov y a su lado Ashirbek. Sergio Petrovich en voz alta emitía ordenes por el aparato:
– ¿Akym? Enseguida organice el suministro de arcilla y ladrillo hasta el lugar de incendio. ¡Rápido! ¡No se permite ni un minuto de demora!
El anciano minero de Donetsk que pasó por varios apuros estaba tranquilo. Sabía perfectamente dónde en ese momento se encontraba la persona que necesitaba. Ya varias veces al trabajar junto con él Yermek podía convencerse que era un verdadero jefe de producción. En la mina el trabajo de eliminación de emergencias estaba organizado muy bien. Cada obrero sabía de antemano sus obligaciones en la posible lucha contra las consecuencias de la avería, sabía la ruta por la cual tenían que pasar las brigadas en el caso de emergencia. Y ahora no se notaba ni pánico, ni revuelo. Apenas sonó la señal de emergencia los mineros ocuparon sus puestos y se pusieron a ayudar a los equipos de rescate.
Scherbakov miró a Yermek.
– ¿De dónde vienes? ¿De verdad que no hay víctimas?
– No hay. Pero el incendio es imposible apagar, Sergio Petrovich.
Scherbakov se levantó. La silla debajo de él rechinó.
– Ya ordené que trajeran el ladrillo y la arcilla. ¡Bueno, manos a la obra! Vamos.
Habiendo calmado la sed se pusieron las máscaras y salieron del refugio.
El humo empezó a distribuirse por todas las galerías de la mina. Pero el potente flujo del aire producido por los ventiladores lo volvió al tramo con el incendio.
Pero el flujo del aire a la vez atizaba la llama. Las paredes y el techo de los pasillos cercanos a unos cien metros de distancia tomaron un color blanco brillante por la gruesa capa del polvo de esquisto con el cual los cubrieron para evitar que se inflamara el polvo carbonero que las cubría.
El jefe del equipo de bomberos dividía con la pala las rojas piezas ardientes, las apartaba y ordenaba rociarlas con agua mezclada con arcilla. Esta mezcla apagaba el fuego rápidamente.
Yermek se sumergió en la espesa nube de humo y vapor, llamó al jefe y le ordenó:
– ¡Enseguida tapad las entradas por los ambos lados!
– ¿Est-tá dispuest-to a cegar el carbón listo para cargar? – se negaba el tartamudo jefe.
– La mayor parte del carbón se encuentra en este lado del incendio. ¡Háganlo!
El jefe del equipo de bomberos estaba vacilando. Se consideraba aquí el comandante plenipotenciario y pensaba que todos tenían que someterse a sus órdenes. Sin embargo entendía que la disposición de Yermek era correcta. Volviéndose bruscamente el jefe se sumergió en la nube de humo.
– ¡Fuera! ¡Apártense! – se oyó su orden en voz alta.
Al final de la larga galería comenzaban dos pasillos que conducían hacia el tramo incendiado. La gente se puso a cegarlos. Ya había llegado el ladrillo y la arcilla. Los experimentados miembros de los equipos trabajaban coordinadamente.
Ya podía estar tranquilo por la liquidación del incendio y Yermek volvió al refugio.
Zhumabay estaba sentado apoyándose sobre la pared. En una mano tenía la máscara y en la otra un bloque de notas. Miraba en él y movía los labios repitiendo algo.
– ¿Cómo es que atufaste, Zhumeke? – le preguntó Yermek. – ¿No tenías la máscara puesta?
– Dios lo sabe. Yo mismo lo quisiera saber. Fui yo quien detectó el incendio. Siento que el aire se recalienta, olí el humo y era difícil respirar. Me puse la máscara y me eché a correr. Vi a Baljan con la electromotora. Le dije lo del incendio y volví al lugar que estaba ardiendo…
– ¿Y después?
– Tenía tanta prisa que sin darme cuenta confundí los pasillos. Iba corriendo un buen rato… Y puede ser que en la máscara se agotó el medicamento, o es que yo estaba sofocado por tanto correr, pero las piernas me flaquearon. Me tumbe y empecé a dar golpes con una pieza de hierro por la tubería y los rieles. Acudió a la señal un lidiador y me trajo hasta aquí.
– ¿Y qué estás consultando en la libreta?
– Tengo aquí todas las reglas. Las estoy leyendo.
– Las reglas de la seguridad laboral cada uno tiene que sabérselas de memoria.
– ¿Quizás es posible mantener tantas reglas en la cabeza? Si no es más de un puño… ¿Dime, guapo, mi mujer sabe que estoy sano y salvo?
– Si no lo sabe, pronto te verá. Hoy pasaré por tu casa. Si de la grave te has salvado, tienes que montar una fiesta, invita a la gente.
– Sí, es una buena ocasión. Y tengo un cordero en el patio, esperaba a que vuelva Zhanabyl. ¿Y para que esperar? Mira, Scherbakov también vino a nuestra mina. Y él nunca vino a mi casa. También me gustaría invitarle… Pero no sé qué dirá mi esposa. Es ella quien manda en esas cosas.
– ¿Y acaso puede la esposa oponerse contra su marido?
– ¡No me digas! A decir verdad tiene mala leche. Dios lo sabe, a veces ella arma jaleo de nada…
A Zhumabay ya le consideraban como un minero experimentado. Aprendió las letras, se acostumbró con las instalaciones subterráneas como si fuera su propia casa. Sólo que mantenía el carácter de antes, seguía siendo manso y dúctil. Donde estaba Zhumabay siempre estaba la alegría. Él mismo no sabía ni pretendía hacer reír a nadie. Pero así resultaba: le miraba uno, escuchaba como hablaba y no podía mantener la risa.
En ese momento volvió al refugio Scherbakov. Yermek le comentó la aventura de Zhumabay.
– ¡Bravo! – le agradeció Sergio Petrovich. – Fue primero en detectar la desgracia y avisó a todos. – Hablaba con Zhumabay como si era un niño pequeño. – La gente como tú merece ser agradecida. Y no se olviden de premiar también a los lidiadores del equipo de bomberos.
– Son una organización independiente, tienen sus propios gerentes. Que se ocupen sus jefes de premiarles, – le contrarrestó Yermek.
– ¡Ahí va! – se echó a reír Sergio Petrovich. – Y encima a mí me dicen que soy tacaño. ¡El verdadero tacaño está aquí en realidad! ¡No, abre el bolsillo, es tu mina que salvaron los bomberos!
Con pasos rápidos entró Zhumaniyaz, se quitó la máscara y el traje de trabajo. Sudoso y enfadado no saludó a nadie. Incluso se olvidó arreglar su bello bigote negro. Se puso a reñir a Yermek:
– ¿Está loco? ¿Y quién dice que Usted es un minero experimentado? ¡Es un escándalo! Habla sobre diferentes novedades y no ve que le pasa en las narices. ¡Baje de las nubes a la mina! El incendio todavía no está eliminado y de repente ¡una electromotora va por la mina echando chispas por todos los lados! ¿Qué es eso? Le quiero hacer recordar las reglas de seguridad. No se olvide de esto ya que no supo prevenir el incendio. No dejaré entrar en la galería a ningún obrero. ¡Haga lo que quiera!
– ¡Zhumeke! – habló Yermek al esperar que el jefe de los sindicatos de la ciudad se tranquilizara un poco. – En la vía principal circula solo una locomotora. Esto es necesario. Y ahí no hay ningún peligro. Y hemos parado cualquier otro tráfico… Sí, tiene razón, no supimos prevenir el incendio. Lo reconozco. Hasta ahora no hemos logrado saber la calidad de nuestro carbón y no sabemos en cuáles condiciones puede ocurrir la autoinflamación…
– Ya es tiempo saberlas, – recalcó Sergio Petrovich. – Tantas veces había recordado al camarada Ashirbek sobre eso. Inventos son una cosa buena pero es necesario también conocer el carbón con el cual estás trabajando. Y tendré que hacer recordarlo por una orden.
– Las órdenes son órdenes, pero no olvídese de pagar a los obreros por el tiempo improductivo, – no se tranquilizaba Zhumaniyaz.
– No arme jaleo, Zhumeke, les vamos a pagar. Los obreros no van a sufrir por nuestra imprudencia.
– ¡No puedo sin armar jaleo, Sergio Petrovich! Antes en cada aúl había viejos-voceadores. Y así soy yo.
– ¿No sabe dónde está Meyram Omarovich? – preguntó Scherbakov pensando en otro problema.
– De nuevo se fue a la estación hidroeléctrica. Yo también fui ayer ahí.
