El barranco grande cerca del Cerro Negro es poco frecuentado pero los pastores de los aúles circunvecinos lo conocen muy bien. Muchas desgracias vienen de este barranco.
Los matorrales achaparrados de acacia amarilla y reina de los prados, justo como una gorra de piel, cubren el Cerro Negro. Los topes de la reina de los prados enverdecen pálidos y delicados, brotan. El barranco está completamente cubierto del escaramujo. Bajo su alfombrado abundante espinoso se esconden las madrigueras de lobos.
El viento fresco de mayo sopla a ráfagas del barranco, esparciendo los olores de hierbas nuevas y cebolla silvestre. Los matorrales se mueven y susurran fúnebres y secos así como cuchicheando.
En la primavera tardía, un lobo y una loba vinieron a las madrigueras viejas en el barranco. Las madrigueras viejas eran todas derrubiadas con aguas de fusión, y un hombre podía entrarlas con facilidad. Los lobos excavaron una nueva y más estrecha en la vecindad y la conectaron con los pasos existentes, estrechos y oscuros.
Las patas de los lobos apisonaron pronto la tierra recién excavada. La piel blancaza de la loba no tuvo tiempo para mudar cuando en la lobera aparecieron unos lobatos de color gris ahumado.
Por la mañana tranquila, la loba estaba acostada en la solanera bajo las panojas altas de la acedera. Aquí no hacía viento, hacía calor, ella estaba desmadejada. Estaba dormitando, abriéndose un ojo opaco de vez en cuando. Sus lados enflaquecieron, las mamilas se llenaron de leche. La piel en el lomo se contraía nerviosamente, se estremecían constantemente.
Un crujido débil se oyó de los matorrales. La loba saltó, elevando los cadejos de pelo blanco desde el suelo, mostró sus dientes, gruñendo sordamente. Los lobatos se revolcaban a sus pies.
Y en un instante, al volar por encima del muro ramoso del matorral, un cuerpo de cordero se desplomó ante la loba. En seguida, un lobo grande pesado con la cola bajada acudió en un salto sin hacer ningún ruido. Dejando caer la espuma rojiza, olfateó a la loba, ella lamió su pómulo sangriento con avidez.
El cordero estaba vivo todavía. El lobo y la loba lo atacaron y lo desgarraron en un minuto. Dos bocazas voraces de dientes blancas tragaban la carne ligera y tierna a grandes tarazones. Loa ojos verdes brillaban malignamente.
Al devorar el cordero, el lobo y la loba dieron vueltas en las hierbas jugosas y aromáticas y se estiraron allí mismo a toda su largura. Luego, empezaron a eructar en turnos la carne tragantada.
Los lobatos, uno tras otro, se arrastraron a la carne y, gruñendo, empujándose, empezaron a zalearla. Sólo dos que eran últimos en nacer, estaban todavía ciegos. La loba se los acercó arrastrando y los puso junto a las tetillas.
Al día siguiente, cuando el sol estaba en el zenit, la loba olfateó en lo lejos el olor firme y espeso de caballos. Al meter a los lobatos en la lobera rápido, desapareció entre las matas.
Sonaron las voces humanas y el pataleo de caballos.
La gente se reunió junto a la lobera, bajaron de sus caballos. empezaron a sonar los golpes intermitentes de las cachiporras largas pastorales contra el suelo.
La loba estaba entre los montes de escaramujo en la pendiente empinada del barranco con la lengua colgada de su bocaza. Lo vio todo.
Al poner las trabas firmes en las cabezas, los cuellos de los lobatos, los bípedos los sacaban de la madriguera oscura uno tras otro. A cinco los mataron en seguida. A uno le rompieron las patas traseras y tiraron junto a la cabeza comida del cordero. El lobato va a arrastrarse, gañir, y los los lobos lo llevarán y se irán para mucho tiempo de este sitio. Y al más pequeño de la ventrada la gente se lo llevó.
El galopeo cesó en la barranca. El viejo lobo de lomo negro y la loba blanca se aproximaron de diferentes lados al lobato extendido en la tierra y mostraron ferozmente los dientes primero a él, luego uno al otro. La loba agarró al lobato y se deslizó por el barranco. El lobo la siguió a saltos altos y volantes.
La madriguera fue abandonada.
Érase una vez en el aúl un chico que se llamaba Kurmash. El lobato ciego pasó justamente a sus manos. Los mayores decían: el gris se encontró entre la gente de ciego; tal vez, se habitúe en el aúl.
Kurmash nuca se separaba de él; le preparó una escudilla limpia, un collar suave de cuero.
Al cabo de un par de días, el lobato se abrió los ojos, pero no se asomaba de la yurta, que fuera sonaba el ladrido y olía a perros terriblemente. Para dormir, Kurmash se traía al lobato bajo su manta. Por eso el chico dormía en separado de su abuela vieja a la que quería más de todo el mundo. Ella era la única que no aprobaba su afección a la bestezuela débil de color gris claro con los dientes agudos como las espinas.
- Se le crecieron los caninos antes de que empezó a ver, - decía la abuela. – Se pone a amusgar antes de que se ponga de sus pies.
Y el chico de enfadaba con ella.
Hasta mediados del verano el lobato creció bastante, cobró fuerza y no tenía ninguna diferencia de los cachorros de la misma edad en el aúl. De tener la piel más abundante, parecería un perro lobo pequeño. Pero, en el aúl, vivía encerrado. Los perros de los pastores no querían llevarse bien con él, la abuela tampoco quería acomodarse a él. Los perros le recibían con sus bocazas rugientes mostrándole los dientes cada vez que él se atrevía a asomarse de la yurta.
Kurmash le defendía, y los perros centinelas fieles se alejaban del chico adentellándose rencorosos. Mientras que el la yurta, el lobato se sentía apretado, sofocado y se aburría. Le gustaría ir a la estepa, a las hierbas multicolores al espacio desconocido. Una vez, el perro pío negro de la Yurta Grande acechó cuando el chico no estaba cerca, corrió el lobato de su yurta y lo rumiaba durante un largo rato con sus caninos pesados. Llegaron otros perros y con ladrido aflautado se pusieron a agarrar al lobato gris por las patas y los lados. Legaron corriendo los chicos y los adultos y apenas repelieron los perros del lobato. Desgastado, mordido, se arrastró hacia la yurta, se sentó de espalda a su pared y mostró los dientes blancos sin sonido.
- ¡Vaya qué mudo!.. ¡Orgulloso! – se sorprendieron los hombres. – Un cachorro perforaría la tierra con su chillido.
Y las mujeres dijeron:
- ¡Ladrón! Que por eso está callado...
