I
En los últimos días Kulpash se encontraba particularmente mal. Toda su ropa era envejecida, remendada, trapienta, y el zamarro pudrido con piquetes parecía todo a un trozo de piel de oveja inveterado. La cabeza estaba envuelta con un pañuelo rozado, descolorado, que en su tiempo era hecho de edredón, pero éste tampoco le daba calor. Y su cara – hinchada, ajada, de color gris – parecía idéntica a un ordeñadero hecho de cuero. Acurrucada por el frío, respaldada contra el horno enfriado en el cuchitril de la chavola, estada sentada ensimismada, con sus pensamientos lúgubres. A su lado estaba hecho un ovillo su hijito Kali, envuelto en un abrigo de piel también trapiento.
El viento glacial, penetrando por todas las grietas, baila libremente en la chavola. Estaría bien encender el horno, pero no hay leña. Y no hay dónde conseguirla. En la casa no hay nada ni para un amparo. Ya hace seis meses largos invernales que los hace sufrir el hambre, y ya es el tercer día que sólo toman agua. El marido – Maktym, el sostén de la familia y la única esperanza – anda por los aúles, pide limosna. Se marcha tempranito y vuelve tarde. Y muy a menudo viene vacío... Pero durante todo el día Kulpash se consuela con las esperanzas que tal vez este mismo día buena gente le dé aunque sea alguna cosa. Esta espera y esperanza se le hizo costumbre. Ya se le hundieron las mejillas, y la cara se le hizo ajada y amarilla, ella ya empezó a hincharse, pero todavía tiene esperanza en algo.
Hasta este tiempo se cuidaba más de su hijo que de sí misma. Cualquier cosa que conseguía a fuerza de pedir, de rogar de los vecinos – sea una sopa, sea un caldo – antes que nada la solía dar al niño. Pero últimamente esto también desapareció. En el aúl según se dice casi todos están con el alma en la boca. Estos días la gente muy rara vez comparte su último pedazo. Si uno llegue inesperadamente a alguna casa cuando allí están comiendo, en seguida todos se hacen un ovillo y le miran de reojo al visitante. Estas miradas la hacen sentir especialmente cohibida. Tanto en los días llenos como en los días de hambre a ella siempre le daba vergüenza de mirar en la boca de otra gente. Y es por eso que en este tiempo casi no visitaba a los vecinos. Sí... hace tres días que no tiene ni una miaja en la boca. Su tripería le parecía haberse pegado al espinazo, bailaban ante sus ojos unos círculos negros, el corazón se apretaba en el pecho. Fue apoderada por el entumecimiento agonizante. Pero más que su propio hambre le inquietaba el hijo pequeño. De vez en cuando ella lo miraba torpemente, y entonces se lanzaba de su pecho un gemido:
- ¡Oh dios!.. ¡¿Por qué pecados nos castigas tanto?!
Estaba ahogando en sollozos. Las lágrimas grandes, calientes corrían por el cuello del zamarro endurecido, trapiento...
II
Pero además del hambre, otro pensamiento obsesionante le perseguía insistentemente a Kulpash. Hacía dos días que la torturaba. A principios del invierno su único caballo fue robado, ya no había nada con qué alimentarse, y entonces Maktym se marchó a pie para pedir limosna. En estos días la hermana uterina de Kulpash la visitó y entabló esta conversación.
- Ya sufriste bastante con este despistado, – empezó ella. – Ya es tiempo para que vivas sin pobreza y privaciones. El año que viene va a ser duro. Ahora cúidate de tí, piensa en el calor y en la comida.
Raushán ya encontró a un hombre que tenía que beneficiar a su pobre hermana. Era Zhumagazy.
- Tiene unas cinco decenas de reses, – le dijo sobre él, – no hay nadie más rico en todo el aúl. Su mujer murió. No tiene hijos. Este año cumplió cuarenta años. Si te cases con él, ya serás khan y biy[1], – decía Raushán.
En aquel entonces, a principios del invierno, el hambre todavía no se dejaba conocer tanto, y además, de vez en cuando se conseguía alguna cosa de los vecinos y de los habitantes del aúl, y por eso sólo al pensar en eso – en abandonar a su marido – Kulpash se sintió cohibida.
- ¡Qué estás diciendo, Raushanzhán! – exclamó espantada. – ¿Cómo te atreves a decir esto?
Pero al pasar dos o tres meses el hambre que seguía clavando a toda su familia causaba ya mucho más dolor. Ya no había nada que comer. El pequeño Kali lloriqueaba más y más frecuentemente. Y mirando al pobre niño Kulpash se desesperaba tanto que de vez en cuando se acordaba sobre la propuesta de la hermana. Ella no decidió todavía si podía casarse con él o no, pero ya no era capaz de eludir este pensamiento.