– ¡Bien! – se animó Sergio Petrovich. – ¿Cómo les va lo de la presa?
– Cuando estuve allí cerraron la última compuerta. El agua está llegando. Y ya se formó un pequeño lago.
– ¿Parece que los constructores pondrán la estación en funcionamiento antes de lo previsto?
– Prometen ponerla en marcha tres meses antes de lo pactado. Y ya podremos abastecer agua y electricidad a Karagandá. Iluminaremos todas las minas como si fuera la luz del día.
– Eso sí. La estación hidroeléctrica de Karagandá va cambiar la cosa, – hablaba Sergio Petrovich mirando delante como si ya estaba observando las luces de la estación.
Volvieron los dirigentes de la mina, el jefe del equipo de bomberos. El jefe de ingeniería Ashirbek había informado de que el incendio fue eliminado:
– Hemos tapado las ambas entradas en la galería. Se asignaron responsables de guardia para controlar la temperatura del aire y el gas. El fuego se apagará pronto. Durante la situación de emergencia no había pánico. No hay víctimas mortales. Durante la extinción del fuego cada uno cumplía sus deberes correctamente. Las instalaciones de la mina, el transporte, los cables eléctricos, la tubería de agua y ventilación, están en buen estado. Ahora necesitamos aumentar la ventilación y depurar el aire para que la mina recupere su funcionamiento normal.
Scherbakov quedó satisfecho con el informe pero no faltó a hacer una observación:
– Esta emergencia ha de servirles como una lección, camarada jefe de ingeniería. Valoro mucho que está en búsqueda de nuevos medios de trabajo. Pero no se olvide tampoco de los principios básicos. Hay que estudiar la calidad de nuestro carbón para saber exactamente en qué condiciones puede inflamarse. Mañana emitiré una orden que tiene que ser observada por Ustedes.
El jefe del equipo de bomberos añadió tartamudeando:
– Queda p-p-rohibido realizar trabajos cerca del lugar de incendió de momento.
Zhumabay le miró atentamente y de repente saltó con una exclamación de alegría, le abrazó al jefe. Su cabeza quedaba al nivel del pecho de ese gigante.
Ellos solo ahora se reconocieron. ¡Vaya encuentro! El jefe del equipo de bomberos era aquel chaval tartamudo con el cual trabajaba los primeros meses tras haber llegado a Karagandá Zhumaniyaz en la brigada del hércules Khutdjan. En aquel entonces también trabajaba con ellos Alibek. Zhumaniyaz recordaba como una vez el chaval tartamudo insultó a Alibek: “¿S-serás k-kulak?” Después del viaje a Donbass este joven se hizo jefe del equipo de bomberos. Ahora se convirtió en un verdadero gigante, en cada su hombro podía llevar a una persona. Paso a paso se supo que el jefe del equipo de bomberos hoy salvó a casi ahogado Zhumabay y le llevó al refugio.
– ¡Querido Aitjan! – exclamó Zhumabay. – ¡Estoy en deuda eterna delante de tí! Ven a mi casa, ¡eres mi gran invitado!
Scherbakov a su vez le estrechó a Aitjan la mano.
– ¡Muchas gracias a Usted y sus valientes lidiadores por el trabajo alentado! – Se quitó el reloj de la mano y lo entregó a Aitjan. – Funciona con exactitud. Y Usted siempre trabaje con la misma exactitud de este reloj. No es un premio, es un recuerdo…
Todos seguían comentando agitadamente la situación mientras abandonaban el refugio. Desde la tubería de hierro y mangas de goma con silbido salía el aire purificando el ambiente en la mina y eliminando el humo.

Capítulo quinto

Al subir arriba Scherbakov enseguida se fue a la sauna que estaba en el mismo edificio del cuarto de guardia y la sala de lámparas. Ahora los obreros venían al trabajo en ropa limpia. En el cuarto de guardia se ponían los trajes de trabajo, recibían la tarea del día, la lámpara y bajaban a la mina. Al terminar el trabajo dejaban los trajes de trabajo y las lámparas, se lavaban en la sauna, se vestían con ropa limpia y volvían a casa.
Scherbakov vino al incendio en el traje de trabajo. Era necesario lavarse y cambiarse de ropa. Era la primera vez cuando vino a esta recién construida sauna en la mina y la miraba con curiosidad. Las paredes estaban recubiertas con cerámica, los suelos eran de cemento pintados a modo del tablero de ajedrez. A lo largo del vestuario con capacidad de unas doscientas personas estaban los armarios de dos puertas para la ropa. En cada puerta había un indicador con el apellido del obrero. En cualquier momento, de día y de noche, las bañeras, duchas y saunas estaban listas para acoger a la gente. Era gratis.
Una señora anciana, la encargada de la ropa blanca que era una antigua habitante de Karagandá le entregó a Scherbakov una sábana.
– ¡Anda, Anna Petrovna! – se dirigió a ella Scherbakov. – ¿Puede recordar cómo era la sauna con los ingleses? ¿Podría competir con la nuestra?
Anna Petrovna tocó con sus encandilados dedos seniles el revestimiento cerámico de la pared.
– No he visto tanta belleza incluso en una iglesia. Mi madre era una artista. De unos cuadraditos de color iguales confeccionaba mantas. No puedo comparar esto con otra cosa. No sé qué es esto: piedra o cristal o alguna cosa preciosa. No entiendo ¿por qué no ahorran el dinero público? ¿Para qué tanta riqueza en una sauna?
– Los trabajadores tienen que gozar de todas las comodidades después del día laboral.
– ¡Que va! ¡Tienen que ser más humildes! ¿Será para bien tanto despilfarro? ¿Para qué era gastar porcelana en un wáter y encima poner ahí un espejo lujoso? Nuestro jefe de la mina el dinero público lo echa como si fuera agua. Le tendría que reprender, Sergio Petrovich. ¡No se puede gastar tanto! El dinero no se gana fácilmente.
Sergio Petrovich se rio de las observaciones de la anciana y entró en la ducha. Al lavarse y cambiarse la ropa entró en el comedor para los obreros. A Sergio Petrovich le conocía toda la ciudad. Y él mismo tenía buena memoria para las caras. Pasando por el comedor saludaba casi a cada uno con quien se encontraba… A unos les trataba por el apellido, a otros por su nombre, a terceros por el patronímico y a algunos incluso conocía el apodo con el que les trataban sus compañeros. Luego se sentó a la mesa.
Se le acercó una muchacha muy joven con la nariz chata. Tocando la falda del delantal le preguntó:
– ¿Qué desea, Sergio Petrovich?
– ¿Y tendrán lo que quiero? – preguntó Scherbakov mirándola con sonrisa a la chica.
– Depende de lo que le apetece.
– Narzan , por ejemplo.
– Sí, hay.
– Traiga una botella. Espere, ¡no tenga prisa! ¿Los obreros están contentos con la comida?
– No hay quejas, Sergio Petrovich. Pero a veces nos faltan refrescos.
– ¿Y por qué les faltan?
– Lo sabrá mejor, Sergio Petrovich. Tenemos que traerlos desde otras ciudades.
– Pues, que traigan más.
– Mejor sería si se produjese aquí.
– ¿El Narzan?
– No, agua de fruta.
– Es un buen consejo, muchacha. Vamos a pensarlo.
La camarera quiso irse. Pero él la paró cogiéndola del delantal.
– Es que parece hecha de mercurio, no se queda parada… Tienen una fuente muy bonita. ¿Quién la hizo?
– ¿No lo sabe? Dzhumash.
– ¿Dzhumash? ¿Y quién es?
– Es el nuestro Dzhumash. El hijo del viejo Isjak.
– ¿Del viejo minero Isjak?
– Sí.
Mientras la muchacha se fue a por el narzan Sergio Petrovich observaba la fuente con interés. En el medio de la piscina que era de tamaño de una yurta Había dos figuras de niños. Las esculturas eran tan bien echas que parecían vivas. Los niños se agacharon para echar agua uno a otro. Y en la piscina había peces vivos.
El interior del comedor de los mineros parecía un restaurante de lujo. En las mesas estaban sentados los responsables de los tramos de la mina, los contramaestres, mecánicos, ingenieros, técnicos y obreros. Sergio Petrovich les conocía a todos en cara y podía contar cosas sobre cada uno: quién era antes y quién era ahora.
Al calmar la sed Scherbakov salió a la calle y dijo al chófer:
– Sígame despacito.
Y se fue andando.
