Al tomar su té de la mañana Egueubay decidió ponerse al trabajo – limpiar y arreglar la tenada. Era ya la segunda mitad de noviembre, pero no había nieve todavía. La tierra estaba negra y congelada. Soplaban los vientos glaciales, las verdaderas, como los llaman aquí, “kara-daul” – “tempestades negras”. Las nubes mechosas volaban por el cielo maligno. En cuanto Egueubay – churriento, nadando en sudor después del té abundante – entró al pajar, se echó sobre él el viento glacial – soplaba allí por todas las rajas – y se secó inmediatamente y se heló hasta los huesos. Fruncido el ceño estuvo un rato cerca de la puerta, hurgó un cordón del chaquetón guateado descolorado hasta hacerse blanco, después salió del pajar, hizo unos cuantos pasos y vió: la cerca se había echado de un lado. “Hay que remendar el agujero de algún modo...” – pensó tristemente, tomó la pala y empezó a amontonar el estiércol podrido. Al oir el chirrido de la pala, relinchó en voz baja en el establo el caballo castrado con rabón. “También quieres jamar algo, - refunfuñó Egueubay, - ¿y qué te puedo dar? Ni siquiera tengo comida para los niños”. Se encaramó sobre el montón de estiércol y se puso a cerrar el agujero, y en este momento alguien se le acercó desde atrás y dijo:
¡Assalaumagaleykum[1]!
Egueubay se estremeció ante lo inesperado y se volvió bruscamente.
- Alik salem... ¿Ah, eres tú, Tnymbay? ¿No te has ido acaso? Que no te veo hace como dos días ya.
- Ayer regresé – respondió Tnymbay. – De la reunión.
Egueubay se bajo del montón de estiércol y se apoyó contra la pala:
- ¿Eh, pues veniste de la reunión? ¿Y qué tal?
- Pues nada de particular. Dicen que “Alash-Ordá”[2] declaró exacciones... Estaban allí unos cinco o seis delegados, y entre ellos había uno tan respetable, amenazante, debe ser el jefe... Hoy se fueron a Nayzaly. Al gerente del distrito le mandaron recoger urgentemente el dinero. Y nuestro aúl es pobre, ¿qué se puede colectar aquí? Decidieron: que los otros aúles paguen el pato. Sin embargo impusieron ochenta rublos en cada casa, entonces...
- ¡Ochenta rublos!
La pala cayó de las manos de Egueubay. De repente empezó a sacudirse, flotaron ante los ojos unos círculos negros. “Ochenta rublos, oh dios, ochenta rublos!..” – repitía casi sin sentido.
Tnymbay se alarmó seriamente, incluso dió un paso atrás. De ningún modo podía suponer que con esta noticia Egueubay se dejaría tan estupefacto.
Por fin murmuró:
- ¿Acaso no hay ricos en nuestro aúl? ¿Acaso no se podía declarar unas “colectas de baies”?
- En las “colectas de baies” también pensamos, pero el aulnay[3] se puso tozudo. Dice: no somos tan pobres. ¡Vamos a colectarlo todos juntos! ¿Pues qué se podía hacer? Lo consentimos.
- ¡Apyrmay, ah! – Egueubay se puso a andar por el patio de aquí para allá.
- ¡Ochenta rublos! ¿Pero qué pasa aquí? ¡¿Ah?!
Tnumbay se quedó un rato y se fue. Y Egueubay andó por allí y por allá y también se fue a casa. La mujer estaba reparando su ropa envejecida. Al captar su mirada, Egueubay dijo con tristeza:
- ¡No estoy para té ahora! Mejor dime, ¿dónde vamos a buscar ochenta rublos?
- ¿Pero qué ochenta rublos?
- ¡Ordinarios! “Alash-Ordá” declaró exacciones, ¡¿entendiste?! Y es para su costes...
- ¿Mas qué tipo de ordá? – se sorprendió la mujer.
- No me preguntes si no sabes. Yo mismo no lo entiendo muy bien. Una cosa está clara: una vez declaradas exacciones, paga.
- Ay de nostoros... pobres somos... miserables... – se puso a lamentarse la mujer.
Egueubay se entregó a los pensamientos negros. Por todos lados hay necesaidades, contratiempos, la hacienda está destruyendo a ojos vistas, no hay ni un rayo de esperanza.
Un mes atrás, cuando despedían a los dzhiguites de “Alash” al servicio de guardia, su aúl colectó cinco mil para el hijo de Korkemtay y tres mil para el caballo amblador de Erkebay. Y entonces cayó pagar ochenta rublos por cada casa. Egueubay estaba presente personalmente en aquella reunión, y cuando hizo mención de que no era capaz de pagar tanto, los cuchufleteros del aúl soplaron al oído del delegado de Alash que estaba recogiendo a los dzhiguites que él, Egueubay, parecía ser un bolchevique. Por poco le cogieron aquella vez. Pidió prestado ochenta rublos y estaba contento. Después tuvo que rendir la vaquita de la vaca roja. Esta vaquita la mujer la había recibido en el año pasado como un regalo ritual de su familia. Pues aquella vez él pago, y ahora ¿de dondé sacará estos nuevos ochenta rublos? Además el aulnay cada día pregunta por el impuesto. Compró una tela para un vestido de su mujer a doce rublos por arshín[4]. Prometió devolver en el otoño pero nunca lo devolvió. Al negociante Yeralý le debe cien rublos por el té – también es un peso en el cuello. Para el invierno hay que matar algún animal. Pues no se puede vivir sin carne. De los quince pud[5] del trigo que había comprado en el otoño quedaron unos ocho. Tampoco se puede dejar a los niños sin pan. La casa esta vacía, desnuda... Y para el colmo ahora vaya, paga por nada los ochenta rublos. ¡¿Cómo no desesperarse aquí, cómo no ponerse a dar alaridos?!