Era verdad. Kurmash mismo se asombraba y se preocupaba por lo voraz que era el lobato. El chico le regaloneaba, le daba de comer más que a los perros. Pero el lobato nunca parecía poder saciarse.
Los perros del aúl andaban descarnados, eran poco exigentes. Al lobato se le llenaron bien los lados y el pecho, el cerro espeso crecía visiblemente. Pero siempre tenía hambre y husmeaba por la yurta pasando con su nariz negra húmeda de un lado al otro.
En la presencia de la gente ni tocaba la comida, apartaba su hocico. Pero en cuanto uno se alejaba, tragantaba en un instante todo lo que le habían puesto, y miraba su escudilla vacía con tristeza como si no hubiera comido nada. Valía la pena ver cómo él agarraba todo lo que estaba mal puesto y le venía al diente. Arramblaba la carne cocida de sus amos, lamía la leche cuajada de la caldera como si la hubieran puesto para él, atarazaba las pieles frescas colgadas en el armazón de una yurta para que se secaran.
Muy a menudo le pillaban y le pegaban despiadadamente. Sufría los golpes del rolillo por los que le zumbaba en la cabeza, como también el dolor agudo ardiente del látigo fino silbante. Echando el cuerpo fuera con agilidad, enseñaba sus caninos blancos en silencio. No había caso en que, siendo batido, él diera su voz.
Mientras tanto, en el aúl empezaron a correr los rumores de que, por las noches, él se infiltraba sin ser notado por los perros en los apriscos y olfateaba las grasas de los rabos de corderos, y asustaba las ovejas. Alguien lo vio correr a escondidas a la estepa.
Kurmash no escuchaba los rumores del aúl. Pero, por mucho que el chico se esforzaba, por mucho que le enseñaba a su amigo gris, aquél no podía entender por qué la comida que robaba era peor que la que le daban los amos.
No tenía miedo de Kurmash, comía en su presencia. Cuando el chico le tendía la carne, el lobato no lo cogía sino arrebataba el trozo de sus manos. Pero contra él, Kurmash nunca alzaba el palo con la que espantaba a los perros. El chico remiraba el lobato, su mirada sombría e independiente de debajo de la frente, su lomo amenazador negreado, su fuerza que iba creciendo de día en día.
Y Kurmash llamó a su favorito Kokserék que significaba el Gris Feroz.
A finales del verano, el Gris Feroz ya no parecía a los perros del aúl. De patas largas como un ternero, de joroba arqueada como un toro, ya dejo atrás en su crecimiento a todos ellos. No se alzaba la cola a la canina y por ello parecía aún más alto, y su nuca y lomo parecía un arco tensado.
Ahora no se huía de aquel perro pío negro y el resto de los perros dejaron molestarle. No tenía que hacer más que girar su cabeza hacia ellos y fruncir el labio superior para que ellos huyeran a la desbandada. Al verlo, los perros solían mantenerse en la jauría. Tanto él como ellos siempre estaban alerta.
Nadie se daba caso de que el lobo traveseara en el aúl. Tampoco jugaba con Kurmash. Recordaba bien su mote y venía corriendo cada vez que Kurmash o la abuela le llamaban pero corría sin prisa, trotando despacio y no rabeaba.
A los perros no los tocaba, no se giraba a su ladrido, no corría tras los que huían. Con más frecuencia estaba acostado en la sombra de la yurta con las orejas enderezadas y entornando sus ojos verdes sombríos.
Kurmash estaba orgulloso de su bestia de ojos verdes y reía cada vez que los perros vecinos, aullando de pavor, ponían patas en polvorosa. A decir verdad, había veces en que el chico mismo tenía miedo del Gris Feroz, pero nunca se lo reconocería incluso a su querida abuelita.
El amo del perro pío negro se jactaba:
- ¿Sirve para algo vuestro gris de rabo colgado? ¡El negro mío acabará con él en un abrir y cerrar de ojos! Lo habría hecho hace mucho ya si no lo hubieran zapeado.
Una vez, pasando por al lado, azuzó su pío negro. El perro, sin vacilar, se lanzó con ladrido apasionado al lobo y lo adentello en el hombro. Apuntaba en la garganta, pero falló. El lobo se esquivó en el último instante y, antes de que el perro tuvo tiempo de resaltar, se lanzó en silencio, lo agarró por la nuca en un salto y tiró en el suelo. El perro gigante empezó a bajar el cerrillo rodando como una oveja gorda incapaz de hacer algo. El lobo tampoco acertó; de otra manera, le habría arrancado la garganta al perro.
Acudió Kurmash corriendo y retiró al Gris Feroz, y el amo llevó al suyo pío negro.
Avanzada bien la noche, dos lobos atacaron espontáneamente las ovejas que pastaban en las cercanías del aúl.
El ovejero armó el grito y el silbido tremendos. Los adolescentes y los mayores vinieron a caballo del aúl. Todos los perros del aúl en una jauría unida vinieron corriendo con el ladrido estentóreo, el Gris Feroz llegó con ellos.
Los lobos se fueron a la estepa. Les persiguieron, pero sin resultado.
En los cerros cercanos, los jinetes y los perros pararon. A lo lejos, por la cresta del Cerro Negro, en la luz apagada e incierta, deslizaron las sombras grises.
- Han aparecido bastante temprano, - dijo el overo. Y Kurmash solo se dio cuenta de que el Gris Feroz corrió sin ruido, casi tocando con el hocico el suelo, siguiendo las huellas de los lobos.
El chico se quedó detrás de la gente y fue a pie sin miedo a la oscuridad, al Cerro Negro. Reclamaba con cariño durante mucho tiempo:
- ¡Kokserek! ¡Kok-se-rek!..
Pero el Gris Feroz no acudió a su llamada.
El lobo apareció en el aúl por la noche. Al parar a la vista cerca de su yurta, rascó sin prisa con sus zarpas la tierra seca, apisonada levantando torbellinos de polvo. Se levantó la cabeza y respiró el aire fresco de otoño, olfateando con avidez las corrientes débiles que venáin del Cerro Negro.
De día, vieron al Gris Feroz estar en el aúl, de noche, volvió a la estepa.
Desapareció para tres días. Regresó demacrado, muriendo de hambre, pero sombrío como antes y sin collar. Cuando Kurmash lo llamó, él vino con la cabeza muy baja y así como amenazando. El chico se alegró, le abrazó por el cuello corto y musculoso. El lobo se soltó, amusgó las orejas, pero hasta la abuela no se puso a reñirlo y empezó a gestionar preparando la comida.
Daba miedo verlo comer, Kurmash se retiró de él lejos.
- ¡Anda! Se ve la casta, - le dijo el padre a Kurmash. – Tiene los ojos requeteverdes, que brillan de día. Es tiempo, mi hijo, de despellejarlo.