Primero quiso ir al teatro que estaba en la plaza abajo pero en la mitad del camino cambió de opinión y dio una vuelta brusca hacia las afueras de la ciudad que estaban en lo alto.
Hacía poco en los costados de esta colina paseaba solo el viento. Y ahora no quedaba ni una parcela vacía. En prisas el pueblo se construía desordenadamente sin ningún plan y creció muy rápido. Su límite lejano quedaba en los campos de los koljoses vecinos. En los años treinta y treinte y uno cuando se fundaba la Karagandá soviética de todas las partes venían obreros a este pueblecito. Entre otros se asentaron aquí Ardak, Zhanabyl, Bokai. Ahora en la colina se elevaban las viviendas individuales de tipo urbano. El nombre del pueblo era Zagorodny (suburbano).
En la otra parte de la ciudad, en el norte, detrás de la estación del ferrocarril había crecido otro pueblecito que se llamaba Kopaygorod  en honor de las chabolas.
En el centro de Karagandá los edificios de varios pisos y las calles rectas seguían un plan y los pueblos aparecían de por sí sin control de los constructores, sin planes especiales. Pero sus habitantes también necesitaban la electricidad y el agua.
Sergio Petrovich estaba reflexionando mientras caminaba: “En cuanto se pondrá en marcha la hidroeléctrica de Karagandá comenzaremos con la colocación de la tubería de agua hacia las afueras y tenderemos hasta aquí los cables eléctricos”.
De repente sus reflexiones fueron interrumpidas por una voz alta. Levantó la cabeza y vio junto a la casa cercana a Kanabek y Baiten.
– ¿Qué clase de orden es eso? – gritaba Baiten. – La mitad de los habitantes se asentaron en la ciudad con todo hecho. Tienen en sus casas todas las comodidades. ¿Y quién construía Karagandá? ¡Nosotros! ¿Y por qué no tengo ni electricidad ni cañería? ¡Que nos la pongan ya mientras no empecé un verdadero jaleo!
Los años pasados se sentían en Baiten. Había perdido los dientes delanteros y cuando se emocionaba al conversar le salía saliva. En el bigote negro aparecieron canas, la cabeza se la rapaba y el vértice liso parecía el redondo fin del morro de un mortero en el cual muchos años trituraban la sal. Cuando le pasaron a un trabajo más ligero se había tranquilizado un poco pero luego recobró el ánimo y de nuevo se volvió puntoso y exigente.
– No armes escándalo, – le tranquilizaba Kanabek. – Tú mismo tienes la culpa. ¿Para qué te fuiste del piso estatal, para qué construiste aquí la casa? Pues ahora espabílate: tendrás el agua y la luz con los demás.
– Me vine a vivir aquí para tener lugar donde pastar a la vaca, – no se calmaba Baiten. – En aquella época había aquí lugar para todos y ahora no. Y no hay comodidades…
– ¡Métele caña, no le dejes tranquilo! – le animaba en broma Scherbakov. – Hola, Baiten. Hace tiempo que no oía tu voz sonora. ¿Qué tal la vida? ¿Dónde trabajas?
– ¿Y dónde me voy de mi taller mecánico? Trabajo en la vigilancia, custodiando el taller…
Diciendo esto Baiten de costumbre tomó un aspecto de importancia y se puso en jarras. El taller mecánico mucho tiempo atrás se convirtió en una fábrica, pero Baiten seguía llamándolo taller.
– Sí, – se alababa él, – ¡grandes cosas hacemos en el taller mecánico! Todas las minas, toda la ciudad los tenemos en la mano. ¿Se acuerda cómo yo había salvado la cuarta mina de una avería? ¡Llevé hasta ahí a doce cerrajeros en una borrasca que no se podía ver ni la punta de la nariz! Trabajábamos sin parar veinte y ocho horas. La gente al saber lo que hicimos se cogía del cuello de la camisa de tanto asombro. ¿Y ahora qué? ¿Esto es trabajo? Es todo un aburrimiento. Todo lo hacen las máquinas. Entras en el taller y te vuelves loco del movimiento de las máquinas. Pero la máquina tampoco puede sin ser custodiada. Hay que custodiarla. ¿Y quién está custodiando? ¡Baiten!.. El poder político lo dispuso: encargar la custodia de las máquinas a Baiten y a nadie más…
Scherbakov y Kanabek intercambiaron las miradas y se apresuraron a despedirse del baladrón siguiendo adelante juntos.
El pueblo llevaba una vida bulliciosa y desordenada. Un dueño de casa sacrificaba en la puerta de su casa a un cordero, a lo que acudieron muchos papamoscas… El aguatero vendía el agua del barril atrayendo a los compradores con largas voces. Un habitante nuevo llevó su construcción inacabada tan lejos que casi cortó la calle estrecha.
El ojo podía descansar sólo en el destacado entre las casas y casitas desordenadas blanco edificio de tres pisos de la escuela de diez grados. La escuela tenía una cerca y estaba rodeada de árboles.
– ¡Bien construido! – la admiraba Scherbakov. – Da gusto verla.
De repente preguntó con asombro:
– ¿Y allí que clase de edificios están construyendo?
– Será una mezquita, – le contestó confuso Kanabek.
– ¿Una mezquita? ¿Quién la necesita?
– Se reunieron unos diez ancianos creyentes. Organizaron una colecta, encontraron dinero, compraron el material de obra. Me sacaron del quicio con las solicitudes: “Permite. Haznos sitio”. ¿Qué puedo hacer? No hay ley que lo prohíba. No sé quién va a venir ahí para rezar.
Scherbakov suspiró con preocupación:
– Hay que traer aquí la cultura y más cultura lo más pronto posible. Se queda por detrás del centro nuestra periferia. ¡Y al jefe del Consejo metropolitano parece no dolerle mucho el corazón al ver este desorden!
– ¿Y por qué soy yo a quién le tiene que doler el corazón? ¿De quién son los obreros que viven aquí? ¡Del cartel!
Scherbakov le pagó con la misma moneda:
– ¿Y quién rige la ciudad? ¡El consejo metropolitano!
– ¡Vale, vale! – dijo Kanabek en tono de reconciliación. – Los dos somos responsables. No lo dejaremos aparte. Y de todas las formas considero que el cartel ha de ayudar a los pueblos también en el plan cultural y en el plan de acondicionamiento. Y en lo que toca al Consejo metropolitano, pues por nuestra parte editaremos mañana mismo una resolución detallada.
– ¿Sigues con las resoluciones? No sólo ahí está la fuerza.
– La fuerza está también en mi preocupación, Sergio Petrovich. Yo vine aquí por la mañana temprano. No tuve tiempo ni a tomar una tacita de té con mi vieja.
Hablando entraron en el parque. Junto con la escuela era el único lugar cultural en el pueblo Zagorodny.
A los mineros les gustaba descansar en el parque. El joven verdor se tremolaba bajo la brisa. Susurraba despacito el follaje de los árboles. Los bonitos floreros parecían los veteados objetos de fieltro kazajos: tekemetes, tuskiguices y syrmakes que servían al pueblo como tapices. Y tan solo dos-tres años atrás aquí estaba la vasta estepa sin un solo arbusto.
El día estaba apagándose. Los bufés, quioscos, la caseta de tiro y la pista de baile todavía permanecían cerradas. Había poca gente en el parque. En algunas partes se oían voces altas de los niños jugando.
Scherbakov como un buen amo observaba la marcación de la vegetación, los escaparates, los carteles. Se paró delante un gran mapa del mundo de varios colores que estaba fijado en un tablero contrachapeado sobre dos postes y dijo:
– No está en su sitio. Hay que instalarlo en la avenida principal. Es más concurrida. Y el tablero con los retratos de los estajanovistas  tiene que estar más cerca a la entrada. Y en la plaza se necesita una escultura y fuentes…
– ¡Sergio Petrovich! No tenemos ni cemento, ni escayola.
– ¿Ves? Cuando se refiere a una disposición severa eres el primero, y cuando se refiere a hacer algo, ya estás quejándote. Vale, te enviaré el material de obra.
– ¡No te des tanta importancia! No es mi vieja quien viene a descansar aquí, son los mineros tuyos quien pasean por aquí.
Ellos volvieron a sus coches que les estaban esperando en la entrada del parque. Kanabek desde lejos gritó al chofer:
– ¡Ve al consejo y desde ahí a casa! Yo me voy en el coche de este rico a donde hace falta.
– ¡Anda, hasta aquí pretende ir por cuenta ajena! – no se calló Scherbakov.