Y entonces sobrevino de nuevo Raushán, vió a la hermana y empezó a llorar.
- Pero es verdad que vas a morir de hambre, pobrecita... ¡¿Pues qué te he dicho, eh?!
Kulpash no contestó. Las dudas estaban luchando en su alma. Un pensamiento cruzó su mente: “Si me case con Zhumagazy, ya tendré ropa, calzado, comida... Y Kali, mi niño, va a olvidar sobre el hambre...” Además pensaba: “¿Y cómo voy a abandonar al marido? ¿Acaso no tendré que pagar pos sus lágrimas?” Ya de por sí le daba vueltas la cabeza, y con estos pensamientos hasta se podía volverse loca.
Al ver que Kulpash se había cansado y ya no le opinaba con tanta determinación Raushán se hizo más persistente:
- Con un marido como este no vas a durar mucho. Y nosotros no te podremos ayudar, ya que nosotros mismos dependemos de Zhumagazy... Pues atrévete hasta que se haga demasiado tarde.
Kulpash respiró:
- ¿Y qué voy a hacer con Kalizhán?
- Oybay, hermanita, ahora no se trata del niño. Primero piensa en tí. Luego de alguna manera vas a llevarte al chico.
El hecho que en este momento Kulpash no se acordó de su marido sino solamente del niño ya hablaba de su decaimiento, desesperación, desolación. Raushán (y ella había sido mandada en secreto por el mismo Zhumagazy), al notar que la hermana estaba dudando, empezó a ensalzar de distintas maneras su vida futura:
- En la casa del bay hay todo lo que tu alma pueda desear: cecina, y chorizo de caballo, y kazy[2] puro... Siempre tienen pan en el dastarkhan[3]. Cuando mi marido se pone a hablar de tí en presencia del bay, éste hasta se agita con impaciencia, hasta chasquea los labios. “Yo, – dice, – no quiero una mujer mejor que ella”.
Simplemente por estas palabras solas – “cecina”, “kazy puro” – se le encogieron los labios. El hambre insufrible le ofuscó todos sus sentimientos y voluntad. Le saltaron las lágrimas, ella estaba a punto de exclamar: “De acuerdo...”. Y no se contuvo, como en un ataque de histeria.
- ¡Ay, cariño!.. ¡Querida mía!.. Hagan conmigo lo que quieran... no puedo más... No pue-edo-o-o, – sollozaba ella.
Movió Kali bajo el abrigo trapiento.
- Mamá, – llamó en voz débil.
- ¿Qué, niñeta mía? – contestó Kulpash.
- ¿Mi padre vino ya?
- Eh, cariño... ¡Que lo trague la tierra, al padre tuyo!..
III
Maktym no regresó todavía desde que se había ido por la mañana. El sol ya se estaba poniendo, el viento se calmó y la ventisca cesó. Los rayos del sol asomaron de debajo de las nubes y penetrando por la ventanilla deslucida solearon por un rato toda la chavola sombría hasta el umbral, y el marido no vino todavía.
Kulpash estaba sentada cerca del horno. Hecho un ovillo, Kali estaba pegado a ella. Y como si despertada de los pensamientos graves, ella respiró hondamente. Así suelen respirar las mujeres por la tarde, cuando es tiempo de encender el horno y preparar la cena. Pero no eran esos recuerdos que en aquel momento le inquietaban y torturaban a la pobre Kulpash. La ansia y la pena han paralizado y estaban abrumando a la desgraciada como una enfermedad incurable. Raushán consiguió turbar el corazón puro y fiel de Kulpash. Y para el colmo, el hambre con ojos vacíos se enganchó sin piedad en su garganta. En un arranque de desesperación ella se atrevió a hacer una cosa en la cual ni podía pensar poco tiempo atrás: consintío dejar a su marido y casarse con el otro, que antes ni lo veía en las pesadillas. Entonces, mañana se va. ¿Pero cómo? ¿Simplemente va a abandonar la casa? ¿Va a separarse para siempre de su marido? Kulpash ni lo podía imaginar.
Después de que Raushán se fue ella estaba pensando en su marido sin parar. Se acordó cómo él había venido a pedir su mano. Eso fue en verano, y fue entonces cuando lo vió por primera vez. En aquel entonces era Maktym guapo y garboso: un dzhiguit de cara gris, con nariz aguda, cuerpo grande, cejas parleras, un poco cargado de espaldas. A ella le gustó a primera vista. Y así siguió entre ellos.