Y el chico empezó a temblar, le daba miedo de que a partir de allí los mayores no le condescendieran, mataran el lobo.
Pero el Gris Feroz pareció entenderlos hablar de él. En cuanto los hombres se dieron vuelta, desapareció. Nadie vio cuándo él abandonó el aúl.
Luego, Kurmash llevó muchos días buscándolo en las matas de estipa, con tristeza, echando amenazas. ¡En vano! Así pasó el otoño ventoso. El invierno cubrió la estepa con la alfombra blanca. El Gris Feroz no volvía.
Hasta el otoño avanzado, él se alimentaba de liebres lejos de su lugar natal, tampoco se desdeñaba de cazar ratones. Las marmotas estaban gordas, y él golosineaba de ellos como un zorro. Y después de que nevó, el hambre lo llevó a los invernaderos humanos, a los apriscos.
Ahora vino con pasos quedos, como un extraño. El pelo se le erizaba de ver a la gente.
Una noche tras otra daba vueltas, andaba de rodeos por los cerros nevados, dejando las huellas fugaces de sus talones y garras. El vapor de su hocico un poco rugoso salía a bocanadas. Paraba en el sotavento, y a sus narices se le echaba el espeso olor suculento del aprisco y el ganado, y a los oídos, el ladrido nervioso de los perros. El lobo castañeteaba con los dientes cruelmente. Ahora los perros están tan sensibles como él está hambriento.
A la alta hora de la noche, cuando se levanto la borrasca de nieve, intentó a acercarse al invernadero. Pero los perros insomnes sabían de dónde vendría. Le recibió toda la jauría encabezada por el pío negro, le hizo retirarse.
El viento cesó, cayó una helada. El lobo se puso a bailar, sentándose en las piernas traseras. La capa rígida de nieve le quemaba los talones, las comisuras negras de la bocaza se congelaban, el vientre se le contrajo de dolor por hambre. El lobo subió la colina a trote cochinero. La nieve relucía bajo la luz intensa de la luna. El Gris Feroz se alzó la cabeza hacia el cielo y, al quedar inmóvil, sintiendo una languidez febril que nunca había sentido antes, aulló extendida y melancólicamente.
En seguida, el ladrido desenfrenado se montó en el aúl.
El Gris Feroz no bajaba la cabeza. Y, de repente, de lejos, del Cerro Negro, vino l respuesta no clara y triste. El lobo se enderezó temblando. Alguien le repetía, llamaba. Estiró las orejas, meneó la nariz y se echó a correr precipitadamente a la llamada.
Paró cauteloso a la bajada al barranco grande, temblando del escalofrío. Del Cerro Negro venía bajando una loba blanquísima.
El Gris Feroz no la dejó acercarse mucho. Ella se acercaba, él saltaba atrás, mostrando los dientes y amusgando las orejas. Pero no puso irse. Y cuando ella siguió sus huellas olfateándolo y, luego, se dio vuelta gañendo quejosa de vez en cuando, y se metió la nariz cálida en su bragadura de él, él ya no se movió. La loba se puso a correr silenciosa. Él la alcanzó y la lamió en el pómulo.
Hombro con hombro, empezaron a subir por el barranco, lo corrieron por entero y giraron hacia las viviendas humanas. Al correr sin parar una media hora por las crestas de los cerros, trazaron un semicírculo gigante de las huellas dobles raras, sólo la capa de nieve crujía sonora bajo sus pies. Luego, como si se hubieran acordado, juntos también, se echaron a correr al aúl.
La luna se puso. La noche pasaba. El Gris Feroz y la loba blanca corrieron de una ráfaga atravesando el aúl así como el barranco grande, y los dos vieron como un perro despeluzado se lanzó a correr del montón de nieve amarillenta arrastrando toda la jauría. Era, por claro, el pío negro.
Los lobos galopaban del aúl. El pío negro les pisaba los talones, ladrando desgarradora y forzudamente. La jauría que le seguía iba a estirarse y hacerse cada vez más rara. Entonces, el Gris Feroz moderó su carrera, escuchando el ladrido rabiosamente: el perro reventaba de furia, de ira.
La jauría paró cerca del valle, el perro pío negro también paró y se echó a correr atrás, a la jauría. La loba era la primera en seguirlo.
En la estepa despoblada, es difícil para un perro huir del lobo. Pero, a pesar de quedarse solo, el pío negro no se acobardó. Vivía para pelear contra lobos, y, sin vacilar, la emprendió con la loba cuando el Gris Feroz dio contra él y lo aplastó con su peso. La loba, con el gruñido aullante, clavó sus dientes en la garganta del perro.
Al cabo de un rato, se quedaron sólo el rabo, la cabeza comida y unos copos de pelo del perro. Los lobos tragaron hasta la nieve empapada de sangre.
Al hartarse, se fueron al Cerro Negro y se revolcaron un poco en la nieve limpia.
A partir de aquella noche ya no se separaron. Y a partir de allí la desgracia gris empezó a circular por las cercanías.
Ya por allí, ya por allá, cerca del Cerro Negro y lejos de él, los lobos degollaban las ovejas, mataban las vacas y los caballos, abatían los camellos, cortaban las vidas de los mejores perros centinelas y huían sin sufrir castigo.
De un aúl a otro empezó a divulgarse el rumor malo.
- Es toda una manada, de estos demonios grises, y todos, ¡ni que fueran licántropos!, no tienen miedo del hombre. No tienen nada de miedo – ¡eso es! Su guión es un lobo robusto, alto como un becerro, muy feroz, muy tremebundo... ¡Ni se echa a huir, si se le acerca un hombre al alcance de una porra! De aproximarse sólo, uno ya tiene miedo. La manada ataca de un lado, los overos se echan allí, los perros acosan a los lobos, mientras tanto su guión, del otro lado ya se corre llevando una oveja en su lomo...
Los lobos no se quedaban para mucho tiempo en un lugar. Hoy las vieron cerca del Cerro Negro, mañana, a diez, veinte, treinta leguas al sur, al este. Es bien sabido: el lobo se alimenta de sus pies.
La estepa de allí es de muchos altibajos, barrancos, toda cubierta de matorrales. Observada desde el Cerro Negro, representa un panorama espectacular: como el mar tormentoso, se encorva en oleadas altas, hierve con crestas vellosas. En tales sitios, un lobo se siente cómodo, y el pastor encuentra nada más que dificultades. Es muy fácil acercarse cautelosamente al rebaño, al corral, es fácil acechar, arrebatar un res desmandado. Y es difícil encontrar la pista del lobo gris, es imposible prever de dónde venga saltando como una sombra ahumada y ligera. Y en invierno nevado, si uno lo encuentra, ¡no lo alcanza! Los montones de nieve son profundos. El lobo se escapa por la nieve virgen. La capa de nieve soporta al lobo, pero al jinete, no: el caballo resulta hundido, no corre sino ara la nieve.