Ellos se dirigieron a la Nueva Karagandá. El camino iba por el costado de una colina plana. Había mucho tráfico. Sonaban los cables en los postes. El centro de la ciudad de día y noche estaba comunicado con la Karagandá Carbonera.
La nueva ciudad estaba a doce kilómetros de la zona industrial. Pero las minas que se desarrollaban constantemente ya se acercaban a la línea urbana.
Por todas las partes en los picos de las colinas se podían ver pozos, puentes de extracción, acumulaciones de carbón y roca. Entre las minas circulaban trenes. Antes los trenes llevaban sólo el carbón y ahora cada hora llegaba un tren especialmente para pasajeros. Pero eso tampoco era suficiente. Para llevar a la gente al trabajo o hasta casa después de trabajar desde los pueblos a las minas circulaban autobuses.
Scherbakov se enfurruñaba:
– Todavía no prestamos bien los servicios a los mineros. Necesitamos tranvía, y luego troleybus. ¡Necesitamos asfalto! ¿Ves cuántos baches hay en el camino? Las minas se acercan a la ciudad. Hay que protegerla de la carbonilla con una franja verde.
– Muchas cosas se necesitan aquí, – le contestó Kanabek. – La ciudad tampoco puede sin la Casa de la Cultura.
– ¡Todo vendrá! – dijo seguro Sergio Petrovich. – ¡Si no nos meten en la guerra, nos pondremos con la construcción cultural, Kanabek Amantayevich!
Iban por las calles de la Ciudad Nueva. A lo largo subían al cielo los altos edificios de varios pisos. En los jardines soltaron sus abundantes copas los jóvenes árboles. En las plazas el agua de las fuentes refrescaba el ambiente. La vida bullía por todas las partes.
En el balcón de una casa de cuatro pisos estaba sentado Bokai con una dombra en las manos. Abajo con la cabeza echada hacia atrás, apoyado en la moto estaba Zhumabai. Hablaba en voz alta, de vez en cuando agitaba las manos y su barba también se agitaba. Estaría contando cómo luchaban hoy contra el incendio en la mina.
– ¿Ves? – dijo alegre Scherbakov a Kanabek. – Hace poco uno se anidaba en una chabola que parecía más una lironera. Y ahora ha subido al cuarto piso. Y él orto antes sólo pensaba en si estaba viva su baca negra. Y ahora, ¡mírale! Domina el motor como si fuera un caballo. ¿Y cómo puede uno quedarse por detrás cuando todo alrededor está desarrollándose? ¿Sabes cuánto gastamos ahora en la construcción? ¡Miles y miles rublos al día!¿Habrá otro Estado en el mundo que invierte tantos recursos en el porvenir de su pueblo, en la construcción de una vida nueva?
Kanabek sólo asintió con la cabeza.
Al oeste la ciudad limitaba con un lago grande. Detrás de este crecía un bosque oscuro. En las orillas del lago en la lindera del bosque se encontraba la casa de descanso de los mineros rodeada de jardines.
El coche se paró junto al lago. Kanabek con dificultad salió del auto quejándose y pasando la mano por la barriga.
– ¡Ay, los años!.. Temo no quedarme por detrás de la vida. Y cuando me acuerdo de que hace poco estos lugares estaban desiertos como mi barbilla, y cuando veo en qué se convirtieron los alrededores, me apresa el estupor, ¡no podré igualarme con eso! Y no se puede quedar por detrás. Tienes razón, muchas cosas tenemos que hacer. Por ejemplo, este lago. ¿Qué es un simple lago? ¡Un charco en comparación con la Karagandá! ¿Y el bosque?... Un jardín parece en la estepa. ¿Qué vamos hacer, Sergio Petrovich? Deme tu opinión.
Ellos iban lentamente por la orilla. Scherbakov le contestó fumando la pipa:
– Vamos a profundizar y ampliar el lago. – Se calló y luego se replicó a sí mismo: – Con eso ganaremos poco. El agua se estancará y va a estropearse… Sería bien llevar hasta aquí un río corriente y en la parte opuesta hacer un surtidero…
– ¿Y dónde encontramos un río así?
– ¿Y si llevamos hasta aquí el afluente del río Nura?
– Queda lejos. ¿Y hay que saber si va a subir el agua?
– Lo bombeamos.
– Pues mejor bombearla desde el mismo Nura.
– Temo que no habrá tanta agua allí, hay que abastecer la estación hidroeléctrica y suministrar agua a Karagandá.
– ¿Y si hacemos un canal por debajo de la hidroeléctrica, llevamos el agua hasta el lago por un canal y por el otro devolveremos el agua en el cauce del río? ¿Qué piensas?
– Hay que consultar con los especialistas, – contestó Sergio Petrovich tras reflexionar un rato. Él suspiro: – ¡Ay, el agua! Se necesita por todas las partes… Mira, estamos extrayendo el agua de las minas. Y se pierde en vano. ¿Por qué no la utilizamos para regar las calles y las plantas?
Kanabek no paraba en hacer preguntas:
– ¿Cómo piensas, hacia dónde hay que ampliar el bosque? Es que, ¿sabes que nos puede pasar? Plantaremos el bosque y después encontrarán allí carbón. Y entonces tendremos que desforestar la zona…
– No. Según el plan la dirección noreste es correcta. Ahí no hay carbón. Y además los vientos de verano y las borrascas del invierno vienen por aquella parte. Puedes estar seguro en seguir plantando el bosque. El bosque tiene que proteger la ciudad…
Ellos se habían alejado mucho siguiendo la orilla del lago. Conversando no se dieron cuenta de que había llegado la tarde. El sol se escondió detrás de la colina. Pero tanto Sergio Petrovich como Kanabek pensaban que tenían mucho que hablar entre sí. Les esperaban grandes labores. Según el plan de creación de zonas verdes en Karagandá los macizos forestales tenían que extenderse hacia el sur de la antigua parte de la ciudad a veinte y cinco – treinta kilómetros y a una distancia semejante hacia el lago Balkhash siguiendo la línea del ferrocarril. En los límites de la ciudad ya se habían trazado varios parques, fueron plantados miles de árboles. Ahora la tarea consistía en cubrir cada calle de verdor, en que haya su propio parque en cada mina.
Solo ya cuando comenzó a oscurecer Sergio Petrovich y Kanabek volvieron hacia el pueblo veraniego. En el verde bosque a la orilla del lago se desparramaban las pequeñas casas de verano.
Por la calle iban Ardak y Antonina Fiodorovna. Ellas llevaban de la mano a Bolat-jan.
Sergio Petrovich no tenía hijos. Con la cara despejada rápidamente se dirigió al chiquillo, le levantó y le estrechó contra el pecho.
– ¡Hola, chato! ¡Qué dulce y tierno eres! ¡Ojalá tu padre te preste una parte de tu carácter!
– El padre piensa que no es malo y con su propio carácter, – dijo Antonina Fiodorovna.
– Eso sí, su carácter no se pega a otra persona, – añadió Ardak.
Sergio Petrovich se echó a reír.
– ¡Cierto! Pues resulta que el padre tiene que adaptarse con su carácter a los compañeros.
La broma no era una simple broma. Sergio Petrovich todavía no podía olvidar aquella inolvidable reunión en la fábrica cuando Meyram con su silencio prácticamente apoyó a Ashirbek en sus propuestas no pensadas bien.
De la casa acompañado del geólogo Chaikov salió Meyram. Chaikov llevaba en las manos una piedra y en la espalda un bolso pesado. Él se dirigió al coche siguiendo la emocionada conversación con Meyram.
– ¡Es cosa de gran importancia! – llegaron sus palabras.
Tras el encuentro en la estepa varios años atrás Chaikov mantenía la amistad con Meyram. Y cuando venía a la ciudad obligatoriamente le venía a verle.
Kanabek le empujó a Scherbakov en el costado.
– Tiene una piedra en la mano. Y el bolso parece también estar lleno de piedras. Seguro que viene a demostrar su nuevo hallazgo.
Habiendo despedido a su visitante Meyram volvió. Kanabek no quedó esperando a que se acercase y le gritó:
– Bueno, ¿y qué ha encontrado tu amigo calvo esta vez?
– Pues, – contestó Meyram, – todo el tiempo alguien encuentra algo. Chaikov, Ashirbek, Yermek… todos ellos siempre están en búsqueda de algo nuevo para sustituir lo viejo. Esta vez Anatoly Fiodorovich trajo un ejemplar interesante.