Paz y armonía reinaban en su vida. “Sólo la sepultura nos va a separar”, – decían ellos uno a otro. Apenas Maktym salía de la casa para un rato, Kulpash ya estaba como alma en pena. A veces se atormentaba en la espera. Y ahora decidió abandonar a su Maktym. ¡Oh, mala suerte! ¡Oh, maldita pobreza! ¡Cuántas lágrimas corrieron por su culpa! ¡Cuántas desgracias!
Otra vez prorrumpió en sollozos Kulpash, Kali movió bajo el abrigo.
- ¡Mamá!
- ¿Qué, niñeta mía?
- ¿Vino el padre?
IV
Se oyeron unos pasos detrás de la pared, después relinchó la puerta. Apareció al umbral un hombre en un abrigo de piel corto, endurecido, en un gorro con orejeras viejo, congelado, en unas botas destaconadas, remendadas, desgastadas hasta hacerse blancas. En el cuello tenía colgada una bolsa flaca. Sus mejillas estaban hundidas. No era un hombre sino su sombra miserable, mezquina.
Kulpash miró rápidamente al marido y bajó la cabeza. Kali se asomó de debajo del abrigo:
- ¿Has llegado, padre?
- He llegado, cariño, he llegado...
A Maktym le empezó a temblar la mandíbula. Apenas arrastrando los pies, tronando con las botas congeladas, se acercó cojeando a un apoyo en el centro de la chavola y se arrodillo sin fuerzas.
Dando traspiés, Kali se dirigió a él. Sus ojitos examinaban ansiosamente la bolsa flaca en el cuello del padre. Se acercó, extendió las manitos.
Maktym empezó a llorar:
- ¡Hijito mío, cariño!.. No... no... no hay na-ada...
Kulpash también se puso a llorar.
El chico respiró como un adulto, volvió tambaleándose al horno, se envolvió en el abrigo y se pegó a la madre sin decir nada.
Guardaban silencio durante un tiempo largo. La oscuridad densa envolvió la chavola pobre. Maktym seguía sentado respaldado contra el apoyo, abatido, desastrado hasta más no poder.
Kulpash se entregó a sus reflexiones interminables, ansiosas. De repente ella como si se haya despertado, levantó con susto la cabeza.
- ¡Eh! – llamó al marido.
Su voz era extraña, ajena. En la chavola vacía y fría le contestó el eco enronquecido.
- ¿Qué?
Kulpash se hizo silenciosa de nuevo. Ella no sabía qué decir y cómo hacerlo...
Otra vez le saltaron las lágrimas.
- ¿Querías decir alguna cosa?
- Pues... nada... Raushán nos ha visitado hoy.
- ¿Para qué?
Kulpash no podía hablar, se estaba ahogando en sollozos. Un rato después ella llamó de nuevo a su marido:
- ¡Eh!
- ¿Qué? ¡Vaya, dime!
- ¿Cómo vamos a vivir?
- No sé...
- Que vamos a estirar la pata.
- Quizás...
- Entonces... – Ella se cortó. – ¿Tal vez... sería mejor... que nos separemos ?
Maktym comenzó a revolverse. Después vino de nuevo un silencio siniestro. La luna nueva miró con indiferencia por la ventanilla rota.
- ¿Qué dijiste?
- Digo: ¿tal vez... tenemos que separarnos?
- ¿Lo propuso Raushán?
- Sí.
- ¿Y al chico por dónde vas a meter? – Maktym hizo gluglú con la garganta, le relincharon los dientes.
- ¡Dios mío!.. ¡¿Por qué nos castigas?! – exclamó ella.
Kali que se había acurrucado en un rincón entre el horno y Kulpash, llamó en voz baja:
- Ma-má...
- ¿Qué quieres, cariño?
- Hace frío...
V
Mediados del marzo. La nevasca se desencadenaba durante toda la semana. Sólo hoy por fin se debilitó y cesó. El sol giraba hacia la primavera. El tiempo se hizo sensiblemente más caliente. Ya no se levantaba de la tierra el frío muerto penetrante. Los animales enflaquecidos sin comida daban vueltas alrededor de los patios, olisqueando cada una manada de paja y los montones de estiércol.