Cerca del barranco grande donde habían encontrado muchas loberas, intentaron dejar la carne contaminada, y se arrepintieron. ¿Acaso cogen los licántropos el veneno? Los perros jóvenes tontos del aúl comieron la carne y se quedaron allí mismo, cerca del barranco. Los lobos tampoco tocaron los cadáveres helados de los perros.
Aquel invierno resultó ser abundante para los lobos. El Gris Feroz iba creciendo, ganando el peso, pero, igual que antes, no podía saciar su sed tremenda de carne y sangre.
Sólo para la primavera el hambre parecía cesar un poco, y en sus venas se inflamó para un rato una sed de otro índole.
La nieve en la estepa se hacía mullida, perdía su blancura. En los cerros aparecieron las manchas desheladas, se desnudaba la tierra rojiza enfangada. La juguera desconocida antes dominó al Gris Feroz. Corriendo, andaba en danza, daba vueltas, se meneaba, como un cachorro, junto a la loba. Ella se acostaba para descansar, y el bailaba a su alrededor levantando torbellinos de nieve reluciente, saltaba encima de ella como un atontado, la empujaba con su pecho, brazos, hocico. Ella se adentellaba enfadada, y él la cogía por la garganta y, al mantenerla así un tiempo, dejaba. A veces, la sacudía largo rato sin dejar soltarse. Ella gañía a regañadientes, lo mordía.
A más tardar, ella se suavizó, empezó a olfatearlo y lamer con más frecuencia.
Al norte del Cerro Negro había lagos salados, extensos y poco profundos. Sus costas estaban cubiertas de alfombra espesa de la estipa y el junco. Los sitios estaban desiertos, por algo en el aire sobre las matas está siempre la algarabía pajarera. Era aquí a dónde la loba blanca llevó al Gris Feroz en primavera, cuando las costas de los lagos reverdecieron suntuosamente.
Ahora, él cazaba lejos de su tierra natal. Mientras tanto, la loba no abandonaba la madriguera y se alimentaba de huevos de aves que encontraba en el junco.
Una vez, él trajo un pellejo de cuero de carnero, pero ella no lo recibió, como era siempre, junto a la madriguera. Inquieto, se puso a raspar la tierra con las garras, y ella salió de la lobera agotada, arrastrando los pies.
Un olor fuerte desconocido venía de la madriguera. El Gris Feroz se erizó de forma amenazante, se metió el morro con los dientes mostados en la madriguera y sacó un lobato feúco y débil en sus dientes.
La loba, ladrando desmayadamente, se lanzó a él pero no pudo impedirle. El Gris Feroz batía el lobezno ciego pequeño contra el suelo hasta que aquél se convirtió en un grumo gris sin forma, luego lo arrojó por encima de sí con disgusto.
Cuando se volvió a la loba, ella estaba acostada entre él y la lobera y se la aproximaban y se clavaban en sus tetillas otros lobatos.
El Gris Feroz sombrío, se acostó aparte, relamiéndose.
La loba empezó a salir con él para cazar, pero estaba todavía torpe, gruesa, y se iba a ver su ventregada a menudo. Muchas veces regresaban a su lobera en ayunas, sin presa, entonces, él echaba miradas ávidas a los lobeznos y ella lo mordía, haciéndolo salir fuera de la madriguera.
Una de las madrugadas de abril, cuando los lobatos empezaron a ver, el Gris Feroz y la loba blanca estaban corriendo a lo largo de un lago a su cama (ella, por delante, sin dejarse adelantar, y él, justo detrás de su rabo) y de repente sintieron al hombre. Los pájaros en una nube subieron encima de sus nidos, los caballos trotaban, las cachiporras de pastores se daban contra el suelo... Los lobos se escondían en el junco hasta que el ruido cesó en los alrededores. Y al acercarse furtivamente a la lobera, encontraron nada más que un lobezno con las patas de atrás rotas.
Durante unos días la loba vagabundeaba alrededor del aúl a donde la gente llevó otros lobatos suyos. El Gris Feroz la revocaba en vano. Ella no lo seguía, y ellos fueron notados.
La tierra se hizo más seca, se cubrió de verdín. De comer las hierbas jugosas primaverales, los caballos recuperaban fuerzas rápido. Y así, un día caluroso de cielo azul, los lobos oyeron la persecución ruidosa. Tres jinetes montados a caballos veloces hicieron los lobos salir del barranco grande, aquél que está junto al Cerro Negro.
El Gris Feroz volaba como una saeta. La loba quedó atrás aún en el barranco. Sus tetillas no tuvieron tiempo de endurecerse y estaba pesada al correr. Primero, el Gris Feroz volvió a donde ella, corrió detrás, mordiendo de vez en cuando sus lados, dándola prisa. Ella le dio un gruñido. Miró atrás a los jinetes y, silencioso, se arrojó adelante.
A la salida del barranco hizo un giro brusco y, a saltos flexibles, como una cabra, subió volando por la pendiente del barranco cubierta del escaramujo espinoso.
El Gris Feroz se escondió en las matas, y la loba blanca corría por el lugar descubierto, y los jinetes galopeaban tras ella gritando y ululando.
Al llegar la noche, el Gris Feroz bufando trotó siguiendo las huellas de la persecución. En la quebrada lejana, en la hierba mojada de rocío, encontró una mancha de sangre seca. La olfateó, lamió. Aquí había estado tumbada la loba blanca, aquí se cortaba su olor.
El Gris Feroz se sentó y así, al tensarse el pecho abombado, al encorvarse el lomo pardo, estaba sentado sin moverse hasta que se levantó la luna. Y cuando la luna se levantó, él se puso a aullar sorda y tristemente.
Como petrificado, el Gris Feroz estaba sentado en la quebrada hasta el amanecer. Un poco antes del amanecer, se levantó bostezando. El hambre le enfriaba el vientre.
Todo el verano correteó por la estepa a solas, aterrorizando los rebaños y los aúles. No cesaban los salteos nocturnos, y los pastores maldecían su suerte. Decían que un lobo gris de lomo pardo andaba cerca del Cerro Negro, los lagos salados y en toda parte de las cercanías, y en un verano mató más de una media centena de corderos y terneros. ¡Ni que tuviera el vientre sin fondo!
Dos veces, se ponían a perseguirlo a caballos descansados acompañados de perros fugaces, y las dos veces tuvo suerte de escaparse. Con la barriga llena era un tragaleguas, ¡bandido!, e infatigable. El lobo no corría, volaba, deshonrando a los hombres audaces del aúl.