Qué clase de ejemplar Meyram no pudo relatar. Se le acercó Bolat y le pego con los dos puños. Meyram finjió que no se mantenía en los pies y se cayó. El niño le zumbaba a todo brazo y decía:
– ¡Soy boxeador, un boxeador!
Ardak cerró el libro, se levantó del banco y se puso a calmar al pendenciero:
– ¡Eres pequeño! Anda, crece un poco.
Ella llamó a la tía Sheker y envió al chico con ella a casa.
Scherbakov mientras tanto comentaba a Meyram:
– Acabamos de venir con Kanabek del pueblo Zagorodny. Vimos con nuestros ojos que le faltan condiciones para llevar la vida cultural. ¿Me sigues, secretario?
– Por desgracia, hay mucho atraso cultural en la periferia. Mire el centro de la Karagandá… – empezó Meyram.
Pero Ardak le interrumpió:
– Siempre oigo como hablan sobre la cultura, sobre la lucha contra la ignorancia y prejuicios. Y sobre la literatura no hablan, como si lo habían pactado. ¿Y qué ayuda formar los pensamientos y los sentimientos de una persona, si no es literatura? ¿Logra la literatura esta tarea? ¿Lo habían pensado alguna vez?
Meyram no sabía qué contestarla. Él miró confuso a Scherbakov.
– ¡Ayude, Sergio Petrovich!
Scherbakov contestó en broma o en serio:
– Anda, tú ya sin mi ayuda sabes salir a flote.
Ardak seguía insistiendo:
– El pueblo kazajo aprende la producción, está aplicando los nuevos medios en práctica. Y miren lo que a veces aparece en la literatura kazaja. Algunos nuestros escritores hasta ahora utilizan las antiguas formas de cuentos. ¿Y son válidas para describir la vida contemporánea?
Scherbakov habló seriamente en voz baja:
– Tienes razón, hija mía. – Como siempre la trataba como a su hija. – Para nuestra literatura la forma de la poesía épica fabulosa es pequeña. Nosotros tenemos que seguir el rumbo del realismo socialista. Y la literatura kazaja ya va por ese camino. ¿Es correcto?
Ardak le apoyo emocionada:
– ¡Muy correcto! Esto quiero exponer en mi tesis. ¡Y Meyram está callado! – se emotinaba Ardak. – Eres un político, Meyram. ¿Leíste esta novela? En ella los nombres rusos parecen ser alterados a propósito. En vez de Dmitry ponen Metrey, en vez de Fiodor – Shodor. Un protagonista llama el coche “carro diabólico”. El autor como si quiere decir que los kazajos no son capaces de aprender el lenguaje cultural contemporáneo. Meyram, tú estás luchando contra el nacionalismo. ¿Pero acaso no son algunas expresiones en este libro una representación del nacionalismo? ¿Y acaso pueden ser admitidos los arcaísmos y vetustez en la lengua, el primitivismo en la literatura? ¡Eso es política, Meyram!
El hombre tomó el libro que Ardak tenía en las manos pero en la oscuridad no pudo ver la tapa.
– ¿Quién escribió esta novela?
– Aquí está puesto “Aishik”. Pero es un seudónimo. ¡Pero obligatoriamente voy a averiguar el nombre del autor y me voy a oponerme públicamente!
Ella se levantó de un golpe, se dirigió a la casa hablando sobre la marcha:
– Iré a Moscú, pediré que lean mi tesis. Ahí me ayudarán, obligatoriamente me ayudarán.
Pronto Antonina Fiodorovna también se levantó del banco y empezó a andar lentamente por la alameda tapándose con el pañuelo.
Los hombres guardaron silencio un rato. Luego Sergio Petrovich movió la cabeza en la dirección de las mujeres:
– De verdad, hablamos sobre el desarrollo de la gente y no nos damos cuenta del desarrollo de las que están a nuestro lado…
Capítulo sexto

Tras la liquidación del incendio en la primera mina se restableció el trabajo en modo corriente.
Bueno, era difícil decir que era normal. Faltaban cinco mil toneladas para cumplir el plan para la década. La máquina cortadora cumplía el ciclo en treita y seis – cuarenta y ocho horas, mientras que según el programa el ciclo tenía que ser cumplido en veinte y cuatro horas. Esto también afectaba el sueldo de los mineros. Y ya se enfadaban no sólo los picadores de vanguardia Akym e Isjak, sino los demás obreros. Corrían rumores sospechosos: decían que trayeron mucha maquinaria que no eran capaces de dominarla. El periódico provincial todavía guardaba silencio sobre el incumplimiento del plan en la mina motriz, pero el boletín de la mina ya tocaba alarma y criticaba el nuevo programa.
Los jefes de la mina no abandonaban ni de día ni de noche la mina intentando revelar las causas de retraso y liquidar la brecha.
Hoy el jefe de ingeniería Ashirbek desde muy temprano estaba en la galería. Con la gabardina de color chocolate desabrochada estaba sentado agachado en una silla de tijera. A su lado en un alza estaba la lámpara de baterías. Los ojos del ingeniero brillaban por debajo de la visera de la gorra con la parte superior metálica. En una mano tenía un bloque de notas y en la otra un cronómetro. Había que medir con minutos y segundos las operaciones que realizaban la gente y las máquinas para encontrar y eliminar las trabas en el trabajo.
Desde el comienzo de la galería la máquina cortadora avanzaba cuesta abajo. En la pared se hincó la larga barra del potente mecanismo. Los rápidos cinceles de la barra cortaban la roca como si fueran una sierra. La máquina parecía bajita, reptaba lentamente como una tortuga paro en un turno extraía tanto carbón como lo podían hacer treinta – cuarenta piqueros.
Pero Ashirbek mirando su trabajo no estaba satisfecho. Dijo al maquinista:
– Es lenta.
– El carbón aquí es demasiado duro, – le contestó Akym.
– ¿Puede ser que se desgastaron los cinceles?
– No utilizo cinceles embotados.
Delante estaba una columna de una brazada de circunferencia hundido en la tierra con la parte inferior que subía hasta el techo. La colunta estaba ceñida con un cable de acero cuyos chicotes fijados en la máquina se enrollaban dentro de ella sobre un dispositivo especial. De tal modo la máquina cortadora podía avanzar.
– Es hora de preparar una columna nueva, – dijo el ingeniero.
– Ya está instalada, camarada Ashirbek. ¿La ve? No va a demorar el trabajo de la máquina.
Akym con ánimo, de repelón daba las explicaciones necesarias. La cabeza de este hombre gigante casi rozaba el techo. La brillante luz de su lámpara sobre su frente iluminaba la galería jugueteando con los toques de luz sobre los brillantes bloques de carbón. Akym se agachó, miró sobre la hundida en la pared barra controlando su movimiento. Luego se metió en la boca el naswar y levantándose se volvió hacia Ashirbek. El picador sonreía callado moviendo la cabeza como si quería decir: “No está aquí la causa de las demoras, búsquela en cualquier otro lugar. Sobre todo en sus cálculos”.
Pero dijo en voz alta seguro de sus palabras:
– Si añade otro ciclo en el turno mi máquina lo hará. No alcanzan sacar todo el carbón. Ese es el problema.
Dos obreros movían detrás de la máquina una canaleta, el metálico tubo de descarga que se tendía a lo largo de la galería. Esta canaleta servía para sacar el carbón cortado.
Akym indicó con la cabeza en la canaleta:
– Es una cosa buena, accionada por la electricidad. Pero falla a menudo. El transportador de cinta es más seguro. ¿Por qué no lo instala en mi galería?
– ¿Piensas que esto favorecerá al cumplimiento del programa? Bien, mañana lo instalamos.
– Demasiadas promesas y aún más trabas, – refunfuñaba Akym. – Estas trabas son como apeas en los pies, no permiten avanzar.
Ashirbek se levantó de su silla de tijera, pasó por encima la canaleta y se dirigió a los entibadores. En los lugares donde habían extraído todo el carbón ya habían explotado y derrumbado el techo. Alrededor en desorden estaban tirados bloques negros. Y seguían desplomándose de vez en cuando pedazos de roca. Pero sobre la máquina cortadora el techo estaba fijado bien. Los postes metálicos y de madera se alternaban en el denso entibado. Especialmenteen esta galería se realizaban las pruebas de los nuevos postes metálicos propuestos por Ashirbek.
Y Ashirbek estaba buscando ahora dónde estaba el freno que impedía el normal desarrollo del trabajo.
En la galería reinaba la penumbra. Por todas las partes se veían las luces de las lámparas. Se oía crujido, era la máquina cortadora que penetraba en el banco.