“Uh-h” – se lanzó del pecho de Egueubay un suspiro penoso.
“¡Llegaron al aulnay los delegados!” Este rumor siniestro se cayó como una piedra sobre el aúl aún por la tarde, y en seguida ante los ojos de Egueubay empezaron a bailar los ochenta rublos. Hasta se cubrió de sudor. Le pareció que ochenta rublos eran su alma, y el delegado era el ángel de la muerte Azrael que había venido para recoger su alma. El corazón suyo empezó a estremecerse, a dar batidos muy pero muy frequentes, y en la garganta se estancó un nudo duro. La mujer sirvió un té fuerte, fragante, pero Egueubay apenas y sin ningún gusto sólo apoderó un tazonito. Después fuñicó un rato la pasta con leche y se metió en la cama. Un pensamiento sólo estaba agujeando su cerebro: ¡ochenta rublos! ¡Los delegados! Por mucho que estuviera pensando, descabezando, – no encontraba ninguna solución. No se puede no pagar, no hay dinero para pagar. Por fin decidió que por la mañana se levantaría temprano, acollararía el caballo e iría a Samalyk a su consuegro. Por supuesto, de todos modos no podía desembarazarse, pero por lo menos al principio no aparecería ante los ojos de los delegados. No se le ocurría ninguna cosa más sensata. Por la mañana, al amanecer, despertó a la mujer, la ordenó preparar un té y llevó al pozo el caballo.
El hijo pequeño del aulnay entró volando a su casa cuando Egueubay acabó de poner ante sí un tazón con té humeante.
- Abuelo, los delegados llaman a usted.
- ¿Para qué me necesitan?
- No se... Dijeron que no demorara...
Egueubay dejó caer el tazón. Se levantó bruscamente, se puso a menearse, echó con negligencia sobre los hombros el abriguito de piel viejo, remendado, metió los pies en las botas crudas y salió afuera de un salto. La mujer le gritó:
- ¿Pero a dónde vas sin gorra, desgraciado? Si te duelen las orejas. Que vas a coger un resfriado...
La casa del aulnay.
En el sitial están tres hombres en uniforme militar. Se podía ver que el dzhiguit moreno pintojo se daba aires de importancia como para subrayar su superioridad ante los demás compañeros.
- Tomen por favor, aquí coman la mantequilla, igual tienen hambre, - agasajaba ganosamente el aulnay.
Egueubay irrumpió alarmado a la casa, dió saludos perplejos. Después se acuchilló al umbral, preguntó cortesmente:
- ¿Estás sano y salvo, aulnay?
Éste sólo movió los labios en respuesta.
- Y esto, - dijo el aulnay a los huéspedes después de un rato, - en nuestro viejo Egueubay. Él debe ochenta rublos.
“Ochenta rublos” – eso ya se convirtió para Egueubay en un tipo de enfermedad, sólo el oír estas palabras ya le daba escalofríos.
- Vaya, viejo, pague el dinero, - dijo el moreno pintojo.
- ¡Oybay, querido, que no tengo dinero!
- ¿Qué quiere decir “no tengo”? ¡Ni lo quiero escuchar!
- Por los visto es un zorro astuto, - gruñó uno de los visitantes.
- ¡Dinero, viejo, dinero! – repitió el moreno.
- Pero si yo, querido mío, no tengo ni una moneda roñosa. ¿Quieres que lo saque de debajo de la tierra o qué?
- ¿Ya veo que estás en contra de “Alash-Ordá”? ¿Sí?
- ¡Pero qué estás diciendo, querido, Alá que te guarde!
- Ya te conocemos... Pues eres aquel mismo Egueubay a quien una vez por poco hemos arrestado ya. ¡Estás mirando de reojo al “Alash” desde hace mucho tiempo! ¿Vaya, cuánto ganado tienes?
- Un jaco, una vaca con ternero... No sé como mantener a los niños pequeñitos...
- ¿Y si tomamos su caballo y devolvemos el resto? – propuso aulnay.
- Sí, quizás, eso será lo mejor, - consintió el jefe. – Ve, Yerzhán, a la casa de este hombre y lleva el caballo.
Un dzhiguit alto de cara blanca, todo cubierto de armas, se levantó de su sitio:
- ¡Vamos, viejo!
Trastabiando, se arrastró Egueubay a casa. Le seguía insistentemente – como si tenía miedo de que el viejo pueda escapar – el soldado. Detrás de su espalda se asomaba un rifle. “¿Mas por qúe se sulfuró tanto conmigo?” – pensaba Egueubay. Y de repente se acordó: en las elecciones pasadas era uno de aquellos que no votaron por el aulnay. Por lo visto, éste decidio vengarse ahora...
Llevó por la brida el caballo con rabón al delegado.
- ¡No! – dijo el delegado rigurosamente. - ¡Lo llevarás tú mismo! Egueubay andó y llevó el caballo abatido.
La mujer que estaba a la puerta y veía a su marido llevar el caballo del establo, secaba las lágrimas con un puño y gritaba a sus espaldas:
- El último jaco “Alash-Ordá” nos sopló. ¿Dios, pero qué vamos a hacer ahora, como vamos a vivi-ir ahora? ¡Oy-bay-ay!...
1918