De día, se escondía en lo espeso oscuro del juncar, en los lagos pantanosos, y de noche, nada le podía parar: ni el grito de un hombre, ni el ladrido de perros, ni disparos y fuego de las escopetas. En vano gastaban los ovejeros un cartucho tras otro, apuntando la sombra gris, en balde cantaban las bolas volando encima de las manadas, - el lobo sano y salvo regresaba en cuanto el eco se apagaba en las tinieblas de la noche.
En aquel verano el Gris Feroz engordó. EL pelo espeso se le estaba como las espinas de un erizo, pero el vientre estaba encogido y no tenía una hora de descanso.
Adquirió la costumbre de seguir las caballadas. Al acercarse cautelosamente a una cría, la agarraba por la cola corta y así la sujetaba que ella no pudiera moverse del lugar. El potrillo intentaba escaparse a todo poder; el lobo lo soltaba bruscamente y aquél daba un tumbo. El lobo se arrojaba sobre él, sus dientes se clavaban en la garganta de la víctima.
El otoño corto y lluvioso pasó rápido, y, de nuevo, las borrascas de nieve de muchos días empezaron a bramar, cubrir la tierra con las capas espesas.
Una noche fría y clara, el Gris Feroz dio de sorpresa con una manada grande lobos en la cumbre lisa de un cerro. Levantando montones de polvo de nieve, la manada chocó con él y lo rodeó. El Gris Feroz se encontró nariz a nariz con el líder, una vieja bestia enorme con el hocico vaporeando en la atmósfera fría.
Pero la manada entendió en seguida que no habían encontrado a la presa sino al dueño de estos sitios. Con el rabo entre las piernas, haciendo sentadillas, el Gris Feroz castañeteaba con sus dientes de hierro. Era dos vez más joven que el líder pero era igual de estatura y peso; ningún lobo de la manada no tenía los lados tan llenos y lisos.
Las lobas eran las primes en acercárselo y olfatearlo al Gris Feroz. Luego, los lobos más jóvenes se aproximaron recelosamente.
El líder fue el único a quien el Gris Feroz de se dejo olfatear, tampoco aquél lo dejó arrimarse. Los advenedizos se revolcaron en el montón sólido de nieve, tragaron las bolas heladas de nieve. El Gris Feroz hizo lo mismo. Y se fue con la manada junto al líder.
Para la mañana empezó a ventiscar. El Gris Feroz trajo la manada a una caballada. Desmandaron una potranca, la hicieron entrar en un montón profundo de nieve, y el Gris Feroz la derrumbó como lo había hecho con el pero pío negro antes. Los lobos se arrojaron a la yegua por todos los lados. El Gris Feroz, según su costumbre, se clavo en un brazuelo y se saltó atrás al sentir el golpe duro de los dientes en su hombro. A su lado, mostrando sus dientes, estaba el líder: El Gris Feroz había tocado su parte principal de la presa.
No obstante, no tenían tiempo para pelearse – el caballo iba desapareciendo vaporeando. Los lobos jóvenes hincaron los dientes en el vientre hasta sus orejas. Las lobas zamarreaban el cadáver empujándose y gruñendo. El Gris Feroz y el líder volvieron al círculo estrecho.
Sólo ellos dos quedaron sobre la última pierna trasera. Los demás, a respetuosa distancia, al ponerse sus cabezas sobre los pies, los miraban arrancar la carne, romper los huesos del caballo con roznido. Ambos, ensuciados de sangre hasta los ojos, se apartaron al mismo instante, respirando con dificultad, mirando uno al otro de reojo y con recelo.
Se acostaron en separado en el centro de la manada. Las lobas daban vueltas alrededor del Gris Feroz. Él no apartaba sus ojos verdes del líder.
Los dos guiaban la manada un par de noches más, cabeza a cabeza, y si uno adelantaba por medio paso, el otro le daba un mordisco en el lado o en la pierna.
Las noches fueron claras, sin viento, hambrientas. En la garganta muda del Gris Feroz hervía la rabia.
Los lobos pasaban a lo largo de un barranco cuando una liebre se lanzó corriendo justo de sus pies. La liebre brincó y corrió de un lado para otro ante las narices de los lobos una legua o más hasta que fue atrapado. El Gris Feroz y el viejo líder la pillaron al mismo tiempo y rompieron en dos partes iguales. La manada quedó mucho detrás de ellos.
Ambos tragaron con avidez sus partes y en seguida se arrojaron uno al otro. La nieve y los cadejos de pellejo se pusieron a volar fuera en abanico. El castañeteo de dientes intermitente rompió el silencio.
Dos lobos feroces se atarazaban al ponerse de pies traseros, enredándose con los delanteros, recavando el montón de nieve bajo ellos. Se separaron para un segundo. El líder gruñía, estaba por acabar la pelea así. Pero el Gris Feroz se ingenió para cogerlo en silencio un poco por debajo de una oreja, en una maniobra de perros, así cogen los perros lobos. Lo dobló y aplastó con su peso y, sin divagar, se clavó sus dientes en el morillo fuerte. Apretó los dientes como alicantes y rompió el cuello al lobo.
El viejo líder estaba tumbado en la nieve señalando los dientes sin poder hacer algo ya. Al fin, la manada llegó y en seguida dejó nada más que huesos comidos del muerto. El lobo no se compadece de uno tumbado: ni del ajeno ni del suyo.
De día y de noche los pastores no se apearon pero no podían preservar sus manadas. El terror y el salteo eran extraordinarios que nunca habían conocido cerca del Cerro Negro. Los lobos abatían todo el ser vivo ante los ojos de los manaderos.
El Gris Feroz guiaba su manada de un invernadero a otro del anochecer al amanecer. Los lobos engordaron rápido, ganaron peso pero el líder no les dejaba dormir mucho. Daba golpes, mordiscos hasta a las lobas, y las lobas daban prisa a los lobos jóvenes. La manada se desprendía de su cama y corría por la estepa como una avalancha.
Y había un caso cuando la manada gris asaltó a un hombre. Un viajero solitario iba en el trineo por el camino trillado. Rara vez que un lobo se atreviera a acercarse a tal camino, cruzarle, y en especial, cuando un hombre iba por él. El Gris Feroz no vacilaba mucho, apretó las orejas a la cabeza y se puso a correr tras el trineo.
El caballo se puso a correr a todo poder. La manada lo alcanzó, hizo girar del camino a un montón de nieve. El trineo se atascó, el caballo se hundió hasta el pecho y los lobos lo montaron en una banda gris.