Cuando Ashirbek volvió a su sitio, la máquina de Akym ya estaba al final de la galería.
– ¿Ve, camarada ingeniero? – le dijo el maquinista. – Como ve, trabajo sin demora. Por mucho que busque no encontrará aquí ninguna traba. No es ayer que venimos del aúl. Nuestros chicos llevan cinco – diez años trabajando en la galería, estudiaron en los cursos y en la escuela. En Donbass también extraían carbón, aprendieron algunas cositas. Así que no es aquí donde tiene que buscar los fallos, sino en sus cálculos. Y yo por mi parte vuelvo a repetir: uno de los tres turnos tiene que ser destinado a la preparación de la galería.
– ¡No gastes bromas! ¿Quitar todo un turno de la extracción? ¡Nos quedaremos atascados en la deuda hasta el cogote!
– No, no ocurrirá eso. Tenemos bastante maquinaria. Coordine su trabajo y cumpliremos el programa.
– Hay que coordinar el trabajo de las máquinas, pero sin perder la extracción de todo un turno.
– ¡Camarada ingeniero! Sólo calcule… Si la galería está preparada bien, dos turnos van a extraer más que ahora logran los tres juntos. En Donbass muchas minas trabajan de tal modo.
Su discusión fue interrumpida por un agudo silbido. Los obreros sin demora se ocultaron en los refugios. En la galería se quedaron solo dos personas: una joven cazaja y un muchacho ruso. Actuaban de una manera rápida y ágil. Traían el explosivo, instalaban los dispositivos eléctricos. Saliendo de la galería Ashirbek recordó a los picadores:
– ¡Tengan cuidado! ¡No se apresuren!
Él saltó abajo dentro de la galería. Tras tres horas que había pasado en la oscura galería de Akym los ojos respondían con dolor a la luz brillante. Ashirbek apagó su lámpara. La galería estaba iluminada por la luz eléctrica. Tocando la campana y tirando de un convoy de vagonetas avanzaba la locomotora eléctrica.
El ingeniero se acercó al viejo entibador:
– ¿Qué tal? ¿Es buena mi invención?
– Muy cómoda, – le respondió el obrero. – No pesa mucho y es fácil adaptarla en la altura, puedes alargarla o hacerla más corta cuando se necesita. Y ahorra mucho el bosque. Tampoco se perderá en vano: terminamos el trabajo en un sitio, lo desmontamos y llevamos al otro. Hay que hacerlos más y utilizar en otras capas.
– Pues tiene que escribirlo en el periódico, – le dijo Ashirbek. – Si justifican las esperanzas los nuevos entibados, los aplicaremos en otras capas también.
– ¿Y lo van a publicar?
– ¿Por qué no? Es un periódico de los obreros.
En la capa entró el perforador. En una mano traía un rollo de cable eléctrico y en la otra un taladro eléctrico. Rápidamente ajustó su herramienta y empezó a perforar la pared. Pronto la pared estaba llena de profundos agujeros que parecían nidos de las golondrinas en el alto barranco. Luego vendrían los petardistas, colocarán dentro de los agüeros la carga explosiva y desprenderán la pared. Antes para desprender una capa de carbón se necesitaban decenas de obreros. Con pesados martillos ellos hincaban en la pared unos calzos de acero. Este trabajo se consideraba uno de los más difíciles y peligrosos. Pero llegaron los taladros eléctricos y los explosivos. Dos petardistas ya realizaban todo ese trabajo con facilidad.
Ashirbek se quedó parado unos minutos junto al perforador pero no encontró ni una demora. El perforador iba detrás de la máquina cortadora. Los petarderos tampoco hacían esperarles. El carbón sin intervención humana con la ayuda del dispositivo diseñado por Kozlov se dirigiría en la canaleta y desde ahí dentro de las vagonetas que se acumulaban en la entrada en la capa. Y después diferentes mecanismos unidos entre sí entregarían el carbón arriba hasta que subiría a la superficie y sería cargado en los vagones de ferrocarril. Pero si uno de esos mecanismos fallara todo el flujo de carbón se pararía.
Junto a la cabria que entregaba el carbón desde la capa a las vagonetas estaba el mecánico mayor de la mina Kozlov observando con atención una pieza del mecanismo.
– ¿Qué está mirando? – le gritó Ashirbek. – Su cabría liberó en cada ramal a seis operarios. ¿Piensa que es poco?
– No pienso que Usted estudiaba sus postes metálicos con menos atención, – le contestó el mecánico. – Ya sabes, no sacamos todas las posibilidades de la maquinaria, no podemos quedarnos tranquilos. Quien se queda tranquilo es una persona perdida. Y yo no me considero perdido.
– ¿Y qué tal va lo de su máquina multiuso carbonera?
– Lo estoy pensando. Pero aquí se necesitan matemáticas y física. Y antes no las dominaba bien. Acabo de terminar los cursos, aprendí algo, pero es poco. Ayúdame, ingeniero. Tienes la universidad en las espaldas.
– ¡Lo haremos, Boris Mikhailovich!
– ¡Gracias! Pero primero dibujaré mi idea en el papel y luego te pediré consejo. – Kozlov indicó en la cabria: – Parece que está muy cerca de la capa. El operario de las vagonetas me sometió a la crítica…
– Pues, aléjela.
– Y no se puede instalarla demasiado lejos. Se necesitará mucha energía eléctrica.
Ashirbek de repente le preguntó:
– ¿Y por qué ni una sola vez no comentó nada sobre el nuevo programa? Ahora estamos con él.
Pero Kozlov guardó silencio una vez más. Y tenía cosas que decir. Después de que la mina en la primera década del mes produjo cinco mil toneladas menos de lo previsto Yermek empezó a escuchar la crítica de Akym, estudiar y comprobar su programa. Y el punto de vista del mecánico mayor de la mina era muy importante en ese aspecto. Kozlov conocía bien lo cabezudo que era Yermek y seguía callado explicando que no se considera un experto carbonero.
Ashirbek insistía:
– Yo también participé en la elaboración del nuevo programa. ¿Qué está mal?
– Ya expuse mis reflexiones a Scherbakov, – le contestó Kozlov. – Ayer Sergio Petrovich me llamó para hablarlo. Le dije todo lo que pienso.
Pero qué es lo que le comentó el mecánico a Scherbakov no lo reveló limitándose a frases generales. Se quitó las gafas, se las limpió, las manejó entre los dedos sacando el índice dañado.
Y de repente habló:
– Vale… Si necesita saber mi opinión, lo diré. Es un programa bueno. Pero está elaborado de una manera torpe. Tenemos en la mina trece tramos. El área de trabajo total se extiende a siete – ocho kilómetros. Las líneas de ferrocarril y de electricidad son demasiado largas. Incluso con el buen funcionamiento de todos los mecanismos se demora muchísimo en el transporte de la gente, medios de transporte y materiales de una plataforma a la otra, de un nivel al otro. Y aún más esfuerzo se gasta en sacar el carbón. Usted cifró las esperanzas en tanta maquinaria, dispersó las fuerzas y demasiado amplió el área de trabajo.
– ¿Propone reducir el campo de trabajo?
– Pienso que hay que reducirlo. Si reducimos el área de trabajo y densificamos el trabajo en las galerías, podremos cumplir el programa con exactitud.
– Vale, lo vamos a pensar…
Ashirbek se dirigió por la galería. Estudiaba las bifurcaciones y recodos de los caminos, los cables eléctricos… Todo esto lo veía de día a día, pero hoy su atención estaba redoblada. Se interesó por un joven que estaba sentado con el periódico junto al rebate.
– ¿Qué ocurre? – dijo entrecortado Ashirbek. – ¿Tiene pausa?
– ¡Qué va! Por alguna causa no llegan las vagonetas. Se quedaron atrancadas en algún lugar.
De pronto detrás del recodo apareció la locomotora eléctrica con la larga cola de las vagonetas cargadas de carbón. Cuando desacoplaron las vagonetas la locomotora se dirigió atrás.
– ¡Baljan! – gritó Ashirbek. – ¿Por qué has tardado?
– ¡Un vagón descarriló!
El mecanismo uno tras otro acercaba las vagonetas y las volcaba. El carbón con ruido caía en la ancha boca del buzón que se convertía en un cuello estrecho. Las vagonetas vaciadas se apartaban automáticamente y se ponían en una línea. Con la ayuda de la máquina una persona cumplía el trabajo de diez. Desde el buzón el carbón caía sobre un ancho transportador de cinta de goma y subía cuesta arriba.