Al borde de un aúl extendido, hacia una chavola aislada envuelta en los montones de nieve hasta la chimenea caminaba lentamente por una vereda apenas vista una mujer joven. Eso era Kulpash. Hacía ya unos veinte días que vivía en la casa de su marido nuevo, Zhumagazy. El hambre duro por fin la había forzado a esto paso. Con esto ella se salvó de la muerte por hambre, pero la expresión de su cara seguía sombría. Los veinte días en la casa de Zhumagazy le parecían graves y largos como veinte años. Sobre todo sentía morriña por el pequeño Kali. Lo vió en un sueño ya en su primera noche en la casa de Zhumagazy. Cuando Kulpash abandonaba la casa, ella se acercó a su hijo y diciéndole “¡Niñeta mía!” lo cubrió con besos. Y él se mosqueó, se quedó inmóvil y apartó la mirada. Así mismo lo vió en su sueño. Triste, con aire agraviado en su carita agotada. Estaba mirando a lo lejos sin pestañear. En su sueño Kulpash lo acariciaba, lo pegaba a su cuerpo, pero el chico obstinadamente seguía sin moverse como si se hubiera petrificado. Después vió también a Maktym en el sueño suyo. Ella intentaba de hablar con él, pero él no contestaba a su acostumbrado “¡Eh! ¡Eh!”. Y aparecía lúgubre, ofendido.
Ahora la conciencia la remordía sin parar. Pues por su propio bienestar ella había abandonado en desgracia a las personas más queridas en todo el mundo – a su marido y al hijo. Se le ocurría cada vez más a menudo: “Sería mejor morir con ellos que vivir así”. El pobre Maktym no se apartaba de su memoria. Pues desde la madrugada el desgraciado colgaba en su cuello una bolsa rayada y se dirigía a pedir limosna, y por la tarde indispensablemente volvía a casa. Entonces, no pensaba en sí en primer lugar sino en la esposa y en el hijo intentando de aliviar sus sufrimientos con todo lo que pudiera, y a este hombre ella lo había traicionado, – se fue por un bocado graso al otro, al ajeno, al no amado...
La saciedad en la casa del bay solamente agraviaba su pena aún más, los días y las noches pasaban en la congoja constante, y aquel día por fin ella se preparó precipitadamente para marcharse aprovechando de que Zhumagazy se había ido a algún lugar. En su pecho ardía débilmente una esperanza: si Maktym la disculpe, ella va a regresar al hogar abandonado.
Ella caminaba y tocaba de vez en cuando el lío secreto que lo tenía consigo. En este lío estaban dos pedazos de carne – para Maktym y Kali. La cocinó en secreto, alegrando de que iba a traer a casa un regalo.
“Cariño mío, – pensaba en el hijo, – ¿qué va a decir al ver esta carne?”.
Al lado del aúl unos tres perros la encontraron ladrando. Ella les volvió las espaldas. A la entrada al aúl la primera casa es la de Ibray. En un montón alto de nieve estaba el dueño mismo. Kulpash lo saludó con prisa y siguió su camino. Ibray parecía tener ganas de decirle algo, incluso hizo unos cuantos pasos hacia ella, pero pronto se paró.
¡Por fin aquí está la casa! Ella miró a la puerta conocida un poco acostada y en seguida sintió frío. La nevasca creó un montón de nieve enorme, pero no había ningunas huellas sobre este montón. Ahogando en la nieve ella alcanzó la puerta y se puso a remover la nieve con los pies, sintiendo que el miedo le estaba apoderando cada vez más y que se le hacía oscuro en los ojos. No entendía todavía de dónde viene este temor, pero estaba temblando. También es verdad que no entendía absolutamente nada...
Reuniendo sus últimas fuerzas, Kulpash tiró bruscamente la puerta rechinante. Le dió en la cara el aire glacial, viciado. No penetraba por la ventanilla ni un rayito. Y la chavola estaba oscura como una tumba.
Kulpash dió un paso atrás sin quererlo, se detuvo al umbral. Agarrándose a la puerta, llamó con voz ronca:
- ¡Niñeta mía!
No se oye nada...
Ella no sabía qué hacer. Miró a su alrededor, se acercó corriendo a la ventana – estaba como en un sueño – y comenzó a quitar muy rápidamente la nieve. Por fin limpió una mitad, y el sol se lanzó a la habitación, iluminando el horno, el suelo, las paredes.
Ella cayó de bruces sobre un montón de nieve, se pegó a la ventanilla, miró por dentro. Al lado del horno, abrazándose, con las piernas encogidas, estaban durmiendo el padre y el hijo. La traspasó la piedad. Siguiendo sin entenderlo todo bien, tropiezándose, cayendo, llorando, ella se echó a la casa gritando:
- ¡Niñeta mía! ¡Kalizhán! ¡Despiértate!..
Y al acercarse corriendo se arrodilló bruscamente ante el hijo para levantarlo, apretarlo a su pecho, cubrir con besos la carita querida, y de repente ella vió a Maktym. Sus ojos ya se pusieron vidriosos, la boca estaba abierta y se veían los dientes.
Kulpash se estremeció, se levantó en un salto, gritó:
- ¡Eh!..
Y qué pasó después, ella no lo recordaba ya. Cuando entró la gente, ella estaba sin sentido, abrazando los cuerpos arrecidos del marido y del hijo...
1922