El viajero, enloquecido de asusto, rodó abajo del trineo y se echó a correr por la nieve profunda. El Gris Feroz dio un salto por encima del trineo y se lanzó a perseguir al huidizo a salto ligero. Las lobas se echaron en seguida a su líder.
El Gris Feroz, como si jugara y se probara a sí mismo, dio un rodeo y se puso en el camino del hombre. Las lobas pararon en espera a la espalda del bípedo condenado, desamparado sino aún inviolable. ¿Lo tocará el jefe gris de la banda? ¿Lo derribará haciendo acuclillarse?
La gente lo salvó. Desde el cerro cercano se oyeron el vocerío y zapateo. Dos jinetes galopeaban por la carretera bajando al valle y silbando estridentemente.
El Gris Feroz se contrajo el labio superior y, volviéndose atrás, se echó a correr cada vez más rápido huyendo por la nieve virgen. La manada se desprendió del caballo destrozado y se disipó en la estepa crepuscular barrido por remolinos de nieve.
Había una vez más cuando el Gris Feroz se trabó con un ser humano – al descubierto.
Era de día. El escalofrío paralizó la estepa. El cielo azul tirando a blanco estaba cubierto de la neblina chispeante tras la cual asomaba el ojo purpúreo, rojo sangre del sol lúgubre. Las nieves resonaban.
Los lobos, enjorobándose, haciendo sentadillas y así como vaporeando en la atmósfera fría, se acercaron muy junto al aúl. Y de repente, de la extremidad del invernadero salió el camello y marchó inestable directamente hacia la manada. Entre sus jorobas había un ser humano, estaba solo, y su cabeza estaba envuelta de algo blanco, y esto era una prenda femenina. El Gris Feroz se puso en guardia.
El camello no es un caballo, y su jinete no es un pastor, ni un manadero. Los perros estaban ladrando sin meter sus narices fuera del aúl. La manada quedó inmóvil, saboreando de antemano una presa fácil. Sin embargo, el camello se levantó la cabeza belfa y corrió hacia la manada a trote cochinero ancho. Los lobos empezaron a menearse, tropezando uno contra el otro, y se echaron a la desbandada del camello a la estepa.
¡Qué camello tan extraño! ¿A dónde corre? ¿Por qué no tiene miedo? Y el jinete también es extraño, no grita, no silba, no agita las manos.
Los lobos se huían sin volverse. El Gris Feroz huía también. El camello paró, resollando ruidosamente. El viento quemajoso de enero agitaba los mechones pardos sucios en sus lados. La mujer estaba sentada entre sus jorobas sin moverse, sólo el pañuelo en su cabeza se hinchó como una bola blanca.
Todo el pelo del Gris Feroz se levantó de punta. Se quedó clavado, se estiró el hocico frentudo de orejas agudas, olfateando.
Nada especial... El bípedo no le asustaba, era él que asustaba a los bípedos apenas llegó a crecer, aún en el aúl. Y aquí, en la estepa abierta, él, el lobo gris, era el más terrible de todos.
La manada se disipó, los lobos se vislumbraban lejos, en los cerros, en la niebla fría radiante. El Gris Feroz se quedó. Y cuando el camello volvió a alzarse la cabeza y andar hacia él, el lobo empezó a correr a trote despacio hacia los cerros con la cola baja, como si barrera con ella la nieve, llevando al jinete más allá del aúl, más cerca a la manada.
En cuanto el camello para, el lobo se sentaba sobre su rabo en seguida. Si el camello se ponía a trotar, el lobo también trotaba delante de él. La distancia entre ellos iba reduciendo poco a poco. El Gris Feroz se preparaba con paciencia y frialdad.
Por fin, el aúl desapareció detrás de la ladera nevada, y la manada, ¡aquí está!
El Gris Feroz se enderezó e hizo lo mismo que en la víspera con el viajante solitario: a brincos, jugando, corrió alrededor del camello cortándole el paso al aúl. El camello se cambió de pie sin moverse adelante, bramó rechinante, y el Gris Feroz vio toda la manada, envalentonada, echarse del cerro al bramido.
En cambio, no se dio caso de que un palo liso negro con el ojo fijo en su extremo apareció de repente, no se sabe de dónde, y resplandeció al sol.
Y tronó desde el cielo raso invernal. El eco estrepitoso comenzó a dar saltos por los cerros. Una avispa invisible de plomo se hincó en la pierna del lobo y la atravesó quemando. El Gris Feroz por primera vez dio su voz. Al exhalar un gañido iracundo, se mordió en la pierna y cayó dando una voltereta lo que no le había pasado hasta aquél día.
Al levantarse bruscamente, el Gris Feroz alocado se puso a escapase a sus tres pies fuera del camello. Las manos humanas heladas no tuvieron tiempo para recargar la escopeta, y el lobo se escondió en la quebrada. Un hilo largo del goteo bermejo se extendió acompañando las huellas de tres patas.
El Gris Feroz saltó con gran esfuerzo hasta el barranco grande cerca del Cerro Negro y se cayó en la nieve. La pierna que la bola atravesó ardía como si la hubiera quemado con un tizón. El lobo empezó a relamer la herida de fuera y del lado de bragadura, estremeciéndose cada minuto y aguzando los oídos con estrépito.
La manada se fue y ya no tenía vuelta a estas tierras. Y eso era bueno que estuviera lejos y que los lobos jóvenes no olieran su sangre fresca, no lo vieran tumbado sobre la nieve roja, ¡de otra manera le desquitarían rápido!
Tampoco se oía la persecución. EL camello extraño no siguió sus huellas, pero El Gris Feroz tenía miedo de otra cosa. Esperaba que le persiguiese el ladrido perruno y el pataleo de caballos.
La gente se atrasó, tardó bastante en reunir la perrada. Los perros no querían salir del aúl, presentían la llegada de una ventisca glacial larga.
El frío no remitía y el viento se hacía más fuerte. La estepa empezó a gemir. Y en el espacio de la estepa, de la tierra hasta el cielo, se colgaron las colas nevadas.
El Gris Feroz se levantó lento. Al mirar atrás, de soslayo, a tres pies, de vez en cuando estirando la cuarta convulsivamente, saltó hacia las matas del junco, a los lagos salados.
Durante tres días, sin parar, gemía a cien voces la borrasca de nieve en la estepa, y no se podía distinguir el día de la noche. Durante tres días el Gris Feroz no asomaba las narices del junco cubierto de nieve. Se enterró en el montón de nieve, se clavó la nariz en la cola, y la sangre no se le congelaba en las venas, lo calentaba mejor que el hogar en la yurta.
El lobo gris perdió carnes, aflojó, pero la herida en su bragadura, desgarrada y oblicua, sobresanó, coagulo.