Ashirbek bajó al transportador y se dirigió a lo largo de la cinta. La cinta terminaba junto al otro buzón tras el cual el carbón se entregaba a los cubos de extracción.
La subida del carbón aquí la controlaba una mujer. Por el pozo de la mina deslizaban dos cables de acero. En el cabo de cada uno estaba atado un cubo de extracción. Uno de ellos, lleno, subía arriba, y bajaba otro que estaba vacío. La compuerta del cuello del buzón se cerraba y se abría mecánicamente en cuanto el cubo estaba lleno o cuando bajaba el vacío. De vez en cuando la mujer daba un timbre eléctrico: “Está lleno, sube”. Si se demoraba algo ella llamaba arriba por teléfono.
Observando el movimiento de los cables y los cubos Ashirbek seguía también el secundero de su reloj. Tras un tiempo descolgó el teléfono.
– ¡Centralita! ¡Póngame con el maquinista! Camarada maquinista, soy el jefe de ingeniería. Su velocidad es catorce metros por segundo. ¿Quién le autorizó a infringir la regla? ¡Ajústelo! – Luego se dirigió a la mujer: – ¿Cuánto levantaron?
– Quinientos veinte y cinco.
– ¿Y habían paros?
– Más de una hora.
Ashirbek preocupado movió la cabeza. Cada hora de detención de los cubos de extracción se comía decenas de toneladas de carbón. Ashirbek apenas se contuvo para no jurar.
Ahora le tocaba a Ashirbek seguir el camino del carbón en la superficie.
Y arriba el carbón seguía su rumbo.
En el largo cobertizo de madera el carbón se echaba de los cubos dentro de un buzón enorme. De su orificio inferior los pedazos de carbón caían sobre un colador metálico basculante. A su lado estaba un obrero. Con un martillo pesado rompía en el colador los pedazos más grandes.
El obrero se quejó a Ashirbek:
– Todos están controlando las máquinas y yo muevo el martillo con las manos. Quíteme y en mi lugar ponga otra máquina.
– Corremos riesgo de convertirnos en verdaderos holgazanes si en todas las partes trabajarán las máquinas, – dijo en broma Ashirbek.
– No es por pereza. Estoy aburrido. Solo tengo que mover las manos. Tanto hoy, como mañana todo será igual. Y yo quiero un trabajo intelectual.
– Espera, vamos a pensarlo. Ya encontraremos alguna solución, – contestó Ashirbek y siguió su camino.
Estaba allí otro buzón lleno de carbón. Y debajo de él otro colador basculante. El carbón colado por allí se dividía en dos flujos, por un transportador iban piezas grandes y por el otro – más pequeños. Los menudos corrían rápido como un río de montaña y los bloques grandes avanzaban lentamente.
Por las ambas partes de las cintas en movimiento una enfrente de la otra las mujeres retiraban la roca del carbón.
Sólo una chiquilla joven trabajaba sin pareja. Sus dedos como el pico de una gallina comiendo grano sacaba la roca.
– ¿Y dónde está su compañera? – le preguntó Ashirbek.
– Está enferma.
– ¿Y por qué no le ponen a un sustituto?
– ¿Para qué? Me da tiempo a todo. ¿No lo cree? Entonces, intente elevarme la norma o aumente la velocidad de la cinta.
– ¡No, guapa! No se puede aumentar la velocidad del transportador.
– ¿Por qué no? ¿Para qué están los ingenieros aquí?
– No es por los ingenieros. Sus compañeras no podrán con la velocidad y dejarán la roca en el carbón.
– ¡Qué se muevan! ¡No hay nada difícil! No es una ciencia complicada.
– Anda, cotorra, no cotorrees, – le gritó una anciana. – Lo principal es que el carbón quede limpio.
– ¿Y yo qué digo? ¡Hay que trabajar rápido y limpio!
– Vale, vale. En tu edad también corríamos mucho. Mejor fíjate en lo tuyo. El carbón exige atención, mi querida. ¡Acuérdate de eso!
Ashirbek se acercó al buzón más grande. Ya no había nada detrás de él. El ingeniero miró abajo. Allí en la plaza abierta estaban amontonados los bloques de carbón. En una de las monteras estaba una escrepa atada al cable. A su lado se tendía la vía férrea. Debajo del buzón con paradas se movía un tren con treinta – cuarenta vagones. Con el sonido de una cascada el carbón caía dentro de los vagones. De repente el flujo se paró.
– ¡Parada! ¿Dónde está el carbón? – se oyeron reclamaciones por todas las partes.
De pronto la escrepa que estaba en la montera de reserva arrancó y empezó a mover el carbón al hoyo tirándolo abajo. Desde el hoyo el carbón por el transportador subía a los vagones. Poco tiempo atrás la carga desde las reservas de emergencia se realizaba a mano y ahora habían puesto ahí una excavadora. Pero pronto el cerrajero Lapshin propuso utilizar la escrepa transportadora y la labor se agilizó.
Ashirbek revisó todo, comenzando de la capa terminando por el buzón superior. Su cara amarillenta tomó un color negro por la carbonilla. Cada su hueso y extremidad le dolían exigiendo descanso. Tenía ganas de ir a la sauna y refrescarse. Ashirbek así lo hizo.
El hombre iba cabizbajo y encorvado. No le dejaban en paz los pensamientos. “Hay que sacar arriba el carbón en cantidades que garanticen la carga sin parar los trenes que llegan continuamente. Pero hay bastantes fallos en el funcionamiento de los mecanismos en la mina. La principal causa está en la descoordinación. Se para una máquina y se para todo el grande grupo. Tiene razón el desgarbado Akym. – El ingeniero vio todos los fallos con sus propios ojos y todo su bloque de notas estaba lleno de sus apuntes. – Hay que tomar unas medidas urgentes. ¿Será buena idea irme a la sauna?”
Con cara amargada entró Ashirbek en el espacioso local de la oficina distribuidora de trabajos. Había mucha gente aquí. Ya se reunían los trabajadores del segundo turno. Ellos habían retirado las lámparas y esperaban a que sonara la bocina. Los obreros se agrupaban por brigadas. Sonaba el vago bullicio de las voces.
Ashirbek devolvió su lámpara y subió al pequeño estrado en el fondo de la sala. Esto ya era una tradición: antes de empezar a trabajar cada turno él hacía un informe sobre los fallos revelados e indicaba cómo podían ser solucionados.
Apenas Ashirbek abrió su bloque de notas se le acercó un ingeniero joven que era su ayudante.
– ¿Han llegado todos los responsables de los tramos? – preguntó Ashirbek.
– Están todos.
– Entonces, ¡escuchen, camaradas! En el cuarto extracto tan solo un tornillo roto había parado la máquina cortadora para treinta y ocho minutos. ¿Qué quiere decir? El flujo de carbón se suspendió para más de media hora. Pueden calcular cuánto carbón devoró este pequeño tornillo. ¿Por qué en los extractos no hay repuestos menudos? ¡Cuéntenos, camarada Aset!
Tras la contradictoria explicación de Aset Ashirbek le hizo una amonestación y continuó:
– Y en el primer extracto la canaleta no siempre a tiempo retira el carbón detrás de la máquina de Akym. El camarada Danchenko lo ve cada día pero no toma ni una sola medida para instalar en el estrato una cinta transportadora. ¿Nos puede explicarlo, camarada Danchenko?
– Necesito veinte y cuatro horas para instalar el transportador.
– Vale, tomo nota de eso, – asintió Ashirbek. – En el tramo del camarada Tautan no hay suficiente madera de entibado. En el tramo del camarada Petrov las vagonetas se descarrillan. ¿Eso es buen trabajo? Muchos de nosotros intentan explicar la grande entrega incompleta por los fallos en el nuevo programa. Es posible que el programa no sea perfecto. Pero los fallos mencionados no son causa del programa, son omisiones en el trabajo por los jefes y responsables de los tramos. ¡Son ellos quien debe llevarse la culpa por la deuda ante el país!
Se oyeron voces:
– ¡Correcto, camarada ingeniero!
– ¡Ya es hora de poner fin a estos fallos!
En las reuniones relámpago los discursos no duraban mucho. Para debates no quedaba tiempo. Sonaban solo preguntas, respuestas y propuestas… El jefe de ingeniería hoy era especialmente exigente. Cuando la reunión se acabó llamó uno a uno a los responsables de los tramos y hacía prescripción a cada uno de ellos.
Sonó la alta y larga bocina. Las brigadas se dirigieron a la mina.
En la oficina distribuidora de trabajo entró Yermek quien acaba de subir a la superficie. Apenas abrío la puerta le preguntó a Ashirbek:
– ¿Qué tal en el ala derecho?
Ashirbek enojado agitó la mano.
– ¡Mientras que trabajemos en las minas cerradas no habrá fin a toda clase de sorpresas y fallos!
– ¡Espérate! Tus minas abiertas no vendrán listas como caídas del cielo. Hoy hablamos sobre las minas cerradas. Y qué te iba a decir… Parece que de verdad hicimos mal las cuentas. Es justa la crítica por parte de los obreros. Y Scherbakov también tiene razón cuando nos regaña. Tenemos que cambiar el programa.
– Sí, parece que tendremos que cambiarlo… Akym también tiene razón. Hay que pensar en reorganizar el trabajo en dos turnos.
– No, primero intentamos reducir el frente de los trabajos y reforzar los tramos.
– Vale. Vámonos a la sauna. Hablamos por el camino.

Capítulo séptimo

En la Ciudad Nueva junto al parque se encontraba el bonito edificio de tres pisos en el cual se encontraba la administración de la cuenca carbonera. El despacho de Sergio Petrovoch estaba en el segundo piso. La espaciosa habitación estaba amueblada con unos armarios, un escritorio grande y una decena de sillas. En las puertas y ventanas había cortinas y guardapuertas pesadas. En los estantes acristalados se encontraban las muestras de las rocas. A la derecha al alcance de la mano de Scherbakov había una mesa llena de teléfonos.
Sergio Petrovich sin parar estaba hablando por teléfono descolgando uno u otro auricular. Se comunicaba no solo con los carteles, también directamente con las minas. Siendo una persona franca, no arrogante, dueño de sí mismo él de manera tranquila y compasada dirigía un gran trabajo. Parecía que desde su despacho veía claramente la vida de toda la Karagandá, subterránea y superficial. “Está tardando, muévanse”, – decía a unos. Y a otros les advertía: “¡Van por delante! No pierdan ritmo pero no se amorren”. Él incitaba, propulsaba, sabía encontrar palabras adecuadas para cada persona. Varias veces al día se ponía en contacto con Alma-Atá y Moscú. La cabeza le trabajaba sin parar.
Scherbakov echó una mirada en el grande reloj de pared. Ya se aproximaban las dos de la tarde. A esta hora Sergio Petrovich cada día convocaba pequeñas reuniones de trabajo por el selector en una de las minas. El hombre descolgó el auricular del teléfono interno y dijo en voz alta:
– ¡Atención! La reunión relámpago de trabajo de la mina número uno se declara abierta. Tras el último quinquenio la mina hizo un gran paso en el cumplimiento del plan. El jefe de ingeniería, camarada Ashirbek, supo detectar los fallos en los mecanismos de la mina y supo eliminarlos. Pero todavía no alcanzamos a utilizar todas las reservas de la mina. Tenemos que racionalizar su uso. Yermek Barantayevich, ¿qué gestiones tienen pensadas?
Yermek escuchaba a Scherbakov estando en el segundo tramo de su mina. Contestó sin esperar:
– Consultamos con Ashirbek, escuchamos la opinión de los obreros de vanguardia. Tenía razón, Sergio Petrovich, cuándo nos advertía. De verdad hemos fraccionado demasiado el frente de trabajo. Ahora tendremos que hacer cambios…
– ¿Cuáles serán?
– Reduciremos la cantidad de los tramos, los reforzaremos y de acuerdo con eso realizaremos cambios en el programa.
– ¡Akym! – llamó Sergio Petrovich. – ¿Puedes decir algo al respecto?
– ¡Estoy aquí, camarada Scherbakov! – contestó en voz alta el joven picador. – Yereke tiene razón: hay que agrandar los tramos. Pero no es todo. Estoy seguro que tenemos que pasar al trabajo en dos turnos.
– ¿En dos turnos? ¿Y cuál es la razón?
– Así es la situación, Sergio Petrovich. En mi estrato se acumulan decenas de toneladas de carbón extraído, pero las vagonetas y otras cosas de primera necesidad no llegan a tiempo. Se rompe algo, se para todo. Yo pienso que si un turno se dedicará a los trabajos de mantenimiento, reparación de los mecanismos, evitaremos estos fallos. Y extraeremos más carbón que ahora trabajando en tres turnos. Los compañeros de Donbass aprobaron este método. Yo les pregunté en una carta y recibí la respuesta.
– Bueno, vamos a escuchar qué nos dice el jefe de ingeniería.
Ashirbek contestó sentado en su despacho. Con el auricular pegado a su oreja no quitaba los ojos del plano de la mina que tenía delante.
– Primero dudaba mucho que la propuesta de Akym es razonable. Pero al estudiar bien los datos y haciendo cálculos estoy dispuesto a cambiar mi opinión.
– ¿Y no será razonable combinar las dos propuestas y pasar a dos turnos junto con la ampliación de los tramos?
– Sí, no estaría mal combinarlas. Muchos obreros lo habían propuesto en las páginas del periódico interno.
– Ese medio de comunicación, camarada Ashirbek, yo también lo estudio con gran atención. Pienso, que ya que Akym es el autor de la propuesta tenemos que probar de pasar a dos turnos en su estrato. A ver que nos sale. Por ahora sólo en su estrato. Es necesario, Yermek Barantayevich, crearle todas las condiciones para eso. ¿Me sigue? Le pido que mañana me exponga por escrito sus reflexiones. Yo estudiaré los materiales y daré mi respuesta definitiva.
– ¡Pero no se demore mucho! – le pidió Ashirbek.
– No tenga prisa. Todo se hará a su tiempo. ¿Se acuerda cómo me apretaba para pasar lo más pronto posible al nuevo programa? No vamos a repetir nuestras faltas.
– A propós, – le recordó Ashirbek, – ¿cómo se desarrolla la fabricación en serie de los postes metálicos?
– Los postes los vamos a utilizar en todas las minas. Eso sí que ha cumplido con las expectativas.
– Gracias, Sergio Petrovich.
– Camaradas, se levanta la sesión, – Scherbakov colgó el teléfono.
Meyram desde su despacho presenció toda la reunión. Cuando terminó la sesión, se levantó de la mesa, entró en la recepción y dijo a la secretaria:
– Me voy al complejo. Si me necesita llame allí.
Era un día caluroso. Meyram pasó a la sombra y se dirigió por la calle pasando a lo largo de la fila de las casas altas. Junto al complejo se encontraban los coches de los directores de carteles, jefes de las minas e ingenieros. En mayoría eran los “¨M-1” que poco a poco sustituían los anteriores coches de la misma fábrica GAZ. Entre los coches estaba el faetón del sovjos con un par de caballos morcillos de pura raza. Meyram se quedó admirando a los trotones y luego entró en la puerta del complejo.
En el despacho de Scherbakov colgó en su sitio habitual su gorro y saludó a su viejo amigo.
Sergio Petrovich se levantó para recibirle sonriendo con una sonrisa como si no se habían visto mucho tiempo. Nada recordaba su recién riña por las propuestas tempranas de Ashirbek.
– La reunión fue buena, – dijo Meyram. – Hizo bien al apoyar la propuesta de Akym. Usted siendo productor sabe bien lo que hace, pero yo también pienso que ahora todo tomará un buen rumbo.
– ¡El tiempo lo demostrará, Meyram Omarovich!– respondió emocionado Sergio Petrovich. – No puedo decir nada de antemano. Lo probaremos… ¡Pero saldremos del apuro seguramente! – Él agitó una grande hoja de papel que estaba llena de números. – ¿Lo vio? ¡Es el reciente resumen! Los mineros son dueños de sus palabras: lo que dicen, lo hacen. ¡Ciento y uno porciento en todo el complejo! Bueno, no todos van al mismo nivel, hay quien se queda por detrás. Hay que ayudarles a igualarse con los vanguardistas.
– Sí, es así, – confirmó Meyram. – Pero tampoco hay que detener a la vanguardia. ¡Qué salgan adelante!
– ¿Y quién les detiene? – se quedó asombrado Scherbakov. – Mire. – Sacó su libreta de apuntes y con un gesto habitual levantó las gafas. – Este año de doventa y cuatro propuestas racionalistas se llevaron a cabo ochenta. ¿No está mal? Pero cada propuesta es diferente. En algunas hay demasiado ardor, pero carecen de razonamiento.








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