Al llegar la cuarta noche, salió de debajo de la nieve y, cojeando mucho, fue a la estepa. Al andar un poco, llegó a calentarse y la cojera se hizo menos notable, pero el dolor no templaba.
En toda una semana no comió nada. Buscaba algún animal mortecino pero sin resultado. Sólo a finales de la semana tuvo suerte: dio con una yegua desmandada con un potro, desgarró el potro, se acostó a su lado y lo zampaba toda la noche sin hacer pausas. Vomitaba y zampaba, vomitaba y zampaba, recogiendo la pierna herida que se le envaraba con el frío, bajo su barriga hinchada.
Pasó una semana más. La pierna se le curó más y lo molestaba con menos frecuencia. Empezó a correr más rápido y recobró su valentía. Sintió el deseo de volver al Cerro Negro.
Con el atardecer se acercó al aúl en que había crecido, y paró en la cresta del cerro con el pelo de punta desde la nariz hasta la cola. El camello no se veía en el aúl. Ni se oían los perros: estaban con los rebaños y caballadas en la estepa. El Gris Feroz se puso a rastrear por los sitios y las sendas conocidos, barloventeándose la nariz húmeda.
Desde lejos vino un olor vago y sabroso de las ovejas. El Gris Feroz se arrugó el labio. En el horizonte, entre la luz amarillenta del alba, se vislumbraba una figura alta del jinete. El grupo pequeño de ovejas se apretaba a los pies del caballo. El ovejero las llevaba al redil.
El lobo se echó para atajar, escondiéndose tras los altillos y las lomadas. Salió, como siempre, brusco y de improviso, pero el ovejero lo vio en seguida y de repente gritó con voz fina, infantil, desesperada pero imperiosa.
El Gris Feroz paró bruscamente, sentándose sobre la cola y arando la nieve con los pies. Un chico adolescente estaba montado a caballo, tenía una porra de pastores que era larga para sus manos.
¡Un chico!.. El lobo no lo tenía miedo.
Mostrando los dientes con rencor, el Gris Feroz se arrojó para un lado para darle vuelta al pastor pequeño, y se acercó a las ovejas que balaban lamentablemente y se apretaban una a otra. Este balido y apretura excitaban al lobo. Ante él se presentaba la presa fácil, los huesos blandos, sangre abundante. Pero el chico empezó a espolear el caballo con sus talones a todo poder, subió la cachiporra pesada e incómoda sobre su cabeza y se puso a galopar directamente hacia el lobo.
El Gris Feroz tuvo que volver a rehurtarse del rebaño. EL chico seguía gritando sin parar. Y algo incomprensible en los gritos pueriles abrumaba y asustaba al lobo. El lobo corría, el chico lo perseguía sin dejarle aproximarse a las ovejas. Al levantarse en los estribos, sacudiendo la porra, gritaba a voz en cuello, ahogándose:
- ¡...ok...erek! ¡...ok...erek!
El lobo dio una dentellada y se aceleró.
El chico era un jinete diestro y arreaba el caballo arrendado desesperadamente, le daba palizas, pero se veía atrasar. El Gris Feroz se escapaba, y el chico alzó la mano y lanzó la cachiporra en pos del lobo como una jabalina.
La porra chocó contra la pierna herida del lobo con su extremo obtuso y rodó por la tierra cubierta de hielo, dando saltos y resonando. El Gris Feroz clavó sus dientes en ella con rabia y la rompió en dos. Luego, se dio vuelta y, al amusgar las orejas y arrugarse el labio, como si sonriera con su sonrisa lobuna feroz, se lanzó silencioso al chico. Saltó y lo tiró por el faldón de la zamarra. El caballo se hizo atrás con relincho asustado, y el chico salió volando de la silla y se dio contra la tierra, contra el hielo, con su espalda y la nuca tanto que la gorra se le cayó y rodó por la pendiente blanca.
La última cosa que vio el chico era la oreja conocida del lobo que había sido rasgada junto a la sien en una pelea con los perros cuando el lobo gris había vivido en el aúl.
El chico estaba ya muerto cuando el lobo pasó como una tormenta por encima de él y haciéndole de paso una cortadura en la mejilla con su colmillo.
Ya era de noche cuando recogieron el cadáver del chico, lo llevaron al aúl y colocaron junto al hogar en la yurta.
La abuela vieja se sentó a sus pies.
- ¡Potrillo mío, - repetía la abuela, - potrillo mío!..
Y sus ojos secos de topo no pudieron derramar ni una lágrima deseada.
Entonces llegó el tiempo del cazador Jasén, bien conocido en aquella tierra, con su galgo de color blanco rojizo.
Jasén cambió un caballo por su perro en la ciudad de Semipalatinsk. El perro tenía la calva blanca pequeña con cuatro rayos iguales, por eso el amo lo llamó el Astro Blanco – “Akkaska”.
Akkaska tenía mucha fama, todo el mundo lo conocía, y había gente que creía que el perro procedía del perro legendario decantado que pertenecía al batir Boguembay de la tribu kanzhigalí.
El perro era de pura sangre, soberbio y colérico. Cuando le daban de comer, cogía la carne con gruñido. En los campamentos, Jasén lo ataba con cadena, el perro no dejaba aproximarse a nadie sino a su amo sólo. Los perros sin linaje del aúl esquivaban Akkaska y lo ladraban desde lejos. Akkaska no les hacía caso, bostezando perezoso, estaba acostado en la barriga como un tronco horas enteras, apoyando el hocico largo en los brazos largos, y sólo durante la caza se encendía, adelantaba cualquier caballo con ligereza y ladraba alto, terrible. Sus ojos brillaban como los de un lobo, pero el brillo no era verde sino bermejo como la brasa.
Unos días Jasén vivió con los manaderos, aprendiendo los hábitos del Gris Feroz, preguntando por él. Los hombres pasaban las noches en las cabañas. Y todas las noches, alrededor de los fuegos, no cesaban las discusiones acaloradas sobre el lobo solitario que lo había matado a Kurmash. Pero Jasén no oyó nada de nuevo, inesperado para sí.
Decían que el lobo era frenético. Decían que no era nada de lobo sino una hiena. Pro eso tenía un apetito tan extraodinario. Jasén no creía en estos cuentos.
- En un lobo, - decía él. – ¡Y no se da de comer heno a un lobo!
Los manaderos se reñían, proferían amenazas:
- ¡Eh, si lo pillamos!.. Jasén se reía:
- ¿Y qué vais a hacer? ¿Lo despellejaréis?
Lo único que le tocó a Jasén a lo vivo eran las palabras amargas del padre de Kurmash. En la tumba de su hijo dijo al cazador:
- Eres un hombre corrido... valiente, empeñado... De verdad, es difícil coger al hombre lobo este. Pero, si no lo matas, qué sepas: no eres mi familia ni eres un dzhiguit, nadie te necesita y tu perro no vale para nada. Entonces, no aparezcas ante nuestros ojos.
Jasén decidió reunir a los manaderos para organizar una batida. De otra manera, no saldría nada. Y no se vio obligado a persuadirlos...
Por la madrugada, en víspera de la batida, no dio carne a su perro; puso una escudilla con la sopa de queso de oveja seco y desmigajado. Akkaska la comió rápido y no quitó los ojos de su amo. El perro inteligente comprendía: habrá una caza, grande, importante, un acosamiento peligroso.
- Venga, Akkaska, - dijo Jasén, sacudiendo una oreja del perro, - o tú lo matas, o al revés, no hay otra manera. El hijito Karmash muerto viene con nosotros por tercero...
Akkaska miraba a los ojos de su amo atentamente, meneando el rabo rubio impacientemente.
Salieron a la estepa, y Jasén soltó al perro para que desentorpezara las piernas, se calentara el pecho. Akkaska corrió a saltos enormes por las nieves azuladas en el crepúsculo matutino.
Jasén dividió a la gente en unos grupos y la mandó a diferentes direcciones, luego, subió con Akkaska a la cumbre rocosa de un cerro solitario abierto para todos los vientos. Los cazadores se distribuyeron los perros del aúl y se marcharon. Jasén tendió un fieltro espeso entre las piedras agudas, hizo a Akkaska acostarse encima y se acostó al lado sobre la nieve, sujetando al perro por el collar.
Akkaska estaba acostado tranquilo bajo la mano del amo, sólo las orejas se movían constantemente de un lado para otro como dos veletas. De todas las partes venían las voces llamativas, el ladrido caótico de perros desgarrado por el viento.
De repente, Akkaska se levantó sobre los pies delanteros sin obedecer a la mano de Jasén y mirando atentamente hacia una quebrada tranquila. En aquel momento el perro parecía un águila, sentado en la roca, en busca de una presa. Pero durante mucho tiempo todo era vacío y tranquilo en la quebrada, y los gritos de la gente y el ladrido de perros parecían alejarse más y más. Era poco probable que los cazadores vieran al lobo, que el gris andaba invisible en su círculo. Akkaska se jorobó desacostumbradamente, se bajó el hocico. ¿No estaría distraído por alguna liebre? Al perro galgo le gustaba cazar liebres.
No. Akkaska no erró. El lobo apareció de sorpresa sin hacer ruido dónde lo esperaba el perro, - en la quebrada nevada, tranquila y desierta. ¡Aquí está, este pícaro! Allí había muchos montones de nieve movediza, inestable – nieve virgen. El caballo no podría seguir las huellas, se hundiría hasta el pecho.
EL lobo corría al trote, velozmente, pero sin prisa, con cuidado, y Jasén se mordió el labio en un minuto de duda mirando de reojo a su perro. El lobo gris estaba en su plena fuerza y, de lejos, parecía un potro atabanado con el hocico de lobo. ¡Un hombre lobo, ni más ni menos!
El lobo iba de barlovento y no podía oler al cazador y al galgo. Pero Jasén no esperaba que el animal se aproximara a la distancia de fuego de puntería y soltó al perro diciendo: “¡Venga... Cógelo!” – y corrió a dónde su caballo detrás de la roca.
El Gris Feroz en seguida, a primera vista, evaluó la estatura y la fuerza del galgo blanco rojizo. No se podía huir de ese perro. El perro corría volando hacia él del cerro con el rugido sonoro, atronador, era carniseco y dos veces más grande que el perro pío negro. Detrás del galgo, entre las piedras, como entre las jorobas del camello, surgió para un instante un hombre con un palo negro liso. El lobo estaba rodeado por una batida ¡Rápido!
El perro y el lobo se chocaron en la pendiente nevada, y el perro derribó al lobo con impulso pero también cayó rodando sin poder mantenerse. Los dos saltaron de pie, se clavaron los dientes uno en el otro y se separaron con las bocazas en sangre respirando roncamente. Chocaron dos cabezas de hierro...
El Gris Feroz emprendió unos ataques al perro y cada vez recibía una dentellada grave y bien apuntada. A pesar de ello, el lobo se ingenió, se puso más alto que el perro en la pendiente y lo cogió por debajo de la oreja, como lo había hecho a comienzos del invierno con el viejo líder de la manada, pero Akkaska no se dobló, sacudió al lobo con fuerza y se escapó dejando un mordisco de su pellejo en su dentadura. El Gris Feroz entendió que esta contienda no acabaría pronto. Mientras tanto, el jinete ya galopeaba del cerro, gritando apasionadamente:
- ¡A él! ¡Cariño, a él! ¡A-akkaska-a!
El Gris Feroz dio un gañido corto y se lanzó a raja tabla.
El perro y el lobo volvieron a clavarse los dientes uno en el otro tanto que se echarían las chispas si hubiera sido de noche. En aquel instante, Akkaska, sin preservarse y recordando sólo lo que le había gritado el hombre, se metió su nariz directamente en la boca del lobo y cogió a la bestia a machamartillo por el maxilar inferior.
Ahora nada les podía separar: el perro mordía el maxilar del lobo, y aquél, el del perro, y ninguno no podía abatir al otro.
Jasén llegó por fin. Su caballo bailaba bajo él, enarbolándose. Las manos de Jasén bailaban también. Arrojó el fusil, bajó de la silla, sin cuidarse tampoco, saltó con todo su peso en la espalda del lobo concreta como una piedra. Le metió el cuchillo ancho bajo su escápula.
Akkaska se soltó su hocico desgarrado de la boca adentellada del lobo y se apartó. Estuvo de pie un rato y cayó en el pecho. A su frente estaba acostado el Gris Feroz.
Los cazadores empezaron a llegar, y uno de ellos clavó el mango del látigo en la dentadura del lobo abriendo la bocaza roja-negra, y todos se sorprendieron por lo grande que era.
- ¡Es un diablo!.. – dijo uno retrocediendo.
- ¡Kokserek! – dijo Jasén, examinando las heridas de Akkaska con cuidado.
El cuerpo del lobo fue traído al aúl y arrojado junto a la yurta de Kurmash, y la abuela vieja reconoció al Gris Feroz, como Kurmash lo había hecho, por la oreja rasgada.
- ¡Kokserek! – dio un grito la abuela retorciéndose las manos. – Tres veces maldito... ¿No tienes vergüenza? ¡Chupasangre!
Y dio una patada a la boca antreabierta del lobo con su pie débil.
1929